jueves, 2 de marzo de 2023

Entonces, ¿nunca ha coqueteado el marxismo-leninismo con nociones mecanicistas, místicas o evolucionistas?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022


«Si bien hemos demostrado que entre marxismo y positivismo median kilómetros de distancia, ¿tiene sentido preguntarnos si el marxismo ha flirteado con esos pronósticos o algunos otros muy parecidos? ¿Ha pregonado alguna vez el «triunfo inevitable de su causa» por la «razón de sus valores, consignas o cálculos»? ¿Ha acabado en un «determinismo histórico», donde todo parecía sellado y destinado a que se consumase un plan o discurrir histórico ya descubierto? ¿Se han barnizado las tradiciones y mitos nacionalistas bajo ropajes rojos y hasta revolucionarios? ¿Se han justificado todo tipo de aberraciones, incluido el paternalismo con los pueblos coloniales, con la excusa de «favorecer el «desarrollo de las fuerzas productivas»? Pues claro. Lejos de lo que proclamaba un enfervorecido Plejánov:

«Pórtense seriamente, reflexionen atentamente acerca del sentido de nuestras palabras, no nos atribuyan sus propias invenciones y no se apresuren a descubrir contradicciones, ni en nosotros, ni en nuestros maestros, que no las hay ni las hubo jamás». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

Les daremos una triste noticia: los padres del socialismo científico no estaban exentos de meteduras de pata, especulaciones y contradicciones. Ni Marx ni Engels ni ningún pensador de renombre ha nacido sabiendo, errar es inherente al desarrollo intelectual de un hombre, aun cuando este es generalmente brillante. Así que pasemos a repasar los mejores patinazos de los representantes del marxismo-leninismo, tengan que ver o no con conceptos «positivistas». Esto implicará que para deshacer este hechizo hemos de rescatar algunos de los libros y comentarios, tanto conocidos como desconocidos, de Marx y Engels, así como de sus más conocidos discípulos: Kautsky, Labriola, Bebel o Lenin.

Dicho esto, el presente capítulo no pretende ser una recopilación de todos y cada uno de los errores, desatinos o falsos pronósticos de los autores marxistas, algo que no solo sería una tarea hercúlea que daría pie, como es normal, a un documento entero aparte, sino que simplemente nos limitaremos a recoger algunos puntos que coincidan con el tema principal que deseamos demostrar.


Friedrich Engels (1820-1895)

Los propios «reconstitucionalistas» criticaban −en este caso de forma acertada− una entrevista de Engels:

«El de Barmen contestaba que «si el crecimiento de nuestro partido continúa en su tasa normal, tendremos una mayoría entre los años 1900 y 1910». (Friedrich Engels; Entrevista de Frederick Engels por el corresponsal del Daily Chronicle a finales de junio, 1893)

Y hemos de recalcar que este extraño «cálculo matemático» se repitió en otras ocasiones −los corchetes son de Lenin−:

«El ejército está lleno de oficiales descontentos que conspiran. [Engels se hallaba entonces impresionado por la lucha revolucionaria de los de Naródnaia Volia y cifraba esperanzas en los oficiales, sin poder ver todavía el espíritu revolucionario de los soldados y marineros rusos, que se reveló con tanto brillo 18 años más tarde]. No creo que el estado actual de cosas perdure ni siquiera un año. Y cuando en Rusia estalle la revolución, entonces ¡hurra!». (Friedrich Engels; Carta a F. Sorge, 9 de abril de 1887)

Esto era poco realista como se comprobó en Rusia con la Revuelta decembrista (1825). Esta fue una intentona de un grupo clandestino de oficiales progresistas, quienes, estando muy influenciados por las ideas y revoluciones liberales de España, Francia, Portugal, Noruega y otros lugares, intentaron derrocar el régimen autocrático del zar. Evidentemente, la principal debilidad de este movimiento residía en una desconfianza hacia los trabajadores, su falta de programa común en cada región, así como su falta de determinación militar en los momentos decisivos. Este aislacionismo e idealización de los héroes fue heredado en parte por los grupos de anarquistas rusos, es decir, los populistas y otros. Véase la obra de M. V. Nechkina: «Los decembristas en el proceso histórico mundial −hacia una metodología de estudio del decembrismo−» (1975).

Esto indica que, si bien Engels se caracterizó en general por combatir el espontaneísmo, en ocasiones también cayó seducido ante una presunta «especificidad» o «excepcionalidad» que le hacía olvidar por un momento las leyes sociales.

En otros escenarios, Engels esgrimió una noción sobre el desarrollo de los acontecimientos bastante apriorístico. En Francia, deseaba la victoria del gobierno burgués más a la «izquierda» posible porque en su cabeza eso supondría que la burguesía tendría que hacer concesiones al movimiento proletario y, a su vez, también acabaría desacreditándose ante los trabajadores al no poder satisfacerlos por completo, siendo esta una «amarga experiencia para las masas» que serviría para terminar con sus ilusiones y romper con la tutela de los políticos radicales:

«Como siempre, el curso de la lucha política ha asumido una forma clásica. Los sucesivos gobiernos se están moviendo cada vez más hacia la izquierda, y un gobierno de Clemenceau ya está a la vista; no será el gobierno burgués más extremo. Con cada giro hacia la izquierda, las concesiones a los obreros aumentan. (…) Y lo que es más importante aún, el campo se está despejando cada vez más para la batalla decisiva, mientras que la posición de los partidos se vuelve más clara y bien definida. Este lento pero inexorable progreso de la República Francesa hacia su conclusión lógica −la confrontación entre los radicales burgueses pretendidamente «socialistas» y los obreros genuinamente revolucionarios− me parece una manifestación de la mayor importancia, y espero que nada pueda detenerla». (Friedrich Engels; Carta a August Bebel, 6 de junio de 1884)

Es verdad que la clásica república democrático-burguesa permite al proletariado mayor grado de libertad para desarrollar su agitación y propaganda. Esto significa que, en relación a otro régimen −digámoslo así− más autoritario −se presente este como bonapartista, militarista, fascista o como sea−, este beneficia enormemente a los revolucionarios a la hora de poder desempeñar sus actividades. Pero, más allá de esto, que todos deberíamos saber, la historia también ha demostrado con creces que la revolución depende de que exista objetivamente una crisis institucional entre las élites políticas; una aguda crisis económica que atraviese los poros de la sociedad, así como un alto grado de concienciación, organización y movilización entre los explotados. Por tanto, la forma de dominación política en ese momento es una cuestión secundaria ante todo lo enumerado con anterioridad. Es más, si el lector se ha dado cuenta, ha habido movimientos que llegaron a coronar la toma de poder −y realizar un proceso revolucionario− forjándose y adquiriendo experiencia, tanto dentro de los regímenes más liberales del momento como de los más autoritarios. Del mismo modo, todas las «garantías democráticas» de los gobiernos burgueses son suspendidas cuando el poder se siente amenazado; no por casualidad en las propias cartas magnas existen artículos que tipifican esta excepcionalidad. Solo un jovenzuelo «haselista» no habría comprendido tal cosa a estas alturas de la película. Véase la obra: «Estudio histórico sobre los bandazos oportunistas del PCE (r) y las prácticas terroristas de los GRAPO» (2017).

Habría que comentar que Engels en su «Carta a Laura Lafargue» (27 de agosto de 1889) se alegraba del fin de la «amenaza bonapartista» de Boulanger porque, según él, esto servía para suprimir la excusa de los radicales de presentarse como «los defensores de la república» y «sus conquistas». ¿Pero hasta qué punto eso era cierto? En verdad, los republicanos −o los socialistas reformistas en el nuevo siglo− utilizarían en su prensa ese pretexto, una y mil veces más, para cerrar filas en torno a ellos y, dado que tenían la hegemonía política, la mayoría de trabajadores no discutían si tal amenaza de un «golpe reaccionario» era real o no. Tampoco ningún otro movimiento tenía el suficiente peso como para poner en tela de juicio si la mejor forma de «defender esas conquistas» era a través de métodos de colaboración o de lucha de clases.

Volviendo al tema, las ilusiones de Engels en este sentido iban tan lejos como para proclamar que:

«Una vez que el curso de las cosas en Francia permita a los socialistas convertirse en una oposición política, cuando Clemenceau finalmente llegue al timón, obtendremos instantáneamente millones de votos». (Friedrich Engels; Carta a Eduard Bernstein, 8 de agosto de 1885)

En la misma carta del 27 de agosto de 1889 también proclamó que, con Boulanger fuera de juego, la revolución francesa «seguía su curso» y «los radicales, en su nueva encarnación Millerand, se desacreditarían gradualmente tanto como en la encarnación Clemenceau, y los mejores elementos entre ellos pasarán a nosotros». Esta predicción contaba con varias lagunas. 

En muchos de sus textos Engels parece que tuvo en cuenta, muy correctamente, que para que el movimiento marxista recoja los frutos de una crisis política y aumente su influencia, debe convertirse en una «oposición política» de peso. De no ser así, el camino común es que los trabajadores viren de un partido burgués tradicional que los decepciona a otro que ya les ha decepcionado y, quizás, si eso sale mal, prueban con otro nuevo que les promete lo mismo, pero con distintas palabras. Véase la obra: «Unas reflexiones sobre la huelga de los trabajadores de LM Windpower en El Bierzo» (2021).

Hasta ahí todo bien. El problema llega, en el caso del movimiento revolucionario francés, cuando observamos lo que realmente era el Partido Obrero Francés (POF), fundado en 1882. Este no estaba ni siquiera cerca de tener la capacidad de capitalizar ese descontento, por lo que en breve ocurriría lo esperado: las diferentes crisis de gobierno de los gabinetes radicales fueron aprovechadas por los conservadores u otro bando de los radicales. Aquí, Engels perdió de vista que mientras al POF le faltasen tablas para ser una «oposición política», no iba a conseguir hacer la competencia con eficacia a los partidos tradicionales y no iba a desplazarlos por muchas crisis que se dieran. Para ello se necesitaba de una estructura con alta influencia y disciplina que hubiera popularizado su programa alternativo, que fuera reconocido por su alta capacidad para realizar campañas de agitación y propaganda, que supiera organizar y dirigir a las masas, etcétera. En cambio, la dirección francesa de Guesde y Cía. demostró que, en algunos momentos, estaba más preocupado de pactar, readmitir y fusionarse con los posibilistas, blanquistas y otras tendencias para intentar «asentar su influencia», algo que finalmente ocurrió entre 1902 y 1905 con la unión de todo tipo de grupos contrapuestos en una amalgama inaceptable. Esto iba en contra de la máxima manifestada por Engels cuando en su «Carta a August Bebel» (28 de octubre de 1882), proclamó: «El punto en cuestión es puramente de principio: ¿debe la lucha del proletariado contra la burguesía librarse como una lucha de clases o debe reconocerse que, bajo buena moda oportunista −o a la manera posibilista, como la traducción socialista lo pone−, es necesario dejar de lado el programa y el carácter de clase del movimiento dondequiera que sea que esto permita que más votos o más «partidarios» sean ganados?». Véase el subcapítulo: «¿En qué se basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?» (2021).

En otra ocasión, en 1870, Engels daba a entender que conforme crecía la burguesía proliferaba de forma similar el proletariado, ergo a mayor poder político-económico de la primera mayor del segundo, realizando así una estimación mecánica −que además no se correspondía ni por asomo con los movimientos proletarios de su tiempo−:

«En la medida en que la burguesía desarrolla su industria, su comercio y sus medios de comunicación, en la misma medida engendra al proletariado. Y al llegar a un determinado momento, que no es el mismo en todas partes ni tampoco es obligatorio para una determinada fase de desarrollo, la burguesía comienza a darse cuenta de que su inseparable acompañante, el proletariado, empieza a sobrepasarla. Desde ese momento pierde la capacidad de ejercer la dominación política exclusiva, y busca en torno suyo aliados, con quienes comparte su dominación, o a quienes, según las circunstancias, se la cede por completo». (Friedrich Engels; Prefacio a la segunda edición de la obra «La guerra campesina en Alemania» (1850), 1870)

Sería plausible argumentar que, de dicha desviación economicista, los líderes socialistas de la II Internacional (1889-1914) dedujeron su famosa «transición pacífica hacia el socialismo». El mismo Engels en el citado prefacio declaró que: «En Inglaterra, la burguesía no ha podido llevar a su verdadero representante Bright al Gobierno más que ampliando el derecho electoral, medida que por sus consecuencias debe poner fin a toda la dominación burguesa». Aquí vemos cómo pronosticó que el sufragio universal iba a traer consigo amplias mayorías a los partidos proletarios y que, con ellas, se podría conseguir el anhelado tránsito pacífico al nuevo sistema. Resulta obvio que sus discípulos, como Bebel o Kautsky, también manifestaron desde sus más tempranos inicios un exceso de fe en las instituciones burguesas, siendo el parlamentarismo la desviación más reconocible de la socialdemocracia alemana.

Sin duda, Engels ignoraba en este texto «detalles» como la alienación que, si bien no son insuperables, condicionan en buena medida que eso suceda con tanta facilidad. Las propias críticas de Engels hacia el movimiento proletario en Inglaterra, Francia o Alemania −algunas de las cuales luego veremos−, lo atestiguan suficientemente como para detenernos en esta cuestión. Por otro lado, que una clase dominante o un nuevo régimen se apoye en lo que acaba de derrocar, valiéndose de sus leyes, de su burocracia o de sus tradiciones, tampoco tiene nada de novedoso −como hemos documentado varias veces−. De hecho, esto es algo que tanto Marx como Engels reconocieron en varios de sus análisis históricos −y de ahí que cualquiera que estudie estas épocas necesite valerse de sus estudios−, por lo que esto tampoco debería de extrañarnos. Véase el capítulo: «La creencia de que si un Estado conserva figuras, instituciones o leyes de una etapa fascista es demostrativo de que el fascismo aún persiste» (2017). 

Por otra parte, y como se verá a continuación, las enseñanzas que tan magistralmente extrajeron Marx y Engels de los hechos históricos ya acaecidos, sus propias rectificaciones, producto de la evolución de su pensamiento, no siempre fueron aplicadas de manera consecuente por sus sucesores. Tomemos el análisis de la experiencia revolucionaria de la Comuna de París, en el que se sostiene la tesis de que el proletariado no puede tomar en sus manos la máquina del Estado, sino que tiene que destruirla y formar sus propios órganos de poder para reprimir a los contrarrevolucionarios. Dicha conclusión no siempre se sostuvo con coherencia en la II Internacional (1889-1914), dando pie a todo tipo de especulaciones, y la prueba de ello es que medio siglo más tarde Lenin escribió «El Estado y la revolución» (1917), una de sus obras más conocidas, dedicada a corregir todas las tergiversaciones de los oportunistas con respecto a esta cuestión.

No podemos continuar sin subrayar que en Engels también se detecta ese clásico «exceso de optimismo» en torno al verdadero poder de las fuerzas revolucionarias −el mismo que quedaría registrado también en otras obras−. En ocasiones se llegó hasta el punto de afirmar, cual bakuninista, que la disolución de la I Internacional (1864-1876) y su sección alemana no era un problema, sino algo a celebrar por ser un «lastre», ¡y que con o sin organización la revolución triunfaría por la «solidaridad»! (sic):

«El movimiento internacional del proletariado europeo y americano es hoy tan fuerte, que no sólo su primera forma estrecha −la de la Liga secreta−, sino su segunda forma, infinitamente más amplia −la pública de la Asociación Internacional de los Trabajadores−, se ha convertido en una traba para él, pues hoy basta con el simple sentimiento de solidaridad, nacido de la conciencia de la identidad de su situación de clase, para crear y mantener unido entre los obreros de todos los países y lenguas un solo y único partido: el gran partido del proletariado. Las doctrinas sostenidas por la Liga desde 1847 hasta 1852 y que entonces podían ser tratadas despectivamente por los sabios filisteos, como quimeras salidas de unas cuantas cabezas locas y exaltadas, como doctrinas misteriosas de algunos sectarios sueltos, cuentan hoy con innumerables partidarios en todos los países civilizados del mundo desde los condenados de las minas de Siberia». (Friedrich Engels; Contribución a la Historia de la Liga de los Comunistas, 1885)

En un tono muy similar, ese mismo optimismo, más digno de un ingenuo que de un sabio y viejo revolucionario como él, también le llevó ese año a declarar la inevitabilidad de la revolución, con lo cual parecía retomar sus viejas desviaciones anteriores a 1850, es decir, aquellas que él mismo había denunciado como fantasías infantiles: 

«En tales momentos tendrá que escucharse, sin duda, la voz de un hombre [Marx] cuya teoría íntegra es el resultado del estudio, efectuado durante toda una vida, de la historia y situación económicas de Inglaterra, y al que ese estudio lo indujo a la conclusión de que, cuando menos en Europa, Inglaterra es el único país en el que la inevitable revolución social podrá llevarse a cabo enteramente por medios pacíficos y legales. No se olvidaba de añadir, ciertamente, que consideraba muy improbable que las clases dominantes inglesas se sometieran, sin una «rebelión a favor de la esclavitud», a esa revolución pacífica y legal». (Friedrich Engels; Prologo a la edición inglesa de «El capital» (1867), 1885) 

Huelga decir que dicha «inevitable revolución social» nunca se dio. Aquí, Engels no solo estaba predicando la posibilidad de una revolución pacífica en Inglaterra −aun admitiendo la irreconciliable contradicción que resultaba el hecho de que la burguesía no cedería su poder de manera voluntaria−, sino que además buscaba dicha «revolución» en un país que estaba muy lejos de contar siquiera con un partido único del proletariado sobre el cual organizarse. Todo esto en un contexto en el que, como él reconoció tanto en años previos como posteriores, el proletariado inglés se alejaba cada vez más de la lucha política y adoptaba una actitud conformista: 

«Aquí no hay partido obrero, no hay más que el partido conservador y el partido liberal-radical, y los obreros se benefician tranquilamente con ellos del monopolio colonial de Inglaterra y del monopolio de ésta en el mercado mundial». (Friedrich Engels; Carta a Karl Kautsky, 12 de septiembre de 1882) 

Evidentemente, el bueno de Engels rectificó y, como había hecho siempre, predicó en su «Carta a Gerson Trier» (18 de diciembre de 1889), la necesidad de «un partido consciente de sí mismo». Además, dejó de fantasear con la «tradición democrática de los Estados Unidos e Inglaterra» y su capacidad de otorgar una transición pacífica hacia el socialismo, retomando su antigua doctrina de que el proletariado solo podría hacerse con el poder mediante «una revolución violenta». 

Encontramos algo similar en su «Carta a Karl Kautsky» (29 de junio de 1891), donde Engels comentó cómo: «Al principio pretendí intentar reescribir el preámbulo» de su obra «La situación de la clase obrera en Inglaterra» (1845) en «un modo más resumido, pero la falta de tiempo me impidió hacerlo»; además de que «pensaba que sería más importante señalar las debilidades, algunas evitables, otras no, de la parte política, ya que esto me otorgaría de una oportunidad para fustigar al oportunismo conciliatorio del «Vorwärts» y al limpio-devoto-gozoso «crecimiento» de las viejas llagas «en la sociedad socialista». 

Esto significaba que, para el último Engels, lo prioritario era combatir la creciente tendencia en el órgano oficial de la socialdemocracia alemana, la cual daba luz verde a los artículos que propagaban la integración y transición gradual del capitalismo en el socialismo. Por último, en su «Carta a Paul Lafargue» (3 de abril de 1895), Engels denunció cómo algunos dirigentes alemanes, como Wilhelm Liebknecht, censuraban fragmentos de sus textos para aparentar que él apoyaba la «táctica de la paz a cualquier precio y de oposición a la fuerza y la violencia». 

En todo caso, y como estamos observando, no podemos cargar sobre los hombros de sus discípulos todos y cada uno de los desatinos y distorsiones que luego se cometerían en la II o III Internacional, dado que ya hubo precedentes muy alarmantes, dudas, confusiones y defectos no superados del todo.


Karl Marx (1818-1883)

Algún listillo espetará: «En todo caso, ¡estas son las clásicas distorsiones «engelsianas» de lo que fue el materialismo histórico de Marx!». Pero no, Marx también soltó ingenuidades gigantescas. No podemos olvidarnos de que ambos, Marx y Engels, firmaron estimaciones tan metafísicas como que la revolución o sería simultánea en todos los países o no sería −algo que, pese al empecinamiento de los trotskistas, todas las revoluciones del siglo XX se encargaron de desmentir−:

«¿Es posible esta revolución en un solo país? No. La gran industria, al crear el mercado mundial, ha unido ya tan estrechamente todos los pueblos del globo terrestre, sobre todo los pueblos civilizados, que cada uno depende de lo que ocurre en la tierra del otro. Además, ha nivelado en todos los países civilizados el desarrollo social a tal punto que en todos estos países la burguesía y el proletariado se han erigido en las dos clases decisivas de la sociedad, y la lucha entre ellas se ha convertido en la principal lucha de nuestros días. Por consecuencia, la revolución comunista no será una revolución puramente nacional, sino que se producirá simultáneamente en todos los países civilizados». (Karl Marx y Friedrich Engels; Principios del comunismo, 1847)

Incluso Stalin sobreestimó este posicionamiento, afirmando que era correcto para su tiempo:

«Todos los marxistas, comenzando por Marx y Engels, entendíamos que el socialismo no podría triunfar en un solo país; que, para que triunfara el socialismo, sería necesaria una revolución simultánea en diversos países, por lo menos en varios de los países más desarrollados, de los países civilizados. Y esta opinión era acertada entonces. (…) ¿Era acertado lo dicho aquí, en esta cita, en la época del capitalismo premonopolista?, ¿era acertado en el período en que lo escribió Engels? Sí, lo era. ¿Es acertado este planteamiento ahora, en la nueva época, en la época del capitalismo monopolista y de la revolución proletaria? No, ya no lo es». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; La desviación socialdemócrata en nuestro partido. Informe en la XV Conferencia del Partido Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética, 1926)

Marx, que había estudiado de sobra las carencias de la Comuna de París (1871), a ratos reducía su caída a que no se había producido un levantamiento en los grandes centros de Europa (sic):

«La revolución debe ser solidaria, y encontramos un gran ejemplo de ello en la Comuna de París, que ha caído porque en todos los grandes centros, en Berlín, Madrid, etc., no se ha levantado simultáneamente un gran movimiento revolucionario a tono con el nivel superior de la lucha del proletariado parisino». (Karl Marx; Discurso en el Congreso de la Haya, 1872)

Evidentemente el revolucionario debe ser solidario, pero sin prometer dar lo que no se tiene, pues eso es engañar a los compañeros. Nos explicaremos mejor. La mayor garantía de que una revolución triunfe es que, más allá de las ayudas externas, esta sea autosuficiente como demostró serlo la Revolución Bolchevique (1917). En este caso, aunque el enemigo acabó recibiendo mucha más ayuda externa de la que los revolucionarios pudieron recibir de sus aliados y simpatizantes, eso no impidió el aplastamiento de la contrarrevolución. Y si bien hubo un gran eco de solidaridad internacional entre los trabajadores de todo el mundo, este tampoco fue suficiente para abortar totalmente la participación de las potencias imperialistas en Rusia, a lo sumo sirvió para sabotear el envío de tropas, víveres y presionar a los gobiernos para que decidiesen reducir o finalizar dicha intervención, que aun así no es poco. 

De hecho, es fácil comprobar que el proletariado de la mayoría de países, pese al despertar político que iba logrando, aún no tenía un gran nivel de conciencia ni capacidad de combate. La prueba está en que a nivel nacional no pudo eludir las consecuencias de la posguerra, donde la burguesía cargó sobre sus hombros el principal peso de la crisis, sufriendo severas derrotas y desmoralización por doquier, apuntalándose la socialdemocracia y fraguándose el inmediato auge del fascismo. 

Queda claro, pues, que pedir o prometer en abstracto que los revolucionarios del mundo se «levanten en solidaridad» con una revolución en la otra punta del mundo no solo es irreal, sino que, de realizarse mecánicamente, acabaría las más de las veces en un salto al vacío, puesto que, en muchos lugares por existir, a veces, no existen ni organizaciones políticas que agrupen y coordinen a los trabajadores para luchas menores. No comprender esto es no comprender que el capitalismo tiene un desarrollo desigual, y no nos referimos solo al aspecto económico, sino a la madurez y capacidad del proletariado de cada país. 

Dicho esto, esto no excluye que el proletariado pueda y deba −en la medida de sus posibilidades reales− ayudar y colaborar −bajo todas las formas posibles− a cualquier proceso revolucionario que vaya en pro de sus intereses, sea donde sea, pero de ahí a lo ya dicho hay un abismo; el mismo que separa la utopía de la ciencia. De hecho, tan estúpido es clamar de forma mecánica por una «revolución conjunta» como no hacer la revolución en suelo nacional porque se espera que «las condiciones de todos los países maduren para un golpe final».

Posteriormente, en 1890, el propio Engels expresaría algo antagónico a todo lo visto antes, dando a entender que Alemania no necesitaba de una «revolución internacional» como condición para que el socialismo echase a andar, sino que este podría comenzar en un solo país donde el proletariado estuviera lo suficientemente concienciado en términos políticos:

«La llamada «sociedad socialista», según creo yo, no es una cosa hecha de una vez y para siempre, sino que cabe considerarla, como todos los demás regímenes históricos, una sociedad en constante cambio y transformación. Su diferencia crítica respecto del régimen actual consiste, naturalmente, en la organización de la producción sobre la base de la propiedad común, inicialmente por una sola nación, de todos los medios de producción. No veo absolutamente ninguna dificultad para realizar −se trata de realizarla gradualmente− esta revolución mañana mismo. El que nuestros obreros son capaces de ello, lo demuestran sus numerosas asociaciones de producción y distribución, que, cuando la policía no las arruinaba intencionadamente, se administraban con la misma eficacia y mucho más honradamente que las sociedades anónimas burguesas. No llego a comprender cómo puede usted hablar de la ignorancia de las masas en Alemania después de la brillante demostración de la madurez política de que han dado prueba». (Friedrich Engels; Carta a Otto Von Boenigk, 21 de agosto de 1890)

En Rusia, el jefe de los bolcheviques, Lenin, estudiaría ese tipo de documentación y comentaría años después:

«Sí, Marx y Engels se equivocaron mucho y con frecuencia en cuanto a la proximidad de la revolución, en cuanto a las esperanzas cifradas en la victoria de la revolución −por ejemplo, en 1848 en Alemania−, en la confianza de que la «república» alemana estaba próxima −«morir por la república», escribía Engels sobre aquella época, recordando su estado de ánimo como participante en la campaña militar a favor de la Constitución del imperio en 1848-1849−. También se equivocaron en 1871, cuando se ocupaban de «alzar el sur de Francia, para lo cual ellos −Becker escribe «nosotros», refiriéndose a su persona y a sus amigos más próximos, en la carta núm. 14 del 21 de julio de 1871− sacrificaban y arriesgaban todo lo que les era humanamente posible». Y en la misma carta: «Si en los meses de marzo y abril hubiéramos tenido más dinero, habríamos podido levantar todo el sur de Francia y salvar la Comuna de París». Pero semejantes errores de los gigantes del pensamiento revolucionario que trataban de elevar y supieron elevar al proletariado del mundo entero por encima de las tareas pequeñas, habituales, minúsculas, son mil veces más nobles, más majestuosos e históricamente más valiosos y auténticos que la vil sabiduría del liberalismo oficial, que canta, evoca, clama y proclama la vanidad de las vanidades revolucionarias, la esterilidad de la lucha revolucionaria y la magnificencia de los delirios «constitucionales» contrarrevolucionarios». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Prefacio a la traducción rusa del libro correspondencia de J. F. Becker, J. Dietzgen, F. Engels, K. Marx y otros con A. Sorge y otros, 1907)

A diferencia de otros autores que se declaran hipócritamente «marxistas» y «en contra del culto a la personalidad» −pero que luego solo les falta colocar un par de velas a Marx y Engels y sacar sus bustos de procesión en Semana Santa−, nosotros no ocultamos estos aspectos negativos. Podemos detectar consejos, estimaciones e incluso periodos importantes de la vida política de estos autores donde se da la constante de ciertos patrones equivocados. A su vez, no negamos que esto supuso andar a cuestas −durante demasiado tiempo− con posiciones pseudocientíficas en temas de importancia. En resumidas cuentas, no les eximimos de golpe y plumazo de su responsabilidad solo porque «esta barbaridad más tarde fue superada», o porque «en esta obra ya se encuentra el germen de superación completado en las siguientes». Y afirmamos esto no porque pensemos, como los ignorantes, que uno nace y muere con el mismo ideario, o que la superación de contradicciones es una línea recta, un proceso donde no quedan y se reflejan resabios antiguos. Nada de eso. 

Simple y llanamente, recalcamos esto porque se puede constatar de forma objetiva que, al darse todo tipo de vicios o inexactitudes ideológicas entre dos figuras de tanto renombre −como fueron Marx y Engels−, ambos acabaron influenciando −como era de esperar− a gran parte de los acompañantes de su tiempo, lo que retrasó y, en algunos casos, malacostumbró a sus discípulos bajo unas fórmulas que, lamentablemente, se quedarían impregnadas en el movimiento político, incluso aunque nuestros protagonistas las superasen sobradamente a posteriori. Solo hay que ver el juego que dieron algunas palabras sobre el «tránsito pacífico» o la «defensa de los espacios vitales de la patria alemana» a los Bebel o Kautsky, aun cuando la mayor parte de su vida Marx y Engels luchasen contra el chovinismo y las ilusiones pacifistas. Ahora, dicho esto, tampoco pueden confundirse los errores de los «padres fundadores» con otras salidas por la tangente que realizaron los dirigentes de la II Internacional, los cuales exageraron −cuando no se apoyaron− en posiciones que, no solo es que fueran residuales en la obra de Marx y Engels, sino que otras veces directamente ni siquiera defendieron jamás, pero eso es otra historia.

Un ejemplo de esta labor de blanqueamiento del legado de Marx y Engels, es la que realiza el trotskista chileno Manuel Salgado Muñoz en su obra: «¿Clase o pueblo?» (2017). En primer lugar, hemos de valorar que el autor se esfuerza enormemente en recopilar del dúo alemán todo tipo de «derrapes» e incluso «salidas de carretera» muy interesantes −véase la evolución de Marx y Engels en la calificación hacia ciertos movimientos y dirigentes de su época, como La Reforma o el Partido Cartista, pasando de una eufórica sobrestimación a una crítica donde no dejaron títere con cabeza−. Sin embargo, fuera de esto −que no es poco−, el resto de su labor deja bastante que desear, pues en cuanto dejamos de leer propiamente a Marx y Engels y pasamos a seguir las conclusiones del señor Salgado el documento se torna falso e insoportable. El problema principal es que el autor siempre encuentra una explicación plausible para justificar las metidas de pata de sus referentes, nunca se figura que un mal método, las prisas, las insuficientes fuentes de información, los malos cálculos o la vanidad pudieran estar presentes entre las conclusiones de sus análisis. 

Por si esto fuera poco, cada vez que el señor Salgado señala un error −real o ficticio− cometido por la pareja, aprovecha para presentar −de forma hilarante− a su dios inmaculado: León Trotski, quien aparece en estos debates y polémicas como el salvador, el infalible, quien corrigió o desarrolló tanto las disposiciones de estos dos como las de Plejánov, Kautsky, Lenin y Stalin. Esto no es de extrañar, cualquiera que conozca un poco de la historia del trotskismo sabrá que el culto a la personalidad y la distorsión histórica fue su carta de presentación, el as en la manga con el que Trotski intentó promocionarse y escalar en la cúpula soviética, aunque sin éxito. En gran parte de los jóvenes partidos comunistas, como el británico, esto funcionó durante un tiempo, al menos hasta que sus líderes empezaron a tomarse en serio el estudio del origen menchevique de Trotski y sus diferencias históricas con Lenin y el resto del bolchevismo. Véase la introducción de J. T. Murphy a la obra «Los errores del trotskismo. Un simposio» (1925).

Volviendo al tema central, no se trata de reclamarle a Marx y Engels por haber evolucionado y superado sus primitivas concepciones en política, filosofía o economía −como nos ocurre a todos−, ni discutir si tales figuras pudieron dar mucho antes ese paso de ruptura −y evitar tanto diletantismo y conciliación cuando no era necesario−, sino que basta con comprender que, en según qué casos, dicha tardanza tuvo severas consecuencias −más allá de que no fuera posible «adelantar» la superación de esos moldes anticuados y limitantes, cuestión ya de segundo orden−. En cuanto a las «pifias» más llamativas, en muchas ocasiones, uno no sabe si estas son herencia concreta de una «fe ilustrada», «pecados empiristas», «desvaríos románticos», «contagio positivista» o simplemente responde −como comentábamos atrás− a otras razones, como no tener las suficientes piezas del puzle, estimaciones exageradas, opiniones subjetivas sin contrastar lo suficiente, etcétera. En el fondo, hallar qué raíz filosófica exacta fue la que influenció más a estos autores en sus respectivas equivocaciones −aunque interesante e importante para no repetirlas− se vuelve una cuestión secundaria. En todo caso, esto puede dejarse en suspenso mientras entendamos por qué son erradas las bases de estos planteamientos −a veces sumamente eclécticos− y quede bien clara la razón por la que nos negamos a continuar por los mismos pasos. De hecho, una cosa conduce a la otra y es que, en cuanto nos demos cuenta de lo primero, saldrán a flote por sí solas las influencias y tradiciones filosóficas que suelen ser el núcleo de estos pensamientos y decisiones.


Antonio Labriola (1843-1904)

Nosotros mismos también nos detuvimos en otras ocasiones en explicar cómo, en sus inicios, Marx y Engels arrastraron los peores trapos filosóficos del hegelianismo en sus análisis sobre los diversos pueblos de su entorno como ocurrió, por ejemplo, con la teoría de los «pueblos sin historia». Esta implicaba, entre otros puntos: a) dar por válidos los clichés nacionales que se habían ido forjando para, aprovechando el atraso objetivo de ciertas naciones, tacharlas de incapaces de autogobernarse; b) aceptar y animar, en base a los mismos clichés, la anexión forzosa de pueblos en beneficio de la nación propia; c) afirmar que los gobiernos reaccionarios y sus acciones eran reflejo de pueblos reaccionarios sin remedio; d) considerar que los pueblos sin Estado son residuos de la evolución que no tenían ya posibilidad de formar su propio Estado ni de sumarse al progreso revolucionario; e) pensar que las naciones pequeñas formaban un obstáculo y, generalmente, una reserva de la reacción. 

Hoy, algunos revisionistas como los maoístas «reconstitucionalistas», justifican que Marx y Engels cayesen en este tipo de pensamientos −si bien, seguramente, los calificarían de imperdonables si fuesen otras figuras menos «consagradas»−:

«Las durísimas palabras que Engels dedica en varios artículos de esta época a las «naciones sin historia» podrían sorprender e incluso contrariar a más de un comunista educado en la corrección política de nuestros días; no obstante, analizados estos escritos desde la perspectiva de clase del proletariado y atendiendo al contexto histórico del momento, la justeza de tales palabras cae por su propio peso». (Línea Proletaria; ¡Abajo el chovinismo español de gran nación!, Nº1, 2017)

No se tratan solo de «durísimas palabras», sino de juicios ridículos y equivocados −hacia los españoles, mexicanos, rusos, belgas, daneses y otros pueblos− que cualquier marxista contemporáneo reconocerá a poco que tenga un ápice más de honestidad que estos señores. Los «reconstitucionalistas» exoneran a Marx y Engels cuando fueron presos de esta trampa hegeliana y, bien por desconocimiento bien por vergüenza, ocultan los textos donde incurren en estos errores −como acostumbran a hacer con su ídolo revisionista, Mao, aunque pedimos disculpas al lector por hacer tal comparativa, que resulta hasta ofensiva−. ¿Acaso debemos olvidar que la tesis de los «pueblos sin historia» fue cocinada en Prusia para satisfacer al nacionalismo emergente y justificar la expansión germana en detrimento de los pueblos eslavos y otros como el magiar? ¿No es cierto que nació para justificar las conquistas coloniales europeas? Véase el capítulo: «¿Hegelianismo de izquierda o marxismo como modelo a seguir en la cuestión nacional?» (2020).

Algunas de las reflexiones y proclamas de Marx y Engels que allí repasábamos, provenientes de obras como «Ernst Moritz Arndt» (1841), «Los movimientos de 1847» (1848), «Paneslavismo democrático» (1849), o «Futuros resultados de la dominación británica en la India» (1853), bien podrían haber sido firmadas por cualquier hegeliano de la época y, años después, por cualquier nietzscheano o cualquier nazi, pues eran unos comentarios expansionistas y chovinistas como otros tantos. Incluso podemos detectar cartas repugnantes en donde Marx criticó a rivales como Lassalle en base a su origen étnico: 

«Ahora me resulta evidente –dadas la forma de su cabeza y la manera como le crece el cabello– que Lassalle desciende de los negros que acompañaban a Moisés huyendo de Egipto –a menos que su madre o su abuela paterna se cruzaran con un negro–. Ahora bien, esta mezcla de judaísmo y germanidad, por una parte, y la base negroide, por otra, debe inevitablemente dar lugar a un producto peculiar». (Karl Marx; Carta a Friedrich Engels, 30 de julio de 1862)

Indudablemente, este tipo de comentarios y otros tuvieron gravísimas consecuencias a la postre, ya que muchos de sus discípulos o seguidores de la II Internacional heredaron estas concepciones o ignoraron las rectificaciones de Marx y Engels en este sentido:

«La mayoría de los delegados del SPD apoyó un proyecto de resolución presentado por el delegado holandés Henri Van Kol, que no «rechazaba en principio toda política colonial» y argumentaba que «bajo un régimen socialista, la colonización podría ser una fuerza para la civilización». (Daniel Gaido y Manuel Quiroga; Teorías marxistas del imperialismo en la Segunda Internacional: orígenes y debates (1899-1914), 2018)

Quizás el caso más sorprendente es el de otro exhegeliano también convertido en marxista, el italiano Antonio Labriola, quien, si bien llevó a cabo una destrucción de los dogmas del hegelianismo con la pasión típica que imbuye a uno la «fe del converso», en este aspecto, tampoco logró liberarse de esa terrible herencia. En el autor italiano, incluso en sus escritos maduros, aun se notaba la influencia de una cierta prepotencia nacional, cuando no estaba directamente imbuido por tesis raciales, muy comunes en la época. A este respecto, uno de sus compañeros y admiradores, Plejánov, dijo lo siguiente en una valoración sobre una de sus grandes obras:

«No conocemos ni un solo pueblo histórico del que se pueda decir que es un pueblo de raza pura; cada uno de ellos es el resultado de un proceso extraordinariamente largo e intenso de cruzamiento y mezcla de diferentes elementos étnicos. ¡Prueben, después de eso, a determinar la influencia de la «raza» sobre la historia de las ideologías de tal o cual pueblo! A primera vista parece que no hay cosa más simple y acertada que la idea de la influencia del medio geográfico sobre el temperamento de los pueblos y a través del temperamento, sobre la historia de su desarrollo intelectual y estético. Pero a Labriola, le hubiera bastado recordar la historia de su propio país para convencerse de lo erróneo de esta idea. Los italianos de hoy viven en el mismo medio geográfico en que vivían los antiguos romanos y, sin embargo, ¡qué poco se asemeja el «temperamento» de los tributarios contemporáneos de Menelik, al temperamento de los rudos conquistadores de Cartago! Si se nos ocurriera explicar por el temperamento de los italianos la historia del arte italiano, por ejemplo, nos detendríamos muy pronto perplejos ante la cuestión de conocer las causas a que obedecen los cambios profundos que el temperamento, por su parte, ha experimentado en diferentes épocas y en distintas partes de la península de los Apeninos. (...) La ciencia social ganaría enormemente si abandonáramos, por fin, la mala costumbre de achacar a la raza todo lo que nos parece incomprensible en la historia intelectual de un pueblo. (...) No sin fundamento calificamos de vieja la concepción por nosotros refutada sobre el papel de la raza en la historia de las ideologías. Esta concepción no es más que una variedad de la teoría, muy difundida en el siglo pasado, según la cual todo el curso de la historia se explica por las propiedades de la naturaleza humana. La concepción materialista de la historia es completamente incompatible con esta teoría. Según la nueva concepción, la naturaleza del ser social cambia junto con las relaciones sociales, por lo tanto, las propiedades generales de la naturaleza humana no pueden explicar la historia». (Gueorgui Plejánov; Concepción materialista de la historia, 1897)

Por si el lector duda de hasta qué punto este tipo de teorías llegaban a afectar a la política marxista de cada sección nacional, puede repasar a este respecto cómo el señor Labriola en «Sobre la cuestión de Trípoli» (1900) llegó a justificar la dominación de Italia sobre sus potenciales o reales colonias: «Bueno, llegamos demasiado tarde para tomar una posición de dominio, y le tocará a la política italiana resignarse a Trípoli, lo que ciertamente no nos compensa ni por la pérdida de Túnez ni por la de Egipto». Labriola se lamentó de que la política italiana en África hubiera sido, hasta entonces, un «accidente» de la inglesa y animaba a que Italia pudiera: «Afirmarse como capaz de su propia iniciativa». Esta demanda de un esfuerzo nacional iba conectada con su idea de evitar la emigración y ayudar a que la burguesía italiana llevase a término, digámoslo así, su «industrialización» y «proletarización de la sociedad». En cambio, el periódico italiano «Avanti» rechazó la propuesta, no porque esta mantuviese una posición anticolonial, ¡sino por la escasa rentabilidad a extraer de un país como Libia!

Hoy, los nacionalistas de cada zona, como ocurre en España con Santiago Armesilla, pretenden hacer de este tipo de frases una «lógica racional» y «revolucionaria», pero como ya demostramos en dicho documento sobre el hegelianismo, no solo están profundamente equivocados, también representan formas de pensar contrapuestas a la evolución posterior del pensamiento de Marx y Engels sobre la cuestión nacional. Ergo, esto resulta cómico, pues este tipo de figuras y grupos suelen ser los que más acusan a los verdaderos revolucionarios de ser «doctrinarios» y «dogmáticos», de «no ser capaces de pensar más allá de las citas de sus ídolos». ¡Paradojas de la vida! En cambio, con tal actitud demuestran tres cosas muy sencillas: primero, que no han hecho un estudio completo de la cuestión nacional; segundo, que, si lo han hecho, prefieren quedarse con el pensamiento hegeliano y reaccionario que con el pensamiento progresista del marxismo sobre esta cuestión; y tercero, que cuando optan por el marxismo, son incapaces de aplicarlo aun cuando tienen la realidad delante de sus narices. Véase el capítulo: «El viejo chovinismo: la Escuela de Gustavo Bueno» (2020).

Pero, como se ha dicho, no todos los representantes del marxismo de la época apoyaban tales empresas, lo que demuestra, lejos de lo que insinúan los mismos «reconstitucionalistas», que en la II Internacional también hay mucho de lo que aprender −pero claro, es más fácil y cómodo hacerle la cruz a todo y desecharlo sin más estudio−:

«Kautsky, por su parte, rechazó [en 1899] las posiciones procolonialistas de Bernstein con el planteamiento de que, en lugar de promover el progreso histórico, la política colonial moderna estaba siendo impulsada desde sectores reaccionarios precapitalistas: en Alemania, los Junker, oficiales militares, burócratas, especuladores y comerciantes (…) Bax, un socialista inglés, había publicado un artículo [en 1896] donde argumentó que los socialistas deberían apoyar las insurrecciones armadas de los pueblos colonizados, e incluso contribuir con asistencia material e instrucción militar a las mismas. (…) [En 1907, en opinión de Kautsky] de ninguna manera podía argumentarse que la expansión del capitalismo a todos los países que se encontraban en otras etapas de desarrollo era un requisito previo para la victoria del socialismo: esta idea tenía su origen en el «orgullo y la megalomanía de los europeos», los cuales tendían a dividir la humanidad «en razas inferiores y superiores». (…) Kautsky afirmó que los socialistas «deben apoyar de manera igualmente enérgica a todos los movimientos de independencia coloniales nativos. (…) Los guesdistas [describieron] la política colonial como «una de las peores formas de explotación capitalista» y [protestaron] «contra las expediciones coloniales filibusteras». (Daniel Gaido y Manuel Quiroga; Teorías marxistas del imperialismo en la Segunda Internacional: orígenes y debates (1899-1914), 2018)

Esta inclinación por el colonialismo no fue el único desatino notable de Antonio Labriola. Cuando se volvió a poner de moda la filosofía de Kant el autor italiano emitió varias declaraciones que iban en abierta contradicción con los fundamentos de sus maestros Marx y Engels. En relación a la nueva corriente neokantiana, notificó a Sorel su pleno acuerdo en que era necesaria su crítica, calificándola como una «corriente académica» que poco menos que solo servía para «un más claro conocimiento de Kant» al ser «una útil literatura de eruditos». Sin embargo, no pensaba lo mismo en cuanto a su médula, el agnosticismo. En cuanto a este último, para asombro de muchos, era mucho más indulgente:

«Pero aseguro, por otra parte, que este agnosticismo nos hace un gran servicio. Los agnósticos, afirmando y repitiendo constantemente que no es posible conocer la cosa en sí, el fondo íntimo de la naturaleza, la causa última de los fenómenos, llegan por otro camino, a su manera, como quien siente lo imposible, al mismo resultado que nosotros, pero no con pena ni aflicción, sino como realistas que no invocan los recursos de la imaginación: no se puede pensar más que sobre lo que podemos, en amplio sentido, experimentar nosotros mismos». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

Uno tendría que hacer verdaderos malabares para que esa frase fuese compatible con el materialismo histórico. En este párrafo ni siquiera esgrime un aforismo general del tipo: «Como todo está en movimiento, es imposible saber todo en todo momento» −algo que tampoco aportaría nada nuevo−. Nada de eso. Aquí lamentablemente vuelve a aceptar la idea kantiana de que no se puede conocer «la cosa en sí», sin especificar tampoco a qué tema concreto se refiere −¿quizás algo para lo cual no tenemos los medios adecuados o no hemos reunido suficientes datos?−; por lo que el espectador debe hacer el esfuerzo de sobreentender que, a nivel general, no se puede saber la esencia de nada. Como el lector se imaginará, las implicaciones de esto, incluso en aquello época, son terroríficamente absurdas: ¿acaso no podemos saber el origen multicausal que ha dado pie a los últimos eclipses, al desbordamiento de los ríos o a los movimientos sísmicos? ¿No podemos conocer cómo se originan las guerras coloniales, el desempleo o la emoción que refleja un autor en su dramático poema? En cualquier caso, querer agradecer a los neokantianos por estos «servicios» es ridículo, ya que sería darles la enhorabuena por «no arriesgarse» a dar explicación alguna a estos fenómenos… lo cual sería como agradecer al más ocioso de los artistas por no esforzarse en intentar crear una obra para el pueblo, ni siquiera una de mala calidad. Para más inri, Labriola recubre inmerecidamente a los agnósticos de un manto de «realismo» ya que ellos «no invocan a la imaginación», es decir, no especulan lo que «no pueden experimentar». El problema es que los neokantianos sí podían «experimentar» −probar− estos fenómenos, otra cosa muy distinta es que no quisieran usar las herramientas que las ciencias de la época podían proporcionarles. 

En realidad, aceptar que los fenómenos de la naturaleza y el ser humano son −las más de las veces o siempre− «incognoscibles» no solo supone repetir el pensamiento de los positivistas o vitalistas, sino que supone asumir su principal argumento para atacar al «dogmatismo de los materialistas», a los cuales reclamaban por tener la pretensión «metafísica» de intentar hallar el «origen» de los sucesos. En suma, que alguien como el señor Labriola que, en sus palabras llegó al socialismo en 1871 «ajustando cuentas» con «el darwinismo, con el positivismo y con el neokantismo» −y que además en dicha obra y otras lanzase tantos dardos a Comte, Spencer o von Hartmann− hiciese tales concesiones es cuanto menos desconcertante. Véase la el capítulo: «Marxismo y positivismo» (2022).

Quizás lo que más llama la atención en esta cuestión es que un exhegeliano y alguien tan versado en la historia de la filosofía, como el señor Labriola, no fuese capaz de rescatar y remarcar aquí la superioridad de Hegel sobre Kant en cuanto al trato del conocimiento:

«El agnóstico neokantiano nos dice: «Sí, podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo. Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento». A esto, ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos». (Friedrich Engels; Prólogo a la obra «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880), 1892)

Incluso, como veremos más adelante, en lo relativo a la cuestión de Bernstein y el revisionismo, Labriola no solo no supo ver a tiempo el camino que este estaba tomando, sino que en un principio estuvo de acuerdo en algunas de las reflexiones de este. Sin ir más lejos, coincidió con Bernstein en cuanto a que existían aún demasiados restos de «utopismo» entre los marxistas de su tiempo, incluso increpó a otros compañeros como Plejánov por el «duro tono» con que enfrentó a Bernstein al tratar de recuperar el neokantismo. Finalmente, Labriola, como tantos otros como Kautsky, se acabó arrepintiendo de no detectar a tiempo la naturaleza verdadera de Bernstein. Véase la obra de Bo Gustafsson «Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972).


August Bebel (1840-1913)

El problema decisivo es que estos remanentes nacionalistas nunca se superaron y continuaron suponiendo un dolor de cabeza a la hora de coordinar los movimientos proletarios. El mismísimo Lenin registró en sus «Cuadernos del imperialismo» (1916) cómo hasta uno de los más prestigiosos y veteranos jefes de la socialdemocracia alemana, August Bebel, quien se opuso a apoyar los créditos de guerra de la «Guerra franco-prusiana» (1870), acabó haciéndose eco de algunos resabios de este tipo. En 1886 animó a que su país −aún bajo dominio de Bismarck− comenzase una guerra contra el zar de Rusia:

«Bebel en 1886 está a favor de una guerra contra Rusia. (…) El artículo propugna una guerra «preventiva» −por así decirlo− de Alemania contra Rusia y Francia». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Bebel acerca de una guerra contra Rusia, 1914) 

Esto no salía de la nada. Efectivamente, este tipo de pensamientos fueron traídos a colación con su maestro, Engels, quien en su «Carta a August Bebel» (29 de septiembre de 1891) y «Carta a August Bebel» (24 de octubre de 1891) extrañamente hablaba como si los socialdemócratas alemanes se encontrasen en el poder −¡y luchasen por preservar o extender las conquistas socialistas!−, cosa que, como él deja claro, no era así −y no sucedería nunca, pese a las estimaciones del veterano dirigente de que, como muy tarde en diez años, así sería−. Todo se justificaba bajo el temor de que: «Tenemos el deber de mantener la posición ganada por nosotros en la vanguardia del movimiento obrero, no sólo contra lo interno sino también contra el enemigo externo. Si Rusia sale victoriosa, seremos aplastados». ¿Se imaginan a Lenin y los suyos pidiendo en 1917 que la Rusia del zar derrotase a la Alemania del káiser para que este no entrase en Moscú y persiguiese a los bolcheviques? Desde luego que no, esta fue, en todo caso, la posición de los socialchovinistas rusos. Los revolucionarios alemanes parecían olvidar que, hasta hacía un año, Bismarck les había hecho la vida imposible con la Ley Antisocialista. 

En el caso hipotético de que en 1886 o 1891 Alemania hubiera comenzado una ofensiva infructuosa contra Francia y Rusia y, más tarde, las tropas extranjeras llegasen a penetrar en el país, lo único que esto habría demostrado, especialmente si los socialdemócratas hubieran hecho antes su trabajo de agitación y propaganda, es que los propósitos mezquinos de los gobernantes conducían al país a una innecesaria carnicería que, además, sus dirigentes no podían ganar −como ocurriría en 1918−. Por otro lado, por cuestiones de mera logística y sentir popular, una ocupación franco-rusa no podría durar mucho en las extensas tierras germánicas. En ese escenario de posguerra −como también ocurriría décadas después−, existiendo una ocupación o sin ella serían la lucha e independencia política del proletariado alemán los factores que harían que, desde un enfoque y unos objetivos superiores, salvasen el movimiento socialdemócrata de su liquidación total. 

Desde luego, hubiera sido esto lo que salvase la situación y no las negociaciones o las estrategias militares de los partidos burgueses, quienes, como ya se vio en la Comuna de París (1871) o durante la Ocupación del Ruhr (1923), siempre preferirán sacrificar a sus compatriotas y condenar al país al yugo extranjero antes que ver una revolución en su casa. De hecho, la mayoría de revoluciones comunistas, vistas hasta ahora, tuvieron como telón de fondo un debilitamiento del gobierno burgués nacional, en muchas ocasiones causado por la derrota o las fuertes consecuencias económicas tras una riesgosa participación en política exterior. Este temor a que el movimiento revolucionario se paralice si el gobierno burgués de turno no sale victorioso no solo carece de sentido, sino que fortalece el oportunismo. La única garantía para que el movimiento revolucionario sobreviva y avance no es el amparo del gobierno burgués o su benevolencia, sino precisamente su autonomía y fortaleza respecto a este.

Hay que apuntar que, en estos escritos, se daba por hecho una especie de «unidad nacional alemana» −entre socialdemócratas y los partidos burgueses y pequeño burgueses de este país− donde se pretendía, según Engels, que se implementasen «métodos revolucionarios y que las cosas se hagan imposibles para cualquier gobierno que se niegue a adoptar tales métodos» en contra de una hipotética guerra contra una o varias potencias reaccionarias −Rusia y Francia−. En otra carta, en el mismo tono, se prestaban a ello abiertamente:

«Mientras la amenaza de guerra persista no podemos demandar que la organización existente del ejército sea revolucionarizada, pero si buscamos preparar a las amplias masas de hombres poco entrenados pero capaces lo mejor que podamos y organizarlos en cuadros −para la batalla actual−. (…) Eso nos acercará a nuestro concepto de una milicia popular el cual es el único aceptable para nosotros. (…) En caso de que la amenaza de guerra aumente, debemos decirle al gobierno que debemos estar preparados, si somos capaces de llegar a un acuerdo decente, los apoyaremos contra el enemigo extranjero, siempre y cuando prosigan la guerra sin piedad y con todos los medios disponibles, incluidos los revolucionarios». (Friedrich Engels; Carta a Bebel, 13 de octubre de 1891)

¿Se da cuenta el lector del despropósito? ¡Engels pedía coraje y determinación a una burguesía alemana a la cual llevaba décadas acusándola de cobardía y falta de arrojo para la política! Por su parte, en sus escritos sobre política exterior, Bebel incluso contaba en 1886 con que Alemania tuviese de aliados a los gobiernos de Turquía, Austria y los diversos países balcánicos en contra de esta alianza franco-rusa (sic). Esto significaba que, más que confianza en los movimientos proletarios apostaban que el progreso del proletariado y su desarrollo histórico se realizase a base de unas alianzas inestables y reaccionarias entre gobiernos imperialistas. Ambos dirigentes pretendían saltar por encima del carácter del gobierno de su propio país, el Segundo Imperio Alemán (1870-1918), el cual era un extenso imperio con anexiones y colonias que, además, seguía reprimiendo a sangre y fuego el movimiento proletario. Recordemos, para más inri, que el propio Engels le confesaba a su pupilo en su «Carta a August Bebel» (28 de octubre de 1885) que: «Nuestro ejército alemán, aparte del creciente elemento socialdemócrata, es una herramienta de reacción más infame que nunca».

En la socialdemocracia alemana de los siguientes años se quedó incrustada la idea de que solamente Rusia era la culpable de las fricciones a nivel internacional, e incluso se sacaba de la ecuación a las élites de Francia y Alemania, Austria e Italia, demostrando que no se entendía realmente lo que implicaba el carácter ni del sistema económico capitalista en general, ni de sus gobiernos en particular:

«Rusia ha figurado anteriormente en el primer lugar de la lista de perturbadores internacionales; su heroico proletariado la ha contenido momentáneamente. (...) El gran peligro para la paz del mundo actual proviene de estos poderes y sus antagonismos y no de los que existen entre Alemania y Francia, o entre Austria e Italia. Debemos contar con la posibilidad de una guerra en un tiempo perceptible y con ello también la posibilidad de convulsiones políticas que terminarán directamente en levantamientos proletarios o al menos en abrirles el camino». (Karl Kautsky; Formas y armas de la revolución social, 1902)

Huelga decir que estas cábalas sobre «que X potencia era mucho más reaccionaria» o «si podríamos contar con la potencia Y para frenar el expansionismo de Z» fueron utilizadas más tarde por todas y cada una de las secciones de la II Internacional durante el conflicto mundial de 1914. Para los «marxistas» que hoy argumentan que fue «correcto» que los socialdemócratas alemanes pidiesen una guerra de su gobierno contra Rusia, vale recordar que el propio Bismarck no solo buscaría infructuosamente reconciliarse con el zar de Rusia, sino que a la postre Alemania terminó aliándose con el Imperio austro-húngaro y el Imperio otomano, que eran igual o más reaccionarios. 


Karl Kautsky (1854-1938)

Si nos permite el lector, nos detendremos especialmente en la figura de Karl Kautsky, pero no porque él fuera único responsable de todos los errores de la II Internacional, como acostumbran a insinuar aquellos que no gustan de estudiar los antecedentes, sino porque dentro de sus innegables méritos y aspectos positivos, cuando analizamos sus deslices y su posterior transformación completa al revisionismo, también hallamos lecciones muy interesantes que deben ser subrayadas. En esta ocasión, no hará falta recalcar otra vez que, en unas ocasiones, sus desatinos tienen precedentes en sus maestros, como acabamos de documentar, mientras que en otras ocasiones su afán de innovación le llevó a proclamar tesis cuanto menos muy sorprendentes.

De hecho, en sus inicios Marx no guardaba una muy buena impresión sobre el joven Kautsky. En su «Carta a Jenny Longuet» (11 de abril de 1881) calificó a Kautsky como un «mediocre» de «mente estrecha», sumamente «engreído» para sus 26 años, aunque «en cierto modo laborioso», el cual «se ocupa mucho de las estadísticas, pero no lee nada muy ingenioso en ellas»; por lo que, según sus cálculos, Kautsky pertenecía «por naturaleza a la tribu de los filisteos», añadiendo no sin ironía «por lo demás es un tipo decente a su manera». También como ya dilucidamos en otros apartados, Engels criticó en 1895 a su discípulo Kautsky por su tendencia a realizar investigaciones históricas sin sopesar la calidad del material disponible, sin analizarlo críticamente y por establecer paralelismos forzados y concluir lecciones antes de haber estudiado el tema en sí, algo en lo que él reconoció y rectificó su culpa. Véase el capítulo: «Karl Kautsky y Friedrich Engels sobre los orígenes del cristianismo» (2022).

En realidad, el joven Kautsky es uno de los mejores paradigmas para entender que los pensadores marxistas del siglo XIX también cayeron de tanto en tanto en ensoñaciones bizarras sobre cómo fue el pasado, cómo era el presente, o cómo sería el futuro. Este, como bien señaló Manuel Salgado Muñoz en su obra: «¿Clase o pueblo?» (2017), llegó a plantear que en las épocas pretéritas y en los sistemas de producción anteriores al capitalismo, no existió nunca como tal una lucha de clases:

«Las sublevaciones contra los empleadores no son nada nuevo. Ocurrieron en abundancia durante la Edad Media. Pero sólo durante el siglo XIX estos levantamientos alcanzaron el carácter de una lucha de clases. Y así, este gran conflicto ha tomado un propósito más elevado que el enderezamiento de injusticias temporales; el movimiento de los trabajadores se ha convertido en un movimiento revolucionario». (Karl Kautsky; La lucha de clases, 1889)

Decoró el panorama histórico precapitalista basándose en proverbios populares, apuntalando que en aquel entonces el hombre era «libre», pues «dependía de sí mismo», es decir, de su pequeña propiedad y del esfuerzo de su entorno familiar para sacarla hacia adelante:

«Bajo nuestro anterior sistema de producción en pequeña escala, el ingreso del trabajador estaba en proporción con su industria. La pereza lo arruinaba y finalmente lo dejaba sin trabajo. (…) «Cada hombre es el arquitecto de su propia fortuna». Así dice uno de mis proverbios favoritos. Este proverbio es una herencia de los días de la pequeña producción, cuando el destino de cada uno de los que se ganaban el pan, y a lo más el de su familia también, dependía de sus propias cualidades personales. Hoy el destino de cada miembro de una comunidad capitalista depende cada vez menos de su propia individualidad y cada vez más de mil circunstancias que están totalmente fuera de su control. La competencia ya no provoca la supervivencia del más apto». (Karl Kautsky; La lucha de clases, 1889)

También podríamos mencionar otra ocasión en donde daba a entender que una vez existió un capitalismo industrial, premonopolista y pacífico, mientras lo que surgió después fue un capitalismo financiero, monopolista y agresivo:

«La misma evolución económica crea continuamente nuevos cráteres, nuevas causas de crisis, nuevos puntos de fricción y nuevas ocasiones para desarrollos bélicos, en cuanto despierta en las clases dominantes una codicia por la monopolización de los mercados y la conquista de colonias extranjeras y en que sustituye la actitud pacífica del capitalista industrial por la violenta del financiero». (Karl Kautsky; Formas y armas de la revolución social, 1902)

Este tipo de disposiciones fueron muy frecuentes entre los dirigentes de la II Internacional, como el propio Plejánov, Lenin o Zinóviev, quienes en obras como «La concepción monista de la historia» (1895), «El socialismo y la guerra» (1915) y «Guerras defensivas y agresivas» (1916), repitieron este tipo de párrafos. Véase la obra: «Epítome histórico sobre la cuestión nacional en España y sus consecuencias en el movimiento obrero» (2020).

En verdad, no fue extraño ver a Kautsky pasar de un extremo a otro en cuestiones vitales. En lo relativo a la posición a tomar frente a la pequeña burguesía, Kautsky se contagió del incipiente derechismo que empezó a proliferar en las filas socialdemócratas. En su opinión, cuanto más se enriqueciese esta capa burguesa, más probable era que se aliase con el proletariado:

«Cuanto mejor sea la posición del pequeño agricultor o del pequeño capitalista como consumidor, cuanto más alto sea su nivel de vida, mayores serán sus demandas físicas o intelectuales, más pronto dejará de luchar contra la industria en gran escala. Si está acostumbrado a una buena vida, se rebelará contra las privaciones de una prolongada lucha, y más pronto preferirá ocupar su lugar con el proletariado. Y no se agrupará con los miembros más sumisos de esta clase a la que se ha unido. Pasará directamente a las filas de los proletarios militantes y decididos y acelerará así la victoria del proletariado». (Karl Kautsky; La lucha de clases, 1889)

Esto no tiene por qué ser así, ya que no siempre hay correlación entre mayor «nivel de vida» y «mayor conciencia política». La historia ha demostrado sobradamente que, en una capa social tan vacilante e inestable como la pequeña burguesía, bien puede que ocurra −y más cuando políticamente va a la zaga de los partidos tradicionales−, que pase a defender con uñas y dientes su nuevo y temporal estatus económico de pujanza, aun cuando esto suponga perjudicar al resto de capas trabajadoras. Karl Marx registró tales inclinaciones en obras clásicas como «Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850» (1850) o «El 18 de brumario de Luis Bonaparte» (1852), demostrando que cuando la pequeña burguesía no tiene detrás una organización proletaria con un programa claro y suficiente autoridad, esta cae presa del pánico en momentos de crisis, por lo que para la gran burguesía resulta sumamente fácil azuzar sus instintos más reaccionarios y pasa a colaborar en la supresión de la «amenaza roja».

Friedrich Engels en su «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata» (1891), le instó a que dejara de lamentarse por: «La ruina de vastas capas de la población» en abstracto, ya que era algo que igual haría «creer que nos duele todavía la ruina de los burgueses y los pequeños burgueses». Por tal motivo, le recomendó que mejor habría que aclarar que: «Como consecuencia de la ruina de las clases medias urbanas y rurales, los pequeños burgueses y los pequeños campesinos, hacen más ancho −o más profundo− el abismo que media entre los poseedores y los desposeídos». No vale la pena detenernos en esto ya que Engels recogió las dubitaciones de la socialdemocracia alemana respecto al tema agrario en su magnífica obra «El problema campesino en Francia y Alemania» (1894). Recordemos que hablamos de un grupo social que, en sus palabras, «está formada por elementos muy diversos, que a su vez varían mucho según las diversas regiones». Por tanto, Engels no solo presentó un análisis de qué tipo de campesinos existían, sino de qué medidas eran las mejores para ganarse a estos sin trastocar los futuros planes socialistas, como en ese momento hacían Georg Vollmar y los militantes bávaros. Tampoco hay que olvidar que Engels en su «Carta a Wilhelm Liebknecht» (20 de noviembre de 1894) ya advirtió a los jefes de la socialdemocracia alemana que Bebel hizo bien en criticar a elementos como el propio Vollmar, el cual se prodigaba por su fraccionalismo, por sus propuestas pequeño burguesas e incluso por sus discursos antisemitas, pero no por un espíritu socialdemócrata (sic), por lo que, en sus palabras, la crítica no se podía limitar por miedo a una posible escisión.
 
Llegados al año 1910, un maduro Kautsky, tras largas investigaciones sobre el aumento del salario del obrero y la capacidad adquisitiva que este le otorgaba en relación a los medios de subsistencia básicos, preconizaría que era ridículo sostener la «teoría del empobrecimiento». Aclaremos lo siguiente, en su artículo «Estadísticas negligentes» (1910), Kautsky dedicó bastante esfuerzo en refutar el exceso de optimismo que algunos de sus compañeros profesaban. En aquel entonces, muchos al observar un progreso positivo en el estado de vida del obrero promedio, se lanzaron a pronosticar que «con cada logro conseguido, disminuyen las diferencias entre la burguesía y el proletariado», siendo para Kautsky errado «creer que aquellas condiciones se elevan necesariamente de modo permanente con el progreso del desarrollo capitalista». Ante esto, el marxista austriaco respondió contundentemente; mostrando que, si bien la situación era favorable, el idilio no duraría eternamente. De hecho, nada indicaba que la mejora fuera a ser ininterrumpida, más bien, su fin estaba cerca. Esto dependía de múltiples factores objetivos; como «el cambio de las rutas comerciales, las revoluciones técnicas, las revoluciones políticas»; y factores subjetivos, como la propia capacidad de resistencia del partido socialdemócrata.

Aquí debe hacerse un inciso. Una acusación clásica, que Kautsky ya enfrentó por parte de Bernstein en 1899, fue aludir a que el marxismo afirma que «las condiciones de vida de las masas experimentan un deterioro absoluto constante», algo que claramente también era una falsedad. En lo que Marx y Engels incidieron, es que la creación y desarrollo de ciertas mejoras en la calidad de vida de la población, solo es posible por el esfuerzo de los propios trabajadores; y, en segundo lugar, que tales ventajas «se acrecientan con cada nuevo invento y cada nuevo descubrimiento», mientras que la parte correspondiente a la clase obrera «sólo aumenta muy lentamente y en proporciones insignificantes, cuando no se estanca o incluso disminuye, como acontece en algunas circunstancias». Véase la obra de Friedrich Engels «Introducción a la obra de Karl Marx «Trabajo asalariado y capital» (1849)», (1891).

En cualquier caso, uno difícilmente puede realizar una apología del capitalismo abduciendo que, con el paso de varias décadas o siglos este otorga una mejora general del nivel de vida. Esto, salvo catástrofe, ocurre por regla general en todos los sistemas de producción, como explicamos en los capítulos referidos al avance de la ciencia, lo que no significa, ni remotamente, que la implementación de esa tecnología y recursos sean aprovechados de forma racional, ni que sean de uso y disfrute general, ni que, en este caso, se puedan eludir las crisis periódicas del capitalismo que destruyen parte de las fuerzas y avances creados, como Engels explicó muy correctamente en los últimos capítulos del «Anti-Dühring» (1878). Véase el capítulo: «El avance de la ciencia en la época capitalista» (2022).

De hecho, como afirmamos en otros documentos sobre sanidad o educación, incluso se dan paradojas de que con más recursos y mayor tecnología la gente vive peor que las generaciones anteriores en según qué cuestiones −no tiene acceso a una vivienda o vive más hacinada, hay una mayor contaminación en las urbes, sus salarios no crecen al mismo nivel que la renta nacional, sufre mayor tiempo de espera para ser atendida en la sanidad, un mayor desempleo juvenil, crece la precariedad laboral, y un infinito etcétera−. Véase el capítulo: «Algunos datos que demuestran la debacle del sistema sanitario español» (2020)

Entonces, habría que aclarar, ¿a qué nos referimos con «aumento de la pobreza» o «empeoramiento de las condiciones de vida»? ¿Acaso no hemos pasado de escribir a pluma, a máquina y a ordenador? ¿Esperamos que los trabajadores respiren el mismo aire puro en la Madrid de los Austrias del siglo XVI, que la capital industrial del siglo XXI? ¿O quizás nos referimos a la posibilidad de tener acceso al mismo alcantarillado, electrificación o sistema sanitario en las urbes y pueblos? ¿Hacemos alusión a la libertad de asociación política, protección laboral, seguros, vacaciones, paternidad? ¿A instalaciones o recintos públicos para que los trabajadores puedan ejercer sus actividades de ocio −bares, gimnasios, teatros y demás−?

Como el lector acaba de comprobar, son tantos los criterios que se pueden utilizar para juzgar esa mejora o empeoramiento de «las condiciones de vida», que habría que empezar por aclarar esto. Kautsky dividió el polémico término «pobreza» en dos variantes, la «fisiológica» y la «social». Con la primera se refirió a las necesidades más básicas, y con la segunda, a necesidades que, si bien son producto del avance de la propia sociedad y no son tan urgentes, también han sido asentadas entre las necesidades del trabajador. En todo caso, autores tan diversos como Robertus y Lasalle coincidían en que: «La pobreza es un concepto social, y por consecuencia, relativo»; por lo que «toda miseria y todo dolor humano dependen únicamente de la relación entre las necesidades, las costumbres y los medios de satisfacerlas en un momento dado». 

Este tipo de cuestiones ya fueron respondidas por Marx al aclarar al señor Gladstone que:

«El hecho de que la clase obrera siga siendo «pobre», sólo que «menos pobre», a medida que crea un «incremento embriagador de poder y de riqueza» para la clase detentadora de la propiedad, no quiere decir que, en términos relativos, no siga siendo tan pobre como antes». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)

La confusión vendría cuando Kautsky proclamó en 1910 que él no reconocía la «teoría del empobrecimiento», porque los marxistas no eran alarmistas que veían «un empeoramiento ininterrumpido» en la condición de vida del obrero. Ciertamente, es imposible que solo haya un empeoramiento constante de la calidad de vida −tanto de necesidades físicas como espirituales−, puesto que, siguiendo esa lógica, en la población de la España de Pedro Sánchez debería haber, por ejemplo, un índice de mortalidad infantil insólito y un peor acceso al agua, a la electrificación o a la digitalización respecto a hace veinte años, cosa que no sucede. Ahora, solo puede resultar desconcertante afirmar que uno rechaza la «teoría del empobrecimiento», en abstracto, cuando el propio Kautsky reconocía la posibilidad de que podría haber un declive en la condición de vida obrera, y que «pueden darse también periodos más o menos largos de permanente ascenso, así como periodos de permanente regresión en las condiciones de vida de la clase trabajadora». 

¿Si el estado de la vida del obrero promedio no iba a mejorar, pero tampoco había perspectivas de ningún deterioro brusco, cuál iba a ser el desarrollo de los acontecimientos? Para Kautsky, la apuesta estaba en que se produciría una época más o menos extensa de estancamiento. Estos pronósticos resultan bastante confusos analizándose en perspectiva. Era natural la mejora que se había producido en la vida del obrero alemán, los socialdemócratas estaban consiguiendo mucha fuerza, incluso cuando eran perseguidos por Bismarck y su ley antisocialista. Por no hablar de la fuerte presencia sindical que tenían, siendo Alemania también uno de los países cuyos sindicatos más lograban movilizar a los obreros. Pero llegados a 1907, ya había síntomas más que suficientes para concluir que se avecinaba una era de retroceso de las condiciones de vida y aumento de la pobreza. De 1906 a 1907, el coste de los productos agrícolas aumentaría un 13,5%, los metales e implementos un 14,2%. En menor cantidad, también hubo un aumento del coste de los productos para el hogar, la medicina, combustible, electricidad, ropa, alimentación, etc. La media del aumento del precio general de todas las mercancías fue de un 7%.

El propio Kautsky, tanto en el artículo citado como en su libro «El camino del poder» (1909), mostró que el salario medio del obrero había ido aumentando desde 1890 hasta 1907 a un ritmo suficiente como para que su poder adquisitivo no solo estuviera a la altura de la inflación, sino que directamente fuera superior y aumentara. No obstante, ese ascenso se detuvo, mientras que la inflación no lo hizo. Para el año 1910, los productos agrícolas habían aumentado su precio un 27,1% desde 1907, el precio de los productos alimenticios un 10,9%, el de la medicina un 7,4%, y hubo una media de aumento del precio general de todas las mercancías del 2,1% con respecto a 1907. Si a esto le sumamos la constante amenaza de guerra, un problema urgente alrededor del cual había constante debate en la II Internacional, estaba claro que no era descabellado pensar que se avecinaba una época de dificultades.

El hecho de que un hombre tan versado en la economía de la época, como lo era Kautsky, especulase con que se estaba produciendo «sino un empobrecimiento, más bien un estancamiento», y a su vez declarara que no apoyaba la «teoría del empobrecimiento», daba signos palpables de una evidente ceguera. En el otro extremo de Europa, en Rusia, Lenin salió al paso de los ideólogos que sostenían que la «teoría del empobrecimiento» era errónea: 

«Los reformistas burgueses, a quienes hacen eco ciertos oportunistas existentes entre los socialdemócratas, afirman que en la sociedad capitalista no hay empobrecimiento de las masas. La «teoría del empobrecimiento» es errónea, afirman, pues el bienestar de las masas crece, aunque con lentitud. El abismo entre los que poseen y los que no poseen no se ensancha, sino que se hace más estrecho. (…) La carestía de la vida aumenta. El salario de los obreros, aun con el movimiento de huelgas más tenaz y más exitoso, crece con mayor lentitud de lo que aumenta la necesaria inversión de fuerza de trabajo. Y paralelamente, la riqueza de los capitalistas crece con vertiginosa rapidez. (…) Según datos de los sociólogos y políticos burgueses, tomados de fuentes oficiales, el salario de los obreros alemanes aumentó durante los últimos treinta años en un 25 por ciento, término medio. En el mismo período, ¡¡el costo de la vida aumentó por lo menos un 40%!!». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El empobrecimiento en la sociedad capitalista, 1912)

Al cabo de unos años, sería el propio Kautsky quien combatiría la clase de nociones arbitrarias que él mismo sostuvo apenas tres años antes, dedicando un amplio esfuerzo a mostrar cómo se habían empobrecido las masas en los últimos años. Véase la obra de Kautsky: «El alto coste de vivir» (1913). Esto demuestra, una vez más, que más allá del debate lingüístico sobre la existencia o no de una «teoría del empobrecimiento», lo que había que subrayar en todo el debate eran los argumentos y estadísticas a presentar, en donde Kautsky, como le ocurriría después con el tema del imperialismo, no supo detectar las tendencias del capitalismo, siendo superado por Lenin de forma apabullante en la lectura de los acontecimientos.


Lenin (1870-1924)

«¡Pero seguro que el bueno de Lenin se salva de este tipo de patinazos tan ingenuos que cometían Kautsky y compañía!». Sentimos decepcionar de nuevo al lector más cándido, pero, si bien Lenin fue infinitamente más aplicado que Kautsky en multitud de campos, haciéndose realidad aquello de que «el alumno superó al maestro», esto no quita que este también fue preso de ciertas idealizaciones sobre el desarrollo de los acontecimientos que, vistas hoy, producen vergüenza ajena. 

En abril de 1917 el señor Lenin
 tuvo la feliz idea de considerar que la burguesía rusa entregaría el poder a los soviets sin combatir (sic):

«En ningún otro país beligerante del mundo existe la libertad que existe hoy en Rusia, ni organizaciones revolucionarias de masas como los Soviets de diputados obreros, soldados, campesinos, etc.; que, por lo tanto, en ninguna parte del mundo puede ser logrado tan fácil y tan pacíficamente el paso de todo el poder del Estado a manos de la verdadera mayoría de pueblo, es decir, de los obreros y los campesinos pobres». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Conferencia de la ciudad de Petrogrado del PSOD(b)R, 1917)

En septiembre de ese mismo año repetiría una vez más:

«El poder a los Soviets: eso es lo único que podría hacer gradual, pacífico y tranquilo el desarrollo ulterior, acorde por completo al nivel de la conciencia y la decisión de la mayoría de las masas populares». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un problema fundamental para la revolución, 1917)

Y bien, ¿acaso con el «poder a los soviets» los liberales, nacionalistas y zaristas, se rendirían sin más? ¿Las potencias mundiales no reclamarían sus inversiones y deudas? ¿No mandarían tropas? De nuevo, cuando todo esto sucedió poco después, es decir, cuando los bolcheviques fueron arrebatando la influencia al resto de formaciones tradicionales, cuando el poder pasó efectivamente a los soviets, se vio que esta idea del «tránsito pacífico» era solo una ilusión, un atavismo de la socialdemocracia, en el sentido más peyorativo de la palabra. Y esto sin comentar que, en lo sucesivo, el Comité Central del Partido Bolchevique no dijo nada de este «fallo de estimación» de su jefe en las décadas posteriores, sino que, muy por el contrario, podemos leer anotaciones a sus obras como la que sigue, en la que en 1985 los seguidores de Gorbachov consideraron esta fe y flexibilidad en el «tránsito pacífico» como una gran lección del «camarada Lenin»:

«Habida cuenta objetiva de la correlación de las fuerzas de clase configurada después de la Revolución de Febrero, Lenin señaló que en Rusia era posible el paso pacífico de todo el poder a los Soviets, sin insurrección ni guerra civil, por cuanto la fuerza real de la revolución estaba en manos de los Soviets y la burguesía no podía impedir de modo organizado ese paso. (…) Los mencheviques y eseristas, que se habían pasado definitivamente al campo contrarrevolucionario, torpedearon con su traición ese desarrollo de la revolución». (Prefacio a la obra de Lenin: «Obras Completas, Tomo XXXI (marzo-abril 1917), Editorial Progreso, 1985)

¿Acaso se necesitaban meses de un gobierno provisional menchevique-eserista para constatar que estos jefes políticos, denominados por los bolcheviques tras mil y una trifulcas ideológicas como «socialimperialistas» y «socialpatriotas», no deseaban el socialismo realmente? ¿Estamos de broma? Pues sentimos decirles que el «camarada Lenin» se equivocó aquella vez al esperar que ellos facilitasen el «tránsito pacífico al socialismo». Y lo volvió a hacer una vez en el poder, cuando aseguró, sin reparo alguno, que:

«El bolchevismo se ha convertido en teoría y táctica mundiales del proletariado internacional». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Soviet de Moscú, los comités de fábrica y los sindicatos, 1918)

Desafortunadamente, ¡cuán lejos estaba eso de ser cierto! En junio de 1919 el líder ruso tenía la temeridad de proclamar que la ansiada «revolución mundial» estaba a la vista:

«Teniendo en cuenta todo lo que ocurrió, toda la experiencia de este año, afirmamos con seguridad que superaremos las dificultades, que este julio es el último julio penoso, que el próximo julio celebraremos la victoria de la República Soviética internacional y que esa victoria será completa e inalienable». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Informe sobre la situación interna y externa, 1919)

Huelga comentar que estas cosas nunca sucedieron ni por asomo. ¿Pero de dónde nacían tales disposiciones tan poco realistas? Del legado de la tradición marxista que ponía en tela de juicio que un «país atrasado» como Rusia pudiera transitar al socialismo sin apoyarse en una «revolución internacional» −véanse las cartas de Marx y Engels sobre Rusia−. Esto, de seguirse a pies juntillas, obligaba a los marxistas rusos a buscar una pata de apoyo y a esperar a que se produjese, sí o sí, una revolución en los «países avanzados». Si bien Lenin, en 1916, se había separado parcialmente de esa idea de que alguna vez habría una única «revolución internacional»:

«El desarrollo del capitalismo sigue un curso extraordinariamente desigual en los diversos países. De otro modo no puede ser bajo el régimen de producción de mercancías. De aquí la conclusión indiscutible de que el socialismo no puede triunfar simultáneamente en todos los países. Triunfará en uno o varios países, mientras los demás seguirán siendo, durante algún tiempo, países burgueses o preburgueses. Esto no sólo habrá de provocar rozamientos, sino incluso la tendencia directa de la burguesía de los demás países a aplastar al proletariado triunfante del estado socialista». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El programa militar de la revolución proletaria, 1916)

Volvería a caer después en teorizaciones similares. Para él, este «socialismo en un solo país» solo sería aplicable a «países capitalistas desarrollados», por lo que la Alemania revolucionaria debería venir a salvar a la Rusia revolucionaria, o incluso la «revolución mundial»:

«Es una lección, porque constituye una verdad absoluta el hecho de que sin la revolución alemana estamos perdidos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Informe político del Comité Central, 1918)

«Teníamos claro que la victoria de la revolución proletaria era imposible sin el apoyo de la revolución mundial». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Informe en el IIIº Congreso de la Internacional Comunista, 1921)

Durante sus últimos años de vida, cuando se había dado cuenta de que la «revolución internacional» no estaba ni se la esperaba y que tampoco «su régimen soviético» se había caído por ese reflujo, se vio obligado a corregir tal fatalismo. En su obra «Más vale menos pero mejor» (1923), responde a la incógnita de si la nueva URSS podría eludir una futura intervención militar externa. A ello contestaba que, precisamente, el interés estaba en buscar la táctica adecuada para que los imperialistas no aplastasen el proceso revolucionario. Para tal fin contaba tanto con las fuerzas internas de los pueblos soviéticos, como también con la fuerza externa internacional de los movimientos que debilitaban al imperialismo entre los que se encontraban, por supuesto, los movimientos anticoloniales, cada vez más influenciados por el comunismo. Además, en 1923, Lenin declaraba que, aunque se tardase más tiempo y esfuerzo, construir el socialismo aisladamente sí era posible en un país como la reciente URSS, carente aún de una modernización equiparable a la de los países occidentales:

«En efecto, todos los grandes medios de producción en poder del Estado, y este poder en manos del proletariado, la alianza de éste con millones y millones de pequeños y muy pequeños campesinos, la garantía de que la dirección de estos últimos la ejerce el proletariado, etc…, ¿no representa acaso todo lo necesario para edificar la sociedad socialista completa…?». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Sobre el cooperativismo, 1923)

¿Y qué se puede concluir de este repaso que a más de uno le habrá sentado como una patada en el estómago? Lo primero, que este tipo de documentación o bien es desconocida o suele ser eludida en los «análisis antipositivistas» de los «reconstitucionalistas» sobre el marxismo-leninismo. Entonces, ¿¡por qué nos atormentan con análisis vacíos sobre el «Balance del Ciclo de Octubre» y no son capaces de traer algo tan básico como esto!? Algunos también se preguntarán asombrados: «¡Qué marxista-leninistas tan extraños estos de Bitácora! ¡Ponen a caer de un burro a sus figuras dejándolas en evidencia! ¿No es esto tirarse piedras a su propio tejado?». Pues no. Entendemos que esto puede resultar chocante, pero la verdad es la que es. ¡Flaco favor nos haríamos salvando del análisis y bronca a nuestros referentes dado que estaríamos siguiendo un camino errado a sabiendas!

«Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que, sospechoso es aquel que no sabe ver accidentes, equivocaciones y malas decisiones en la historia de sus referentes, pues estamos ante un ignorante o un exaltado. Es deber de los revolucionarios de cada país, como mínimo, hacer una evaluación crítica de sus experiencias más próximas para no repetir los mismos tropiezos. ¿Debemos repetir los discursos del «hegelianismo de izquierda» de Marx y Engels sobre los pueblos sin historia y demás epítetos que ellos mismos acabaron corrigiendo? ¿No fue Lenin quien se autocriticó por promulgar el boicot al parlamentarismo cuando no se daban las condiciones? ¿No fue él quien teorizó un tránsito pacífico al socialismo en 1917 cuando reconocería poco después que en aquel momento era imposible? ¿No fueron Lenin y Stalin quienes reconocieron haberse equivocado sobre la utilidad de la federación administrativa para resolver la cuestión nacional y acercar a los pueblos? ¿No reconoció Dimitrov haberse dado cuenta tarde de la transcendencia y superioridad de los «bolcheviques» rusos en comparación con los «socialistas intransigentes» búlgaros? ¿No fue el propio Hoxha quien reconoció no haber estado lo suficientemente rápido en detectar el carácter nocivo del titoísmo, de hacerle concesiones posteriores, pese a ser conocido como uno de sus más firmes opositores? (…) Como se ve, todas las figuras magnas del marxismo-leninismo cometieron patinazos de mucho calado, en muchas ocasiones ellos mismos fueron capaces de detectar sus deficiencias y actuar en consecuencia, en otros casos, es tarea de sus sucesores tratar de prestar atención a sus limitaciones sin que ello signifique hacer de menos su gran obra». (Equipo de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)

¿Se puede concluir entonces que el marxismo es, en esencia, una variante positivista? No. ¿Ha habido conatos de positivismo en el marxismo? ¡Sí! Como de otras corrientes anteriores o coetáneas. ¿Son su esencia? ¡No! Cualquiera que repase las obras clásicas podrá encontrar material que pone de sobre aviso acerca de los propios «excesos» de «positivismo» en este sentido. 


Eduard Bernstein y la polémica sobre el revisionismo (1896-1899)

Como anexo final, nos gustaría detenernos en un asunto muy instructivo para los marxistas contemporáneos. Hoy día, la famosa polémica mantenida en la II Internacional contra Eduard Bernstein y el revisionismo −que tuvo su pico principal entre 1896-1899− resulta para la gran mayoría del público desconocida, o mejor dicho, es mucho más conocida por lo que han oído sobre ella que por haber estudiado los propios escritos del susodicho o las duras réplicas que recibió. En cualquier caso, normalmente se pasa por alto la razón por la que, en primer lugar, se originó y la razón por la que, en segundo lugar, se prolongó. Karl Kautsky fue plenamente culpable de ambas al considerar que había que dar a Bernstein libertad de dar rienda suelta a sus «dudas» e «inquietudes». ¿La razón? Según declararía ingenuamente Kautsky: «Bernstein nos proporciona reflexiones sobre las que pensar y nos fortalece teóricamente». Analicemos en su contexto la situación y valoremos. 

Para empezar, expliquemos al lector los precedentes de la polémica. Ambos, tanto Kautsky como Bernstein, confesaron que se convirtieron al marxismo tras la publicación del «Anti-Dühring» (1878) de Engels, es decir, gracias a la polémica de Marx y Engels contra Dühring, en donde se desglosaban algunos puntos fundamentales del socialismo científico. Lo que suele olvidar el público es que tiempo antes el propio Bernstein había sido uno de los más entusiastas promotores de Dühring, de hecho, fue él quien convenció a gran parte de la socialdemocracia alemana de las bonanzas de este pintoresco pensador: 

«El gran apóstol de Dühring en la socialdemocracia alemana era Eduard Bernstein, que ha escrito, nada menos, que cinco relatos distintos de esa interesante etapa de su vida. En todos confiesa que era discípulo celoso y entusiasta de Dühring, y él fue quien contagió a Fritzsche, a Most, a Bebel y a Bracke el morbo dühringiano. Bernstein afirma que en el año 1873 no perdía ocasión de asistir a las lecciones de Dühring y que consiguió comunicar su entusiasmo a varios camaradas, incluso extranjeros, rusos principalmente. (…) Bernstein fue quien envió el libro de Dühring a Bebel en 1874, entonces preso, después de cuya lectura éste escribió, desde su celda, su artículo «Un nuevo comunista». (David Riazánov; 50 años del Anti-Dühring, 1928)

Sin embargo, Bernstein, aunque repudió a Dühring públicamente, fue objeto de sospecha, se cuestionó su lealtad hacia la doctrina por adoptar poco después las tesis reformistas de Karl Höchberg, para el cual trabajó como secretario durante un tiempo. Dicha nueva polémica fue plasmada por Marx y Engels en su «Carta circular a August Bebel, Wilhelm Liebknecht, Wilhelm Bracke y otros» (1879), siendo Bernstein uno de los tres afectados por la crítica, aunque de nuevo rectificó sus posiciones. 

Este ciclo continuo de «dudas» y «mutaciones» le sería recordado años más tarde, en 1898, de la mano de su amigo y compañero Bebel. La intención de Bebel era mostrar a Bernstein que cada tanto solía sufrir un periodo de «dudas» y «mutaciones» ideológicas, actitud pusilánime que debía cesar de inmediato:

«Entraste en el partido como partidario de Eisenach. Algunos años después, bajo la influencia de las conferencias y de la literatura dühringiana, te hiciste dühringiano entusiasta. Después conociste a Höchberg. Los dos os retirasteis a los idílicos lagos de la alta Italia y en contacto con él te convertiste en höchbergiano y, como tal, escribiste junto con Höchberg y Schramm aquel artículo [Se trata de: «Examen retrospectivo del movimiento socialista en Alemania» (1879)] que nos encolerizó tanto a todos y que recuerda mucho a tus actuales opiniones, solo que hoy vas todavía más lejos. Este artículo y lo que ocurrió con Höchberg y por su culpa constituyeron la causa, como sabes, de nuestro «viaje de penitencia» al «Engelsburg» de Londres, en el que realmente el único penitente eras tú y yo era el «jefe y patrón protector» ante la cólera de los «dos viejos». Bien, nos volvimos a casa con la necesaria «absolución». (August Bebel, Carta a Eduard Bernstein, 16 de octubre de 1898)

En aras de contrarrestar esta recriminación sobre su inestabilidad psicológica, Bebel le recordó a Bernstein que también había demostrado tener potencial, pues durante el periodo de 1880 y 1890 fue redactor del «Sozialdemokrat» y realizó grandes servicios para la socialdemocracia alemana. En aquel entonces, Bernstein se destacó bajo «el ambiente de Zúrich», en donde «en aquel momento compartían un espíritu altamente revolucionario a causa de la vergonzosa situación que provocaba la ley antisocialista» en Alemania, convirtiéndose Bernstein en el «más perfecto representante de [las] posiciones y aspiraciones» marxistas. Los méritos de Bernstein en aquella época llegaron hasta el punto de que puede considerarse «el momento brillante» de su vida ya que, según Bebel, «nadie estaba mejor dispuesto hacia ti que Marx y Engels». Véase la carta de August Bebel «Carta a Eduard Bernstein» (16 de octubre de 1898). Esto no parece ninguna exageración, ya que el propio Engels consideró en una nota pública de 1890 que el «Sozialdemokrat» había sido hasta ese entonces «la mejor publicación que haya tenido jamás el partido».

En cualquier caso, el progresivo descenso de Bernstein hacia los infiernos no fue algo sorpresivo, sino la crónica de una muerte anunciada. Engels, ya en su «Carta a August Bebel» (20 de agosto de 1892), detectó tempranamente que Bernstein valoraba muy positivamente a los fabianos, a los cuales el viejo revolucionario juzgó siempre como unos «arribistas» y poco menos que liberales infiltrados en el movimiento obrero inglés. En esta ocasión, Engels consideró que esto pudiera ser un estado de desánimo pasajero de Bernstein. En otra ocasión, en 1896, uno de los nuevos pretendientes para engrosar las filas del marxismo, como parecería ser en ese momento el señor Bax, también había detectado que Bernstein se estaba deslizando de nuevo hacia la peligrosa pendiente del eclecticismo. Véase la obra de Ernest Belfort Bax «Nuestro alemán converso a fabiano; o el socialismo según Bernstein» (1896). El último ejemplo que podemos dar lo tenemos en Eleanor Marx, la cual mostró una alarmante preocupación por el creciente «fabianismo» de Bernstein en su «Carta a Karl Kautsky» (15 de marzo de 1898). En dicha misiva, reportó cómo el susodicho se encontraba en un estado mental «terriblemente irritable», saturado de un «pesimismo infeliz» en donde había hablado incluso de dejar la política, por lo que instó a Kautsky a intervenir asegurándole que «solo tú puedes hacer que Ede sea nuestro Ede de nuevo». Véase la obra de Martin Thomas: «El debate sobre el «revisionismo» de 1898-9» (2019). El resto de la historia es bien conocida por todos. Durante su larga estancia en Inglaterra, el señor Bernstein se contagió poco a poco del filisteísmo inherente de los círculos reformistas que cada vez visitaba con más frecuencia. Finalmente, a no mucho tardar, la simpatía se tornó en franco apoyo y pasó a promocionar a algunos de los principales representantes de la filosofía y economía burguesa −Cohen, Webb, Schulze-Gevernitz, Lange y tantos otros−. Véase la obra de Bo Gustafsson: «Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972).

En este sentido, también habría que anotar, como muy correctamente hizo Bo Gustafsson, que una de las mayores influencias de Bernstein, especialmente a nivel de interpretación histórico-filosófica, provinieron tanto de Benedetto Croce como de George Sorel. En verdad, autores que, como reflejó Antonio Labriola en su «Carta a Benedetto Croce» (8 de enero de 1900), pese a sus iniciales intereses y simpatías hacia el materialismo histórico, realmente nunca llegaron a conocer y dominar esta doctrina, por lo tanto, sería hasta algo injusto calificarlos como «padres del revisionismo», ya que, a diferencia de Bernstein, nunca fueron ni pretendieron ser estrictamente «marxistas». Más bien lo que ocurrió es que ambas figuras, siendo por naturaleza espíritus inquietos, se adentraron y aceptaron comulgar por un tiempo −y solo en algunos puntos− con la corriente entonces de moda −el marxismo−; a partir de ahí, y sin haberse comprometido tampoco con nada, siguieron explorando otros horizontes. Véase el capítulo: «¿Revitalizó Sorel el marxismo como proclamó Mariátegui?» (2021).

Volviendo al señor Bernstein, este finalmente esperó el momento idóneo para revelar a sus «compañeros ortodoxos» cuáles eran los «errores» o «inexactitudes» de Marx y Engels. Esto no es ninguna especulación nuestra, sino que él mismo lo confesó en el prefacio a su obra «Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia» (1899). En este libro reportó dos cuestiones muy interesantes: a) en primer lugar, que el propio Engels solía exigir a sus compañeros que se manifestasen abiertamente en favor o en contra en los temas políticos, y que con él siguió albergando ciertas reservas sobre su lealtad ideológica; b) en segundo lugar, en vistas de lo anterior, Bernstein reconoció que esperó cuidadosamente al fallecimiento de Engels en 1895 para poder lanzar al público sus ideas heterodoxas con menor oposición. 

En febrero de 1898, Bernstein le confesó a Víctor Adler en una emisiva lo siguiente: «La doctrina [marxista] no es lo suficientemente realista para mí, se ha quedado, por así decirlo, a la zaga del desarrollo práctico del movimiento». Poco después, en otra carta de octubre de 1898, esta vez dirigida a August Bebel, el señor Bernstein insinuaba que «El Capital» (1867) de Marx, pese a su parte científica: «Fue en última instancia una obra tendenciosa y quedó incompleta». Esto significa que para esta época los dirigentes no podían abducir que no estuvieran advertidos sobre el camino antimarxista que había tomado. Véase la obra de Martin Thomas: «El debate sobre el «revisionismo» de 1898-9» (2019).

En todo caso, la problemática de las tesis revisionistas de Bernstein se prolongó más de lo debido a causa de que Kautsky le dio luz verde para sacar en la prensa socialdemócrata oficial los artículos de su serie «Problemas del socialismo», publicados entre 1896-1898. Esto continuó hasta que Adler y Kautsky decidieron que era mejor que Bernstein prosiguiera con sus «indagaciones» y «reflexiones» por otros medios, ya que la ola de protestas que estas levantaron puso en entredicho al medio y a sus responsables. En realidad, Kautsky, en su posición de redactor jefe y editor del famoso periódico «Die Neue Zeit», podría directamente haberse negado a la publicación de los escritos revisionistas de Bernstein, los cuales, como él mismo dijo en 1899, suponían que: «Uno de los marxistas más ortodoxos» escribiese algo de un contenido en donde «solemnemente prenda fuego a lo que ha adorado hasta entonces y adore lo que antes quemó». 

En este tipo de situaciones, lo más factible para Kautsky hubiera sido actuar poniendo en alerta y movilizando a los principales redactores y cuadros del partido, ¿de qué forma? En primer lugar, valiéndose del hecho irrefutable de que su contenido no solo no tenía respaldo empírico, sino que además iba completamente en contra de todos y cada uno de los fundamentos aprobados por los miembros del partido. En segundo lugar, manifestándose abierta y públicamente contra su antiguo amigo y camarada, poniendo al corriente a sus compañeros de las actitudes y escritos de Bernstein en los últimos años. En tercer lugar, contraatacando en las reuniones de partido y prensa exponiendo tal maniobra que intentaba cambiar el carácter y fisionomía del partido, mostrando la peligrosidad de tal camino. En cuarto lugar, pidiendo su expulsión inmediata de no mostrar un abandono de sus especulaciones, manipulaciones y pesimismos varios, demostrando una comprensión y arrepentimiento reales. En último lugar, intentando zanjar el asunto lo más rápido posible a condición de certificar que todo el mundo fuese consciente de la situación, dedicándose, una vez solucionado el problema, a cuestiones más acuciantes y productivas. Pero el señor Kautsky no hizo nada de esto, simple y llanamente, prefirió «dejarlo estar». Y si esto era lo que podía esperarse del que podría considerarse, con el permiso de Bebel, la figura clave de la organización, imagínese el lector lo que podrían llegar a pensar el resto de cuadros menos formados o recién llegados. 

Por fortuna, muchos ya empezaban a ser conscientes de la importancia de los debates que se estaban produciendo y en consecuencia hicieron todo lo posible por contribuir a los mismos. Sin ir más lejos, el 15 de febrero de 1898, Bebel comunicó alertado a Kautsky que los últimos escritos de Bernstein sobre las huelgas de ingenieros en Inglaterra eran «vergonzosos... ¿qué diría Engels si viera ahora cómo Ed. [Bernstein] está socavando todo lo que él mismo una vez ayudó a construir?», notificándole que «el oportunismo más espantoso se está extendiendo entre nosotros como la pólvora». Llegado a este punto, entre enero y febrero de 1898, dos de las figuras más importantes de la socialdemocracia alemana, Mehring y Parvus, se distinguieron por sus feroces ataques hacia Bernstein en el «Leipziger Volkszeitung» y el «Sächsische Volkszeitung», mientras Rosa Luxemburgo haría lo propio en septiembre de ese mismo año. Véase la obra de Martin Thomas: «El debate sobre el «revisionismo» de 1898-9» (2019).

La debilidad principal de estas primeras críticas era que se cargaba ferozmente contra el contenido de los escritos de Bernstein, pero no contra el susodicho autor de estos. Desde el yerno de Marx y líder de los socialistas franceses, Paul Lafargue, hasta el veterano líder socialdemócrata alemán, Wilhelm Liebknecht, todos consideraron a Bernstein como alguien impotente sin capacidad real de influencia:

«Los ataques de los revisionistas contra la teoría del marxismo a menudo no se encontraron con ninguna oposición seria dentro de la II Internacional. Marxistas revolucionarios tales como Paul Lafargue, Wilhelm Liebknecht y Franz Mehring subestimaron el peligro de la corriente revisionista, y en especial la lucha de Bernstein contra el marxismo materialista. Paul Lafargue solía considerar la «critica» de Bernstein del marxismo como el producto de su «sobreesfuerzo intelectual». Wilhelm Liebknecht habló del bernsteinianismo como una corriente intelectual a la que no había que tomarse muy enserio». (B. A. Chagin; La defensa y justificación de Plejánov del materialismo dialectico y histórico en la lucha contra el revisionismo, 1976)

Del mismo modo muchos siguieron tratando a Bernstein como su preciado camarada desde años atrás, no afrontando el hecho de que sus acciones recientes fueran incompatibles con cualquier tipo de colaboración política. Así fue como Bernstein, pese a hallarse en el centro de una ardua polémica, no sufrió de ningún cambio en su alto puesto en la socialdemocracia alemana: 

«Bebel declaraba públicamente en los congresos de su Partido que no conocía hombre más sensible a la influencia del ambiente que el camarada Bernstein −no el señor Bernstein, según gustaba de decir antes el camarada Plejánov, sino el camarada Bernstein−: lo acogeremos entre nosotros, le haremos delegado en el Reichstag, lucharemos contra el revisionismo, pero no lo combatiremos con inoportuna aspereza −a lo Sobakévich-Parvus−, sino que le daremos una «dulce muerte» (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un paso adelante, dos pasos atrás, 1904)

Esta lucha contra el revisionismo pronto tuvo una implicación a nivel internacional. Desde Rusia, un indignado Plejánov escribió su «Carta a Karl Kautsky» (20 de mayo de 1898), queriendo indagar sobre la indolencia de este último, incluso preguntándole a su homólogo si acaso estaba de acuerdo con los revisionistas de su partido. Kautsky en respuesta mantuvo una posición conciliadora, en su «Carta a Gueorgui Plejánov» (4 de junio de 1898) le dijo que le interesaba modificar los artículos que Plejánov preparó contra Bernstein para «moderar sus ataques». 

De los deseos de moderar se pasó directamente al sabotaje, pues si bien Bernstein gozó de plena libertad para ocupar el espacio que quisiera en la prensa socialdemócrata alemana, Plejánov tuvo que luchar para que sus artículos filosóficos contra Bernstein llegaran a imprenta, hasta que finalmente se canceló la publicación de varios de sus escritos: 

«Plejánov intentó sin éxito publicar en «Neue Zeit» un artículo «Cant contra Kant o el legado espiritual del señor Bernstein» (1901), el cual era una defensa de la dialéctica materialista. En una nota al artículo de Plejánov «Materialismo o kantismo» (1898), los editores del «Neue Zeit» escribieron lo siguiente: «Hemos decidido interrumpir el debate sobre este tema en vista de la falta de espacio ocasionado por la abundancia del material recibido». Así Kautsky interrumpió la publicación de los artículos de Plejánov contra el revisionismo». (B. A. Chagin; La defensa y justificación de Plejánov del materialismo dialectico y histórico en la lucha contra el revisionismo, 1976)

Estos artículos no fueron producto de ningún capricho personal del pensador ruso ni eran redundantes, gracias a ellos se abrió el combate a las concepciones filosóficas de Bernstein, tema donde todos los socialistas alemanes andaban perdidos. El propio Kautsky habría hecho bien en prestar suma atención a su contenido en vez de desecharlos, pues él fue el primero que por poco fue atraído a adoptar como válida la apología de Bernstein sobre Kant. Tan grave era la desviación que llegó a decirle a Plejánov que el materialismo y la economía marxistas podían «llegar a ser compatibilizadas en última instancia con el neokantismo». Véase la obra de Josef Sleichstein: «Prefacio a los Escritos filosóficos de Mehring» (1961).

A pesar de los obstáculos, el ataque de Plejánov golpeó en mayor profundidad a Bernstein que las críticas previas y produjo una reacción antirevisionista. En ese mismo año, 1898, Bebel le comunicó a Plejánov agradecido por su ayuda: «¡Mi querido camarada! En primer lugar, quiero estrecharle calurosamente la mano por la debacle que infligió a Bernstein y Konrad Schmidt en sus artículos». Notificó a su compañero ruso que él y Kautsky le habían comunicado a Bernstein que ya no le consideraban como «un camarada del partido», pese a que este «ahora jura que se le ha malinterpretado, etcétera», pero ellos no creían tal cosa ya que Bernstein pronto volvía con sus pensamientos heterodoxos. Véase la obra de I. Korbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

En octubre de 1898, durante el congreso de Stuttgart del Partido Socialdemócrata Alemán, se discutió ampliamente contra Bernstein, incluso se llegó a lanzar una resolución «condenando el revisionismo». Sin embargo, no se tomó acción alguna para cortar de raíz sus actividades organizativas, permitiendo que los oportunistas como Eduard Bernstein, Wolfgang Heine, Max Schippel o Georg von Vollmar siguieran operando libremente, todo, pese a que habían dejado claro que no tenían nada que ver con el proyecto marxista. Dicho de otro modo, la socialdemocracia alemana siguió ofreciendo a estos caballeros los medios y contactos para poder difundir unas ideas disolventes:

«La socialdemocracia internacional atraviesa en la actualidad un período de vacilación del pensamiento. Hasta hoy, las doctrinas de Marx y Engels han sido consideradas como base firme de la teoría revolucionaria; pero en nuestros días se dejan oír, por todas partes, voces diciendo que estas doctrinas son insuficientes y obsoletas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Nuestro programa, 1899)

Kautsky, lejos de arrepentirse de haber dado voz a Bernstein y haber sido partícipe de este extenso periodo de profunda incertidumbre, ¡agradeció públicamente a Bernstein por su labor de especulación y manipulación teórica!

«Bernstein no nos habrá disuadido, pero nos ha dado algo en lo que pensar; deberíamos estarle agradecidos por eso». (Karl Kautsky; Discurso en el Congreso de Stuttgart, 1898)

Esto es muy matizable. Por supuesto, Bernstein proporcionó material para discutir sobre multitud de temas: filosofía, economía, política y otros. Y aunque tardíamente, en la socialdemocracia internacional se produjo una respuesta con toda una serie de escritos excelentes. En este sentido, nadie puede negar la importancia de unos textos que, incluso en la actualidad, resultan muy útiles para distinguir el marxismo de su caricatura, sin olvidar que a su vez ayudaron a profundizar en algunos temas. Pero al César lo que es del César: esto fue mérito del tiempo y esfuerzo que invirtieron sus opositores «ortodoxos», no del «heterodoxo» Bernstein, que en realidad no propuso nada original. Los primeros refrescaron la memoria al público sobre qué dijeron Marx y Engels, recopilaron datos sociales actualizados y expusieron su réplica hacia Bernstein de forma sistematizada. Ejemplos son mismamente los propios artículos de Plejánov como «Bernstein y el materialismo» (1898), «¿Qué debemos agradecerle a Bernstein?» (1898) o «Cant contra Kant o el legado espiritual del señor Bernstein» (1901). Este tipo de escritos sirvieron para que un joven Lenin se familiarizase filosóficamente en la lucha contra el neokantismo, como confesó en su «Carta a N. Potresov» (27 de junio de 1899), por lo que está fuera de toda duda la validez formativa de su contenido. 

Ahora, esto tampoco borra que, especialmente para todos aquellos familiarizados con las polémicas de Marx y Engels, resultase cuanto menos insultante que Kautsky se atreviese a afirmar que Bernstein había puesto algo nuevo sobre la mesa, sobre todo en relación a justificar la enorme inversión de tiempo y energías. Plejánov, por ejemplo, demostró que las teorías económicas de Bernstein tenían precedentes muy evidentes que eran fácilmente rastreables:

«Solo quería señalarles aquí que Bernstein solo repite lo que dijo Schulze-Gevernitz unos años antes que él. Pero incluso Schulze-Gevernitz no dijo absolutamente nada nuevo. Incluso antes que él, varios estadísticos ingleses estaban difundiendo sobre el mismo tema, como, por ejemplo, el ya mencionado Goshen, así como varios economistas franceses, como, por ejemplo, Paul Leroy-Beaulieu. (…) Por lo tanto, Bernstein mastica solo economistas burgueses. ¿Por qué deberíamos estarle agradecidos a él y no a estos economistas? ¿Por qué debemos afirmar que no fueron ellos, sino él, Bernstein, quien nos impulsó a pensar?». (Gueorgui Plejánov; ¿Qué debemos agradecerle a Bernstein?, 1898)

En realidad, temas como la viabilidad de la reforma y el pacifismo como camino al socialismo, el neokantismo y el agnosticismo como referentes filosóficos, la cuestión ética en la revolución, la actitud hacia la pequeña burguesía o la adopción de lemas como «el derecho al trabajo» o la «redistribución de la riqueza» fueron tópicos que en su día zanjaron Marx y Engels durante sus trifulcas ideológicas contra Kriege, Weitling, Proudhon, Dühring o Bakunin. De igual manera encontramos infinidad de conclusiones sobre estas cuestiones en los análisis pormenorizados sobre las revoluciones europeas de 1848 o la Comuna de París de 1871. Por tal motivo un Lenin igualmente indignado se preguntó retóricamente en aquella época:

«¿Qué han aportado de nuevo a esta teoría sus altisonantes «renovadores» que han levantado en nuestros días tanto ruido, agrupándose en torno al socialista alemán Bernstein? Absolutamente nada; no han impulsado ni un solo paso adelante la ciencia que nos legaron Marx y Engels, no han enseñado ningún nuevo método». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Nuestro programa, 1899)

Algunos grupos del extranjero detectaron esta «flexibilidad» con que Kautsky había llevado el caso de Bernstein y el revisionismo:

«La revista marxista «Sariá», que se editó en Stuttgart en 1901-1902 y que defendía las concepciones revolucionario-proletarias, se vio obligada a polemizar con Kautsky y a calificar de «elástica» la resolución presentada por él en el Congreso socialista internacional de París en el año 1900, resolución evasiva, que se quedaba a mitad de camino y adoptaba ante los oportunistas una actitud conciliadora. Y en alemán han sido publicadas cartas de Kautsky que revelan las vacilaciones no menores que le asaltaron antes de lanzarse a la campaña contra Bernstein». (Vladimir Ilich Uliánov; Lenin; El Estado y la revolución, 1917)

¿Cuáles fueron los resultados de permitir esta «coexistencia de dos líneas» entre el «ala revolucionaria» y el «ala reformista» en el seno de la socialdemocracia alemana y la II Internacional? Por ejemplo, que el gran esfuerzo conjunto realizado por refutar a Bernstein en 1898, tuviera que volver a repetirse punto por punto en 1899, casi como si no hubiera servido para nada. Pese a que Bernstein juraba hipócritamente ser aún un marxista y estar siendo malinterpretado por sus compañeros, como intentó convencer a Bebel, en su opúsculo «Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia» (1899), volvió a declarar, punto por punto, todos los argumentos que ya había expuesto previamente. Por lo que los representantes de la II Internacional se vieron forzados, de nuevo, a dedicar su congreso de Hannover de ese año a «condenar al revisionismo». Consiguiendo, esta vez sí, que los representantes obreros al fin le dieran la espalda a Bernstein. Pero dicha medida llegó demasiado tarde, el revisionismo se había propagado ya internacionalmente. 

En cualquier caso, como acabamos de afirmar, al final la propia inercia de unos acontecimientos −muy mal manejados− condujo a que los jefes marxistas tuviesen que realizar arduos esfuerzos para que los pilares de su teoría no se dinamitasen a causa del caos y confusión desprendidos previamente desde su propia prensa, algo que como estamos comprobando se podría haber evitado. Cuando finalmente Kautsky entró en razón ante lo que se estaba produciendo, del escándalo a nivel internacional que Bernstein estaba provocando con su obra y del ataque que se había hecho a la línea política de la socialdemocracia alemana, el daño ya estaba hecho. Para aquel entonces, un Kautsky muy presionado por sus compañeros y muy dolido por la traición de Bernstein que no alcanzó a ver a tiempo, lanzó finalmente su contraataque, materializándose en su famosa obra «Bernstein y el programa socialdemócrata. Una anticrítica» (1899). En algunos países como en España, esta obra se reeditaría y ampliaría bajo el título «La doctrina socialista» (1911). El problema fue que la discusión se había alargado tanto que eran tantos los temas sobre los que había que profundizar, y sobre tantas disciplinas, que se continuó combatiendo la confusión infundida por Bernstein incluso pasada una década del comienzo de su «rebelión». 

Años más tarde, Kautsky reflexionaría lo siguiente sobre dicho periodo. En 1911, el orgulloso marxista austriaco tuvo que admitir, llegado el momento, que su tiempo y esfuerzo habría sido de mayor provecho si hubiera estado destinado a algo más importante: 

«Durante algún tiempo se nos reprochó a los marxistas nuestra falta de productividad luego de la muerte de Engels. El reproche no era totalmente infundado, pero la vinculación entre nuestra «falta de productividad» y la muerte de Engels se produjo solamente por el hecho de que muchos marxistas encontraron en esa muerte la señal para alejarse del marxismo; incluso para combatirlo con entusiasmo. Así, las filas de los teóricos marxistas se vieron momentáneamente debilitadas, y la deserción de nuestros excamaradas del campo del marxismo «ortodoxo» fortaleció a nuestros adversarios y nos obligó a colocarnos a la defensiva por un tiempo. Durante años debimos dedicar lo más valioso de nuestro tiempo y nuestras fuerzas a defender los resultados ya obtenidos por el marxismo, contra los mismos camaradas que habían contribuido a obtenerlos, y a refutar argumentos que poco tiempo antes habían sido declarados poco sólidos por las mismas personas que ahora los utilizaban». (Karl Kautsky; Capital financiero y crisis, 1911) 

Todo esto no deja de sonarnos a paparruchas con las que justificarse y eludir la responsabilidad. Participar en polémicas es la obligación de todo revolucionario cuando la doctrina marxista se vea tergiversada, cuando sea menester el esclarecimiento ideológico, cuando la situación pida explorar terrenos ideológicos que requieran de indagación. Pero esto no quita que es un mecanicismo arbitrario el sostener que toda polémica es buena y se deba aplaudir cuando esta se produzca, como hizo Kautsky, especialmente si tuvo en su mano frenar la forma en que se desarrolló. Si una polémica no esclarece ningún tema peliagudo, debido a que se presentan argumentos que repiten cosas que ya están aclaradas, lo único que se consigue es que, no avanzando ni un solo paso, se terminen agotando y desmoralizando tus compañeros. Más grave aún es la situación descrita, donde todas las confusiones que pudieron ser ocasionadas, fueron producto exclusivo del sentimentalismo y contemplación de Kautsky, permitiendo que Bernstein reabriera debates una y otra vez, mismo rasgo individualista y fraccional que luego caracterizaría al señor Trotski.

Siendo respetuosos con la verdad histórica, esta actitud de permisión de fracciones y no expulsión de los elementos ideológicamente incompatibles no fue producto del «centrismo» de tipo «kautskista», como muchos historiadores insinuaron años después. En distintas ocasiones Marx y Engels también fueron protagonistas de la emisión de críticas y ultimátums muy grandilocuentes. Estas advertencias y amenazas no impidieron que, pese a todo, ambos siguieran colaborando con elementos de dudosa fiabilidad, los cuales, como era de esperar, a la primera oportunidad intentarían confabular y hacerse con la dirección del movimiento, como ocurrió con los propios seguidores de Bakunin en la I Internacional. Véase la obra de Franz Mehring: «Karl Marx, historia de su vida» (1918).

En lo relativo a los partidos de la II Internacional existe todo un registro epistolario que certifica estos mismos defectos. En su «Carta a August Bebel» (19 de noviembre de 1892), Engels consideró esencial: «Tener una prensa que no dependa del Ejecutivo o incluso del Congreso del partido», la cual «esté en posición de oponerse sin reservas a medidas individuales del partido dentro del programa y las tácticas aceptadas, y de criticar libremente el programa y esas tácticas, dentro de los límites del decoro partidario». Tal declaración, máxime en el contexto en que se realizó −de continuas desavenencias en la socialdemocracia alemana−, no tuvo el más mínimo sentido, como ahora explicaremos.

Para empezar, la disciplina consciente del movimiento no solo no excluye, sino que presupone la previa discusión de sus integrantes. Para tal fin bien puede utilizarse la prensa oficial del organismo para reflejar lo expuesto por cada uno durante la discusión y exponer finalmente lo que se ha decidido y es vinculante. Evidentemente, si un puñado de militantes proponen revisar de arriba abajo la línea política y el programa de la organización, es porque realmente su sitio no es estar ahí dentro, sino fuera de la misma. Entiéndase que el problema no es la posibilidad de formular un cambio, matiz o adaptación a los nuevos tiempos y retos, sino el proponer tal viraje sin un sustento que apoye la necesidad. Véase la obra de Stalin: «Fundamentos del leninismo» (1924).

Ciertamente, existen mil cartas de Marx y Engels en donde el dúo comentó que los revolucionarios pueden y deben publicar cosas en periódicos no afines, es decir, medios que son propiedad de personas que están a años luz de ser revolucionarias, pero siempre que pudieron subrayaron que lo idóneo es buscar la forma de tener un medio propio para no verse salpicados por los tejemanejes y exigencias estúpidas de este tipo de personajes. Véase la obra de Karl Marx: «Carta a Friedrich Engels» (18 de mayo de 1859). Pero este ni siquiera es el problema fundamental aquí, y para ello debemos avanzar un poco más en el tiempo y adentrarnos en el periodo en que el marxismo empieza a calar de verdad en el movimiento obrero alemán. ¿Qué ocurrió en los años 70 del siglo XIX, cuando los marxistas se diferenciaron claramente de grupos como los proudhonianos o bakuninistas, entre otros? De nuevo, el registro epistolar certifica que Marx y Engels se quejaron en más de una ocasión de la falta de unidad y dirección del movimiento revolucionario de la época, pero hay que afirmar que parte de la responsabilidad por tales desajustes también recae sobre ellos. Ejemplos los hay por doquier. 

En primer lugar, es bien conocido cómo Wilhelm Liebknecht y otros jefes alemanes prohibieron sacar a la luz la obra de Marx «Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán» (1875), también conocida como «Crítica al programa de Gotha». El motivo era que dicho escrito ponía al descubierto las prisas y carencias en la unificación de los lassellanos y eisenachianos, unión que formó lo que luego sería la famosa socialdemocracia alemana. Durante décadas Marx y Engels ocultaron la existencia de dicha polémica bajo la excusa de no «socavar la unidad». De hecho, durante largo tiempo no fue extraño verlos en público aceptando a Lassalle como un «discípulo de Marx». Véase la obra de Karl Marx: «Introducción para L' egalite a la obra «Miseria de la filosofía» (1847), 1880). Sin embargo, como muestran sus cartas privadas, Marx y Engels se deshacían sobre Lassalle con los peores insultos imaginables hacia él en la intimidad. Véase la obra de Karl Marx: «Carta a Ludwig Kugelmann» (23 de febrero de 1868). En la propia «Crítica al programa de Gotha» (1875), Marx denunciaba cómo: «Lassalle se sabía de memoria el «Manifiesto Comunista» (1848), como sus devotos se saben los evangelios compuestos por él», por lo que sospechaba que «así, pues, cuando lo falsificaba tan burdamente, no podía hacerlo más que para cohonestar su alianza con los adversarios absolutistas y feudales contra la burguesía». En cualquier caso, como comentó Kautsky, el texto de Marx de 1875 solo fue revelado al público alemán en 1891. Para más inri, fue publicado siendo en gran parte censurado para así no herir el amor propio ni de los lassellanos ni de Liebknecht −ya que salían muy mal parados−. Incluso hubo autores como Dietz quienes abogaban directamente por su no publicación. No cabe duda de que fue una pena que dicho escrito, tan instructivo, tardase tanto en difundirse, ¿pero acaso puede decirse que Marx y Engels no aportaron su granito de arena en prolongar el «mito de Lassalle» en el movimiento obrero alemán? Véase la obra de Bo Gustafsson: «Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972). 

A principios de la década de los 70 sobrevino la cuestión de Dühring. Este era un megalómano y charlatán de manual, todo un aventurero teórico que recientemente había pretendido adentrarse en las cuestiones del socialismo, pero que igualmente logró seducir la mente de gran parte de los líderes de la socialdemocracia alemana. Bernstein reflejó el espíritu de aquellos días: «El antiguo grito de combate «¡Por Marx o por Lassalle!» parece haberse sustituido por una nueva divisa: «¡Por Dühring o por Marx y Lassalle!». Hasta el propio Bebel llegó a escribir en su obra «Un nuevo comunista» (1874): «Estas objeciones que formulamos a la obra del señor Dühring no afectan; sin embargo, a sus ideas fundamentales, que son excelentes y a las que aplaudimos hasta el punto de que no tenemos inconveniente en declarar que después de «El Capital» (1867) de Marx, esta reciente obra del señor Dühring es lo mejor que se ha publicado últimamente en materia económica y no sabríamos recomendar con bastante calor el estudio de este libro». Sin embargo, pese a las señales de alarma, Marx y Engels tampoco consideraron necesario atajar el «asunto Dühring». Este era un esfuerzo que, pese a la insistencia de sus compañeros, ambos se negaron a realizar, en el caso de Engels, porque prefería dedicarse al estudio de las ciencias naturales. Véase la «Carta a Friedrich Engels» (19 de febrero de 1875) de Wilhelm Liebknecht. Esta dejadez continuó durante años hasta que la situación se desbordó, teniendo, ahora sí, que elaborar y publicar el famoso «Anti-Dühring» (1878), aunque para aquel entonces los dühringianos se habían esparcido de tal forma que intentaron boicotear la respuesta que Engels elaboró con la ayuda de Marx.  Véase la obra de David Riazánov: «50 años del Anti-Dühring (1928).

Durante la redacción del nuevo «Programa de Erfurt» de los socialdemócratas alemanes, Engels participó en criticarlo extensamente para mejorar su versión final. Sin embargo, como ocurrió con la crítica de Marx al programa de Gotha de 1875, esta nueva crítica permaneció en privado. Esto resulta incomprensible, especialmente si revisamos que el veterano dirigente no consideraba que las discrepancias con sus camaradas y discípulos fueran menores. En su «Carta a Karl Kautsky» (29 de junio de 1891), Engels expresó que quería atacar al «oportunismo conciliador del «Vorwärts» y a la alegre piadosa, divertida y libre «evolución» del viejo y sucio lío «hacia la sociedad socialista». Sin embargo, la obra donde expresó su opinión del programa, la famosa «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata» (1891), no vio la luz hasta diez años después de su redacción, en 1901. La consecuencia directa de esto fue que muchas de las directrices de Engels se ignoraron plenamente, en especial se suprimió toda mención a la dictadura del proletariado y el papel del Estado el cual era el punto principal sobre el que él insistió que se indagara. El programa que finalmente fue aprobado se convirtió en la base de casi todos los programas de los partidos socialistas integrados a la II Internacional, quedando en ellos la doctrina de la dictadura del proletariado enterrada hasta que los bolcheviques se propusieron sacarla a la luz. 

En su «Carta a August Bebel» (30 de abril de 1883), Engels mismo reconoció a uno de sus allegados que no veía a nadie apto para ocupar el lugar de Marx y él cuando ambos desapareciesen, ya que «lo que los hombres jóvenes han intentado en esta línea vale poco, de hecho, en su mayor parte menos que nada». En su «Carta a August Bebel» (15 de noviembre de 1889), volvió a manifestar su temor por la «joven generación» de dirigentes alemanes y «debilidad» en el «terreno teórico». Estas carencias de los marxistas no es ninguna exageración y son, hasta cierto punto, comprensibles en toda nueva experiencia, pero no por ello disculpables. Aun después del fallecimiento de Marx, en 1883, la confusión y falta de proyecto entre sus distintos miembros, siguieron siendo signos muy reconocibles del movimiento socialdemócrata alemán. Fue significativo el hecho de que, en 1891, el diputado socialdemócrata Karl Grillenberger declarase lo siguiente en relación a la cuestión de la «dictadura revolucionaria del proletariado»: «Herr Dr. v. Bennigsen ha olvidado añadir que el Partido Socialdemócrata no se ha vinculado a este proyecto de programa de Marx». Véase la obra de Bo Gustafsson: «Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972).

En más de una ocasión, Engels tuvo que intervenir in extremis para llamar la atención a los jefes por este tipo de salidas de tono. Así lo hizo a través de varias cartas hacia los principales líderes del partido −como ocurrió durante el caso de la «Dampfersubvention» (1884)− y escritos −«El problema campesino en Francia y Alemania» (1894)− a fin de ayudar a frenar el revisionismo de Vollmar y compañía, de los cuales, como advertía en la intimidad, no podían ser considerados de otra forma que como unos «traidores». Véase la obra de Engels: «Carta a Wilhelm Liebknecht» (24 de noviembre de 1894).

Esta falta de formación ideológica y falta de autonomía operacional no fue algo exclusivo de Alemania, sino la tónica común de los nuevos «marxistas» y sus secciones. En Francia, pese a los esfuerzos de Guesde o Lafargue de intentar estar a la altura de las circunstancias, lo cierto es que muchos de sus dirigentes apenas estaban superando los dogmas del socialismo utópico y otras manías personales. Esto motivó que muchos de sus programas y movimientos dependieran en gran medida de las directrices de Marx y Engels, los cuales, como era normal, no podían estar constantemente estudiando y atendiendo a todos debidamente. Véase el subcapítulo: «¿En qué se basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?» (2021).

Estas constantes confusiones ideológicas no son tan sorpresivas si tenemos en cuenta que la socialdemocracia alemana acabó configurándose poco a poco como un movimiento de masas, pero cada vez menos efectivo a nivel operativo, encorsetado, debilitado y maniatado en el mismo entramado que se suponía iba a ayudar a realizar la revolución. 

Esto se refleja en Karl Kautsky y su «Carta a Víctor Adler» (15 de octubre de 1892)», en donde reconoció que el partido socialdemócrata había «crecido enormemente en los últimos años» pero «las viejas fuerzas entrenadas no son suficientes para sus necesidades». Consideraba que a nivel formativo la «gran masa de socialdemócratas» no sabía «mucho más de nuestros principios que nuestra oposición», instando a su compañero a que «educar a estas masas es más importante ahora que nunca», especialmente cuando «este aspecto fue y tuvo que ser descuidado bajo la Ley Socialista». En dicha misiva Kautsky expresó su preocupación por el órgano de expresión «Zentr[alblatt]», el cual se había convertido en un «peligro» ya que «declara con orgullo que es una ventaja no situarse en ningún punto de vista teórico», y el cual, por desgracia, era la «principal lectura» de los militantes, incluso por delante de «Neut Zeit». Sin embargo, el propio Kautsky mostraba sus propios defectos al justificar este estado de las cosas bajo el pretexto de que sus «editores están sobrecargados de trabajo» y muchos compañeros no tenían «tiempo para leer nada que no sea inmediatamente útil». Sin embargo, el problema no era tanto de priorizar temáticas u optimizar el tiempo −factores que obviamente influyen en el logro de los objetivos−, sino que la cuestión iba mucho allá, ya que el principal defecto comenzaba por el concepto en sí sobre la organización y los deberes de sus miembros, el cual era difuso y condescendiente.

Para el año 1905, la socialdemocracia alemana se había convertido en lo que sigue: a) un partido con una enorme cantidad de miembros oficiales −en torno a 400.000 militantes− pero que no leían su principal revista teórica «Neue Zeit» −solo 4.000 suscritos−; b) lleno de «funcionarios de partido» bien renumerados y oponiéndose a cualquier demanda plausible de rebaja −como hizo Liebknecht en 1892−; y c) en donde la literatura de Marx y Engels empezó a quedar en segundo lugar en relación a temas comunes de ciencias naturales, novela social y demás. Véase la obra de Bo Gustafsson: «Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas» (1972).

¿Qué conclusiones podemos extraer? Que el coquetear con este concepto de partido multifraccional −donde existen varios bandos− o en donde existe un dualismo entre los medios oficiales y extraoficiales no solo es una receta fatal, sino que especialmente en las condiciones de clandestinidad, puede conllevar −y así ocurrió en Rusia− que en un momento dado los esfuerzos de los revolucionarios queden inutilizados, mientras sus rivales −como fue el caso de los economicistas de Struve− sean quienes cuentan con las imprentas y los principales apoyos internacionales.

Por último, tampoco hay que llevarse a engaño, hemos de reconocer que en ocasiones la propia socialdemocracia alemana había proporcionado munición a sus adversarios −como Bernstein, Struve y compañía− para calificar sus actitudes y teorías como poco serias o incoherentes:

a) En primer lugar, uno de los argumentos estrella de Bernstein en su polémica de finales del siglo XIX fue denunciar la «teoría del colapso», donde los dirigentes marxistas profetizaban, según él, el fin mecánico de la sociedad capitalista por una crisis económica que sería inevitable. En honor a la verdad, si bien Kautsky demostró que Bernstein manipuló en varias ocasiones −cuando no se inventó− lo que los marxistas habían dicho sobre esto, tampoco sería justo no reconocer que varios de los dirigentes socialdemócratas, como Rosa Luxemburgo o Karl Kautsky, lanzaron fantasmagóricas profecías de este tipo. Este fue un pecado que Kautsky negaría en su obra «Bernstein y el programa socialdemócrata. Una anticrítica» (1899), asegurando que: «Sería difícil ver a Bernstein probar que el partido socialista está realmente convencido de tal cosa». Sin embargo, la bibliografía puede confirmar esto, pues en su «La lucha de clases» (1889), Kautsky aseguró frases tan rocambolescas como la siguiente: «Consideramos inevitable la ruptura de la sociedad existente». E igualmente en otro lugar: «El sistema social capitalista ha llegado a su fin, su disolución ahora es sólo una cuestión de tiempo», ya que, según pensó Kautsky, «el irresistible desarrollo económico conduce con necesidad natural a la bancarrota del modo de producción capitalista». Durante décadas nuestros revisionistas de derecha e izquierda, más reformistas o más anarquistas, han repetido paso a paso estos mantras fatalistas, por lo que no nos detendremos en tal discusión. Véase el capítulo: «La tendencia en ver en cualquier crisis la tumba del capitalismo» (2017).

b) En segundo lugar, ante la acusación de Bernstein de que el marxismo era una especie de blanquismo, Kautsky respondió de forma pusilánime que él y los suyos habían aprendido que: «La revolución puede asumir muchas formas, según las circunstancias en que tiene lugar», y que «de ninguna manera es necesario que vaya acompañada de violencia y matanza», confiando en que a veces «hay instancias en la historia cuando las clases dominantes eran tan particularmente débiles y cobardes que se sometieron a lo inevitable y voluntariamente abdicaron». Es decir, que Kautsky esperaba que no solo el emperador, sino que los burgueses entregasen pacíficamente el poder político y los medios de producción, aunque no explica bajo qué ecuación fantástica ocurriría tal milagro. Conociendo otros escritos suyos, como «La lucha de clases» (1889), según él: «Cuando el proletariado participa en el parlamento como una clase autoconsciente, el parlamento comienza a cambiar de carácter», considerando a este como «la palanca más poderosa que se puede utilizar para levantar al proletariado de su degradación económica, social y moral» (sic). Años más tarde, Lenin criticaría estas debilidades en su famosa obra «El Estado y la revolución» (1917).

c) En último lugar, hubo otros dirigentes los cuales, tuvieron que postergar o retirar parte de su atención de los trascendentales fenómenos que estaban teniendo lugar −en materia económica, filosofía o cuestión nacional−, todo, en aras de poder dedicarse plenamente a la discusión en ciernes. Las consecuencias de medir mal los tempos y no movilizar a tiempo a las bases para frenar esta sangría tendría las consecuencias que ya hemos indicado: ni se paró a tiempo la avalancha del revisionismo, ni se avanzó en muchas de las necesarias investigaciones sobre los últimos acontecimientos de la época. Nos explicaremos mejor. No cabe duda que defender el marxismo es una noble tarea, pero desarrollar el marxismo lo es aún más. Engels, en sus apéndices a «El Capital, Tomo 3» (1894), dejó a sus discípulos notas para continuar la importante tarea del estudio económico y su evolución, del nuevo rol que estaba adquiriendo el capital bancario, los trusts, etcétera. El capitalismo estaba mostrando ya síntomas de la nueva etapa a la que estaba entrando, la vida económica sufría grandes cambios cuyo análisis era una necesidad de carácter inmediato para los marxistas. Empero, debido al liberalismo de Kautsky y Cía. en la cuestión de la polémica de Bernstein, los discípulos de Engels no avanzaron hasta analizar esto, y se quedaron estancados durante años en discusiones ya superadas. Esta falta de determinación, dedicación y focalización, todo sea dicho, también puso su granito de arena para que, años después, el propio Kautsky pasase de una posición anticolonial a una colonialista, alcanzando como colofón la teoría del «ultraimperialismo», que predicaba el fin de las guerras en el capitalismo y otras idealizaciones de las cuales su «yo» joven se hubiera reído. Lo mismo podría aplicarse a Rosa Luxemburgo y sus desacertadas teorías sobre la teoría del colapso, las huelgas, el partido, el espontaneísmo, las reivindicaciones nacionales y demás. Véase la obra: «La lucha de Lenin y los bolcheviques contra las limitaciones de Rosa Luxemburgo» (2016).

En todo caso, resumiremos para el lector algunas de las equivocaciones de la socialdemocracia internacional a la hora de enfrentar la cuestión de Bernstein y el revisionismo, para lo cual, aprovecharemos para rescatar algunos archivos que todavía hoy son muy poco conocidos:

a) En primer lugar, autores de la talla intelectual de Labriola, muy seguramente desconocedores de la trayectoria zigzagueante de Bernstein y de sus últimos contactos con los círculos fabianos, llegaron a saludar con simpatía sus primeros artículos. En 1897, Labriola comentó cómo «Bernstein escribió recientemente un perspicaz y profundo artículo en Neue Zeit acerca del utopismo latente que se da entre una parte de los marxistas»; incluso en su «Carta a Karl Kautsky» (8 de octubre de 1898), llegó a censurar los esfuerzos de Plejánov por refutar el neokantismo de Bernstein: «Me he divertido mucho leyendo las groserías que Plejánov ha escrito contra Bernstein», arguyendo, según él, que Plejánov desconocía la filosofía alemana. 

Finalmente, el propio Labriola, horrorizado por el contenido cada vez más evidente de Bernstein, daría marcha atrás y atacaría a este en varias ocasiones, especialmente por su evolucionismo. En su «Carta a Whilehm Liebknecht» (8 de agosto de 1899), dijo: «Y si el libro [de Bernstein] constituye una gran alegría para la burguesía, bien le podemos regalar el libro a la burguesía». Mientras que en su «Carta a Benedetto Croce» (8 de enero de 1898), era todavía más severo con los tránsfugas [Bernstein y Sorel], ya que para él estos olvidaban que «a la realidad se la comprende por medio de la observación y no por las conclusiones de la razón». A Bernstein le llamaba «estúpido» por «imaginar que ha hecho el papel de Josué» −como hombre elegido que releva al profeta de Dios y conduce a los judíos a la Tierra Prometida−, mientras a Sorel le reclamaba por «creer que ha superado aquello que nunca estudió».

b) En segundo lugar, salvo casos puntuales como Franz Mehring, en la socialdemocracia alemana se había perdido la tradición filosófica de antaño. La imperdonable postura de Kautsky durante la polémica también se complementó con un alarde de ignorancia reflejado en su emisiva de mediados de 1898 al escribir a Plejánov lo siguiente: «De todos modos, debo declarar abiertamente que el neokantismo es lo que menos me molesta. Nunca he sido fuerte en filosofía, y aunque estoy enteramente en el punto de vista del materialismo dialéctico, pienso; sin embargo, que el punto de vista económico e histórico de Marx y Engels es, en el caso extremo, compatible con el neokantismo». 

Sin embargo, Plejánov, mucho más versado en filosofía, no compartía tal osadía y además justificaba su enojo por la importancia del tema a tratar: «Los escritos de estos filósofos [Bernstein y Schmidt] me repugnan profundamente, y mi respuesta no será muy amable. Para mí cuando se trata de cosas muy importantes, no puedo mantener una compostura académica». En consecuencia, Plejánov se prodigó por impartir una serie de conferencias en Suiza atacando al neokantismo, recopiladas en su «Sobre la crisis imaginaria del marxismo» (1898). Además, envió a Kautsky una copia de «Bernstein y el materialismo» (1898), para que reflexionase sobre su postura respecto a la filosofía. Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

Aún en diciembre de 1898, cuando la polémica estaba alcanzando cuotas más violentas, Kautsky escribió a Plejánov con dos peticiones increíbles: «Por supuesto, el «Die Neue Zeit» queda para su respuesta, pero cuanto más breve sea, más agradable será para mí: ya hemos dedicado bastante espacio a este tema, y la mayoría de nuestros lectores no pueden seguir la discusión, ya que el pensamiento filosófico es inusual para ellos». Plejánov respondió con una carta en la que demandaba no acortar los artículos: «Tenga en cuenta que yo defiendo las ideas de Marx y Engels y que sería imperdonable que nos rindiéramos ante el primer ataque de algunos pedantes universitarios». Poco antes del final de la carta, Plejánov lanzó otro dardo a la socialdemocracia alemana por su aletargamiento intelectual: «Tú dices, que a tus lectores no les interesa la filosofía… pienso que debemos hacer que se interesen por ella». Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

c) En tercer lugar, hubo algunos presuntos marxistas, como Henry Hyndman, que si bien no estaban de acuerdo con Bernstein y sus «disparates» −como su apoyo al sistema británico en la India−, advirtieron que no participarían en el tema, a lo que Plejánov anotó irónicamente en 1898: «Pobre inglés está muy ocupado… solo otros, desde su punto de vista, son libres y pueden dedicar tiempo a luchar contra los críticos del marxismo». Esto, al fin y al cabo, suponía mantener una neutralidad pública. Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

Por otro lado, estuvieron aquellos, como Kautsky, los cuales, ante los primeros indicios de deserción de Bernstein, trataron de mantener la polémica dentro de un ambiente cortés. El propio Wilhelm Liebknecht confesó en una carta a Plejánov de 1898 que el tema Bernstein se había alargado por la mala praxis y sensiblería de Kautsky: «Si no fuera por la bondad de Kautsky, que no quería separarse de su antiguo camarada, entonces la cuestión de Bernstein no existiría». Esto no es ninguna exageración. Kautsky confesó en su carta a Plejánov de diciembre de 1898 que él mismo no respondió a Bernstein porque supuestamente estaba muy «ocupado», que para él era «más agradable que otros se preocupen por ello», pero sobre todo el motivo fundamental parece ser que su indecisión era de tipo personal, ya que tras compartir vivencias con Bernstein durante 18 años reconoció que «no es tan fácil volver las armas contra un viejo compañero de armas». 

Incluso dirigentes de la talla de Paul Lafargue priorizaron sus viejos lazos y su sentimentalismo, notificando frases como las siguientes: «Lamento este retiro intelectual de Bernstein», pero «soy demasiado amigo de él y admiro demasiado sus actividades pasadas para criticarlo con tanta dureza», ante lo cual Plejánov apuntó que, si el problema fuese que Bernstein era una «persona cansada», como insinuaba Lafargue, la crítica le ayudaría a «reponerse». En todo caso, Plejánov comunicó amargado a Vera Ivanovna cómo todos sus compañeros alemanes: «Por un lado, todos me aprueban, y por otro, piden que sea más suave». Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

d) En cuarto lugar, no todos eran igual de conscientes del peligro que suponía el fenómeno del «bernsteinismo». Wilhelm Liebknecht en su carta a Plejánov de 1898, pese a animarle a «golpear fuerte a Bernstein», pecaría de este exceso de confianza considerando que su amigo ruso exageraba el peligro de Bernstein: «¡Estimado amigo! Veo que usted está interesado en nuestra lucha interna que; sin embargo, no es tan grave como se podría suponer desde el exterior», ya que «le atribuyes a Bernstein una trascendencia e influencia que nunca tuvo». 

Franz Mehring también cayó en esta grave subestimación del «bernsteinismo» llegando a declarar: «En mi opinión el revisionismo no fue engendrado por las condiciones sociales e históricas del desarrollo del movimiento obrero», por lo que, a lo sumo, consideraba despreocupadamente que el revisionismo no pasaba de ser un «estado de ánimo» pasajero. Véase la obra de B. A. Chagin: «La defensa y fundamentación de Plejánov del materialismo dialéctico e histórico en la lucha contra el revisionismo» (1976).

Hasta el propio Plejánov en su artículo «Sobre la crisis imaginaria del marxismo» (1898), calculó que este desafío de los cabecillas revisionistas no tendría mucho recorrido: «Estos señores [burgueses] ven a Bernstein y Schmidt como nuevos aliados y les agradecen esta inesperada alianza». Sin embargo: «creo que [esta alegría para la burguesía] será tan breve como la alegría provocada por la lucha entre los «jóvenes» [semianarquistas] y los «viejos» [ortodoxos] [en 1891], la cual terminará con «el pasaje final de estos dos señores [Bernstein y Schmidt] a las filas de la democracia burguesa», permaneciendo el movimiento y su doctrina marxista como «una fortaleza inexpugnable contra la que se hacen añicos todas las fuerzas enemigas». Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

e) En otras ocasiones, si bien los jefes revolucionarios lanzaron su ofensiva sobre Bernstein, la difusión de tales artículos críticos fue poca o nula debido a los problemas fraccionales que ya habían enraizado. Este fue el caso de Rusia, donde los artículos de Plejánov contra Bernstein de 1898 no fueron publicados hasta 1906: «Los artículos de Plejánov contra los revisionistas, si hubieran sido publicados en ruso al mismo tiempo, a fines de la década de 1890, habrían hecho mucho más daño a los «marxistas legales» y a los «economistas»; sin embargo, «justo en ese momento, el grupo Emancipación del Trabajo no tuvo la oportunidad de publicar estos trabajos en la prensa ilegal, ya que la imprenta de la Unión de Socialdemócratas Rusos estaba en manos de los economistas». Véase la obra de I. H. Kurbatova: «El comienzo de la difusión del marxismo en Rusia: actividades del grupo Emancipación del Trabajo» (1983).

En realidad, mientras Kautsky terminó cerrando el grifo a Bernstein para publicar en «Die Neue Zeit» en 1898, los escritos de Plejánov «Bernstein y el materialismo» (1898), «Konrad Schmidt contra Karl Marx y Friedrich Engels» (1898), y «Materialismo y kantismo» (1898), sí fueron publicados, pero de nuevo los polémicos artículos se encontraron con más obstáculos inesperados. El primero de ellos fue enviado a Clara Zetkin para ser traducido al alemán, pero esta censuró ciertas partes debido al «tono agresivo» del artículo, ante lo que Plejánov replicó irónicamente: «Mi crítica no es suave, pero no es de naturaleza personal. Sin embargo, debo confesar que en este momento estoy lejos de amar a Bernstein: este es un enemigo, y si he de amar a los enemigos, entonces no será con amor cristiano». En el exterior también hubo autores como el ruso Pável Axelrod que consideraron el tono de su compañero Plejánov como «demasiado duro e injustificado». Véase la obra de I. Kurbatova y M. Iovchuk: «Plejánov» (1977).

En resumidas cuentas, lo que acabamos de ver demuestra que las problemáticas no se estudiaban cada una a su debido tiempo, sino que su abordaje se iba improvisando, o peor, que una vez iniciadas por los motivos que fuesen, no se tenía capacidad de reacción y contundencia. Al mismo tiempo, había una notable infravaloración de los peligros que se cernían sobre el movimiento, ya que se jactaban de una fuerza y unidad que no tenían». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)

3 comentarios:

  1. Que tal, tengo una duda, ¿en qué aspectos la CIPOML es revisionista?, yo tenía pensado contactar con el partido comunista de México (M-L) pero si me entró esa inquietud, aparte de que es un partido en el cual se a visto, está lleno de oportunistas que luego se pasaron al partido morena que hoy gobierna mi pais, no hay para donde girar a la hora de querer militar, en México abunda el trotskismo y el revisionismo, movimientos que no pasan de simple postureo con respecto a Cuba (en el caso del PCM), y uno que otro maoista apestoso (los de sol rojo) espero me puedan responder a mi duda, ¡un saludo!

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    1. Creo que el equipo de Bitácora podrá responder mejor a tus inquietudes, pero dejo mi aporte comentándote que si en la barra de búsqueda escribes "CIPOML" encontrarás algunos artículos donde se habla de esta organización y sus partidos miembros. Es positivo que desees militar pero la realidad es que no sé si hay algún país donde extista un auténtico Partido Comunista. Ante todo es preferible que estudies y te organices con las condiciones que dispones antes que te involucres en organizaciones revisionistas.

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  2. Equipo de Bitácora (M-L)12 de marzo de 2023, 11:50

    Lo más sensato para responder a esta pregunta sería que pusieses CIPOML en el buscador de Bitácora. Allí te saldrán las entradas de las secciones de Colombia, España, Ecuador, Venezuela y otros y las distintas críticas que hemos realizado al respecto. De tal forma podrás valorar cómo no hay diferencias significativas entre estos grupos. Debes de aprender a buscar la información en red y de valorar y responder tú mismo ese tipo de preguntas. En cualquier caso, te facilitaremos los enlaces:

    http://bitacoramarxistaleninista.blogspot.com/2020/06/ensayo-sobre-el-auge-y-caida-del.html

    http://bitacoramarxistaleninista.blogspot.com/2017/04/el-contexto-de-creacion-y-degeneracion.html

    http://bitacoramarxistaleninista.blogspot.com/2017/01/bandera-roja-y-mvtc-un-repaso-historico.html

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«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»