a) ¿Acaso el sistema público sanitario puede estar fuera de toda crítica?
Primero que todo, habría que aclarar que a ninguno de nosotros se le deberían caer los anillos por reconocer que existen situaciones en el sistema público donde la «mala praxis» del personal sanitario tiene relación con el «factor humano», es decir, por falta de profesionalidad, pues esto ocurre en todos los sectores públicos −y no nos engañemos señores liberales, también sucede lo mismo en las empresas de sector privado debido a una amplia gama de razones que ahora abordaremos−. Idealizar a colectivos como los médicos, las enfermeras o los auxiliares, es tan nocivo como cualquier otro tipo idolatría. Esto, en primer lugar, ni siquiera tiene que ver en su totalidad con las deficiencias del sistema −que también−, sino con el mero hecho de que el ser humano, como tal, es falible, cosa que algunos olvidan. Por ello en todo caso habría que preguntarse si este sistema estimula o no el desempeño correcto de los profesionales, si los hace mejores o no, y aquí es cuando comenzaremos a ver como la estructura sí importan −y mucho−.
El sector
público, por sus propias características, depende más si cabe del entramado en
que se sustenta su andamiaje: el gobierno central, autonómico y la dirección de
los hospitales, quienes son sus gestores. Algo que bien saben los profesionales
−como ejecutores−, y el consumidor −como receptor del mismo sistema− que no
olvidemos, es al final quien lo sostiene con sus impuestos más allá de que sea
público o concertado. Dicho de otro modo: si el sistema no habilita
herramientas serias y eficaces para que los profesionales puedan manifestarse y
demandar una mejora del material y conocimiento con el que van a desempeñar su
trabajo −y si los gestores de mayor a menor rango no acceden−, el sistema
sanitario seguirá trabajando en base a un sobreesfuerzo colectivo de
profesionales que a duras penas cumplen su labor o están cualificados,
rebajando su eficiencia y perjudicando, por ende, al resto de la población. Por
el otro lado, si el consumidor no tiene mecanismos para protestar e intervenir
sobre los déficits del sistema sanitario −relevando a los trabajadores poco
profesionales, denunciando la tardanza en la asistencia médica, su calidad y
demás−, tampoco puede limar las aristas de este triángulo y convertirlo en un
círculo armonioso que opere correctamente.
¿Y a
dónde conduce eso? Los fenómenos son bien conocidos por todos: listas de espera
eternas para ejecutar operaciones críticas, citas en los ambulatorios o
especialistas anuladas arguyendo «saturación», altas y rehabilitaciones con
«seguimientos médicos» que se reducen a un par de llamadas cada X meses,
recetas incomprensibles de fármacos para evitar mayores pruebas, servicios de
«urgencias» que atienden con 5h de retraso, desesperación, nervios y choques
entre pacientes, familiares y profesionales... entre otros. Lamentablemente, las
quejas y reclamaciones sirven de poco, y pensar que una «reforma integral» de
la sanidad pública y su «armonización real» es posible dentro bajo el
capitalismo es una quimera, pues sería como pensar que es factible una
representación y ejecución «democrática» sin la intervención de los intereses económicos
de la burguesía, la cual incluso en épocas de bonanza siempre intentará
mantener la sanidad en un estado «aceptable» gastando lo menos posible en ella,
pauperizando el servicio de la misma. De ahí el descontento generalizado en los
últimos años, que ha dado lugar a paradojas como que algunas personas dediquen
sus ahorros −o se planteen hacerlo− en un seguro médico privado... ¡pese a que
ya están pagando un sistema sanitario público!
Esto tiene amplia relación con cómo la «cultura del funcionario burócrata» ha nucleado toda las sociedades y el funcionamiento de sus instituciones públicas, con cómo los gobiernos son la cúspide de esta pirámide burocrática, mientras los funcionarios aparecen como una especie de subsidiarios de estos, cuyo trabajo depende de satisfacer unos cánones que responden a los intereses burgueses del Estado, de los cuales no pueden escapar. Esto fue razonado en 1843 por un joven Marx en un artículo que hoy merece la pena rescatar:
«Los cuerpos administrativos superiores están constreñidos
a tener mayor confianza en sus funcionarios que en las personas administradas,
a las cuales no se les puede suponer en posesión de igual conocimiento oficial.
Un cuerpo administrativo, más todavía, tiene sus tradiciones. (...) Tiene datos
oficiales de ingresos y gastos, tiene en todas partes, paralelamente a la
realidad efectiva, una realidad burocrática, la cual retiene su autoridad a
pesar de lo mucho que cambien los tiempos. (...) Las autoridades
administrativas, aún con las mejores intenciones, la más celosa humanidad y el
más poderoso intelecto, no pueden encontrar solución para un conflicto que sea
mayor a lo momentáneo y transitorio, el conflicto constante entre la realidad y
los principios de la administración. Porque no es su tarea oficial. (...) El
realizar un quiebre en una relación esencial o, si se quiere, en el destino.
Esta relación esencial es la burocrática, tanto dentro del cuerpo
administrativo mismo, como en las relaciones entre éste y el cuerpo
administrado». (Karl Marx; Justificación de un corresponsal de Mosel, 1843)
A su vez, en lo relativo a cómo funcionan estas instituciones
administrativas, sobre si satisfacen o no sus propósitos, ocurre algo
fascinante. Y es que para los
ciudadanos externos a estos organismos, especialmente los de menos recursos, la percepción cambia sustancialmente respecto a lo que dirían los
profesionales:
«Por su parte,
las personas particulares, que han observado la pobreza
real de los otros en el completo desarrollo de sus dimensiones, que la ven
gradualmente acercarse a ellos mismos, y quienes, más todavía, son conscientes
de que el interés particular que defienden es igualmente un interés del Estado,
y éste es defendido por ellos como interés del Estado, estas personas
particulares no solo se encuentran constreñidas a sentir que su propio honor
está siendo impugnado, sino que consideran que la realidad misma ha sido
distorsionada bajo la influencia de un punto de vista establecido arbitrario y
unilateral». (Karl Marx; Justificación de un corresponsal de Mosel, 1843)
b) ¿Ha recibido el sistema sanitario la debida
financiación?
Lo cierto es que, con el sistema público sanitario, el
gobierno −conformado por la burguesía o representantes de la misma− ha
gestionado históricamente un servicio nacional que satisface una demanda social
básica que ha sido conquistada ya en la mayoría de Estados
democrático-burgueses de todo el planeta. La razón principal de la creación y
extensión de este sector se debe, por un lado, a las luchas obreras, pero, ante
todo, a que la burguesía acabó dándose cuenta de que debía mantener la mano de
obra en condiciones mínimamente decentes para su correcto funcionamiento. Con
este sector estatal, la burguesía gestiona los medios de producción −lo que no
elimina su competencia, ni el nepotismo, ni las concesiones y negocios con
otras empresas privada para la provisión de los centros de salud de todo tipo−,
pero cuando estos centros se privatizan, los capitalistas concretos que
adquieren su gestión se ven obligados a defender su parcela con mayor celo, ya
que no es una gestión colectiva, sino privada en el sentido más estricto. Esto,
a su vez, no significa que no necesite de contratos con el gobierno o sus
empresas públicas para abastecerse u obtener transporte de pacientes y
recursos, por ejemplo.
En España, la nueva derecha y la tradicional −PP, C’s, Vox−,
aunque también elementos extravagantes como los anarco-capitalistas, argumentan
que la ola de recortes y privatizaciones efectuadas en el sector sanitario en
los últimos años a nivel nacional y regional no tienen relación alguna con la
crisis sanitaria que se vive hoy. ¡Incluso culpan a la existencia de la propia
sanidad pública de ser la causante del desastre! Para ello aluden a la supuesta
gran inversión recibida estos años y al poco estímulo de todos los trabajadores
en su desempeño, cosa que según dicen, se resolvería con la empresa privada. Así
pues, si nos negamos a idealizar a cualquier colectivo, también a estigmatizarlos.
Quien afirma esto no solo no comprende de economía, sino que es un demagogo
desalmado que niega el trabajo que están realizando gran parte de los
sanitarios de distintos campos con escasez de materiales y una presión
psicológica límite.
También los intelectuales de ideología anarco-capitalista
claman que el mercado se regula solo, falacia que repiten como un mantra. De
forma populista, ellos también dicen lamentar los abusos de los monopolios en
el precio de la luz o la calefacción, entre otros, pero ignoran adrede las
estadísticas y la historia económica que demuestra que ese «dios invisible» del
«libre mercado» no es sino la ley del valor en su actuación, una realidad muy
visible, un caballo que en el capitalismo galopa sin freno y posibilita la
creación y desempeño de los monopolios en nuestra sociedad. De esa forma las
empresas monopolísticas hacen acopio de productos básicos o alteran los precios
del mercado de forma escandalosa, no pocas veces en contubernio con el Estado
que se dice «neutral» y asegura velar por el bien de «todos». Véase la obra de
Marx: «Manuscritos económicos y filosóficos» de 1844.
La línea de defensa de neoliberales y anarco-liberales está centrada
no en analizar los datos y exponer la verdad por el bien de la humanidad, sino
en su pensamiento sofista de querer imponer, sin importar cual sea la realidad,
su modelo económico capitalista a toda costa; uno donde las formas de propiedad
privada abarcarían todos los campos posibles como solución mágica a todos los
problemas. En el caso de estos anarcoides, la razón de esta ensoñación utópica
suele estar en que a causa de sus desconocimientos históricos idealizan el
periodo premonopolistico, lo presentan en sus cabezas huecas como si este hubiera
sido el «reino de la libertad», la época de la «economía verdaderamente natural
del ser humano»; en cambio, entre los neoliberales el motivo suele ser otro, y es
que son parte −o representantes− de los propietarios de los medios de
producción, por lo que quieren barra libre para hacer y deshacer sin cortapisas.
He aquí uno de los problemas: aunque hipotéticamente haya un
aumento progresivo de los presupuestos y también de los gastos destinados en
salud pública, puede que estos no necesariamente estén cubriendo debidamente
las demandas de la población, como efectivamente ha sucedido, en especial
gracias a la contratación de agentes privados por la sanidad pública. Esto es
pues, un silogismo barato. En el caso concreto de España, como veremos luego,
cada vez se destina una partida presupuestaria menor a la sanidad pública. Y,
como es evidente, no solo no hay un incremento progresivo del presupuesto para
cubrir el déficit adquisitivo de los centros hospitalarios, sino que no hay
inversión suficiente como para que la salud pública pueda contratar el
necesario personal médico sanitario, de mantenimiento y administrativo, así
como adquirir lo más avanzado de la técnica médica, añadido a los necesarios
insumos médicos que en estos tiempos se han visto limitados. En consecuencia,
el nivel de la sanidad se va degradando poco a poco. ¿Y a quién beneficia tal
degradación? Que el lector juzgue con lo que sigue a continuación.
En los últimos años España ha tenido un mayor gasto per cápita
en salud. Desde 2012, con una inversión de 1.456€/per cápita, ha aumentado, y
en 2018 se destinaron 1.617 €/per cápita, pero como ya se ha dicho, esta subida
es ínfima para cubrir lo necesario −y es el resultado de años de
desmantelamiento que como luego veremos profundamente, se lleva realizando
desde 2010 en la sanidad pública−. En cuanto al gasto destinado concretamente a
lo público en salud, los datos destapan la mentira de que los gobiernos de
PP/PSOE han protegido la sanidad pública: en 2009 la partida del gasto total en
salud destinada al gasto público fue del 75,18%, cifra que se ha ido reduciendo
hasta el 2018, con un 70,47%, un número que no sucedía desde hace décadas.
Tendríamos que retrotraernos al año 1974 para ver un 71,97%, ni qué hablar de
porcentajes como el 85,06% que fue destinado en 1983.
Quizá el ejemplo más paradigmático de que una inversión mayor
en el sistema sanitario no redunda en una mejora −cualitativa o cuantitativa de
los servicios− lo podemos encontrar en los EE.UU., cuya inversión en sanidad
pública es altísima a priori:
«El gasto público en sanidad en Estados Unidos
creció 260.128,2 millones en 2019, es decir un 4,69%, hasta 2.752.127,7
millones de euros, con lo que representó el 22,55% del gasto público total. En
2019, Estados Unidos se mantuvo en la misma posición en el ranking de países
por importe invertido en sanidad, en el primer puesto de la lista, es decir es
el país que más invierte en sanidad. En cuanto a su proporción respecto al PIB,
ha mantenido su posición en el primer puesto de la lista, ya que es el país que
más gasta en sanidad respecto a su PIB. −según datosmacro.com−. Esto es así,
evidentemente, porque el sector está privatizado en su práctica totalidad».
(Datosmacro.com; Gasto público Salud por países, 2020)
Esto, visto así, sin más, puede dar a entender que la
cobertura es más que suficiente, pero, realmente, gran parte de la inversión no
redunda en la población:
«De una encuesta realizada por Gallup en diciembre
de 2019 se desprende que el 25% de los estadounidenses reconocen que ellos o
algún miembro de su familia han postergado una visita al médico por una
enfermedad grave porque no pueden hacer frente al elevado coste de la visita, y
el 33% ha postergado la visita por enfermedades menos graves. Un estudio
llevado a cabo por la Sociedad del Cáncer de Estados en mayo de 2019 mostró que
el 56% de los adultos del país afirman tener algún tipo de dificultad para
pagar las facturas médicas. (...) Un estudio llevado a cabo en 2009 por
investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard evidencia
que 45.000 estadounidenses mueren cada año como resultado directo de no tener
un seguro de salud. En 2018, 27,8 millones de estadounidenses no tuvieron
ningún tipo de seguro de salud durante todo el año. (...) A pesar de que
millones de estadounidenses posponen tratamientos médicos debido a su elevado
coste, Estados Unidos es el país desarrollado que más gasta en atención
sanitaria, si bien esto no se traduce en buenos resultados y cada vez son menos las personas con
cobertura médica. Según un estudio de 2017, Estados Unidos se sitúa en la
posición número 24 de una clasificación mundial relativa a objetivos de salud
pública marcados por las Naciones Unidas». (El diario.es; El sistema sanitario
de EE.UU. mata: el 25% de la población no se puede permitir el tratamiento
médico que necesita, 12 de enero de 2020)
Como es bien sabido, el
sistema público estadounidense está altamente desequilibrado, siendo que muchos
ciudadanos
prefieren contratar los servicios de un taxi o similares para ser trasladados
al hospital en caso de emergencia al no poder pagar la factura de una
ambulancia, y con un seguro médico que depende del trabajo y que, en caso de
ser desempleado, se pierde −hoy existen aproximadamente 27 millones de personas
sin tal seguro médico−. Imagínese el lector como se podrá gestionar una
pandemia en un país donde una operación de apéndice ronda los 25.000 euros,
junto a un presidente que recomienda beber lejía para combatir el virus.
En España ocurre algo parecido. Los datos generales enmascaran
una realidad muy diferente de lo que dicen los defensores de sistemas privados:
«El gasto público en sanidad en España creció
3.203 millones en 2019, es decir un 1,22%, hasta 79.315,8 millones de euros,
con lo que representó el 15,28% del gasto público total. Esta cifra supone que
el gasto público en sanidad en 2019 alcanzó el 6,37% del PIB, una subida 0,04
puntos respecto a 2018, en el que fue el 6,33% del PIB. En 2019, España se
mantuvo en la misma posición en el ranking de países por importe invertido en
sanidad, en el puesto 10. En cuanto a su proporción respecto al PIB, ha
mantenido su posición en el puesto 26». (Datosmacro.com; Gasto público Salud
por países, 2020)
c) La privatización como fenómeno paralelo a la
degradación del sistema público
Con la ley aprobada el 10 de abril de 1997 en plena época del
gobierno de José María Aznar, se permitió la entrada de la gestión privada en
la sanidad. A partir de entonces la estrategia de todos los partidos en el
poder ha sido durante los últimos años virar progresivamente hacia un modelo
mixto con la privatización de la sanidad:
«Un informe que acaba de publicar el Ministerio de
Sanidad constata el paralelismo entre los recortes y el negocio de la sanidad
privada. Porque entre 2010 y 2014 el gasto público sanitario se redujo en 8.000
millones de euros al mismo tiempo que el privado creció en casi 4.000, o lo que
es lo mismo: de cada dos euros recortados, uno fue a parar a la privada. «El
recorte en la Sanidad Pública ha creado una desconfianza en los ciudadanos y se
han ido a la privada», explica Rafael Bengoa [El exdirector de sistemas de
salud de la OMS]. Una tesis que también refuerza el informe del propio
Ministerio, porque el 80% de ese gasto privado, procede directamente de los
hogares. Para la asociación en defensa de la Sanidad Pública, todo obedece a un
plan político. El Ministerio de Sanidad argumenta que en ese gasto privado se
incluyen también los copagos». (La sexta; Los recortes en la Sanidad Pública
reforzaron al sector privado durante los años centrales de la crisis, 9 de
julio de 2018)
Esto se ha compatibilizado con otros métodos como vemos en
estos simples datos:
«1. Inversión
España destina un 5,9% de su PIB al gasto
sanitario público y Catalunya, un 3,9%. La media europea es del 7,5%. Mientras
tanto, aparecen nuevas necesidades de atención primaria y aumentan los cuidados
a largo plazo por el envejecimiento.
2. Copago
La Comisión Europea señala que los pagos directos
por medicamentos aumentaron en España entre el 2010 y el 2014. Disminuyeron un
poco en el 2015 hasta alcanzar el 24% del gasto sanitario total en el 2017. El
porcentaje está muy por encima de la media europea, situada en el 16%.
3. Temporalidad
La ratio de enfermeras está en 5,7 por cada mil
habitantes: la media europea es del 8,5. Todos los sanitarios han acusado un
aumento de los contratos temporales y parciales. Según CCOO, el 30% de todos
los empleados tenía un contrato temporal en el 2017, frente al 27% en el 2012.
4. Gasto privado
El Comité de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales (CESCR), en el 2018, señaló que entre el 2011 y el 2015 el gasto
sanitario privado creció a una media de un 2,8% anual, mientras el gasto
público cayó a una tasa de un -0,8% anual.
5. Universalidad
El Real Decreto Ley 16/2012 derogó el principio de
universalidad en el sistema español dejando fuera a los inmigrantes sin
papeles. Este decreto se derogó en el 2018, pero la normativa todavía no ha
sido desarrollada. Sigue habiendo personas sin acceso a la sanidad pública».
(El periódico; La sanidad pública de España, al límite tras años de recortes,
18 de marzo de 2020)
Los métodos de privatización son una forma poco sutil de
intentar maquillar los resultados sobre ocupación de camas, listas de espera y
otros tantos problemas que proliferan en la sanidad pública. La burguesía usa,
en este caso, la privatización como usa la emigración y la inmigración −invitando
a salir a los primeros y no dando de alta a los segundos− para poder así
maquillar los altos niveles de desempleo. Y aun así hay datos que son
imposibles de ocultar:
«Un total de 671.494 pacientes estaban esperando
una intervención quirúrgica en la sanidad pública española a finales de junio y
el 15,8% de ellos llevaban más de seis meses aguardando, según los datos del
Sistema de Información sobre las Listas de Espera en el Sistema Nacional de la
Salud (SNS) publicados este viernes por el Ministerio de Sanidad, Consumo y
Bienestar Social. Es la cifra más elevada desde el 2003, primer año del que hay
datos en la web del ministerio y Catalunya (con 168.108 pacientes), la
comunidad con más personas pendientes de una operación. La sigue Andalucía con
137.721 y, a bastante más distancia, la Comunidad Valenciana (56.725), Madrid
(52.579) y Castilla-La Mancha (36.772)». (El periódico; Las listas de espera
para una operación baten récords históricos en España, 6 de diciembre de 2019)
Es cierto que en mitad de la pandemia se ha contratado una
gran cantidad de personal sanitario a toda prisa −¡solo faltaría!−, algo que
también se ha hecho en otros sectores −permitiéndose, por ejemplo, que los
maestros sin el master de profesorado puedan ejercer−, todo con tal de cubrir
la demanda. Debe saberse, empero, que esto es un producto temporal de la crisis
sanitaria y que supone disponer de personal que, en muchas ocasiones, no está
preparado. En el caso sanitario, la incorporación de más personal no ha
aliviado suficientemente la demanda, y el sistema ha seguido registrando
deficiencias por doquier. El País, periódico del gobierno del PSOE confesaba:
«No hay médicos ni personal de enfermería
suficientes. La segunda ola de covid-19 ha vuelto a poner en evidencia la falta
de sanitarios en el Sistema Nacional de Salud (SNS). Un problema estructural
que no se soluciona por completo en unos meses, pero para el que tampoco se han
buscado suficientes alternativas: ni las contrataciones necesarias ni la
reorganización de unas consultas en las que los profesionales −especialmente
los de atención primaria− viven sepultados bajo una montaña de pacientes y
burocracia. (...) La propia presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz
Ayuso, lo reconocía este lunes: «España tiene un problema de falta de médicos y
enfermeras». (...) Si se mide con la Unión Europea, se queda muy por debajo en
médicos de primaria −76,5 frente a una media de 123,4 por 100.000 habitantes,
según los últimos datos de Eurostat− y en enfermeras −520 por 100.000
habitantes frente a 840 en Europa−. Y eran estos los destinados a servir de
dique de contención para que la segunda ola del coronavirus no fuera tan
violenta como la primera. Pero se han visto completamente desbordados desde los
primeros compases, cuando empezaron el verano mermado por las vacaciones que
les correspondían. Ante las preguntas de los periodistas, Fernando Simón ha
reconocido este lunes en algunos servicios hay «una queja crónica de falta de
recursos o sobrecarga». (El País; Falta personal sanitario para frenar la
segunda ola de la pandemia, 22 de septiembre de 2020)
En cuanto a salud mental se refiere, las cifras son aún más
desastrosas. El total de plazas en hospitales públicos de Psicólogos Internos
Residentes (PIR), es decir, el total de plazas para psicólogos públicos en
hospitales, es de 189, ¡en todo el Estado! Ya antes de la pandemia en España se
notificaba que:
«El Defensor del Pueblo insta al Gobierno y a las
Comunidades Autónomas a estudiar de forma «urgente» qué hacer para incrementar
el servicio de atención a la salud mental en España: la ratio de profesionales
en la sanidad pública era en 2018 de 6 por cada 100.000 habitantes, tres veces
menor que la media europea, de 18». (El diario.es; Un informe muestra las
carencias de España en salud mental: hay tres veces menos psicólogos que la
media de Europa, 30 de enero de 2020)
Entiéndase qué consecuencias puede haber con esa ratio
actualmente:
«Fórum Salud Mental ha alertado de que la pandemia
del coronavirus puede provocar un aumento de los problemas de salud mental y
las adicciones. Según diferentes estudios que ha analizado la organización,
entre un 16,5 y un 28,8% de la población podrán sufrir respectivamente,
síntomas depresivos y ansiedad de intensidad moderada-grave».
(Forumsalutmental.org; Un 16,5% de la población podría sufrir síntomas de depresión
debido al Covid-19, 29 abril de 2020)
Esta situación o bien obliga a la mayoría de la población a
convivir con un estado mental cada vez más deteriorado el cual puede degenerar
en alcoholismo y todo tipo de adicciones; o a pagar una consulta privada, gasto
imposible para la mayoría de la población.
d) Las comunidades autónomas y su gestión regional
A todo esto también se suma que cada comunidad autónoma hace
una gestión propia de sus recursos sanitarios; esto es que no hay convergencia
de prioridades y objetivos, no existe un plan nacional de salud y, como se ha
podido comprobar, no existía un protocolo de actuación pormenorizado en caso de
emergencia, cuyos efectos han sido desastrosos en la actual pandemia: tan es
así que incluso hay diferencia en la gestión de los datos estadísticos de
«morbimortalidad» entre comunidades autónomas y entre estas y el gobierno
central. Volviendo sobre el tema, existe una descentralización y un modelo
particular a cada cual peor en cada comunidad autónoma. Todos utilizan métodos
muy similares que acaban en lo mismo. En regiones como Madrid, los madrileños
han podido disfrutar de la bonanza del neoliberalismo del PP: despidos de
personal, venta de instalaciones, privatizaciones bajo sistemas concertados,
etcétera. En Cataluña, los nacionalistas herederos de CIU y compañía nos
mostraban el «camino alternativo» a la «rancia Madrid», pero los gobernantes
catalanes parece que se parecen más de lo que quisieran a sus homólogos de la capital… allí la privatización se
ha desarrollado de forma similar, amparándose sobre todo en la «externalización
de servicios», es decir, se dejó de contratar personal e invertir en
infraestructura y técnica médica dentro de la sanidad pública,
contratando, en su lugar, clínicas privadas que asumen estos servicios
resultando en una catastrófica gestión en las residencias de ancianos y
provocando muchas muertes evitables.
«El último [informe de] Euro Health Consumer Index,
publicado en febrero de 2019, coloca a España en el puesto 19. No del mundo, de
Europa. De nuestro sistema de salud destaca: «Muy descentralizado
regionalmente. El sistema de salud pública parece confiar un poquito demasiado
en la sanidad privada para conseguir una excelencia real. Los indicadores de
resultados en 2018 han mejorado, ahora están a la par con Islandia y Portugal.
La encuesta de la Organización de pacientes de 2018 −nuevamente− dio una mala
visión sobre la accesibilidad». Portugal, en el puesto 13 de este «ranking» es
destacado por su mejoría con respecto a años anteriores y su eficiencia:
«ofrecen más por el mismo precio», destacan. (...) Otro lugar común que se
escucha estos días es que el colapso de las UCI o la saturación hospitalaria son
consecuencia de los recortes efectuados durante la crisis económica que sacudió
al país entre 2009 y 2015. Viendo el listado de la OCDE de inversión pública en
Sanidad es evidente que, en términos relativos, ahora invertimos un porcentaje
menor de nuestro PIB que antes de la recesión [véase el gráfico]. En 2009 se
invirtió en la sanidad pública un 6,77% del PIB y en 2018 un 6,24% pero en esta
década el producto interior bruto ha crecido, lo que arroja una mayor inversión
per cápita ahora que antes: 1.617 euros por persona frente a los 1.576 euros de
2009. Por supuesto, no son lo mismo 1.617 euros ahora que hace diez años. Sea
como fuere, seguimos muy lejos de la cabeza de la clasificación en este
aspecto. Ahora y antes». (El Confidencial; Si España fuera la mejor sanidad del
mundo no necesitaríamos héroes contra el Covid-19, 29 de marzo de 2020)
Pero, respondiendo a la pregunta del millón, ¿qué han hecho
las comunidades autónomas a nivel regional para complementar las vagas
disposiciones del gobierno central?:
«La sanidad pública española lleva años
funcionando al 100%. Desde el 2010, tanto los gobiernos de España como los de
sus diferentes autonomías −la sanidad es una competencia transferida− aprobaron
una serie de recortes sanitarios que debilitaron el sistema y que lo dejaron
desnudo a la hora de afrontar, entre otras cosas, esta excepcional crisis
sanitaria causada por la pandemia de coronavirus. Según el sindicato Metges de
Catalunya (MC), Catalunya perdió, en los últimos años, unos 900 médicos de
atención primaria −aunque a raíz de la huelga del 2018 se recuperaron en torno
a 250− y mil camas de agudos». (El periódico; La sanidad pública de España, al
límite tras años de recortes, 18 de marzo de 2020)
En 2010, Comunidad de Madrid disponía de 3.37 camas por cada
1.000 habitantes, mientras que en 2017 la tasa era de 3.14. Actualmente dispone
de un 4,5% menos. En 2010, Cataluña disponía de 4.30 camas por cada 1.000
habitantes, mientras que en 2017 la tasa era de 4.16. Actualmente dispone de un
1,5% menos. En 2010, Cantabria disponía de 3.78 camas por cada 1.000
habitantes, mientras que en 2017 la tasa era de 3.45 Actualmente dispone de un
8,5% menos. Véase el artículo «Si España fuera la mejor sanidad del mundo no
necesitaríamos héroes contra el Covid-19» del 29 de marzo de 2020.
He aquí algunos datos más que demuestran que sí ha habido
recortes, pese a lo que digan los negacionistas:
«España destina un 5,9% de su PIB al gasto
sanitario público y Catalunya, un 3,9%. La media europea es del 7,5%. Mientras
tanto, aparecen nuevas necesidades de atención primaria y aumentan los cuidados
a largo plazo por el envejecimiento. (...) La Comisión Europea señala que los
pagos directos por medicamentos aumentaron en España entre el 2010 y el 2014.
Disminuyeron un poco en el 2015 hasta alcanzar el 24% del gasto sanitario total
en el 2017. El porcentaje está muy por encima de la media europea, situada en
el 16%. (...) La ratio de enfermeras está en 5,7 por cada mil habitantes: la
media europea es del 8,5. Todos los sanitarios han acusado un aumento de los
contratos temporales y parciales. Según CCOO, el 30% de todos los empleados
tenía un contrato temporal en el 2017, frente al 27% en el 2012. (...) El
Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (CESCR), en el 2018,
señaló que entre el 2011 y el 2015 el gasto sanitario privado creció a una
media de un 2,8% anual, mientras el gasto público cayó a una tasa de un -0,8%
anual». (El periódico; La sanidad pública de España, al límite tras años de
recortes, 18 de marzo de 2020)
Veamos algunos rasgos de estas medidas tomadas durante años:
«En su informe 'State
of Health in the UE. España. Perfil sanitario nacional 2019', la
Comisión Europea (CE) destaca que «una importante parte» de los profesionales
sanitarios tienen «contratos temporales», lo que «aumenta la tasa de rotación
del personal». La Comisión incide especialmente en que el porcentaje de
enfermeras por ratio poblacional está «muy por debajo» de la media de la Unión
Europea (UE): 5,7 por cada mil habitantes frente al 8,5 europeo. «Hay una
inquietud creciente sobre la escasez de enfermeras y médicos, en particular de
médicos de familia, ya que muchos se aproximan a la edad de jubilación», recoge
el informe. En Catalunya faltan unas 17.000 enfermeras, según el Consejo
General de Enfermería. (...) Esta situación la viven también otras comunidades
autónomas. «En la Comunidad de Madrid se hicieron recortes y reformas sin
ningún tipo de planificación. Se construyeron siete hospitales de concesión
privada, pero en total disminuyó el número de camas −se cerraron en los
públicos−», denuncia Miguel Ángel Sánchez Chillón, presidente del Ilustre
Colegio de Médicos de Madrid (Icomem). «Hubo recortes en personal y en la renovación
de material. Ahora se nos ven más las costuras». (El periódico; La sanidad
pública de España, al límite tras años de recortes, 18 de marzo de 2020)
La excusa de la privatización sirvió además para que algunos,
gobiernos autonómicos, como el de Madrid, gobernado por el PP en los años
dorados de Esperanza Aguirre, se llenasen los bolsillos con esta trama de
creación de hospitales concertados mediante el tráfico de influencias y
comisiones:
«El PP madrileño logró desviar alrededor de tres
millones de euros de la construcción de hospitales y centros de salud a su
‘caja B’ valiéndose de la cláusula del 1%, un mecanismo aprobado por los
máximos responsables del partido en la etapa investigada por el 'caso Púnica' y
en el que también se apoyaron otras siete consejerías de la Comunidad de Madrid
para desviar fondos públicos. (...) En el caso concreto de Sanidad, la
Consejería aprovechó para el desvío la puesta en marcha del llamado ‘Plan de
Infraestructuras Sanitarias 2004-2007’ para la financiación de la construcción
de nuevos hospitales y centros de salud, que «confirió la cobertura oportuna»,
dice el magistrado, para introducir en los pliegos de las licitaciones de los
contratos la cláusula del 1%». (RTVE; Caso Púnica Así funcionaba la cláusula
del 1%: tres millones de euros de la Sanidad madrileña desviados a las arcas
del PP, 3 de septiembre de 2019)
Hablando de desfalcos y derroches tenemos como ejemplo la
última gran maniobra de la actual Presidenta de la Comunidad de Madrid, Díaz
Ayuso y su hospital:
«Los únicos profesionales contratados para la
puesta en marcha del nuevo hospital de pandemias de Madrid serán los 1.350
obreros que trabajan día y noche para tenerlo listo a principios de noviembre.
A partir de ahí, la Comunidad de Madrid no contratará a médicos, enfermeros ni
celadores para operar en un centro de 80.000 metros cuadrados, más de 1.000
camas de hospitalización y 48 camas uci. Sino que conformará una plantilla de
sanitarios a costa de diezmar las plantillas ya tensionadas de la red hospitalaria
de Madrid». (La Vanguardia; Ayuso inaugurará el nuevo hospital de pandemias sin
contratar personal sanitario, 27 de octubre de 2020)
Ayuso se jactaba de «realizar la proeza» de construir un
hospital en tres meses para tratar enfermos de coronavirus −al parecer la
proeza le corresponde a ella y no a los 1.350 obreros− y resulta que será a
costa de reducir personal del resto de hospitales, lo que significa que es como
si no hubiera hecho nada, porque no resuelve ni la situación de la falta de
personal sanitario ni la falta de camas para los pacientes. Por si la situación
no se pareciera ya suficientemente a una broma, ahora ofrece el hospital como
almacén para la futura vacuna que nadie sabe cuándo vendrá ni si será efectiva
aún. El coste de todo este embrollo ha sido de nada más que 100 millones de
euros de momento. Viendo el historial de su partido llevará un tiempo
desembrollar el tráfico de influencias y la corrupción involucradas en esta
trama.
e) ¿Salvará la socialdemocracia el «Estado del
bienestar»?
Aunque lo intenten ocultar los jefes del PSOE, su partido
también ha sido partícipe de la política de recortes en sanidad pública:
«El Gobierno ha enviado una carta a once
comunidades autónomas en la que pide un plan de ajuste y recortes en el gasto
sanitario. Son aquellas que, argumenta el ejecutivo, han superado el límite de
endeudamiento acordado en los presupuestos que aprobó en 2018 el Gobierno de
Mariano Rajoy». (Cadena Ser; El Gobierno exige a 11 comunidades que apliquen
recortes en el gasto sanitario, 31 de julio de 2019)
¿En cuánto se tradujo esa demanda?:
«Pedro Sánchez recorta el gasto sanitario en una
décima del PIB y congela otras partidas como Educación o protección del medio
ambiente. El PSOE prometió a Podemos elevar la partida hasta el 7% del PIB en
2023, pero ahora la recorta y la deja en sólo el 5,9%». (La Razón; Los
«recortes» de Sánchez a la sanidad pública: 1.200 millones menos en
2020, 20 de octubre de 2019)
Algunos líderes han proclamado orgullosos durante años que
España tiene el mejor sistema sanitario, o al menos, uno de los mejores, obviamente
en las listas suelen utilizarse criterios bastante simplones:
«Ahora que los hospitales están saturados y un
elevado porcentaje de los trabajadores sanitarios están contagiados de Covid-19
por tener que enfrentarse a cientos de casos cada día sin los equipamientos de
protección individual adecuados, comenzamos a intuir que, quizá, la raíz del
problema fue pensar que ese tipo de informes medían qué Sanidad es mejor como
si fuese una clasificación mundial de tenistas. El estudio del Foro Económico
Mundial, por ejemplo, medía la «esperanza de vida saludable», no la calidad de
la asistencia sanitaria. Otro de los informes que suele echar troncos a la
caldera de este mito es el de Bloomberg, que en su última edición nos situaba
terceros del mundo tras Hong Kong y Singapur. Pero, de nuevo, lo que este
informe mide es la eficiencia de los sistemas sanitarios, nada más. La nota
final se basa en un 70% en la esperanza de vida, un 20% en el gasto relativo al
PIB y un 10% el gasto absoluto en sanidad. Evidentemente, tenemos tendencia a
exagerar aquellos informes que nos dejan en mejor lugar. El problema es que uno
de los más completos, el que elabora anualmente el Commonwealth Fund con base
en 80 indicadores −Bloomberg usa solo tres− solamente incluye 11 países entre
los que no está España. Más allá de esto, si uno busca estudios que clasifiquen
distintos sistemas sanitarios puede encontrarlos, pero midan lo que midan no
sitúan a España en su podio». (El Confidencial; Si España fuera la mejor
sanidad del mundo no necesitaríamos héroes contra el Covid-19, 29 de marzo de
2020)
Debe entenderse que una alta esperanza de vida puede ser
debido a múltiples factores como el clima, la alimentación, geografía,
comunicaciones, etc. La realidad es que el viejo mito de la «fortaleza de la
sanidad pública española» ya no tiene más recorrido
Estamos seguros de que, pese a estos datos que algunos
desconocen o no recuerdan, los más crédulos, utópicos, y demagogos nos
asegurarán que gracias a esta crisis «el sistema ahora sí puede ser reformado», que esta crisis será «el
momento perfecto para concienciar a los de arriba y a los de debajo de que se
debe asentar una sanidad universal de calidad para que algo así no vuelva a
suceder». Esta es una promesa muchas veces hecha que nunca se ha cumplido y que
no va a cumplirse tampoco ahora. Es más, el principal actor de dicho escenario será
la falsa «izquierda» del PSOE, aunque estamos seguros de que su lacayo Podemos
y otras organizaciones menores se esforzarán por vender el nuevo relato como
actores de reparto. Pero el grupo que los capitanea no solo ha sido autor de
recortes en sanidad, sino que también es el culpable de la adhesión de
España a la OTAN y a la Unión Europea, conocido además por las medidas de
desindustrialización, terrorismo de Estado, y conocidos casos de corrupción en
los 80 y 90. Para muestra un dato: las mayores huelgas del postfranquismo se
han producido durante los gobiernos del PSOE en la era de Felipe González, el
cual atacó la sanidad, las pensiones, la educación y los derechos laborales.
f) ¿Por qué existen estas ilusiones de reformar el
capitalismo?
Tener fe en que con el PSOE-Unidas Podemos se puede redimir de
sus pecados capitalistas, es desconocer las leyes económicas que operan en el
capitalismo, incluyendo las empresas estatales:
«¿Y es que acaso si los Estados Unidos de Obama nacionalizara-estatizara la mayoría de sus empresas dejaría de ser un país imperialista o seguiría siendo un país con un amplio sector estatal capitalista? ¿Dejaría de dominar la burguesía estadounidense o es el capitalismo de Estado una forma de dominación colectiva de la burguesía? ¿Acaso la socialdemocracia nórdica cuando creaba un sector estatal que ocupaba gran parte de su economía estaban creando socialismo o creaban capitalismo de Estado porque esas empresas se regían por métodos y leyes capitalistas? La respuesta para todo marxista en estas preguntas es siempre la segunda opción por supuesto. La burguesía históricamente dependiendo del momento ha usado las nacionalizaciones, la propiedad de tipo estatal y cooperativa, pero ello no ha alterado el carácter capitalista de las relaciones de producción. Marx y Engels ya explicaron los ejemplos de varios países que nacionalizaban las empresas tabaqueras, de transporte y grandes sectores sobre todo en casos de guerra. O si leemos a Lenin veremos cómo hablaba de que los monopolios estatales agrandaban las ganancias de la burguesía, la corrupción y como también estaban interrelacionados con la creación y saneamiento de los monopolios privados». (Equipo de Bitácora (M-L); Algunas cuestiones económicas sobre la restauración del capitalismo en la Unión Soviética y su carácter socialimperialista, 2016)
En lo relativo a la forma de propiedad estatal, recordemos que
esta ha sido utilizada históricamente desde los albores del esclavismo hasta la
actualidad. La burguesía en el poder ha realizado «estatizaciones» o
«nacionalizaciones» no solo durante las etapas fascistas, sino tanto a través
de la «socialdemocracia» como también por parte del llamado «neoliberalismo».
El gobierno nazi, el peronista, el laboralista, el gaullista o sin ir más lejos
el franquista, todos ellos aplicaron medidas «intervencionistas» para financiar
proyectos mineros, agrarios, viviendas, transportes, obras de restauración, la
industria armamentística, etc. Lo mismo que decir de los gobiernos salidos del
colonialismo, como ocurrió en la India, Egipto, Argelia, Indonesia, y tantos
otros. Por ende, es hora de que empiece a quedar claro que el fascismo no había
descubierto nada al aplicar eso que algunos llaman «intervencionismo», pues es
una máxima del capitalismo en cualquiera de sus etapas, de una forma u otra
está presente en la mayoría de relaciones de producción, solo que con distinto
propósito, dimensión y funcionamiento. La clave aquí es que todos estos modelos
de gestión económica del siglo XX mantuvieron intactas las leyes de producción
capitalistas, las mismas que causan los temidos monopolios, pero no solo dan
origen a estos, sino que también permiten o desarrollan el desempleo, el
endeudamiento, la carestía de alimentos, el desaprovechamiento de los recursos
o la producción descontrolada. Fenómenos «maravillosos» que, dependiendo de un
caso u otro, de una situación o la contraria, nos encontramos a diario en
nuestros sistemas. Pero, fuera de esto, lo que es seguro, es que ni en las
democracias burguesas ni en los fascismos se produce un retroceso del proceso
de monopolización, más bien lo contrario es cierto: la ley dictamina aquí que
en ambos casos se desarrolla tarde o temprano su extensión, su omnipotencia
sobre el mercado, su representación y control de las instituciones políticas,
judiciales, legislativas. Esto es una evidencia, puesto que:
«Si el capitalismo pudiera adaptar la producción
no a la obtención del máximo de beneficios, sino al mejoramiento sistemático de
la situación material de las masas populares, si pudiera hacer que los
beneficios no sirviesen para satisfacer los caprichos de las clases
parasitarias, para perfeccionar los métodos de explotación y para exportar
capitales, sino para elevar de manera sistemática la situación material de los
obreros y campesinos, no habría crisis. Pero entonces el capitalismo dejaría de
ser capitalismo. Para suprimir las crisis, hay que suprimir el capitalismo».
(Iósif Vissariónovich Dzhugashvili; Stalin; Informe Político del Comité Central
ante el XVIº Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de la Unión
Soviética, 29 de junio de 1930)
Aquellos que dicen que los periodos de crisis, sea la época
que sea, pueden servir para purificar espiritualmente a los seres humanos y
reformar la sociedad pacíficamente no podrían ser más ilusos. Según esta gente
los ricos se volverían clementes y cabales ante los intereses generales de la
población; la filantropía ocasional y con claras intenciones de marketing se
convertiría ahora en una norma general del sistema, estupidez colosal donde las
haya, si esto sucediera sencillamente los capitalistas dejarían de ser
capitalistas.
Lenin dedicó un escrito demoledor hacia las ilusiones que
profesaban los seguidores del «socialismo municipal» de los fabianos ingleses,
unos utópicos de planes reformadores para escapar de los males del capitalismo:
«La utopía filistea y reaccionaria de la
realización parcial del socialismo aparece con singular claridad como una causa
perdida. Se traslada la atención a la esfera de las cuestiones menudas de la
vida local, no al problema de la dominación de la burguesía como clase, no al
problema de los instrumentos principales de esta dominación, sino al problema
referente a cómo gastar las migajas arrojadas por la burguesía nea para
«atender a las necesidades de la población». Se comprende que si se destacan
estos problemas relacionados con el gasto de sumas insignificantes −en
comparación con la masa total de plusvalía y con la suma total de gastos
estatales de la burguesía− que la propia burguesía accede a entregar con
destino a la sanidad pública −Engels señalaba en «El problema de la vivienda»
que las epidemias contagiosas en las ciudades asustan a la propia burguesía−,
con destino a la instrucción pública −¡la burguesía no puede prescindir de
obreros instruidos, capaces de adaptarse al elevado nivel de la técnica!−,
etc., en la esfera de problemas tan menudos es posible perorar acerca de la
«paz social», de los efectos nocivos de la lucha de clases, etc. ¿De qué lucha
de clases se puede hablar aquí, si la propia burguesía gasta dinero para
«atender a las necesidades de la población», para sanidad y para instrucción
pública? ¿Para qué hace falta la revolución social, si a través de la
administración autónoma local se puede ampliar poco a poco y gradualmente la
«propiedad colectiva», «socializar» la producción: los tranvías de caballos y
los mataderos a que hace referencia tan a propósito el honorable Y. Larin? El
oportunismo filisteo de esta «corriente» consiste en que se olvidan los
estrechos límites del llamado «socialismo municipal» −de hecho, capitalismo
municipal, como dicen con razón los socialdemócratas ingleses, al rebatir a los
fabianos−. Se olvidan que, mientras la burguesía domine como clase, no puede
permitir que se toque ni siquiera desde el punto de vista «municipal» las
verdaderas bases de su dominación; que si la burguesía permite, tolera el «socialismo
municipal», es justamente porque éste no toca las bases de su dominación, no
lesiona las fuentes serias de su riqueza, abarca exclusivamente la estrecha
esfera local de gastos que la propia burguesía entrega a la gestión del
«pueblo». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Programa agrario de la
socialdemocracia en la primera revolución rusa de 1905-1907, 1907)
Esta es una crítica que hoy mantiene toda su vigencia. Es por
ello que:
«Mientras exista el modo de producción
capitalista, será absurdo querer resolver aisladamente la cuestión de la
vivienda o cualquier otra cuestión social que afecte la suerte del obrero. La
solución reside únicamente en la abolición del modo de producción capitalista,
en la apropiación por la clase obrera misma de todos los medios de subsistencia
y de trabajo». (Friedrich Engels; Contribución al problema de la vivienda,
1873)
¡Pero qué se le puede pedir a estos personajes tan caricaturescos
que desconocen hasta los principios más básicos de la economía política! Aquí
cabe destacar que incurren en tres de los errores que distinguen al «socialismo
utópico» del «socialismo científico»:
a) En primer lugar, los que piensan que en la actual sociedad
capitalista una o un conjunto de empresas cooperativas de productores son el súmmum
del «anticapitalismo», como si estas fusen una isla «anticapitalista» en mitad
del océano capitalista, como si pudieran abstraerse del mundo y no operar bajo
sus leyes económicas. Esto no es sino un eco ilusorio de autores como Lassalle
o Schulze-Delitzsch:
«Ambos propagaron pequeñas cooperativas, tanto el
uno como el otro sin la ayuda estatal; sin embargo, en ambos casos, no estaban
destinadas las cooperativas a estar bajo la propiedad de los medios ya
existentes de producción, sino crear junto con la producción capitalista
existente una nueva cooperativa. Mi sugerencia requiere el ingreso de las
cooperativas en la producción existente. Se les debe dar la tierra que de otro
modo sería aprovechado por medios capitalistas: como lo exigido por la Comuna
de París, los trabajadores deben operar las fábricas cerradas por los
propietarios de la fábrica sobre una base cooperativa. Esa es la gran
diferencia. Marx y yo no dudábamos de que en la transición a la economía
comunista completa tendríamos que usar el sistema cooperativo como una etapa
intermedia a gran escala. Debe ser tan organizada en la sociedad, que en un
principio el Estado conserve la propiedad de los medios de producción para que
los intereses privados frente a frente a los de la cooperativa en su conjunto
no puedan deformar a esta última». (Friedrich Engels; Carta a August Bebel, Berlín
20 de enero de 1886)
b) Aquellos que confunden el «socialismo» con el fetiche del «estatismo»,
de nuevo como si bajo estas empresas no operasen las mismas leyes:
«Si la nacionalización de la industria del tabaco
fuese socialismo, habría que incluir entre los fundadores del socialismo a
Napoleón y a Metternich. Cuando el Estado belga, por razones políticas y
financieras perfectamente vulgares, decidió construir por su cuenta las
principales líneas férreas del país, o cuando Bismarck, sin que ninguna
necesidad económica le impulsase a ello, nacionalizó las líneas más importantes
de la red ferroviaria de Prusia, pura y simplemente para así poder manejarlas y
aprovecharlas mejor en caso de guerra, para convertir al personal de
ferrocarriles en ganado electoral sumiso al gobierno y, sobre todo, para
procurarse una nueva fuente de ingresos sustraída a la fiscalización del
Parlamento, todas estas medidas no tenían, ni directa ni indirectamente, ni
consciente ni inconscientemente nada de socialistas. De otro modo, habría que
clasificar también entre las instituciones socialistas a la Real Compañía de
Comercio Marítimo, la Real Manufactura de Porcelanas, y hasta los sastres de
compañía del ejército, sin olvidar la nacionalización de los prostíbulos
propuesta muy en serio, allá por el año treinta y tantos, bajo Federico
Guillermo III, por un hombre muy listo». (Friedrich Engels; Del socialismo utópico
al socialismo científico, 1892)
c) Y, por último, aquellos que consideran que lo «natural» o
«progresista» es volver a la pequeña propiedad privada del campesino aislado:
«La propiedad privada del trabajador sobre sus
medios de producción es la base de la pequeña producción y ésta es una
condición necesaria para el desarrollo de la producción social y de la libre
individualidad del propio trabajador. Cierto es que este modo de producción
existe también bajo la esclavitud, bajo la servidumbre de la gleba y en otras
relaciones de dependencia. Pero sólo florece, sólo despliega todas sus
energías, sólo conquista la forma clásica adecuada allí donde el trabajador es
propietario privado y libre de las condiciones de trabajo manejadas por él
mismo, el campesino dueño de la tierra que trabaja, el artesano dueño del
instrumento que maneja como virtuoso. Este modo de producción supone el fraccionamiento
de la tierra y de los demás medios de producción. Excluye la concentración de
éstos y excluye también la cooperación, la división del trabajo dentro de los
mismos procesos de producción, el dominio y la regulación social de la
naturaleza, el libre desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Sólo
es compatible con unos límites estrechos y primitivos de la producción y de la
sociedad. Querer eternizarlo, equivaldría, como acertadamente dice Pecqueur, a
«decretar la mediocridad general». Pero, al llegar a un cierto grado de
progreso, él mismo crea los medios materiales para su destrucción. A partir de
este momento, en el seno de la sociedad se agitan fuerzas y pasiones que se
sienten aherrojadas por él. Hácese necesario destruirlo, y es destruido. Su
destrucción, la transformación de los medios de producción individuales y
desperdigados en medios socialmente concentrados de producción, y por tanto de
la propiedad minúscula de muchos en propiedad gigantesca de unos pocos; la
expropiación de la gran masa del pueblo, privándola de la tierra y de los
medios de vida e instrumentos de trabajo, esta horrible y penosa expropiación
de la masa del pueblo forma la prehistoria del capital. (...) El monopolio del
capital se convierte en traba del modo de producción que ha florecido junto con
él y bajo su amparo. La centralización de los medios de producción y la
socialización del trabajo llegan a tal punto que se hacen incompatibles con su
envoltura capitalista. Esta se rompe. Le llega la hora a la propiedad privada
capitalista. Los expropiadores son expropiados. El modo capitalista de
apropiación que brota del modo capitalista de producción, y, por tanto, la
propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad privada
individual basada en el trabajo propio. Pero la producción capitalista
engendra, con la fuerza inexorable de un proceso de la naturaleza, su propia
negación. Es la negación de la negación. Esta no restaura la propiedad privada,
sino la propiedad individual, basada en los progresos de la era capitalista: en
la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de
producción creados por el propio trabajo». (Karl Marx; El Capital, Tomo I,
1867)
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