sábado, 27 de enero de 2024

Marx reflexionando sobre la evolución de la división social del trabajo a nivel histórico


«La división del trabajo dentro de la sociedad, con la consiguiente adscripción de los individuos a determinadas órbitas profesionales, se desarrolla, al igual que la división del trabajo dentro de la manufactura, arrancando de puntos de partida contrapuestos. Dentro de la familia [26], y más tarde, al desarrollarse ésta, dentro de la tribu, surge una división natural del trabajo, basada en las diferencias de edades y de sexo, es decir, en causas puramente fisiológicas, que, al dilatarse la comunidad, al crecer la población y, sobre todo, al surgir los conflictos entre diversas tribus, con la sumisión de unas por otras, va extendiéndose su radio de acción. De otra parte, brota, como ya hemos observado, el intercambio de productos en aquellos puntos en que entran en contacto diversas familias, tribus y comunidades, pues en los orígenes de la civilización no son los individuos los que tratan, sino las familias, las tribus, etc.

Diversas comunidades descubren en la naturaleza circundante diversos medios de producción y diversos medios de sustento. Por tanto, su modo de producir, su modo de vivir y sus productos varían. Estas diferencias naturales son las que, al entrar en contacto unas comunidades con otras, determinan el intercambio de los productos respectivos y, por tanto, la gradual transformación de estos productos en mercancías. No es el cambio el que crea la diferencia entre las varias órbitas de producción; lo que hace el cambio es relacionar estas órbitas distintas las unas de las otras; convirtiéndolas así en ramas de una producción global de la sociedad unidas por lazos más o menos estrechos de interdependencia. Aquí, la división social del trabajo surge por el cambio entre órbitas de producción originariamente distintas, pero independientes las unas de las otras. Allí donde la división fisiológica del trabajo sirve de punto de partida, los órganos especiales de una unidad cerrada y coherente se desarticulan los unos de los otros, se fraccionan −en un proceso de desintegración impulsado primordialmente por el intercambio de mercancías con otras comunidades− y se independizan hasta un punto en que el cambio de los productos como mercancías sirve de agente mediador de enlace entre los diversos trabajos. Como se ve, en un caso adquiere independencia lo que venía siendo dependiente, mientras que, en el otro, órganos hasta entonces independientes pierden su independencia anterior.

La base de todo régimen de división del trabajo que esté un poco desarrollado y condicionado por el intercambio de mercancías es la separación entre la ciudad y el campo [27]. Puede decirse que toda la historia económica de la sociedad se resume en la dinámica de este antagonismo, en cuyo análisis no podemos detenernos aquí. Así como la división del trabajo dentro de la manufactura presupone, en el aspecto material, la existencia de un cierto número de obreros empleados simultáneamente, la división del trabajo dentro de la sociedad presupone una cierta magnitud y densidad de población, que aquí sustituyen a la aglomeración de operarios dentro del mismo taller [28]. Sin embargo, este grado de densidad es un factor relativo. En un país relativamente poco poblado, pero con buenos medios de comunicación, la densidad de población es mayor que en un país más poblado, pero con medios de comunicación menos perfectos; así, por ejemplo, los Estados septentrionales de Norteamérica tienen una densidad de población mayor que la India [29].

Como la producción y la circulación de mercancías son la premisa de todo régimen capitalista de producción, la división manufacturera del trabajo requiere que la división del trabajo dentro de la sociedad haya alcanzado ya cierto grado de madurez. A su vez, la división del trabajo en la manufactura repercute en la división del trabajo dentro de la sociedad, y la impulsa y multiplica. Al diferenciarse los instrumentos de trabajo, se diferencian cada vez más las industrias que los producen [30]. Tan pronto como el régimen manufacturero se adueña de una industria que venía siendo explotada en unión de otras, como rama principal o accesoria, y por el mismo productor, las industrias hasta entonces englobadas se disocian y cada una de ellas adquiere su autonomía propia. Y si se adueña de una fase especial de producción de una mercancía, las que hasta allí eran otras tantas fases de un mismo proceso de producción se convierten en ramas industriales independientes. Ya hemos apuntado que allí donde el producto manufacturado representa una unidad puramente mecánica de productos parciales, los trabajos parciales pueden volver a desarticularse y recobrar su autonomía como manufacturas independientes.

Para implantar de un modo más perfecto la división del trabajo dentro de una manufactura, lo que se hace es dividir en varias manufacturas, algunas de ellas totalmente nuevas, la misma rama de producción, atendiendo a la diversidad de sus materias primas o a las diversas formas que una misma materia prima puede revestir. Así, ya en la primera mitad del siglo XVII se producían solamente en Francia más de cien distintas clases de seda, y en Avignon, por ejemplo, era ley que «cada aprendiz solo podía consagrarse a una clase de fabricación, sin poder aprender la elaboración de varías clases de productos al mismo tiempo». La explotación manufacturera, encargada de fabricar todas las especialidades, da un nuevo impulso a la división territorial del trabajo, que circunscribe determinadas ramas de producción a determinadas regiones de un país [31].

La expansión del mercado mundial y el sistema colonial, que figuran entre las condiciones generales del sistema, suministran al período manufacturero material abundante para el régimen de división del trabajo dentro de la sociedad. No vamos a investigar aquí en detalle cómo este régimen se adueña no sólo de la órbita económica, sino de todas las demás esferas de la sociedad, echando en todas partes los cimientos para ese desarrollo de las especialidades y los especialistas, para esa parcelación del hombre que hacía exclamar ya a Ferguson, el maestro de A. Smith: «Estamos creando una nación de ilotas; no existe entre nosotros un solo hombre libre» [32].

Sin embargo, a pesar de las grandes analogías y de la concatenación existentes entre la división del trabajo dentro de la sociedad y la división del trabajo dentro de un taller, media entre ambas una diferencia no sólo de grado, sino de esencia. Donde más palmaría aparece la analogía es allí donde un vínculo interno une a varias ramas industriales. Así, por ejemplo, el ganadero produce pieles, el curtidor las convierte en cuero y el zapatero hace de éste botas. Como se ve, cada uno de estos tres industriales fabrica un producto gradual distinto y la mercancía final resultante es el producto combinado de sus trabajos específicos. A esto hay que añadir las múltiples ramas de trabajo que suministran al ganadero, al curtidor y al zapatero respectivamente, sus medios de producción. Podemos pensar, con Adam Smith, que esta división social del trabajo sólo se distingue de la manufacturera desde un punto de vista subjetivo, es decir, para el observador, que unas veces ve englobados dentro del espacio los múltiples trabajos parciales, mientras que otras veces contempla su dispersión en grandes zonas, dispersión que, unida al gran número de operarios que trabajan en cada rama especial, oculta a su mirada la concatenación [33]. Pero ¿qué es lo que enlaza los trabajos independientes del ganadero, el curtidor y el zapatero? El hecho de que sus productos respectivos tengan la consideración de mercancías. ¿Qué caracteriza, en cambio, a la división manufacturera del trabajo? El hecho de que el obrero parcial no produce mercancías [34]. Lo que se convierte en mercancía es el producto común de todos ellos [35].

La división del trabajo dentro de la sociedad se opera por medio de la compra y venta de los productos de las diversas ramas industriales; los trabajos parciales que integran la manufactura se enlazan por medio de la venta de diversas fuerzas de trabajo a un capitalista, que las emplea como una fuerza de trabajo combinada. La división manufacturera del trabajo supone la concentración de los medios de producción en manos de un capitalista; la división social del trabajo supone el fraccionamiento de los medios de producción entre muchos productores de mercancías independientes los unos de los otros. Mientras que en la manufactura la ley férrea de la proporcionalidad adscribe determinadas masas de obreros a determinadas funciones, en la distribución de los productores de mercancías y de sus medios de producción entre las diversas ramas sociales de trabajo reinan, en caótica mezcla, el azar y la arbitrariedad. Claro está que las diversas esferas de producción procuran mantenerse constantemente en equilibrio, en el sentido de que, de una parte, cada productor de mercancías tiene necesariamente que producir un valor de uso y, por tanto, satisfacer una determinada necesidad social, y, como el volumen de estas necesidades varía cuantitativamente, hay un cierto nexo interno que articula las diversas masas de necesidades, formando con ellas un sistema primitivo y natural; de otra parte, la ley del valor de las mercancías se encarga de determinar qué parte de su volumen global de tiempo de trabajo disponible puede la sociedad destinar a la producción de cada clase de mercancías. Pero esta tendencia constante de las diversas esferas de producción a mantenerse en equilibrio sólo se manifiesta como reacción contra el desequilibrio constante. La norma que en el régimen de división del trabajo dentro del taller se sigue «a priori», como un plan preestablecido, en la división del trabajo dentro de la sociedad sólo rige «a posteriori», como una ley natural interna, muda, perceptible tan sólo en los cambios barométricos de los precios del mercado y como algo que se impone al capricho y a la arbitrariedad de los productores de mercancías.

La división del trabajo en la manufactura supone la autoridad incondicional del capitalista sobre hombres que son otros tantos miembros de un mecanismo global de su propiedad, la división social del trabajo enfrenta a productores independientes de mercancías que no reconocen más autoridad que la de la concurrencia, la coacción que ejerce sobre ellos la presión de sus mutuos intereses, del mismo modo que en el reino animal el «bellum omnium contra omnes» −la guerra de todos contra todos− se encarga de asegurar más o menos íntegramente las condiciones de vida de todas las especies. Por eso, la misma conciencia burguesa, que festeja la división manufacturera del trabajo, la anexión de por vida del obrero a faenas de detalle y la supeditación incondicional de estos obreros parcelados al capital como una organización del trabajo que incrementa la fuerza productiva de éste, denuncia con igual clamor todo lo que suponga una reglamentación y fiscalización consciente de la sociedad en el proceso social de producción como si se tratase de una usurpación de los derechos inviolables de propiedad, libertad y libérrima «genialidad» del capitalista individual. Y es característico que esos apologistas entusiastas del sistema fabril, cuando quieren hacer una acusación contundente contra lo que sería una organización general del trabajo a base de toda la sociedad, digan que convertiría a la sociedad entera en una fábrica. 

En la sociedad del régimen capitalista de producción, la anarquía de la división social del trabajo y el despotismo de la división del trabajo en la manufactura se condicionan recíprocamente; en cambio, otras formas más antiguas de sociedad, en que la especialización de las industrias se desarrolla de un modo elemental, para cristalizar luego y consolidarse al fin legalmente, presentan, de una parte, la imagen de una organización del trabajo social sujeta a un plan y a una autoridad, mientras de otra parte, excluyen radicalmente o sólo estimulan en una escala insignificante o de un modo esporádico y fortuito, la división del trabajo dentro del taller [36]. 

Aquellas antiquísimas y pequeñas comunidades indias, por ejemplo, que en parte todavía subsisten, se basaban en la posesión colectiva del suelo, en una combinación directa de agricultura y trabajo manual y en una división fija del trabajo, que, al crear nuevas comunidades, servía de plano y de plan. De este modo, se crean unidades de producción aptas para satisfacer todas sus necesidades y cuya zona de producción varia de 100 a 1.000 o a varios miles de acres. La gran masa de los productos se destina a subvenir a las necesidades directas de la colectividad, sin que adquieran carácter de mercancías; por tanto, aquí la producción es de suyo independiente de la división del trabajo que reina en general dentro de la sociedad india, condicionada por el cambio de mercancías. Sólo se convierte en mercancía el remanente de lo producido, y este cambio se opera ya, en parte, en manos del Estado, al que corresponde, desde tiempos inmemoriales, como renta en especie, una determinada cantidad de productos. En diversas partes de la India rigen diversas formas de comunidad. En la más sencilla de todas, es la comunidad la que cultiva la tierra colectivamente, distribuyendo luego los productos entre sus miembros, a la par que cada familia se dedica a hilar, tejer, etc., como industria doméstica accesoria. Junto a esta masa entregada a una ocupación homogénea, nos encontramos con el «vecino principal», juez, policía y recaudador de impuestos en una pieza; con el tenedor de libros, que lleva la contabilidad agrícola, catastrando y sentando en sus libros todo lo referente a la agricultura; un tercer funcionario, que persigue a los criminales y ampara a los viajeros extraños a la comunidad, acompañándolos de pueblo en pueblo; el guardador de fronteras, encargado de vigilar las fronteras que separan a la comunidad de las comunidades vecinas; el vigilante de aguas, que distribuye para fines agrícolas las aguas de los depósitos comunales; el brahmán, que regenta las funciones del culto religioso; el maestro de escuela, que enseña a los niños de la comunidad a leer y escribir sobre arena; el brahmán del calendario, que señala, como astrólogo, las épocas de siembra y cosecha y las horas buenas y malas para todas las faenas agrícolas; un herrero y un carpintero, a cuyo cargo corre la fabricación y reparación de los aperos de labranza; el alfarero, que fabrica los cacharros de la aldea; el barbero, el lavandero, encargado de la limpieza de las ropas, el platero, y, de vez en cuando, el poeta, que en unas cuantas comunidades sustituye al platero y en otras al maestro de escuela. Estas doce o catorce personas viven a costa de toda la comunidad. Al aumentar el censo de población, se crea una comunidad nueva y se asienta, calcada sobre la antigua, en tierras sin explotar. El mecanismo de estas comunidades obedece a una división del trabajo sujeta a un plan; en cambio, la división manufacturera es inconcebible en ella, puesto que el mercado para el que trabajan el herrero, el carpintero, etc., es invariable, y a lo sumo, si la importancia numérica de la aldea lo exige, en vez de un herrero, de un alfarero, etc. trabajan dos o tres [37]. 

La ley que regula la división del trabajo en la comunidad actúa aquí con la fuerza inexorable de una ley natural, mientras que los distintos artesanos, el herrero, el carpintero, etc., trabajan y ejecutan en su taller todas las faenas de su oficio ajustándose a la tradición de éste, pero con absoluta independencia y sin reconocer ninguna autoridad. La sencillez del organismo de producción de estas comunidades que, bastándose a sí mismas, se reproducen constantemente en la misma forma y que al desaparecer fortuitamente, vuelven a restaurarse en el mismo sitio y con el mismo nombre [38], nos da la clave para explicarnos ese misterio de la inmutabilidad de las sociedades asiáticas, que contrasta de un modo tan sorprendente con la constante disolución y transformación de los Estados de Asia y con su incesante cambio de dinastías. A la estructura de los elementos económicos básicos de la sociedad no llegan las tormentas amasadas en la región de las nubes políticas. 

Las leyes gremiales, obrando con arreglo a un plan, impiden, como sabemos, mediante una severa limitación del número de los oficiales que se le autoriza a emplear a cada maestro, la transformación del maestro en capitalista. Además, el maestro gremial sólo puede emplear oficiales en la industria en que es maestro. El gremio se defiende celosamente contra todas las invasiones del capital comercial, única forma libre de capital que tiene en frente. El comerciante podía comprar todas las mercancías; lo único que no podía comprar como mercancía era el trabajo. Sólo se le toleraba como editor de los productos de su oficio. Si las circunstancias provocaban una división más acentuada del trabajo, lo que hacía era desdoblar los gremios existentes o incorporar a ellos otros nuevos, pero sin reunirlos nunca en un mismo taller. Como se ve, la organización gremial excluye la división manufacturera del trabajo, aunque su especialización, su aislamiento y el desarrollo de las industrias a que contribuye figuren entre las condiciones materiales de existencia del periodo de la manufactura. En general, el obrero se hallaba indisolublemente unido a los medios de producción, como el caracol a su concha, y esto impedía que se produjese lo que es condición primordial de la manufactura, a saber: la autonomía de los medios de producción como capital frente al obrero. 

Mientras que la división del trabajo dentro de la estructura total de una sociedad, se hallase o no condicionada al cambio de mercancías, es inherente a los tipos económicos más diversos de sociedad, la división manufacturera del trabajo constituye una creación peculiar y específica del régimen capitalista de producción». (Karl MarxEl Capital, Tomo I, 1867)

martes, 23 de enero de 2024

Las terribles consecuencias de rehabilitar la política exterior zarista en el campo histórico soviético; Equipo de Bitácora (M-L), 2021

[Post publicado originalmente en 2021. Reeditado en 2024]

«Desde la perspectiva de gran parte de los historiadores soviéticos, el hecho de tener que evaluar en la URSS el legado nacional ruso y, a la vez, su relación histórica con el resto de los pueblos vecinos, siguió siendo un tema controversial en los años 40. 

Esta vez, lo que nos importa remarcar es que, en no pocas ocasiones, se sustituyó el prisma de clase y el entendimiento dialéctico de la historia por enfoques variopintos, los cuales se desviaban hacia un extremo u otro: existieron rusos que, sintiendo culpabilidad de los crímenes de sus antepasados, adoptaron una posición nihilista y autoflageladora hacia todo lo que tuviera que ver con el pasado; otros solo tomaron en cuenta las viejas fuentes ya desacreditadas y tuvieron ciertamente un acomplejamiento respecto a Occidente; y, por supuesto, también hubo los que no vieron problema en tomar como fuentes a los historiadores zaristas sin filtro alguno, reproduciendo guiones que podrían haber sido firmados por los guardias blancos exiliados. A su vez, en las repúblicas no rusas, existieron desviaciones similares: unos hicieron responsables a los rusos actuales de lo que hicieron sus ancestros, mientras otros se dedicaron a recuperar las leyendas e historias de las figuras nacionalistas de su país, incluso reivindicaron con orgullo las épocas imperiales y las invasiones a terceros del pasado, dejando en segundo lugar −o incluso ignorando− los importantes conflictos sociales del presente. Nosotros nos centraremos sobre todo en el primer bloque, ya que es el que dinamitó los principios de unidad y cooperación de los pueblos de la URSS que tenían base en la igualdad y la confianza mutua.

Por supuesto que, con esto, no queremos decir que no haya habido revolucionarios de los pies a la cabeza que sí adoptaran una postura verdaderamente patriota, y ante todo internacionalista, que combatieran tanto unas desviaciones como otras. Dicho esto, incluso en el caso de estos últimos, tampoco se puede negar que, en muchas ocasiones, su metodología adoleciera de problemas parecidos para con sus investigaciones. Nos referimos, por ejemplo, a una mala selección de fuentes o a la realización de concesiones a una u otra tendencia, bien fuera por cuestiones de ingenuidad o a causa de rencillas personales. Intentar excluir del análisis este factor humano, como es tener en cuenta el temperamento o toda la experimentación de diversos sentimientos cortos pero intensos, resulta una equivocación tan común como reduccionista. La codicia, el chantaje, la pasión, los celos, la ambición, la intimidación, etcétera, si bien nunca pueden desempeñar un papel decisivo −y están ligados a las necesidades materiales del sujeto−, borrarlas de la ecuación significa convertir a los profesionales de los campos del saber en meros robots que ni sienten ni padecen, en simples víctimas del atraso de los conocimientos de la época o del ambiente político generalizado. A todo esto, también hemos de sumarle otros factores como el mero azar, donde quizás una figura tuvo mayor renombre que otra mejor formada, pero con menos fortuna; o que una persona estuviese en el lugar adecuado en el momento oportuno. Marx lo expresó de la siguiente manera:

«Desde luego, sería muy cómodo hacer la historia universal si la lucha se pudiese emprender sólo en condiciones infaliblemente favorables. De otra parte, la historia tendría un carácter muy místico si las «casualidades» no desempeñasen ningún papel. Como es natural, las casualidades forman parte del curso general del desarrollo y son compensadas por otras casualidades. Pero la aceleración o la lentitud del desarrollo dependen en grado considerable de estas «casualidades», entre las que figura el carácter de los hombres que encabezan el movimiento al iniciarse éste». (Karl Marx; Carta a Ludwig Kugelmann, 17 de abril de 1871)

martes, 16 de enero de 2024

Engels hablando sobre el carácter histórico y condicionado de la moral


«Hemos conocido ya varias veces el método del señor Dühring. Ese método consiste en descomponer cada grupo de objetos del conocimiento en sus elementos supuestamente simples, aplicar a esos elementos axiomas no menos sencillos y supuestamente evidentes y seguir operando con los resultados así conseguidos. También en la cuestión del ámbito de la vida social: 

«Se decide axiomáticamente, como si se tratara de simples y particulares formaciones fundamentales de la matemática». (Karl Eugen Dühring) 

Y así, la aplicación del método matemático a la historia, la moral y el derecho tiene que darnos también aquí «certeza» sobre la verdad de los resultados conseguidos, caracterizarlos como verdades auténticas e inmutables. 

Se trata, sencillamente, de otra formulación del viejo y amable método ideológico que solía llamarse «apriorístico», y que consiste en no registrar las propiedades de un objeto estudiando el objeto, sino en deducirlas demostrativamente a partir del concepto del objeto. Primero se forma uno un concepto del objeto a partir del objeto; luego se da la vuelta al espejo y se mide el objeto por su imagen, el concepto. El objeto debe regirse por el concepto, no el concepto por el objeto. En el caso del señor Dühring, el servicio comúnmente realizado por el concepto es cosa de los elementos simples, es decir, de las últimas abstracciones a las que consigue llegar; pero esto no altera en nada el método: estos elementos simples son, en el mejor de los casos, de naturaleza puramente conceptual. La filosofía de la realidad muestra pues, también aquí, que es pura ideología, deducción de la realidad no a partir de sí misma, sino a partir de su representación.

Por tanto, si tal ideólogo se dispone a construir la moral y el derecho no con las condiciones sociales reales de los hombres que le rodean, sino a partir del concepto o de los supuestos elementos simples de «la sociedad», ¿qué material tiene para esa construcción? Lo tiene obviamente de dos tipos: primero, el escaso resto de contenido real que tal vez quede en aquellas abstracciones puestas como fundamento; segundo, el contenido que nuestro ideólogo vuelva a introducir en ellas partiendo de su propia consciencia. Y ¿qué encuentra en su consciencia? Sobre todo, concepciones morales y jurídicas que son una expresión más o menos adecuada −positiva o negativa, conformista o polémica− de las condiciones sociales y políticas en las que vive. Luego, tal vez, nociones tomadas de la literatura principal; por último, quizá, manías personales. Nuestro ideólogo puede revolver todo lo que quiera: la realidad histórica que ha echado por la puerta vuelve a entrar por la ventana, y mientras cree estar proyectando una doctrina ética y jurídica para todos los mundos, está ejecutando en realidad un retrato de las corrientes conservadoras o revolucionarias de su época, deformado porque, separado de su suelo real, es como un rostro reflejado por un espejo cóncavo e invertido. (…) 

jueves, 11 de enero de 2024

¿Por qué Labriola exigió la entera recopilación y traducción de las obras de Marx y Engels con sus respectivos prefacios explicativos?

«Aquellos que, para un primer comienzo deseen ocuparse de la doctrina en cuestión con pleno conocimiento de causa puedan hacerlo con la menor dificultad posible y en posesión de las fuentes, me parece que sería el deber del partido alemán darnos una edición completa y crítica de todos los escritos de Marx y de Engels; −espero una edición acompañada de prefacios explicativos, de referencias, de notas y de indicaciones−. Esto sería ya una obra tan meritoria como la de evitar a los viejos libreros la posibilidad de hacer especulaciones indecentes −de esto sé algunas cosas− con los raros ejemplares de libros antiguos. A las obras ya aparecidas en forma de libro o folleto es necesario agregar los artículos de diarios, manifiestos, circulares, programas y todas aquellas cartas que, teniendo un interés público y general, bien que privadas, tengan importancia política o científica.

Este trabajo no puede ser emprendido más que por los socialistas alemanes. Nadie menos alemanes que Marx y Engels, en el sentido patriótico y patriotero que para muchos tiene la palabra nacionalidad. La estructuración de sus pensamientos, la marcha de sus producciones, la organización lógica de sus puntos de vista, su sentido científico y su filosofía han sido el fruto y el resultado de la cultura alemana; pero la sustancia de lo que han pensado y expuesto está todo por entero en las condiciones sociales que se habían desenvuelto, hasta los años más maduros de su vida, en gran parte fuera de Alemania, y particularmente en aquellos países de la gran revolución económico-política que, desde la segunda mitad del siglo XVIII, ha tenido su base y desarrollo principalmente en Inglaterra y en Francia. Ellos han sido, desde todo punto de vista, espíritus internacionales. Pero, sin duda, no es más que entre los socialistas alemanes, comenzando por la Liga de los Comunistas, hasta el programa de Erfurt y hasta los últimos artículos del prudente y ponderado Kautsky, que se halla la continuidad de tradición y la ayuda de la experiencia constante que es necesaria para que la edición crítica halle en las cosas mismas y en la memoria de los hombres los antecedentes indispensables para hacer de ella una obra perfecta y plena de vida. No se trata de elegir. Toda la actividad científica y política, toda la producción literaria, hasta los trabajos de circunstancias de los dos fundadores del socialismo científico, deben ser puestas al alcance de los lectores. No se trata, por cierto, de compilar un «corpus iuris», ni de redactar un «Testamentum iuxta canonem receptum», sino de reunir los escritos en un conjunto orgánico, para que ellos hablen directamente a todos los que tengan deseos de leerlos. Es así solamente que los escritores de otros países podrán tener a su disposición todas las fuentes que, conocidas en otras condiciones, por reproducciones dudosas o por vagos recuerdos, han producido este extraño fenómeno: que no había sobre marxismo, hasta hace poco tiempo, casi ningún trabajo en otra lengua más que en alemán que fuera el resultado de una crítica documentada, sobre todo si salían de la pluma de escritores de otros partidos revolucionarios o de otras escuelas socialistas. El tipo de éstos es el de los escritores anarquistas, para los cuales, especialmente en Francia y en Italia, el autor del marxismo no parece haber vivido más que para ser el verdugo de Proudhon y el adversario de Bakunin, cuando no el jefe de la escuela que es para Marx precisamente el más grande de los crímenes, es decir, el representante típico del socialismo político y, por lo tanto, −¡oh, infamia!− del socialismo parlamentario.

Todos esos trabajos tienen un fondo común: el materialismo histórico, entendido en el triple sentido de tendencia filosófica en la concepción general de la vida y del mundo; de crítica de la economía, que por su esencia no puede ser reducida a leyes sino en tanto representen una fase histórica determinada, y de interpretación política, sobre todo de la que es necesaria y sirve para la dirección del movimiento obrero hacia el socialismo. Estos tres aspectos, que enumero aquí de una manera abstracta, como conviene para la comodidad del análisis, no son más que uno en el espíritu de los mismos autores. Estos trabajos −salvo el «Anti-Dühring» (1878) de Engels y el primer volumen de «El Capital» (1867), no parecerán nunca a los lectores acostumbrados a la tradición clásica, compuesto según las reglas del arte de «hacer el libro»− son en realidad monografías y, en la mayor parte de los casos, trabajos de circunstancias. Son los fragmentos de una ciencia y de una política que están en perpetuo devenir, y que otros −no digo que esto sea el trabajo de cualquiera− deben y pueden continuar. Luego, para comprenderlos completamente es necesario relacionarlos a la vida misma de sus autores; y en esta biografía hay como el rasgo y el surco, y a veces el índice y el reflejo, de la génesis del socialismo moderno. Aquellos que no siguen esta génesis buscarán en estos fragmentos lo que no se encuentra y lo que no debe encontrarse, por ejemplo: respuesta a todos los problemas que la ciencia histórica y la ciencia social pueden ofrecer en su desenvolvimiento y en su variedad empírica, o una solución sumaría de los problemas prácticos de todos los tiempos y de todos los lugares. Y, por ejemplo, en este momento, con respecto a la cuestión de Oriente, en el que algunos socialistas nos ofrecen el espectáculo extraordinario de una lucha entre el idiotismo y la temeridad, por todas partes se oye invocar al marxismo [5]. En efecto, los doctrinarios, los presuntuosos de toda especie que tienen necesidad de ídolos del espíritu, los hacedores de sistemas clásicos buenos para la eternidad, los compiladores de manuales y de enciclopedias, buscarán a tontas y a locas en el marxismo lo que él no ha querido ofrecer jamás a nadie. Aquéllos ven en el pensamiento y en el saber alguna cosa que existe materialmente, pero no entienden el saber y el pensamiento como actividades que son «in fieri» [un proceso en curso]. Estos son metafísicos en el sentido que Engels atribuye a esta palabra y que, en verdad, no es la única que tenga y se le pueda atribuir, en el sentido, en fin, que Engels le atribuye por constante exageración de la característica que Hegel aplicaba a los ontologistas como Wolf y sus secuaces.

Pero Marx, publicista incomparable, cuando escribía, en el período que va de 1848 a 1850, sus ensayos sobre la historia contemporánea y sus memorables artículos de diario, ¿tuvo jamás la pretensión de ser un historiógrafo consumado? No hubiera podido serlo nunca porque no tenía ni vocación ni aptitudes. O bien, Engels, escribiendo el «Anti-Dühring» (1878), que es todavía la obra más completa del socialismo crítico y que contiene en pocas cosas casi toda la filosofía que es necesaria para la comprensión del socialismo, ¿ha tenido jamás la intención de recoger, en un trabajo tan corto y bosquejado, todo el saber universal y marcar para la eternidad los límites de la metafísica, de la psicología, de la ética, de la lógica, etc., cualquiera sea el nombre que lleven, o aún, por razones intrínsecas de división objetiva, o para comodidad y vanidad de los que enseñan, establecer las secciones de la enciclopedia? ¿Y es «El Capital» (1867) una de esas numerosas enciclopedias de todo el saber económico, con el que actualmente los sabios, especialmente los profesores alemanes, llenan el mercado?

viernes, 5 de enero de 2024

Retos y disputas en la filosofía soviética de los años 40; Equipo de Bitácora (M-L), 2024

En este capítulo sobre la filosofía en el periodo stalinista vamos a abordar las siguientes temáticas: a) La polémica sobre el III Tomo del libro «Historia de la Filosofía»; b) Los sucesivos debates sobre la originalidad de la filosofía rusa; c) La conferencia filosófica de 1947 y la crítica a la metodología del libro de Aleksándrov; d) ¿Qué problemas recurrentes tuvo la filosofía soviética durante el periodo stalinista?; e) La fundación de la revista «Cuestiones de filosofía» y el papel de Kedrov; f) ¿Cómo debe enfrentar un marxista la cuestión de los descubrimientos científicos?; g) Los debates sobre la lógica formal y su semejanza o diferencia con la lógica dialéctica.

La polémica sobre el III Tomo del libro «Historia de la Filosofía» 

Como bien relataron los historiadores G. S. Batygin e I. F. Devyatko, a partir de la década de 1930, el Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de la URSS comenzó a preparar la obra «Historia de la Filosofía», un ambicioso proyecto que estaría englobado en siete tomos que fueron publicados como sigue: 

a) Tomo I: filosofía antigua y filosofía medieval (publicado en 1940);

b) Tomo II: filosofía renacentista y filosofía moderna (publicado en 1941);

c) Tomo III: filosofía de la primera mitad del siglo XIX (publicado en 1943); 

d) Tomo IV: filosofía de Marx y Engels;

e) Tomo V: filosofía burguesa de la segunda mitad de los siglos XIX y XX;

f) Tomo VI: historia de la filosofía rusa;

g) Tomo VII: filosofía de Lenin y Stalin. 

Aunque los autores de estos tomos, G. F. Aleksándrov, B. E. Byjovski, M. B. Mitin, P. F. Yudin, V. O. Trakhtenberg, V. F. Asmus, M. A. Melón y M. M. Grigoryan fueron galardonados con el Premio Stalin, el Tomo III fue objeto de severas críticas. Véase la obra de V. D. Esakov «Sobre la historia de la discusión filosófica de 1947» (1993).

El instigador fue el polémico filósofo Zinovy Yakovlevich Beletsky (1901-1969), el cual envió una carta a Stalin señalando que la forma en que Aleksándrov había reeditado su libro ignoraba las últimas resoluciones del partido sobre filosofía, en concreto, la resolución del PCUS (b): «Sobre las deficiencias y errores en la cobertura de la historia de la filosofía alemana a fines del siglo XVIII y principios del XIX» (1944). Su misiva señalaba al mandatario georgiano lo que sigue:

«¡Querido Joseph Vissarionovich!

Hace aproximadamente 2 años y medio de la decisión del Comité Central del Partido sobre el Tomo III de la «Historia de la Filosofía», publicado bajo la dirección de los camaradas Aleksándrov, Byjovski, Mitin y Yudin.

La decisión del Comité Central se tomó como un desarrollo ulterior de las instrucciones dadas por usted ya en 1931 sobre el idealismo menchevique. Además, el Tomo III fue un vivo ejemplo de una exposición apolítica y sin principios de la historia de la filosofía.

Ahora, sin embargo, esta decisión del Comité Central ha sido revocada. Se interpreta en un nuevo sentido. Se ha presentado una extraña teoría de que esta decisión no se tomó en relación con algunos errores teóricos fundamentales cometidos en el Tomo III, sino por razones oportunistas: «Hubo, −dicen [Aleksándrov y Cía.]−, una guerra con los alemanes, entonces fue necesario vencerlos [con la crítica a Hegel y Fichte]. La guerra ha terminado. Ahora todo debe ser puesto en su lugar original. La filosofía alemana debe volver a su posición anterior. El oportunismo ha desaparecido».

Este punto de vista parece ridículo y no debería haber sido señalado si ahora no hubiera sido respaldado por hechos...». (Z. Y. Beletsky; Carta del profesor de la Universidad de Moscú a Stalin, 18 de noviembre de 1946)

Pero, ¿en qué se basó la famosa crítica del CC del PCUS (b) en cuanto al contenido de este tercer tomo? Muy sencillo, se demostraba que su descripción de la filosofía de Kant, Hegel y Fichte era completamente edulcorada e irreal. Merece la pena detenernos sobre la corrección que se hizo sobre estos últimos. Por ejemplo, respecto a Hegel, se apostilló lo siguiente: