«Aquellos que, para un primer comienzo deseen ocuparse de la doctrina en cuestión con pleno conocimiento de causa puedan hacerlo con la menor dificultad posible y en posesión de las fuentes, me parece que sería el deber del partido alemán darnos una edición completa y crítica de todos los escritos de Marx y de Engels; −espero una edición acompañada de prefacios explicativos, de referencias, de notas y de indicaciones−. Esto sería ya una obra tan meritoria como la de evitar a los viejos libreros la posibilidad de hacer especulaciones indecentes −de esto sé algunas cosas− con los raros ejemplares de libros antiguos. A las obras ya aparecidas en forma de libro o folleto es necesario agregar los artículos de diarios, manifiestos, circulares, programas y todas aquellas cartas que, teniendo un interés público y general, bien que privadas, tengan importancia política o científica.
Este trabajo no puede ser emprendido más que por los socialistas alemanes. Nadie menos alemanes que Marx y Engels, en el sentido patriótico y patriotero que para muchos tiene la palabra nacionalidad. La estructuración de sus pensamientos, la marcha de sus producciones, la organización lógica de sus puntos de vista, su sentido científico y su filosofía han sido el fruto y el resultado de la cultura alemana; pero la sustancia de lo que han pensado y expuesto está todo por entero en las condiciones sociales que se habían desenvuelto, hasta los años más maduros de su vida, en gran parte fuera de Alemania, y particularmente en aquellos países de la gran revolución económico-política que, desde la segunda mitad del siglo XVIII, ha tenido su base y desarrollo principalmente en Inglaterra y en Francia. Ellos han sido, desde todo punto de vista, espíritus internacionales. Pero, sin duda, no es más que entre los socialistas alemanes, comenzando por la Liga de los Comunistas, hasta el programa de Erfurt y hasta los últimos artículos del prudente y ponderado Kautsky, que se halla la continuidad de tradición y la ayuda de la experiencia constante que es necesaria para que la edición crítica halle en las cosas mismas y en la memoria de los hombres los antecedentes indispensables para hacer de ella una obra perfecta y plena de vida. No se trata de elegir. Toda la actividad científica y política, toda la producción literaria, hasta los trabajos de circunstancias de los dos fundadores del socialismo científico, deben ser puestas al alcance de los lectores. No se trata, por cierto, de compilar un «corpus iuris», ni de redactar un «Testamentum iuxta canonem receptum», sino de reunir los escritos en un conjunto orgánico, para que ellos hablen directamente a todos los que tengan deseos de leerlos. Es así solamente que los escritores de otros países podrán tener a su disposición todas las fuentes que, conocidas en otras condiciones, por reproducciones dudosas o por vagos recuerdos, han producido este extraño fenómeno: que no había sobre marxismo, hasta hace poco tiempo, casi ningún trabajo en otra lengua más que en alemán que fuera el resultado de una crítica documentada, sobre todo si salían de la pluma de escritores de otros partidos revolucionarios o de otras escuelas socialistas. El tipo de éstos es el de los escritores anarquistas, para los cuales, especialmente en Francia y en Italia, el autor del marxismo no parece haber vivido más que para ser el verdugo de Proudhon y el adversario de Bakunin, cuando no el jefe de la escuela que es para Marx precisamente el más grande de los crímenes, es decir, el representante típico del socialismo político y, por lo tanto, −¡oh, infamia!− del socialismo parlamentario.
Todos esos trabajos tienen un fondo común: el materialismo histórico, entendido en el triple sentido de tendencia filosófica en la concepción general de la vida y del mundo; de crítica de la economía, que por su esencia no puede ser reducida a leyes sino en tanto representen una fase histórica determinada, y de interpretación política, sobre todo de la que es necesaria y sirve para la dirección del movimiento obrero hacia el socialismo. Estos tres aspectos, que enumero aquí de una manera abstracta, como conviene para la comodidad del análisis, no son más que uno en el espíritu de los mismos autores. Estos trabajos −salvo el «Anti-Dühring» (1878) de Engels y el primer volumen de «El Capital» (1867), no parecerán nunca a los lectores acostumbrados a la tradición clásica, compuesto según las reglas del arte de «hacer el libro»− son en realidad monografías y, en la mayor parte de los casos, trabajos de circunstancias. Son los fragmentos de una ciencia y de una política que están en perpetuo devenir, y que otros −no digo que esto sea el trabajo de cualquiera− deben y pueden continuar. Luego, para comprenderlos completamente es necesario relacionarlos a la vida misma de sus autores; y en esta biografía hay como el rasgo y el surco, y a veces el índice y el reflejo, de la génesis del socialismo moderno. Aquellos que no siguen esta génesis buscarán en estos fragmentos lo que no se encuentra y lo que no debe encontrarse, por ejemplo: respuesta a todos los problemas que la ciencia histórica y la ciencia social pueden ofrecer en su desenvolvimiento y en su variedad empírica, o una solución sumaría de los problemas prácticos de todos los tiempos y de todos los lugares. Y, por ejemplo, en este momento, con respecto a la cuestión de Oriente, en el que algunos socialistas nos ofrecen el espectáculo extraordinario de una lucha entre el idiotismo y la temeridad, por todas partes se oye invocar al marxismo [5]. En efecto, los doctrinarios, los presuntuosos de toda especie que tienen necesidad de ídolos del espíritu, los hacedores de sistemas clásicos buenos para la eternidad, los compiladores de manuales y de enciclopedias, buscarán a tontas y a locas en el marxismo lo que él no ha querido ofrecer jamás a nadie. Aquéllos ven en el pensamiento y en el saber alguna cosa que existe materialmente, pero no entienden el saber y el pensamiento como actividades que son «in fieri» [un proceso en curso]. Estos son metafísicos en el sentido que Engels atribuye a esta palabra y que, en verdad, no es la única que tenga y se le pueda atribuir, en el sentido, en fin, que Engels le atribuye por constante exageración de la característica que Hegel aplicaba a los ontologistas como Wolf y sus secuaces.
Pero Marx, publicista incomparable, cuando escribía, en el período que va de 1848 a 1850, sus ensayos sobre la historia contemporánea y sus memorables artículos de diario, ¿tuvo jamás la pretensión de ser un historiógrafo consumado? No hubiera podido serlo nunca porque no tenía ni vocación ni aptitudes. O bien, Engels, escribiendo el «Anti-Dühring» (1878), que es todavía la obra más completa del socialismo crítico y que contiene en pocas cosas casi toda la filosofía que es necesaria para la comprensión del socialismo, ¿ha tenido jamás la intención de recoger, en un trabajo tan corto y bosquejado, todo el saber universal y marcar para la eternidad los límites de la metafísica, de la psicología, de la ética, de la lógica, etc., cualquiera sea el nombre que lleven, o aún, por razones intrínsecas de división objetiva, o para comodidad y vanidad de los que enseñan, establecer las secciones de la enciclopedia? ¿Y es «El Capital» (1867) una de esas numerosas enciclopedias de todo el saber económico, con el que actualmente los sabios, especialmente los profesores alemanes, llenan el mercado?
Esta obra, bien que se compone de tres volúmenes en cuatro tomos muy extensos, puede parecer, al lado de esas compilaciones enciclopédicas, una colosal monografía. Su objeto principal es el estudio del origen y del proceso de la plusvalía −en la producción capitalista, naturalmente− y, después de haber relacionado la producción con la circulación del capital, investiga la repartición de la misma plusvalía. Todo esto suponiendo la teoría del valor realizada de acuerdo a la elaboración que de ella había hecho la ciencia económica durante un siglo y medio: teoría que de ninguna manera representa un «factum empiricum» obtenida de la inducción vulgar, que tampoco expresa una posición lógica, como algunos han creído, sino que es la premisa típica sin la cual todo lo demás no puede ser concebido. Las premisas de hecho, es decir, el capital preindustrial y la génesis social del asalariado, son los momentos directores en la explicación histórica del comienzo del capitalismo actual; el mecanismo de la circulación con sus leyes secundarias y laterales, y, en fin, los fenómenos de la distribución, estudiados en sus aspectos antitéticos y de independencia relativa, forman el camino y las inferencias a través de las cuales y por las cuales se llega a los hechos de configuración concreta, que nos ofrece el movimiento aparente de la vida diaria.
El modo de representación de los hechos y procesos es generalmente típico, porque se supone siempre la presencia de las condiciones de la producción capitalista: de ahí que las otras formas de producción sean explicadas solamente en tanto que han sido superadas y por la forma en que lo han sido, o en tanto que, como supervivencias, constituyen límites y trabas a la forma capitalista. De donde el frecuente pasaje a través de las aclaraciones de pura historia descriptiva, para volver en seguida −después de haber planteado las premisas de hecho−, a la explicación genética por el modo que estas premisas, estando dada su concurrencia y su concomitancia, deben funcionar en principio, ya que constituyen la estructura morfológica de la sociedad capitalista. De ahí que este libro, que nunca es dogmático, precisamente porque es crítico, y crítico no en el sentido subjetivo de la palabra, sino porque presenta la crítica en su forma antitética y, por lo tanto, mostrando la contradicción de las cosas mismas, no se extravía jamás, ni aún en la descripción histórica, en el «historicismo vulgaris», cuyo secreto consiste en renunciar a la investigación de las leyes de los cambios y en pegar, sobre estos cambios simplemente enumerados y descritos, la etiqueta de procesos históricos, de desenvolvimiento y de evolución.
El hilo conductor de esta génesis es el proceso dialéctico, y es este el punto escabroso que hace poner cara de sorprendidos a todos los lectores de «El Capital» (1867) que traen a su lectura los hábitos intelectuales de los empiristas, de los metafísicos y de los padres definidores de entidades concebidas «in aeternum». En la discusión fastidiosa que algunos han levantado sobre las contradicciones que, de acuerdo a ellos, existirían entre el tercer y el primer volumen de la obra, especialmente entre los economistas de la escuela austríaca −hablo aquí del espíritu de discusión y no de observaciones particulares, porque, en efecto, el tercer volumen está lejos de ser un trabajo acabado, y puede ofrecer materia a la crítica, aún para aquellos que profesan en general los mismos principios−, se ve que falta a la mayor parte de estos críticos la noción exacta de la marcha dialéctica. Las contradicciones que denuncian no son contradicciones del libro mismo, no son infidelidades del autor a sus premisas y a sus promesas: son las condiciones antitéticas mismas de la producción capitalista que, enunciadas en fórmulas, se presentan al espíritu como contradictorias.
Tasa media del beneficio en razón de la cantidad absoluta del capital empleado, es decir, independientemente de sus diferencias de composición, esto es, de la proporción diferente de capital constante y de capital variable; precio que se establece sobre el mercado de acuerdo a los medios que oscilan alrededor del valor, según modos muy variados, y que se alejan de él; interés puro y simple de dinero obtenido como tal y a disposición para la industria de los otros; renta de la tierra, es decir, de lo que no ha sido nunca el producto de ningún trabajo; estos desmentidos y otros semejantes a la ley del valor −es en verdad esta denominación de ley lo que turba tantas cabezas− son las antítesis mismas del sistema capitalista.
Estas antítesis −lo irracional, que bien que parezca irracional, existe, comenzando por este primer irracional: que el trabajo del obrero asalariado produce a quien lo compra un producto superior al costo −salario−, este vasto sistema de contradicciones económicas −y por esta expresión rindamos homenaje a Proudhon− se presenta a los socialistas sentimentales, a los socialistas simplemente razonadores, y también a los declamadores radicales, como el conjunto de las injusticias sociales: ¡estas injusticias son lo que la honesta muchedumbre de reformadores quisiera eliminar con honestos razonamientos de leyes! Aquellos que cotejen ahora, a la distancia de cincuenta años, el estudio de estas antinomias concretas en el tercer volumen de «El Capital» (1894) con la «Miseria de la Filosofía» (1847), están en situación de reconocer en qué consiste la trama dialéctica de lo expuesto. Las antinomias que Proudhon quería resolver de manera abstracta −y este error le da un lugar en la historia−, como lo que la razón razonante condena en nombre de la justicia, son en verdad las condiciones de la estructura misma, de suerte que la contradicción está en la razón de ser del proceso mismo. Lo irracional considerado como un momento del proceso mismo nos libra del simplismo de la razón abstracta, mostrándonos al mismo tiempo la presencia de la negación revolucionaria en el seno mismo de la forma histórica, relativamente necesaria.
Sea lo que fuere esta muy grave y difícil cuestión de la concepción del proceso, que no osaría tratar a fondo incidentalmente en una carta, hay que reconocer: que no es permitido a nadie separar las premisas, la marcha metódica y las deducciones y conclusiones de esta obra, de la materia en la que se desenvuelve y de las condiciones de hecho a las que se refiere, reduciendo la teoría a una especie de «vulgata» o preceptismo para la interpretación de la historia de todos los tiempos y de todos los lugares. Y no hay expresión más insípida y más ridícula que llamar a «El Capital» (1867) la Biblia del socialismo. Por otra parte, la Biblia, que es un conjunto de libros religiosos y de obras teológicas, ha sido hecha por los siglos. Y de ser aquél una Biblia, ¡el socialismo solo no daría a los socialistas toda la ciencia!
El marxismo, ya que su nombre puede ser adoptado como símbolo y resumen de una corriente múltiple y de una doctrina compleja, no es y no quedará por completo limitado a las obras de Marx y Engels. Por el contrario, será necesario mucho tiempo antes de que llegue a ser la doctrina plena y completa de todas las fases históricas sujetas a las formas respectivas de la producción económica y, al mismo tiempo, la regla de la política. Para eso es necesario un estudio nuevo y muy riguroso de las fuentes para todos los que quieran investigar el pasado de acuerdo al ángulo visual del nuevo punto de vista histórico-genético, o de las aptitudes especiales de orientación política para los que quieran obrar en la hora actual. Como esta doctrina es en sí la crítica, no puede ser continuada, aplicada y corregida si no lo es críticamente. Como se trata de verificar y de profundizar procesos determinados, no hay catecismo ni generalizaciones esquemáticas que valgan. Este año he hecho un ensayo sobre eso. En mi curso de la universidad me he propuesto estudiar las condiciones económicas de la Italia del Norte y de la Italia Central hacia fines del siglo XIII y a comienzos del XIV, con la intención principal de explicar el origen del proletariado de la campaña y de la ciudad, para hallar después una explicación pragmática aproximada del movimiento de ciertas agitaciones comunistas, y para exponer, en fin, las fases muy obscuras de la vida heroica de Fra Dolcino. Mi intención ha sido en verdad presentarme como marxista, pero no puedo tomar bajo mi responsabilidad personal lo que haya dicho a mi riesgo y peligro, porque las fuentes sobre las que he debido trabajar son las mismas que tienen a su disposición los historiadores de todas las escuelas y tendencias, y nada podía pedir a Marx porque nada tenía que ofrecerme a este respecto.
Me parece que he respondido suficientemente −bien que me sea preciso continuar con otro aspecto− a la pregunta principal de su Prefacio, que es a la que me refiero especialmente, asunto que encuentro también en algunos de sus artículos del Devenir Social. Sus cuestiones arriban también a esto: ¿por qué razón el materialismo histórico ha tenido hasta el presente tan poca difusión y tan escaso desenvolvimiento?
Con reserva de lo que diré después −¡que amenaza!−, no debe tener ningún reparo en plantearme problemas sobre aspectos que usted haya tratado ya, especialmente en determinadas notas, y que poco más o menos se resumen así −es así al menos que yo los interpreto−: ¿por qué siendo imperfecto el conocimiento y la elaboración del marxismo, tanta gente se ha preocupado en completarlo, ya con Spencer, ya con el positivismo en general, ya con Darwin, ya con no importa qué otro ingrediente, mostrando así que quieren, o bien italianizar, o bien afrancesar o bien rusificar el materialismo histórico? Es decir, mostrando que olvidan dos cosas: que esta doctrina lleva en sí misma las condiciones y los modos de su propia filosofía, y que ella es, en su origen como en su substancia, esencialmente internacional». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»