«Hemos conocido ya varias veces el método del señor Dühring. Ese método consiste en descomponer cada grupo de objetos del conocimiento en sus elementos supuestamente simples, aplicar a esos elementos axiomas no menos sencillos y supuestamente evidentes y seguir operando con los resultados así conseguidos. También en la cuestión del ámbito de la vida social:
«Se decide axiomáticamente, como si se tratara de simples y particulares formaciones fundamentales de la matemática». (Karl Eugen Dühring)
Y así, la aplicación del método matemático a la historia, la moral y el derecho tiene que darnos también aquí «certeza» sobre la verdad de los resultados conseguidos, caracterizarlos como verdades auténticas e inmutables.
Se trata, sencillamente, de otra formulación del viejo y amable método ideológico que solía llamarse «apriorístico», y que consiste en no registrar las propiedades de un objeto estudiando el objeto, sino en deducirlas demostrativamente a partir del concepto del objeto. Primero se forma uno un concepto del objeto a partir del objeto; luego se da la vuelta al espejo y se mide el objeto por su imagen, el concepto. El objeto debe regirse por el concepto, no el concepto por el objeto. En el caso del señor Dühring, el servicio comúnmente realizado por el concepto es cosa de los elementos simples, es decir, de las últimas abstracciones a las que consigue llegar; pero esto no altera en nada el método: estos elementos simples son, en el mejor de los casos, de naturaleza puramente conceptual. La filosofía de la realidad muestra pues, también aquí, que es pura ideología, deducción de la realidad no a partir de sí misma, sino a partir de su representación.
Por tanto, si tal ideólogo se dispone a construir la moral y el derecho no con las condiciones sociales reales de los hombres que le rodean, sino a partir del concepto o de los supuestos elementos simples de «la sociedad», ¿qué material tiene para esa construcción? Lo tiene obviamente de dos tipos: primero, el escaso resto de contenido real que tal vez quede en aquellas abstracciones puestas como fundamento; segundo, el contenido que nuestro ideólogo vuelva a introducir en ellas partiendo de su propia consciencia. Y ¿qué encuentra en su consciencia? Sobre todo, concepciones morales y jurídicas que son una expresión más o menos adecuada −positiva o negativa, conformista o polémica− de las condiciones sociales y políticas en las que vive. Luego, tal vez, nociones tomadas de la literatura principal; por último, quizá, manías personales. Nuestro ideólogo puede revolver todo lo que quiera: la realidad histórica que ha echado por la puerta vuelve a entrar por la ventana, y mientras cree estar proyectando una doctrina ética y jurídica para todos los mundos, está ejecutando en realidad un retrato de las corrientes conservadoras o revolucionarias de su época, deformado porque, separado de su suelo real, es como un rostro reflejado por un espejo cóncavo e invertido. (…)
Si hemos terminado ya con el tratamiento trivial y chapucero de la idea de igualdad por el señor Dühring, eso no nos libera de considerar esa idea misma, en el importante papel agitante, teórico principalmente en Rousseau, práctico en la gran Revolución y desde ella, que sigue desempeñando aún hoy en el movimiento socialista de casi todos los países. El establecimiento de su contenido científico determinará también su valor para la agitación proletaria.
La idea de que todos los seres humanos, en tanto que tales, tienen algo en común y que son además iguales dentro del alcance de ese algo común es, naturalmente, antiquísima. Pero la moderna exigencia de igualdad es completamente distinta de esa noción; la idea moderna consiste más bien en deducir de aquella propiedad común del ser-hombre, de aquella igualdad de los seres humanos como tales, la exigencia de validez política o social igual de todos los hombres, o, por lo menos, de todos los ciudadanos de un Estado o de todos los miembros de una sociedad. Tuvieron que pasar, y pasaron, milenios antes de que de aquella primitiva representación de igualdad relativa se explicitara la inferencia de una equiparación en el Estado y la sociedad, y hasta que esa inferencia pudiera incluso parecer algo natural y evidente. En las más antiguas comunidades naturales, la equiparación no tenía sentido, sino, a lo sumo, entre los miembros de la pequeña comunidad; mujeres, esclavos y extranjeros quedaban obviamente excluidos de ella. Entre los griegos y los romanos las desigualdades de los hombres tenían bastante más importancia que cualquier igualdad. Habría parecido por fuerza a los antiguos una insensatez la idea de que griegos y bárbaros, libres y esclavos, ciudadanos y protegidos, ciudadanos romanos y súbditos sometidos −por usar una expresión muy genérica− pudieran pretender una situación política igual. Bajo el Imperio Romano, fueron disolviéndose paulatinamente todas esas diferencias, con excepción de la diferencia entre libres y esclavos; surgió así, al menos para los libres, aquella igualdad privada sobre cuyo fundamento se desarrolló el derecho romano, la más perfecta formación del derecho basado en la propiedad privada de la que tengamos conocimiento. Pero mientras subsistió la contraposición entre libres y esclavos, era imposible hablar de consecuencias jurídicas de la igualdad general «humana»; así lo hemos visto incluso recientemente en los estados esclavistas de la Unión norteamericana.
El cristianismo no conoció más que «una» igualdad de todos los hombres, a saber, la de la igual pecaminosidad, la cual correspondía plenamente a su carácter de religión de los esclavos y oprimidos. Junto a ella, conoció a lo sumo la igualdad de los elegidos, la cual, empero, no se subrayó sino muy al comienzo. Las huellas de la comunidad de bienes que se encuentran también en los comienzos de la nueva religión son más reducibles a la solidaridad de los perseguidos que a reales ideas de igualdad. Muy pronto, la consolidación de la contraposición sacerdote- laico termina también con este rudimento de igualdad cristiana. La marea germánica que cubrió la Europa occidental suprimió durante siglos todas las ideas de igualdad, con la paulatina edificación de una jerarquía social y política de naturaleza más complicada que todo lo conocido hasta entonces; pero, al mismo tiempo, aquella invasión introdujo a la Europa occidental y central en el movimiento de la historia, creó por vez primera un compacto territorio cultural y, en ese territorio y también por vez primera, un sistema de estados de carácter predominantemente nacional y en relaciones de influencia y acoso recíprocos. Con esto preparó el suelo en el cual podría hablarse más tarde de equiparación humana y derechos del hombre.
La Edad Media feudal desarrolló además en su seno la clase llamada a convertirse, en su ulterior desarrollo, en portadora de la moderna exigencia de igualdad: la burguesía. Estamento feudal al principio ella misma, la burguesía había desarrollado la industria −predominantemente artesana− y el intercambio de productos en el seno de la sociedad feudal hasta un nivel relativamente elevado, cuando a fines del siglo XV los grandes descubrimientos marítimos le abrieron una nueva carrera más amplia. El comercio extraeuropeo, hasta entonces sólo practicado entre Italia y el Levante, se amplió hasta América y la India, y rebasó pronto en importancia tanto el intercambio entre los diversos países europeos cuanto el tráfico interior de cada país particular. El oro y la plata americanos invadieron Europa y penetraron como un elemento de disolución por todas las lagunas, ranuras y poros de la sociedad feudal. La industria organizada artesanalmente no bastó ya para las crecientes necesidades; y así en las principales industrias de los países adelantados fue sustituida por la manufactura.
A esta gran transformación de las condiciones económicas vitales de la sociedad no siguió empero en el acto un cambio correspondiente de su articulación política. El orden estatal siguió siendo feudal, mientras la sociedad se hacía cada vez más burguesa. El comercio en gran escala, y señaladamente el internacional, así como el mundial en medida aún mayor, exige la presencia de poseedores de mercancías que sean libres, que no se vean impedidos en sus movimientos, que se hallen en una situación de equiparación y que realicen sus intercambios sobre la base de un derecho igual para todos ellos, por lo menos en cada lugar. El paso de la artesanía a la manufactura tiene como presupuesto la existencia de cierto número de trabajadores libres −libres, por una parte, de ataduras gremiales y, por otra, libres o desprovistos de los medios necesarios para aprovechar ellos mismos su fuerza de trabajo−, trabajadores que pueden contratar con el fabricante para alquilarle su fuerza de trabajo, lo que quiere decir que, en cuanto contratantes, se enfrentan con él en una situación de equiparación. Por último, la igualdad, la igual validez de todos los trabajos humanos, por ser, y en la medida en que son, trabajo «humano» en general, halló su expresión inconsciente, pero sumamente eficaz, en la ley del valor de la moderna economía burguesa, ley según la cual el valor de una mercancía se mide por el trabajo socialmente necesario contenido en ella. [*] Pero donde la situación económica exigía libertad y equiparación, el orden político le contraponía vínculos gremiales y privilegios especiales a cada paso. Privilegios locales, aduanas diferenciales y leyes de excepción de todo tipo afectaban en el comercio no sólo a los forasteros o a los habitantes de las colonias, sino también, muchas veces, incluso a categorías enteras de los propios súbditos; por todas partes y continuamente los privilegios gremiales se atravesaban en la vía del desarrollo de la manufactura. En ningún lugar había vía libre ni eran iguales las perspectivas para los competidores burgueses, y, sin embargo, ésta era la reivindicación primera y más urgente.
En cuanto el progreso económico de la sociedad la puso al orden del día, la exigencia de liberación respecto de las ataduras feudales y de establecimiento de la igualdad jurídica mediante la eliminación de las desigualdades feudales tenía que alcanzar pronto mayores dimensiones. Si se formulaba esa exigencia en interés de la industria y del comercio, era necesario pedir la misma equiparación para la gran masa de los campesinos, los cuales tenían que conceder gratuitamente al señor feudal la mayor parte de su tiempo de trabajo, en situaciones que cubrían todos los grados de servidumbre, partiendo de pleno de la gleba, y aún estaban además sometidos a entregar al mismo señor y al Estado innumerables tributos. Tampoco, por otra parte, podía dejar de reivindicarse la supresión de los privilegios feudales, la exención fiscal de la nobleza y los privilegios políticos de los diversos estamentos. Y como no se vivía ya en un imperio universal como había sido el romano, sino en un sistema de estados independientes y situados a un nivel de desarrollo burgués aproximadamente igual, es natural que aquella exigencia cobrara un carácter general que rebasaba a cada Estado particular, o sea que la libertad y la igualdad se proclamaran como «derechos del hombre». Y lo específico del carácter propiamente burgués de esos derechos del hombre es que la Constitución americana −la primera que los ha reconocido− confirme simultáneamente la esclavitud de las gentes de color existente en América: mientras se condenan los privilegios de clase, se santifican los de raza.
Pero, como hemos sabido, desde el momento en que rompe la crisálida de la ciudad feudal, desde el momento en que pasa de la situación de estamento medieval a la de clase moderna, la burguesía va siempre e inevitablemente acompañada por su sombra, el proletariado. Y análogamente las exigencias burguesas de igualdad van acompañadas por exigencias de igualdad proletarias. Desde el momento en que se plantea la reivindicación burguesa de la supresión de los «privilegios» de clase, surge junto a ella la exigencia proletaria de supresión de las «clases mismas», y ello, primero, en forma religiosa, apoyándose en el cristianismo primitivo, y luego basándose en las mismas teorías igualitarias burguesas. Los proletarios toman la palabra a la burguesía: la igualdad no debe ser sólo aparente, no debe limitarse al ámbito del Estado, sino que tiene que realizarse también realmente, en el terreno social y económico. Sobre todo, desde que la burguesía francesa, a partir de la Gran Revolución, ha colocado en primer término la igualdad burguesa, el proletariado le ha devuelto golpe por golpe con la exigencia de igualdad social y económica, y la igualdad se ha convertido muy especialmente en grito de combate del proletariado francés.
La exigencia de igualdad tiene, pues, en boca del proletariado una doble significación. O bien es −como ocurre sobre todo en los comienzos, por ejemplo, en la guerra de los campesinos− la reacción natural contra las violentas desigualdades sociales, contra el contraste entre ricos y pobres, entre señores y siervos, entre la ostentación y el hambre, y entonces es simple expresión del instinto revolucionario y encuentra en esto, y sólo en esto, su justificación, o bien ha surgido de una reacción contra la exigencia burguesa de igualdad, infiere de ésta ulteriores consecuencias más o menos rectamente y sirve como medio de agitación para mover a los trabajadores contra los capitalistas con las propias afirmaciones de los capitalistas; en este caso coincide para bien y para mal con la misma igualdad burguesa. En ambos casos, el contenido real de la exigencia proletaria de igualdad es la reivindicación de la «supresión de las clases». Toda exigencia de igualdad que vaya más allá de eso desemboca necesariamente en el absurdo. Hemos dado ya ejemplos de este hecho y aún encontraremos más cuando lleguemos a las fantasías futuristas del señor Dühring.
Así, pues, la idea de igualdad, tanto en su forma burguesa como en su forma proletaria, es ella misma un producto histórico, para cuya producción fueron necesarias determinadas situaciones históricas que suponían a su vez una dilatada prehistoria. Será, pues, cualquier cosa, menos una verdad eterna. Y si hoy es para el gran público −en algún sentido− una cosa evidente; si, como dice Marx, «posee ya la firmeza de un prejuicio popular», ello no se debe a su supuesta verdad axiomática, sino que es efecto de la general difusión y la permanente actualidad de las ideas del siglo XVIII. Si, pues, el señor Dühring puede permitirse tan tranquilamente maniobrar a sus dos célebres hombres por el terreno de la igualdad, eso se debe a que la cosa resulta muy natural para el prejuicio público. Y, efectivamente, el señor Dühring llama «natural» a su filosofía, precisamente porque ella parte de cosas que le parecen a él muy naturales. Pero no se pregunta, naturalmente, por qué le parecen naturales. (…)
Si con la verdad y el error no hemos podido hacer mucho camino, con el bien y el mal vamos a hacer aún menos. Esta contraposición se mueve exclusivamente en el terreno moral, es decir, en un terreno perteneciente a la historia humana, y en él las «verdades definitivas de última instancia» se encuentran precisamente con la mayor escasez. Las nociones de bien y mal han cambiado tanto de un pueblo a otro y de una época a otra que a menudo han llegado incluso a contradecirse. Alguien podrá, sin duda, replicar que el bien no es el mal ni el mal el bien, y que si se confunden el bien y el mal se suprime toda moralidad y cada cual puede hacer o dejar de hacer lo que quiera. Esta es también la opinión del señor Dühring, en cuanto se le quita todo el estilo sentencioso de oráculo. No obstante, la cuestión no es tan fácil de liquidar. Si tan sencilla fuera, tampoco habría discusión sobre el bien y el mal, todo el mundo sabría lo que son el bien y el mal. Pero ¿cuál es hoy la situación? ¿Qué moral se nos predica hoy? Está, para empezar, la cristiana-feudal, procedente de viejos tiempos creyentes, que se divide fundamentalmente en una moral católica y otra protestante, con subdivisiones que van desde la jesuítico-católica y la protestante ortodoxa hasta la moral laxa ilustrada. Se tiene además la moral moderna-burguesa y, junto a ésta, la moral proletaria del futuro, de modo que ya en los países más adelantados de Europa el pasado, el presente y el futuro suministran tres grandes grupos de teorías morales que tienen una vigencia contemporánea y copresente. ¿Cuál es la verdadera? Ninguna de ellas, en el sentido de validez absoluta y definitiva; pero sin duda la moral que posee más elementos de duración es aquella que presenta el futuro en la transformación del presente, es decir, la moral proletaria.
Mas al ver que las tres clases de la sociedad moderna, la aristocracia feudal, la burguesía y el proletariado, tienen cada una su propia moral, no podemos sino inferir de ello que en última instancia los hombres toman, consciente o inconscientemente, sus concepciones éticas de las condiciones prácticas en que se funda su situación de clase, es decir, de las situaciones económicas en las cuales producen y cambian.
Pero en las tres teorías morales antes indicadas hay cosas comunes a todas: ¿no puede ser esto, por lo menos, una pieza de la moral válida para las tres? Aquellas teorías morales representan tres estadios diversos de una misma evolución histórica. Tienen, pues, un trasfondo histórico común, y, ya por eso, necesariamente, muchas cosas comunes. Aún más. Para estadios evolutivos económicos iguales o aproximadamente iguales, las teorías morales tienen que coincidir necesariamente en mayor o menor medida. A partir del momento en que se ha desarrollado la propiedad privada de los bienes muebles, todas las sociedades en las que valía esa propiedad privada tuvieron que poseer en común el mandamiento moral «No robarás». ¿Se convierte por ello este mandamiento en mandamiento moral eterno? En modo alguno. En una sociedad en la que se eliminen los motivos del robo, en la que a la larga no puedan robar sino, a lo sumo, los enfermos mentales, sería objeto de burla el predicador moral que quisiera proclamar solemnemente la verdad eterna «No robarás».
Rechazamos, por tanto, toda pretensión de que aceptamos la imposición de cualquier dogmática moral como ley ética eterna, definitiva y por tanto inmutable, por mucho que se nos exhiba el pretexto de que también el mundo moral tiene sus principios permanentes, situados por encima de la historia y de las diferencias entre los pueblos. Afirmamos, por el contrario, que toda teoría moral que ha existido hasta hoy es el producto, en última instancia, de la situación económica de cada sociedad. Y como la sociedad se ha movido hasta ahora en contraposiciones de clase, la moral fue siempre una moral de clase; o bien justificaba el dominio y los intereses de la clase dominante, o bien, en cuanto que la clase oprimida se hizo lo suficientemente fuerte, representó la irritación de los oprimidos contra aquel dominio y los intereses de dichos oprimidos, orientados al futuro. Todo esto no nos hace dudar de que, al igual que en las demás ramas del conocimiento humano, también en la moral se ha producido, a grandes rasgos, un progreso. Pero todavía no hemos rebasado la moral de clase. Una moral realmente humana que esté por encima de las contraposiciones de clase, y por encima del recuerdo de ellas, no será posible sino en un estadio social que no sólo haya superado la contraposición de clases, sino que además la haya olvidado para la práctica de la vida.
Con esto podrá apreciarse el orgullo del señor Dühring que, desde el corazón de la sociedad de clases, presenta la pretensión de imponer a la sociedad futura y sin clases, en vísperas de una revolución social, una moral eterna, independiente de la época y de las transformaciones reales. Aun suponiendo −cosa para nosotros hasta el momento desconocida− que el señor Dühring entendiera por lo menos en sus rasgos fundamentales la estructura de esa sociedad futura». (Friedrich Engels; El Anti-Dühring, 1878)
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