lunes, 18 de marzo de 2024

Lenin: ¿bajo qué premisas niegan los empiriocriticistas la causalidad en la naturaleza?

«La cuestión de la causalidad es de singular importancia para la determinación de la línea filosófica de este o el otro novísimo «ismo», razón por la cual debemos detenernos en esta cuestión más detalladamente.

Empezaremos con la exposición de la teoría materialista del conocimiento en cuanto a este punto. En su réplica ya citada a R. Haym, expuso L. Feuerbach con particular claridad su criterio sobre esta materia.

«La naturaleza y la razón humana −dice Haym− se divorcian en él [en Feuerbach] por completo: un abismo infranqueable se abre entre una y otra. Haym funda este reproche en el párrafo 48 de mi «Esencia de la religión», donde se dice que «la naturaleza no puede ser concebida más que por ella misma; que su necesidad no es una necesidad humana o lógica, metafísica o matemática; que sólo la naturaleza es un ser al cual no se puede aplicar ninguna medida humana, aun cuando comparemos entre sí sus fenómenos y apliquemos en general a ella, con objeto de hacerla inteligible para nosotros, expresiones y conceptos humanos tales como: el orden, la finalidad, la ley, ya que estamos obligados a aplicar a ella tales expresiones dada la naturaleza de nuestro lenguaje». ¿Qué significa esto? ¿Quiero yo decir con esto que en la naturaleza no hay ningún orden, de suerte que, por ejemplo, el verano puede suceder al otoño, el invierno a la primavera, el otoño al invierno? ¿Que no hay finalidad, de suerte, que, por ejemplo, no existe ninguna coordinación entre los pulmones y el aire, entre la luz y el ojo, entre el sonido y el oído? ¿Que no hay ley, de suerte que, por ejemplo, la tierra sigue tan pronto una órbita elíptica como una órbita circular, tardando ya un año, ya un cuarto de hora, en hacer su revolución alrededor del sol? ¡Qué absurdo! ¿Qué es lo que yo quería decir en este pasaje? Yo no pretendía más que trazar la diferencia entre lo que pertenece a la naturaleza y lo que pertenece al hombre; en este pasaje no se dice que, a las palabras y a las representaciones sobre el orden, la finalidad y la ley no corresponda nada real en la naturaleza, en él se niega únicamente la identidad del pensar y del ser, se niega que el orden, etc., existan en la naturaleza precisamente iguales que en la cabeza o en la mente del hombre. El orden, la finalidad, la ley no son más que palabras con ayuda de las cuales traduce el hombre en su lengua, para comprenderlas, las obras de la naturaleza; estas palabras no se hallan desprovistas de sentido, no se hallan desprovistas de contenido objetivo; pero, sin embargo, es preciso distinguir el original de la traducción. El orden, la finalidad, la ley expresan en el sentido humano algo arbitrario. (…) El teísmo deduce directamente del carácter fortuito del orden, de la finalidad y de las leyes de la naturaleza su origen arbitrario, la existencia de un ser diferente a la naturaleza, y que infunde el orden, la finalidad y la ley a la naturaleza caótica por sí misma y extraña a toda determinación. La razón de los teístas... es una razón que se halla en contradicción con la naturaleza y está absolutamente privada de la comprensión de la esencia de la naturaleza. La razón de los teístas divide a la naturaleza en dos seres: uno material y otro formal o espiritual». (Ludwig Feuerbach; Obras completas tomo VII, 1903)

De modo que Feuerbach reconoce en la naturaleza las leyes objetivas, la causalidad objetiva, que sólo con aproximada exactitud es reflejada por las representaciones humanas sobre el orden, la ley, etc. El reconocimiento de las leyes objetivas en la naturaleza está para Feuerbach indisolublemente ligado al reconocimiento de la realidad objetiva del mundo exterior, de los objetos, de los cuerpos, de las cosas, reflejados por nuestra conciencia. Las concepciones de Feuerbach son consecuentemente materialistas. Y todas las demás concepciones o, más exactamente, toda otra línea filosófica en la cuestión acerca de la causalidad, la negación de las leyes objetivas, de la causalidad y de la necesidad en la naturaleza, Feuerbach cree con razón que corresponden a la dirección del fideísmo. Pues está claro, en efecto, que la línea subjetivista en la cuestión de la causalidad, el atribuir el origen del orden y de la necesidad en la naturaleza, no al mundo exterior objetivo, sino a la conciencia, a la razón, a la lógica, etc., no sólo desliga la razón humana de la naturaleza, no sólo contrapone la primera a la segunda, sino que hace de la naturaleza una parte de la razón, en lugar de considerar la razón como una partícula de la naturaleza. La línea subjetivista en la cuestión de la causalidad es el idealismo filosófico −del que sólo son variedades las teorías de la causalidad de Hume y de Kant−, es decir, un fideísmo más o menos atenuado, diluido. El reconocimiento de las leyes objetivas de la naturaleza y del reflejo aproximadamente exacto de tales leyes en el cerebro del hombre, es materialismo.

Por lo que se refiere a Engels, no tuvo ocasión, si no me equivoco, de contraponer de manera especial su punto de vista materialista de la causalidad a las otras direcciones. No tuvo necesidad de hacerlo, desde el momento que se había desolidarizado de modo plenamente definido de todos los agnósticos en una cuestión más capital, en la cuestión de la realidad objetiva del mundo exterior. Pero debe estar claro para el que haya leído con alguna atención las obras filosóficas de Engels que éste no admitía ni sombra de duda a propósito de la existencia de las leyes objetivas, de la causalidad y de la necesidad de la naturaleza. Ciñámonos a algunos ejemplos. En el primer párrafo del «Anti-Dühring», Engels dice: 

«Para conocer estos detalles [o las particularidades del cuadro de conjunto de los fenómenos universales], tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos especiales». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

sábado, 9 de marzo de 2024

Los polémicos debates entre los historiadores soviéticos sobre los orígenes del pueblo ruso; Equipo de Bitácora (M-L), 2021

[Publicado originalmente en 2021. Reeditado en 2024]

«Los orígenes de los Estados se pierden en un mito, en el que hay que creer y que no se puede discutir». (Karl Marx; La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850, 1850)

Hoy, hasta el más honesto de los historiadores se ve obligado a reconocer que la historia ha sido otro campo de batalla ideológico para las clases sociales y sus intereses, una arena donde el nacionalismo burgués siempre ha encontrado un nicho para promover su visión del mundo; el cual, por supuesto, siempre coincide con su proyecto político, económico y cultural del presente:

«El discurso identitario selecciona los padres, los héroes, las víctimas y también los villanos de la patria. Las costumbres tradicionales, los valores constituidos en nacionales, peculiares y distintos de la comunidad; es decir, la creación de un «metapatrimonio», de una «metapatria». Es así como surge la construcción de la doctrina nacionalista. (…) Un reconocimiento de antepasados remotísimos y, por tanto, del todo extraños a todo compromiso con el presunto corazón o raíces. (…) Y un afán por diferenciarse y distinguirse de los otros, que se traduce en rivalidad. (…) Esta forma de construir la evolución histórica obstaculiza la interpretación de una historia de Europa compartida de la que todos pudieran participar». (José Martínez Millán; La sustitución del «sistema cortesano» por el paradigma del «estado nacional» en las investigaciones históricas, 2010)

Si el lector nos ha seguido la pista, sabrá que no es la primera vez que analizamos las teorías de los distintos tipos de nacionalismos, especialmente los que recorren la Península Ibérica. En este ejercicio de intuición, mística y especulación encontramos de todo, desde aquellas ideas que consideran que sus «respectivos pueblos no sufrieron una mezcla racial con otros pueblos invasores», hasta las nociones que defienden que «ellos no recibieron préstamos culturales de pueblos vecinos», o «que solo asimilaron los mejores valores de ellos». Véase el capítulo: «Los conceptos de nación de los nacionalismos vs el marxismo» (2020).

En Rusia, lamentablemente, esto no fue una excepción, ni antes ni después de la Revolución Bolchevique (1917). Como rasgo reconocible de la ideología burguesa, las interpretaciones nacionalistas −bañadas en el idealismo filosófico más fantasmagórico−, intentaron dominar la historiografía rusa incluso tras el derrocamiento del capitalismo, lo que demuestra que este peligro de distorsión y manipulación histórica no cesa ni en los momentos más favorables para las fuerzas de la emancipación. Pero, para hablar del enconado debate que hubo en la URSS sobre el origen de los rusos, quizás antes deberíamos conocer un poco la historia de los pueblos eslavos, sus rasgos iniciales, territorios, economía y creencias −entre otras cuestiones−:

«Los eslavos [del término «slovo», que significaría «palabra, conversación», el concepto «slověne» −en castellano: «eslavo»− vendría a significar «los que hablan» o «los que se entienden al hablar»] constituyen una de las principales ramas de la familia de pueblos de habla indoeuropea. Su territorio originario se sitúa en la región pantanosa del Pripet −Rusia occidental−; posteriormente se extienden por Polonia, Rusia Blanca [actual Bielorrusia] y Ucrania. Divididos tribalmente en: eslavos orientales −o rusos; posteriormente segregados en ucranianos, rusos blancos y grandes rusos−; eslavos occidentales −polacos, pomeranios, abodritas, sorabos, checos, eslovacos−; eslavos meridionales −eslovenos, serbios, croatas, búlgaros−. La denominación común de eslavos obedece fundamentalmente a un criterio lingüístico, ya que presentan una considerable variedad de etnias. (...) Los eslavos primitivos se agrupan en clanes familiares de carácter patriarcal, unidos a su vez en federaciones, dirigidas por los más ancianos; de las federaciones surgen las tribus, dotadas de organización militar (…) y culto −basado en la veneración de los antepasados− comunes. Los jefes de cada clan van constituyendo, poco a poco, la clase aristocrática, cuyo particularismo tribal impide asociaciones superiores y, posteriormente, la transformación de estos pueblos en una gran potencia. En los grandes espacios territoriales de que disponen se dedican a la agricultura, la caza, la pesca, la ganadería y la apicultura. Las explotaciones agrícolas de los orientales incluyen numerosos clanes que practican el régimen comunitario. Existen −sobre todo en las ciudades− los oficios artesanos: carpinteros, tejedores, alfareros, curtidores, peleteros. A lo largo de las vías fluviales navegables se desarrolla un activo comercio. (...) Hay constancia del culto a los árboles y del recurso a los oráculos». (Hermann Kinder, Werner Hilgemann y Manfred Hergt; Atlas histórico mundial, 2004)

Esta etapa Lenin la describiría como sigue:

«La autoridad, el respeto, el poder de que gozaban los ancianos del clan; nos encontramos con que a veces este poder era reconocido a las mujeres (…) En ninguna parte encontramos una categoría especial de individuos diferenciados que gobiernen a los otros y que, en aras y con el fin de gobernar, dispongan sistemática y permanentemente de cierto aparato de coerción, de un aparato de violencia» (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Sobre el Estado, 1919)

A causa de su debilidad y la competencia con otros pueblos belicosos, los primeros pueblos eslavos sufrieron algunas derrotas y, finalmente, fueron divididos entre sí, esparciéndose por varios territorios:

«Tanto la penetración colonizadora de los germanos en el valle del Danubio y en los Alpes orientales −tras aniquilar el reino de los ávaros− como la migración de los húngaros −empujados, desde el este, por los pechenegos, hacia las tierras bajas, alrededor del 900−, destruyen la unidad territorial eslava: los occidentales quedan separados de los meridionales». (Hermann Kinder, Werner Hilgemann y Manfred Hergt; Atlas histórico mundial, 2004)

A nivel general, las tribus originarias de las actuales Dinamarca y Suecia controlaban, en el siglo XIII, los enclaves comerciales más importantes desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro −en la conocida ruta comercial que iba desde los territorios varegos, en Escandinavia, hasta los griegos−. Esta fue, precisamente, una gran zona de emigración para todo tipo de pueblos, por lo que no había demasiada estabilidad étnica, sino todo lo contrario. Los varegos supieron hacerse poco a poco con un hueco entre todos los pueblos por los que iban pasando, bien a través de sus negocios, bien a punta de espada. La crónica franca «Annales Bertiniani», del siglo IX, habla de los «rus», también llamados «rhos», como germanos originarios de la zona de Suecia:

«Esto nos da una información muy importante: la confirmación de que los rhos tenían su origen en Suecia, de donde procedían, y que, tras haberse instalado en el Este europeo, algunos en años posteriores se unieron al ejército bizantino, formando la conocida Guardia Varega. Es decir, nos da la confirmación contemporánea de que rhos/rus y varegos designan al mismo conjunto de personas, confirmando el elemento vikingo en la Rus de Kiev». (Pablo Barruezo Vaquero; Los vikingos y el Este europeo Altomedieval. Aproximaciones a las fuentes de estudio para la Rus, 2018)

En la obra de Daniel Salinas Córdova «Entre el comercio y la rapiña. Visiones árabes de los rus, o vikingos orientales. Siglos IX y X» (2016), se documentan muchas crónicas árabes sobre los «rus». El primer caso, sería el del emisario Ahmad Ibn Fadlan, quien visitó, en nombre del Califato abasí, ciudades como Bolghar, en la Bulgaria del Volga, y tomó contacto con todo tipo de pueblos. En su crónica, identificó a los «rus» con ritos típicamente vikingos, como incinerar al fallecido jefe en un barco junto a sus armas, animales y esclavas. Lo mismo puede decirse de sus descripciones físicas y armamento:

«He visto a los Rus, cuando llegaron de sus viajes comerciales y acamparon en Itil [ciudad al norte del Mar Caspio]. Nunca he visto especímenes físicos más perfectos, altos como las palmas datileras, rubios y colorados; no visten túnicas ni caftanes, pero los hombres visten una prenda que cubre una parte del cuerpo y deja las manos libres. Cada hombre tiene un hacha, una espada y un cuchillo, y mantiene cada uno consigo a todo momento. Las espadas son anchas, de tipo franco. Cada mujer lleva en medio de los senos una caja de hierro, cobre, plata o de oro; el valor de la caja indica la riqueza del marido. Llevan collares de oro y plata. Sus adornos más preciados son bolas de cristal verde. Ellos las ensartan como collares para sus mujeres». (Ahmad Ibn Fadlan; Crónica, siglo X)