sábado, 28 de junio de 2025

Plejánov sobre el origen y limitaciones de los realistas y naturalistas del siglo XIX

«Los primeros realistas franceses se esforzaron ya por suprimir el principal defecto de las obras románticas: el carácter irreal y artificioso de sus personajes. En las obras de Flaubert −a excepción, tal vez, de «Salambó» y de los «Cuentos»− no hay ni rastro de la irrealidad y la artificialidad de los románticos. Los primeros realistas también se sublevan contra los «burgueses», pero lo hacen a su manera. No oponen a los adocenados burgueses héroes imaginarios, sino que tratan de crear fieles imágenes artísticas de esos mismos seres adocenados. Flaubert consideraba que su deber era tratar el medio social descrito por él con la misma objetividad con que un naturalista se sitúa ante la naturaleza. «Hay que considerar a los hombres [dice] como se considera a los mastodontes o a los cocodrilos. ¿Acaso puede uno descomponerse a causa de los cuernos de aquéllos o de las mandíbulas de éstos? Hay que mostrarlos, convertirlos en espantajos, meterlos en frascos de alcohol, y nada más. Pero no lancéis condenas morales, pues ¿quién sois vosotros mismos, ranas minúsculas?». Y en la medida en que Flaubert lograba ser objetivo, los tipos presentados en sus obras adquirían la significación de «documentos», cuyo estudio es absolutamente indispensable para todo el que quiera hacer un estudio científico de los fenómenos de la psicología social. La objetividad era el lado fuerte de su método, pero aun siendo objetivo en el proceso de la creación artística, Flaubert no dejaba de ser muy subjetivo en la apreciación de los movimientos sociales de su época. Tanto él como Gautier [romántico y precursor del parnasianismo], despreciaban profundamente a los «burgueses», pero al mismo tiempo eran acérrimos enemigos de todos los que, de un modo u otro, atentasen a las relaciones sociales burguesas. Y Flaubert incluso más que Gautier. Flaubert estaba resueltamente en contra del sufragio universal, al que calificaba de «vergüenza de la inteligencia humana». «Con el sufragio universal [escribía al romántico George Sand] el número prevalece sobre la inteligencia, la instrucción, la raza e incluso el dinero, que vale más que el número». En otra carta dice que el sufragio universal es más estúpido que el derecho por la gracia de Dios. Para él «la sociedad socialista es un monstruo enorme que devorará toda acción individual, toda personalidad, todo pensamiento, que todo lo dirigirá y todo lo hará». Vemos por esto que su actitud negativa ante la democracia y el socialismo, hacía coincidir enteramente a este detractor y los «burgueses» con los más limitados ideólogos de la burguesía. Y ese mismo rasgo se observa en todos los partidarios del arte por el arte contemporáneos de Flaubert. En su ensayo sobre la vida de Edgar Poe, Baudelaire, que ya había olvidado desde hacía tiempo su revolucionario «Le salut public», dice: «En un pueblo sin aristocracia, el culto de la belleza sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer». En otro lugar afirma que sólo hay tres seres dignos de respeto: «el cura, el soldado y el poeta». Eso ya no es espíritu conservador, sino reaccionario. Tan reaccionario era también Jules Barbey d'Aurevilly. En su libro «Los poetas» (1862) se refiere a las obras poéticas de Laurent-Pichat y dice que éste podría haber sido un gran poeta: «Si hubiese tomado el partido de pisotear el ateísmo y la democracia, esos dos oprobios del pensamiento».

Desde la época en que Teófilo Gautier escribiera su prefacio a «Mademoiselle de Maupin» (1835) había corrido mucha agua. Los sansimonianos, que según él le habían aturdido los oídos con sus propósitos acerca de la perfectibilidad del género humano, proclamaban a gritos la necesidad de una reforma social. Pero, al igual que la mayoría de los socialistas utópicos, eran decididos partidarios de un desarrollo social pacífico, y por lo tanto, adversarios no menos decididos de la lucha de clases. Además, los socialistas utópicos se dirigían sobre todo a la gente acomodada. No creían en la actuación independiente del proletariado. Pero los acontecimientos de 1848 demostraron que esta actuación independiente podía llegar a ser muy amenazadora. Después de 1848 ya no se planteaba la cuestión de si las clases poseedoras querrían o no encargarse de mejorar la suerte de los desposeídos, sino de quién los poseedores o los desposeídos habría de triunfar en la lucha entablada entre unos y otros. Las relaciones entre las clases de la nueva sociedad se habían simplificado en medida extraordinaria. Ahora, todos los ideólogos de la burguesía comprendieron que de lo que se trataba era de saber si esa clase conseguiría mantener a las masas trabajadoras en el sojuzgamiento económico. La conciencia de este hecho había calado en la mente de los partidarios del arte para los poseedores. Ernest Renan, uno de los más notables entre ellos por su significación en la ciencia, exigía en su obra «La reforma intelectual y moral» (1871) un gobierno fuerte «que obligase a los buenos rústicos a realizar nuestra parte del trabajo, mientras nosotros nos entregamos a la especulación.

El modo de pensar conservador, y en parte hasta reaccionario, de los primeros realistas, no les impidió estudiar a fondo el medio circundante ni crear obras de gran valor artístico. Pero no cabe duda de que limitó considerablemente su campo visual. Al volver la espalda con hostilidad al gran movimiento emancipador de su época, excluyeron de entre los «mastodontes» y «cocodrilos» sometidos a su observación los ejemplares más interesantes y de vida interior más pletórica. Su actitud objetiva ante el medio estudiado por ellos significaba en rigor una ausencia de simpatía hacia él. Y era natural que no sintieran simpatía por lo que, dado su conservadorismo, era lo único que podían observar: las «ideas mezquinas» y las «pequeñas pasiones» engendradas en el «fango impuro» de la cotidiana existencia burguesa. Pero esa falta de simpatía por los objetos observados y representados, ocasionó muy pronto, como no podía por menos de suceder, una pérdida de interés por esa existencia. El naturalismo, fundado por ellos con sus magníficas obras, se halló al poco tiempo, según expresión [del escritor decadentista] Joris-Karl Huysmans, «en un callejón sin salida, en un túnel tapado». Todo podía llegar a ser objeto de su estudio, hasta la sífilis, como decía Huysmans. Sin embargo, el movimiento obrero contemporáneo era inaccesible para él. Ya sé, ciertamente, que Zola escribió «Germinal» (1885). Pero, dejando a un lado los aspectos débiles de esta novela, no se debe olvidar que si bien Zola empezó a inclinarse, como decía, hacia el socialismo, su llamado método experimental fue siempre muy poco apropiado para el estudio y la representación artística de los grandes movimientos sociales. Este método se hallaba ligado del modo más estrecho al punto de vista de aquel materialismo que Marx denominó materialismo naturalista, el cual no comprende que las acciones, las tendencias, los gustos y las costumbres de la mente del hombre social no pueden hallar una explicación satisfactoria en la fisiología o la patología, ya que están determinados por las relaciones sociales. Fieles a este método, los artistas podían estudiar y representar a sus «mastodontes» y «cocodrilos» como individuos, pero no como miembros de un gran todo. Y Huysmans se daba cuenta de esto cuando decía que el naturalismo se había metido en un callejón sin salida y que lo único que le quedaba por hacer era contar una vez más los amores de la tendera con el tabernero de la esquina. Este tipo de relatos sólo podrían tener interés en el caso de que pusieran de manifiesto cierto aspecto de las relaciones sociales, como ocurrió con el realismo ruso. Pero el interés social se hallaba ausente en los realistas franceses. De ahí que la descripción de «los amores de la tendera con el tabernero de la esquina» perdiese todo interés y se hiciese aburrida y hasta repelente. El propio Huysmans fue un naturalista puro en sus primeras obras, como la novela «Las hermanas Vatard» (1879). Pero se cansó de presentar «los siete pecados capitales» −son sus palabras− y renunció al naturalismo. Como dicen los alemanes, con el agua de la bañera tiró también al niño. En «A contrapelo» (1884), novela extraña, de pasajes extraordinariamente aburridos, pero cuyos defectos la hacen sumamente instructiva, Huysmans presenta, o mejor dicho inventa, en el personaje de Jean Floressas des Esseintes una especie de superhombre −un aristócrata completamente degenerado−, cuya vida debe representar, toda ella, la negación completa de la vida del «tabernero» y de la «tendera». La creación de tales tipos confirma, una vez más, el pensamiento de Leconte de Lisle de que, cuando no hay vida real, la misión de la poesía es crear la vida ideal. Pero la vida ideal de Des Esseintes era tan vacía de contenido humano, que su creación no ofrecía ni la más mínima escapatoria del callejón sin salida. Y Huysmans cayó en el misticismo, que fue la salida «ideal» para una situación de la que era imposible salir por una vía «real». En tales circunstancias era lo más lógico. Ahora bien, vean ustedes lo que resulta. 

El artista que se vuelve místico no desprecia el contenido ideológico, pero le da un carácter particular. El misticismo también es una idea, pero una idea oscura, amorfa como la niebla y en lucha mortal con la razón. El místico no sólo está dispuesto a relatar, sino incluso a demostrar. Pero lo que relata es algo «nonato», y en sus demostraciones toma como punto de partida la negación del sentido común. El ejemplo de Huysmans muestra una vez más que la obra de arte no puede prescindir del contenido ideológico. Pero cuando los artistas pierden la capacidad de ver las más importantes corrientes sociales de su época, se reduce considerablemente el valor intrínseco de las ideas expresadas por ellos en sus obras, lo que inevitablemente redunda en perjuicio de estas últimas. Este hecho tiene tanta importancia para la historia del arte y de la literatura que deberemos examinarlo desde distintos ángulos. Pero antes de ponernos a ello haremos un balance de las conclusiones a que hemos llegado después del estudio precedente. La tendencia al arte por el arte surge y se afirma cuando existe un divorcio irremediable entre las personas que se dedican al arte y el medio social que las rodea. Ese divorcio repercute favorablemente en la creación artística en la medida exacta en que ayuda a los artistas a situarse por encima del medio ambiente. Así ocurrió con Pushkin en la época de Nicolás I. Así ocurrió con los románticos, los parnasianos y los primeros realistas en Francia. Multiplicando los ejemplos se podría demostrar que siempre ha ocurrido así cuando ha existido ese divorcio. Sin embargo, al propio tiempo que se sublevaban contra la vulgaridad de las costumbres del medio social que les rodeaba, los románticos, los parnasianos y los realistas no tenían nada en contra de las relaciones sociales que constituían la base de esas costumbres vulgares. Al contrario, mientras maldecían de los «burgueses», tenían en gran aprecio al régimen burgués, primero instintivamente, y después con plena conciencia. Y cuanta más fuerza iba cobrando en la nueva Europa el movimiento de emancipación dirigido contra el régimen burgués, más consciente se iba haciendo el apego que los partidarios franceses del arte por el arte sentían hacia ese régimen. Y cuanto más consciente era ese apego, menos podían permanecer indiferentes ante el contenido ideológico de sus obras. Pero su ceguera frente a la nueva corriente dirigida a renovar toda la vida social hacía que sus concepciones fueran erróneas, limitadas y unilaterales y rebajaba la calidad de las ideas expresadas en sus obras. Todo esto tuvo como consecuencia natural aquella situación desesperada del realismo francés que provocó arrebatos decadentes y una tendencia al misticismo en escritores que en tiempos habían pasado por la escuela realista −naturalista−». (Gueorgui Plejánov; El arte y la vida social, 1912)

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