martes, 24 de junio de 2025

La revuelta de los privilegiados; Karl Kautsky, 1889

«La lucha entre los parlamentos, defensores de la nobleza burocrática, y la administración fuertemente centralizada del estado despótico, se ampliaba algunas veces desde un simple compló de la corte, del que el pueblo no sospechaba nada, a una lucha de todos los privilegiados, a un movimiento de revuelta que levantaba hasta a las masas populares.

El capítulo más importante de esos levantamientos fue La Fronde, del que ya hemos hablado en el capítulo precedente. Estalló en la primera mitad del siglo XVII, cuando la nobleza todavía tenía fuerza y orgullo. Un levantamiento análogo se produjo en el último cuarto del siglo XVIII; pero si en 1648 La Fronde tuvo como resultado un mayor afianzamiento del poder real, en 1787 la revuelta de los privilegiados llevó a la victoria del Tercer Estado y puso en marcha la gran revolución.

En el segundo capítulo ya hemos visto la actitud dubitativa de Luis XVI.

«La doble alma» de la monarquía absoluta en el siglo XVIII encontró en ese príncipe su más tópica encarnación, y sus dos ministros, Turgot y Calonne, tradujeron de la forma más notable la «duplicidad». El primero, tan gran pensador como gran carácter, trató en su ministerio de poner el estado al servicio del progreso económico, apartando los obstáculos que le ponían trabas, y realizar aquello que los teóricos habían reconocido como absolutamente necesario para la conservación del estado y de la sociedad. Quiso que la administración dejase de ser, en manos de la nobleza de la corte, un instrumento de explotación de las finanzas públicas. Suprimió las corveas, las aduanas interiores, las corporaciones, y liberó a la industria de la opresión de los reglamentos. Quería hacer pagar impuestos a la nobleza y el clero como lo hacía el Tercer Estado, someter los gastos públicos al control de los Estado Generales. Se trataba de insoportables injerencias en los «derechos sagrados». Conducido por la reina, el ejército de los privilegiados se levantó contra el ministro reformador, y Turgot sucumbió a la tempestad (1776).

Tras una serie de experiencias, de ensayos, el rey llamó a Calonne al ministerio (1783). Era un hombre a imagen de la reina; superficial pero charlatán retorcido y sin escrúpulos, tenía por regla sacrificar los ingresos actuales y también los futuros del estado en aras de la nobleza de la corte, de saquear no solamente las finanzas actuales sino, además, el crédito público. Un empréstito sucedía a otro; durante los tres años que fue ministro, tomó prestado del tesoro público 650 millones de libras −ver el informe de Louis Blanc, I, 233−, suma enorme para aquellos tiempos. Y la corte, el rey, la reina y sus favoritos se tragaban casi todo. «Cuando vi que todo el mundo alargaba la mano, yo alargué mi sombrero», dice un príncipe que narra la borrachera de entonces. La corte nadaba en medio de delicias y no se alzaba ninguna voz advirtiendo y mostrando a dónde debía llevar tal locura. El mismo Luis XVI rendía testimonio de toda la satisfacción que sentía por tener tal ministro de finanzas, que pagaba sus deudas, que se elevaban a 230.000 libras. Todo el mundo en la corte admiraba con qué facilidad y prontitud el «gran hombre» había logrado resolver la cuestión social.

La extravagante conducta de la corte precipitó naturalmente la caída de todo el régimen. Tras tres años de insensata gestión, Calonne había quemado ya todas sus soluciones; el déficit anual había ascendido a 140 millones de libras y el mismo Calonne se vio forzado a confesar que ningún empréstito podía ya conjurar la inminente bancarrota y que sólo había un medio para evitarlo: aumentar los ingresos y bajar los gastos. Pero ello sólo era posible tocando a los privilegiados: del pueblo ya no se podía sacar nada más.

Cuando Calonne comunicó esta noticia a los notables que había reunido (febrero de 1787), desde las filas de los privilegiados ascendió un rugido de furor: no para condenar la falta de escrúpulos con los que Calonne había gestionado hasta entonces las finanzas públicas, sino para protestar contra el final que quería ponerle a su administración escandalosa. Calonne cayó, pero sus sucesores debieron seguir la política de aumento de impuestos a los privilegiados: éstos acabaron teniendo la convicción de que la realeza ya no podía asegurarles como en otros tiempos la explotación de Francia, y se alzaron contra la misma realeza. La cosa es increíble, pero, sin embargo, cierta: nobleza, clero, parlamentos, todos los privilegiados, cuya situación era ya tan comprometida y que no tenían otro apoyo más que la realeza, se unieron para derrocarla. Tanto puede cegar la avaricia ante la inminencia de su caída a una clase que se sobrevive a sí misma: ¡ella misma es la primera en precipitar su caída!

Los privilegiados no tenían ni idea de los profundos cambios que se habían realizado en la sociedad, creían que no había cambiado nada desde los tiempos en que podían desafiar a los reyes y al Tercer Estado, y reclamaron virulentamente una nueva convocatoria de los Estados, siguiendo el modelo de las de 1614. Sin tener más sostén que el poder real, ahora querían defender sus privilegios con sus propias fuerzas. Y en el mismo momento en el que deberían unirse lo más estrechamente posible con la realeza, y en el que su posición estaba amenazada más seriamente, ¡desde su seno se alzó una rebelión por el reparto del botín!

Cegados por el furor, los privilegiados se colocaron en un terreno revolucionario. Los parlamentos de mayo de 1788 fueron a la huelga general, el clero rechazó cualquier contribución a las finanzas públicas hasta que los estados fueran convocados; la nobleza se levantó en armas en las provincias, y se produjeron graves disturbios en el Delfinado, Bretaña, Provenza, Flandes y el Languedoc.

El Tercer Estado participaba cada vez más en ese movimiento y también reclamaba la convocatoria de los Estados Generales. La realeza ya había demostrado que no podía seguir siendo un simple campo de explotación, devenía enemigo, y romper su poderío absoluto era el deber de los privilegiados. Despreciaban demasiado al Tercer Estado como para temerlo. ¿Se podía temer a los campesinos estúpidos, zapateros, sastres y a un puñado de abogados?

Ante el levantamiento unánime de todos los órdenes, la realeza cedió. Tuvo que consentir en convocar a los Estados Generales, que se abrieron el 5 de mayo de 1789, fecha en la que se ha convenido en que comenzó la revolución. Pero es notable que el levantamiento contra el absolutismo real ya había comenzado antes de esa fecha, y que fueron los privilegiados los que dieron la señal y provocaron así la revolución; fueron los primeros en reclamar la convocatoria de esa famosa Asamblea que tenía que consumar su ruina.

Los hermanos enemigos, nobleza y realeza, rehicieron pronto la concentración, los privilegiados cerraron filas alrededor del rey desde el momento en que vieron las disposiciones hostiles del pueblo y del Tercer Estado, pero era ya demasiado tarde». (Karl KautskyLa lucha de clases en Francia en 1789. Los antagonismos de clase en la época de la Revolución Francesa, 1889)

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