«El Tercer Estado estaba también tan dividido como los dos primeros órdenes. Hoy en día está de moda considerar a la clase capitalista como el Tercer Estado y oponerle al proletariado como Cuarto Estado. Ahora bien, para empezar, el proletariado es una clase y no un orden; es un grupo social, separado de los otros grupos por una situación económica particular, y no por instituciones jurídicas especiales. Después, es inadmisible hablar de un cuarto estado porque el proletariado ya existía en el seno del Tercer Estado, el cual incluía a todos aquellos que no entraban en los dos primeros órdenes, desde los capitalistas hasta los artesanos, campesinos y proletariado. Puede uno figurarse fácilmente qué masa heterogénea formaba el Tercer Estado; en su seno encontramos los antagonismos más agudos, se proponen los fines más diversos, se preconizan los medios de combate más diferentes. No era cuestión, entonces, de una lucha de clases única.
La misma clase de los capitalistas, que hoy en día se designa bajo el nombre de Tercer Estado, no constituía una clase homogénea.
A su cabeza estaba la alta finanza. Siendo como era el mayor acreedor del estado, tenía todos los motivos para empujar hacia las reformas, que habrían preservado al estado de una bancarrota, elevado sus ingresos y disminuido sus cargas. Pero esas reformas debían hacerse según el principio muy conocido de «lávame la cabeza pero sin mojarla». De hecho, esos señores de las finanzas tenían muchos motivos para oponerse a las reformas financieras o sociales realmente profundas.
La mayor parte de ellos poseía grandes dominios feudales, títulos de nobleza, y no querían renunciar voluntariamente a los privilegios e ingresos que iban aparejados. Pero, además, en la conservación de los privilegios de la nobleza tenían ese interés benevolente del acreedor que no quiere ver quebrar a su deudor. No solamente eran los acreedores del rey sino, también, de la nobleza endeudada. Los economistas podían muy bien demostrar que los ingresos de la tierra tenían que aumentar si ésta era explotada según los principios capitalistas en lugar de serlo siguiendo los métodos semifeudales. Pero pasar al modo de explotación capitalista en la economía rural exigía cierto capital: había que cubrir los gastos de establecimiento, adquisición del ganado, de los útiles, etc. Ese capital lo poseían muy pocos nobles. La abolición de los derechos feudales amenazaba con arruinarlos. Sus acreedores no tenían ningún motivo para trabajar a favor de esa ruina. Además, socialmente, como ya hemos visto, nobleza y finanzas estaban cada vez más estrechamente unidas. Toda reforma financiera tenía que llevar a la sustitución de los recaudadores de impuestos por la administración del estado. Se habían arrendado todos los ingresos públicos más importantes, la gabela, las ayudas, las aduanas, el monopolio del tabaco. Los recaudadores le pagaban cada año al estado −en los últimos años anteriores a la revolución− 166 millones de libras, pero le sacaban al pueblo puede que el doble de esa suma. La administración de los impuestos era uno de los métodos más productivos de explotación pública: ¡cómo iban a renunciar de buen grado esos señores de las altas finanzas! Habrían sido los últimos en levantarse contra ella.
Por añadidura, no tenían ningún interés en acabar con el déficit y la deuda del estado. De las inscripciones de deuda pública se guardaban sólo una parte. Sabían cómo volver a pasar el mayor número de ellas, con un alto interés, al «público», a los capitalistas pequeños y medianos, especialmente a los rentistas. Si se hacía un nuevo empréstito, la alta finanza sabía así hacer recaer en las espaldas de los otros el riego. Pero era enorme el beneficio que sacaba de la conclusión de un empréstito, ya directamente, ya indirectamente, mediante la explotación del estado o del público. Cada nuevo empréstito le reportaba grandes beneficios a la gente las finanzas. Nada le hubiera sido más desagradable que un presupuesto sin déficit que hubiese hecho inútil la conclusión de nuevos empréstitos.
Por consiguiente, ¡qué sorprendente que las simpatías de la alta finanza, como clase, estuviesen del lado del Antiguo Régimen, de los privilegiados! Reclamaba reformas, ¡pero quién no las reclamaba en vísperas de la revolución! La aristocracia más terca estaba convencida de que había reformas necesarias, que la situación era intolerable; el descontento era general; pero cada clase quería «reformas» que, lejos de exigirle sacrificios, le asegurase ventajas.
La alta finanza, aunque sin ser consciente de ello, no era el menor poderoso fermento político: fue ella la que transformó a los burgueses más apacibles en políticos, en soñadores de libertad. A través de ella, los acreedores de la deuda pública penetraban cada vez más en el pueblo; los empréstitos se sucedían rápidamente unos a otros, ella era el canal por el que los pequeños y medianos capitales se concentraban y acumulaban en la corte, para desaparecer en los amplios bolsillos de los cortesanos, sin acabar de llenarlos, sin embargo, pues estaban rotos. Así, los pequeños y medianos capitalistas devenían cada vez más los acreedores del estado. Esta suerte de burguesía por lo general es muy inofensiva para un gobierno. El filisteo considera a la política un arte poco lucrativo, que no reporta nada y cuesta caro en tiempo y dinero. Rinde homenaje al principio según el cual cada uno debe ocuparse de sus asuntos y dejarle al rey el cuidado de los asuntos públicos. En un estado absoluto, con un espionaje político perfeccionado como en la antigua Francia, en la que la participación de los burgueses en la política estaba considerada, por añadidura, como una especie de crimen, la aversión del filisteo a todo aquello que sobrepase el horizonte de sus cuatro muros era incluso más grande.
Pero las cosas cambian de aspecto cuando él deviene acreedor del estado y comienza a entrever la posibilidad de una bancarrota. La política deja de ser un arte ingrato, deviene un asunto importante. El pequeño y el mediano burgués concibió, de golpe, un sorprendente interés hacia todas las cuestiones de la administración pública, y como no era difícil de ver que los privilegios de los dos primeros órdenes constituían la principal carga de las finanzas del estado, puesto que, por una parte, los privilegiados se llevaban la parte del león en los ingresos públicos sin, por otra parte, contribuir a ellos en gran cosa, se convirtió de golpe en un enérgico opositor que ya no quería saber nada con los privilegios y suspiraba por la libertad y la igualdad.
Pero no solamente como acreedor del estado, sino también como comerciante o industrial, tuvo que enfrentarse a los privilegiados.
Las plazas más elevadas del ejército y la flota estaban reservadas a la nobleza, y como ésta degeneraba claramente, moral y físicamente, los ejércitos franceses eran cada vez más impotentes. En todo el curso del siglo XVIII no hubo ninguna guerra que no terminase para Francia con las condiciones comerciales más desfavorables y la pérdida de colonias preciosas. Así, la Paz de Utrecht (1715), el Tratado de Aix la-Chapelle (1748), el de París (1763), el de Versalles (1783). Ahora bien, una política exterior afortunada era una de las condiciones más importantes para el éxito en un comercio exterior.
En el interior, las viejas barreras feudales obstaculizaban el comercio. Las provincias formaban estados independientes que, a menudo, tenían un derecho particular, una administración especial y adunas que las separaban a unas de otras. Añádase a eso los derechos señoriales, derechos de límites municipales, de peaje, de bebidas, derechos que hacían difíciles los intercambios en el interior del reino. Los productos provenientes de Japón o China llegaban con sus precios de origen aumentados en nada más que tres o cuatro veces a causa del transporte por vastos y tormentosos mares en los que pululaban los piratas. El vino que se transportaba del Orleanesado a Normandía llegaba con su precio aumentado al menos en veinte veces a causa de los numerosos derechos que la mercancía debía soportar por el camino. El comercio del vino, una de las ramas más importantes del comercio francés, estaba particularmente cargado y gravado de derechos. Así, por ejemplo, los propietarios de viñedos del distrito de Burdeos tenían el derecho, en el mercado de esa ciudad, para prohibir la venta del vino que no hubiese sido recolectado en sus viñedos. Así, a los propietarios de los ricos viñedos del Languedoc, del Perigord, del Agenois y del Quercy, país cuyos ríos, sin embargo, iban a discurrir bajo los muros de Burdeos, les estaba prohibida la venta de sus productos.
Junto a todo esto, las comunicaciones eran miserables. No había dinero para mantener las rutas y no se acometían los trabajos para los que no bastaban las corveas de los campesinos.
Si el comercio quería coger un pujante impulso era preciso, pues, suprimir los privilegios de la nobleza, reformar el ejército y la flota, romper el particularismo de las provincias, abolir las aduanas, los derechos de la corona y de los señores en el interior del reino, en una palabra: los intereses del comercio reclamaban la «libertad y la igualdad».
Sin embargo, los comerciantes no estaban en absoluto a favor de las reformas.
Uno de los métodos favoritos de la realeza antes de la revolución para generar ingresos consistía en monopolizar una rama de la industria o del comercio y venderle el monopolio a un pequeño número de privilegiados o compartir con ellos el producto de la explotación monopolizada del público.
Entre los más lucrativos se encontraban los monopolios de las grandes compañías para el comercio de ultramar. Pero, junto a éstos, habían además otros monopolios de comercio más seguros, sociedades organizadas, en parte cooperativamente, en determinadas ciudades. Así, por ejemplo, en París la corporación de los comerciantes de vino formaba una sociedad cerrada, que sobrevivió, incluso, a las reformas de Turgot.
Nadie se sorprenderá si esos privilegiados, aunque pertenecientes al Tercer Estado, se mantuviesen firmemente unidos al régimen de los privilegios.
El mismo particularismo de las provincias no molestaba a todos los capitalistas. Los obstáculos puestos al comercio del trigo entre las diferentes provincias, en particular la prohibición de exportar trigo de una provincia a otra sin un permiso especial −que no era fácil de obtener−, impedían los intercambios entre las regiones en las que la cosecha había sido buena y aquellas en las que el trigo había crecido mal, y favorecían potentemente la especulación con los granos, que a menudo adquirió proporciones colosales y fue uno de los más eficaces medios para explotar el pueblo. Igual que hoy en día los derechos protectores favorecen la formación de cárteles, igualmente entonces las barreras que el comercio del trigo encontraba en el interior del país facilitaban la formación de sociedades de acaparamiento, de «pactos de hambre». A la cabeza de esos pactos estaba algunas veces el rey, que especulaba con los granos, una de sus mejores fuentes de ingresos6. Bajo estas condiciones, está claro que su muy cristiana Majestad, menos aún que sus compañeros, judíos circuncisos o sin circuncidar, no quería oír hablar de la libertad del comercio de grano.
También la industria, como el comercio, estaba obstaculizada por el Antiguo Régimen. No es que el Antiguo Régimen la hubiese querido oprimir: le rendía testimonio de la mayor atención. Una industria capitalista floreciente era considerada como una de las fuentes de riqueza más grande del estado y que se debía, como tal, animar por todos los medios. Y como las corporaciones planteaban a la industria capitalista, cuya competencia les molestaba, mil y un pleitos y obstáculos, los reyes la acogieron bajo su alta protección particular. A decir verdad, suprimir las corporaciones y descartar radicalmente este impedimento, ni se les venía a la cabeza: con ello hubiesen perdido una importante fuente de ingresos, como tendremos ocasión de ver. Pero concedían a las manufacturas franquicias que las liberaban de barreras corporativas y derechos feudales. Una manufactura que hubiese obtenido tal privilegio se llamaba «manufactura real». La realeza fue más lejos aún. Para darle el máximo de perfección a la producción manufacturera, se puso al corriente a los emprendedores de los mejores métodos de trabajo y se sometió su introducción a reglamentos particulares.
Para la manufactura todavía en pañales, esos reglamentos podían ser una ventaja; pero fue muy distinto cuando la industria capitalista, en la segunda mitad del siglo XVIII, comenzó a desarrollarse rápidamente. Si bien el privilegio real protegía contra los pleitos y procesos de las corporaciones, constituía, por el contrario, una cadena muy pesada que impedía muchas veces un nuevo establecimiento. Los reglamentos se convirtieron en absolutamente intolerables. De medio para generalizar las mejoras en los métodos de trabajo se habían transformado en medios para mantener artificialmente los más malos. A partir de 1760 comenzó revolución técnica que sustituiría a la manufactura por la fábrica y crearía la gran industria moderna. En la manufactura, los métodos de trabajo y la técnica ya se habían transformado lentamente. Ahora una invención se adelantaba a otra y se vulgarizaba deprisa en Inglaterra. Si Francia quería luchar contra el comercio inglés tenía que ponerse al paso, lo más rápidamente posible, del progreso económico. Apartar las barreras corporativas y los reglamentos burocráticos no fue muy pronto solamente una cuestión de beneficio, sino una cuestión de vida o muerte para la industria capitalista. Pero, en 1776, Turgot intentó en vano una y otra reforma. Los privilegiados sabían que la reforma no se detendría ahí. Echaron abajo a Turgot y destruyeron su obra. La revolución era necesaria para abatir las barreras que encontraba la gran industria.
Sin embargo, una parte bastante importante de los industriales capitalistas tenía interés en la conservación del régimen de los privilegios. La industria capitalista, igual que el comercio en sus inicios, se limitaba sobre todo a las necesidades del lujo: en parte porque el mercado interno no existía entonces y el campesino se fabricaba todavía él mismo los productos industriales que necesitaba y, en parte también, porque era una industria de la corte, objeto de la atención real. Las manufacturas más importantes de Francia servían para la fabricación de telas de seda, terciopelo, encajes, tapices, porcelana, pólvora, papel −hace cien años todavía era un artículo de lujo− y otras cosas análogas. Esas empresas tenían su mejor clientela en la nobleza de la corte, entre los privilegiados. Podar en los privilegios era sacudir la existencia de un buen número de capitalistas industriales. Así, la revolución no encontró en absoluto en ellos una acogida universalmente simpática.
Es significativo que cuando la contrarrevolución de 1793 tomó las armas al lado de la Vendée, la provincia más atrasada de Francia en la que la economía feudal todavía florecía, se encontrase también Lyon, la ciudad más industrial del reino, tan renombrada por su industria de seda y sus bordados en oro. En 1790 los curas y nobles de Lyon hicieron un intento de levantamiento, Lyon fue durante mucho tiempo hogar del legitimismo y del catolicismo. Y en 1795, cuando se quebró la dictadura de los jacobinos, la burguesía de París no ocultó sus simpatías realistas, antirrepublicanas. Si hubiese dependido sólo de ella, la restauración de la monarquía legítima y el retorno de los aristócratas emigrados ya hubiese sido un hecho». (Karl Kautsky; La lucha de clases en Francia en 1789. Los antagonismos de clase en la época de la Revolución Francesa, 1889)
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