martes, 14 de febrero de 2023

¿Era Perón un representante del fascismo a la argentina?; Equipo de Bitácora (M-L), 2021


«El justicialismo y el falangismo son la misma cosa separados solo por el espacio por eso me halagan sus palabras de falangista que, para nosotros, suenan a camaradería». (Juan Domingo Perón; Carta a Rafael García Serrano, 21 de diciembre de 1963)

¿Era Perón fascista? Bueno, para empezar a desglosar la pregunta del millón habría que responder antes a lo siguiente: ¿qué podemos considerar fascismo? Para ello, el lector debe remitirse a otro artículo donde nos explayamos sobre el tema. Véase el capítulo: «Aclaraciones sobre el fascismo desde un auténtico punto de vista marxista-leninista» (2017).

En cualquier caso, Perón, en una autobiografía, no tendría ningún problema en mostrar su admiración por las figuras y obras fascistas:

«No me hubiera perdonado nunca al llegar a viejo, el haber estado en Italia y no haber conocido a un hombre tan grande como Mussolini. Me hizo la impresión de un coloso cuando me recibió en el Palacio Venecia. No puede decirse que fuera yo un bisoño y que sintiera timidez ante los grandes hombres. Ya había conocido a muchos. Además, mi italiano era tan perfecto como mi castellano. Entré directamente en su despacho donde estaba él escribiendo; levantó la vista hacia mí con atención y vino a saludarme. Yo le dije que, conocedor de su gigantesca obra, no me hubiera ido contento a mi país sin haber estrechado su mano. (…) Hasta la ascensión de Mussolini al poder, la nación iba por un lado y el trabajador por otro. (…). Yo ya conocía la doctrina del nacionalsocialismo. Había leído muchos libros acerca de Hitler. Había leído no solo en castellano, sino en italiano Mein Kampf». (Torcuato Luca de Tena, Juan Domingo Perón, Luis Calvo, Estebán Peicovich; Yo, Juan Domingo Perón: relato autobiográfico, 1976)

Como ya dijimos, Ibarguren, el ideólogo del golpe de Estado de Uriburu, otro admirador confeso de Mussolini y Hitler, se adhirió tiempo después al peronismo como propagandista. Véase la obra de Carlos Ibarguren: «El sistema económico de la revolución» (1946). De las variadas dictaduras militares que asolaron Argentina en el siglo XX, ninguna se acercaba remotamente a la «pureza» de los esquemas de los movimientos fascistas de Europa, pero si hubo un movimiento cercano a la idiosincrasia fascista este fue, sin duda, el peronismo. La admiración de Perón hacia el fascismo no solo fue manifiesta ni quedó en una simple simpatía, sino que su doctrina cumplía con varios de los rasgos fundamentales del fascismo tanto en lo relativo al papel de los sindicatos, su forma de concebir el pensamiento religioso, la relación entre masas y líder como su admiración por la violencia irracional, su hondo anticomunismo, su orgulloso chovinismo nacional, etcétera. Véase el capítulo: «Los reaccionarios orígenes del peronismo» (2021).

Los peronistas de «izquierda» y otros «marxistas» han tratado de salvar a su ídolo argumentando que Perón no podía ser fascista o amigo de estos, ¿por qué? Según ellos, porque era imposible que en Argentina hubiera fascismo, ya que esta denominación no correspondía al nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del país sudamericano. Sin embargo, estos «grandes teóricos sobre el fascismo» deberían revisar la propia historia del siglo XX, ya que no era necesario que un país alcanzara una cuota máxima de concentración económica, de monopolismo, para que una figura política fuese fascista y tomase el poder. Estos esquemáticos y amantes de la teoría menchevique de las fuerzas productivas deberían observar los gobiernos fascistas o semifascistas que se establecieron en España o en cualquiera de los países de Europa del Este, como Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial, los cuales no solo dependían en parte del capital extranjero, sino que incluso tenían rasgos semifeudales. Por lo demás, también harían bien en saber que Argentina no era precisamente un país atrasado, sino uno de los países con mayor auge económico a principios del siglo XX. Esto corrobora que los conocimientos históricos y económicos de estos analistas son escasos cuando no directamente nulos.

Otros aluden a que el peronismo no podía representar las aspiraciones del fascismo en Argentina porque, por un lado, algunos sectores tradicionales no fascistas se unieron a él, mientras otros se oponían directamente al fascismo, haciendo al peronismo un movimiento heterogéneo e incluso antifascista. Además, argumentan que el justicialismo o peronismo no se reconocía de forma abierta como un movimiento fascista. Sin embargo, olvidan que precisamente la mayoría de movimientos fascistas de la época también absorbieron a figuras y escisiones de todo tipo: antiguos monárquicos, católicos, socialistas, radicales, liberales o comunistas, del mismo modo que pasaron de la admiración al progresivo distanciamiento del «fascio» italiano, no queriendo aparecer ante sus huestes como una mera copia de un referente que, si bien admiraban, no dejaba de ser un modelo extranjero. Ergo, dar este tipo de explicaciones es ignorar cómo se ha configurado el fascismo y cómo se ha desarrollado para acceder –o mantenerse– en el poder:

«En Italia en 1922, como en Alemania diez años más tarde, es la convergencia entre el fascismo y las élites tradicionales, de orientación liberal y conservadora, lo que está en el origen de la revolución legal que permite la llegada al poder de Mussolini y Hitler. (...) Los fascismos instauraron, por tanto, regímenes nuevos, destruyendo el Estado de Derecho, el parlamentarismo y la democracia liberal, pero, a excepción de la España franquista, tomaron el poder por vías legales y nunca alteraron la estructura económica de la sociedad. (...) A diferencia de las revoluciones comunistas que modificaron radicalmente las formas de propiedad, los fascismos siempre integraron en su sistema de poder a las antiguas élites económicas, administrativas y militares. Dicho de otra manera, el nacimiento de los regímenes fascistas implica siempre un cierto grado de «ósmosis» entre fascismo, autoritarismo y conservadurismo. Ningún movimiento fascista llegó al poder sin el apoyo, aunque sólo fuese tardío y resignado, por falta de soluciones alternativas, de las elites tradicionales. (…) Mussolini acepta primero erigir su régimen a la sombra de la monarquía de Víctor Manuel III y decide seguidamente lograr un compromiso con la Iglesia católica. (...) Todo el nacionalismo y la extrema derecha franceses, desde el conservadurismo maurrasiano hasta el fascismo, convergen, gracias a un rechazo compartido del parlamentarismo, en el régimen de Vichy, caracterizándolo como una mezcla de conservadurismo y de fascismo. Representativo desde este punto de vista es el caso español, ignorado por nuestros tres historiadores. En España, dos ejes coexisten en el seno del franquismo: por un lado, el nacionalcatolicismo, la ideología conservadora de las élites tradicionales, desde la gran propiedad territorial hasta la Iglesia; por otro, un nacionalismo de orientación explícitamente fascista –secular, modernista, imperialista, «revolucionario» y totalitario– encarnado por Falange. (…) Si se piensa en la coexistencia de Mussolini y del liberal conservador Giovanni Gentile en el fascismo italiano, de Joseph Goebbels y Carl Schmitt en el nazismo o de los carlistas y falangistas en el primer franquismo. Cuando se habla de revolución fascista, se deberían siempre poner grandes comillas, si no corremos el riesgo de ser deslumbrados por el lenguaje y la estética del propio fascismo, incapacitándonos para guardar la necesaria distancia crítica. (…) Conflictos entre autoritarismo conservador y fascismo se produjeron evidentemente en el curso de los años treinta y cuarenta, como lo prueban la caída de Dollfus en Austria, en 1934, la eliminación de la Guardia de Hierro rumana por el general Antonescu, en 1941, o la crisis entre el régimen nazi y una gran parte de la elite militar prusiana revelada por el atentado contra Hitler, en 1944. (…) Una «catolización» de Falange y de una «desfascistización» del franquismo. (…) Estos conflictos no eclipsan los momentos de coincidencia recordados más arriba». (Enzo Traverso; Interpretar el fascismo. Notas sobre George L. Mosse, Zeev Sternhell y Emilio Gentile, 2005)

Leyendo estas líneas, uno puede darse cuenta de la ignorancia que ha predominado entre los presuntos marxistas a la hora de analizar el fascismo y su evolución en sus diferentes expresiones. En realidad, el fascismo siempre se ha valido de los partidos tradicionales en crisis para absorberlos o crear alianzas con ellos y manejarlos a su antojo. Podríamos hablar, incluso, de cómo Mussolini recuperó ideas de corrientes alejadas a la política tradicional, como el «sindicalismo revolucionario» de Georges Sorel, algo que se asemeja a la predominancia del discurso central nacional-sindical de los falangistas españoles, herencia de la cual siempre estuvo tan agradecido Ramiro Ledesma. En otras ocasiones, ya con un movimiento político fascista formado y más compacto, incluso en el poder, las corrientes políticas consideradas por la politología y la historiografía como «tradicionales» −por haber participado en la política del país e incluso haber gobernado− se sumaron a este y, con el tiempo, aprovecharían el momento oportuno para acabar imponiéndose a la facción más «puramente fascista» del régimen sin que el gobierno cambiase demasiado su esencia, como ocurrió con el franquismo.

En España, incluso tras la derrota del bloque del Eje y los intentos del franquismo de cara al exterior de llevar a cabo una «renovación democrática» con proyectos como el Fuero de los Españoles de 1945, lo cierto es que más allá de los intentos de lavar la cara al régimen, el fascismo español, es decir, el llamado «nacionalsindicalismo» de José Antonio Primo de Rivera, continuó siendo la ideología fundamental adoptada por el régimen desde 1939 hasta 1975. Quien no nos crea puede comparar la famosa Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958, la cual era básicamente una adaptación de los 9 puntos de Falange Española creados en 1933. Generalmente, quienes evitan exponer esto suelen ser personajes filofranquistas que intentan embellecer a Franco separándolo de las similitudes con las teorizaciones y prácticas de Primo de Rivera, Hitler o Mussolini para intentar no crear antipatías hacia él. De ahí que se haya definido el franquismo de mil maneras menos como es: un fascismo a la española. Véase la obra: «El fascismo español, ¿una «tercera vía» entre capitalismo y comunismo?» (2014).

El problema es que algunos no entienden que el fascismo puede tomar diversas formas y caminos para abrirse paso y que, como es normal, en su seno se dirime una lucha interna de tendencias y personalidades que van dando un toque tradicional o particular a la fisonomía oficial de ese movimiento:

«El desarrollo del fascismo y la propia dictadura fascista revisten en los distintos países formas diferentes, según las condiciones históricas, sociales y económicas, las particularidades nacionales y la posición internacional de cada país. En unos países, principalmente allí, donde el fascismo no cuenta con una amplia base de masas y donde la lucha entre los distintos grupos en el campo de la propia burguesía fascista es bastante dura, el fascismo no se decide inmediatamente a acabar con el parlamento y permite a los demás partidos burgueses, así como a la socialdemocracia, cierta legalidad. En otros países, donde la burguesía dominante teme el próximo estallido de la revolución, el fascismo establece el monopolio político ilimitado, bien de golpe y porrazo, bien intensificando cada vez más el terror y el ajuste de cuentas con todos los partidos y agrupaciones rivales, lo cual no excluye que el fascismo, en el momento en que se agudice de un modo especial su situación, intente extender su base para combinar sin alterar su carácter de clase la dictadura terrorista abierta con una burda falsificación del parlamentarismo.

La subida del fascismo al poder no es un simple cambio de un gobierno burgués por otro, sino la sustitución de una forma estatal de la dominación de clase de la burguesía –la democracia burguesa– por otra, por la dictadura terrorista abierta. Pasar por alto esta diferencia sería un error grave, que impediría al proletariado revolucionario movilizar a las más amplias capas de los trabajadores de la ciudad y del campo para luchar contra la amenaza de la toma del poder por los fascistas, así como aprovechar las contradicciones existentes en el campo de la propia burguesía. Sin embargo, no menos grave y peligroso es el error de no apreciar suficientemente el significado que tienen para la instauración de la dictadura fascista las medidas reaccionarias de la burguesía que se intensifican actualmente en los países de democracia burguesa, medidas que reprimen las libertades democráticas de los trabajadores, restringen y falsean los derechos del parlamento y agravan las medidas de represión contra el movimiento revolucionario.

Camaradas, no hay que representar la subida del fascismo al poder de una forma tan simplista y llana, como si un comité cualquiera del capital financiero tomase el acuerdo de implantar en tal o cual día la dictadura fascista. En realidad, el fascismo llega generalmente al poder en lucha, a veces enconada, con los viejos partidos burgueses o con determinada parte de éstos, en lucha incluso en el seno del propio campo fascista, que muchas veces conduce a choques armados, como hemos visto en Alemania, Austria y otros países. Todo esto, sin embargo, no disminuye la significación del hecho de que, antes de la instauración de la dictadura fascista, los gobiernos burgueses pasen habitualmente por una serie de etapas preparatorias y realicen una serie de medidas reaccionarias, que facilitan directamente el acceso del fascismo al poder. Todo el que no luche en estas etapas preparatorias contra las medidas reaccionarias de la burguesía y contra el creciente fascismo, no está en condiciones de impedir la victoria del fascismo, sino que, por el contrario, la facilitará». (Georgi Dimitrov; La clase obrera contra el fascismo; Informe en el VIIº Congreso de la Internacional Comunista, 2 de agosto de 1935)

En el caso argentino, Juan Domingo Perón empieza a ser una figura política de renombre a partir de 1943, pero fue en 1945 cuando comenzó a configurar su propio ideario reconocible y finalmente en 1946 cuando, para júbilo de unos y horror de otros, lanzó su candidatura presidencial. Es decir, el peronismo se va fraguando justo en una época en que los movimientos fascistas, a excepción de España, están siendo derrotados en todo el mundo por las armas:

«Franco, obligado por la nueva coyuntura de la segunda posguerra, intentó mostrar una «cara amable» hacia Occidente, que a fin de cuentas sería su aliado en la Guerra Fría. No es casual que el peronismo –nacido en 1945– tuviera en el acatamiento a la formalidad democrática una de sus bases institucionales». (Carolina Cerrano; El filo-peronismo falangista 1955-1956, 2013)

De todos modos, el peronismo tampoco podía escapar totalmente a sus tradicionales, influencias e inspiraciones. En cualquier caso, si nos ubicamos en una época en donde, como acabamos de comprobar, hasta el franquismo quiso alejarse de su imagen más radical y tratar de pasar por alto la ayuda recibida de Hitler y Mussolini, era prácticamente imposible que el peronismo no buscase disimular también los vínculos fundacionales y las simpatías que había manifestado hacia el fascismo europeo. Tampoco será extraño que, en otros contextos políticos, con una política exterior más favorable y estable, Perón vuelva a mostrar sus simpatías con el falangismo y otros movimientos de esta índole.

En cualquier caso, veamos qué pensaban los falangistas españoles de los años 40 sobre el fenómeno del peronismo argentino:

«La identificación y simpatía falangista con el peronismo se remontaba a los años de la campaña electoral de 1945-1946 y se mantuvo constante hasta el retorno definitivo del viejo líder en 1973. (...) Los falangistas vieron al conductor del país austral como un hombre providencial, un genial astro político, un rayo de luz en un mundo en tinieblas, el predicador de la «buena nueva de una mejor justicia», el «profeta joven de una historia recobrada», el «símbolo de la Argentina moderna, romántica, tradicional y laboriosa» y «el símbolo de la revolución –como empresa de redención social– de la Patria y de la Justicia». (Federico De Urrutia: Perón, Madrid, Nos, 1946). (...) La obra de Perón era equiparada al gran programa de la Falange, que había consistido en «nacionalizar la izquierda española y calmar la tremenda sed de justicia social que tenían los hombres del trabajo». (Emilio Romero: Argentina entre la espada y la pared, Madrid, s.e., 1963) (...) Compartían los mismos enemigos, los que daban la espalda a la dignidad de la nación, liberales, socialistas y comunistas, adversarios englobados en la categoría de la antipatria. Indudablemente, los tres lemas que auspiciaría el peronismo –la independencia económica, la soberanía política y la justicia social– gozaron del respaldo de los amigos falangistas». (Carolina Cerrano; El filo-peronismo falangista 1955-1956, 2013)

Sin rechazar al peronismo y considerándolo un «hermano ideológico», el falangismo advertía, eso sí, que sus formas políticas no eran las más adecuadas, y que su caída en 1955 demostraba los peligros que podía haber para el régimen franquista si adoptaba la liberación y la permisión de varios partidos opositores:

«El vespertino sindical Pueblo alertó [el 20 y 24 de septiembre de 1955] sobre el peligro del restablecimiento de la democracia inorgánica porque la historia de los pueblos hispánicos demostraba su rotundo fracaso». (Carolina Cerrano; El filo-peronismo falangista 1955-1956, 2013)

Pero aquí hay que anotar algo fundamental. En verdad, el peronismo no tuvo nunca un control político, económico y cultural total, ya que fracasó en tal intento, pero sus intenciones eran clarividentes. En 1955, el líder del movimiento dijo lo siguiente:

«Nosotros podemos aplastar a nuestra oposición con la aplanadora peronista. (…) Cuando me dicen que hay que ganar la calle y mantener la calle, yo me acuerdo que con el sindicato de madereros hicimos preparar trescientos garrotes grandes. (…) Con un clavo en la punta, y dije bueno, muchachos, ¡hoy ganamos la calle! (…) Con quinientos hombres recorrimos Florida y rompimos todas las cabezas que encontramos y todas las vidrieras». (Eduardo Meilij; Permiso para pensar, 1989)

En otra ocasión, Perón comentó que en Argentina:

«No se necesita ninguna libertad política. Ahora se necesita libertad para trabajar en el país. (...) En eso somos tiranos dictadores». (Eduardo Meilij; Permiso para pensar, 1989)

En cualquier caso, pese al descrédito y el coste político que podría sufrir con estos intentos de asimilación forzosa, el peronismo nunca se detuvo con la aspiración a suprimir al resto de organizaciones políticas. De hecho, llegó al punto de establecer al peronismo como doctrina oficial de todos los resortes del Estado (sic):

«Nosotros tenemos en este momento casi 4 o 5 millones de estudiantes. Que si no votan hoy, votan mañana. No hay que olvidarse. Tenemos que ir convenciéndolos desde que van a la escuela primaria. Yo le agradezco mucho a las madres que le enseñan a decir «Perón» antes que decir papá. (...) Esta exigencia impone al personal de preceptores, maestros y profesores una profunda identificación con los postulados de la doctrina». (Eduardo Meilij; Permiso para pensar, 1989)

Esto no era nuevo. Perón ya había aprendido tal política durante los años como vicepresidente, como se pudo comprobar durante las famosas huelgas del año 1944:

«A un mes de sucedido el golpe de Estado, el gobierno decretó la intervención de la Universidad del Litoral. La medida, encabezada por el nacionalista católico Jordán B. Genta, resultó fuertemente rechazada por las organizaciones estudiantiles, iniciándose un proceso de protestas que se tradujo en la persecución y suspensión de numerosos estudiantes y profesores. (...) El gobierno respondió ordenando la cesantía de todos los profesores universitarios que habían firmado (Bernardo Houssay de la UBA; Américo Ghioldi de La Plata; Horacio Thedy de la Universidad del Litoral). Tras las cesantías siguieron nuevas intervenciones y designaciones de notorios representantes de la derecha católica en importantes puestos: entre ellos, G. Martínez Zubiría, escritor católico y antisemita, es designado ministro de instrucción Pública. Al mes siguiente Zubiría comunicó la intervención por decreto de todas las universidades del país. La procedencia ideológica de muchos de los nuevos interventores va a ser sintomática de aquel avance de sectores nacionalistas, católicos y conservadores. En este contexto, la FUA fue ¡ilegalizada por «comunista» y «subversiva», disolviendo y clausurando los cincuenta Centros de Estudiantes y las cinco Federaciones adheridas». (Pis Diez Nayla; La política universitaria peronista y el movimiento estudiantil reformista: actores, conflictos y visiones opuestas (1946-1955), 2013)

¿Y de qué forma pretendió siempre el peronismo implantar sus valores en la educación de la nación? Siguiendo el modelo nazi. En el manifiesto redactado por Perón, se afirmaba sin miramientos lo siguiente:

«El ejemplo de Alemania: por la radio, y por la educación se inculcará al pueblo el espíritu favorable para emprender el camino heroico que se le hará recorrer. Sólo así llegará a renunciar a la vida cómoda que ahora lleva. Nuestra generación será una generación sacrificada en aras de un bien más alto: la Patria argentina». (Manifiesto del Grupo Oficiales Unidos, 3 de mayo de 1943)

Es más, Perón jamás ocultó su intención de obligar a los argentinos a aceptar su doctrina so pena de ser declarados como «elementos antinacionales»:

«Ningún argentino bien nacido puede dejar de querer, sin renegar de su nombre de argentino, lo que nosotros seremos. (…) Por eso afirmamos que nuestra doctrina es la de todos los argentinos y que por la coincidencia de todos sus principios esenciales ha de consolidarse definitivamente la unidad nacional». (Juan Domingo Perón; Discurso el 1 de mayo de 1950)

La confianza y radicalidad del peronismo para imponerse era muy evidente en su época de mayor apogeo:

«Pero no debemos ir a la lucha a menos en este momento hasta que no se dé la orden; pero cada descamisado, cualquiera que hable mal de Perón, debe romperle un botellazo en la cabeza o la cabeza, si es necesario». (Eva Perón; Discurso, 30 de septiembre de 1948)

Efectivamente, el peronismo nunca logró instaurar en Argentina un Estado fascista como tal, ya que sus gobiernos no dejaron de ser gobiernos de democracia burguesa, aunque de un carácter sumamente autoritario. De hecho, esto es algo que podemos encontrar a nivel generalizado en América Latina, donde el autoritarismo y el militarismo no medra solo bajo gobiernos de corte fascista, sino también liberales, socialdemócratas y conservadores. De ahí que durante los años 20 y 30 los comunistas confundieron con excesiva facilidad la calificación del término «fascista» a casi cualquier grupo burgués, un error garrafal sin dudas.

Ahora, una vez aclarado esto, está más que claro que las ideas y las medidas que trató de instaurar el peronismo en sus diferentes períodos sí iban encaminadas hacia la constitución de un poder absoluto de los resortes del Estado. Esto se percibe claramente desde el primer gobierno –1946-52– con declaraciones y reformas osadas, pero es una tendencia que se agudiza mucho más desde el segundo gobierno –1952-55– y el tercer gobierno –1973-76– a causa de las crisis económicas y el acoso de la oposición, optando cada vez más por una solución draconiana, viendo en dicha salida autoritaria la única posibilidad para mantenerse en el poder dado el punto de no retorno entre peronistas y antiperonistas, teniendo que acelerar el proceso de progresiva fascistización. Este se reflejaba en lo siguiente: concentración del poder en el ejecutivo −especialmente en el líder−, la eliminación de la toda oposición comunista y liberal, el ajuste de cuentas extraoficial con la oposición y las propias facciones del peronismo más a la izquierda del oficialismo, el progresivo control de los medios de comunicación y los cuerpos culturales del Estado, la absoluta sumisión de los sindicatos y su primacía en el sistema al estilo corporativista, la creación de organizaciones paramilitares, etcétera. 

Pero, como decíamos, una cosa son las intenciones del peronismo y algunas de sus medidas, y otra muy diferente la capacidad real del movimiento para implementar tal proyecto, cosa que nunca se logró debido a la fuerte oposición con la que siempre se encontró Perón. A su vez, esto no excluye el marcado carácter filofascista de su cúpula y su directa responsabilidad en la abierta dictadura militar y terrorista que se estaba preparando y que, finalmente, se desataría en el país tras el golpe militar de 1976. Esto es algo innegable, dado que el oficialismo del peronismo colaboró con los elementos militares más reaccionarios para configurar dicho modelo. 

Paradójicamente, los miembros de la junta militar tenían una ideología mucho menos concreta que el peronismo, e incluso tuvieron que declararse en contra de algunas expresiones de este, por lo cual nunca lograron tener su mismo apoyo social. Del mismo modo, Videla jamás alcanzó el carisma de Perón como caudillo de las huestes. Ello no quita que la junta militar de 1976-83 fuese la culminación de lo que Perón y la mayoría de la burguesía argentina buscaba ante todo: un poder total, sin una oposición molesta para conformar esa «reorganización nacional», algo para lo que Videla y otros llevaban trabajando años bajo las órdenes de Perón. Podemos añadir más viendo las declaraciones de Videla a posteriori, ya que no puede descartarse que, de haber vivido algo más, el propio Perón hubiera encabezado un golpe similar, como en 1930 o 1943, del mismo modo que tampoco puede descartarse que si hubiera triunfado tal golpe de mando, más tarde el propio Perón fuese rechazado por otro sector de los militares por su continuo juego de equilibrismo con la oposición, como ocurrió a varios de los líderes del golpe de 1976. 

Esto no es ninguna especulación, sino que como comprobamos en los capítulos anteriores, toda la «energía» y «capacidad resolutiva» del «gran líder» no impidió que Perón fuese víctima de sus circunstancias, es decir, no pudo ni completar su proyecto político de suprimir a la oposición, ni lograr su prometida «autonomía económica» frente a las potencias, ni completar su idea de «superar el capitalismo» a base de una nueva «ética» cristiana-peronista. A lo sumo, readaptó como pudo su discurso demagógico a una situación que le superaba y en donde no cumplió gran parte de lo prometido a sus votantes y fanáticos.

Desde el punto de vista de la estrategia política el punto débil del peronismo no fue la persuasión de las clases populares, puesto que el apoyo hacia el peronismo era amplio, incluso cada vez que era derrocado. Su talón de Aquiles fue, más bien, su extremado eclecticismo ideológico, su discurso ampliamente interclasista, su desafío a la Iglesia y sus cambios constantes en cuanto a alianzas políticas. Esto le llevaba a no poder mantener una coherencia, a un choque de intereses entre sus seguidores y aliados, cosa que no podía aplacar eternamente. 

El problema tampoco fue el asegurarse una plataforma electoral competitiva y unos votantes fieles, algo que logró afianzar aún más una vez tomados los resortes del Estado, sino que el problema central que condenó al peronismo en dos ocasiones fue la no neutralización de los militares enemigos del peronismo, siendo el único sector que podía hacerle frente en esos momentos dada la correlación de fuerzas electorales favorables para su causa. Algunos no eran enemigos como tal del peronismo, pero sí desconfiaban de él, mientras otros eran críticos con su «blandenguería» ante la «subversión», ya que recordaban sus actuaciones previas, cuando el peronismo pendió de un hilo. ¿Y qué militar burgués quiere al frente de un país de orden a quien no es capaz de poner firmes a sus ciudadanos o incluso a sus propios militantes? 

Perón creyó tener controladas a dichas facciones tras ver al ejército apoyarle en el intento de golpe de Estado en junio de 1955. Craso error. Tiempo después, cuando la oposición empezó a agudizar su fuerza en la calle y el ejército no cesaba de conspirar, no tomó medidas serias para armar a sus seguidores ni tampoco tomó medidas en el ejército para depurarlo a fondo. ¿Por qué? Por temor a provocar una reacción inmediata de los militares más reaccionarios. Si armaba a las bases peronistas, era sabedor de que quizás no podría controlar a sus diferentes ramas, en especial a los seguidores más «izquierdistas» y a sus demandas. Nunca dio ese paso de jugarse el todo por el todo por pavor a que ese gesto fuese a desatar una guerra civil irreversible contra la oposición, que le hiciera acabar colgado en la Plaza de Mayo como Mussolini. Y por miedo a que, incluso una vez ganada esa lucha, después deviniese otra guerra entre peronistas de «izquierda» y «derecha» y, finalmente, la «izquierda» le derrocase. Perón vivió toda su vida con el mismo temor que Mao: no poder controlar el peligroso juego de facciones que había construido en su movimiento con el objetivo de parapetarse en el poder.

En esta carrera de supervivencia para el peronismo, entraron en juego varias razones de peso que propiciaron su caída, pero lo que está claro es que esa posición timorata fue clave y le costó a Perón un nuevo Golpe de Estado en septiembre de 1955, el cual acabaría con su poder hasta recuperarlo en 1973. Este grave error político le sucedería al peronismo tanto en el periodo de Evita-Perón de 1946-55, como en el peronismo de Perón-Isabel en 1973-76. La vacilación del peronismo en los momentos críticos puede ser vista en los discursos contradictorios de Perón. Un día pidiendo la renuncia a sus cargos en favor de la «paz nacional», otro día azuzando a sus seguidores a perseguir a sus opositores −recordemos la famosa frase: «¡Por uno de los nuestros caído caerán cinco de ellos!»−, otro día tendiendo la mano a la oposición para formar un gobierno de coalición «en aras de la convivencia nacional», en otra ocasión escribiendo al ejército para pedirle ayuda contra la subversión de los guerrilleros, y así cíclicamente. Visto desde la perspectiva del peronismo y su supervivencia, estos alegatos desorientaban a sus seguidores y coartaban sus iniciativas para contrarrestar posibles golpes militares, mientras la oposición veía estas contradicciones como un signo de decadencia y debilidad, razón de más para seguir presionando.

En los momentos internos de crisis, los movimientos fascistas o de tendencias cercanas a él –es decir, con tintes autoritarios y militaristas–, si por algo se caracterizaron es por las conspiraciones y choques armados entre facciones dentro del mismo movimiento, por desatar pugnas sangrientas entre varios de los movimientos que competían por acceder a las cuotas más grandes de poder. Así sucedió en Austria, España, Alemania, Rumanía, Hungría… monárquicos contra fascistas, militares contra fascistas, fascistas contra fascistas, etcétera. En este caso valen como prueba los pleitos dentro del propio régimen argentino de 1976-83 y las sucesivas pugnas para liberalizar –o no– el régimen. Véase el capítulo: «La errónea creencia de que en la etapa monopolista la forma de dominación política es el fascismo» (2017).

En el caso del peronismo es harto complicado, ya que se trataba, seguramente, de un movimiento mucho más acomodaticio que cualquier otro movimiento político hasta entonces conocido. Acabamos de ver que los movimientos fascistas tampoco se formaron puros de una vez para siempre, sino que recibieron todo tipo de afluencias, a veces engendrando o integrando en su seno a monárquicos, republicanos de derecha y a tantos otros en momentos de necesidad o para cerrar alianzas y futuras fusiones. Pero el caso del peronismo es sustancialmente diferente al de cualquier movimiento fascista clásico, ya que, pese a su brutalidad represiva, llegó a albergar en su seno desde elementos abiertamente fascistas, militares de corte tradicional, elementos de ideología católica o republicana hasta socialdemócratas, sindicalistas combativos, simpatizantes de la teología de la liberación o «revolucionarios» cercanos al tercermundismo de izquierda. No menos cierto es que estas alianzas no perduraron, ya que por un lado estos grupos nunca tuvieron posibilidad de hegemonizar el peronismo, y por otro, en función del contexto, fueron utilizados por el oficialismo peronista, unas veces aupándolos y otras condenándolos. Por ello, como decimos, estas alianzas o fusiones solo duraban hasta que intentaban poner en jaque la esencia reaccionaria del peronismo. En muchos otros casos, disentir de los caprichos irracionales del líder era sinónimo de quedarse fuera de los puestos de poder, pese al derechismo y lealtad que se hubieran podido mostrar. Insistimos, ser peronista no es ser fiel a una ideología muy concreta, sino a las opiniones cambiantes de un líder populista.

En todo caso, y visto lo visto hasta aquí, consideramos una broma de mal gusto que partidos maoístas como el PCE (r) en España y tantos otros, que tanta monserga nos han dado con la «solidaridad contra la represión», salgan ahora a apoyar a través de sus plataformas la figura y el ideario de un icono de la «guerra sucia» y el terrorismo de Estado, que alaben el supuesto «antiimperialismo» de la Argentina de Perón, el refugio y santuario de los nazis». (Equipo de Bitácora (M-L); Perón, ¿el fascismo a la argentina?, 2021)

1 comentario:

  1. El Franquismo fue en realidad colonialista con su propia población. Eran africanistas los generales que dieron el golpe y dirigieron a una nación sometida mediante la violencia. No tenían la formación política de los fascistas.
    Una pregunta respecto a Argentina, por qué Videla fue tan sanguinario con su pueblo y no lo fue así Perón? La respuesta nos dice muchas cosas.

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