«Su estilo de gobierno, muy a la manera del típico caudillo, con un sabor añadido que recuerda a Italia o España, por lo que [a los trabajadores] no les dio motivo de alivio. Sin embargo, los trabajadores encontraron en Perón un campeón, y estaban dispuestos a perdonar su estilo dictatorial.
Perón añadió otro ingrediente: la veneración mística y casi religiosa de su esposa Evita. Fue la Suma Sacerdotisa del peronismo durante su vida con Perón, y se convirtió en santa en la religión del peronismo después de su muerte en 1952. Si bien la imagen de Perón comenzó a desvanecerse en sus últimos años de gobierno, la de ella permaneció intacta.
Para el momento de su derrocamiento en 1955, Perón había polarizado al pueblo argentino. Muchos lo odiaban y lo injuriaban, otros lo adoraban. Una sucesión de gobiernos que siguió, sufriendo en parte de sus errores económicos y excluyendo sistemáticamente a sus seguidores de la política, hizo que la era de Perón luciera cada vez más buena. Así, algunos se olvidaron poco a poco de los excesos de Perón en la nostalgia de los buenos tiempos de su gobierno y en la veneración del hombre mismo.
Ha evolucionado desde sus inicios fascistas hasta convertirse en un movimiento que encarna una variedad de filosofías, algunas de las cuales recuerdan a los primeros días, pero la mayoría de naturaleza más izquierdista. (...) Una ideología más pragmática que precisa. (...) Afirma ser anticomunista, pero muchos de sus miembros jóvenes tienen cierto matiz marxista-leninista. Afirma que no es fascista, sin embargo, entre los adherentes más antiguos hay una corriente significativa de fanatismo ultranacionalista de derecha. Unido a esta vaga filosofía política está el misticismo religioso del movimiento y la adulación de Perón, que le otorga un cierto aura de infalibilidad». (CIA; Memorándum: Peronismo en el poder, Washington, 21 de junio de 1973)
Antes que nada, empecemos por el principio. ¿De dónde proviene el peronismo? Juan Domingo Perón, aún con el rango de capitán en el ejército argentino, había colaborado con tesón en el golpe militar del 6 se septiembre de 1930, este que vendría a derrocar el gobierno de la Unión Cívica Radical (UCR) de Hipólito Yrigoyen. Para ser justos, este gobierno estaba inmerso en una recesión mundial, era golpeado por los escándalos de corrupción y pese a las promesas de «soberanía nacional», Argentina seguía anclada en una dependencia externa cada vez mayor del imperialismo británico y estadounidense. Esto condujo al desencantamiento progresivo de los trabajadores con el radicalismo, que además tuvieron que sufrir la feroz represión cuando se atrevían a levantar la voz. Sobre esto último, no solo nos estamos refiriendo a episodios conocidos mundialmente como la Semana trágica de 1919, sino también a las milicias del radicalismo del Klan, incluso la permisión del gobierno a la actuación de las milicias paramilitares ultrarreacionarias, como la Liga patriótica, que causaban verdaderos estragos entre comunistas, socialistas y anarquistas. Yrigoyen era la prueba palpable de la bancarrota del reformismo de la «burguesía progresista».
A Perón, por su parte, le repugnaba Yrigoyen, ya que sus reformas en el ejército en pro de construir una democracia burguesa al uso habían ido minando los privilegios de la casta militar tradicional:
«No se hace presente un solo átomo de vergüenza ni de dignidad, porque solo un anarquista falso y antipatriota puede atentar, como atenta hoy este canalla contra las instituciones más sagradas del país, como es el Ejército, [ilegible] con la política baja y rastrera, minando infamemente un organismo puro y virilmente cimentado que ayer fuera la admiración de Sudamérica cuando contaba con un presidente que era su jefe supremo y que tenía la talla moral de un Mitre o un Sarmiento, cuando la disciplina era más fuerte y más dura que el hierro, porque desde su generalísimo hasta el último soldado eran verdaderos argentinos amantes de su honor, de la justicia y el deber». (Juan Domingo Perón; Carta. Campo Mayo, 24 de marzo 1921)
Él anhelaba los días dorados del ejército argentino, las décadas decimonónicas de personajes como Domingo Faustino Sarmiento o Bartolomé Mitre, donde el ejército dominaba indiscutiblemente los destinos de la confederación de forma directa o indirecta. Si uno repasa los ideales de estos «padres de la nación», observará la catadura chovinista rioplatense. Sarmiento aconsejó a Mitre que el destino de Argentina debía ser expandirse hacia Chile:
«Te aconsejo que sacudas el alma del pueblo argentino y lo hagas mirar hacia Chile, en especial hacia su extremo sur. Allí, exactamente, está la llave maestra que nos abrirá las puertas para presentarnos ante el concierto internacional como una nación destinada a regir y no a ser regida». (Domingo Faustino Sarmiento; Carta a Bartolomé Mitre, 1874)
Es más, ¿a quién tomaba Perón como máxima referencia en la historia reciente del país? ¡Nada más y nada menos que al caudillo Juan Manuel de Rosas!
«Rosas con ser tirano, fue el más grande argentino de esos años y el mejor diplomático de su época». (Juan Domingo Perón; Carta. Capital Federal, 26 de noviembre de 1918)
Esto era toda una declaración de intenciones para el futuro modelo político caudillista del peronismo. Rosas fue famoso por encabezar la Campaña del Desierto de 1833-34, cuyo objetivo no era otro que la apropiación para el gobierno argentino de las tierras de los indígenas mapuches –algo que sus homólogos en Uruguay, Rivera-Oribe, habían llevado a cabo igualmente contra los indígenas charrúas–. Su flamante mandato terminó bruscamente cuando pensó poder aprovechar las divisiones internas uruguayas entre «blancos» –federales– y «colorados» –unitarios– para incorporar dicha zona a sus dominios, poniendo sitio a Montevideo. Este país era independiente de facto de España desde 1810, sobreviviendo también a las pretensiones brasileñas y argentinas desde su declaración de independencia en 1828. Como el lector imaginará, esta idea de Rosas de romper el «equilibrio de fuerzas» en el mapa latinoamericano queriendo anexionarse Uruguay le redundaría en la automática oposición de todas las potencias europeas y americanas de la época, brindando de paso a sus opositores internos unos aliados muy poderosos para crear un bloque contra él. Todos ellos propiciarían su caída en 1852, tras la Batalla de Caseros.
Perón, como furibundo chovinista, interpretó la época de Rosas y sus aventuras militares como una gran experiencia para construir un férreo gobierno nacional que hiciese frente a los peligros internos –el separatismo de las provincias, el problema indígena y el conflicto laboral con los trabajadores– y que quisiera plantar cara a las amenazas externas –el expansionismo brasileño y los chantajes comerciales de Francia o Gran Bretaña–. Aquí cabe anotar que el propio Rosas, en su desempeño político, mostraría contradicciones en su discurso que erosionaban su credibilidad, similares a las que luego ejercería Perón. Pese a declararse «defensor del pueblo argentino y las libertades civiles» intentó gobernar sin control parlamentario alguno y no dudaba en utilizar el terrorismo parapolicial –la Mazorca– contra sus detractores; aunque decía ser «defensor de la soberanía nacional argentina frente a sus enemigos», ¡acabaría exiliado y protegido por la propia Gran Bretaña!
Mismo puede decirse de su admiración por San Martín:
«En la lucha por la liberación, el Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas, merece ser el arquetipo que nos inspire y que nos guíe, porque a lo largo de más de un siglo y medio de colonialismo vergonzante, ha sido uno de los pocos que supieron defender honradamente la soberanía nacional en que se debe asentar la decencia de una Patria y, no en vano San Martín, que había luchado por esa misma liberación, desde el exilio, al que lo habían condenado los enemigos de afuera y de adentro, le hizo allegar su espada y su encomio, que era como arrimarle un poco de su gloria de soldado y de su alma de ciudadano excepcional». (Juan D. Perón; Conversión con Manuel de Anchorena, 8 enero 1970)
¿Puede considerarse a San Martín el paladín de los pueblos latinoamericanos? Pues esto es cuanto menos motivo de carcajada, dada la documentación existente, que lo presenta como un oportunista entre tantos que proliferaban en la época:
«Según las memorias del general García Gamba, San Martín le hizo una propuesta que suponía la entrega total de su propio ejército. Textualmente, según dichas memorias, San Martín planteó: «Que se nombrase una regencia compuesta por tres individuos, cuyo presidente debía de ser el general La Serna, con facultad de nombrar uno de sus corregentes y que el otro lo elegiría San Martín; que esta regencia gobernaría independientemente el Perú hasta la llegada de un príncipe de la familia real de España; y que para pedir a ese príncipe, el mismo San Martín se embarcaría seguidamente para la Península, dejando las tropas de su mando a las órdenes de la regencia». La Serna pidió unos días para estudiar la propuesta con sus generales». (El Comercio; Fiestas Patrias: La historia de cuando el Perú pudo convertirse en monarquía, Lima, 28 de julio de 2017)
Lo mismo podría decirse de proyectos desesperados como el de Gabriel García Moreno en Ecuador, quien, en 1859, envió un proyecto oficial a Napoleón III para incorporar al país colombino como protectorado del imperio francés que fue finalmente rechazado con tal de evitar tensiones con el imperio británico en esta región.
El «amor por la libertad republicana» y la «soberanía nacional» en boca de estos líderes políticos hacía siglos que no tenían un ápice de sentido para la mayoría de los pueblos latinoamericanos. La hipocresía de la política criolla en personajes como Rosas o San Martín son extrapolables a las descripciones jocosas que Marx realizó sobre otros individuos coetáneos, como Bolívar en Venezuela:
«Se proclamó «Dictador y Libertador de las Provincias Occidentales de Venezuela». (…) Formó un cuerpo de tropas escogidas a las que denominó guardia de corps y se rodeó de la pompa propia de una corte. Pero, como la mayoría de sus compatriotas, era incapaz de todo esfuerzo de largo aliento y su dictadura degeneró pronto en una anarquía militar, en la cual asuntos más importantes quedaban en manos de favoritos que arruinaban las finanzas públicas y luego recurrían a medios odiosos para reorganizarlas. De este modo el novel entusiasmo popular se transformó en descontento». (Karl Marx; Bolívar y Ponte, 1858)
O de políticos populistas de corte militar, como O’Donnell o Espartero en España:
«Los movimientos de lo que acostumbramos a llamar el Estado afectaron tan poco al pueblo español, que éste dejaba satisfecho ese restringido dominio a las pasiones alternativas de favoritos de la Corte, soldados, aventureros y unos pocos hombres llamados estadistas, y el pueblo ha tenido muy pocos motivos para arrepentirse de su indiferencia». (Karl Marx; Notas de la insurrección en Madrid, 1854)
En toda Latinoamérica se puede ver cuán hondo ha arraigado el nacionalismo cuando la historiografía burguesa domina el relato oficial sobre estas personalidades. Hasta los grupos revolucionarios ven en estas figuras criollas sus «héroes a imitar», idealizándolas hasta extremos insospechados y ocultando sus obvios aspectos reaccionarios. En Argentina, San Martín, Rosas o Perón son emblemas en la iconografía de grupos pretendidamente «marxistas» junto a otros conocidos revisionistas, como Castro o Guevara. Los burgueses, terratenientes, caudillos militares e intelectuales nacionalistas del siglo XIX son la inspiración para las luchas actuales del siglo XXI. ¿Por qué será? Porque no están en capacidad de analizar su propio pasado desde un punto de vista progresista y revolucionario, porque ignoran a los verdaderos héroes que ha tenido el pueblo, porque predomina en ellos, por encima de todo, el nacionalismo más vulgar, porque, en definitiva, van a remolque de su burguesía y sus mitos. Véase el capítulo: «¿Qué pretenden los nacionalistas al reivindicar o manipular ciertos personajes históricos?» de 2021.
Volviendo al siglo XX, pese a la aversión de Perón hacia la corriente política del radicalismo, décadas después confesaría sentir, de algún modo, admiración por el carisma que llegó a alcanzar Yrigoyen entre las masas populares, fenómeno del cual tomó nota astutamente. Además, destacaba positivamente a su gobierno radical como un ejecutor político que, al menos, había servido de amortiguador social:
«El radicalismo era un movimiento que podía hacer de amortiguador. No era socialista. Tampoco era oligarca, aunque contara en sus filas con muchos parientes de la oligarquía. En sus comienzos fue revolucionario, pero ya no lo era. Era nacionalista, pero no demasiado. En fin, no era nada. El ideal. Era indudablemente popular, y eso era lo que se necesitaba. Por lo menos pondría la cara contra el anarcosindicalismo. Y la verdad es que la puso». (Arturo Peña Lillo; Así hablaba Juan Perón [Conversaciones grabadas en Madrid entre 1967 y 1970], 1980)
Para principios de la década de los años 30, el militar José Félix Uriburu aunó el panorama político antiyrigoyen que, como no podía ser de otra forma, iba in crescendo, para derrocar al Presidente y tratar de implantar un fascismo a la argentina, llamándole a esto «revolución de septiembre». ¿Y Perón a qué se dedicó entonces?
«Yo pensaba que el general Uriburu era el hombre que siempre conocí, un perfecto caballero y hombre de bien, hasta conspirando. Veía en él a un hombre puro, bien inspirado y decidido a jugarse en la última etapa, la cara más brava de su vida. Pensé que era un hombre de los que necesitábamos, pero él solo no representaba toda la acción que colectivamente iríamos a realizar. Era necesario en mi concepto ver que los hombres más allegados a él fueran tan puros y decentes como él. Y confieso que en mis tribulaciones, llegué a convencerme de la necesidad de buscar a otros, pues los que estaban más junto a él, no llenaban las condiciones que yo atribuía necesarias a esos colaboradores». (Juan Domingo Perón; Tres revoluciones, 1963)
Como curiosidad, este cambio fue saludado por los confusos dirigentes socialdemócratas –error del que nunca aprenderían y repetirían durante el resto del siglo XX–. Los comunistas, que acaban de entrar hace poco en la escena política y no apoyaban en absoluto a los radicales, obviamente también se opusieron al golpe militar reaccionario. Pero comprobemos, en palabras de los autores del golpe, sus modelos políticos y sus intenciones a seguir.
Un antiguo poeta socialista, ahora seducido por el pensamiento de Nietzsche, el fascismo europeo y que apoyaba con entusiasmo a Uriburu, escribiría lo siguiente para la posteridad:
«Así la masa de empadronados para votar está integrada por mestizos irremediablemente inferiores. (...) Al pueblo no le interesa la Constitución, máquina anglosajona que nunca ha entendido. (...) La mayoría desmiente los postulados ideológicos de su buen sentido y su honradez. El comicio la revela necia, envidiosa, concupiscente y anárquica. (...) Entre nosotros, el régimen mayoritario es inadecuado para gobernar el país». (Leopoldo Lugones; La grande Argentina, 1930)
Ibarguren, el primo de Uriburu, un antiguo radicalista, ahora era uno de los políticos en ejercicio de poder bajo el nuevo gobierno militar, y sería uno de los ideólogos principales. Este también proclamaba sin esconderse lo siguiente:
«La experiencia italiana del Estado corporativo que cuenta con diez años de aplicación y que ha asegurado la paz social, el orden y la prosperidad de aquel gran pueblo, es objeto hoy en todas partes de la mayor atención y estudio. Este considerable interés suscitado por el fascismo convierte el fenómeno italiano en un hecho de posible aplicación mundial. (...) Se acentúa una corriente de índole nacionalista en el sentido de implantar la democracia funcional y el Estado corporativo, la que ha tomado mayor impulso después del triunfo en Alemania de los nacionalsocialistas». (Carlos Ibarguren; La inquietud de esta hora, 1934)
Como nota, Ibarguren sería, en los años 40, un fervoroso peronista. Al final del documento estamos seguro que esto no sorprenderá al lector.
«Estimamos indispensable para la defensa efectiva de los intereses reales del pueblo, la organización de las profesiones y de los gremios y la modificación de la estructura actual de los partidos políticos. (...) La agremiación corporativa no es un descubrimiento del fascismo, sino la adaptación modernizada de un sistema cuyos resultados durante una larga época de la historia justifican su resurgimiento». (José Félix Uriburu; Discurso, 1932)
Otro interesante apunte: Uriburu marcaría el camino a seguir para Perón en el futuro: reclamaba que lo suyo era una ideología original –¡pese a que sus ideas eran, en realidad, muy viejas!–, clamaba contra el liberalismo, el comunismo y se presentaba como un antiimperialista… ¡toda una supuesta «tercera vía» que el pueblo argentino debía experimentar una vez tras otra con los mismos trágicos resultados!
Tras la muerte de Uriburu en 1932, la reacción no solo había perdido a su líder, sino que no había podido construir una base popular sobre la que implementar todas las medidas prometidas de «reconfiguración corporativista» del país. La «revolución de septiembre» fue, en realidad, un ensayo no concluido destinado a implantar el fascismo con eficacia. Para entonces, el régimen bajo las ideas de Agustín Pedro Justo tendería de ahora en adelante hacia la liberalización, promoviendo una vuelta lenta pero segura a un conservadurismo democrático-burgués más clásico. Esta pugna recuerda a los tiras y aflojas del propio régimen fascista italiano en sus primeros comienzos, a la misma disyuntiva y debate entre «legalizar» el régimen y llevar a cabo una ampliación del gobierno… o terminar de aplastar a la oposición, liquidar los restos del liberalismo y emprender de una vez por todas el corporativismo sin más dilación. El gobierno de Pedro Justo se lo pondría difícil a la oposición como para creerse nada de lo prometido, pues el nuevo régimen optó por mantener el poder bajo el autoritarismo y el fraude electoral. En esta nueva escenificación de la política argentina destaca también otro conservador, Manuel Fresco, Gobernador de Buenos Aires, «casualmente» otro ferviente admirador del fascismo europeo y del futurismo, encargado de popularizar el eslogan «Dios, Patria y Hogar», incorporando una mediación sindical como método predilecto del gobierno para calmar los ánimos, algo que el peronismo luego adoptaría con gusto.
Hablamos ya de la Argentina de los diversos pucherazos electorales en la que es conocida como «Década infame». Los sucesivos gobiernos, pese a su perorata nacionalista, se dedicaron a firmar tratados humillantes, como el Pacto Roca-Runciman de 1933, que garantizaba la venta de carne argentina al imperialismo británico a un precio fijo inferior al del mercado internacional a cambio de frigoríficos. Además, exigía al país importar desde Gran Bretaña todo su carbón, la promesa de no aumentar los aranceles y delegar el transporte público de Buenos Aires a las empresas británicas. Así se reforzó aún más el papel de Argentina como una neocolonia británica.
Durante esta etapa inicial, Perón fue ascendiendo poco a poco en diversas misiones del gobierno en Argentina y Europa, primero con Uriburu y luego con su rival Pedro Justo, que como dijimos tendía más hacia un régimen de despotismo «ilustrado». Este gobierno también sufriría, en 1935, un intento de golpe de Estado por los uriburistas, que se sintieron traicionados por la tibieza de los nuevos gobiernos. En los años 40, el aperturismo del gobierno del radical Ortíz choca con su sucesor, el conservador Ramón Castillo, que ya había sufrido varias intentonas militares de los radicales y del ejército y que se encontraba aislado dentro del sistema corrupto y autoritario que habían contribuido a crear años antes. Cuando solicitó la dimisión de su Ministro de Guerra, Pedro Pablo Ramírez, esta se convirtió en el pretexto perfecto para que la oposición en el ejército comenzase un golpe palaciego el 4 de junio de 1943, al cual también llamaron «revolución», y es que en la Argentina del siglo XX, cualquier pronunciamiento militar con algo de apoyo civil era calificado de «transcendente revolución» y se santificaban a las figuras militar como «héroes del pueblo» contra la «tiranía».
Este nuevo golpe respondía a los círculos encabezados por el Grupo de Oficiales Unidos (GOU), una organización militar secreta que aspiraba a simples cuestiones: propagar un nacionalismo militarista; mantener neutral a Argentina en la Segunda Guerra Mundial aunque con simpatías proalemanas; un retorno en la sociedad a los valores y costumbres antiguas; arrojar a los civiles del poder político y dejarlo en manos de militares; y, por último, evitar que el movimiento obrero fuese captado por corrientes comunistas o anarquistas que se habían reactivado peligrosamente en los últimos años. He aquí donde veremos la reaparición de Juan Domingo Perón en el panorama político tras volver de sus viejos europeos. Todas las aspiraciones anteriores se reflejaron en el manifiesto del GOU redactado por Perón y Miguel A. Montes:
«Hoy, las naciones se unen para formar el Continente. Esa es la finalidad de esta guerra. Alemania realiza un esfuerzo titánico para unificar el continente europeo. La nación mayor y mejor equipada deberá regir los destinos del continente. En Europa será Alemania. En América del Norte la nación monitora por un tiempo será Estados Unidos. Pero en el sur no hay nación lo suficientemente fuerte para que sin discusión se admita su tutoría. Sólo hay dos que podrían tomarlas: Argentina y Brasil. Nuestra misión es hacer posible e indiscutible nuestra tutoría. (...) En nuestro tiempo, Alemania ha dado a la vida un sentido heroico. Esos serán nuestros ejemplos. Para realizar el paso que los llevará a una Argentina grande y poderosa, debemos apoderarnos del poder. Jamás un civil comprenderá la grandeza de nuestro ideal, habrá pues, que eliminarlos del gobierno y darles la única misión que les corresponde: trabajo y obediencia». (Manifiesto del Grupo Oficiales Unidos, 3 de mayo de 1943)
Hablando de sus inicios en dicho gobierno, años después repasaba como claramente él había bebido de las ideas de aquel entonces, el fascismo:
«Cuando yo terminé esas conferencias la gente creía que yo era socialista o comunista por las ideas que traía, pero eran ideas que había traído en Europa. (…) Que había caracterizado el periodo de entreguerra. (…) Yo lo había vivido en Europa, sabía que lo que pasa allí ocurre diez años después aquí». (Juan Domingo Perón; Entrevista realizada en Madrid por Octavio Getino y Fernando Solanas, 1971)
Y que había pactado con los otros militares su lugar en el nuevo gobierno, su «revolución», donde si bien no pidió supuestamente tener cargos él iba a ser el responsable máximo de orientarla:
«Nosotros tomamos el gobierno y usted se va a encargar de realizar la revolución de la que nos ha hablado, es decir, pasaba a ser el ideólogo de la revolución justicialista y realmente el realizador. Yo pedí que no me diesen ningún cargo en el gobierno porque yo tenía que trabajar. (…) Una revolución es una preparación técnica y humana que no se pueden improvisar. (…) Esa revolución es el punto de partida, es el golpe de Estado que nos posibilitaba a nosotros desde el gobierno la revolución». (Juan Domingo Perón; Entrevista realizada en Madrid por Octavio Getino y Fernando Solanas, 1971)
En este nuevo gobierno, Perón tendría un enorme protagonismo, esta vez como secretario general del reaccionario General Farrel, el cual se caracterizó, durante la Segunda Guerra Mundial, por retrasar a toda costa la declaración de guerra contra los países del Eje –principalmente Alemania, Italia, Japón–. Aunque siempre contó con un gabinete de ideólogos claramente proalemanes, el gobierno mantuvo una posición de falsa neutralidad. Primero, por miedo a no saber qué bando ganaría y no arriesgar en vano y, después, cuando la URSS se incorporó y cambió el curso de la guerra a favor del bando aliado –junto a los EEUU, Gran Bretaña y Francia–, por desconfianza hacia este por su profundo anticomunismo, así como por el miedo a que sus barcos y bienes comerciales pudieran ser afectados por los submarinos alemanes, que estaban causando estragos en el Atlántico.
Eso no quitaba que Perón, sin complejo alguno, pusiera como referencia a seguir a la Alemania de Hitler en el manejo de la política exterior. Veía en ella el paradigma en cuanto a diplomacia y uso de la fuerza para lograr sus objetivos:
«La diplomacia debe actuar en forma similar a la conducción de una guerra. Como ella, posee sus fuerzas, sus armas, y debe librar las batallas que sean necesarias para conquistar las finalidades que la política le ha fijado.
Si la política logra que la diplomacia obtenga el objetivo trazado, su tarea se reduce a ello; y termina allí, en lo que a ese objetivo se refiere.
Si la diplomacia no puede lograr el objetivo político fijado, entonces es encargada de preparar las mejores condiciones para obtenerlo por la fuerza, siempre que la situación haga ver como necesario el empleo de este medio extremo.
El período político que precedió a la actual contienda, constituye un excelente ejemplo que nos aclarará estos conceptos.
Desde el advenimiento del partido Nacionalsocialista al poder, en el año 1933, el Gobierno alemán dio muestras de su intención de conseguir, por todos los medios, el resurgimiento de la Alemania imperial de 1914 y aún sobrepasarla, desestimando como fuera de lugar los puntos que aún subsistían en carácter de obligaciones del Tratado de Versailles.
Fue su diplomacia la que sin contar en su respaldo con una suficiente potencia militar, le permitió, en 1935, implantar el servicio militar obligatorio, ocupar militarmente la Renania, y finalmente, concertar con Inglaterra el pacto naval que le permitiría montar un tonelaje para su marina de guerra equivalente al 35 % del inglés, con lo cual sobrepasaba a la flota francesa. La reacción francesa, que en esa época podía ser decisiva, fue perfectamente neutralizada por la diplomacia alemana.
Luego, ya respaldada sin duda por la fuerza considerable que el Tercer Reich había logrado montar, se produce, en marzo de 1938, la anexión lisa y llana de Austria. A fines de septiembre de ese mismo año, el tratado de Munich le entrega el territorio de los Sudetes, pertenecientes a Checoslovaquia, hasta terminar con la total desaparición de este país el 15 de marzo de 1939. Y siete días más tarde, el 22 de marzo, el jefe del gabinete lituano, el ministro Urbsys, entrega las llaves de Memel en Berlín mismo». (Juan Domingo Perón; Cátedra de Defensa Nacional, 10 de junio de 1944)
Y finalizaba así, dando a entender que esto debía servir de modelo para las aspiraciones de los chovinistas argentinos:
«En los litigios entre naciones, sin tener un tribunal superior e imparcial a quien recurrir, y sobre todo que esté provisto de la fuerza necesaria para hacer respetar sus decisiones, la acción de la diplomacia será tanto más segura y amplia, cuanto mayor sea el argumento de fuerza que en última instancia pueda esgrimir. Así nuestra diplomacia, que tiene ante sí una constante tarea que realizar, estrechando cada vez más las relaciones políticas, económicas, comerciales, culturales y espirituales con los demás países del mundo, en particular con los continentes, y, dentro de estos, con nuestros vecinos, cuenta como argumento para esgrimir, además de la hidalguía y munificencia ya tradicionales de nuestro espíritu, con el poder de nuestras fuerzas armadas, que debe ser aumentado en concordancia con su importancia, para asegurarles el respeto y la consideración que merecen en el concierto mundial y continental de las naciones». (Juan Domingo Perón; Cátedra de Defensa Nacional, 10 de junio de 1944)
Como se verá después, esto no era una referencia histórica casual, pues Perón tomó como honda referencia el modelo fascista. Durante la creación de la Organización de las Naciones Unidas en la Conferencia de San Francisco, el ministro de Exterior de la URSS, Mólotov, daría un discurso en contra del gobierno de Perón, considerándolo aliado del nazismo. Ese y no otro era el panorama. Para aquel entonces, los partidos opositores –socialistas, radicales, comunistas y anarquistas– y la prensa extranjera –incluida la estadounidense– tachaban al gobierno como «filonazi»; y no sin razón, pues había permitido desfiles en apoyo al nazismo antes y durante la contienda, mientras las declaraciones públicas de los militares del gobierno en favor de Alemania eran notorias. Finalmente, el gobierno argentino, presionado enormemente por los aliados, declaró la guerra a Alemania y Japón en mayo de 1945, con la primera ya derrotada y la segunda cercada por los Aliados –EEUU y la URSS–. Esto fue una concesión de un gobierno pronazi hacia gobiernos como el estadounidense o británico que controlaban su economía». (Equipo de Bitácora (M-L); Perón, ¿el fascismo a la argentina?, 2021)
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