jueves, 4 de febrero de 2021

El revolucionario debe terminar con la adoración mística hacia los líderes

«Sin embargo, dejemos de lado las parábolas y las alegorías, y acabemos con el lenguaje metafórico. La cosa es demasiado grande y demasiado prominente para necesitar cortinas místicas. Nos ocupamos aquí de la salvación de la humanidad en el verdadero sentido de la palabra. Si hay algo santo, aquí estamos ante el lugar santísimo. No es ni un fetiche ni un arca de la alianza, ni un tabernáculo ni una custodia. Es la salvación real y positiva de toda la humanidad civilizada. Esta salvación no fue inventada ni revelada, ha surgido del trabajo acumulado de la historia. Consiste en la riqueza del día que surgió gloriosa y deslumbrante a la luz de la ciencia, de las tinieblas de la barbarie, de la opresión, superstición y miseria del pueblo, de la carne y la sangre humanas, para salvar a la humanidad. (...) Los grandes inventos y descubrimientos, que están ligados a ciertos nombres, son nominalmente propiedad de esos personajes famosos. De hecho, como los logros materiales, son el resultado del trabajo colectivo, el producto de la sociedad. Y no es más que una supervivencia del pasado bárbaro considerar a los grandes nombres históricos no solo como líderes brillantes, sino también como semidioses, aunque tales opiniones todavía prevalecen entre muchos hombres eruditos e ignorantes. (...) Si la religión consiste en la creencia en seres y fuerzas sobrenaturales, en la creencia en dioses y espíritus, entonces la socialdemocracia no tiene religión. En su lugar ponemos la conciencia de la insuficiencia del individuo, que necesita, por tanto, para su plenitud y perfección la cooperación del todo y, en consecuencia, reconoce su sumisión al todo. La sociedad humana civilizada es el ser supremo en el que creemos; en su transformación al socialismo construimos nuestra esperanza». (Joseph Dietzgen; La religión de la socialdemocracia, 1875)

Anotaciones de Bitácora (M-L):

«No me enojo. (...) Engels tampoco. No damos un penique por la popularidad. Como prueba de ello, citaré, por ejemplo, el siguiente hecho: por repugnancia a todo culto a la personalidad yo, durante la existencia de la Internacional, nunca permitía que llegasen a la publicidad los numerosos mensajes con el reconocimiento de mis méritos, con que me molestaban desde distintos países; incluso nunca les respondía, si prescindimos de las amonestaciones que les hacía. La primera afiliación, mía y de Engels, a la sociedad secreta de los comunistas se realizó sólo bajo la condición de que se eliminaría de los Estatutos todo lo que contribuía a la postración supersticiosa ante la autoridad –Lassalle procedía más tarde de modo exactamente contrario–». (Karl Marx; Carta a Guillermo Bloss, 10 de noviembre de 1877)

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