viernes, 19 de febrero de 2021

El peronismo pese a su discurso «revolucionario» fue el gobierno de la patronal; Equipo de Bitácora (M-L), 2021

«En el ámbito interno, lo más llamativo fue que el gobierno reaccionario argentino, surgido del golpe de Estado del 4 de junio de 1943, se atrevió a disolver los sindicatos como el CGT Nº2 –dominado por socialistas y comunistas–, permitiendo mantener a la sindical más afín a la patronal, la CGT N.º 1, y estableciéndose los primeros nexos entre el régimen militar y una sindical única, base de lo que luego sería el peronismo, caracterizado por el fuerte control del sindicato único y la represión de las disidencias. 

«El PC caracterizó el golpe, en el momento, como pro-fascista y reaccionario. La embestida anticomunista del gobierno se evidenció de inmediato, a los días se produjo el cierre del diario La Hora y luego de una reunión del ministro del Interior con los dirigentes socialistas de la CGT Nº2, Francisco Pérez Leirós y Ángel Borlenghi, con quienes compartían la dirección, se ordenó su disolución. A ello sobrevino la detención de los principales dirigentes sindicales comunistas entre los que se encontraron José Peter, Pedro Chiarante, Luis Fiori, Salvador Dell´Aquila y Jorge Michellón. Las declaraciones del ministro del Interior Gilbert sobre la destrucción de las organizaciones comunistas y el decreto de reglamentación de las asociaciones profesionales posibilitaron por un lado, que el gobierno se hiciera con el control de los sindicatos y, por otro lado, que la ahora única CGT pudiese absorber a todo el gremialismo». (Diego Ceruso y Silvana Staltari; El Partido Comunista argentino y su estrategia sindical entre 1943 y 1946, 2018)

El cargo más importante para Perón en este gobierno fue, sin duda, la Secretaría de Trabajo de la Nación, desde la que impulsó alguna de las reivindicaciones históricas del sindicalismo argentino para ganarse su confianza, configurando el clásico discurso de que, más allá de las ideologías, hay que tratar de buscar el equilibrio entre las partes para lograr un bienestar social de los ciudadanos de la nación; es decir, basaba su discurso en el reformismo, en un cristianismo social mezclado con el sindicalismo amarillo patronal:

«Pienso que el problema se resuelve de una sola manera: obrando conscientemente para buscar una perfecta regulación entre las clases trabajadoras, medias y capitalistas, procurando una armonización perfecta de fuerzas, donde la riqueza no se vea perjudicada, propendiendo por todos los medios a crear un bienestar social, sin el cual la fortuna es un verdadero fenómeno de espejismo que puede romperse de un momento a otro. Una riqueza sin estabilidad social puede ser poderosa, pero será siempre frágil, y ese es el peligro que, viéndolo, trata de evitar por todos los medios la Secretaría de Trabajo y Previsión. (...) Hasta ahora estos problemas han sido encarados por una verdadera lucha. Yo no creo que la solución de los problemas sociales esté en seguir la lucha entre el capital y el trabajo. Ya hace más de sesenta años, cuando las teorías del sindicalismo socialista comenzaron a producir sus frutos en esa lucha, opiniones extraordinariamente autorizadas, como la de Mazzini y la de León XIII, proclamaron nuevas doctrinas, con las cuales debía desaparecer esa lucha inútil». (Juan Domingo Perón; Discurso de la bolsa de comercio, 25 de agosto de 1944)

En suma, aceptar ser peronista siendo asalariado suponía algo así como que la burguesía peronista considerara a uno ampliamente conforme al servicio de los proyectos del caudillo, siendo que el servidor no diría otra cosa que «amén» como un esclavo.

En otra ocasión dijo, sin miramientos, que su objetivo era:

«La armonía entre el capital y el trabajo, extremos inseparables del proceso de la producción, es condición esencial para el desarrollo económico del país, para el desenvolvimiento de sus fuerzas productivas y el afianzamiento de la paz social. (...) Buscamos superar la lucha de clases, suplantándola por un acuerdo justo entre obreros y patrones, al amparo de la justicia que emana del Estado». (Juan Domingo Perón; Discurso, 1 de noviembre de 1943)

A su vez se arremetía contra cualquier discurso que fuese enfocado en mayor o menor medida en promoción de la lucha de clases:

«En referencia a los elementos de «ideologías extrañas» como Perón identificaba al socialismo y al comunismo y que denunciaba como «los falsos apóstoles que se introducen en el gremialismo para medrar con el engaño y la traición a las masas, y las fuerzas ocultas de perturbación del campo político internacional». (Diego Ceruso y Silvana Staltari; El Partido Comunista argentino y su estrategia sindical entre 1943 y 1946, 2018)

El ideario peronista, o también llamado justicialista, pese a sus peroratas «revolucionarias» frente a los partidos conservadores, deslucía de inmediato cuando era colocado frente a los movimientos más a su izquierda, mostrándose en una posición intermedia y demagógica, la cual no satisfacía totalmente a nadie pero que a la vez dejaba una puerta abierta para que todos simpatizasen con algo de lo que decía. En realidad, su ideario se iba a parecer mucho a una concepción político-social de lo que Marx denominó el «socialismo burgués o conservador». Estos no eran ciegos ante los problemas sociales, pero su programa de reformas no iba más allá del modelo actual como prometían una y otra vez. Se podía resumir en aquello de «cambiar todo para que nada cambie», lo suyo, de poder concretarse, iba a ser un lavado de cara al sistema muy insulso, pero eso sí, muy bien decorado con la propaganda:

«La segunda categoría consta de partidarios de la sociedad actual, a los que los males necesariamente provocados por ésta inspiran temores en cuanto a la existencia de la misma. Ellos quieren, por consiguiente, conservar la sociedad actual, pero suprimir los males ligados a ella. A tal objeto, unos proponen medidas de simple beneficencia; otros, grandiosos planes de reformas que, so pretexto de reorganización de la sociedad, se plantean el mantenimiento de las bases de la sociedad actual y, con ello, la propia sociedad actual. Los comunistas deberán igualmente combatir con energía contra estos socialistas burgueses, puesto que éstos trabajan para los enemigos de los comunistas y defienden la sociedad que los comunistas quieren destruir». (Karl Marx y Friedrich Engels; Principios del comunismo, 1847)

Más ampliamente, el marxismo dijo de este tipo de corrientes:

«Una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa. Se encuentran en este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de las clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya. (...) Los burgueses socialistas considerarían ideales las condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que encierran. (...) Es natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora a sistema o semisistema. Y al invitar al proletariado a que lo realice, tomando posesión de la nueva Jerusalén, lo que en realidad exige de él es que se avenga para siempre al actual sistema de sociedad, pero desterrando la deplorable idea que de él se forma. Una segunda modalidad, aunque menos sistemática bastante más práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas, de su vida. Claro está que este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las «condiciones materiales de vida» la abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables con el actual régimen de producción y que, por tanto, no tocan para nada a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo sólo –en el mejor de los casos– para abaratar a la burguesía las costas de su reinado y sanearle el presupuesto». (Karl Marx y Friedrich Engels; El Manifiesto Comunista, 1848)

La propia Eva Perón, esposa e icono sumamente importante del movimiento, proclamaba:

«Pensamos también que precursores fueron, sin duda, otros hombres extraordinarios de la jerarquía de los filósofos, de los creadores de religiones o reformadores sociales, religiosos, políticos, y también de los conductores. Y yo digo precursores del peronismo. (...) El Peronismo y el comunismo se encontraron por primera vez el día en que Perón decidió que debía realizarse en el país la Reforma Social, estableciendo al mismo tiempo que la Reforma Social no podía realizarse según la forma comunista». (Eva Perón; Historia del peronismo, 1952)

Históricamente, el marxismo ha demostrado que esto solo es un engaño que se vierte sobre las masas explotadas para desviarlas de sus propósitos de emancipación social:

«Los defensores burgueses y revisionistas del Estado capitalista presentan la nacionalización de ciertos sectores económicos, del transporte, etc., como un signo de «transformación» del sistema capitalista. Según ellos, este proceso de «transformación» puede ir aún más lejos si el proletariado se vuelve «razonable» y «moderado» en sus reivindicaciones, si obedece a los partidos políticos traidores y a los sindicatos manipulados por éstos. Estos «teóricos» son reformistas porque, a través de las reformas, pretenden transformar el Estado capitalista en Estado socialista. El capital ha introducido reformas estructurales en diversos países capitalistas, revisionistas imperialistas, pero ellas no han conducido a la victoria de la revolución y de los revolucionarios, al contrario, han creado precisamente la situación que ha salvado el capital de su destrucción y ha protegido a la clase explotadora de sus sepultureros. (...) Nuestra teoría marxista-leninista ha demostrado con la máxima claridad que es imposible ir a la sociedad socialista no rompiendo los marcos del régimen capitalista, que esa meta se alcanza destruyendo hasta sus fundamentos ese régimen y sus instituciones, instaurando el poder del proletariado, dirigido por su vanguardia, el partido comunista marxista-leninista». (Enver Hoxha; La democracia proletaria es la democracia verdadera; Discurso pronunciado en la reunión del Consejo General del Frente Democrático de Albania, 20 de septiembre de 1978)

He aquí, resumida en breves palabras –aunque les duela a algunos– la base de la demagogia politiquera del peronismo, un reformismo burgués que pretendía una armonización de clases contrapuestas y antagónicas, como son la burguesía y el proletariado. Aquí tenemos la razón del qué ridículo en que se tornaron todos los movimientos de «izquierda» latinoamericanos –incluso los autodenominados «marxistas»– que hacían del infame peronismo su bandera para la revolución y, de Perón, su amado «líder y guía» hacia el ansiado «socialismo».

El discurso del peronismo no se diferencia, por tanto, del de cualquier politicastro del sistema capitalista, aunque hace especial énfasis en tomar las organizaciones de masas como los sindicatos, siendo estos la base para «arreglar» los fallos de la sociedad capitalista, a diferencia de otras corrientes, que enfatizan su organización en grandes partidos de masas, el manejo de las reglas electorales y los arreglos parlamentarios, que en el caso del peronismo eran asumidos pero vistos como algo secundario, un mal aceptado, incluso, un obstáculo a eliminar, cumpliendo así con la visión fascista del sindicalismo y su rol en contraposición con el partido burgués y el libre juego parlamentario liberal.

Perón reconocería que el sindicalismo era la base del peronismo, siendo el partido peronista un defecto necesario dadas las reglas del sistema electoral parlamentario que todavía no podía derrocar:

«En este sentido siempre hemos procedido así en el Movimiento Justicialista, dentro del cual el movimiento sindical representa, sin duda alguna, su columna vertebral. Es el movimiento sindical el que mantiene enhiesta nuestra organización. Eso ha sido desde el primer día en que el Justicialismo puso en marcha su ideología y su doctrina. De manera que esto no es nuevo para nadie. (…) Hay que darse cuenta que nosotros no somos un partido político. Nosotros somos un movimiento nacional que, por el contrario, tiende hacia la universalización». (Juan Domingo Perón; Discurso, 8 de noviembre de 1973)

En sus inicios, explicaría así a las élites explotadoras el motivo por el que el sindicalismo era el eje del peronismo/justicialismo y era positivo para sus intereses:

«Todavía hay hombres que se asustan de la palabra sindicalismo. (...) Es un grave error creer que el sindicalismo obrero es un perjuicio para el patrón. En manera alguna es así. Por el contrario, es la forma de evitar que el patrón tenga que luchar con sus obreros. (...) Es el medio para que lleguen a un acuerdo, no a una lucha. (...) Así se suprimen las huelgas, los conflictos parciales, aunque, indudablemente, las masas obreras pasan a tener el derecho de discutir sus propios intereses, desde una misma altura con las fuerzas patronales, lo que, analizado, es de una absoluta justicia». (Juan Domingo Perón; Discurso de la bolsa de comercio, 25 de agosto de 1944)

¿A qué nos recuerda esto? A uno de los máximos teóricos del fascismo. Veamos lo que decía uno de los más radicales líderes del fascismo español:

«La lucha de clases sólo puede desaparecer cuando un poder superior someta a ambas a una articulación nueva, presentando unos fines distintos a los fines de clase como los propios y característicos de la colectividad popular. (...) Las corporaciones, los sindicatos, son fuentes de autoridad y crean autoridad, aunque no la ejerzan por sí, tarea que corresponde a los poderes ejecutivos robustos. Pues sobre los sindicatos o entidades colectivas, tanto correspondientes a las industrias como a las explotaciones agrarias, se encuentra la articulación suprema de la economía, en relación directa con todos los demás altos intereses del pueblo». (Ramiro Ledesma; Frente al marxismo, 6-VI-1931)

Si leemos con atención a los teóricos o gobernantes fascistas –como a los franquistas en España– veremos que esta concepción y función «corporativista» de «acuerdos» entre el patrón y el proletario a través del sindicato único son, en esencia, las mismas que preconizó después el peronismo:

«Este periodo de crecimiento. (...) Es la consecuencia de la paz social lograda por el Movimiento Nacional, que se ha mantenido inconmovible pese a la contumacia de un enemigo externo que no cesa en sus ataques, gracias a las virtudes de un pueblo que se ha encontrado a sí mismo. (...) A una organización sindical que, asociando a los tres elementos de la producción, empresarios, técnicos y obreros, resuelve en su seno, al menos en primera instancia, los conflictos laborales, sustituyendo la violencia por el diálogo». (Luis Carrero Blanco; Discurso retransmitido en Televisión Española, 1 de abril de 1964)

Como apuntan algunos, pese a sus bandazos ideológicos, este fue uno de los vagos principios del peronismo que nunca fueron alterados:

«Los militares, el ejército que cuida, los sindicatos, ejércitos que producen, y la Iglesia, respetada durante los primeros años del gobierno como fuente de poder moral, remplazaban de hecho al Parlamento como representantes de la sociedad ante un Estado tutor. (...) La visión corporativista era uno de los pocos rangos del pensamiento peronista que se mantendría inalterable para moldear esa concepción del poder. Los azares de la carrera militar lo habían destinado a Italia durante el apogeo de Mussolini, época en que los encantos del sistema corporativista eran difíciles de resistir. En Turín, Perón había tomado cursos de economía política fascista, que según él mismo admitiría mucho después, forjaron su concepción del problema obrero». (Pablo Gerchunoff y Lucas Llach; El ciclo de la ilusión y el desencanto: un siglo de políticas económicas argentinas, 2003)

En ese intento de equidistancia entre los dos grandes bloques, los grupos revolucionarios y progresistas y los grupos más tradicionales y conservadores, el peronismo aparentaba no ser ni de «izquierdas» ni de «derechas», no ser ni siquiera un partido, solo un «humilde servidor de la nación» que, precisamente, permitiría «superar estas tristes divisiones partidistas o ideológicas», estos cataclismos sociales tan característicos del país en su historia reciente:

«[El justicialismo] es un movimiento nacional, eso ha sido la concepción básica. No somos, repito, un partido político, somos un movimiento, y como tal no representamos intereses sectarios ni partidarios, presentamos sólo los intereses nacionales». (Juan Domingo Perón; Discurso ante los representantes de la Convención Constituyente, 1949)

¿A qué suena esta declaración? Al rancio falangismo. Ese que, con sus bonitas promesas de «íntegra renovación nacional» y asegurar no ser «clasista», casualmente era financiado por banqueros y representado en el parlamento por marqueses:

«El movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertiría se arrastren muchas cosas buenas. (…) Sepan todos los que nos escuchan de buena fe que estas consideraciones espirituales caben todas en nuestro movimiento». (José Antonio Primo de Rivera; Discurso pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el día 29 de octubre de 1933)

No por casualidad los falangistas hicieron gran publicidad a Perón. Emilio Romero, director del diario Pueblo, diría en una entrevista sobre su amistad con Perón:

«E.P.: Aseguran que Perón dijo alguna vez que Pueblo era el mejor diario peronista que él había leído ¿Usted piensa lo mismo?

E.R.: No solamente es verdad que lo dijo Perón [véase la carta de P. a E. R. del 23 de agosto de 1965] sino que conservo la carta autógrafa del General en la que dijo exactamente eso. Pero al referirse al peronismo del periódico Pueblo no hace otra cosa que reconocer la identidad o proximidad de la línea ideológica de este periódico bajo mi dirección. [...]

E.P.: ¿Qué similitud y qué diferencia encuentra usted entre el nacional-sindicalismo y el justicialismo?

E.R.: El nacional-sindicalismo intentó ser una revolución desde arriba, y el justicialismo quería ser una revolución desde abajo». (Esteban Peicovich: El ocaso de Perón, Buenos Aires 2007)

Es decir, Perón consideraba que Pueblo, el periódico de Falange, era peronista, y su director, más allá del mayor apoyo social del que gozaba el justicialismo, no veía diferencias significativas entre falangismo y peronismo.

La retórica anticapitalista del fascismo nunca fue más allá de una promesa de limitar los «excesos» y «abusos» de los grandes monopolios. Solo llegaban a proclamar que se crearía una «economía nacional» que sería «armoniosa», pero reconociendo que no se tenía la intención de eliminar la gran, mediana o pequeña propiedad privada, ni dando mayores explicaciones de cuáles iban a ser las formas mediante las que se limitaría el hambre voraz de los monopolios sin eliminar los mecanismos que los hacían nacer, como la ley del valor:

«El fascismo es la forma política y social mediante la que la pequeña propiedad, las clases medias y los proletarios más generosos y humanos luchan contra el gran capitalismo en su grado último de evolución: el capitalismo financiero y monopolista. Esa lucha no supone retroceso ni oposición a los avances técnicos, que son la base de la economía moderna; es decir, no supone la atomización de la economía frente al progreso técnico de los monopolios, como pudiera creerse. Pues el fascismo supera a la vez esa defensa de las economías privadas más modestas, con el descubrimiento de una categoría económica superior: la economía nacional, que no es la suma de todas las economías privadas, ni siquiera su resultante, sino, sencillamente, la economía entera organizada con vistas a que la nación misma, el Estado nacional, realice y cumpla sus fines». (Ramiro Ledesma; El fascismo, como hecho o fenómeno mundial, noviembre de 1935)

Está claro que el discurso anticapitalista del fascismo no es sino un cuento, pues, como hemos visto, el fascismo no ha limitado, sino desarrollado los monopolios:

«[Los fascistas] reforzaron los monopolios, es decir, el capitalismo monopolista, hicieron de esto una política oficial y la impusieron con la brutalidad característica del régimen. Pocos meses después de la toma de poder, el 15 de julio de 1933, Hitler dictó la ley de organización forzosa de los cartels. Por mandato de esta ley se constituyeron inmediatamente o se agrandaron los siguientes cartels: de fabricación de relojes, de cigarros y tabaco, de papel y cartón, del jabón, de los cristales, de redes metálicas, de acero estirado, del transporte fluvial, de la cal y soluciones de cal, de tela de yute, de la sal, de las llantas de los automóviles, de productos lácteos, de las fábricas de conservas de pescado. Para todos estos cartels, nuevo unos y otros reforzados, se dictaron disposiciones que prohibían la construcción de nuevas fábricas y la incorporación inmediata de los industriales independientes. Se prohibieron también la construcción de nuevas fábricas y el ensanchamiento de las existentes en las ramas industriales ya cartelizadas: del zinc y del plomo laminado, del nitrógeno sintético, del superfosfato, del arsénico, de los tintes, de los cables eléctricos, de las bombillas eléctricas, de las lozas, de los botones, de las cajas de puros, de los aparatos de radio, de las herraduras, de las medias, de los guantes, de las piedras para la reconstrucción, de las fibras, etc. Las nuevas leyes dictadas de 1934 a 1936, aceleraron la cartelización y el reforzamiento de los carteles ya existentes. El resultado de esta política fue que a finales de 1936 el conjunto de los cartels comprendían no menos de las 2/3 partes de la industrias de productos acabados, en comparación con el 40% del total de la industria alemana, el 100% del total de la industria alemana, el 100% de las materias primas de las industrias semifacturadas, y el 50% de la industria de productos acabados, en comparación con el 40% existente a finales de 1933. Mussolini cartelizó por la fuerza la marina mercante, la metalurgia, las fábricas de automóviles, los combustibles líquidos. El 16 de junio de 1932 dictó una ley de cartelización obligatoria en virtud de la que formaron los cárteles de las industrias del algodón, cáñamo, seda y tintes. En España, nunca la oligarquía financiera había sido tan omnipotente como bajo el régimen del traidor Franco. (…) En el régimen nazi-fascista-falangista, o en el régimen formalmente democrático, el capitalismo monopolista es quién dicta la ley. Como decimos nosotros: ¿quién manda en casa? El monopolio está por encima de la nación, del régimen político y «otras particularidades». Por ello con el capitalismo monopolista no se trata ni se pacta. Tampoco se puede sustituir, como acabamos de ver, con sistemas pasados para siempre a la historia. Sólo se puede sustituir con un sistema socio-económico más elevado». (Joan Comorera; La nación en una nueva etapa histórica, 15 de junio de 1944)

Hay gente a la que sorprende que, en ocasiones, el discurso reformista de la socialdemocracia y el discurso reformista del fascismo tengan tantas similitudes. Esto no es una exageración: tanto el fascismo como la socialdemocracia tienden el mismo hilo político en sus discursos: «la conciliación y paz de clases» y la apelación a la «economía nacional» mixta –estatal, privada y cooperativista–, pero siempre bajo las leyes de producción capitalistas gracias a justificaciones que vienen a decir que, de otra forma, la nación no podría prosperar. Véase la relación entre las teorías políticas y económicas del keynesianismo y el hitlerismo:

«El nazismo, como una forma de reformismo, junto con el keynesianismo y las ideas reformistas de la regulación estatal del capitalismo, comparten la opinión de que el Estado no tiene que poseer los medios de producción con el fin de cumplir su misión. Uno siempre puede volver a la defensa de que Keynes no parece abogar abiertamente la ideología fascista, y que él era un defensor de las ideas liberales burguesas clásicas de la democracia burguesa. (...) Sin embargo, si aceptáramos esto, estaríamos tomando el problema de una forma superficial y no estaríamos afrontando las cuestiones fundamentales de la economía política que relacionan el papel del Estado en la teoría económica del reformismo en general, y del keynesianismo en particular. Lo cierto es que tanto el keynesianismo como el nazismo conciben el Estado como un medio para preservar el papel principal del capital monopolista respecto a la clase obrera y las masas trabajadoras. También se puede volver al argumento y especular con que el keynesianismo es una versión más artificiosa del reformismo en comparación con el nazismo. (...) El keynesianismo y el reformismo moderno, ya que se niegan a socavar la base económica del capital monopolista, inevitablemente se convierten en instrumentos fundamentales para facilitar la tendencia hacia el militarismo y la intervención extranjera». (Rafael Martínez; El reformismo de Podemos y el renacimiento del keynesianismo, 2015)

¿Y no es el mensaje de «conciliación entre clases por el bien de la nación y su prosperidad» la base de todo discurso burgués moderno, sea liberal, fascista, socialdemócrata, neoliberal, agrarista, democrata-cristiano, anarco-capitalista, centrista, posmoderno o apolítico?:

«Hay que elegir»: este es el argumento con que siempre han tratado y tratan de justificarse los oportunistas. De golpe no pueden lograrse nunca nada importante. Hay que luchar por cosas pequeñas pero asequibles. ¿Y cómo saber que algo es asequible? Por la aprobación de la mayoría de los partidos políticos o de los políticos más «influyentes». Cuanto mayor sea el número de políticos que se muestren de acuerdo con una mejora, por pequeña que sea, más fácil será lograrla, más asequible será. No debemos ser utopistas, ni aspirar a cosas grandes. Debemos ser políticos prácticos, saber plegarnos a la demanda de cosas pequeñas, las cuales facilitarán la lucha por las cosas grandes. Las cosas pequeñas representan la etapa más segura en la lucha por las cosas grandes. Así argumentan todos los oportunistas, todos los reformistas, a diferencia de los revolucionarios. (...) Debemos elegir entre el mal presente y la mínima corrección de este mal, por lo cual está la inmensa mayoría de quienes se sienten descontentos con el mal presente. Conseguido lo pequeño, facilitaremos la lucha por obtener lo grande. (...) Es este –repetimos– el argumento fundamental, el argumento típico de todos los oportunistas en el mundo entero. Ahora bien, ¿qué conclusión se desprende inevitablemente de él? La conclusión de que no hace falta un programa revolucionario, un partido revolucionario ni una táctica revolucionaria. Lo que se necesita son reformas, y asunto concluido. (...) ¿En qué reside el error fundamental de todos estos argumentos oportunistas? En que suplantan en realidad la teoría socialista de la lucha de clases, única fuerza motriz verdadera de la historia, por la teoría burguesa del progreso «solidario», «social». Según la teoría del socialismo, es decir, del marxismo –hoy no puede hablarse en serio de un socialismo no marxista–, la fuerza motriz verdadera de la historia es la lucha revolucionaria de clases; las reformas son un producto accesorio de esta lucha; accesorio, por cuanto expresan el resultado de los intentos frustrados por atenuar esta lucha, por debilitarla, etc». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Otra vez el ministerio de la Duma, 1906)

¿Por qué es importante para los marxistas combatir estas ideas? ¿Cuál sería el destino de los comunistas si siguiesen estas consignas y se limitasen estrictamente a ellas? ¿Cómo han de entenderse las llamadas reformas desde el punto de vista de la lucha de clases?

«Según la teoría de los filósofos burgueses, la fuerza motriz del progreso es la solidaridad de todos los elementos de la sociedad, que comprenden el carácter «imperfecto» de tal o cual institución. La primera teoría es materialista, la segunda idealista. La primera es revolucionaria. La segunda, reformista. La primera sirve de base a la táctica del proletariado en los países capitalistas modernos. La segunda sirve de base a la táctica de la burguesía. De la segunda teoría se deriva lógicamente la táctica de los progresistas burgueses comunes: apoyar siempre y en todas partes «lo mejor»; elegir entre la reacción y la extrema derecha de las fuerzas que se oponen a esa reacción. De la primera teoría se deriva lógicamente la táctica revolucionaria independiente de la clase avanzada. Nuestra tarea no se limita, en modo alguno, a apoyar las consignas más difundidas de la burguesía reformista. Nosotros mantenemos una política independiente y sólo proponemos reformas que interesan incuestionablemente a la lucha revolucionaria, que incuestionablemente contribuyen a elevar la independencia, la conciencia de clase y la combatividad del proletariado. Sólo con esta táctica podemos tornar inocuas las reformas desde arriba, reformas que son siempre mezquinas, siempre hipócritas, que encierran siempre alguna trampa burguesa o policial. Más aún. Sólo con esta táctica impulsamos realmente la lucha por reformas importantes. Puede parecer paradójico, pero esta aparente paradoja es una verdad confirmada por toda la historia de la socialdemocracia internacional; la táctica de los reformistas es la menos apta para lograr reformas reales. El medio más efectivo para alcanzarlas es la táctica de la lucha revolucionaria de clases. En la práctica las reformas son arrancadas siempre por la lucha revolucionaria de clase, por su independencia, su fuerza de masas, su tenacidad. Las reformas son siempre falsas, ambiguas. (...) Sólo son reales en consonancia con la intensidad de la lucha de clases. Al fundir nuestras propias consignas con las consignas de la burguesía reformista, debilitamos la causa de la revolución y también, como consecuencia de ello, la causa de las reformas, ya que con ello debilitamos la independencia, la firmeza y la energía de las clases revolucionarias». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Otra vez el ministerio de la Duma, 1906)

Perón, en 1944, también adoptó el cargo de ministro de Guerra y la vicepresidencia, con las consecuencias que esto acarreaba para la represión obrera. Posteriormente, como todos sabemos, la presión externa para que el gobierno argentino declarase la guerra a la Alemania Nazi y las luchas intestinas –a causa de arribismo, envidias y otros factores– en el seno del régimen militar forzaron a Perón, en mayo de 1945, a proclamar la renuncia de todos sus cargo tras un discurso que apelaba a la emotividad y la defensa de las medidas reformistas adoptadas como una revolución –una interpretación dramática que haría varias veces para instigar la reacción de sus seguidores, que no soportaban la idea de verse descabezados de su líder–. Así, mientras Perón renunció y fue detenido momentáneamente, el peronismo usó su influencia en los gremios, como el sindicato mayoritario CGT, para organizar a las masas en su protesta para la liberación de Perón ante el gobierno de Farrell. El desenlace es conocido por todos: el 17 de octubre, tras una movilización masiva que se venía preparando por los peronistas durante semanas, Perón acabó siendo liberado ante un gobierno militar débil que tuvo que negociar, exigiendo la retirada de Perón del ejército a cambio de darle la capacidad de pronunciarse desde el balcón para calmar a la masa enfervorecida. Perón, por el contrario, se garantizó no solo su liberación, sino la celebración de unas elecciones libres, presentándose, en un magistral alarde de demagogia, como el liberador de la tiranía cuando, en realidad, había sido uno de los principales cabecillas del gobierno militar desde el año 1943. Para horror de los anarquistas, comunistas y otros, que los obreros, los «descamisados», los habitantes de las villas, inundaran la Plaza de Mayo el 18 de octubre de 1945 para exigir la vuelta de un militar que ya consideraban su héroe suponía la confirmación del fracaso de su trabajo político. Perón, como los líderes carismáticos que le precedieron, había dado al pueblo una de cal y otra de arena, cuatro migajas para contentarse y un puñado de represión para que no sacasen los pies del tiesto. Esto demostraba hasta qué punto el pueblo argentino era manipulable, pero también hasta qué punto estaba hambriento de reformas.

Con la traición de sus antiguos «camaradas» militares, Perón planteó alzarse de forma independiente como una opción política propia para las elecciones de 1946, aunando un frente que tenía como alianza un sector disidente del radicalismo, los Centros Cívicos Coronel Perón y hasta la Alianza Libertadora Nacionalista, ganando con un 55% de los votos, en una campaña mítica por la famosa financiación de la patronal a la Unión Democrática, partido opositor al peronismo, hecho que venía a justificar para Perón el presentarse como el defensor de los humildes, aunque a él también fuera financiado por la oligarquía. 

El otro hecho decisivo fue que Braden, el embajador estadounidense en Argentina durante 1945, acusó a Perón, como habían hecho tantos otros, de tener simpatías fascistas, lo cual era un secreto a voces. Para ello hizo viral el famoso Libro Azul, un recopilado de pruebas con la presunta vinculación de Perón con el nazismo alemán. Esto, a su vez, se vendió desde la prensa peronista como un intento de injerencia del Departamento de los Estados Unidos en los asuntos argentinos para influenciar las elecciones, y así lo era puesto que el Tío Sam prefería un candidato más fiable e hizo todo lo posible para apoyar a los partidos tradicionales, siendo esta una de las razones que catapultaron la fama de Perón como presunto antiimperialista. Esta es la razón por la que su eslogan de campaña fue «O Braden o Perón», haciendo referencia a que votar por el frente de los peronistas era votar por los patriotas, y que votar por los antiperonistas era votar por los que siempre habían vendido a la patria. El frente antiperonista no supo contrarrestar este reduccionismo ya que, efectivamente, había desde proimperialistas hasta antiimperialistas. ¿Significa esto que Perón fuese antiimperialista o, al menos, antiimperialista yanqui? Veremos más adelante que esto no es cierto ni por asomo. Perón utilizó coyunturalmente la injerencia abierta de la administración estadounidense para hacerse valer como paladín antiimperialista durante los primeros años –hasta que se reconcilió con él poco después–. 

Históricamente, el imperialismo estadounidense ha obtenido mucho más siendo sutil, con la política de grandes sonrisas, proporcionando ayudas económicas y militares, que con la coacción, arrogancia y rigidez diplomática. Véase las políticas de Nixon con los revisionistas rumanos o chinos atrayéndolos a su carro, o al propio Eisenhower en su primer mandato, atrayéndose a Perón y Franco a su órbita político-económica, alejando a dichos países de una política internacional hostil hacia EEUU o de caer en el caos político abriendo la posibilidad de que éste fuese aprovechado por fuerzas antiestadounidenses. 

Ahora, ha de entenderse que esta política de sonrisas del imperialismo no excluye la coacción, el chantaje y la intervención militar. También ha habido errores y torpezas de la diplomacia estadounidense que se han reflejado en una intransigencia y desconfianza hacia los movimientos o líderes que no creían que fuesen sumisos al cien por cien, precipitándose «innecesariamente» o creando complots contra sus viejos aliados. Véase el caso de Noriega en Panamá, de Milosevic en Yugoslavia o de Gadafi en Libia. Incluso, y ya que hemos hablado de Eisenhower, recordemos cómo negó, en su último mandato, haber otorgado apoyo económico al movimiento guerrillero liberal del 26 de julio cuando Fidel Castro acudió a Washington, en 1959, para solicitar créditos, declarándose proestadounidense, cristiano y anticomunista. EEUU, al negar dicha ayuda, entregaría al barbudo oportunista a los brazos de la URSS de Jruschov, iniciando su fingida reconversión al «antiimperialismo» del «marxismo»; eso sí, una adhesión al «marxismo» y al «antiimperialismo» de los postulados de Jruschov, es decir, al revisionismo puro y duro, al socialimperialismo, y todo bajo la presentación más cínica». (Equipo de Bitácora (M-L); Perón, ¿el fascismo a la argentina?, 2021)

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