martes, 28 de marzo de 2023

Plejánov refutando las nociones neokantianas sobre espacio, tiempo y causalidad

«La evolución se realiza en el tiempo, mientras que, para Kant, el tiempo no es sino una forma subjetiva de la intuición, si me atengo a la filosofía de Kant, me contradigo a mí mismo al hablar de lo que existió antes que yo, es decir cuando yo aún no existía y por tanto no existían tampoco las formas de mi intuición: el espacio y el tiempo. Los discípulos de Kant intentaron salir de la dificultad pre­cisando que, en su maestro, no se trata de las formas y catego­rías del hombre individual, sino de las de toda la humanidad. Lejos de ser una ayuda, la corrección no hizo más que multiplicar las difi­cultades.

En primer lugar, estamos aquí ante esta alternativa: o bien los otros hombres no existen más que en mi representación, en cuyo caso no han existido antes que yo, ni existirán después de mi muerte; o bien, existen fuera de mí e independientemente de mi conciencia, en cuyo caso, la idea de su existencia, antes y después que yo, no encierra, por cierto, ninguna contradicción. Pero esto hace surgir para la filosofía kantiana nuevas e insalvables dificultades. Si los hombres existen fuera de mí, este «fuera de mí» es, aparentemente, lo que en virtud de la estructura de mi cerebro me represento como espacio. El espacio deja de ser solamente una forma subjetiva de la intuición; le corresponde un cierto «en sí» objetivo. Si los hombres existieron antes que yo y continuarán existiendo después que yo, a ese «antes que yo» y «después que yo» obviamente deben corresponder varios «en sí» que no dependen de mi conciencia, sino que se reflejan en mi conciencia bajo la forma del tiempo. Por tanto, tampoco el tiempo es solamente subjetivo. Por último, si los hombres existen fuera de mí, hay que contarlos entre las cosas en sí cuya cognoscibilidad es justamente el objeto de litigio que opone a los materialistas que estamos contra los kantianos. Y si el comportamiento ajeno es capaz de condicionar de un modo cualquiera mi acción, así como mi acción influye sobre la acción ajena −lo que debe necesariamente admitir cualquiera que considere que las sociedades humanas y el desarrollo de su civilización no existen sólo en su conciencia−, entonces se vuelve claro que la categoría de causalidad se aplica a un mundo exterior realmente existente, es decir al mundo de los «noúmenos», a las cosas en sí.

Una vez más, no hay más que dos salidas: o bien un idealismo subjetivo que desemboca lógicamente en el solipsismo −es decir, en reconocer que los otros hombres no existen más que en mi representación; o bien el abandono de las premisas kantianas, abandono que tiene su culminación lógica en el punto de vista materialista, tal como lo he demostrado en mi controversia con Konrad Schmidt−.

Vayamos un poco más lejos aún. Transportémonos por medio del pensamiento a la época en que no existían sobre la tierra más que los lejanos antepasados del hombre, a la era secundaria por ejemplo. ¿Qué eran entonces el espacio, el tiempo y la causalidad? ¿De quién eran las formas y las categorías subjetivas? ¿De los ictiosaurios? y ¿qué entendimiento dictaba en ese entonces sus leyes a la naturaleza? ¿El entendimiento del archaeopteryx? La filosofía de Kant, al no poder responder a estas preguntas, debe ser rechazada como incompatible con la ciencia moderna.

El idealismo nos dice: no hay objeto sin sujeto. Pero la historia del planeta Tierra nos demuestra que el objeto existió mucho antes de que hubiera aparecido un sujeto, es decir mucho antes de que aparecieran organismos que alcanzaran cierto grado de conciencia. El idealismo afirma: el entendimiento dicta sus leyes a la naturaleza. Pero la historia del mundo orgánico nos demuestra que el entendimiento sólo apareció en un grado muy alto de la evolución. Y como esta evolución solamente se puede explicar por las leyes de la naturaleza se desprende que es la naturaleza quien dictó sus leyes al entendimiento. La teoría de la evolución nos descubre la verdad del materialismo.

La historia del hombre es un caso particular de la evolución en general. De igual modo, lo que acabamos de decir responde a la pregunta de saber si se puede conjugar la teoría de Kant con una explicación materialista de la historia. La mente del ecléctico seguramente es capaz de todas las amalgamas, de armonizar Marx con Kant, hasta con los «realistas» de la Edad Media. Pero, para quienes ponen orden en sus pensamientos, la unión de Marx y de la filosofía kantiana será considerada como una auténtica monstruosidad». (Georgui Plejánov; Notas y advertencias a la traducción rusa del libro de Engels «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1886), 1892)

miércoles, 22 de marzo de 2023

Vygotsky sobre los factores biológicos y sociales de la educación


«Podemos extraer de todo lo dicho conclusiones psicológicas sumamente importantes con relación al carácter y la esencia del proceso educativo. Hemos visto que el comportamiento del hombre se va conformando a partir de las peculiaridades y condiciones biológicas y sociales de su desarrollo. El factor biológico determina la base, el fundamento, el cimiento de las reacciones heredadas de cuyos límites el organismo no puede salir y sobre las cuales se va construyendo el sistema de reacciones aprendidas.

A la vez, resulta evidente el hecho de que este nuevo sistema de reacciones está enteramente determinado por la estructura del ambiente en el que crece y se desarrolla el organismo. Por esa razón toda educación tiene inevitablemente un carácter social.

Ya vimos que el único educador capaz de formar nuevas reacciones en el organismo es la experiencia propia. Para el organismo es real sólo el vínculo que le ha sido dado en su experiencia personal. Por eso la experiencia personal del educando se convierte en la base principal de la labor pedagógica. En rigor, desde el punto de vista científico, no se puede educar −directamente a otro. No es posible ejercer una influencia directa y producir cambios en un organismo ajeno, sólo es posible educarse a uno mismo, es decir, modificar las reacciones innatas a través de la propia experiencia.

«Nuestros movimientos son nuestros maestros». En última instancia, el niño se educa a sí mismo. En su organismo, y no en cualquier otro lugar, transcurre la lucha decisiva de las diferentes influencias que definen su conducta por muchos años. En este sentido, la educación en todos los países y en todas las épocas, siempre fue social, por antisocial que haya sido el contenido de su ideología. Tanto en el seminario conciliar como en el antiguo gimnasio, en el cuerpo de cadetes como en el instituto para doncellas de la nobleza, lo mismo que en las escuelas de Grecia, del medioevo y de Oriente, los que educaban no eran los maestros y preceptores, sino el medio social escolar que se fue estableciendo en cada caso. 

Es por eso que la pasividad del alumno, tanto como el menosprecio de su experiencia personal es, desde el punto de vista científico del más craso error, al igual que tomar como base la falsa regla de que el maestro lo es todo y el alumno nada. Por el contrario, el criterio psicológico exige reconocer que en el proceso educativo la experiencia personal del alumno lo es todo. La educación debe estar organizada de tal modo que no se eduque al alumno, sino que éste se eduque a sí mismo. 

Por eso, el tradicional sistema escolar europeo, que siempre redujo el proceso de educación y el aprendizaje a la percepción pasiva por el alumno de lecciones y prescripciones del maestro, es el colmo de la torpeza psicológica. Se debe colocar, en la base del proceso educativo, la actividad personal del alumno y todo el arte del educador debe reducirse nada más que a orientar y regular esa actividad. En el proceso de la educación, el maestro debe ser como los rieles por los cuales avanzan libre e independientemente los vagones, recibiendo de éstos únicamente la dirección del propio movimiento. La escuela científica es ineludiblemente una «escuela de acción», según la expresión de Lay. 

A la vez, debe ponerse como fundamento de la acción educativa de los propios alumnos el proceso íntegro de reacción con sus tres componentes: percepción de la excitación estímulo, elaboración procesamiento de la misma y acción de respuesta. La pedagogía anterior reforzaba y exageraba desmedidamente el primer momento de la percepción, y transformaba al alumno en una esponja que cumplía más fielmente su misión cuanto más ávida y plenamente se impregnaba de conocimientos ajenos. Pero el saber que no ha pasado a través de la experiencia personal no es en modo alguno un saber.

La psicología exige que los alumnos aprendan no sólo a percibir, sino también a reaccionar. Educar significa ante todo ir estableciendo nuevas reacciones, elaborando nuevas formas de conducta. 

Al otorgar tan excepcional importancia a la experiencia personal del alumno, ¿podemos acaso anular el papel del maestro? ¿Podemos reemplazar la fórmula anterior «el maestro lo es todo, el alumno nada» por la inversa: «el alumno lo es todo, el maestro nada»? De ninguna manera. Si, desde el punto de vista científico, negamos que el maestro tenga la capacidad de ejercer una influencia educativa directa; que tenga la capacidad mística de «modelar el alma ajena», es precisamente porque reconocemos que el maestro posee una importancia inconmensurablemente mayor. 

De lo dicho se desprende que la experiencia del alumno, la formación de reflejos condicionados, está determinada por el medio social. Basta con que se modifique este medio para que de inmediato cambie también la conducta del hombre. Ya hemos dicho que el ambiente desempeña con respecto a cada uno de nosotros, el mismo papel que el laboratorio de Pávlov con relación a los perros de los experimentos. Allí, las contradicciones del laboratorio determinan el reflejo condicionado del perro; aquí, el ambiente social determina la elaboración de la conducta. Desde el punto de vista psicológico, el maestro es el organizador del medio social educativo, el regulador y controlador de sus interacciones con el educando. 

Y si bien el maestro resulta ser impotente en cuanto a la influencia directa sobre el alumno, es omnipotente en cuanto a la influencia indirecta sobre él, a través del medio social. El ambiente social es la auténtica palanca del proceso educativo, y todo el papel del maestro consiste en manejar esa palanca. Así como sería insensato si el hortelano quisiera influir en el crecimiento de una plana tironeándola directamente de la tierra con las manos, el maestro estaría en contradicción con la naturaleza de la educación si se esforzara por influir en el niño de manera directa. Pero el hortelano influye en la germinación de las plantas elevando la temperatura, regulando la humedad, cambiando la distribución en las plantas contiguas, eligiendo y mezclando el abono, es decir, en forma indirecta, a través de los cambios correspondientes en el medio. Así también, el maestro, modificando el medio, va educando al niño.

A la vez, debemos tener en cuenta que el maestro actúa en el proceso educativo con un doble rol, y en este aspecto la labor del maestro no constituye ninguna excepción comparada con cualquier otro tipo de trabajo humano. Cualquier trabajo humano es de doble naturaleza. En las formas más primitivas y en las más complejas del trabajo humano, el obrero asume un doble rol: por un lado, como organizador y director de la producción y, por el otro, como una parte de su propia máquina. Tomemos como ejemplo el trabajo de un ricksha japonés que transporta por sí solo a los pasajeros por la ciudad, y comparémoslo con el trabajo de un conductor de tranvía. Veremos que el ricksha es una simple fuente de fuerza física, de tracción, que con su energía muscular y nerviosa reemplaza la fuerza de un caballo, del vapor o de la electricidad. Pero simultáneamente el ricksha asume también un papel en el cual no podría sustituirlo el caballo, el vapor ni la electricidad: no sólo es una parte de su máquina, sino también el comandante de la misma, el director, regulador y organizador de su simple producción. Levanta las varas, en el instante necesario pone en marcha y detiene el carro, elude los obstáculos, se desvía en los recodos, elige la dirección adecuada.

Esos mismos dos momentos los encontramos también en el trabajo del tranviario. También ese desplaza con su fuerza muscular de una posición a otra la manivela de freno del motor, y da la señal con la fuerza mecánica de un golpe de pie. De ese modo es una simple parte de su máquina, una parte que modifica la disposición de las otras partes. Pero mucho más notoria es la segunda función del conductor de tranvía, aquella en la que actúa como organizador y director de todo ese complicado sistema de motores, frenos y señales». (Lev VygotskyPsicología pedagógica, 1926)

jueves, 2 de marzo de 2023

Entonces, ¿nunca ha coqueteado el marxismo-leninismo con nociones mecanicistas, místicas o evolucionistas?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022


«Si bien hemos demostrado que entre marxismo y positivismo median kilómetros de distancia, ¿tiene sentido preguntarnos si el marxismo ha flirteado con esos pronósticos o algunos otros muy parecidos? ¿Ha pregonado alguna vez el «triunfo inevitable de su causa» por la «razón de sus valores, consignas o cálculos»? ¿Ha acabado en un «determinismo histórico», donde todo parecía sellado y destinado a que se consumase un plan o discurrir histórico ya descubierto? ¿Se han barnizado las tradiciones y mitos nacionalistas bajo ropajes rojos y hasta revolucionarios? ¿Se ha justificado todo tipo de aberraciones, incluido el paternalismo con los pueblos coloniales, con la excusa de «favorecer el «desarrollo de las fuerzas productivas»? Pues claro. Lejos de lo que proclamaba un enfervorecido Plejánov:

«Pórtense seriamente, reflexionen atentamente acerca del sentido de nuestras palabras, no nos atribuyan sus propias invenciones y no se apresuren a descubrir contradicciones, ni en nosotros, ni en nuestros maestros, que no las hay ni las hubo jamás». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

Les daremos una triste noticia: los padres del socialismo científico no estaban exentos de meteduras de pata, especulaciones y contradicciones. Ni Marx ni Engels ni ningún pensador de renombre ha nacido sabiendo, errar es inherente al desarrollo intelectual de un hombre, aun cuando este es generalmente brillante. Así que pasemos a repasar los mejores patinazos de los representantes del marxismo-leninismo, tengan que ver o no con conceptos «positivistas». Esto implicará que para deshacer este hechizo hemos de rescatar algunos de los libros y comentarios, tanto conocidos como desconocidos, de Marx y Engels, así como de sus más conocidos discípulos: Kautsky, Labriola, Bebel o Lenin.

Dicho esto, el presente capítulo no pretende ser una recopilación de todos y cada uno de los errores, desatinos o falsos pronósticos de los autores marxistas, algo que no solo sería una tarea hercúlea que daría pie, como es normal, a un documento entero aparte, sino que simplemente nos limitaremos a recoger algunos puntos que coincidan con el tema principal que deseamos demostrar.


Friedrich Engels (1820-1895)

Los propios «reconstitucionalistas» criticaban −en este caso de forma acertada− una entrevista de Engels:

«El de Barmen contestaba que «si el crecimiento de nuestro partido continúa en su tasa normal, tendremos una mayoría entre los años 1900 y 1910». (Friedrich Engels; Entrevista de Frederick Engels por el corresponsal del Daily Chronicle a finales de junio, 1893)

Y hemos de recalcar que este extraño «cálculo matemático» se repitió en otras ocasiones −los corchetes son de Lenin−:

«El ejército está lleno de oficiales descontentos que conspiran. [Engels se hallaba entonces impresionado por la lucha revolucionaria de los de Naródnaia Volia y cifraba esperanzas en los oficiales, sin poder ver todavía el espíritu revolucionario de los soldados y marineros rusos, que se reveló con tanto brillo 18 años más tarde]. No creo que el estado actual de cosas perdure ni siquiera un año. Y cuando en Rusia estalle la revolución, entonces ¡hurra!». (Friedrich Engels; Carta a F. Sorge, 9 de abril de 1887)

Esto era poco realista como se comprobó en Rusia con la Revuelta decembrista (1825). Esta fue una intentona de un grupo clandestino de oficiales progresistas, quienes, estando muy influenciados por las ideas y revoluciones liberales de España, Francia, Portugal, Noruega y otros lugares, intentaron derrocar el régimen autocrático del zar. Evidentemente, la principal debilidad de este movimiento residía en una desconfianza hacia los trabajadores, su falta de programa común en cada región, así como su falta de determinación militar en los momentos decisivos. Este aislacionismo e idealización de los héroes fue heredado en parte por los grupos de anarquistas rusos, es decir, los populistas y otros. Véase la obra de M. V. Nechkina: «Los decembristas en el proceso histórico mundial −hacia una metodología de estudio del decembrismo−» (1975).

Esto indica que, si bien Engels se caracterizó en general por combatir el espontaneísmo, en ocasiones también cayó seducido ante una presunta «especificidad» o «excepcionalidad» que le hacía olvidar por un momento las leyes sociales.

jueves, 23 de febrero de 2023

Tres conclusiones pedagógicas sobre el interés: interconexión entre temas, ampliación gradual de la explicación y utilidad práctica

«Una ayuda esencial es el método laboral de educación. Éste parte precisamente de las inclinaciones naturales de los niños a hacer cosas, a actuar; permite que cada objeto se transforme en una serie de acciones interesantes, y nada es tan propio del niño como sentir satisfacción por su propia actividad. A la vez, la actividad del niño permite que cada objeto se ponga en relación personal con él, se convierta en cuestión de su éxito personal. Aquí es donde corresponde combinar las tareas escolares con la vida; la exigencia de que cada conocimiento nuevo que se imparta esté relacionado con algo ya conocido y que aclare al alumno algo nuevo. Es difícil imaginar algo menos psicológico que el sistema zarista de educación en el que se enseñaba aritmética, álgebra, alemán, sin que el niño comprendiese absolutamente a qué se refería todo eso y para qué lo necesitaba. Cuando se procedía de este modo y surgía algún interés, eso ocurría de forma casual e independientemente de la voluntad del maestro. 

Hay tres importantes conclusiones [reglas] pedagógicas más que se deben extraer de la teoría sobre el interés. 

La primera [regla] consiste en la vinculación entre todos los temas de un curso, que es la mejor garantía de que se despierte un interés único, concentrándolo en torno de un solo eje. Solo podemos hablar de un interés más o menos prolongado, estable y profundo cuando éste no se fragmenta en decenas de partes separadas, lo que impide captar la idea única y general de los fragmentarios temas de enseñanza. 

La segunda regla se refiere a que todos deben recurrir a la repetición como método de recordación y asimilación de conocimientos. Y todos saben qué poco interesante es para los niños la repetición, cómo les disgusta esa tarea, aunque no les ofrece dificultad alguna. La causa reside en que allí se viola la regla fundamental del interés y, debido a eso, la repetición es un mero marcar el paso sin moverse del lugar y representa el recurso más irracional y nada psicológico. La regla [correcta] consiste en evitar totalmente la repetición y en hacer que la enseñanza sea concéntrica, es decir, disponer el tema de tal modo que sea recorrido en su totalidad en la forma más breve y sencilla posible de una sola vez. Después, el maestro vuelve al mismo tema, pero no para una simple repetición de lo ya visto, sino para recorrer una vez más el mismo tema en forma profundizada y ampliada, con muchos hechos nuevos, generalizaciones y conclusiones, de manera que todo lo aprendido por los alumnos vuelve a repetirse, pero desplegado desde un nuevo aspecto, y éste se vincula con lo ya conocido, de modo que el interés surge fácilmente por sí solo. En este sentido, tanto en la ciencia como en la vida, sólo lo nuevo acerca de lo viejo puede despertar nuestro interés. 

Por último, la tercera regla de utilización del interés prescribe estructurar todo el sistema escolar en contacto directo con la vida, enseñar a los niños lo que les interesa partiendo de lo que conocen y que despierta naturalmente su interés. Froebel señala que el niño obtiene sus primeros conocimientos sobre la base de su interés natural por la vida y las ocupaciones de los adultos. Desde sus primeros años de vida, el hijo de un campesino, un comerciante o un artesano adquiere espontáneamente una multitud de los más diversos conocimientos durante el proceso de observación de la conducta del padre. Así también, en una edad posterior siempre se debe observar el punto de partida para elaborar un nuevo interés, tomando el ya existente y partiendo de lo ya conocido y cercano. Éste es el motivo por el que era tediosa la enseñanza clásica que se iniciaba de golpe con la mitología y las lenguas antiguas, y con temas que nada tienen en común con la vida que concierne al niño. Por consiguiente, la regla fundamental pasa a ser la tesis de que antes de comunicar al niño un nuevo conocimiento o reforzar en él una nueva reacción, debemos preocuparnos de preparar el terreno para eso, es decir, despertar el correspondiente interés. Esto es similar a mullir la tierra antes de la siembra». (Lev VygotskyPsicología pedagógica, 1926)

martes, 14 de febrero de 2023

¿Era Perón un representante del fascismo a la argentina?; Equipo de Bitácora (M-L), 2021


«El justicialismo y el falangismo son la misma cosa separados solo por el espacio por eso me halagan sus palabras de falangista que, para nosotros, suenan a camaradería». (Juan Domingo Perón; Carta a Rafael García Serrano, 21 de diciembre de 1963)

¿Era Perón fascista? Bueno, para empezar a desglosar la pregunta del millón habría que responder antes a lo siguiente: ¿qué podemos considerar fascismo? Para ello, el lector debe remitirse a otro artículo donde nos explayamos sobre el tema. Véase el capítulo: «Aclaraciones sobre el fascismo desde un auténtico punto de vista marxista-leninista» (2017).

En cualquier caso, Perón, en una autobiografía, no tendría ningún problema en mostrar su admiración por las figuras y obras fascistas:

«No me hubiera perdonado nunca al llegar a viejo, el haber estado en Italia y no haber conocido a un hombre tan grande como Mussolini. Me hizo la impresión de un coloso cuando me recibió en el Palacio Venecia. No puede decirse que fuera yo un bisoño y que sintiera timidez ante los grandes hombres. Ya había conocido a muchos. Además, mi italiano era tan perfecto como mi castellano. Entré directamente en su despacho donde estaba él escribiendo; levantó la vista hacia mí con atención y vino a saludarme. Yo le dije que, conocedor de su gigantesca obra, no me hubiera ido contento a mi país sin haber estrechado su mano. (…) Hasta la ascensión de Mussolini al poder, la nación iba por un lado y el trabajador por otro. (…). Yo ya conocía la doctrina del nacionalsocialismo. Había leído muchos libros acerca de Hitler. Había leído no solo en castellano, sino en italiano Mein Kampf». (Torcuato Luca de Tena, Juan Domingo Perón, Luis Calvo, Estebán Peicovich; Yo, Juan Domingo Perón: relato autobiográfico, 1976)

Como ya dijimos, Ibarguren, el ideólogo del golpe de Estado de Uriburu, otro admirador confeso de Mussolini y Hitler, se adhirió tiempo después al peronismo como propagandista. Véase la obra de Carlos Ibarguren: «El sistema económico de la revolución» (1946). De las variadas dictaduras militares que asolaron Argentina en el siglo XX, ninguna se acercaba remotamente a la «pureza» de los esquemas de los movimientos fascistas de Europa, pero si hubo un movimiento cercano a la idiosincrasia fascista este fue, sin duda, el peronismo. La admiración de Perón hacia el fascismo no solo fue manifiesta ni quedó en una simple simpatía, sino que su doctrina cumplía con varios de los rasgos fundamentales del fascismo tanto en lo relativo al papel de los sindicatos, su forma de concebir el pensamiento religioso, la relación entre masas y líder como su admiración por la violencia irracional, su hondo anticomunismo, su orgulloso chovinismo nacional, etcétera. Véase el capítulo: «Los reaccionarios orígenes del peronismo» (2021).

Los peronistas de «izquierda» y otros «marxistas» han tratado de salvar a su ídolo argumentando que Perón no podía ser fascista o amigo de estos, ¿por qué? Según ellos, porque era imposible que en Argentina hubiera fascismo, ya que esta denominación no correspondía al nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del país sudamericano. Sin embargo, estos «grandes teóricos sobre el fascismo» deberían revisar la propia historia del siglo XX, ya que no era necesario que un país alcanzara una cuota máxima de concentración económica, de monopolismo, para que una figura política fuese fascista y tomase el poder. Estos esquemáticos y amantes de la teoría menchevique de las fuerzas productivas deberían observar los gobiernos fascistas o semifascistas que se establecieron en España o en cualquiera de los países de Europa del Este, como Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial, los cuales no solo dependían en parte del capital extranjero, sino que incluso tenían rasgos semifeudales. Por lo demás, también harían bien en saber que Argentina no era precisamente un país atrasado, sino uno de los países con mayor auge económico a principios del siglo XX. Esto corrobora que los conocimientos históricos y económicos de estos analistas son escasos cuando no directamente nulos.

Otros aluden a que el peronismo no podía representar las aspiraciones del fascismo en Argentina porque, por un lado, algunos sectores tradicionales no fascistas se unieron a él, mientras otros se oponían directamente al fascismo, haciendo al peronismo un movimiento heterogéneo e incluso antifascista. Además, argumentan que el justicialismo o peronismo no se reconocía de forma abierta como un movimiento fascista. Sin embargo, olvidan que precisamente la mayoría de movimientos fascistas de la época también absorbieron a figuras y escisiones de todo tipo: antiguos monárquicos, católicos, socialistas, radicales, liberales o comunistas, del mismo modo que pasaron de la admiración al progresivo distanciamiento del «fascio» italiano, no queriendo aparecer ante sus huestes como una mera copia de un referente que, si bien admiraban, no dejaba de ser un modelo extranjero. Ergo, dar este tipo de explicaciones es ignorar cómo se ha configurado el fascismo y cómo se ha desarrollado para acceder –o mantenerse– en el poder:

lunes, 6 de febrero de 2023

Lenin contra Bogdánov, Mach y Avenarius, ¿existe la verdad objetiva?


«El señor Bogdánov declara: 

«El marxismo implica para mí la negación de la objetividad incondicional de toda verdad, cualquiera que sea; la negación de todas las verdades eternas». (Aleksándr Bogdánov; Empiriomonismo, 1906) 

¿Qué quiere decir la objetividad incondicional?:

«La verdad eterna [es] una verdad objetiva en el sentido absoluto de la palabra». (Aleksándr Bogdánov; Empiriomonismo, 1906) 

Consintiendo en admitir únicamente:

«La verdad objetiva tan sólo dentro de los límites de una época determinada». (Aleksándr Bogdánov; Empiriomonismo, 1906) 

Hay aquí dos cuestiones claramente confundidas: 

1) ¿Existe una verdad objetiva, es decir, puede haber en las representaciones mentales del hombre un contenido que no dependa del sujeto, que no dependa ni del hombre ni de la humanidad? 

2) Si es así, las representaciones humanas que expresan la verdad objetiva, ¿pueden expresarla de una vez, por entero, incondicionalmente, absolutamente o sólo de un modo aproximado, relativo? Esta segunda cuestión es la cuestión de la correlación entre la verdad absoluta y la verdad relativa.

A la segunda cuestión Bogdánov contesta con claridad, franqueza y precisión, negando la más insignificante admisión de verdad absoluta y acusando a Engels de eclecticismo por haberla admitido. Ya hablaremos después, en lugar aparte, de este descubrimiento del eclecticismo de Engels, hecho por Bogdánov. Detengámonos por lo pronto en la primera cuestión, que Bogdánov, sin decirlo de una manera abierta, resuelve también negativamente, pues se puede negar el elemento de lo relativo en estas o las otras representaciones humanas sin negar la verdad objetiva; pero no se puede negar la verdad absoluta sin negar la existencia de la verdad objetiva.

«El criterio de la verdad objetiva en el sentido que la entiende Béltov [Plejánov], no existe; la verdad es una forma ideológica, una forma organizadora de la experiencia humana». (Aleksándr Bogdánov; Empiriomonismo, 1906) 

Nada tienen que hacer aquí ni «el sentido en que la entiende Béltov», pues se trata en este caso de uno de los problemas filosóficos fundamentales y no se trata en modo alguno de Béltov, ni el criterio de la verdad, sobre el cual es preciso hablar especialmente, sin confundir esta cuestión con la cuestión de si existe la verdad objetiva. La respuesta negativa de Bogdánov a esta última cuestión es clara: si la verdad es sólo una forma ideológica, no puede haber verdad independiente del sujeto, de la humanidad, pues nosotros, como Bogdánov, no conocemos otra ideología que la ideología humana. Y aun más clara es la respuesta negativa de Bogdánov en la segunda parte de su frase: si la verdad es una forma de la experiencia humana, no puede haber verdad independiente de la humanidad, no puede haber verdad objetiva.

La negación de la verdad objetiva por Bogdánov es agnosticismo y subjetivismo. Lo absurdo de esta negación resalta evidente aunque sólo sea en el ejemplo precitado de una verdad de las ciencias naturales. Estas no permiten dudar que su afirmación de la existencia de la tierra antes de la humanidad sea una verdad. Desde el punto de vista de la teoría materialista del conocimiento esto es plenamente compatible: la existencia de lo que es reflejado, independientemente de lo que lo refleja la independencia del mundo exterior con respecto a la conciencia, es la premisa fundamental del materialismo. La afirmación de las ciencias naturales de que la tierra existía antes que la humanidad es una verdad objetiva. Y esta afirmación de las ciencias naturales es incompatible con la filosofía de los machistas y con su doctrina acerca de la verdad: si la verdad es una forma organizadora de la experiencia humana, no puede ser verídica la afirmación de la existencia de la tierra fuera de toda experiencia humana.

viernes, 27 de enero de 2023

¿Por qué para el revolucionario es imprescindible el estudio de las leyes naturales y sociales?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022

«En esta extensa sección indagaremos sobre un tema que ha sido objeto de debate en la filosofía, economía política, historia y otros múltiples campos: a) ¿qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»?;  b) ¿quién ha dicho que las leyes naturales y sociales son eternas?; c) ¿qué hay de las leyes socio-naturales en la nueva sociedad comunista?; d) ¿cómo el idealismo niega la existencia objetiva de la ley y la condiciona a la actividad del sujeto?; e) el debate soviético sobre «destruir y crear nuevas leyes»; f) la experiencia china como ejemplo histórico del voluntarismo y sus resultados; g) ¿cuál es la forma más rápida de identificar a un charlatán o un místico?

¿Qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»? 

Empecemos con un comentario del padre del socialismo científico, Karl Marx, respondiendo a Proudhon y los utópicos sobre la cuestión social y el papel de la ciencia, dejando claro que los hombres no pueden hacer lo que gusten en cualquier situación, ya que heredan unas condiciones materiales muy determinadas; en tanto, solo pueden actuar acorde a esta herencia y a la habilidad de lidiar con ella:

«¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción recíproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso. (…) Los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas productivas −base de toda su historia−, pues toda fuerza productiva es una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación anterior». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)

Lenin, por su parte, estaba muy familiarizado con el voluntarismo de los populistas y otras expresiones políticas semianarquistas; por lo que, influenciado por los textos de Marx, Engels y Plejánov, nunca negó ni mucho menos el carácter objetivo de esas leyes:

«Sólo una cosa es inmutable, desde el punto de vista de Engels: el reflejo en la conciencia humana −cuando existe conciencia humana− del mundo exterior, que existe y se desarrolla independientemente de la misma». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909) 

Lo importante aquí es que, como declaraba Lenin en sus escritos filosóficos, la «ley» es el «fenómeno esencial», siendo una prueba de la conexión y dependencia mutua de las cosas. Sin embargo, tal «ley» que encontramos en el «fenómeno», aun siendo este su expresión principal, solo es un aspecto parcial; no abarcando todo lo que puede subyacer en él. ¿Por qué? Porque tal «fenómeno», que refleja una «ley», no expresa sino un momento determinado, pero en su movimiento dinámico los fenómenos bien pueden acabar desarrollando variantes y, por ende, establecer nuevas leyes. De ahí la famosa frase de Marx: «¡Si siempre coincidiese esencia y fenómeno la ciencia sería superflua!». Nos ha de quedar claro, entonces, que:

«El concepto de ley es una de las etapas de la cognición por el hombre de la unidad y de la conexión, de la dependencia recíproca y la totalidad del proceso mundial. (…) Ley es lo permanente −lo persistente− en los fenómenos −la ley es lo idéntico en los fenómenos−. (…) La ley toma lo fijo −y por lo tanto la ley, toda ley, es estrecha, incompleta, aproximada−. (…) Ergo, ley y esencia son conceptos del mismo tipo −del mismo orden−, o más bien del mismo grado, y expresan la profundización del conocimiento, por el hombre, de los fenómenos, del mundo, etc. (…) La ley es el reflejo de lo esencial en el movimiento del universo. (…) Fenómeno = totalidad. Ley = parte. El fenómeno es más rico que la ley». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

A su vez, el pensador ruso se encargó de advertir que, este proceso que es el acceso al conocimiento científico, siempre es condicionado para el hombre:

«El conocimiento es la aproximación eterna, infinita, del pensamiento al objeto. El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre debe ser entendido, no «en forma inerte», no «en forma abstracta», no carente de movimiento, no sin contradicciones, sino en el eterno proceso del movimiento, en el surgimiento de las contradicciones y su solución». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

Por si alguno se lo pregunta, en efecto, las leyes y las diferentes categorías de las ciencias sociales no son iguales que las que operan en las ciencias naturales, ¡faltaría más!:

«Las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano: [son] dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Sin embargo, esto, en palabras de Engels, «no altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno». Es decir, las sociedades humanas en su perpetua evolución también se rigen por leyes propias. Aun así, el «sujeto» tampoco puede decidir crearlas artificiosamente. Sobre este tema no merece la pena detenernos, ya que Engels se extendió en dicha obra y otras, por lo que el lector puede comprobar las diferencias más evidentes entre la historia natural y la historia social. Pero vale la pena rescatar una emisiva escrita en sus últimos años de vida, donde evidenció que una de las dificultades de la historia social era que el sujeto participa en ella −con todos los problemas que ello conlleva−, o dicho de otro modo, tiene la capacidad de autoevaluarse a cada paso:

«La naturaleza es grandiosa, y siempre me ha encantado volver a ella para variar del movimiento de la historia, pero la historia es aún más grandiosa que la naturaleza. Esta ha necesitado millones de años para producir unos seres vivientes conscientes, y ahora estos seres conscientes necesitan millares de años para actuar juntos conscientemente; conscientes de sus acciones no solo como individuos, sino también como masa; actuando conjuntamente y persiguiendo en común un objetivo común previamente querido. Ahora casi lo hemos alcanzado. El espectáculo de este proceso, del advenimiento progresivo de algo nunca visto hasta ahora en la historia de nuestra tierra, creo que merece la atención, y durante toda mi vida jamás he podido separar los ojos de él. Pero es algo fatigoso, sobre todo cuando uno se cree llamado a participar activamente en ese proceso; entonces es cuando el estudio de la naturaleza aparece como un gran alivio y como un remedio. Pues, al fin y al cabo, la naturaleza y la historia son los dos factores que nos hacen vivir y ser lo que somos». (Friedrich Engels; Carta a G. Lamplugh, 11 de abril de 1893)

En cualquier caso, Engels liquidó las falsas pretensiones de los pensadores idealistas al aclarar muy correctamente que:

«La libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes de la naturaleza externa como respecto a aquellas que rigen la existencia física y espiritual del hombre mismo». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Aunque la intención de Engels está suficientemente clara, esto no impidió que algunos autores manipularan o especulasen sobre qué quiso decir al respecto, como veremos más tarde con el caso soviético.

sábado, 21 de enero de 2023

Plejánov sobre la ilusión óptica sobre el papel de las grandes personalidades en la historia


«Supongamos, en efecto, que el fenómeno «A» tiene que producirse necesariamente si existe una determinada suma de condiciones. Ustedes me han demostrado que esta suma, en parte, existe ya y la otra parte será asegurada en un determinado momento «T». Convencido de eso, yo, hombre que simpatiza con el fenómeno «A», exclamo: «¡Muy bien!», y me echo a dormir hasta el día feliz en que se produzca el acontecimiento predicho por ustedes. ¿Qué resultará de ello? Lo siguiente: según los cálculos de ustedes, la suma necesaria para que se produzca el fenómeno «A» comprendía también mi actividad, igual por ejemplo, a «a». Pero como yo me eché a dormir, en el momento «T» la suma de condiciones favorables para el advenimiento de dicho fenómeno ya no será «S», sino «S-a», lo que altera la situación. Mi lugar será probablemente ocupado por otro hombre, que también se hallaba próximo a la inactividad, pero sobre quien ha ejercido una influencia saludable el ejemplo de mi apatía, que le pareció muy repulsiva. En este caso, la fuerza «a» será sustituida por la fuerza «b», y si «a» es igual a «b (a=b)», la suma de condiciones que favorecen el advenimiento de «A» quedará igual a «S» y el fenómeno «A» se producirá en el mismo momento «T». Pero si la fuerza mía no es igual a cero, si soy un militante hábil y capaz y nadie me puede sustituir, entonces la suma «S» no será completa y el fenómeno «A» o se producirá más tarde de lo que habíamos calculado o no se producirá tal como lo esperábamos, o no se producirá de ningún modo. (...)

Además, es necesario hacer notar lo siguiente; discurriendo sobre el papel de las grandes personalidades en la Historia, somos víctimas casi siempre de cierta ilusión óptica, que convendrá indicar al lector.

Al ejecutar su papel de «buena espada» destinada a salvar el orden social, Napoleón apartó de dicho papel a todos los otros generales, algunos de los cuales quizá lo habrían desempeñado tan bien o casi tan bien como él. Una vez satisfecha la necesidad social de un gobernante militar enérgico, la organización social cerró el camino hacia el puesto de gobernante militar a todos los demás talentos militares. Su fuerza se convirtió en una fuerza desfavorable para la revelación de otros talentos de este género. Gracias a ello se tiene la ilusión óptica a que antes nos referíamos. La fuerza personal de Napoleón se nos presenta bajo una forma en extremo exagerada, puesto que le atribuimos toda la fuerza social que la elevó a un primer plano y la apoyaba. Esa fuerza se nos presenta como algo absolutamente excepcional, porque las demás fuerzas idénticas a ella no se transformaron de potenciales en reales. Y cuando se nos pregunta qué habría ocurrido si no hubiese existido Napoleón, nuestra imaginación se embrolla y nos parece que sin él no hubiera podido producirse todo el movimiento social sobre el que se apoyaba su fuerza y su influencia. En la historia del desarrollo intelectual de la humanidad es muy raro el caso en que el éxito de un individuo impide el éxito de otro. Pero incluso en este caso, no estamos libres de la citada ilusión óptica. Cuando una situación determinada de la sociedad plantea ante sus representantes espirituales ciertas tareas, éstas atraen hacia sí la atención de los espíritus eminentes hasta tanto que consigan resolverlas. Una vez logrado esto, su atención se orienta hacia otros objetos. Después de resolver un problema, el hombre de talento «A», con lo mismo, dirige la atención del hombre de talento «B» de este problema ya resuelto hacia otro problema. Y cuando se nos pregunta qué habría sucedido si «A» hubiese muerto antes de lograr resolver el problema «X», nos imaginamos que el hilo del desarrollo intelectual de la sociedad se habría roto. Olvidamos que, en caso de morir «A», de la solución del problema se habrían encargado «B» o «C» o «D» y que, de este modo, el hilo del desarrollo intelectual no se habría cortado a pesar de la muerte prematura de «A».

Dos condiciones son necesarias para que el hombre dotado de cierto talento ejerza gracias a él una gran influencia sobre el curso de los acontecimientos. Es preciso, en primer término, que su talento corresponda mejor que los demás a las necesidades sociales de una época determinada; si Napoleón en vez de su genio militar, hubiese poseído el genio musical de Beethoven, no habría llegado, naturalmente, a ser emperador. En segundo término, el régimen social vigente no debe cerrar el camino al individuo dotado de un determinado talento, necesario y útil justamente en el momento de que se trate. El mismo Napoleón habría muerto como un general poco conocido o con el nombre de coronel Bonaparte si el viejo régimen hubiese durado en Francia setenta y cinco años más [42]. En 1789 Davout, Desaix, Marmont y Mac Donald eran subtenientes; Bernadotte, sargento-mayor; Hoche, Marceau, Lefevre, Pichegru, Ney, Masséna, Murat, Soult, sargentos; Angereau, maestro de esgrima; Lannes, tintorero; Gouvion-Saint-Cyr, actor; Jourdan, repartidor; Bessiéres, peluquero; Brune, tipógrafo; Joubert y Junot eran estudiantes de la Facultad de Derecho; Kléber era arquitecto; Mortier no ingresó en el ejército hasta la revolución [43].

Si el viejo régimen hubiese continuado existiendo hasta hoy, a nadie de nosotros se nos habría ocurrido pensar que, a fines del siglo pasado, en Francia, algunos actores, tipógrafos, peluqueros, tintoreros, abogados, repartidores y maestros de esgrima eran genios militares en potencia [44]. 

Stendhal hace notar que un hombre nacido el mismo año que Ticiano, es decir, en 1477, habría podido ser contemporáneo de Rafael –muerto en 1520– y de Leonardo de Vinci –muerto en 1519– durante cuarenta años; habría podido pasar largos años con Gorregio, muerto en 1534, y con Miguel Ángel, que llegó a vivir hasta 1563; no habría tenido más que treinta y cuatro años cuando murió Giorgione; habría podido conocer a Tintoreto, Bassano, al Veronés, a Julio Romano y Andrea del Sarto; en una palabra habría sido contemporáneo de todos los famosos pintores, a excepción de los que pertenecían a la escuela de Bolonia, que apareció un siglo después [45]. Del mismo modo puede decirse que el hombre nacido el mismo año que Wouverman, habría podido conocer personalmente a casi todos los grandes pintores de Holanda [46], y que un hombre de la misma edad que Shakespeare habría sido contemporáneo de toda una pléyade de notables dramaturgos [47]. 

Hace tiempo que se ha hecho la observación de que los talentos aparecen siempre y en todas partes, allá donde existen condiciones favorables para su desarrollo. Esto significa que todo talento que se ha manifestado efectivamente, es decir, todo talento convertido en fuerza social es fruto de las relaciones sociales. Pero si esto es así, se comprende por qué los hombres de talento, como hemos dicho, sólo pueden hacer variar el aspecto individual y no la orientación general de los acontecimientos; ellos mismos existen gracias únicamente a esta orientación; si no fuera por eso nunca habrían podido cruzar el umbral que separa lo potencial de lo real.

De suyo se comprende que hay talentos y talentos. «Cuando una nueva etapa en el desarrollo de la civilización da vida a un nuevo género de arte –dice con razón Taine–, aparecen decenas de talentos que expresan solo a medias el pensamiento social, en torno a uno o dos genios que lo expresan a la perfección» [48]. Si causas mecánicas o fisiológicas desvinculadas del curso general del desarrollo social, político e intelectual de Italia hubieran causado la muerte de Rafael, Miguel Ángel y Leonardo de Vinci en su infancia, el arte pictórico italiano sería menos perfecto, pero la orientación general de su desarrollo en la época del Renacimiento seguiría siendo la misma. No fueron Rafael, Leonardo de Vinci ni Miguel Ángel los que crearon esa orientación: ellos sólo fueron sus mejores representantes. Es verdad que en torno de un hombre genial se forma generalmente toda una escuela, cuyos discípulos tratan de imitar hasta los menores procedimientos; por eso, la laguna que habrían dejado en el arte italiano de la época del Renacimiento con su muerte prematura Rafael, Miguel Ángel y Leonardo de Vinci habría ejercido una gran influencia sobre muchas particularidades secundarias de su historia futura. Pero tampoco esta historia habría cambiado en cuanto al fondo, si debido a ciertas causas generales, no se hubiera producido un cambio fundamental en el curso general del desarrollo intelectual de Italia.

Es sabido, sin embargo, que las diferencias cuantitativas se transforman, en fin de cuentas, en cualitativas. Esto es cierto siempre, y por lo tanto, también lo es aplicado a la Historia. Una determinada corriente artística puede no haber alcanzado ninguna manifestación notable si una combinación de circunstancias desfavorables hace que desaparezcan uno tras otro los hombres de talento que habrían podido convertirse en sus representantes. Pero la muerte prematura de estos hombres no impide la manifestación artística de dicha corriente, sino cuando no es lo suficientemente profunda para destacar nuevos talentos. Y como la profundidad de cualquier corriente dada, tanto en la literatura como en el arte, está determinada por la importancia que tiene para la clase o capa social cuyos gustos expresa y por el papel social de esta clase o capa, aquí también todo depende, en última instancia, del curso de desarrollo social y de la correlación de las fuerzas sociales». (Gueorgui Plejánov; El papel del individuo en la historia, 1898)

lunes, 9 de enero de 2023

Plejánov explicando a Labriola por qué la «raza» no puede explicar el arte de los pueblos

«Ciertamente que, al dibujar la imagen del hombre, la influencia de las particularidades raciales no puede menos de dejarse sentir sobre el «ideal de belleza» de los artistas primitivos. Es sabido que cada raza, sobre todo en las primeras fases del desarrollo social, se considera la más hermosa y apreciada en alto grado precisamente aquellos rasgos que la distinguen de otras razas. Pero, en primer término, estas peculiaridades de la estética racial, por cuanto son constantes, no pueden modificar con su influencia el curso del desarrollo del arte, y en segundo término, esas particularidades mismas se mantienen solo hasta un determinado momento, es decir, únicamente bajo ciertas condiciones. En los casos en que una tribu se ve obligada a reconocer la superioridad de otra tribu más desarrollada, su presunción racial desaparece, siendo reemplazada por la imitación de gustos ajenos, considerados antes ridículos y, a veces, incluso como deshonrosos y repugnantes. En esto, ocurre con el salvaje lo mismo que con el campesino de la sociedad civilizada, que al principio ridiculiza las costumbres y la manera de vestir de los habitantes de la ciudad, pero luego, con la aparición y el aumento del dominio de la ciudad sobre el campo, trata de asimilarlos en la medida de lo posible.

En cuanto a los pueblos históricos, señalemos ante todo que la palabra raza no puede ni debe, en general, emplearse a propósito de ellos. No conocemos ni un solo pueblo histórico del que se pueda decir que es un pueblo de raza pura; cada uno de ellos es el resultado de un proceso extraordinariamente largo e intenso de cruzamiento y mezcla de diferentes elementos étnicos.

¡Prueben, después de eso, a determinar la influencia de la «raza» sobre la historia de las ideologías de tal o cual pueblo!

A primera vista parece que no hay cosa más simple y acertada que la idea de la influencia del medio geográfico sobre el temperamento de los pueblos y a través del temperamento, sobre la historia de su desarrollo intelectual y estético. Pero a Labriola, le hubiera bastado recordar la historia de su propio país para convencerse de lo erróneo de esta idea. Los italianos de hoy viven en el mismo medio geográfico en que vivían los antiguos romanos y, sin embargo, qué poco se asemeja el «temperamento» de los tributarios contemporáneos de Menelik, al temperamento de los rudos conquistadores de Cartago!

Si se nos ocurriera explicar por el temperamento de los italianos la historia del arte italiano, por ejemplo, nos detendríamos muy pronto perplejos ante la cuestión de conocer las causas a que obedecen los cambios profundos que el temperamento, por su parte, ha experimentado en diferentes épocas y en distintas partes de la península de los Apeninos. (...) 

La ciencia social ganaría enormemente si abandonáramos, por fin, la mala costumbre de achacar a la raza todo lo que nos parece incomprensible en la historia intelectual de un pueblo. Es posible que también los rasgos distintivos de las tribus hayan tenido cierta influencia sobre dicha historia. Pero esta influencia hipotética era, seguramente, tan insignificante, que en interés de la investigación vale más admitir que es nula y estudiar las particularidades observadas en el desarrollo de tal a cual pueblo como producto de unas condiciones históricas especiales de dicho desarrollo y no como resultado de la influencia de la raza. Se comprende que nos encontraremos con no pocos casos en los que no estaremos en condiciones de indicar cuáles han sido, precisamente, las condiciones que han originado las particularidades que nos interesan. Pero lo que hoy no es accesible a la investigación científica, mañana puede serlo. La invocación de las particularidades raciales no es cómoda por el hecho de que da por terminada la investigación ahí precisamente donde debe comenzar. ¿Por qué la historia de la poesía francesa no se parece a la historia de la poesía alemana? Por una razón muy sencilla: el temperamento del pueblo francés era tal, que de su seno no podía surgir ni un Lessing, ni un Schiller, ni un Goethe. ¡Gracias por la explicación; ahora todo está claro!

Labriola diría, naturalmente, que él está más lejos que nadie de semejantes explicaciones que nada explican. Y sería exacto. Hablando en términos generales. Labriola comprende perfectamente toda la inutilidad de esas explicaciones y sabe bien desde qué punto hay que abordar la solución de problemas como el citado por nosotros como ejemplo. Pero al reconocer que el desarrollo intelectual de los pueblos se complica por sus particularidades raciales, ha corrido el riesgo de incidir a sus lectores a un grave error y ha demostrado estar dispuesto a hacer, si bien es cierto que en algunos puntos de poca importancia, algunas concesiones a las viejas formas de pensar perjudiciales para la ciencia social. Contra tales concesiones van dirigidas nuestras observaciones.

No sin fundamento calificamos de vieja la concepción por nosotros refutada sobre el papel de la raza en la historia de las ideologías. Esta concepción no es más que una variedad de la teoría, muy difundida en el siglo pasado, según la cual todo el curso de la historia se explica por las propiedades de la naturaleza humana. La concepción materialista de la historia es completamente incompatible con esta teoría. Según la nueva concepción, la naturaleza del ser social cambia junto con las relaciones sociales, por lo tanto, las propiedades generales de la naturaleza humana no pueden explicar la historia. Partidario ardiente y convencido de la concepción materialista de la historia, Labriola ha reconocido, sin embargo, en cierta medida aunque muy pequeña, la exactitud también de la vieja concepción. Pero por algo dicen los alemanes: «quien dice A, también tiene que decir B». Labriola, al reconocer la exactitud de la vieja concepción en un caso, se ha visto obligado a reconocerla también en algunos otros. ¿Es que hace falta decir que la unión de dos puntos de vista opuestos ha tenido que dañar a la cohesión del conjunto de sus concepciones?». (Gueorgui Plejánov; Concepción materialista de la historia, 1897)

miércoles, 4 de enero de 2023

Baldomero Espartero; Karl Marx, 1854

«Una de las peculiaridades de las revoluciones consiste en que precisamente cuando el pueblo parece estar a punto de dar un gran salto y de abrir una nueva era, se deja arrastrar por las ilusiones del pasado y deja todo el poder e influencia, que tan costosamente ha conseguido, en manos de hombres que representan, o se supone que representan, el movimiento popular de una época pasada. Espartero es uno de esos hombres tradicionales a los que el pueblo está acostumbrado a llevar a hombros en momentos de crisis social y de los que después, al igual que del perverso viejo que rodeaba obstinadamente con sus piernas el cuello de Simbad el Marino, es difícil librarse.

Preguntad a un español de la llamada escuela progresista cuál es el valor político de Espartero y os responderá enseguida que «Espartero representa la unidad del gran partido liberal, Espartero es popular debido a que ha salido del pueblo; su popularidad opera exclusivamente en favor de la causa de los progresistas». Es cierto que Espartero es hijo de un artesano y que se ha encaramado hasta convertirse en regente de España; lo es también que, tras ingresar en el ejército como soldado raso, lo abandonó como mariscal de campo. Pero si él es el símbolo de la unidad del gran partido liberal, sólo puede serlo de aquel punto indiferente de unidad en el que los extremos se neutralizan. Por lo que hace a la popularidad de los progresistas, no exageramos si decimos que la perdieron en el momento en que la transfirieron de la masa del partido a este individuo singular. 

No necesitamos más prueba del carácter ambiguo y excepcional de la grandeza de Espartero que el simple hecho de que, hasta ahora, nadie ha sido capaz de justificarla. Mientras sus amigos se refugian en generalidades alegóricas, sus enemigos, aludiendo a un rasgo extraño de su vida privada, declaran que es un jugador afortunado. De manera que ambos, amigos y enemigos, tienen iguales dificultades para descubrir alguna relación lógica entre el hombre tal cual es y su fama y renombre. 

Los méritos militares de Espartero son tan discutidos como indiscutibles son sus defectos políticos. En una gruesa biografía, escrita por el señor Flórez, insiste mucho en sus hazañas militares y su actuación de general, exhibidas en las provincias de Charcas, La Paz, Arequipa, Potosí y Cochabamba, donde luchó a las órdenes del general Morillo, encargado entonces de someter los estados suramericanos a la autoridad de la corona española. Pero la impresión general que producen sus proezas guerreras en tierras suramericanas sobre la excitable mente de sus paisanos queda suficientemente caracterizada con su designación como jefe del ayacuchismo y al de sus partidarios como ayacuchos, aludiendo a la desgraciada batalla de Ayacucho, en la que España perdió definitivamente Perú y Suramérica. En todo caso, es un héroe muy fuera de lo común, un héroe cuyo bautismo histórico data de una derrota, en vez de una victoria. En los siete años de guerra contra los carlistas, nunca se distinguió por uno de esos golpes de audacia por los que Narváez, su rival, fue pronto conocido como un soldado de nervios de acero. Poseía, sin duda, el don de sacar el mayor provecho posible de pequeños triunfos, pero fue pura suerte que Maroto le entregara las últimas fuerzas del Pretendiente, mientras que el levantamiento de Cabrera en 1840 no fue más que un póstumo intento de galvanizar los huesos sin vida del carlismo. El mismo señor Marliani, uno de los admiradores de Espartero e historiador de la España moderna, no puede menos de confesar que esa guerra de siete años no es comparable más que con las riñas sostenidas en el siglo X entre los pequeños señores de las Galias, en las que el éxito no era resultado de una victoria. Por otra fatalidad, resulta que, de todas las proezas peninsulares de Espartero, la que causó una impresión más viva en la memoria pública fue, si no exactamente una derrota, sí al menos una acción singularmente extraña en un héroe de la libertad: Espartero se hizo célebre como bombardeador de ciudades, de Barcelona y Sevilla. Si, como dice un escritor, los españoles quisieran pintar a Espartero como Marte, veríamos a este dios en forma de ariete.