«Cuando expresé los conceptos aquí expuestos, el señor Lunacharski me hizo varias objeciones. Examinaré ahora las más importantes.
En primer lugar, se extrañó de que, al parecer, yo reconociera la existencia de un criterio absoluto de la belleza. Pero tal criterio no existe. Todo fluye, todo cambia. Y también cambian, por cierto, los conceptos que los hombres tienen de la belleza. Por eso, no podemos demostrar que el arte contemporáneo está atravesando efectivamente una crisis de fealdad.
A esta objeción contesté y contesto diciendo que, en mi opinión, no existe ni puede existir un criterio absoluto de la belleza [64]. Los conceptos que el hombre tiene de la belleza cambian indudablemente con el curso del proceso histórico. Pero si no existe un criterio absoluto de la belleza; si todos los criterios con que se la enjuicia son relativos, ello no significa que carezcamos de toda posibilidad objetiva de juzgar si una obra artística está bien hecha. Supongamos que el artista quiere pintar una «mujer de azul». Si lo que ha representado en su cuadro se parece realmente a esa mujer, diremos que ha logrado pintar un buen cuadro. Pero si en lugar de una mujer vestida de azul vemos en su lienzo varias figuras estereométricas coloreadas en diversos lugares con manchas azules más o menos densas y más o menos burdas, diremos que ha pintado cualquier cosa menos un buen cuadro. Cuanto más corresponde la ejecución al intento, o, empleando una expresión más general, cuanto más corresponde la forma de una obra artística a su idea, más afortunada es esa obra. Ahí tiene usted una medida objetiva. Y sólo porque tal medida existe podemos afirmar que los dibujos de Leonardo da Vinci, pongamos por caso, son mejores que los del pequeño Temístocles, que emborrona papeles para distraerse. Cuando Leonardo da Vinci dibujaba a un viejo con barba, le salía un viejo con barba. ¡Y cómo le salía! Al contemplarlo no podemos por menos de exclamar: ¡parece vivo! Pero cuando a Temístocles se le ocurre pintar a un viejo barbudo, lo mejor que podemos hacer para evitar malentendidos es poner debajo: esto es un viejo barbudo y no otra cosa. Al afirmar que no puede haber una medida objetiva de la belleza, el señor Lunacharski pecaba de lo mismo que pecan tantos ideólogos burgueses, incluidos los cubistas: de extremo subjetivismo. No comprendo en absoluto cómo un hombre que se llama marxista, puede caer en semejante error. Debo añadir, sin embargo, que aquí empleo el término «belleza» en un sentido muy amplio, tal vez demasiado amplio. Pintar un hermoso cuadro que representa a un anciano no significa pintar un anciano hermoso, es decir, bello. La esfera del arte es mucho más vasta que la esfera de «lo bello». Pero en toda su amplitud puede aplicarse con igual comodidad el criterio por mí indicado: la correspondencia entre la forma y la idea. El señor Lunacharski afirma −si no le he entendido mal− que la forma también puede corresponder exactamente a una idea falsa, con lo que yo no puedo estar de acuerdo. Recordemos la obra de De Curel «La comida del león» (1898), basada, como sabemos, en la falsa idea de que las relaciones entre el patrono y sus obreros son las mismas que las existentes entre el león y los chacales que se alimentan de las migas que caen de su regia mesa. ¿Podría De Curel haber reflejado con fidelidad en su drama esta falsa idea? ¡De ningún modo! La idea es falsa, porque se halla en contradicción con las verdaderas relaciones entre el patrono y sus obreros. Presentarla en una obra artística es desfigurar la realidad. Y cuando una obra artística desfigura la realidad se trata de una obra desafortunada. Por eso, «La comida del león» está muy por debajo del talento de De Curel, y por la misma razón la pieza «A las puertas del reino» (1895) está muy debajo del talento de Hamsun.
En segundo lugar, el señor Lunacharski me reprochó un exceso de objetivismo en la exposición. Al parecer, estaba de acuerdo en que el manzano debe dar manzanas y el peral, peras. Pero hizo la observación de que entre los artistas que adoptan el punto de vista de la burguesía los hay vacilantes y que a ésos hay que convencerlos y no dejarlos sometidos a la fuerza espontánea de las influencias burguesas.
Para mí, ese reproche es menos comprensible que el primero. En mi conferencia dije y demostré −así quisiera creerlo− que el arte contemporáneo se halla en decadencia [65]. Como causa de este fenómeno, ante el cual no puede permanecer indiferente ninguna persona que ame de verdad el arte, señalé la circunstancia de que la mayoría de los artistas actuales mantienen el punto de vista de la burguesía y son completamente refractarios a las grandes ideas emancipadoras de nuestra época, ¿Qué influencia, pregunto yo, puede tener esta indicación sobre los vacilantes? Si la indicación es convincente, entonces debe impulsarles a adoptar el punto de vista del proletariado. Y eso es todo lo que se le puede exigir a una conferencia dedicada a examinar el problema del arte, y no a exponer y defender los principios del socialismo.