«Si alguna vez llegara la humanidad al punto de no operar más que con verdades eternas, con resultados del pensamiento que tuvieran validez soberana y pretensión incondicionada a la verdad, habría llegado con eso al punto en el cual se habría agotado la infinitud del mundo intelectual según la realidad igual que según la posibilidad; pero con esto se habría realizado el famosísimo milagro de la infinitud finita.
Pero ¿no hay verdades tan firmes que toda duda a su respecto nos parece locura? Por ejemplo, que dos por dos son cuatro, que los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos, que París está en Francia, que un hombre sin alimentar muere de hambre, etc. ¿Hay, pues, verdades eternas, verdades definitivas de última instancia?
Ciertamente. Es bien sabido que podemos dividir todo el ámbito del conocimiento en tres grandes sectores. El primero comprende todas las ciencias que se ocupan de la naturaleza inerte y que son más o menos susceptibles de tratamiento matemático: la matemática, la astronomía, la mecánica, la física, la química. El que guste de aplicar palabras majestuosas a cosas muy sencillas, puede decir que ciertos resultados de estas ciencias son verdades eternas, definitivas verdades de última instancia: razón por la cual se ha llamado exactas a estas ciencias. Pero no todos los resultados. Con la introducción de las magnitudes variables y la ampliación de su variabilidad hasta lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, la matemática, tan rigurosa en general en sus costumbres, ha cometido su pecado original; ha comido la manzana del conocimiento, la cual le ha abierto la vía de los éxitos más gigantescos, pero también de los errores. Se perdió para siempre el virginal estado de la validez absoluta, de la inapelable demostración de todo lo matemático; empezó el reino de las controversias, y hemos llegado ahora a una situación en la cual la mayoría de la gente diferencia e integra no porque entienda lo que hace, sino por mera fe, porque el resultado ha sido hasta ahora siempre correcto.
Aún peor es lo que ocurre en la astronomía y la mecánica, y en la física y la química uno se encuentra en medio de hipótesis como en medio de un enjambre de abejas. Ni tampoco es la ciencia posible de otra manera. En física nos encontramos con el movimiento de moléculas, en química con la formación de moléculas a partir de átomos y, a menos que la interferencia de las ondas luminosas sea una fábula, no tenemos perspectiva alguna de poner jamás ante nuestros ojos esos interesantes objetos y verlos. Las verdades definitivas de última instancia van a resultar curiosamente escasas con el tiempo.
Aún peor estamos con la geología, la cual, por su naturaleza misma, se ocupa de procesos en los cuales no hemos estado presentes ni nosotros ni ningún hombre. La cosecha de verdades definitivas de última instancia es consiguientemente cosa de mucho esfuerzo y, por tanto, muy escasa.
La segunda clase de ciencias es la que comprende la investigación de los organismos vivos. En este terreno, se despliega una tal multiplicidad de interacciones y causalidades que toda cuestión resuelta plantea una multitud de cuestiones ulteriores, y cada cuestión particular no puede generalmente resolverse sino a pasos parciales, mediante una serie de investigaciones que a menudo requieren siglos; y la necesidad de una concepción sistemática de las conexiones obliga siempre y de nuevo a rodear las verdades definitivas de última instancia con todo un bosque exuberante de hipótesis. Piénsese en la larga serie de estados intermedios que han sido necesarios, desde Galen hasta Malpighi, para establecer correctamente una cosa tan sencilla como la circulación de la sangre en los mamíferos, o lo poco que sabemos del origen de los corpúsculos de la sangre, o la cantidad de eslabones intermedios que nos faltan, por ejemplo, para enlazar las manifestaciones de una enfermedad con sus causas en una conexión racional. Frecuentemente se producen además descubrimientos como el de la célula, que nos obligan a someter a una revisión total todas las verdades definitivas de última instancia registradas hasta el momento en el campo de la biología, y a eliminar para siempre un gran montón de ellas. Por tanto, el que en este ámbito quiera establecer auténticas verdades inmutables tendrá que contentarse con trivialidades como: todos los hombres tienen que morir, todos los mamíferos hembras tienen glándulas mamarias, etcétera. Ni siquiera podrá decir que los animales superiores digieren con el estómago y los intestinos y no con la cabeza, pues la actividad nerviosa centralizada en la cabeza es necesaria para la digestión.
Pero aún peor es la situación de las verdades eternas en el tercer grupo de ciencias, el grupo histórico, que estudia las condiciones vitales de los hombres, las situaciones sociales, las formas jurídicas y estatales con su sobrestructura ideal de filosofía, religión, arte, etc., en su sucesión histórica y en su resultado actual. En la naturaleza orgánica nos encontramos por lo menos con una sucesión de procesos que, en la medida en que se trata de nuestra observación inmediata, se repiten con bastante regularidad en el seno de límites bastante amplios. Las especies orgánicas siguen siendo a grandes rasgos las mismas que en tiempos de Aristóteles. En cambio, en la historia de la sociedad las repeticiones de situaciones son excepcionales, no son la regla, en cuanto rebasamos las situaciones primitivas de la humanidad, la llamada edad de piedra, y cuando se producen tales repeticiones no tienen lugar nunca exactamente en las mismas condiciones. Así ocurre, por ejemplo, con la presencia de la propiedad colectiva originaria de la tierra en todos los pueblos cultos y la forma de su disolución. Por eso en el terreno de la historia humana estamos con nuestra ciencia mucho más atrasados que en el de la biología; aún más: cuando excepcionalmente se llega a conocer la conexión interna de las formas de existencia sociales y políticas de una época, ello ocurre por regla general cuando esas formas están ya en parte sobreviviéndose a sí mismas y caminan hacia su ruina. El conocimiento es aquí, pues, esencialmente relativo, en cuanto se limita a la comprensión de la coherencia y las consecuencias de ciertas formas de sociedad y Estado existentes sólo en un tiempo determinado y para pueblos dados, y perecederas por naturaleza. El que en este terreno quiera salir a la caza de verdades definitivas de última instancia, de verdades auténticas y absolutamente inmutables, conseguirá poco botín, como no sean trivialidades y lugares comunes de lo más groseros, como, por ejemplo, que los hombres no pueden en general vivir sin trabajar, que por regla general se han dividido hasta ahora en dominantes y dominados, que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821, etc.
Pero es muy curioso que las supuestas verdades eternas, las verdades definitivas de última instancia, etc., se nos propongan las más de las veces precisamente en este terreno. En realidad, sólo proclama verdades eternas como el que dos y dos son cuatro, el que los pájaros tienen pico u otras afirmaciones semejantes, aquel que procede con la intención de basarse en la existencia de verdades eternas en general para inferir que también en el terreno de la historia humana hay verdades eternas, una moral eterna, una justicia eterna, etc., las cuales aspiran a una validez y un alcance análogos a los de las nociones y aplicaciones de la matemática. En este caso podemos esperar con toda seguridad que dicho amigo de la humanidad va a aprovechar la primera ocasión para declararnos que todos los anteriores fabricantes de verdades eternas fueron más o menos asnos y charlatanes, estuvieron todos presos en el error y fracasaron completamente; tras lo cual, considerará que la existencia del error de aquéllos y de su falibilidad es una ley natural y prueba de la existencia de la verdad y el acierto en él; él, el profeta último, trae la verdad definitiva de última instancia, la moral eterna, la justicia eterna, ya lista y terminada en su mochila. Todo esto ha ocurrido tantos centenares y miles de veces que hay que asombrarse de que haya hombres lo suficientemente crédulos para creer eso no ya de otros, sino de sí mismos. Pese a lo cual, estamos ahora al menos en presencia de un tal profeta, sumido en cólera altamente moral, según vieja costumbre, cuando otras gentes se niegan a admitir que algún individuo sea capaz de suministrar la verdad definitiva de última instancia. Esa negación, incluso la mera duda, es, según él, un estado de debilidad, grosera confusión, nulidad, un corrosivo escepticismo peor que el mero nihilismo, confuso caos y otras tantas cosas amables más. Como en todos los profetas, tampoco aquí se procede por investigación crítico-científica para alcanzar el juicio, sino que se condena sin más con truenos morales.
Habríamos podido añadir a las ciencias citadas antes las que investigan las leyes del pensamiento humano, es decir, la lógica y la dialéctica. Pero tampoco en ellas es mejor la situación de las verdades eternas. El señor Dühring declara que la dialéctica propiamente dicha es un contrasentido, y los muchos libros que sobre lógica se han escrito y siguen escribiéndose prueban suficientemente que también en esto las verdades definitivas de última instancia crecen mucho más dispersas de lo que algunos creen.
Por lo demás, no tenemos en absoluto que aterrarnos porque el nivel del conocimiento en el que hoy nos encontramos sea tan poco definitivo como todos los anteriores. Es ya un estadio que abarca un gigantesco material de comprensión y experiencia y exige una gran especialización de los estudios de todo aquel que quiera familiarizarse con alguna rama. Mas el que se empeñe en aplicar el criterio de la verdad auténtica, inmutable y definitiva de última instancia a conocimientos que por la misma naturaleza de la cosa o bien van a ser relativos para largas series de generaciones, sin poder completarse sino parcial y progresivamente, o bien, como la cosmogonía, la geología, o la historia humana −por las deficiencias del material histórico−, serán siempre incompletos y con lagunas, esa persona no demostrará con ello más que su propia ignorancia y desorientación, incluso en el caso de que, a diferencia de lo que ocurre con nuestro autor, el verdadero fondo de su posición no sea la pretensión de infalibilidad personal.
Verdad y error, como todas las determinaciones del pensamiento que se mueven en contraposiciones polares, no tienen validez absoluta más que para un terreno extremadamente limitado, como acabamos de ver, y como también el señor Dühring vería si tuviera un poco de familiaridad con los rudimentos de la dialéctica, los cuales se refieren precisamente a la insuficiencia de todos los contrapuestos polares. En cuanto que la aplicamos fuera de aquel estrecho ámbito antes indicado, la contraposición de verdad y error se hace relativa y, con ello, inutilizable para un modo de expresión rigurosamente científico; por lo que, si intentamos seguir aplicándola como absolutamente válida fuera de aquel terreno, llegamos definitivamente a la quiebra; los dos polos de la contraposición mutan en su contrario, la verdad se hace error y el error se hace verdad». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
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