«Un pasado al que suscribirse. Así planteó el problema la historiografía alemana sobre el lugar que debía dársele al nacionalsocialismo en la historia de Alemania. Este debate de los revisionistas alemanes es comparable a la ola de otro revisionismo que ataca la historia de la Unión Soviética y, en particular, a Stalin. Aquí se trata del objetivo contrario, ya que se quisiera obligar a los soviéticos a negar su propio pasado. Es necesario, asimismo, acercar estos intentos de debates que agitan los historiadores y otros intelectuales franceses en torno a la conmemoración de la Revolución Francesa. Si esta celebración, con gran pompa y muchos discursos, les permite hablar abundante y lujosamente de la Revolución, es para, a fin de cuentas, poder enterrar mejor el ideal revolucionario y así enterrar el futuro.
Este uso intenso y, curiosamente, simultáneo de las revisiones de la historia, juega un papel considerable en la lucha que los Estados burgueses libran contra la clase obrera. Muestra hasta qué punto la ciencia histórica y sus profesionales se han comprometido con el poder burgués, y lo han hecho durante varias décadas. Muestra en qué miseria intelectual han caído y también cuán grande es la preocupación de este poder y sus partidarios. La construcción oficial, «la interpretación dominante de la historia», es siempre un trabajo político e ideológico de legitimación de la clase en el poder. Es obra de estos «expertos en legitimación», que son los intelectuales reunidos en el poder burgués. Por eso las «verdades» que dicen querer descubrir e imponer pueden, en cierta medida, arrojar luz sobre los desafíos políticos y el estado de relaciones de clase actuales. La intensificación de las revisiones del pasado aparece como un signo particularmente revelador de la crisis en la que hoy se hunde cada vez más la burguesía y de los medios que está dispuesta a usar para imponer sus consecuencias en el mundo entero.
Pasar «por fin» la página de la Revolución Francesa, considerarse heredero del poder nazi, o negar el propio pasado revolucionario en la Unión Soviética, todo ello contribuye al mismo objetivo: aplastar el ideal y la voluntad revolucionaria, poner fin a toda revuelta, ensuciando las victorias del pasado y, al mismo tiempo, demostrar que «la bestia inmunda» está en cada uno de nosotros. Es haciéndonos pueblos «ahistóricos» que pretenden esclavizarnos hoy. Este evidente intento de disolver en el olvido los peligros del pasado, para protegerse de los futuros, representa un hermoso tributo al materialismo histórico. Si burgueses y revisionistas se ponen de acuerdo para reconstruir el pasado, es para impedir que descubramos en el movimiento histórico del modo de producción capitalista la necesidad de su caída. Asimismo, las revisiones de la historia son parte integral de la violencia permanente que los capitalistas y revisionistas mantienen para atrofiar nuestra conciencia, al igual que el «respeto a los grandes equilibrios» invocado constantemente para justificar el agravamiento de las desigualdades.
En Alemania
Los recientes acontecimientos en Alemania han confirmado la actualidad de lo que se ha llamado la «disputa de los historiadores alemanes». Después de la dimisión del ministro Jenninger, en noviembre de 1988, tras su justificación de la «Noche de los cristales rotos», el ascenso de la extrema derecha en las elecciones de Berlín −29 de enero de 1989− y en otras ciudades se reveló que estaba dirigida por un ex Waffen de las SS, de la legión Carlomagno. Un «patriota puro y duro» a quien las tres potencias occidentales, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, habían dado autorización para presentarse ante el sufragio universal. Volcado resueltamente hacia el futuro, ¿no había afirmado: «debemos poner fin al eterno «mea culpa» sobre el pasado, estar tan orgullosos de nuestro país como los americanos, los franceses y los turcos»?
La disputa entre los historiadores alemanes estalló después de la ceremonia del 8 de mayo de 1986, cuando Reagan se paró ante las tumbas de los soldados alemanes en el cementerio de Bitburgo. Una acción planificada y no fortuita ante la actualidad internacional. Sin embargo, esta «polémica» no suscitó el debate.
De hecho, desde los primeros años de la Alemania Federal, la cuestión del origen del nazismo se debatió −y siempre ha sido el caso desde entonces− únicamente en términos de la situación internacional en ese momento, más precisamente, en términos de lo que se conoce como «relaciones Este-Oeste». De hecho, el problema para los Estados imperialistas es, siempre, negar el dilema fundamental: socialismo o barbarie. A lo largo de los años, sus ideólogos han tenido que exponer la esencia diabólica y atemporal del nazismo para luego establecer una comparación con el «stalinismo» y banalizarlo globalmente a través de la denuncia de otros regímenes supuestamente «rojos», como el vietnamita o el camboyano.
A este debate fundamental, se suma hoy la cuestión de la evolución de las relaciones entre las dos Alemanias, en relación con las convulsiones que se están produciendo en los antiguos países socialistas. El problema es, pues, objetivamente complejo, pero el modo en que lo debate la intelectualidad alemana, ya sea francamente reaccionaria o reformista, lo hace particularmente confuso e insano, en la medida en que ni uno ni otro quieren ni pueden plantear la cuestión en el sentido de condenar el sistema capitalista, la democracia burguesa y la complicidad criminal de los Estados ni, por tanto, explicar realmente el origen del nazismo. Prisioneros de los límites que se han dado a sí mismos, se muestran singularmente impotentes para justificar la presencia de nazis −a los que no pueden calificar precisamente de «arrepentidos»− en los gobiernos actuales.
En la URSS
En la Unión Soviética, el poder revisionista no deja de condenar el pasado revolucionario del país que dirige. Su incorporación a la economía capitalista, a través de reformas cada vez más «audaces» y catastróficas, va de la mano de su apego real y cada vez más asertivo a la ideología burguesa y sus diversos credos. Requiere pues, y esto extrañamente desde hace más de treinta años, continuos ataques contra la revolución rusa y, en especial, contra Stalin. Precisamente contra aquel que supo derrotar al nazismo. Por lo tanto, no es casualidad que el antiestalinismo oficial se haya introducido en un dominio hasta ahora preservado, el de la gran guerra contra el nazismo. Una serie de «revelaciones», pintan el retrato de un Stalin más preocupado por compartir Europa con su amigo Hitler que por prepararse para la lucha antinazi.
Todo el mundo «se beneficia» de este increíble desprecio por los hechos. Si las hordas nazis atacan a la URSS, es por culpa de la imprevisión de Stalin. Pero, cuando este último envía cinco millones de soldados rojos, siete mil tanques y cincuenta mil cañones contra Berlín, ¡es para dominar Europa! Estos ataques van dirigidos simultáneamente a dos públicos, que distan mucho de presentar las mismas características. Por un lado, el poder revisionista debe dar cada vez más garantías de lealtad al capitalismo y a la ideología burguesa. Cada vez, quiere actuar menos como «sumiso» al capitalismo y más como «socio» por derecho propio de este sistema, por lo que debe trabajar constantemente para la humillación de su pueblo que, visiblemente, aún se le resiste. Y esta resistencia no puede entenderse sin el apego del pueblo soviético al régimen que derrotó al nazismo y sentó las bases del sistema socialista. La destrucción de esta lealtad es, por lo tanto, un problema importante para la supervivencia del estado revisionista.
«Los más ardientes defensores de la «glásnost» explican que esta brutal iluminación −el juicio de Stalin− arrojada sobre el pasado es esencial si la sociedad soviética quiere realmente librarse de los vicios heredados de treinta años de stalinismo». (Le Monde, 11 de agosto de 1988)
En Francia
En Francia, los especialistas de nuestra historia proclaman lo que a sus ojos es obvio:
«La cultura revolucionaria está muriendo... La democracia francesa comienza a parecerse a otras democracias del mundo occidental. El excepcionalismo político francés, marcado por un violento antagonismo derecha-izquierda y por el peso ideológico del Partido Comunista Francés (PCF), está en proceso de liquidación. Mayo de 1968, y los años que siguieron, marcaron este sentimiento de cambio en el mundo político de una manera espectacular. 1968 fue como una última representación teatral, una bajada del telón del simbolismo revolucionario. El peligro actual de este borrado es la ausencia de una cultura política de reemplazo». (Le Monde, Entrevista a François Furet, 28 de agosto de 1988)
[El historiador francés liberal] Jean-Pierre Rioux también subraya los desafíos de la investigación histórica:
«La retirada a la tranquilidad del ensimismamiento individualista, sería la característica de las sociedades occidentales del siglo XX. Una respuesta quizás miope, pero adecuada a esta violencia colectiva, a esta exaltación de las masas adoctrinadas, que han ensangrentado copiosamente el planeta desde 1914». (Jean-Pierre Rioux; Le Monde, 15 de abril de 1988)
Pero deja entrever cierta preocupación bajo este murmullo satisfecho:
«El retorno del sujeto en todas sus angustias probablemente irá acompañado, mañana, de una búsqueda cada vez más ansiosa de la identidad nacional y sus modos de reproducción. Y el propio individualismo no tendrá ninguna posibilidad si se empeña en deambular en un estado de ingravidez social». (Jean-Pierre Rioux; Le Monde, 15 de abril de 1988)
La primacía de lo económico y lo social en la historia es un camino que ya no se quiere explorar. Se dirá que es un camino peligroso, que solo puede llevar a un callejón sin salida cuando, con aires materialistas, se toma para mostrar la permanencia de las cosas bajo el ruido del acontecer político, para dejar sitio a ese «mantel de la historia estancada» que Braudel llama «vida material» o incluso para legitimar el sistema capitalista. Actualmente, asistimos, por tanto, a un nuevo giro, designado en Francia por la expresión: «el retorno de la política». François Furet, un maestro en la materia, lo explica así:
«Mis gustos, mis intereses, me llevan más hacia la historia política. Pero durante mucho tiempo, esta historia se consideró secundaria. La política era solo una «superestructura», el «efecto» de un fenómeno históricamente necesario: el advenimiento, después de un largo ascenso, de la burguesía. Ahora bien, si la revolución es el acontecimiento más universal de nuestra historia, es porque no fundó nuevas relaciones económicas, sino nuevos principios políticos y nuevas formas de gobierno». (Le Monde, Entrevista a François Furet, 28 de agosto de 1988)
Ciencia en movimiento o máquina burocrática: El caso de los Annales y la «Nueva Historia»
Esta situación no es nueva. Numerosos elementos prueban que comenzó a gestarse tras la Primera Guerra Mundial (1914-18) y la Revolución Rusa (1917) en los países occidentales, siendo el reformismo uno de los principales vectores de difusión de las concepciones antimarxistas de la historia.
Pero, a pesar de sus objetivos de control intelectual a escala mundial y apoyados por el revisionismo del XXº Congreso, la «Nueva Historia» y sus «nuevos métodos» no lograron su objetivo. La debilidad de su teoría está hoy más que demostrada por la debilidad de sus resultados y la pobreza de la mayoría de sus estudios. La realidad viene, cada día, a contradecir sus afirmaciones sobre la inmovilidad de las sociedades, la pasividad de las masas y la vanidad de la política. La causa fundamental de este fracaso se debe al rechazo del materialismo histórico, así como a su «esclavización» ideológica, a su sumisión a las únicas «ciencias» que la ideología burguesa sabe promover: el idealismo y el empirismo. Dos cortinas de humo llamadas «métodos», que legitiman el rechazo total del debate teórico. Así, aparece con mayor claridad la superioridad del marxismo, cuyos «límites» quieren demostrar constantemente estos historiadores. Es con despecho que Furet observa:
«La Revolución, como terremoto político universal, sigue fascinando a los países extranjeros. Es verdad que la ruptura que se manifestó en 1789, la de los derechos del hombre y la soberanía del pueblo, sigue siendo un enigma intacto después de doscientos años de obras y debates destinados a desentrañar el misterio». (Le Monde, Entrevista a François Furet, 28 de agosto de 1988)
Miedo a la revolución, miedo a la violencia y a las rupturas y reveses que ella implica. No se puede explicar de otro modo todo este trabajo erudito de los intelectuales oficiales, que no buscan otra cosa que negar, relativizar, incluso calumniar el progreso y la valentía de los hombres. Esta labor de enterrar el futuro no se hace a través de discursos y debates abiertamente políticos. No, es un asunto de especialistas, un territorio de expertos cuya «cientificidad» se prueba por el único hecho de que manifiestan su rechazo a lo ideológico −a lo filosófico, o lo metafísico según los autores−. Es territorio vedado a cualquiera que no pertenezca a la casta de estos «iniciados en el misterio del método».
En Francia, tenemos que remontarnos a la década de 1920 para ver cómo se establecen el poder y los métodos de lo que se ha llamado la «Nueva Historia», es decir, la obligación moral impuesta a todos los historiadores que quieren ser reconocidos como tales por sus semejantes; a practicar el empirismo como el único método científico en la historia y a rechazar cualquier concepción filosófica que pueda influir en su obra. A partir de ese momento, el único objetivo de la Escuela de los Annales y de la «Nueva Historia», fue luchar contra el marxismo y sus implicaciones filosóficas y políticas. El trabajo de los historiadores pertenecientes a esta escuela ha tenido como objetivo demostrar que «Marx se equivocó». Pero quisieran, al mismo tiempo, sugerir que la ideología de los Annales es una ideología progresista, incluso marxista −debido sin duda a su polarización en lo «material»−, y que sus intereses son estrictamente los intereses de los científicos preocupados por mejorar la ciencia de la historia y sus métodos.
Los Annales han construido su éxito sobre el doble mito de su novedad y su marginalidad, apoyándose en una pseudocrítica y un pseudorrechazo de la historia dominante, llamada positivista y eventualista. Un rechazo que ha permitido una separación casi sistemática de la historia política, de la historia de los Estados y de las naciones ―con el pretexto del rechazo de la política− y de la historia de los acontecimientos −calificada de epifenómenos sin interés−. Vale la pena recordar que esta corriente surgió inmediatamente después de dos «epifenómenos», la guerra imperialista y la Revolución Rusa.
Para «desmarcarse» de Marx y atacar mejor sus teorías, parecía necesario mostrar que el capitalismo debe ser considerado como objeto de estudios científicos y no de «polémicas»; vanas, obviamente. Henri Hauser lo anunciaba en su introducción a «Los comienzos del capitalismo» (1931): «Creemos que se puede hablar del capitalismo como un hecho, sin amor y sin odio». Y para Thierry Paquot, autor de la introducción a «Lire Braudel», uno de los objetivos de los nuevos historiadores es siempre «relativizar» la manera de hablar del capitalismo: «El capitalismo no es una enfermedad vergonzosa, sino un período de la historia de la humanidad al cual se vinculan importantes transformaciones de varios tipos: la forma de trabajar, de pensar, de vivir, de amar, de soñar, etc».
Muy bien. Pero notemos que, a partir de los años 20 y 30, esta razón científica aséptica resultó estar en gran medida contaminada por ideología. Los largos estudios de nuestros historiadores han pretendido, cada uno a su manera, demostrar, esencialmente:
a) Que el capitalismo no es un momento de la historia humana, −es decir, con un comienzo y también un final claramente fijados− sino un fenómeno permanente, por lo que el marco que supuestamente le dio Marx de manera formal, debe ampliarse hasta mucho antes de la era del capitalismo industrial del siglo XIX. Para ello, es necesario, ante todo, situar la esencia del capitalismo en la esfera de la circulación y no en el modo de producción mercantil, lo que permite deshacernos de la cuestión de las relaciones sociales y las contradicciones ligadas al modo de producción y al salario.
b) Que las actitudes «capitalistas» siempre han existido y, por lo tanto, siempre existirán, resaltando el papel del mercado en los sistemas feudales con anterioridad al período capitalista «clásico» para confirmar la fatalidad de la reintroducción posterior de las «leyes del mercado» en los sistemas socialistas del Este.
c) Que su «etapa suprema», el imperialismo, traducido al lenguaje «annalista» por el concepto menos apasionado de «economía-mundo», sería de hecho una «realidad antigua», como lo demostrarían los circuitos de monedas, materiales preciosos y otras mercancías.
d) Que las masas, cuyas condiciones de vida estudian ciertos «annalistas», se contentan con vivir al día, sin pensar ni actuar. De ahí la proliferación de estudios sobre lo «cotidiano»: «Creo que la humanidad está más que «semienterrada» en la cotidianidad», decía Braudel.
Sea privilegiando el «movimiento» suscitado por los «mecanismos económicos», sea reduciendo toda perspectiva histórica a «largo plazo», su objetivo es demostrar que la cuota de libertad del hombre es ínfima, que está inexorablemente atrapado por las contingencias de un medio natural −de ahí el atractivo hacia la geografía, que, muy indebidamente, se presenta como la ciencia «determinista» por excelencia−, por los hábitos y por los gestos regulares, −donde los antropólogos, los etnólogos y sus herederos de la descolonización, los sociólogos, serán entonces muy útiles para asegurar el éxito del estructuralismo y de las tesis de la «reproducción»−, que escapan a su conciencia y a su control.
Sobre todo, parece que el éxito del movimiento «annalista» se basó, a partir de la década de 1950, en las negaciones de estos intelectuales, que justificaban su lucha contra el marxismo y el socialismo en su rechazo al «legado stalinista». Incluso, más allá de la desintegración de este grupo controlado por Braudel hasta hace muy poco tiempo, podemos distinguir, de hecho, el núcleo ideológico de los sucesores, compuesto esencialmente por «huérfanos del PCF», aquellos que:
«Se adhirieron al stalinismo con ardor mientras se preparaban juntos para la agregación de historia [la «agregación de historia» es un título para la docencia en Francia] en la década de 1950: F. Furet, J. Ozouf, D. Richet, E. Le Roy Ladurie, A. Besangon, M. Agulhon... ex comunistas que, arrepentidos y reconvertidos al liberalismo, se encontraron con una segunda familia política, la de la «segunda izquierda», marcada por la desastrosa experiencia del molletismo, sensible a los temas antiestatales, a la defensa de la sociedad civil y a la experimentación social. Encontramos allí en particular a J. Julliard, P. Nora, M. Ferro, M. Winock... Este encuentro, permitió realizar una verdadera operación sincrética en torno a un credo común que encontró por lugar la Escuela de los Annales. Podemos calificar este discurso como socio-liberal y percibir que cubre esencialmente el núcleo de poder de la escuela. A este núcleo se han sumado otras corrientes, bien de una derecha inconformista, que ha roto con la historia tradicional, bien de un polo marxista o bien de independientes de izquierda, que han renunciado a todo el legado stalinista». (François Dosse; Lire Braudel, 1988)
Finalmente, su éxito se debe al carácter institucional y altamente burocrático de su hegemonía. Braudel fue, desde el día posterior a la Segunda Guerra Mundial (1939-45), el personaje central de esta vasta maquinaria antimarxista y anticientífica, la «Nueva Historia», heredera institucionalizada de la Escuela de los Annales.
Su éxito se debió esencialmente a su arte de frustrar las oportunidades políticas del momento. Desplegando abiertamente una estrategia de hegemonía, muy resentida por sus contemporáneos: «La lección de los Annales... es que todas las ciencias humanas se incorporan a la historia, y se convierten en ciencias auxiliares», tuvo sobre todo el buen gusto de ofrecer a sus futuros mecenas estadounidenses una adhesión transparente al «mundo atlántico», opuesto al «monstruo de las tierras», la Unión Soviética −términos utilizados en la conclusión de su tesis, en 1948, y citados por Dosse−.
Por lo tanto, se utilizó dinero estadounidense para financiar sus proyectos a partir de 1955, lo que permitió a la «Sexta Sección» ganar unas cuarenta nuevas direcciones de estudio y, a finales de los años 50, su deseo de crear una facultad de ciencias sociales, denunciado como «imperialismo braudeliano», solo sería satisfecho gracias al dinero de la Fundación Ford −la Casa de las Ciencias Humanas se fundaría en 1962−. Braudel obtendrá en 1959, del Ministerio de Educación Nacional, la creación de 60 puestos de jefes de obra, una verdadera OPA [Oferta pública de adquisición o licitación] en el campo de la investigación en historia. ¡Obligando a partir de ahora a ser o «no ser» «braudeliano»!
Durante el mismo período, asistimos al desarrollo de las ciencias sociales, en nombre de la necesidad de indicadores económicos y sociales. La estadística y la demografía se convierten en las ayudas esenciales del poder político, del Estado francés, de las empresas y los sindicatos, así como de los organismos internacionales −lo que llamaremos «demanda social»−, o de Estados Unidos, muy presente en operaciones de apoyo, financiación o exportación de métodos de trabajo en dirección a las «ciencias humanas».
Esta «escuela nueva» no es, por tanto, fruto de un perfeccionamiento o de una revolución científica, sino que forma parte de los instrumentos que el poder burgués ha puesto en marcha para luchar contra el poder del pensamiento marxista. Queriendo ser una verdadera máquina de guerra contra el pensamiento dialéctico, el materialismo histórico y las luchas de clases en general, su única arma es el rechazo a la teoría, el más crudo empirismo y sobre todo un creciente desprecio hacia las masas −ligado a un creciente miedo y odio contra el marxismo−.
Pero las múltiples dificultades internas con las que ha tropezado, así como la crisis que hoy vive abiertamente, muestran los límites de las posibilidades reales de tal maquinaria. Su estallido, debidamente señalado, solo puede ser saludable, ya que hace desaparecer la ilusión de «una» escuela francesa de historia unificada y homogénea, y podría permitir el restablecimiento de un verdadero debate sobre los objetivos y métodos de la investigación histórica.
Porque es obvio que entre los «annalistas» se encuentra de todo y tales cohabitaciones se han vuelto aparentemente insoportables hoy. Si algunos atacan al marxismo de una manera más que odiosa −uno se pregunta por qué, en un momento en que «todo el mundo» está de acuerdo en que se ha acabado con él−, otros historiadores afirman su apego −más o menos comprobado y muchas veces muy revisado− al materialismo histórico, mientras que tímidamente, y a pesar de una −¿auto?− censura flagrante, algunos historiadores critican ahora públicamente a esta Escuela, y sus métodos, a través de la crítica a Braudel y su obra.
Empirismo e ideología burguesa
En el desarrollo de la ciencia, la ideología burguesa tiende espontáneamente hacia el empirismo, como hacia un refugio donde sus prejuicios podrían sobrevivir al abrigo de la implacable dialéctica materialista. El rechazo del marxismo es, en última instancia, como prueba un siglo de historia intelectual, el rechazo de la teoría, de la «razón», del principio de causalidad, que conduce inevitablemente al empirismo más limitado. Así, para Braudel, la historia debe ser «primero una descripción, una simple observación y clasificación sin demasiadas ideas preliminares». Este método todavía encuentra ardientes defensores:
«Braudel no cuenta la historia del concepto de «capitalismo». Nunca. Cuenta la historia de las ciudades del mundo, sus herramientas, sus líderes y sus redes de influencia. Braudel nunca escribe una frase como: «el capitalismo se materializa en las ciudades» o «la burguesía en ascenso se apodera de las ciudades y controla la zona central». Nunca. Es bastante remarcable. No parece mucho, pero es un «desplazamiento de perspectiva» que encuentro abrumador frente a la forma tradicional, es decir marxista, de considerar la historia del capitalismo. No es una «ruptura epistemológica», no es el fundamento de una nueva ciencia, ni siquiera es una invención filosófica original. Es solo el regreso al empirismo, a la descripción, a la puesta en escena. La única práctica que considero verdaderamente «materialista». Fernand Braudel encaja, creo, en una tradición empirista o nominalista de las ciencias sociales. Su obra se presenta como una serie inagotable de ejemplos, anécdotas, descripciones, testimonios, a veces cifras. En definitiva, pura descripción, pura narración. Una constante y obstinada desconfianza hacia toda teorización». (François Fourquet; Lire Braudel, 1988)
Sin embargo, esta «tradición empirista o nominalista de las ciencias sociales» no está exenta de contradicciones mortales. Así, se da el paso de la dilución de los problemas, algo propio de Braudel, donde no solo no hay respuestas, sino que las preguntas mismas han desaparecido por medio de una:
«Especie de embriaguez del espacio que aniquila las facultades críticas, un consentimiento a la fragmentación incontrolada, como la del autor, pero sufrida, como la del lector absorto». (Michel Morineau; Lire Braudel, 1988)
A los estudios más especializados, como la moda invasiva de la monografía. Es una etapa crítica para la «Nueva Historia». En efecto, los herederos no pueden competir con el maestro en un terreno que este mantiene controlado, sino solo «profundizar» su tema. Algo que el «maestro» lamentó, y con razón, ya que este proceso solo puede ser destructivo para tal «Escuela», obligándola a ir hasta el final de las consecuencias de sus análisis; es decir, a «recaer» en problemas filosóficos e ideológicos. En definitiva, a un serio cuestionamiento de las «virtudes» del empirismo:
«La simple observación empírica, que se niega a conceptualizar y a cuestionar más allá de lo evidente, no solo queda en gran parte impotente, sino que... da la ilusión de saber algo allí donde no sabemos casi nada». (Alain Caillè; Lire Braudel, 1988)
La etapa siguiente, la de los intentos de balance y de síntesis, implica −más o menos conscientemente por otra parte− la crítica del espíritu de esta Escuela y su condena como ideología reaccionaria. Actualmente, muestra sobre todo la dificultad de los historiadores franceses para perseguir sus críticas hasta el final, que parecen estar impregnadas de los principios del apoliticismo y del antimaterialismo, aun cuando es innegable el carácter progresista de sus ideas y de sus cuestionamientos.
¿Qué progreso en la historia?
Para los marxistas, la filosofía y la historia están íntimamente ligadas. Este no es el caso de quienes afirman que sus métodos de trabajo solo pueden ser científicos porque están −según ellos− libres de cualquier concepción filosófica y son, por lo tanto, ideológicamente neutrales. Negar la verdad del sentido del trabajo del historiador y el carácter esencial de este trabajo, en el plano ideológico y político, en última instancia solo conduce a obligarse a trabajar «gratuitamente» −la historia por la historia−, a un trabajo verdaderamente enajenado. Porque, ¿puede la investigación en historia ser otra cosa que una contribución a la constitución de una conciencia colectiva, a la que tradicionalmente siempre ha apuntado, y de la que los historiadores contemporáneos pretenden que deben y pueden emanciparse por razones científicas? ¿Es la historia «científica» cuando pretende ser una descripción de una situación o de hechos pasados aceptables y aceptados, según ella, por todos los individuos o grupos involucrados?
Un historiador de principios de siglo exhortó a sus colegas a no revelar su país de origen, su religión o su filiación política, pero, sin duda, fracasó en este planteamiento de cierta «moral científica», ya que hoy sabemos, o fácilmente adivinamos, el origen real, histórica e ideológicamente determinado, del llamado universalismo de la cultura y de la ciencia que invade todo discurso bien intencionado. Es esta separación la que es aclamada como un gran avance por los historiadores contemporáneos y la que consideran la principal marca de la ciencia en las ciencias humanas. El «sine ira et studio» [sin rencor y sin parcialidad] −que también define al burócrata perfecto de Max Weber− debe ser, según ellos, la base de una verdadera disciplina del investigador contemporáneo.
El revisionismo no dejará de criticar los intentos de organizar una verdadera historia marxista. En 1960, «nos divertimos» con el debate de los historiadores soviéticos de las décadas de 1940 y 1950 sobre las dificultades de la periodización y la imposibilidad de encontrar la esclavitud o el feudalismo «en estado puro»; debate real o no, lo importante es que su crítica encaja perfectamente en la ideología revisionista de la lucha contra los «dogmas». De ahí en adelante, hacen necesario suavizar la interpretación marxista frente a situaciones particulares. El XXº Congreso del PCUS dio su sanción a las «nuevas» tendencias, a la lucha contra el exceso de «politización» desarrollado bajo Stalin, a la ampliación de los campos de investigación y especialización más estrecha, el rechazo al dogmatismo y la «manía de las citas», etcétera.
Por un lado, Barraclough diría: «Si queríamos que la historia cumpliera su verdadera función, era necesario, en adelante, distinguir más claramente entre filosofía de la sociedad −materialismo histórico−, teoría de la sociedad −sociología− e historia de la sociedad −ciencias históricas−, y reconocer la relativa autonomía de cada una de estas disciplinas». Por otro lado, también fue necesario importar nuevos métodos de Occidente. En adelante, «liberados del yugo del stalinismo», los historiadores soviéticos fueron «presionados» para aprender sobre cibernética, técnicas informáticas, estadística, análisis estructural y el uso de modelos matemáticos. Porque:
«Así como los avances en la música están vinculados a las mejoras en la naturaleza de los instrumentos, y los avances en la astronomía están vinculados a la capacidad de producir telescopios cada vez más potentes, las tendencias en la historia están vinculadas al desarrollo de nuevas técnicas y métodos, que las han hecho posibles solamente así. Es el método el que permanece en el centro de las preocupaciones». (G. Barraclough; Las tendencias actuales de la historia, 1980)
Podemos percibir mejor la ambigüedad y la cercanía de la relación entre filosofía de la historia, campos de investigación y métodos, al señalar que fue precisamente en el momento en que muchos países obtuvieron su independencia y, por lo tanto, se comprometieron a «hacer su historia», que la moda de rechazar la política y la nación se impusieron entre liberales y revisionistas. Mientras unos trataban de liberarse del peso de la ideología colonialista, desarrollando nuevos métodos de investigación histórica −en particular, la búsqueda de fuentes distintas a la palabra escrita−, otros afirmaron liberarse de la ideología a secas, al condenar la historia política y nacional como un objeto no científico». (Claire Pascal; Un pasado al que suscribirse: rol y métodos de la historia, 1990)
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