[Publicado originalmente en 2021. Reeditado en 2024]
«¿Cuál fue para el peruano José Carlos Mariátegui la fuente de la revitalización del marxismo en el siglo XX? Atentos, porque no tiene desperdicio:
«Georges Sorel, tan influyente en la formación espiritual de Lenin, ilustró el movimiento revolucionario socialista −con un talento que Henri de Man seguramente ignora, aunque en su volumen omita toda cita del autor de «Reflexiones sobre la violencia»− a la luz de la filosofía bergsoniana, continuando a Marx». (...) Vitalismo, activismo, pragmatismo, relativismo, ninguna de estas corrientes filosóficas, en lo que podían aportar a la revolución, han quedado al margen del movimiento intelectual marxista. (…) A través de Sorel, el marxismo asimila los elementos y adquisiciones sustanciales de las corrientes filosóficas posteriores a Marx. Superando las bases racionalistas y positivistas del socialismo de su época». (José Carlos Mariátegui; En defensa del marxismo, 1928)
El autor peruano ignoraba u ocultaba que Sorel fue el precursor del «sindicalismo revolucionario», ideología que tanto influenciaría a las huestes anarquistas y fascistas por su violencia, vitalismo y pensamiento irracional. En sus escritos, el pensador francés, pese a un periodo inicial de simpatía por el marxismo a finales del siglo XIX, acabó apoyando postulados religiosos y ultranacionalistas, se declaró favorable a la «intuición» de filósofos idealistas como Bergson y la «moralidad» de reformistas como Proudhon. De hecho, se dedicó en varias obras a atacar los fundamentos del socialismo científico de Marx y Engels.
Por esta razón, Lenin, jefe de los marxistas rusos, calificó a Sorel como un mero charlatán:
«Se equivoca usted, señor Poincaré: sus obras prueban que hay personas que no pueden pensar más que contrasentidos. Una de ellas es Georges Sorel, confusionista bien conocido». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
En cambio, para el señor Mariátegui, ¡fueron Sorel y el resto de escuelas idealistas quienes revitalizaron el marxismo y al propio Lenin!
Para muestra un botón: los estudiosos del fascismo español, como Julio Gil Pecharromán, reconocían que la obra de Georges Sorel «Reflexiones sobre la violencia» (1908), fue absolutamente clave para la formación del ideario de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange Española. Esto no es ningún secreto, ya que dicha obra también formaba parte del plan de lecturas del líder fascista destinado a los falangistas de las prisiones de Madrid o Alicante. Véase la obra de Francisco Bravo Martínez: «Historia de FE-JONS» (1940).
Hasta el propio Benito Mussolini reconoció la influencia del pensamiento de Sorel en el fascismo:
«Reformismo, revolucionarismo, centrismo, incluso los mismos ecos de estos neologismos, se han debilitado, mientras que en el gran torrente del fascismo se encuentran las corrientes que nacen de Sorel, de Peguy, de Lagardelle, el del «movimiento socialista» y de las fuentes del sindicalismo italiano, que entre 1904 y 1914 aportaron una novedad en el ambiente socialista italiano». (Benito Mussolini; La doctrina del fascismo, 1932)
Dicho esto, en este capítulo el lector podrá encontrar los siguientes apartados en los que iremos descomponiendo la cuestión que aquí nos atañe: a) ¿En qué se basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?; b) El contexto histórico-político que da luz al sorelismo es fruto de la bancarrota reformista; c) La crítica de Sorel y Croce al materialismo histórico; d) ¿Es cierto que Marx no sistematizó ninguna teoría? ¿Fue todo un invento de Engels?; e) La filosofía soreliana del conocimiento; f) ¿Convirtieron los discípulos de Marx sus ideas en un dogma?; g) El fetiche por la huelga general y los conatos de economicismo por doquier; y, por último, h) El «mito soreliano» como condición «sine qua non» para movilizar al pueblo.
Bien, aunque comencemos desviándonos algo del tema central, la cuestión de Mariátegui, este ejercicio será necesario para profundizar sobre Sorel y conocer cuánto daño han hecho este tipo de prácticas políticas ciegas, siempre muy duchas en frases de alta sonoridad revolucionaria, pero de esencia más que discutible. Solo así podremos comprender hasta qué punto Mariátegui estaba promocionando la ideología soreliana, que como iremos comprobando no solo era incompatible con el marxismo, sino también antagónica a este.
Pero, ¿cómo surge el «sorelismo» en Francia y por qué influye a posteriori a tantas corrientes reaccionarias? Uno de los principales motivos es que Georges Sorel buscaba «limpiar su cabeza» de los «dogmas saint-simonianos y positivistas». Más tarde, sabedor de las osadías que en su momento cometió el socialismo utópico y la sociología burguesa para intentar «hacer ciencia» −por medio de sus fórmulas infantiles y sus metodologías rudimentarias−, intentó justificar su acercamiento a la «filosofía de la intuición», capitaneada por su estimado compatriota Henri Bergson.
Sin embargo, esta frustración hacia los movimientos y filosofías precedentes no termina ahí ni es su único motivo de «rebeldía» contra el «racionalismo», pues, aunque parezca un tópico, debemos tener en cuenta −entre otros motivos− la fuerza desmoralizadora que supuso para muchos como él la dudosa práctica de los partidos marxistas, quienes se denominaban de distintas formas: «socialdemócratas», «socialistas», «obreros», etc. El propio Sorel, al ser un testigo de época, reflexionó sobre la crisis que asolaba al movimiento marxista, el cual, en aquel momento, destinaba gran parte de sus energías a batir a sus enemigos internos. Algunas cabezas visibles, otrora fieles al marxismo, ahora parecían estar con un pie en el abismo, cruzando la línea entre el marxismo y su revisión, como ocurriría con el famoso caso de Eduard Bernstein, a quien Sorel tanto influenció en el desenlace de su deserción. Véase la obra de Georges Sorel: «La polémica por la interpretación del marxismo: Bernstein y Kautsky» (1900).
Para quien no lo sepa, en estas organizaciones marxistas se estaba cristalizando cada vez más una pugna entre una tendencia tradicional, «revolucionaria» y «ortodoxa», frente a otra «reformista» y «heterodoxa». El objetivo más común de estos últimos era: 1) popularizar sus ideas poco a poco en todas las esferas del partido para, con el tiempo, volverlas «familiares» y aceptables a ojos de los militantes; 2) alcanzar puestos de poder sin hacer demasiado ruido, maniobrando y realizando concesiones formales para no levantar sospechas ni ser expulsados; 3) contagiar a los jefes de mayor importancia de este espíritu liberal para que, valiéndose de su autoridad y apoyo, llegado el momento, se oficializara un nuevo viraje político.
Aunque, inicialmente, Sorel simpatizaba con ciertas «tradiciones del marxismo» y se horrorizaba con «ciertas licencias liberales», consideraba normal esta coexistencia entre corrientes tan dispares. Para él, no parecía un problema el posible emponzoñamiento ideológico que pudiera derivarse de esta malsana situación interna:
«Es muy fácil reconocer en el socialismo contemporáneo dos concepciones éticas opuestas. (…) El primero, inspirado en las tradiciones de la burguesía liberal, está vinculado a la Revolución Francesa; el segundo, desarrollado principalmente bajo la influencia de Marx, extrae sus principios del estudio de las condiciones sociales producidas por la industria a gran escala. Sin embargo, no debemos creer que no existe una escuela perfectamente pura; ningún socialista se ha mantenido siempre fiel a una sola doctrina». (Georges Sorel; La ética y el socialismo, 1898)
Antes de continuar, habría que entender un poco el contexto político de aquellos años. Por ello, daremos un par de pinceladas históricas sobre el movimiento obrero francés. Como se ha dicho, Sorel fue coetáneo a las primeras experiencias del «socialismo francés» de Paul Lafargue y Jules Guesde, los padres fundadores del Partido Obrero Francés (1880-1902), por esta razón, se acabó interesando por el marxismo y pasó a colaborar con varias revistas de este tipo entre 1894 y 1897. Como curiosidad, también mantuvo una activa correspondencia con uno de sus jefes internacionales más destacados: el marxista italiano Antonio Labriola. Este ironizaría así sobre la deserción de Sorel años después:
«Sin rencor, ¡qué mortificación para mí! (…) Comienza un diálogo didáctico con un amigo, y éste pasa inmediatamente al otro lado. ¿No es así, señor Sorel? Este diálogo no era más que un monólogo, y… tanto mejor». (Antonio Labriola; Introducción a la obra: «Filosofía y socialismo. Cartas a G. Sorel» de 1897, 1898)
Por su parte, Marx y Engels, discreparon no pocas veces con las declaraciones de la cúpula socialista francesa del siglo XIX, así sucedió, por ejemplo, en la forma errada de combatir a los «posibilistas» de Malón, Brousse y Joffrín (1882), la cuestión de cómo enfrentar la amenaza bonapartista de Boulanger (1889), las necesarias correcciones en el programa agrario (1894) o la seducción por el «socialismo independiente» de Jaurès y Millerand. Esto bien se puede comprobar en el intercambio de cartas de ambos con sus respectivos compañeros de armas europeos. Véanse las obras de Marx y Engels: «Collected Works» Vol.46 (1880-83)», «Collected Works» Vol.48 (1887-90)» y «Collected Works» Vol.50 (1892-95).
Es más, cuán importantes fueron este tipo de controversias, que Engels llegó a declarar que esto parecía una segunda parte de las trifulcas entre los marxistas y los bakuninistas de 1870:
«Y éste es el único punto en el que estoy de acuerdo con Brousse: que es la antigua división en la [I] Internacional otra vez, la que ahora conduce a la gente a dos campos opuestos. Por un lado, los discípulos de Bakunin, con una bandera diferente, pero con todo el viejo equipo y sus tácticas, un conjunto de intrigantes y farsantes que tratan de «dirigir» al movimiento obrero para sus propios fines privados; al otro lado el verdadero movimiento obrero. Y fue esto, y solo esto, que me hizo tomar el asunto con tanta seriedad y fervor». (Friedrich Engels; Carta a Laura Lafargue, 11 de junio de 1889)
Estas disputas −Bernstein contra Kautsky o Struve contra Plejánov− eran paralelas y similares a otras que se tejían en los partidos europeos del momento, y, aun décadas después, siguieron siendo la principal fuente de información para la formación ideológica de los futuros líderes revolucionarios. Véase la obra de Lenin: «Prefacio a la traducción rusa del libro de correspondencia J. F. Becker, J. Dietzgen, F. Engels, C. Marx y otros con F. A. Sorge y otros» (1907).
Años después, el propio Lenin escribiría que estas luchas sucesivas no solo no eran disputas escolásticas, como declaraban los otzovistas, sino que eran clave para poder apuntalar de una vez un movimiento que aspirase a la seriedad y la rigurosidad en sus postulados. Atentos −los corchetes son nuestros−:
«Que gimoteen los blandengues, los que aquí y allá gritarán: ¡Otra vez la lucha! ¡Otra vez las fricciones internas! ¡Otra vez la polémica! Nosotros les respondemos: sin luchar una y otra vez, jamás se ha formado en sitio alguno [un movimiento] verdaderamente proletario, revolucionario. (…) En interés de esta nueva diferenciación es imprescindible reforzar la labor teórica». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; A propósito de dos cartas, 1908)
En el caso del «socialismo francés», albergó desde sus comienzos numerosas ideas ajenas al socialismo científico que comprometían su cohesión interna y su difusión entre los sujetos susceptibles de tener tales inclinaciones y sumarse a la causa. Estas desviaciones podían resumirse, entre otras, en: a) un marcado «autonomismo» de las estructuras partidarias que impedía toda dirección de mando; b) concepciones morales abstractas que equiparaban las revoluciones burguesas respecto a las proletarias en aras de un «derecho» a la «libertad»; c) arengas vacías a la revolución sin la preparación pertinente, muy propias del bakuninismo; d) candidez ante las confabulaciones de los líderes fraccionalistas que pretendían desechar el marxismo; e) pasar del abstencionismo anarquista a un electoralismo −con los radicales-republicanos o con los populistas conservadores−, intentando arañar algo de influencia; f) discursos demagógicos alzándose como representantes de los «pequeños propietarios» y prometiéndoles «salvar su economía» bajo el capitalismo, etc.
Existen infinidad de documentos de referencia donde el lector podrá consultar todo esto. Véase la obra de Samuel Bernstein «Jules Guesde, pionero del marxismo en Francia» (1940); la obra de Thomas Moodie «La reorientación del socialismo francés, 1888-90» (1975); los subcapítulos de Manuel Salgado «La herencia clasista en el campo internacional: del pueblo trabajador a la clase» de su obra: «¿Clase o pueblo?» (2004); y también la obra de Odile Rudelle «La república absoluta» (2021).
Toda esta amalgama ideológica de la que partía el incipiente «marxismo francés», aun cuando era conducido por Lafargue, Guesde y otros, condujo a la famosa y cómica expresión de Marx, tantas veces manipulada:
«Ahora bien, lo que se conoce como «marxismo» en Francia, de hecho, es un producto completamente peculiar, tanto es así que Marx dijo una vez a Lafargue: «Si algo es cierto es que yo mismo no soy marxista». (Friedrich Engels; Carta a Eduard Bernstein, 2 de noviembre de 1882)
Es decir, no es que Marx renegase de su propia doctrina, lo cual sería un absurdo, sino que en esta ocasión se diferenciaba de todos aquellos que, deseando abanderarla, la adulteraban y ensuciaban su imagen. Estas declaraciones no representaron una excepción, más bien fueron una constante tanto en la biografía de Marx como en la de Engels. Este último, si bien consideraba al grupo de Guesde como «sus amigos», confesaba amargado que, pese a sus cualidades positivas, Guesde no dejaba de cometer imprudencias por su carácter tan irreflexivo:
«Guesde. En cuestiones de teoría, este hombre es, con mucho, el pensador más lúcido entre los parisinos, y uno de los pocos que no hace ninguna excepción a los orígenes alemanes del socialismo actual. (…) Las fallas de Guesde son de un tipo muy diferente. En primer lugar, la superstición parisina de que la palabra revolución es algo sobre lo que uno debe estar continuamente discutiendo. Y, en segundo lugar, impaciencia sin límites. (…) El caso es que, durante los últimos 12 o 15 meses, nuestros amigos franceses, que intentan montar el Partido Obrero, han cometido un desatino tras otro, y esto se aplica a todos ellos sin excepción. (…) De vez en cuando, Marx, como yo, ha transmitido consejos a Guesde a través de Lafargue, pero casi nunca los ha aceptado, aunque es cierto que cuando Guesde vino y trataba de enmarcar el proyecto de programa del partido, su preámbulo le fue dictado palabra por palabra por Marx». (Friedrich Engels; Carta a Eduard Bernstein, 25 de octubre de 1881)
Por su parte, aún en 1882, Marx era mucho más duro con su yerno, Lafargue, calificándolo como alguien que no se había desencantado del bakuninismo que una vez había combatido:
«Es hora, digo, de que Lafargue ponga fin a su pueril fanfarronear sobre los espantosos hechos de su revolución del futuro. (…) Eso es lo que les sucede a veces a los oráculos; lo que ellos creen ser su propia inspiración es, por el contrario, y más a menudo que no, simplemente un recuerdo que ha permanecido atascado en sus mentes. (…) Lafargue es, de hecho, el último discípulo serio que queda de Bakunin. Debería volver a leer el panfleto que él y usted escribieron sobre la «Alianza» y se daría cuenta de donde ha obtenido la munición utilizada». (Karl Marx; Carta a Friedrich Engels, 11 de noviembre de 1882)
Para entender esta desconfianza de «El Moro» con sus «discípulos» y «camaradas», hay que tener en cuenta las circunstancias de estos últimos. En la Francia de finales del siglo XIX, lejos de lo que pudiera pensarse, la literatura marxista era escasa, esta apenas había tomado contacto con la población, por lo que todo el mundo, incluso los de mejores intenciones, se movían más por mera intuición que por consciencia real. El propio Guesde reconoció a Marx cuán lejos estaba de lograrse en el movimiento revolucionario francés una unidad y coherencia interna:
«Como tú, estoy convencido de que antes de que uno pueda pensar en una acción, es necesario haber creado, mediante una propaganda tan activa como continua, un partido, un ejército consciente. Como tú, finalmente disputo que la simple destrucción de lo que existe es suficiente para establecer lo que queremos, y creo que a más largo o más corto plazo el ímpetu, la dirección, debe venir de arriba, de los que «saben más». En estas condiciones, desde mi regreso me he esforzado por crear este «partido obrero independiente y militante» que −como tan acertadamente proclama− es «de suma importancia» frente a los acontecimientos que se avecinan». (Jules Guesde; Carta a Karl Marx, 1879)
Y en esta ecuación de desconocimiento general, debería incluirse también el importante factor de la baja formación de los cuadros de dirección. Otro de los jefes confesaba en 1897:
«Incluso en 1877, cuando yo era uno de los que comenzaba a difundir la teoría colectivista y marxista a través del periódico, apenas conocía algunos rudimentos de ella: (…) estábamos aprendiendo socialismo al mismo tiempo que lo enseñábamos a nuestros lectores, y es indiscutible que a veces nos equivocamos». (Gabriel Deville; Prefacio a la tercera edición de su resumen de «El Capital» de Karl Marx, 1897)
La mayor parte de las obras estaban traducidas por los hombres de confianza de Marx y Engels, pero en el país galo solo se conocían ciertos escritos de referencia, publicados en su mayoría muy tardíamente: a) «Miseria de la filosofía» (1847) de Marx; b) «El Capital, Tomo I» publicado entre 1872 y 1875, también de Marx; c) El «Anti-Dühring» (1880) de Engels, traducido por Lafargue; d) «El manifiesto comunista» (1882) de Marx y Engels, traducido por Lafargue; e) «Salario, precio y ganancia» (1889) de Marx; f) «El origen de la propiedad privada y la familia» (1893) de Engels. Véase la obra de Lesmaterialistes.com: «El Partido Obrero Francés» (2016).
¿Qué cuadro podía esperarse de esta situación? Muy sencillo:
«En primer lugar, los guesdistas no se esforzaban demasiado por hacer traducir al francés los escritos de Marx y Engels. Con la excepción del primer tomo de «El Capital» (1867) y «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880) no existía con anterioridad a los años noventa ningún trabajo de Marx y Engels en forma de libro o de folleto. Tan solo tres escritos más pequeños fueron publicados por entregas en revistas inaccesibles. Solo en los años noventa y sobre todo hacia finales de siglo cambió el panorama. Hubo que esperar a 1895 para que se publicase como folleto un escrito tan fundamental como «El Manifiesto Comunista» (1848). Tan solo tomando en consideración estos datos se podría preguntar si realmente el movimiento revisionista que fue fortaleciéndose en Francia a lo largo de los años noventa tenía tanto que revisar». (Bo Gustafsson; Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas, 1972)
Tampoco debemos engañarnos y creer que estos problemas eran algo ocasional, puesto que, por ejemplo, el «posibilismo» no era un «producto francés» original ni nuevo. En varias ocasiones, Marx y Engels habían señalado que el camino oportunista amenazaba con dominar la jefatura de los socialdemócratas alemanes, algo que uno puede comprobar fácilmente leyendo obras como la «Crítica al programa de Gotha» (1875), «El manifiesto de los tres de Zúrich» (1879) o «El programa campesino en Francia y Alemania» (1894). Esto no impidió que años después elementos como Eduard Bernstein proclamasen una «vuelta a Kant» que, a decir verdad, tuvo una gran acogida, influenciando de manera progresiva a todo el oportunismo europeo.
Cabe mencionar, eso sí, que, por aquel entonces, estas tentativas fueron contestadas por quienes se mantenían fieles a la ortodoxia como, por ejemplo, Franz Mehring, quien en su obra «Sobre el materialismo histórico y otros escritos filosóficos» (1893), hizo una radiografía de gran valor sobre los enemigos velados del marxismo, refutando sus argumentos clásicos. Hablamos de toda una serie de contraargumentaciones que, como cualquiera comprobará, siguen siendo sumamente útiles para la lucha ideológica siglos después. En España también tenemos materiales de este tipo que denotan las controversias de la época, con escritos de Pablo Iglesias Posse como «Los falsos revolucionarios» (1889) donde, el fundador del socialismo español, también se posicionaba en contra de las tendencias que intentaban diluir al marxismo dentro del liberalismo.
En resumen, a finales del siglo XIX los marxistas todavía estaban seguros de que hombres como Bernstein no eran peligrosos siempre y cuando, claro, se les combatiera debidamente:
«Los socialdemócratas que han seguido fieles al espíritu revolucionario del programa partidario −y afortunadamente casi en todas partes constituyen mayoría− cometerían un error insalvable si no tomaran a tiempo medidas decisivas para combatir este peligro. El señor Bernstein, aislado, no sólo no inspira temores, sino que es francamente cómico, un personaje que muestra una desopilante semejanza con el filosófico Sancho Panza. Pero el espíritu del «bernsteinismo» es aterrador como síntoma de una posible claudicación. (...) La pésima traducción del lamentable libro del señor Bernstein ya ha tenido dos ediciones «legales». Probablemente no tardará mucho tiempo en salir la tercera. No hay de qué asombrarse. Cualquier «crítica» del marxismo o parodia del mismo −siempre que esté imbuida del espíritu burgués− halagará indefectiblemente a ese sector de nuestros marxistas legales que representa la parodia burguesa del marxismo». (Gueorgui Plejánov; Sobre el papel del individuo en la historia, 1898)
Empero, paradojas de la vida, el propio Plejánov en Rusia, Pablo Iglesias en España o Kautsky en Alemania se convirtieron en aquello que unos pocos años antes calificaban como una «parodia del marxismo» −halagada y financiada por la burguesía−. Fijémonos, entonces, en la importancia de la lucha ideológica, en la necesidad de dar batalla a este «espíritu de claudicación» que acaba corroyendo a los mejores representantes del pueblo.
El contexto histórico-político que da luz al sorelismo es fruto de la bancarrota reformista
Entre tanto, Georges Sorel, fue uno de tantos hombres cansados de ese «socialismo francés» que con el tiempo se había vuelto tan adocenado y pusilánime frente al poder dominante. Una década después de haber abandonado sus simpatías por el marxismo, en su obra «Reflexiones sobre la violencia» (1908), le echaba en cara a este «socialismo» su «hipocresía» porque «no pensaba en la insurrección», pero sí en los votos y puestos parlamentarios, concertando alianzas sin principios con el republicanismo burgués. Criticaba a sus representantes por haberse convertido en la nueva «aristocracia obrera», recordando a los «demagogos» de la Antigua Grecia, pues siempre hablaban en nombre del «pueblo», si bien no representaban más que sus intereses personales. Así que, tras su apoyo inicial, Sorel quedó decepcionado respecto a este movimiento. Puede decirse que a causa del «marxismo hegemónico» de su tiempo, de cariz reformista, pacifista y burocrático, buscó otras «vías» que calmasen su espíritu aventurero, ya que como acertadamente dijo una vez:
«Nadie hubiera pensado que los discípulos de Marx siguieran las huellas de los liberales». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
Volviendo a lo que sucedía en París entre 1902 y 1905, encontramos a una dirección del POF aquejada por la crisis, la cual consideró que el primer «partido marxista francés» de la historia, ahora debía ser «cabal» y fusionarse con dos de sus enemigos acérrimos: por un lado, con los sucesores del aventurero Blanqui, por otro, con los fieles de uno de los nuevos cabecillas reformistas, Jean Jaurès. Esta nueva agrupación conformó a la Sección Francesa de la Internacional de los Trabajadores, que formaría parte de la II Internacional, nos estamos refiriendo al futuro partido mediante el cual gobernaron jefes socialistas como León Blum o Guy Mollet décadas más tarde.
Los antaño bravíos marxistas, como el ya mencionado Jules Guesde; discípulo de Marx y Engels, se veían en los diversos gabinetes del gobierno nacional en buenas nupcias con los partidos tradicionales, algo que antes estaba taxativamente prohibido en las normas del antiguo POF. Por supuesto, en estos puestos de poder actuaron como el furgón de cola de la burguesía republicana, lo que causaría el desánimo, rabia y desilusión entre muchos militantes y simpatizantes, produciéndose una quiebra entre dirección y base, sobre todo con el estallido de la Primera Guerra Mundial:
«¡El proletariado alemán, debido a sus caudillos responsables, obedeció el llamado de la camarilla militar... las otras secciones de la Internacional tuvieron miedo y se comportaron de la misma manera; ¡en Francia, dos socialistas creyeron necesario participar en el Gobierno burgués! Y de este modo, varios meses después de haberse declarado solemnemente en un Congreso que los socialistas consideraban un crimen que unos disparasen contra otros, millones de obreros se incorporaron al ejército y comenzaron a cometer ese crimen con tanta tenacidad y ardor que la burguesía y los gobiernos capitalistas les han expresado reiteradas veces su agradecimiento. (...) El Partido Socialdemócrata se convirtió en lo que es hoy. Una excelente organización. Un cuerpo vigoroso del que se ha escapado el alma. Y estas tendencias no sólo se manifiestan en la socialdemocracia alemana, sino también en todas las secciones de la Internacional. El «creciente número de funcionarios» acarrea ciertas consecuencias; la atención se concentra con exclusividad en la regularidad de las cotizaciones; las huelgas se consideran «manifestaciones que tienen por objeto lograr mejores condiciones para el acuerdo» con los capitalistas. Se adquiere el hábito de vincular los intereses de los obreros con los de los capitalistas, de «supeditar la suerte de los obreros a la del propio capitalismo» y de «desear el desarrollo intensivo de «su» industria «nacional» en detrimento de la industria extranjera. (…) El proletariado fue felicitado por los jefes militares, y la prensa burguesa alabó en términos calurosos la resurrección de lo que ella llamó «el alma de la nación». Esta resurrección nos ha costado tres millones de cadáveres. Y, sin embargo, jamás una organización obrera había alcanzado un número tan elevado de cotizantes; nunca ha habido tal abundancia de parlamentarios, una prensa tan magníficamente organizada. Y jamás ha habido una causa tan abominable, contra la que fuera necesario sublevarse. En circunstancias tan trágicas, cuando está en juego la vida de millones de hombres, todas las acciones revolucionarias son no sólo admisibles, sino legítimas. Son más que legitimas: son sagradas. El deber imperioso del proletariado exigía intentar lo imposible para ahorrar a nuestra generación los acontecimientos que están anegando en sangre a Europa. No ha habido medidas enérgicas, ni intentos de revuelta ni acciones que llevaran a una insurrección. (...) Nuestros adversarios gritan sobre la bancarrota del socialismo. Van demasiado aprisa. Sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que están completamente equivocados? Lo que está muriendo en estos momentos no es el socialismo en general, sino una variedad de socialismo, un socialismo dulzón, sin espíritu idealista ni pasión, con aires de funcionario y barriga de un respetable padre de familia; un socialismo sin audacia ni locuras, aficionado a la estadística, metido hasta la coronilla en amistosos acuerdos con el capitalismo; un socialismo preocupado exclusivamente por las reformas; un socialismo que ha vendido su derecho a la primogenitura por un plato de lentejas; un socialismo que aparece ante la burguesía como sofocador de la impaciencia del pueblo, una especie de freno automático de la audaz acción proletaria. Precisamente ese socialismo, que amenazaba contaminar a toda la Internacional, es en cierta medida el responsable de la impotencia que se nos reprocha». (Paul Golay; El socialismo que muere y el socialismo que debe renacer, 1915)
Por aquellos días, en Rusia, los bolcheviques comprendían y compartían el hartazgo generalizado de muchos de los «camaradas franceses» que, como dejó patente Lenin en su artículo «La voz honesta de un socialista francés» (1915) era responsabilidad de «los guesdistas» por su falta de principios y constantes desatinos. Ahora bien, el «alivio espiritual» que le supuso a Lenin leer el heroico criticismo de Paul Golay, en ningún momento significaba admitir que para superar ese «socialismo dulzón» se especulase o se tuviese la pretensión de recuperar las viejas nociones del anarquismo. En esta ocasión, el jefe bolchevique respondió de forma respetuosa y pedagógica aclarando que valoraba la honestidad analítica a la hora de enjuiciar los rasgos burocráticos, chovinistas y reformistas del socialismo francés; también manifestó entender, hasta cierto punto, la desconfianza que Golay y los suyos hubieran podido sentir hacia la teoría a causa de la vulgarización del marxismo, que estaban acostumbrados a leer en la literatura extranjera −con un Kautsky que estaba destrozando su buena fama−. Pero, por el contrario, también dejó claro que todo esto no justificaba los «ataques irreflexivos» hacia el «centralismo», la «disciplina» o el «materialismo histórico» y achacaba esto, en última instancia, a la debilidad de la mayoría de los «socialistas latinos» por la teoría. Como curiosidad, esto fue algo que ya había sido resaltado por Marx y Engels como aspecto negativo entre las prácticas de los italianos y españoles, lo cual explicaba la gran acogida que tuvo el bakuninismo en estos países. El 20 de octubre de 1882, Engels notificaría a Bernstein que gran parte de la culpa del nuevo estallido de fraccionalismo francés era a causa de la herencia de «una práctica excesivamente laxa», que no podía «soportar un escrutinio escrupuloso».
Pero volvamos al siglo XX. Lenin consideraba en su respuesta a Golay que: «Uno no puede ser un socialista, un socialdemócrata revolucionario, sin participar, en la medida de sus propias fuerzas, en la elaboración y aplicación de esa teoría», labor que incluía en ese momento una «lucha implacable contra la mutilación de esta por Plejánov, Kautsky y compañía». Dicho lo cual, también recordó que para ese movimiento emancipador era innegociable una teoría que lo condujese y que, en sus palabras, «no puede ser inventada», sino que «nace de la suma de la experiencia y el pensamiento revolucionarios de todos los países del mundo». Esto último era un golpe demoledor contra el subjetivismo de los idealistas y la libre revisión del marxismo.
En lo sucesivo, la forma de actuar tan cuestionable de los presuntos representantes del proletariado francés, como Guesde o Jaurès, fueron un blanco continuo en los trabajos de Lenin. Ya desde antes de la Primera Guerra Mundial denominó a este tipo de líderes bajo epítetos como «socialchovinistas» y «socialimperialistas»; apelativos referidos para todos aquellos antiguos marxistas que traicionaron el principio del internacionalismo proletario, para quienes bajo un ridículo halo de «deber patriótico», se postraban como defensores de los intereses políticos burgueses, justificando las guerras coloniales, las anexiones territoriales y la opresión nacional. Más tarde, en 1920, esta tensa situación en las filas francesas daría lugar a la fundación del Partido Comunista Francés (PCF), estimulada en buena parte por la creación de la Internacional Comunista (IC) un año antes.
La crítica de Sorel y Croce al materialismo histórico
Pero no hay que engañarse. En realidad, Sorel criticaba un marxismo que, como veremos ahora, jamás estudió ni comprendió, además de que estaba mucho más próximo a los revisores del marxismo como el señor Bernstein. Entonces, aunque gran parte de los partidos marxistas de la época estuvieran cuesta abajo y sin freno a causa de su reformismo político, no menos cierto es que sobre Sorel recae su propia responsabilidad de no haber estudiado el origen del marxismo, por tanto, su corrección no pudo ser hecha más que desde un punto de vista igualmente reaccionario.
De hecho, resulta curioso que, aunque en ocasiones Sorel se quejó de los conceptos reformistas que formulaban Jaurès, Bernstein y otros personajes reconocidos, él mismo tuvo planteamientos muy similares a la hora de explicar el desarrollo histórico. Por ejemplo, en cuanto al largo y complejo discurrir de la historia de la humanidad, el señor Jaurès proclamó que él había descubierto el verdadero hilo conductor de este proceso, ¿y dónde residía? En el supuesto deseo de la humanidad de cumplir sus aspiraciones ideales:
«Por encima de todas las diferencias de medio, de época, de reivindicaciones económicas, siempre ha sido el mismo gemido de queja, la misma esperanza lo que ha salido de los labios del esclavo, del siervo o del proletario. Este gemido inmortal es el alma de lo que llamamos derecho». (Jean Jaurès; Obras, vol. VI, 1897-1901)
Sorel reprodujo prácticamente punto por punto esta noción evolucionista en su obra «Estudio sobre Vico» (1896), donde el concepto idealista del «derecho» volvió a hacer acto de presencia como punto clave para la explicación de las revoluciones:
«Aun cuando Sorel negaba por principio el papel de toda forma de causalidad, determinismo y legalidad en la historia, pensaba poder no solo rechazar la concepción materialista de la historia sino sustituirla por una concepción de la historia nueva y diferente en la que el derecho y la moral fuesen las fuerzas históricamente más significativas. En la medida en que Sorel estaba en posesión de una concepción de la historia, esta era tan idealista como la de Croce. (...) La meta de la lucha de la clase obrera tampoco era ya el poder político sino la conquista del derecho. (...) Se podía decir que «existían clases para sí» y que la lucha de clases se efectuaba en el nivel político tan solo en el caso de que las clases hubiesen desarrollado concepciones del derecho opuestas». (Bo Gustafsson; Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas, 1972)
En realidad, Marx y Engels ya habían refutado en sus obras más conocidas como «Sagrada familia» (1845), «Ideología alemana» (1846) este tipo de explicaciones sobre el discurrir de la humanidad. Los autores idealistas siempre centraron su discurso político o histórico en nociones de «derecho» y «moral», siendo difusos y abstractos, o sea, fuera de toda época y contexto. Esto fue más que criticado por el dúo alemán, alegando el hecho de que, por ejemplo, encontrar puntos similares en la moral de un pueblo y otro, o entre una época y otra, no era sino la manifestación o reflejo de condiciones materiales similares, no fruto de «principios eternos»:
«En última instancia los hombres toman, consciente o inconscientemente, sus concepciones éticas de las condiciones prácticas en que se funda su situación de clase, es decir, de las situaciones económicas en las cuales producen y cambian. Pero en las tres teorías morales antes indicadas hay cosas comunes a todas: ¿no puede ser esto, por lo menos, una pieza de la moral válida para las tres? Aquellas teorías morales representan tres estadios diversos de una misma evolución histórica. Tienen, pues, un trasfondo histórico común, y, ya por eso, necesariamente, muchas cosas comunes. Aún más. Para estadios evolutivos económicos iguales o aproximadamente iguales, las teorías morales tienen que coincidir necesariamente en mayor o menor medida». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
A todo esto, merece la pena detenernos a desbrozar la crítica que Sorel y Croce le dedicaron al materialismo histórico de Marx, Engels y sus discípulos, ya que paralelamente Bernstein, Schmidt y los revisionistas en general, adoptarían varios de los preceptos de este tipo de charlatanes.
En primer lugar, un punto muy significativo es que Sorel, pese a lanzar todo tipo de declamaciones en contra del positivismo, tenía una concepción de la historia muy próxima a esta corriente que tanto criticaba:
«Mucho más aún que Croce, Sorel trazó una línea de separación abrupta e insalvable entre la ciencia natural y la ciencia social-histórica. En el mundo de la física y de la química actuaban leyes causales, todo suceso se hallaba unívocamente determinado y el desarrollo se veía gobernado por leyes mecánicas que actuaban sobre cualquier suceso singular concebible. En las ciencias de la sociedad y en la historia la situación era muy diferente. Los acontecimientos sociales eran «ficciones privadas de realidad individual» y no estaban causalmente determinados. No había ningún suceso con respecto al cual fuese posible penetrar hasta las «causas verdaderas». Tan solo era posible establecer empíricamente la sucesión de los acontecimientos más importantes. Resumiendo, la historia era para Sorel solamente «un hecho dado de una vez por todas. El concepto de causalidad, por tanto, no nos puede hacer avanzar aquí». (...) Ante Labriola llegaba a admitir que había habido períodos históricos que habían mostrado una regularidad suficientemente clara como para permitir una cierta comprensión más profunda de los hechos históricos. En su opinión, los acontecimientos históricos no respondían a ninguna coherencia interna necesaria. Tenían tan solo un lazo de unión cronológico: se sucedían unos a otros a lo largo de un eje temporal común». (Bo Gustafsson; Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas, 1972)
Bo Gustafsson, autor de este extenso estudio de 1972 sobre el origen y difusión del fenómeno del «bernsteinismo», dedicó varios capítulos de su obra a demostrar cómo Benedetto Croce y Georges Sorel coincidieron y evolucionaron a la par en varios puntos de su pensamiento filosófico y político. El italiano, Croce, sufrió de un proceso similar al de su homólogo francés, Sorel: este pasó de interesarse al principio por el positivismo y el marxismo a, tiempo después, deslizarse a la más absoluta incomprensión y difamación del marxismo −sin haber llegado de verás a adentrarse en él−.
Evidentemente, este ejercicio chapucero de investigación y opinión gratuita, una curiosa competición en cuanto a charlatanería de parte de los presuntos «nuevos marxistas» o «marxistas heterodoxos», no pasaría desapercibida. Esta tendencia fue detectada y denunciada desde Italia por el veterano marxista Antonio Labriola:
«Nadie puede decir que tú seas un marxista arrepentido si por nadie se entiende aquellas personas que leen o estudian libros en tanto que científicos o pensadores. Yo nunca me he creído que tú fueses marxista, ni siquiera socialista. Pero como tus escritos han circulado entre los socialistas, que para su fortuna no son ni científicos ni pensadores, y como fueron citados por los periodistas el año pasado entre las llamadas «polémicas antimarxistas», te tienes que conformar con que ante la amplia opinión pública pasas por ser un converso». (Antonio Labriola; Carta a Benedetto Croce, 8 de enero de 1900)
En cualquier caso, el señor Croce redujo la lucha política al mero hecho de crear ideales y luchar por ellos −lo que se podría traducir en que Croce tenía potencial para ser un buen propagandista, pero no para entender el desarrollo histórico−. Entre las grandes reflexiones de su gran «sapiencia», Croce excluyó la existencia de un desarrollo histórico de cada rama de la sociedad; por tanto, niega todo, que la historia sea ciencia, que la economía lo sea, que se pueda estudiar las ciencias sociales en general. En cambio, como todo idealista, trató de invalidar sistemas en base a sus preferencias sobre definiciones porque no se ajustaban a su escuela −o, más bien, secta− de filosofía y cómo se ha solido abordar el tema −es decir, realmente no debate si el concepto trata de reflejar «X» y si es correcto o no−.
En su «Ensayo de la interpretación y crítica de los conceptos del marxismo» (1898), el señor Croce realizó una de las más ridículas críticas a la famosa obra de Marx «El Capital» (1867). Según él, Marx habló en abstracto, pero no sobre sociedades existentes. Dice Croce que, pese a la ardua labor de investigación y actualización continua que realizó Marx −con datos sobre fenómenos como la renta de la tierra, el maquinismo, jornada laboral o comercio internacional−, no existía ni la Francia ni la Inglaterra que este describió en sus pasajes y, por tanto, simplemente realizó una selección tan ingeniosa como arbitraria de datos, pero que en nada representaban una realidad palpable.
Esta forma de discurrir de Croce es clásica entre los autores idealistas: aunque un sujeto, en este caso Marx, decide en qué hechos focalizarse para poder demostrar empíricamente la existencia de una realidad, resulta que, aunque así lo haya probado con hechos irrefutables, la realidad misma no existe, porque puede −y solo como posibilidad− que se deje algo en el tintero, o que confunda realidad con apariencia −aunque el segundo autor tampoco demuestre el error del primero−. El lector puede darse cuenta de tal absurdo, pues la única alternativa a este escepticismo sobre el conocer del mundo sería el misticismo: esto es, que la llamada «realidad» intente revelar a los mortales sus secretos de cómo opera, no los hombres y su práctica.
«Croce atajaba la afirmación de Stammler de que el materialismo histórico no constituía una ciencia firme de la sociedad con la aseveración de que una ciencia general de la sociedad resultaba, en principio, imposible. Por otra parte, el socialismo no necesitaba de tal base. El socialismo no podía ser fundado sobre «una teoría sociológica abstracta» pues una fundamentación tal resultaba insuficiente precisamente por ser abstracta. Para Croce, del mismo modo que una teoría general de la historia era imposible porque la contradicción entre lo específico y lo general resultaba insalvable, un socialismo científico resultaba igualmente imposible porque la contradicción entre lo concreto y lo abstracto resultaba insalvable. (...) «El Capital» (1867) era, para Croce, «una investigación abstracta». Creía que la sociedad capitalista que Marx había investigado no era ninguna sociedad históricamente existente, Francia o Inglaterra, sino una sociedad ideal y formal que él había deducido a partir de ciertas hipótesis y que nunca hubiera podido existir en la historia. Por esta razón nunca se podrían encontrar las categorías de Marx en algún lugar como realidades vivas. Esta interpretación, que también se encuentra en otros filósofos de la historia idealistas de aquella época, tiene como base, precisamente, la incomprensión de Croce de la dialéctica entre lo concreto y lo abstracto y entre lo lógico y lo histórico, es decir, su incomprensión de la idea de que lo abstracto se puede derivar de lo concreto y lo teórico de lo histórico como así ocurre con esta dialéctica en el marxismo». (Bo Gustafsson; Marxismo y revisionismo. La crítica bernsteiniana del marxismo y sus premisas histórico-ideológicas, 1972)
Para finalizar y, por si el lector duda de nuestras aseveraciones, dejaremos una misiva en la cual el señor Sorel confesaba a su íntimo amigo, Croce, cómo no solo no comprendía a Marx, sino que consideraba a la llamada dialéctica como un artificio, es decir, una herramienta propia de los filósofos de tres al cuarto para intentar justificar sus opiniones subjetivas:
«Cuanto más se estudia a Marx, tanto más difícil se hace comprender correctamente la verdadera relación existente entre él y Hegel y Feuerbach. (…) Las formulaciones en las que Marx se refiere a sus puntos de vista son muy oscuras; pero lo que me parece sobre todo oscuro es el método dialéctico: se habla de él como de algo muy fácilmente inteligible y, cuanto más me paro a mirar las cosas, menos lo entiendo. Supongo que si se estudiase a fondo La «Sagrada Familia» (1845) se llegaría a comprender lo que Marx pensaba; pues utiliza la expresión dialéctico con muchos significados diferentes. Me creo con gusto que para él la dialéctica era casi una especie de ritmo análogo a aquellos a los que tantos filósofos anteriores a él se han referido: pero en ese caso ya no es ninguna ley sino una opinión subjetiva solamente −de una utilidad muy dudosa−». (Georges Sorel; Carta a Benedetto Croce, 27 de diciembre de 1895)
¿Es cierto que Marx y Cía. no sistematizaron ninguna teoría?
Sorel inauguró otro ritual para todo antimarxista: conforme avanzó en sus «correcciones» del marxismo, primero trató de recuperar a Marx −sin haberlo estudiado− defenestrando a Engels y, después, atacó al propio Marx.
Pero, ¿tienen algún sentido las críticas de Sorel? Nosotros, que no desentonamos con Lenin en esta cuestión, también afirmamos que Sorel no solo era un charlatán, sino un verdadero zote en lo relativo a cuestiones teóricas:
«En el fondo, ¿el materialismo histórico no sería un capricho de Engels? Marx habría indicado un camino, y Engels habría pretendido transformar esta indicación en teoría, y lo ha hecho con el dogmatismo pedante y a veces burlesco del escolar: luego ha venido Bebel, el cual ha elevado la pedantería a la altura de un principio». (Georges Sorel; Carta a Benedetto Croce, 19 de octubre de 1900)
Marx, como todo científico, no podía sino acabar sistematizando sus conocimientos y descubrimientos en «teoría» −esa palabra que tanto asusta siempre a los «vitalistas» y adoradores de la espontaneidad como Sorel−. Si observamos obras como «La ideología alemana» (1846), «El Manifiesto Comunista» (1848) o «El Capital» (1867), dejan poco lugar a dudas sobre lo categóricas y sistemáticas que son doctrinalmente. Por tanto, la «oficialización» de la teoría de Marx no fue algo que le correspondiese al bueno de Engels, porque fue una labor que ya realizó el propio Marx −salvo excepciones posteriores a su fallecimiento como pudo ser el concluir algunos escritos inacabados, sin cuyo esfuerzo es muy seguro que jamás hubiéramos podido disponer de ellos−. En cuanto a los trabajos de Engels, si tomamos, por ejemplo, «Anti-Dühring» (1878), vemos un claro énfasis en estudiar los resultados de las ciencias naturales y sociales −aquello que a Sorel tanto le horrorizaba−, pero la redacción de esa misma obra fue fruto de la colaboración directa con su compañero de fatigas. No existen divergencias serias entre Marx y Engels, en cambio, sí media todo un mundo entre Sorel y Marx. Por ende, no existe mayor «burro» −y pedimos perdón a estos nobles animales por la comparativa con este despreciable ser− que Sorel proclamando cosas como la que sigue:
«Acabo de recibir un enorme volumen: II materialismo storico in Federico Engels del profesor Rodolfo Mondolfo de Turín. Me aterra pensar que se necesitan tantas páginas para explicar el pensamiento de un hombre que pensaba tan poco como Engels». (Georges Sorel; Carta a Croce, 16 de marzo de 1912)
Resulta cuanto menos sospechoso que el principal escudero y, en ocasiones maestro de Marx, sea siempre el blanco de los ataques de quienes se suponen defensores de su legado. Es más, si somos astutos muy pronto nos daremos cuenta de que las barbaridades constantes que soltó Sorel ni siquiera representan innovación alguna. Para que el lector nos comprenda: estamos ante las mismas diatribas que recitaron siempre los «marxistas heterodoxos», aquellos «seres superiores» que decían saber elevarse por encima del «dogmatismo» y «vulgarización» del pensamiento de Marx, pero que no tienen bemoles a corregir sus verdaderas equivocaciones ni tampoco respetan su vastísimo legado a reivindicar. Estos grandes «eruditos» se han presentado durante todo el siglo XX bajo diversas escuelas, apodos y variantes: en su momento estaban los seguidores de Lukács o Korsch, el llamado «marxismo occidental», quienes en muchos casos actuaban más como subjetivistas y hegelianos que como marxistas; también los «reconstitucionalistas», que, al igual que los anteriores, siempre fueron «muy críticos» con las supuestas limitaciones del marxismo-leninismo, viéndolo también casi como una variante positivista y, en último lugar, cómo no, hay que mencionar a los «marxianos», encargados de custodiar la inmaculada pureza de Marx frente a los malévolos «engelsianos» y sus sucesores «leninistas». Al final, «tanto monta, monta tanto», puesto que todos y cada uno de ellos desarrollaron faenas similares: seleccionando los elementos que les interesaban del marxismo, fuera unas veces para mantener una pose revolucionaria y otras para interpretar tal concepto a su libre albedrío. Sin embargo, a poco que uno los mirase de cerca podía observar que estaban a años luz de cumplir con los atributos reconocibles del marxismo, pero eso no les impidió tener la cara más dura que el cemento y autoerigirse como los únicos que salvaguardaban su esencia. En ocasiones, aunque fuese surrealista, no tuvieron problema en anunciar al mundo que, gracias a su ardua labor de combinación y fusión del marxismo con otras doctrinas, habían dado por fin con la tecla para «superar los errores y limitaciones de base». ¡La vieja historia de siempre! ¿A qué nos recuerda todo esto? A que, en lo referido a las figuras revolucionarias:
«Después de su muerte se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos, por decirlo así, rodear sus nombres de una cierta aureola de gloria para «consolar» y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando el filo revolucionario de ésta, envileciéndola». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la revolución, 1917)
Como ya ha quedado claro, en realidad el pensamiento soreliano era compatible con el «marxismo pusilánime» de sus sucesores, ya que, por ejemplo, ¡Sorel afirmaba «comprender» a Bernstein! ¿Por qué? Básicamente porque coincidía en su revisión «heterodoxa» sobre el tronco central de la doctrina:
«Estimo que, entre los motivos que han llevado a Bernstein a separarse de sus antiguos amigos, hay que contar el horror que experimentaba por sus utopías». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
En resumidas cuentas, Sorel se cansó demasiado pronto del marxismo y rechazó realizar un estudio más minucioso del mismo, de la misma forma que tampoco llegó a asimilar otras partes fundamentales de este, aunque él creyese que sí. Así, en según qué cuestiones, Sorel conocía a la perfección la doctrina de Marx, pero la rechazaba porque su obsesión siempre fue alejarse filosóficamente del materialismo, es decir, de aquellos que, según él, se postraban ante las «ataduras» de lo «real», por esto mismo celebraba la «valentía» de Bernstein, quien:
«Deseando permanecer atado a las realidades, como lo había hecho Marx, creyó que valía más hacer política social, persiguiendo fines prácticos, que adormecerse al son de bellas frases relativas a la dicha de la humanidad futura». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
A partir de entonces, Sorel empezó a colaborar con todo tipo de grupos reaccionarios, incluyendo a algunas de las agrupaciones más chovinistas de la época, como el «nacionalismo integral» del contrarrevolucionario Charles Maurras, otro de los precursores del fascismo. Para entonces, Sorel ya declaró con total confianza:
«El mundo camina pese a los teóricos». (Georges Sorel; Revista de metafísica y moral, 1911)
El «sabio» Sorel, orgulloso de su completa ignorancia, una vez proclamó con gran desdén esas líneas. Este sustrato «antiteoricista» clásico del revisionismo contemporáneo tampoco es casual, también tiene una raigambre muy soreliana, aunque, en general, es común al anarquismo y a todo antimarxismo que sufre de una fuerte alergia por la ideología concreta y el esfuerzo razonado del pensar.
Para empezar, la teoría no es sino una acumulación de conocimientos, una síntesis de la experiencia práctica y, esta última, no es otra cosa que la actividad material del ser humano. En vista de ello, no existe mayor tontería que realizar un trabajo «desde la teoría» para «seguir teorizando», esto es lo que en filosofía se denomina comúnmente como una «tautología»: dar vueltas sobre explicaciones que no aclaran nada.
En general, sobre esta concepción respecto a la teoría hay mucho que decir. Salvo que seamos platónicos o cualquiera de sus sucedáneos idealistas, sabemos que la teoría no brota sin más de la cabeza ni del «mundo de las ideas», sino que viene de la praxis. Hasta los «académicos» −de los que hablan con tanto desprecio los maoístas, bakuninistas y sorelianos−, para poder realizar un «trabajo teórico» serio tienen que tener en cuenta no solo las teorías previas a la suya −confirmadas por la práctica−, sino que respecto a los aportes «teóricos» que puedan añadir de su investigación, estos deben partir de un trabajo práctico que pueda comprobar la validez de su «teoría» −salvo que a lo que quieran dar rienda sea al «potro de la especulación», en cuyo caso estaríamos ante charlatanes−. Si ninguno de ellos hubiera realizado este proceso de forma más o menos correcta, ninguna de las ciencias habría sido capaz de lograr el grado de desarrollo que han llegado a alcanzar a lo largo de la humanidad. Luego, incluso una vez estos intelectuales lancen dicha «teoría» al mundo, no esperan que el lector lea estas ideas para seguir cavilando más «teorizaciones», sino que esperan que sirvan de eje para el desarrollo práctico del día a día; para que el obrero, el campesino, el físico, el historiador, el arquitecto o el profesor comprendan el funcionamiento de esta maquinaria o de aquel organismo vivo, para que sepan cómo deben investigar las fuentes pasadas, cómo organizar sus clases y la disciplina de los escolares, cómo construir edificios sin que el techo se venga abajo, etc. Labores, que, como es lógico, también llevan implícita una práctica. Incluso aunque en este proceso inoculen concepciones falsas, conclusiones erróneas y demás, no elimina lo anterior.
«Hay en el mundo ignorantes y reaccionarios que pretenden que nosotros, los comunistas, queremos atribuir al marxismo-leninismo también las obras de aquellos científicos viejos y nuevos que no sabían ni saben qué es el marxismo-leninismo, que no son marxistas, siendo algunos de ellos hasta adversarios de esta ideología. Eso no es en absoluto verdad. No se trata de apropiarse de las obras de este o de aquél científico, nacido en tal o cual país, hijo de este o de aquel pueblo. Pero es un hecho que ni Descartes ni Pávlov, ni el jansenista Pascal ni el científico Bogomólets, ni otros miles y miles de científicos renombrados de todos los tiempos, son conocidos por la humanidad porque iban a la iglesia o porque hubieran rezado alguna vez a dios, sino por sus obras racionales, progresistas, materialistas, anticlericales, antimísticas. Su método en general, en ciertos aspectos, ha sido dialéctico, mas, sin embargo, no tan perfecto como nos lo proporciona el marxismo-leninismo. La doctrina marxista-leninista es el súmmum de la ciencia materialista y del desarrollo de la sociedad humana; es la síntesis de todo el desarrollo anterior de la filosofía y de manera general, del pensamiento creador de la humanidad; es la síntesis de todo lo racional y progresista que en todas las épocas y en diversas formas ha luchado contra las supersticiones, la magia, el misticismo, la ignorancia, la opresión moral y material de los hombres». (Enver Hoxha; Nuestra intelectualidad crece y se desarrolla en el seno del pueblo; Extractos del discurso pronunciado en el encuentro con los representantes de la intelectualidad de la capital, 25 de octubre de 1962)
Que, en muchas ocasiones, estos descubrimientos, inventos, técnicas o logros no sean explicados ni enfocados de forma lo suficientemente «científica» lo confirma la historia, por eso la lucha entre materialismo e idealismo, metafísica y dialéctica es innegable, pudiendo potenciar o limitar un gran trabajo:
«Es suficiente pensar en Darwin para comprender cuan necesario es ser prudente cuando se afirma que la ciencia de nuestro tiempo es por sí misma el fin de la filosofía. Darwin, ciertamente, ha revolucionado el dominio de las ciencias del organismo, y con ello toda la concepción de la naturaleza. Pero Darwin no ha tenido plena conciencia del alcance de sus descubrimientos: él no fue el filósofo de su ciencia». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Pues bien, la política no es diferente a esto. No existe mayor obviedad que asegurar que una organización no pretende limitarse a teorizar, dado que teorizar, aunque sea para objetivos humildes y mínimos, es algo que se hace para alumbrar una praxis a seguir. De cualquiera manera, la actividad práctica continuará siempre; sin embargo, se puede incidir mucho más en el resultado si se decide bajo qué lineamientos teóricos se amparará la práctica concreta a desplegar, pues si no es así serán las fuerzas de las ideas dominantes, la intuición o la costumbre las que pasarán a tomar el mando. Fingir que existe un desarrollo de la praxis sin una teoría detrás es tan absurdo como pretender que exista un arte o una metodología pedagógica sin una filosofía detrás, sin ideología de por medio. Es algo que consciente o inconscientemente sucede más allá de la voluntad de los sujetos.
Sorel no se dio por satisfecho al pisotear cualquier pretensión de teoría, sino que deseaba que retornásemos a la era de las cavernas:
«Mientras el socialismo siga siendo una doctrina cuteramente expresada con palabras, es muy fácil hacerlo desviar hacia un justo medio». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
Este «transgresor» del orden establecido nunca nos llegó a explicar cómo se transmitirían en el futuro las enseñanzas «socialistas» del «sindicalismo revolucionario», ¿¡balbuceos, lenguaje de signos, señales de humo, esoterismo, telepatía!?
La filosofía soreliana del conocimiento
«El mundo no satisface al hombre y éste decide cambiarlo por medio de su actividad. (…) Las leyes del mundo exterior, de la naturaleza. (…) Son las bases de la actividad del hombre, dirigida a un fin. En su actividad práctica, el hombre se enfrenta con el mundo objetivo, depende de él y determina su actividad de acuerdo con él. (…) El pensamiento que avanza de lo concreto a lo abstracto −siempre que sea correcto− no se aleja de la verdad, sino que se acerca a ella. La abstracción de la materia, de una ley de la naturaleza, la abstracción del valor, etc.; en una palabra, todas las abstracciones científicas −correctas, serias, no absurdas− reflejan la naturaleza en forma más profunda, veraz y completa. De la percepción viva al pensamiento abstracto, y de éste a la práctica: tal es el camino dialéctico del conocimiento de la verdad. (…) La actividad práctica del hombre tiene que llevar su conciencia a la repetición de las distintas figuras lógicas, miles de millones de veces, a fin de que esas figuras puedan obtener la significación de axiomas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Hegel «Ciencia de la lógica», 1915)
Contrariamente a la herencia marxista, que reconoce y saluda el avance de las ciencias y sus progresos pese a los obstáculos que se va encontrando a su paso, en el «renovador» pensamiento de Sorel se hace patente que, como buen nietzscheano, se sentía engañado por las falsas promesas de la Ilustración del siglo XVIII sobre la «futura redención de la humanidad a través del avance de las ciencias», así como desconfió del positivismo del siglo XIX, que también vendió más de una mentira en nombre de la «razón» y el estricto «rigor científico», algo quizás sorprendente para quien no sepa que fueron corrientes creadas y hegemonizadas por la burguesía:
«En el curso del siglo XIX existió una increíble ingenuidad científica que es la continuación de las ilusiones que habían hecho delirar a fines del siglo XVIII». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
Para él, el razonamiento reflexivo no era más que una antigualla a desechar, un engañabobos, el árbol que nos impedía ver el bosque. De este modo, su objetivo no fue refinar la metodología errada de estas corrientes, sino abjurar directamente de todo racionalismo para echarse en brazos de otras fuentes que consideraba más «verdaderas» y «naturales» a la esencia humana: la intuición y el utilitarismo. Así configuró su epistemología, es decir, su teoría del conocimiento:
«Para Georges Sorel constituía la llamada teoría del «pluralismo dramático», o forma de conocimiento social que estudiaba una realidad siempre plural y en constante transformación desde los diferentes puntos de vista proyectados en un marco fijo de comprensión creado «ex profeso», y que el productor o el creador adivinaba en su labor técnica mediante el ensayo y el error en busca de la solución instrumental». (Sergio Fernández Riquelme; El mito de la Revolución. Masas, violencia y sindicalismo en Georges Sorel, 2019)
Resulta paradójico que, aunque Sorel se mofaba de otros por su «utopismo», a su vez declaraba al mundo que gracias a autores idealistas como Bergson:
«La metafísica ha reconquistado el terreno perdido mostrando al hombre la ilusión de las pretendidas soluciones científicas y llevando el espíritu hacia la región misteriosa que la pequeña ciencia aborrece». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
¡Precioso combatir la utopía desde la base de ese «espíritu misterioso»! Este «revolucionario» ponía como ejemplo nada más y nada menos que a la Iglesia Católica:
«El catolicismo retomó, en el curso del siglo XIX, un vigor extraordinario, porque no ha querido abandonar nada: consolidó sus misterios y, cosa curiosa, gana terreno en los medios cultivados, que se burlan del racionalismo tan de moda antes en la Universidad». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
Sorel concebía que, para superar los límites del «burocratismo marxista» de Bernstein y otros, debíamos apostar por su «sindicalismo revolucionario», aquel que podía dar rienda suelta a los instintos sin complejos, que venía a ser el sanador a la enfermedad que padecían las organizaciones obreras. No nos detendremos en estos ecos de «superhombre» nietzscheano. Véase la obra de Mehmet Ali Ínce: «AntiNietzsche y antiHeidegger» (2015).
Frente a insinuaciones irracionales del mismo tipo, Lenin daría una contundente respuesta a todos estos seres retardatarios que negaban o dudaban de la óptica materialista-dialéctica para abordar los fenómenos de la realidad, demostrando que el materialismo dialéctico es el método de estudio del conocimiento más consecuentemente científico conocido hasta hoy −los corchetes son nuestros−:
«Para el materialista nuestras sensaciones son las imágenes de la única y última realidad objetiva −última, no en el sentido de que está ya conocida en su totalidad, sino en el sentido de que no hay ni puede haber otra realidad además de ella−. Este punto de vista cierra las puertas definitivamente no sólo a todo fideísmo [menosprecio de la razón en favor de la fe], sino también a la escolástica profesoral, que, no viendo la realidad objetiva como el origen de nuestras sensaciones, «deduce» tras laboriosas construcciones verbales el concepto de lo objetivo como algo que tiene una significación universal, está socialmente organizado, etc., etc., sin poder y, a menudo, sin querer distinguir la verdad objetiva de la doctrina sobre los fantasmas y duendes». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
¿Convirtieron los discípulos de Marx sus ideas en un dogma?
Sorel reclamaba a los marxistas ser presos de los dogmas ilustrados y positivistas, para él eran fanáticos de la «razón». Consideraba que los marxistas de su tiempo tomaban la obra de Marx como una «doctrina concluida», cerrada de par en par con unas verdades descubiertas de una vez para siempre:
«No cabe duda de que para Marx fue una verdadera catástrofe haber sido convertido en jefe de secta por jóvenes entusiastas: hubiera producido muchas más cosas útiles de no haber sido esclavo de los marxistas. (…) Los discípulos atribuyen a sus maestros haber cerrado la era de las dudas, aportando soluciones definitivas». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
En realidad, el problema era que Sorel, como todo buen vitalista, estaba más interesado en la «creación heroica» −la acción− que en las «sutilezas de la teoría» −la investigación social−, por lo que varias de las conclusiones esenciales del marxismo chocaban directamente con sus cándidas nociones. Por esto mismo, no llegaba a comprender los fundamentos que esgrimía el materialismo histórico sobre las leyes sociales, las cuales en ningún momento fueron declaradas «verdades eternas» sino producto de época, y a las que él nunca pudo ni siquiera acercarse a refutar.
«Para nosotros, las llamadas «leyes económicas» no son leyes naturales eternas, sino leyes que surgen y desaparecen históricamente, y el código de la economía política moderna, siempre y cuando que la economía lo refleje objetivamente, es para nosotros el compendio de las leyes y condiciones sin las cuales no puede existir la moderna sociedad burguesa; en una palabra, sus condiciones de producción y de cambio, expresadas y resumidas en abstracto. Por tanto, para nosotros, ninguna de estas leyes, en la medida en que exprese relaciones puramente burguesas, es anterior a la sociedad burguesa moderna; aquellas que tenían más o menos vigencia para toda la historia anterior solamente expresan tales relaciones, basadas todas en la dominación y explotación de clase y comunes a los estados sociales correspondientes». (Friedrich Engels; Carta a Albert Lange, 29 marzo 1865)
Este tipo de bobadas, aquellas que acusaban al marxismo de llevar a cabo una fosilización de las leyes sociales, en su momento fueron debidamente contestadas por el marxista alemán Franz Mehring:
«Si después de esto se puede decir que el materialismo histórico posee ya una base sólida e inconmovible, no queda dicho con ello, ni mucho menos, que todos los resultados por él obtenidos son incontrovertibles, ni tampoco, que ya no le queda nada por hacer. Cuando el materialismo es utilizado impropiamente como un cartabón −y también esto ha ocurrido−, conduce a errores semejantes a cualquier cartabón utilizado en la consideración de la historia, y aun cuando se aplique correctamente como método, las diferencias en el talento y en la formación de aquellos que lo apliquen, o las diferencias en el género y en el volumen del material del que se dispone, llevarán a diferencias en la concepción.
Lo cual resulta totalmente evidente, ya que en el ámbito de las ciencias históricas no es en absoluto posible llevar a cabo una prueba matemática exacta, y quien crea poder rebatir el método materialista de la investigación histórica por tales «contradicciones» no debe ser perturbado en su juego.
Las «contradicciones» de esta especie sólo serán motivo, para las personas razonables, de examinar quién, entre los investigadores que se contradicen, ha llevado a cabo una investigación más exacta y detenida. De ese modo, precisamente a partir de tales «contradicciones», el método obtendrá mayor claridad y seguridad, tanto en su manipulación como en sus resultados». (Franz Mehring; Sobre el materialismo histórico y otros escritos filosóficos, 1893)
Sin embargo, en otros párrafos, Sorel, de forma patética, intentaba presentar a Marx como un preso de la espontaneidad, casi un anarquista:
«Ya dije que Marx rechazaba toda tentativa que tuviera por objeto la determinación de las condiciones de una sociedad futura. (...) La doctrina de la huelga general niega también esta ciencia». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
Indudablemente, el marxismo intentó evitar todas las especulaciones en torno a los aspectos de la futura sociedad comunista que resultasen imposibles de discernir por el momento, pero nunca ignoró gran parte de la fisonomía económica, política o cultural que tendría la nueva sociedad, como bien se puede ver en obras de Marx y Engels como «La crítica al programa de Gotha» (1875) o «Anti-Dühring» (1878). Por esta razón, nosotros hemos expresado de esta manera, en multitud de ocasiones, que debe haber un equilibrio entre lo que se puede planificar y lo que es ya especulación:
«Como en todo, se trata de mantener un equilibrio sobrio. Si en las líneas anteriores estamos criticando el «practicismo ciego» y la «debilidad ideológica», esto no quiere decir, claro está, que para diferenciarnos del resto debamos ponernos a jugar a la «futurología» anticipando las tareas que enfrentaremos de aquí a dos años, dado que el trazar planes y perspectivas debe hacerse no «sobre el papel» y las fantasías de cada uno, sino solamente sobre la base de la situación concreta, la cual debe de haber sido bien reflexionada. Por mucho que sepamos o intuyamos «cuál será el siguiente paso», la dialéctica del tiempo puede modificar las circunstancias dándonos muchas sorpresas. Ergo, la planificación revolucionaria debe partir de atender las demandas, fortalezas y deficiencias del grupo y el entorno en que se mueve, sin resolver esto en un «hoy» no se podrá ir concatenando un escalafón con el siguiente, es decir, no habrá «mañana». Como igual de claro está que, si en cada momento, sean tareas humildes o transcendentes, se prescinde de una brújula, de un plan de ruta a seguir, de una crítica y autocrítica sobre cada paso dado, el viaje a emprender acabará siendo una Odisea donde las circunstancias moverán nuestra nave a su antojo, solo que a diferencia de Ulises no será por culpa de los caprichos de los Dioses sino de nuestra propia falta de previsión, y a diferencia de él, nosotros no retornaremos a Ítaca, sino a la casilla de salida. Y esto, como a los marineros del héroe griego, causará tarde o temprano, la desmoralización o locura de nuestras tropas». (Equipo de Bitácora (M-L); Fundamentos y propósitos, 2023)
Marx expuso de la siguiente manera el fetiche de Bakunin por la huelga general y su absurda negación de la implicación política:
«La clase obrera no debe ocuparse con la política. Solo debe organizarse en sindicatos. Un buen día, mediante la Internacional suplantará a todos los Estados existentes. ¡Puede verse qué caricatura de mis doctrinas ha hecho él [Bakunin]! Dado que la transformación de los Estados existentes en asociaciones es nuestra meta final, debemos entonces permitir a los gobiernos, estos grandes sindicatos de las clases dominantes, que hagan lo que quieran, porque preocuparnos de ellos supone reconocerlos. ¿¡Por qué!? De la misma forma los antiguos socialistas dijeron: no deben ocuparse con la cuestión salarial, porque queremos abolir el trabajo asalariado, ¿¡y luchar contra el capitalista por la tasa salarial supone reconocer el sistema salarial!? El asno ni siquiera ha visto que cualquier movimiento de clase como tal movimiento de clase, es necesariamente y será siempre un movimiento político». (Karl Marx; Carta a Paul Lafargue, 19 de abril de 1870)
Esta cita ya demostraría que el sorelismo tiene más en común con el bakuninismo que con el marxismo. Pese a ello, Sorel consideraba que el punto que más le acercaba a la doctrina de Marx era:
«La práctica de las huelgas nos lleva a una concepción idéntica a la de Marx. Los obreros que dejan de trabajar no van a presentar a sus patronos proyectos de mejor organización del trabajo, y no le ofrecen su concurso para dirigir mejor sus negocios. En una palabra, la utopía no tiene ningún lugar en los conflictos económicos». (Georges Sorel; La descomposición del marxismo, 1907)
¡No! ¡Por supuesto que no! ¡En el trabajo sindical no cabe la utopía! Debe de ser que el ludismo o los intentos de cooperativismo para «superar» o «volver atrás» respecto al capitalismo son «anécdotas históricas». Una vez más, el sorelismo no hacía más que volver a ideologías ya superadas por la historia:
«En sí, las huelgas eran lucha tradeunionista, no era aún lucha socialdemócrata; señalaban el despertar del antagonismo entre los obreros y los patronos, pero los obreros no tenían, ni podían tener, la conciencia de la oposición irreconciliable entre sus intereses y todo el régimen político y social contemporáneo, es decir, no tenían conciencia socialdemócrata. (…) La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar del gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
En resumidas cuentas, he aquí otra manipulación de Sorel sobre el marxismo. Este último no rechazaba ni mucho menos el trabajo sindical, todo lo contrario, pero el propio Marx expuso los límites del pensamiento «gremial» que arrastraban las agrupaciones sindicales de su tiempo:
«Están demasiado inclinados exclusivamente a las luchas locales e inmediatas con el capital [y] aún no han entendido completamente el poder que tienen para actuar contra el sistema de esclavitud salarial. Por lo tanto, se mantienen demasiado alejados de los movimientos sociales y políticos generales». (Asociación Internacional de los Trabajadores, Instrucciones para los delegados del Consejo General Provisional, 1866)
En sus escritos anotó cómo se debían enfocar en el futuro:
«Aparte de sus propósitos originales, ahora deben aprender a actuar deliberadamente como centros organizadores de la clase obrera en el amplio interés de su completa emancipación. Deben ayudar a todos los movimientos sociales y políticos que tiendan en esa dirección. (...) Deben velar por los intereses de los oficios peor pagados, como los trabajadores agrícolas, que han quedado impotentes por circunstancias excepcionales. Deben convencer al mundo en general que sus esfuerzos, lejos de ser estrechos y egoístas, apuntan a la emancipación de los millones de oprimidos». (Asociación Internacional de los Trabajadores, Instrucciones para los delegados del Consejo General Provisional, 1866)
Sorel añadía que el defecto del pensador alemán fue que nunca comprendió del todo el «potencial» de la «huelga general» para derrocar a la burguesía. ¿En qué se basaba esta «huelga general revolucionaria»? En el más puro arrebato anarquista:
«En una palabra, la utopía no tiene ningún lugar en los conflictos económicos. (…) El mismo espíritu se halla en los grupos obreros que están apasionados por la huelga general; estos grupos miran, en efecto, a la revolución como un inmenso alzamiento que incluso se puede calificar de individualista: cada uno marchando con el mayor ardor posible, actuando por su cuenta, no preocupándose demasiado de subordinar su conducta a un gran plan de conjunto sabiamente combinado». (Georges Sorel; La descomposición del marxismo, 1907)
¿Quién era pues el utopista aquí? ¿Cuántas huelgas generales han provocado la «rendición de todo el pabellón burgués»? Que sepamos, ninguna. La huelga siempre ha sido un auxiliar de la revolución, pero nada más. Esta sobrestimación de la huelga general como método clave para derrocar al capitalismo es algo que repetirían en Alemania autores como Rosa Luxemburgo:
«La huelga es el pulso vivo de la revolución y, al mismo tiempo, su rueda motriz más poderosa. (...) La huelga de masas no se puede convocar a voluntad, incluso cuando la decisión de hacerlo puede provenir del comité superior del partido socialdemócrata más fuerte. (...) El elemento de la espontaneidad juega un papel importante en todas las huelgas de masas rusas sin excepción. (...) El elemento de la espontaneidad juega un papel tan predominante porque las revoluciones no permiten que nadie haga el papel de maestro de escuela con ellas». (Rosa Luxemburgo; La huelga de masas y los sindicatos, 1906)
Lenin dedicó dos obras clave contra estas nociones en «¿Qué hacer?» (1902) y «Un paso adelante, dos pasos atrás» (1904), así como en artículos de menor extensión, pero de gran peso teórico como «Sobre las huelgas» (1899). Lenin sentenciaba que este reflejo economicista en Rusia era producto de:
«Los intelectuales, que en nuestro Partido representaban un porcentaje bastante mayor que en los partidos de Europa occidental, sentíanse atraídos por el marxismo, que era una nueva moda. Pero esta atracción muy pronto cedió su lugar a la inclinación servil ante la crítica burguesa de Marx por un lado, y por otro, ante el movimiento obrero puramente sindical: sobrestimación de las huelgas, «economismo». (Vladimir Ilich Uliánov Lenin; Un paso adelante, dos pasos atrás. Respuesta a Rosa Luxemburgo, 1904)
Y, sin embargo, esta crítica no significaba que quitara importancia a la lucha sindical y económica, pero dejaba bien claro cuáles eran sus limitaciones con respecto al movimiento obrero y sus objetivos políticos ulteriores, algo que los idealistas, izquierdistas y fanáticos del trabajo artesanal eran incapaces de ver:
«Por eso los socialistas llaman a las huelgas «escuela de guerra», escuela en la que los obreros aprenden a librar la guerra contra sus enemigos, por la emancipación de todo el pueblo, de todos los trabajadores, del yugo de los funcionarios y del yugo del capital. Pero la «escuela de guerra» no es aún la guerra misma. Cuando las huelgas se difunden ampliamente, algunos obreros −y algunos socialistas− comienzan a pensar que la clase obrera puede incluso limitarse a las huelgas y a las cajas o sociedades de resistencia, que mediante las huelgas solas pueden procurar una gran mejora de su situación o incluso alcanzar su emancipación. Cuando ven la fuerza que representa la unión de los obreros y aun sus pequeñas huelgas, algunos piensan que a los obreros les basta con declarar la huelga general en todo el país para conseguir de los capitalistas y del Gobierno todo lo que quieran. Esta opinión la expresaron también los obreros de otros países cuando el movimiento obrero estaba en su etapa inicial y los obreros contaban aún con muy poca experiencia. Pero esta opinión es errónea. Las huelgas son uno de los medios de lucha de la clase obrera por su emancipación, pero no el único, y si los obreros no prestan atención a otros medios de lucha, frenan el desarrollo y los éxitos de la clase obrera». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Sobre las huelgas, 1899)
Nada que ver con las declaraciones de nuestro compañero, Sorel, que reiteraría la relevancia de las lecciones de los obreros sindicalistas, de nuevo, incidiendo en el poco valor de la teoría y de hacer conscientes a esos obreros para que realmente participen del movimiento en pro de avanzar hacia otra sociedad. ¿Es esto una exageración? En absoluto:
«Un paso decisivo hacia la reforma se dio cuando algunos marxistas que aspiraban a pensar libremente, se dedicaron a estudiar el movimiento sindical, y descubrieron que «los sindicalistas puros pueden enseñarnos más de lo que podemos enseñarles nosotros». (Georges Sorel; La descomposición del marxismo, 1907)
Otro aspecto que debe remarcarse en el ideario soreliano es que, a causa del «cretinismo parlamentario» que manifestaban muchos de los partidos socialdemócratas, este reaccionó invitando a los revolucionarios de todo el mundo a que rechazasen todo trabajo en las tribunas parlamentarias. Así mismo, con un eco bakuninista, de su pluma destilaba una desconfianza continua hacia los «políticos», los cuales, según él, solo desearían «utilizar» al proletariado para «reforzar su Estado», negando en la práctica la necesidad de los «jefes revolucionarios». No merece la pena detenernos en estos aspectos tan ridículos que Lenin se encargó de fulminar criticando a autores como Bordiga o Pannekoek en su famosa obra «El «izquierdismo» enfermedad infantil del comunismo» (1920). Como dijo Marx en su «Carta a Laura Lafargue» (14 de diciembre de 1882), esta «fraseología ultrarrevolucionaria» es algo «vacío», y «nuestras gentes deberían dejar esa especialidad a los llamados anarquistas», que en realidad son «columnas del orden presente y no ponen desorden en nada, ni en sus propias y pobres cabezas pueriles, que ya de nacimiento son el caos».
El «mito soreliano» como condición sine qua non para movilizar al pueblo
«El mito de la huelga general se ha hecho popular, y se ha establecido sólidamente en las conciencias. Ahora tenemos, acerca de la violencia, ideas que Marx no hubiera podido formarse fácilmente. Estamos entonces en condiciones de completar su doctrina, en vez de comentar sus textos como lo han hecho durante tanto tiempo los discípulos desorientados». (Georges Sorel; Reflexiones sobre la violencia, 1908)
Aquí Sorel se proclama por encima de Marx y sus «despistados discípulos». Así pues, utilizando el renovado impulso del «idealismo filosófico», de moda en su tiempo, −Nietzsche, Bergson, James, Freud y Cía−, crearía la famosa concepción soreliana del «mito» de la «huelga general»; de ahora en adelante esto sería la palanca transformadora de la sociedad:
«El mito es una creencia creada por el hombre, frecuentemente ligada a la cuestión de los orígenes −se trata de motivar la acción por una genealogía ejemplar−, que nace de un choque psicológico. No se remite pues al pasado, como habían creído los «primitivistas», sino a lo eterno. El mito no nos esclarece sobre lo que ocurrió, sino sobre lo que se producirá, sobre lo que se busca producir. Si es fecundo, si responde a la demanda colectiva, si es aceptado por la sociedad en su totalidad, o por un segmento importante de esta, entonces se renueva por sí mismo: su socialización va aparejada con su sacralización. El mito se sitúa más allá de lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Únicamente es fecundo, o no lo es». (Georges Sorel; La descomposición del marxismo, 1907)
Aunque aquí reconocemos uno de los dogmas ideológicos futuros del fascismo, sin duda estamos ante una concepción filosófica que bebe del utilitarismo estadounidense de los siglos XIX y XX, aunque, para ser francos, estas líneas son un clásico de la oratoria política que se remonta hasta los sofistas griegos. Para Sorel no era importante si lo trazado como línea política era real o no, si correspondía a unas necesidades materiales presentes o ulteriores de los trabajadores que estuvieran anticipadas por el devenir social y la dirección consciente, lo importante es si de una forma u otra estas ideas mágicas, valientes o interesantes «prenden en las masas». Bajo tal conclusión cortoplacista, el partido no debería procurar tanto tener buenos analistas y orientadores, sino buenos y carismáticos oradores. No tendría que fijarse tanto en forjar líderes honestos y formados, sino en simplemente encontrar una buena financiación para alcanzar la máxima difusión de su «mito». Era este un «resultadismo» tan dañino como a la larga estéril para los revolucionarios de cualquier época, solo resulta fructífero para los demagogos de turno. ¿A dónde ha conducido siempre este «pragmatismo extremo» sazonado de cuentos místicos para el vulgo? Cualquiera que sepa algo de historia política ya tendrá un par de nombres en mente, ya que esto que anotamos es la descripción exacta de movimientos populistas como el peronismo durante el siglo XX. Véase la obra: «Perón, ¿el fascismo a la argentina?» (2021).
En verdad, siempre hay toda una serie de condicionantes objetivos que hacen que una doctrina política pueda «prender» mejor o peor sobre el pueblo y ello sin que, necesariamente, sea lo más adecuado, incluso aunque sus propuestas diverjan de lo que se deba hacer para lograr sus presuntas metas, como pudieron ser en las asociaciones proletarias de los últimos siglos la búsqueda del comunismo. No cabe lugar a dudas que, Francia, el país de origen de Sorel, es buena prueba de todo esto: allí en el siglo XIX el «socialismo utópico» de Fourier y Proudhon causó furor en la población durante un tiempo. Ya en el nuevo siglo, el «socialismo posibilista» de Jaurès o Blum no solo mantuvo un notable «apoyo popular», sino que su «moderantismo» pronto le valió para ganarse las simpatías de las élites tradicionales y gobernar el país. Es más, incluso podemos asegurar que también hubo un gran apoyo popular y mediático de la población en general hacia las ideas «socialchovinistas» de Thorez, quien, desde los años 30, intentó sincretizar los principios de la Revolución Francesa (1789) y la Revolución Rusa (1917). Por traer a colación un último ejemplo, ocurrió de forma similar en los 70 con el «cabal» eurocomunismo de Marchais: este también fue muy aplaudido tanto por la «burguesía respetable» de la hipócrita «Liberté, Égalité y Fraternité» como por los militantes obreros que decían buscar «una nueva sociedad»; todos ellos pensaban que en alianza socialistas y eurocomunistas construirían una Francia nueva y mejor, a la cual, a veces, le ponían el nombre de «comunista».
¿Y bien? ¿Acaso alguno de estos logró organizar un movimiento emancipador que funcionase con la precisión de un reloj suizo y estuviese bien pertrechado ideológicamente para neutralizar la influencia de sus enemigos? ¿Lograron superar al capitalismo, propósito que, todos ellos, se marcaban en sus inicios? No, a través de estos demagogos y charlatanes el proletariado francés regaló su fuerza, su independencia organizativa e ideológica como clase, se perdió en una tormenta de nociones e influencias aburguesadas. Aun así, ¿por qué triunfaron temporalmente todas estas corrientes si muchas veces partían de supuestos falsos y perjudiciales? No olvidemos que las peores tradiciones y las malas costumbres pesan sobre la actividad de los hombres como si se tratase de una maldición y, a veces, pareciera que la voluntad o la honestidad de unos cuantos no sirven en absoluto para superar esta barrera de mediocridad, pero hay una explicación racional mucho más sencilla y no tan fatalista. Antes de nada, nunca debemos perder de vista que, aunque requiera mucho tiempo, es mediante la dedicación y el esfuerzo que los hombres logran cambiar sus circunstancias, lo que en política exige la cooperación sin titubeos entre sus miembros, algo que tiene más importancia cuando se va en contra de la corriente de opinión mayoritaria.
Estas expresiones políticas arriba mencionadas, cuya «evolución» se distanciaba de la raíz marxista que alguna vez pudieron tener, cosecharon un gran éxito momentáneo, eso es innegable, pero fue, entre otros motivos, porque tenían un buen nicho en las condiciones de su tiempo, porque no eran incompatibles con las limitaciones existentes y la tradición heredada más negativa. Cuando decimos esto incluimos también a la presunta «élite ilustrada», es decir, los «elementos más avanzados», porque como dijo Marx: «El educador también tiene que ser educado». En su mayoría, pues, su modelo y propuestas no venían a «poner patas arriba» nada, a lo sumo se adaptaban correctamente en aspectos secundarios porque así lo reclamaba la realidad, porque así podían operar mejor; pero en lo importante, en lo decisivo, se descarrilaban de la esencia de lo que se necesitaba hacer para cumplir con las tareas del momento.
Cuando estos movimientos hacían su puesta en escena, resultaba que sus «novedosas» doctrinas casaban muy bien con las nociones de algunos movimientos en declive, nociones utópicas que todavía coleteaban en el ideario colectivo, por lo que unos movimientos crecían absorbiendo a otros y casi siempre heredaban sus peores rasgos y carencias. Es más, podríamos decir que, para estos grupos, su mayor problema era la competencia con toda una ristra de escuelas y sectas que, salvo pequeñas variaciones, hablaban parecido, actuaban de formas análogas e incluso adoptaban los mismos símbolos. Por esto, gran parte de su propaganda se centraba en aparentar que ellos tenían la piedra filosofal para resolver mágicamente todos los problemas, aunque sus recetas fuesen las mismas que habían causado el desastre −seguro que esto les resultará familiar a nuestros lectores respecto a lo que ven cada día−. Esto no es ninguna sorpresa, ya que, como decimos, sigue ocurriendo de igual forma. Véase el capítulo: «¿En qué se basa el «trabajo de masas» del revisionismo moderno?» (2021).
¿Y qué podemos extraer de estos episodios políticos tan interesantes? Que en cualquiera de los escenarios históricos, la falta o limitaciones del conocimiento cultural, tanto el «embrutecimiento alienante de las masas» como los vicios que arrastran los elementos más «instruidos» y «revolucionarios», siempre acaban actuando como un fuerte condicionante para que muchos grupos que se pretenden «emancipadores» se den de bruces una y otra vez con los mismos quebraderos de cabeza: imposibilidad de atraer y organizar a la mayoría del pueblo, desconocimiento sobre cómo actuar para transformar la sociedad que dicen querer superar y demás problemas que uno se puede imaginar. Dado el empecinamiento de muchos en no querer fijarse mejor en todos y cada uno de estos requisitos, recuerdan cómicamente al moscardón que se choca una y otra vez con el cristal.
Concluyendo, todo esto siempre acaba en frustración, desmoralización, fraccionalismo y dispersión, concesiones «in extremis» para salvar la situación, etc. Por esta razón, no es extraño comprobar que, a causa de su malicia o su ignorancia, el revisionismo siempre parece vivir anclado en el pasado repitiendo los errores de la historia, discutiendo sobre cuestiones que ya han sido resueltas y constatadas en la práctica décadas atrás. Unos actuarán así porque su objetivo no es transformar nada, sino aprovecharse del alma cándida y la ignorancia generalizada, pero también contamos con los otros que actúan así porque no han abierto los ojos respecto a la futilidad de lo que hacen y proponen. En ambos casos, durante esta gratuita «revisión del marxismo» que acostumbran a realizar, nunca presentan ni argumentaciones de peso ni evidencias empíricas para convencernos de por qué debemos seguirles en su diletante modelo de trabajo o en sus vagas pretensiones sobre la sociedad futura. Ellos lo centran todo en «persuadirnos» presumiendo de su «capacidad de movilización» o hablándonos de la «cantidad de apoyos» que recalan por los votos que reciben en las elecciones. En honor a la verdad, esto no nos impresiona, hace largo tiempo que la historia se ha encargado de dejar en completo ridículo la «victoria pírrica» que consiguen estas asociaciones −en muchas ocasiones subvencionadas y promocionadas por el poder público−, puesto que lo que tienen entre manos es un éxito fugaz que jamás estará ni siquiera cerca de significar lo mismo que una victoria contundente y completa sobre el capital, como sí lograron, por ejemplo, los bolcheviques». (Equipo de Bitácora (M-L); Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo», 2021)
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