martes, 19 de mayo de 2020

Los conceptos de nación de los nacionalismos vs el marxismo; Equipo de Bitácora (M-L), 2020


«Dependiendo del nacionalismo que observemos, cada uno utiliza un pseudoargumento para justificar su historia, su racismo, sus tradiciones reaccionarias, sus anhelos de conquista y sus imposiciones a otros pueblos.

Entre los nacionalismos siempre podemos ver teorías idealistas raciales, las cuales rozan lo místico. Y es que hablar de pureza racial de cualquier pueblo solo puede hacerlo o un desconocedor de la historia y asimilación de los pueblos, o un nacionalista fanático. 

Esto incluso ocurre en el nacionalismo oprimido como respuesta para conformar su arsenal teórico justificativo:

«¿No sabemos, por otra parte, por experiencia histórica, que en el seno de las naciones oprimidas se desarrolla paralelamente al resurgimiento nacional el chovinismo local, ese chovinismo provocado por los excesos imperialistas y por la táctica de los capitalistas nacionales que en esta división, en este recelo y odio encuentran uno de sus mejores puntos de apoyo para acrecentar su poder y su riqueza, su dominio político?». (Joan Comorera; El problema de las nacionalidades en España, 1942)

Así el nacionalismo catalán, en los albores de su resurgimiento, nos decía:

«Desde los más remotos tiempos de la historia, una gran variedad de razas diferentes echaron raíces en nuestra península, pero sin llegar nunca a fusionarse. En época posterior se constituyeron dos grupos: el castellano y el vasco-aragonés o pirenaico. Ahora bien, el carácter y los rasgos de ambos son diametralmente opuestos. (...) El grupo central-meridional, por la influencia de la sangre semita que se debe a la invasión árabe, se distingue por su espíritu soñador (...) El grupo pirenaico, procede de razas primitivas, se manifiesta como mucho más positivo. Su ingenio analítico y recio, como su territorio, va directo al fondo de las cosas, sin pararse en las formas. (...) La suerte o fatalidad nos llevó al descubrimiento de América. Esta conquista y esta asimilación afirmaron más aún la preponderancia del grupo centro-meridional. Nuestra sangre, nuestra vida entera fueron transportadas al nuevo mundo, y mientras gastábamos allí todas nuestras fuerzas hasta desfallecer. (...) Orgullosos de nuestra expansión colonial y de nuestras riquezas recién adquiridas, e ignorantes al mismo tiempo de nuestra debilidad interior, nos dejamos remolcar por el grupo castellano. (...) El grupo centro-meridional no ha conservado de sus brillantes cualidades más que el espíritu de absorción, de reglamentación, de dominio. (...) El grupo pirenaico ha perdido toda su influencia sobre la marcha de los asuntos. Pero su decadencia es de otro estilo, ya que allí imperan la rudeza, los apetitos terrenales, el egoísmo celoso. Y es que los catalanes y los vascos son los trabajadores de España». (Valentín Almirall; España tal y como es, 1886)

Aquí, como observaremos después, hay desde un inicio un orgullo por la conquista catalana del Mediterráneo y también de ciertas andanzas particulares por América junto a castellanos. Pero el discurso se centra siempre en el origen ario o no de la raza que reivindican frente a la no pureza de sus vecinos:

«En España, la población puede dividirse en dos razas. La aria –celta, grecolatina, goda– o sea del Ebro al Pirineo; y la que ocupa del Ebro al Estrecho, que, en su mayor parte, no es aria sino semita, presemita y aun mongólica [gitana] (…) Nosotros, que somos indogermánicos, de origen y de corazón, no podemos sufrir la preponderancia de tales elementos de razas inferiores». (Pompeu Gener; Heregías, 1887)

La revista que aunaba a los principales representantes del catalanismo separatista, recordaba sus años de gloria como todo vulgar nacionalismo, y añadía:

«Todos los que formamos parte de la Redacción somos catalanes y amamos a Cataluña como el que más, y como la amamos, quisiéramos que volviese a ser lo que fue en los siglos XII, XIII y XIV, es decir, la primera de las naciones latinas, y a veces la primera de toda Europa (…) Creemos que nuestro pueblo es de una raza superior a la de la mayoría de los que forman España. Sabemos por la ciencia que somos Arios; bien por los autóctonos Celtas; bien por los Griegos, Romanos, Visigodos, Ostrogodos, Francos y otros que vinieron; y por tanto, queremos ser dignos descendientes de razas tan nobles». («Presentació» de la Revista Joventut, I/5, 15 de marzo de 1900)

Sigamos con las declaraciones de los referentes del nacionalismo catalán:

«El problema está entablado entre la España lemosina, aria de origen y por tanto evolutiva, y la España castellana, cuyos elementos presemíticos y semíticos, triunfando sobre los arios, la han paralizado, haciéndola vivir sólo de cosas que ya pasaron (…) Conocemos que somos arios europeos y que como hombres valemos más en el camino del Superhombre. Esto es lo que da el análisis. En Cataluña ser muy hombre quiere decir tener mucho talento, ingenio, voluntad, empresa. En casi todo el resto de España significa ser muy bruto, y del hombre sólo se comprende la humana bestia y aun la cruel bestia africana». (Pompeyo Gener; La cuestión catalana, 1903)

¿Nada que envidiar a los nazis cierto?

Absolutamente todos los nacionalismos en auge repetían como dogma su derecho de dominación en base a fantasías raciales. El nacionalismo gallego creía absolutamente en que los gallegos eran una raza pura y diferenciada, que otros pueblos anteriores o posteriores que habían pasado por ahí no habían hecho mella en su «celtismo», ni en lo étnico, económico, cultural ni psicológico:

«El día en que las tribus célticas pusieron el pie en Galicia y se apoderaron del extenso territorio que componía la provincia gallega, a la cual dieron nombre, lengua, religión, costumbres, en una palabra, vida entera, ese día concluyó el poder de los hombres inferiores en nuestro país. Fuesen o no, fineses o gente más humilde todavía, de color amarillo, lengua monosilábica y vida intelectual rudimentaria, tuvieron que apartarse y desaparecer. Ni en la raza ni en las costumbres y supersticiones, ni siquiera en los nombres de localidad dejaron las huellas de su paso. (...) Nada hay en nuestra antigüedad que de ella no venga o con ella no empiece. El celta es nuestro único, nuestro verdadero antepasado». (Manuel Murguía; Galicia, 1888)

Y más tarde los admiradores y continuadores de su obra dirían:

«Lo que el mundo distingue como «español» ya no es «castellano»; es «andaluz», que tampoco es andaluz sino gitano. (...) «Estos son unos hombres errantes y ladrones» –decía el padre Sarmiento–; y si nosotros no apoyamos tan duro juicio, nos mostramos satisfechos de no contar con este gremio en nuestra tierra. El caso es que los gitanos monopolizan la sal y la gracia de España y que los españoles se vuelven locos por parecer gitanos como antes se volvían locos por ser godos. (...) ¿Qué son la golferancia y el señoritismo sino un remedo de la gitanería? ¿Qué es el flamenquismo sino la capa bárbara en que se ahogaron los fondos tradicionales de España, la cáscara imperial y austriaca, los harapos piojosos de la delincuencia gitana? Hoy el irrintzi vasco, el renchillido montañés, el ijujú astur, el aturuxo gallego y el apupo portugués están vencidos por el afeminado Olé. Pues bien; los gallegos espantaremos de nuestro país la «plaga de Egipto». (Alfonso Daniel Manuel Rodríguez Castelao; Siempre en Galicia, 1944)

El padre del nacionalismo vasco, Sabino Arana, fundador del Partido Nacionalista Vasco (PNV), hoy en el poder, dedicaría unas ya legendarias frases xenófobas con clichés y argumentaciones del todo ridículas sobre España:

«La fisonomía del bizkaíno es inteligente y noble; la del español, inexpresiva y adusta. El bizkaíno es de andar apuesto y varonil; el español, o no sabe andar –ejemplo, los quintos– o si es apuesto es tipo femenil –ejemplo, el torero–. El bizkaíno es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaíno es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos. Preguntádselo a cualquier contratista de obras y sabréis que un bizcaino hace en igual tiempo tanto como tres maketos juntos. El bizkaíno es laborioso –ved labradas sus montañas hasta la cumbre–; el español, perezoso y vago –contemplad sus inmensas llanuras desprovistas en absoluto de vegetación–. El bizkaíno es emprendedor –leed la historia y miradlo hoy ocupando elevados y considerados puestos en todas partes... menos en su patria–; el español nada emprende, a nada se atreve, para nada vale –examinad el estado de las colonias–. El bizkaíno no vale para servir, ha nacido para ser señor –«etxejaun»–; el español no ha nacido más que para ser vasallo y siervo –pulsad la empleomanía dentro de España, y si vais fuera de ella le veréis ejerciendo los oficios más humildes–. El bizkaíno degenera en carácter si roza con el extraño; el español necesita de cuando en cuando una invasión extranjera que le civilice. El bizkaíno es caritativo aun para sus enemigos –que lo digan los lisiados españoles que atestan las romerías del interior y mendigan de caserio en caserio–; el español es avaro aun para sus hermanos. (...) El bizkaíno es digno, a veces con exceso, y si cae en la indigencia, capaz de dejarse morir de hambre antes de pedir limosna. (...) El español es bajo hasta el colmo, y aunque se encuentre sano, prefiere vivir a cuenta del prójimo antes que trabajar –contad, si podéis, los millares de mendigos de profesión que hay en España y sumidlos con los que anualmente nos envía a Euskeria–. Interrogad al bizkaíno qué es lo que quiere y os dirá «trabajo el día laborable e iglesia y tamboril el día festivo»; haced lo mismo con los españoles y os contestarán pan y toros un día y otro también, cubierto por el manto azul de su puro cielo y calentado al ardiente sol de Marruecos y España. (...) Les aterra el oír que a los maestros maketos se les debe despachar de los pueblos a pedradas. ¡Ah la gente amiga de la paz...! es la más digna del odio de los patriotas». (Sabino Arana; ¿Qué somos?, 1888)

En esto coinciden también todos los nacionalismos, aludiendo a la inferioridad física o mental del oponente. Si los castellanos decían tales epítetos de los pueblos americanos, los nacionalistas catalanes dirían de los primeros algo similar para justificar su chovinismo:

«Los separatistas catalanes han empezado por ejercer de verdaderos demagogos, adulando la vanidad de los catalanes. No han cesado de insistir en la pretendida inferioridad de los castellanos. Que formamos dos razas distintas y aun opuestas: entre las cuales ellos, los castellanos, eran los inferiores y nosotros los catalanes, los superiores. Que por efecto de esta inferioridad era inútil esperar que los castellanos pudiesen seguir nunca el impulso que nosotros, los catalanes, hemos dado al progreso de nuestra patria común; y que en consecuencia nosotros teníamos que perder siempre, habíamos de ser necesariamente las víctimas en este consorcio de ambos pueblos, y por ende que la separación pura y simple era lo que procedía. Que nada les debíamos, que nunca los castellanos han hecho por nosotros, los catalanes, más que explotarnos». (Francisco Jaume; El separatismo en Cataluña, 1907)

El líder de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y Presidente de Cataluña durante 1932-1933, declaraba que era necesario cuidar a la raza catalana de la invasión extranjera:

«Es preciso infiltrar a la mujer catalana una máxima repulsión por toda unión que además de entregar al enemigo tierra y bienes catalanes, venga a impurificar la raza catalana». (Francesc Macià; L’Estat Català, 1923)

El líder de Convergència i Unió» (CIU) y Presidente de Cataluña desde 1980 a 2003 nos diría reflexionando sobre el carácter de algunos españoles:

«El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido. (...) Es generalmente un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido un poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. Introduciría en ella su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir su falta de mentalidad». (Jordi Pujol; La inmigración, problema y esperanza de Cataluña, 1958)

¡El actual líder de ERC llega a reclamar mayor afinidad biológica con los vecinos europeos que con los españoles!:

«En concreto, los catalanes tenemos más proximidad genética con los franceses que con los «espanyols»; más con los italianos que con los portugueses; y un poco con los suizos. Mientras que los «espanyols» presentan más proximidad con los portugueses que con los catalanes y muy poca con los franceses». (Oriol Junqueras; Avui, 2008)

Le diremos al señor Junqueras que una cosa son sus deseos y otra la historia, la evidencia científica. 

El marxismo ya refutó todo fundamentalismo sobre las razas:

«El materialismo histórico no descuida en absoluto la raza; por el contrario, la convierte en un concepto claro. Así como no existen razas animales permanentes, tampoco existen razas humanas permanentes; la diferencia está en que las razas animales están sujetas a la ley de evolución natural, mientras que las razas humanas están, a la ley de evolución social. A medida que el hombre se desprende de su conexión inmediata con la naturaleza, se funden y se mezclan más y más las razas naturales; a medida que crece el dominio del hombre sobre la naturaleza las razas naturales se transforman de modo cabal en clases sociales. Y allí donde domina el modo de producción capitalista de producción ya se han disuelto las diferencias raciales o se disuelven día a día, cada vez más, en las contradicciones de clases». (Franz Mehring; Sobre el materialismo histórico y otros ensayos filosóficos, 1893)

Los comunistas retomarían estos temas como puede verse en el artículo de Franz Willner: «La ciencia, contra las patrañas racistas», en momentos del auge del nazismo y el fascismo italiano:

«La leyenda de las razas «superiores» e «inferiores». El nervio de la «teoría de las razas» de esa «peregrina teoría, tan alejada de la ciencia como el cielo de la tierra», según las palabras del camarada Stalin en el XVIIIº Congreso del P. C. (b) de la URSS es la afirmación de que existen razas «superiores» e «inferiores». Esta afirmación pretende «demostrarse» haciendo extensivos, a la humanidad los conceptos zoológicos, alegando la existencia de razas invariables y puras y definiendo y determinando las razas con la mayor vaguedad y la mayor arbitrariedad. (...) Es absolutamente imposible trasplantar los conceptos de la zoología o ciencia de los animales al estudio del hombre. Semejantes ensayos tienen necesariamente que conducir a resultados radicalmente falsos. El hecho fundamental de la antropología –ciencia del hombre– es aquello que hay de específico en el origen del hombre, en este proceso, único en el mundo de los seres vivientes, de sustitución de las leyes biológicas por leyes sociales. La afirmación de que las razas humanas son invariables contradice también a todos los datos de la ciencia. (...) A este propósito, podemos recordar también las palabras de Marx en su obra «La ideología alemana»: «Hasta las diferencias naturales entre los géneros, como las diferencias de raza, etc., pueden y deben eliminarse históricamente». Asimismo es una fábula eso de que existan en ningún sitio ni de ningún modo razas «puras». Las razas humanas se han mezclado y cruzado siempre y en todas partes. Otra «teoría» en que los racistas han intentado, repetidas veces, «apoyar» su afirmación de la existencia de razas «superiores» e «inferiores» es la «teoría» del distinto origen de las diversas razas humanas. Esta «teoría» racista opone al monogenismo, según el cual todos los hombres tienen un origen común, la «teoría» del poligenismo, que pretende que cada una de las grandes razas humanas desciende de distintas formas del mundo animal. Jamás se ha aportado ni una sombra de prueba de esta afirmación chovinista; lejos de ello, todas las ciencias –la anatomía, la antropología, la etnografía, la arqueología– demuestran lo contrario». (Internacional Comunista, Nº8, 1939)

Actualmente, y aunque parezca increíble, asistimos a una deriva del nacionalismo catalán que llega hasta episodios esperpénticos no solo sobre la raza, sino sobre la reescritura de la historia. Desde ANC, una organización nacionalista financiada con impuestos públicos, se pronuncian las siguientes tesis surrealistas:

«Se entusiasma cuando glosa las hazañas de los conquistadores en México. A Víctor Cucurull le brillan los ojos y busca la complicidad del público con un discurso que todos los presentes llevarían rato abucheando si no fuese por un detalle: el líder de aquella expedición increíble, ese tal «Ferrán Cortés», no era extremeño «como nos han contado». Era catalán. De hecho era «un príncipe de la Casa Real Catalana» cuyo nombre auténtico fue Alfons d’Aragó i Guerrea.

La conferencia se imparte en el Centro Comarcal de Lleida en Barcelona y los asistentes, en torno a una treintena, han pagado entre 8 y 13 euros por escuchar a una de las estrellas del Institut Nova Historia. La iniciativa, ligada a la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y apoyada por decenas alcaldes, políticos e instituciones públicas, organiza charlas por las cuatro esquinas de los ‘Países Catalanes’ desde su fundación en 2007.

Su objetivo es difundir la idea de que la historia oficial de España se ha manipulado desde tiempos inmemoriales. ¿Con qué objeto? Cuál va a ser: para robarle algo a Cataluña, en este caso prestigio y a algunas de sus figuras más destacadas. Como 'Ferrán' Cortés, Santa Teresa de Jesús, Cristóbal Colón, Amerigo Vespucci, Bartolome de las Casas, Leonardo Da Vinci o Miguel de Cervantes –que se llamaba Miquel Servent–. La ‘nova historia’ sostiene que el Quijote, en realidad, fue escrito en catalán. Y que La Gioconda era Isabel de Aragón posando frente a un paisaje que combina las montañas de Montserrat y el Llobregat. (...)

«Ferrán» Cortés, dice Cucurull, era de alguna manera un «demócrata y un republicano». «En un momento dado, reunió a toda su tripulación en una asamblea y les dijo que no tendría sentido destruir a naciones tan ricas y complejas como las que habían encontrado. Esta es una concepción de proyecto de un auténtico estadista y con valores propios del pensamiento catalán: la ciudad y la república. En lugar de una concepción imperialista, del pillaje y la esclavitud, él buscaba una solución fruto del entendimiento con los pueblos indígenas para convencerles de abandonar el estado teocrático y autoritario que tenían, pero desde el reconocimiento mutuo».

Nadie puede descartar que Curull se esté dejando llevar por las emociones del momento cuando dice que la verdadera intención de Cortés fue siempre «construir un reino independiente y separado de España, que es algo que coincide con la cultura de los catalanes que siempre han buscado soberanías compartidas en su expansión por el Mediterráneo». Y añade: «Toda la empresa de Cortés era de concepción básicamente catalana y su aspiración era algo como una república federal en la Nueva España». (El Confidencial; En clase de 'Nova Història': «Hernán Cortés era catalán y quería un reino independiente», 8 de noviembre de 2017)

¡Este chovinismo intransigente llega a tratar de adjudicarse básicamente todo mérito transcendental del ser humano sin sonrojo alguno! Hasta el punto de querer adjudicarse más méritos que Castilla en los dudosos hechos honoríficos como la conquista, evangelización y saqueo de América. Como ya advertían los comunistas, los pueblos que ahora se encuentran atrasados, bien perfectamente en el pasado pudieron haber otorgado grandes avances para la humanidad, o en su defecto, pueden hacerlo en un futuro, careciendo de sentido hablar de pueblos y razas superiores:

«Otro «argumento» que aducen los racistas para «demostrar» la existencia de razas «superiores» e «inferiores» es el atraso cultural de ciertos pueblos. Los imperialistas oprimen a una gran parte de los pueblos de la humanidad, los hacen objeto de una explotación inhumana, entorpecen por todos los medios su progreso y procuran fomentar su atraso diciendo que se trata de «razas inferiores». Luego, ¡se descuelgan diciendo que estos pueblos son «razas inferiores», como lo demuestra su «atraso cultural»! A eso se reduce el argumento de los lacayos racistas pseudoeruditos del imperialismo. Hace ya mucho tiempo que la ciencia, sobre todo la arqueología y la etnografía, ha demostrado que el mayor o menor atraso de ciertos grupos de la humanidad en el terreno cultural no tiene absolutamente nada que ver con las características raciales de estos grupos, del mismo modo que el mayor progreso social y cultural de otros grupos no puede atribuirse tampoco a sus características de raza. Este desarrollo responde a factores económicos y sociales, a factores históricos. Son éstos los que hacen que unos grupos de la humanidad se hallen más atrasados y otros más adelantados, con respecto al desarrollo general. Y a ellos se debe también el que grupos que habían sido siempre atrasados puedan convertirse de pronto en grupos progresivos, más avanzados incluso que otros que lo venían siendo hasta entonces». (Internacional Comunista, Nº8, 1939)

Se demuestra, por tanto, que el nacionalismo catalán está construido desde el pasado a la actualidad con mitos, y al igual que el nacionalismo castellano ha tenido y tiene una legión de historiadores que eluden ciertos hechos y magnifican otros para sus intereses.

Para que nuestro lector compruebe la catadura del veneno nacionalista, veamos la otra cara de la moneda. Comparemos ahora el nacionalismo catalán con otro nacionalismo cavernario, el español, más concretamente el del movimiento fascista de los años 30 y 40.

«Al hablar nosotros de raza, nos referimos a la raza hispana, al genotipo ibérico, que en el momento cronológico presente ha experimentado las más variadas mezclas a causa del contacto y relación con otros pueblos. Desde nuestro punto de vista racista, nos interesan más los valores espirituales de la raza, que nos permitieron civilizar tierras inmensas e influir intelectualmente sobre el mundo. De aquí que nuestro concepto de la raza se confunda casi con el de la «hispanidad». (...) No podemos los españoles hablar de pureza del genotipo racial, menos quizás que otros pueblos, pues las repetidas invasiones que ha experimentado la península han dejado sedimento de variadísimos genotipos. (...) La política racial tiene que actuar en nuestra nación sobre un pueblo de acarreo, aplebeyado cada vez más en las características de su personalidad psicológica, por haber sufrido la nefasta influencia de un círculo filosófico de sectarios, de los krausistas, que se han empeñado en borrar todo rastro de las gloriosas tradiciones españolas. (...) Signos distintivos de los bandos en lucha serán, aristocracia en el pensamiento y sentimiento de los caballeros de la Hispanidad; plebeyez moral en los peones del marxismo. (...) Agradezcamos al filósofo Nietzsche la resurrección de las ideas espartanas acerca del exterminio de los inferiores orgánicos y psíquicos, de los que llama «parásitos de la sociedad». La civilización moderna no admite tan crueles postulados en el orden material, pero en el moral no se arredra en llevar a la práctica medidas incruentas que coloquen a los tarados biológicos en condiciones que imposibiliten su reproducción y transmisión a la progenie de las taras que los afectan». (Antonio Vallejo-Nájera; Eugenesia de la Hispanidad y regeneración de la raza, 1937)

Aquí, hay un racismo más espiritual que biológico, el cual tampoco deja de estar conectado con la supremacía aristocrática y con el fin a ultranza de suprimir la lucha de clases.

Uno de los fundadores del movimiento fascista español, José Antonio Primo de Rivera, coincidía con Nájera en que debido a la historia de España, era temerario afirmar que su fascismo tuviera un componente racial biológico como pretendían por ejemplo los nacionalistas catalanes. De igual modo, consideraban el castellano como lengua universal –el «idioma providencial»–, por lo que esto iba acompañado al desprecio y persecución constante de los falangistas hacia las lenguas de la península ibérica, pero igualmente se afirmaba que el idioma no era tampoco decisivo como elemento diferenciador en su concepto de «nación española», por tanto, atendiendo a las evidentes pruebas de la fisonomía de España y sus pueblos, la única salida que tenían los fascistas era proclamar que la nación no era cuestión de tener un idioma o raza concreta diferenciada, sino:

«Del mismo modo, un pueblo no es nación por ninguna suerte de justificaciones físicas, colores o sabores locales, sino por ser otro en lo universal; es decir: Por tener un destino que no es el de las otras naciones. Así, no todo pueblo ni todo agregado de pueblo es una nación, sino sólo aquellos que cumplen un destino histórico diferenciado en lo universal. (…) De aquí que sea superfluo poner en claro si en una nación se dan los requisitos de unidad de geografía, de raza o de lengua. (…) Los nacionalismos más peligrosos, por lo disgregadores, son los que han entendido la nación de esta manera. (…) Por eso es torpe sobremanera oponer a los nacionalismos románticos actitudes románticas, suscitar sentimientos contra sentimientos. (…) Lo importante es esclarecer si existe, en lo universal, la unidad de destino histórico. Los tiempos clásicos vieron esto con su claridad acostumbrada. Por eso no usaron nunca las palabras «patria» y «nación» en el sentido romántico, ni clavaron las anclas del patriotismo en el oscuro amor a la tierra. Antes bien, prefirieron las expresiones como «Imperio» o «servicio del rey»; es decir, las expresiones alusivas al «instrumento histórico». La palabra «España», que es por sí misma enunciado de una empresa. (...) Claro está que esta suerte de patriotismo es más difícil de sentir; pero en su dificultad está su grandeza». (José Antonio Primo de Rivera; Ensayo sobre nacionalismo, 1934)

El fascismo ve tan complicado de explicar su concepto de nación que ve necesario ligarlo a figuras e instituciones regresivas como el rey o el imperio. Como en muchos pseudomarxistas de hoy, el fascismo consideraba que el nacionalismo periférico no era natural porque nació en los albores del siglo XIX, bajo el auge del romanticismo, caracterizándose sus intelectuales por su sentimentalismo, subjetivismo y voluntarismo. ¿Acaso el concepto de nación alemana o italiana era un artificio? ¿Era la noción de nación de los checos, eslovenos, polacos, finlandeses, noruegos, griegos o albaneses que tardaron mucho más tiempo en lograr su soberanía, un mero invento de sus intelectuales nacionalistas? 

El nacionalismo español con sus conceptos de nación que incluyen intentos de integrar por la fuerza a otros pueblos, ¿no es ya propiamente otro nacionalismo «sentimental» que invoca un «espíritu universal» en el mejor sentido hegeliano donde se bendice la empresa conquistadora? El fascismo, como cualquier nacionalista, juega por tanto otro rol sentimental, idealista y pseudocientífico en lo que se refiere a la nación.

Como dijo Stalin, no existe esa «unidad de destino» de Otto Bauer al margen de una comunidad de territorio, de lengua y de vida económica, igual que tampoco puede haber una «unidad de destino» entre las clases explotadas y explotadoras de un mismo país ya que tienen intereses opuestos... pensar lo contrario es una idea metafísica. ¿No es la dialéctica del tiempo la que demuestra si existe en un Estado esa supuesta «unidad de destino histórico» entre sus regiones y habitantes? En la historia actual hemos tenido casos donde no hubo una completa asimilación de un pueblo sobre otro, de dicha resistencia se consolidó una nacionalidad que poco después llegó a conformarse como nación. En otros casos, tras lograrse una uniformidad nacional hubo una bifurcación de pueblos. Aunque, bajo otros marcos, estos procesos de asimilación o bifurcación de los pueblos ya ocurrían incluso antes de la era del capitalismo. Y por supuesto, siguió produciéndose en la era del capitalismo. Quienes nieguen esto pueden repasar la historia de los godos hasta ver como se dividen en visigodos, ostrogodos y otros pueblos durante la Edad Antigua. La propia fusión entre los visigodos con la población hispano-romana. Se puede ver el destino de Inglaterra y la independencia de sus trece colonias en 1776, o la independencia parcial de Canadá en 1867, y la posterior secesión completa en 1982. En Europa tenemos la independencia belga del Reino Unido de los Países Bajos en 1830. La propia repartición de Polonia en el siglo XVIII y la resistencia de su pueblo hasta su reaparición como Estado en el siglo XX. En Asia tenemos al zarato ruso con la conquista del pueblo kazajo y la posterior resistencia hasta su consolidación como nación durante el siglo XX. Hay, pues, ejemplos muy variados con pueblos de niveles de desarrollos y líneas históricas muy diferentes. 

Hoy, la derecha y la falsa izquierda repiten a cada paso que: «los nacionalismos son los más peligrosos», por lo «disgregadores» que son entre pueblos con lazos históricos, exactamente las palabras que José Antonio Primo de Rivera pronuncia en ese artículo de 1934. Lo cual es aparentemente cierto, pero es una falacia, y como siempre insistimos, toda falacia parte de medias verdades. Igual que denuncian la enemistad entre pueblos que causa el nacionalismo ajeno, curiosamente olvidan su propio nacionalismo, en este caso el español, que es precisamente el que está ejerciendo una opresión y disgregación mayor que evita cualquier posible unidad efectiva entre pueblos.

Ortega y Gasset, el intelectual del raciovitalismo y la teoría perspectivista, ante el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 mantuvo esta clásica posición chovinista que influenciaría a toda la reacción:

«Ortega, en el debate de 1932 sobre el estatuto catalán, utilizó dos veces, para la nación española, la expresión «unidad de destino», se inspiraba probablemente en el pensamiento de Otto Bauer, socialdemócrata austriaco, teórico de la nación-comunidad de cultura. No podía prever que la fórmula –no sé por qué razones y caminos– iba a ser recogida por José Antonio y Falange, y figurar 40 años como ABC de una doctrina oficial». (Pierre Vilar; Conferencia inaugural, 1980)

Cuando Euskadi empezó también a reivindicar sus derechos y solicitar un Estatuto de Autonomía –que se materializaría en 1936–, ¡el líder del movimiento español fascista profetizaba un castigo divino por romper «esa predestinación nacional junto a España»!:

«Hoy parece que quiere desandarse la Historia. Euskadi ha votado su Estatuto. Tal vez lo tenga pronto. Euskadi va por el camino de su libertad. ¿De su libertad? Piensen los vascos en que la vara de la universal predestinación no les tocó en la frente sino cuando fueron unos con los demás pueblos de España. (...) Verán cómo les castiga el Dios de las batallas y de las navegaciones, a quien ofende, como el suicidio, la destrucción de las fuertes y bellas unidades». (José Antonio Primo de Rivera; ¿Euskadi libre?, 1933)

El pueblo gallego presentaría el Proyecto de Estatuto de Autonomía en junio de 1936, pero el proceso fue paralizado debido a la guerra civil de julio de ese mismo año, cayendo rápidamente Galicia en manos fascistas.

Uno de los principales camaradas de José Antonio Primo de Rivera y luego su principal competidor en el campo fascista, diría en tono amenazante:

«La tarea de disciplinar esos Estatutos y la de rechazarlos corresponde a las Cortes Constituyentes. (...) El Gobierno provisional está en el deber de tomar medidas para el caso probabilísimo de que las Cortes rechacen el Estatuto separatista de los catalanes. Si no lo hace él, lo hará el pueblo, que se encargará de su propia movilización, así como de batir las rebeldías». (Ramiro Ledesma; España, una e indivisible, 1931)

Como se puede comprobar, el fascismo es antidemocrático en esencia, pretende justificar su chovinismo y fanatismo nacional por la fuerza, no atiende a razones, y, como tal ha de combatirse en consecuencia. 

El anarquismo también aportó su grano de arena a la concepción metafísica de la nación. Federica Montseny, anarquista que llegaría a ser ministra durante 1936-1937, diría que el anarquismo extranjero era comprensible que no entendiera las características de «raza indómita» del anarquismo español:

«Ha habido casos en que el anarquista del resto del mundo apenas ha podido comprender al anarquista español. No pretendo censurar a los anarquistas; no puede censurarse un movimiento ni unos individuos que responden a circunstancias raciales. (...) Todo eso vive en España, todo eso es consustancial con cada español; miremos en el partido que miremos, todos en el fondo tenemos el mismo erguimiento racial. (...) Por eso en España han sido tan difíciles las dictaduras, y si han conseguido implantarse, han sido dictaduras de opereta, y cuando se ha querido imponer una verdadera dictadura, entonces el pueblo se ha rebelado y preferido la muerte a la esclavitud. (...) No he creído nunca que podamos ser vencidos. En cierto modo, por temperamento, quizá por condición de la raza. (...) El destino lo forjamos nosotros, con nuestras reacciones frente a los hechos que se van encadenando. Yo creí siempre que España era un país predestinado para convertirse en país mesías. Lo he creído, si queréis de una manera absurda. (...) Cada vez que salgo de España, cada vez que me asomo al mundo y veo el contraste violento entre la vitalidad española, entre la fuerza y el empuje de España, y la entrega, el acomodamiento a lo constituido de los demás hombres y de los demás pueblos. (...) Unidad a establecer: la unidad racial contra el invasor». (Federica Montseny; La Commune de Paris y La Revolución Española, 1937)

Esto ayudaba a crear la necia idea nacionalista de que España estaba predestinada, y por tanto, ante un evento como el levamiento fascista nacional y la intervención del fascismo internacional, sus habitantes eran invencibles. En esa exaltación infantil de lo nacional, se manipula la historia hasta el punto de despreciar los durísimos regímenes políticos instalados por las clases explotadoras durante los últimos siglos. A su vez, se acaba menospreciando con un refinado halo de superioridad las luchas del resto de países en comparación con el «ímpetu» y «vitalidad» española para rebelarse ante la injusticia. A esta anarquista romántica habría que recordarle que, efectivamente, en el espíritu de los pueblos que hoy forman oficialmente el país de España han tenido momentos históricos de notable rebelión contra los gobiernos impopulares, pero en lo que hemos de fijarnos en la historia reciente de España es que:

«Una de las peculiaridades de las revoluciones consiste en que, justamente cuando el pueblo parece a punto de realizar un gran avance e inaugurar una nueva era, se deja llevar por las ilusiones del pasado y entrega todo el poder e influencia, que tan caros le han costado, a unos hombres que representan o se supone que representan el movimiento popular de una época fenecida». (Karl Marx; Espartero, 1854)

Estas palabras de Marx eran una verdad histórica y casi una maldición que estos pueblos arrastrarían en años posteriores.

En relación a las experiencias revolucionarias de España y a la nefasta influencia de corrientes como el anarquismo, Comorera sentenciaría con contundencia:

«La revolución plantea a la clase obrera el problema del poder político. El Estado está en manos de las castas y de la gran burguesía. El primer paso de la revolución es enjuagarla, aniquilar el Estado de los capitalistas. Una vez realizada esta tarea, ¿qué debe hacer la clase obrera? ¿Alguien puede creer que la burguesía derrocada aplicara la máxima cristiana de poner la otra mejilla? La experiencia nos dice que una clase que tiene en manos el Estado se defiende hasta el último extremo y que la nueva clase ascensional debe llevar este combate también, si quiere triunfar, hasta el último extremo. Esto es lo que en España no se ha sabido hacer nunca. (...) Conservar el poder es también un asunto muy serio. No es una tarea fácil. Ni es tarea que se ha de confiar en charlatanes del «idealismo» y del «humanismo» que acaban por encontrarse como pez en el agua en compañía de los carniceros provocadores de una Tercera Guerra Mundial. No es asunto que se pueda resolver con tartufismos sentimentales. Es un asunto muy serio, porque justamente en el periodo de transición es cuando la lucha de clases se agudiza al máximo y se plantea el dilema de vida o muerte. Esta exigencia histórica, la hemos experimentado. Si la clase obrera no toma el poder político y no organiza con severidad y rapidez el Estado de los proletarios y las masas populares, podrá lanzarse a acciones más o menos violentas, más o menos heroicas y gloriosas, pero así no hará jamás la revolución». (Joan Comorera; La revolución plantea a la clase obrera el problema del poder político; Carta abierta a un grupo de obreros cenetistas de Barcelona, 1949) 

Visto el anterior punto de vista anarquista de Montseny, se desmonta la idea de que los anarquistas son apátridas, salvo excepciones, normalmente no solo no lo son, sino que son francamente nacionalistas en muchos casos, ha sido así y lo sigue siendo en muchos casos. Es normal que veamos que anarquistas y falangistas tejiesen un hilo conductor durante los años 30 en torno a su concepción de lo nacional. Esta afiliación entre el anarquismo y el fascismo tuvo su máxima expresión en figuras anarquistas de la CNT como Abad de Santillán, que en su libro de memorias sobre las causas de la derrota de la Guerra Civil Española, defendió nada más y nada menos que al fundador de Falange José Antonio Primo de Rivera, lamentando no entenderse con él, e incluso considerando un error su fusilamiento durante la guerra debido a que coincidían en su concepto de patriotismo:

«A pesar de la diferencia que nos separaba, veíamos algo de ese parentesco espiritual con José Antonio Primo de Rivera, hombre combativo, patriota, en busca de soluciones para el porvenir del país. Hizo antes de julio de 1936 diversas tentativas para entrevistarse con nosotros. (...) Estallada la guerra, cayó prisionero y fue condenado a muerte y ejecutado. Anarquistas argentinos nos pidieron que intercediésemos para que ese hombre no fuese fusilado. No estaba en manos nuestras impedirlo, a causa de las relaciones tirantes que manteníamos con el gobierno central, pero hemos pensado entonces y seguimos pensando que fue un error de parte de la República el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera; españoles de esa talla, patriotas como él no son peligrosos, ni siquiera en las filas enemigas. Pertenecen a los que reivindican a España y sostienen lo español aun desde campos opuestos, elegidos equivocadamente como los más adecuados a sus aspiraciones generosas. ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de España si un acuerdo entre nosotros hubiera sido tácticamente posible, según los deseos de Primo de Rivera!». (Diego Abad de Santillán; ¿Por qué perdimos la guerra?, 1940)

Refutando todas las ideas erróneas sobre la cuestión nacional, Stalin caracterizaba una nación como: «una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura». En 1913 ya refutó esta tesis idealista anticientífica de la nación mucho antes de que los líderes falangistas, socialdemócratas o anarquistas presentasen sus tesis:

«De este modo, llegamos a la definición más «completa», según la expresión de Bauer, de la nación. «Nación es el conjunto de hombres unidos en una comunidad de carácter sobre la base de una comunidad de destinos». Así, pues, una comunidad de carácter nacional sobre la base de una comunidad de destinos, al margen de todo vínculo obligatorio con una comunidad de territorio, de lengua y de vida económica. Pero, en este caso, ¿qué queda en pie de la nación? ¿De qué comunidad nacional puede hablarse respecto a hombres desligados económicamente unos de otros, que viven en territorios diferentes y que hablan, de generación en generación, idiomas distintos? (...) ¿En qué se distingue, entonces, la nación de Bauer de ese «espíritu nacional» místico y que se basta a sí mismo de los espiritualistas? (...) Pero ¿qué es el carácter nacional sino el reflejo de las condiciones de vida, la condensación de las impresiones recibidas del medio circundante? ¿Cómo es posible limitarse a no ver más que el carácter nacional, aislándolo y separándolo del terreno en que brota? Además, ¿qué era lo que distinguía concretamente la nación inglesa de la norteamericana, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando América del Norte se llamaba todavía «Nueva Inglaterra»? No era, por cierto, el carácter nacional, pues los norteamericanos eran oriundos de Inglaterra y habían llevado consigo a América, además de la lengua inglesa, el carácter nacional inglés y, como es lógico, no podían perderlo tan pronto, aunque, bajo la influencia de las nuevas condiciones, se estaba formando, seguramente, en ellos su propio carácter. Y, sin embargo, pese a la mayor o menor comunidad de carácter, ya entonces constituían una nación distinta de Inglaterra. Evidentemente, «Nueva Inglaterra», como nación, no se diferenciaba entonces de Inglaterra, como nación, por su carácter nacional especial, o no se diferenciaba tanto por su carácter nacional como por el medio, por las condiciones de vida, distintas de las de Inglaterra. Está, pues, claro que no existe, en realidad, ningún rasgo distintivo único de la nación. Existe sólo una suma de rasgos, de los cuales, comparando unas naciones con otras, se destacan con mayor relieve éste –el carácter nacional–, aquél –el idioma– o aquel otro –el territorio, las condiciones económicas–. La nación es la combinación de todos los rasgos, tomados en conjunto». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; El marxismo y la cuestión nacional, 1913)

El fascismo coincide con muchas corrientes como el liberalismo o el socialdemocratismo en su visión de la nación opuesta al socialismo marxista:

«El socialismo es también un movimiento incompleto. En vez de considerar a un pueblo como una integridad, lo mira desde el punto de vista de una clase en lucha con otras. Y lo que quiere no es mejorar la suerte de la clase menos favorecida. (...) Frente a esos movimientos incompletos sólo el de Falange Española de las J.O.N.S. contempla al pueblo en su integridad y quiere vitalizarlo del todo: de una parte, implantando una justicia económica que reparta entre todos los sacrificios, que suprima intermediarios inútiles y que asegure a millares de familias paupérrimas una vida digna y humana. Y, de otra parte, compaginando esa preocupación económica con la alegría y el orgullo de la grandeza histórica de España, de su sentido religioso, católico, universal, de sus logros magníficos, que pertenecen por igual a los españoles de todas clases». (José Antonio Primo de Rivera; Discurso pronunciado en Pamplona, en el centro local de Falange, 15 de agosto de 1934)

El líder fascista diría:

«Lo que sostenemos aquí es que nada de eso puede justificar un nacionalismo [catalán], porque la nación no es una entidad física individualizada por sus accidentes orográficos, étnicos o lingüísticos, sino una entidad histórica, diferenciada de las demás en lo universal por una propia unidad de destino. España es la portadora de la unidad de destino, y no ninguno de los pueblos que la integran. España es pues, la nación, y no ninguno de los pueblos que la integran. Cuando esos pueblos se reunieron, hallaron en lo universal la justificación histórica de su propia existencia. Por eso España, el conjunto, fue la nación. (...) España es irrevocable. Los españoles podrán decidir acerca de cosas secundarias; pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir. España no es nuestra, como objeto patrimonial; nuestra generación no es dueña absoluta de España; la ha recibido del esfuerzo de Generaciones y generaciones anteriores, y ha de entregarla, como depósito sagrado, a las que la sucedan. Si aprovechara este momento de su paso por la continuidad de los siglos para dividir a España en pedazos, nuestra generación cometería para con las siguientes el más abusivo fraude, la más alevosa traición que es posible imaginar. Las naciones no son contratos, rescindibles por la voluntad de quienes los otorgan: son fundaciones, con sustantividad propia, no dependientes de la voluntad de pocos ni muchos». (José Antonio Primo de Rivera; España es irrevocable, 19 de julio de 1934)

¿Se puede concebir concepto más místico de la nación casi como un ente con vida, un ser superior que domina a sus ciudadanos desde su aparición? ¿Si las naciones no son formaciones sociales, qué son entonces? ¿Cómo explica que la nación española se forme porque sus pueblos «hallaron en lo universal la justificación histórica de su propia existencia» –una perfecta frase providencialista– pero luego proclame que la nación es inmutable y estática? ¿Las naciones se forman y no sufren jamás alteraciones en su seno? ¿Cómo explica el nacimiento de nuevas naciones que se independizaron de España y de otros imperios? ¿Salieron también de la nada, exactamente como su concepto de existencia de Dios? El materialismo demuestra que esto es imposible. Lamentablemente este despreciable idealismo casi religioso, es lo que algunos entienden hoy por la formación de naciones. 

Stalin refutando tales majaderías afirmaría:

«No se puede considerar la cuestión nacional como algo que exista por sí mismo y fijo de una vez para siempre. (...) La cuestión nacional se halla íntegramente determinada por las condiciones del medio social, por el carácter del poder vigente en el país, y en general, por toda la marcha del desarrollo social». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; La revolución de octubre y la cuestión nacional, 1918)

Una conclusión tan simple como brillante, aunque parezca mentira, hoy todavía no ha sido comprendida por la mayoría de autodenominados marxistas.

Desde el nacionalismo pequeño burgués, con simpáticos personajes afines al tercermundismo y el trotskismo como Iñaki Gil de San Vicente, se clama abiertamente contra la definición de nación de Stalin:

«La de Stalin se mueve siempre dentro de lo «material» en su sentido determinista, objetivista y economicista, lo que le permite dar una definición cerrada e intocable de «nación». (Iñaki Gil de San Vicente; El nacionalismo imperialista del PCE, 2008)

¿Acaso la definición de Stalin reduce todo a un «proceso económico mecánico» donde los habitantes quedan sujetos por la «gran maquinaria de la historia», «olvidando el factor subjetivo» y su «evidente desenvolvimiento»? Para empezar, solo un idealista podría pretender que las ideas no tienen una base material, y que las reclamaciones nacionales brotan de la mente de los intelectuales y mágicamente logran convencer a la población. Además, Stalin sí tiene en cuenta el factor subjetivo de los movimientos nacionales y sus reclamaciones, de ahí que hable que «no son las mismas en todas partes», que «están determinadas íntegramente por las distintas reivindicaciones que presenta el movimiento», las cuales pueden ser de «carácter agrario», «girar en torno al idioma», «reclamar igualdad de derechos civiles y libertad de cultos», mientras que en otros casos se anhela tener «sus propios funcionarios o su propio parlamento», por lo que estas aspiraciones de los movimientos y sus «diversas reivindicaciones se traslucen, frecuentemente» en los «diversos rasgos que caracterizan a una nación en general». Es más, refutando la mística idealista de señores como Iñaki, Stalin diría que estos rasgos particulares hacen «notar que no se encuentra en parte alguna la reivindicación de ese «carácter nacional» que lo abarca todo». Es decir, esa idea de que con autodenominarse nación basta para serlo, sino que hay una base material detrás.

Es más, ¿a dónde lleva el alejarse de los marcos bolcheviques trazados por Lenin y Stalin? A declaraciones risibles como las que sigue:

«Además de los Països Catalans, Galiza y Euskal Herria, otros pueblos y naciones como Andalucía, Castilla, Aragón, Asturies, etc., están sometidos a la misma red de explotación, opresión y dominación, no están fuera sino dentro». (Iñaki Gil de San Vicente; El nacionalismo imperialista del PCE, 2008)

Bajo esta visión subjetiva y «antieconomicista» se considera «naciones» a regiones como Andalucía, Aragón o Asturias, pese a que en dichos territorios no exista lo que Stalin denomina «la comunidad de psicología, reflejada en la comunidad de cultura» como uno de los rasgos característicos de la nación entre su población, ni mucho menos, una predisposición a autodenominarse como nación entre su población, que es lo que precisamente para Iñaki es fundamental. Graciosamente estos territorios no encajan en la denominación de nación ni bajo el concepto «stalinista» ni tampoco en el nacionalista-trotskista que presentaba Iñaki. De hecho, uno se puede quedar perplejo al ver que se incluye a Castilla dentro de la categoría de «nación oprimida». Desde luego, «Ancha es Castilla», nunca mejor dicho. ¿Quién oprime a las zonas de Castilla, las zonas de la Castilla rica como Madrid? Lenin ya refuto a Luxemburgo las concepciones sobre cuestión nacional que tan solo miraban el mucho o poco desarrollo de las fuerzas productivas, lo cual no es lo decisivo –véase Cataluña que es una de las zonas más ricas económicamente de España a la cual normalmente se le ha negado el derecho decidir en sus cuestiones como la lengua, economía, y los lazos a establecer, o no, de su territorio con el Estado–. ¡¿O es que  quizás nuestro extravagante Iñaki se atreve a considerar que existe la «nación madrileña» y es la que oprime al resto?! Entonces, simplemente estaría demostrando que no solo no sabe de economía y de historia, sino que es tan ridículo como para buscar la opresión simplemente en la «capital del imperio»,  y mediante un reduccionismo burdo hace de toda su periferia «naciones oprimidas». 

Efectivamente los marxista-leninistas catalanes comentarían sobre este tema:

«Cataluña, es, pues, una nación. Pero Cataluña, camaradas, no es una «comunidad de destino». El principio de Lenin: «dentro de cada nación moderna hay dos naciones», se adapta plenamente a Cataluña, como a cualquiera otra nación. Importa, compañeros, que meditemos y asimilemos este principio de Lenin. La incomprensión del principio de Lenin abre la puerta a todas las desviaciones nacionalistas pequeño burguesas, nos conduciría a un callejón en el cual nunca ha hallado ni hallaría solución nuestro problema nacional. En cada nación hay dos clases antagónicas, irreconciliables: la burguesía y el proletariado, los explotadores y los explotados. Hay, por tanto, dos naciones antagónicas irreconciliables. La burguesía se vale y se valdrá del problema nacional para resolver sus asuntos de clase, dispuesta siempre a aliarse con la burguesía imperialista en el momento preciso en que considere satisfecha su ambición de clase o en que vea en peligro sus intereses de clase por el desarrollo y la ofensiva del movimiento obrero. El proletariado, quiere resolver y resolverá definitivamente el problema nacional, pues no ignora que si se convirtiese en opresor de otros pueblos, volvería a ser oprimido nuevamente. La burguesía y el proletariado pueden y deben entenderse y luchar juntos contra un enemigo provisionalmente común, en un momento dado y por una cuestión nacional concreta. (...) Pero la burguesía y el proletariado no han de confundirse, no pueden confundirse nunca. Su destino no es común. El destino de la burguesía es desaparecer. El destino del proletariado es llegar a serlo todo para construir un mundo socialista, de igualdad, de libertad, de verdadera fraternidad entre todos los hombres y todos los pueblos» La tesis socialdemócrata del «destino común», de la «comunidad nacional», subordinando necesariamente los intereses de clase a las exigencias nacionales, induce a los trabajadores a la colaboración y la paz entre las clases, a la negación de la lucha de clases, conduce en su desarrollo lógico a la teoría racista reaccionaria, al fascismo». (Joan Comorera; Contra la guerra imperialista y por la liberación social y nacional de Cataluña, 1940)

Por ello nos debe quedar claro que:

«El nacionalismo es una concepción burguesa. La clase obrera no ha de ser pues nacionalista. Nacionalismo es xenofobia, chovinismo, racismo, un sistema pseudofilosófico que pretende justificar la agresión contra los otros pueblos supuestamente inferiores, la opresión nacional de un pueblo minoritario y más débil en el seno del mismo Estado. Los nacionalistas envenenan la conciencia y la inteligencia de los ciudadanos, incluso a la clase obrera, con el fin de movilizarlos en las guerras de agresión o de represión nacional interna. Hitler ha sido el ejemplo más reciente y más trágico». (Joan Comorera; Treball (Comorerista), 1 de agosto de 1952)

Pues no hay que confundir patriotismo con nacionalismo:

«El internacionalismo proletario presupone la existencia de la nación. El cosmopolitismo presupone el menosprecio de la nación. El internacionalismo es la mejor arma de la clase obrera. El cosmopolitismo es la mejor arma del capitalismo monopolista, la más potente y Aspira en consecuencia, a la dominación mundial. El patriotismo es la expresión natural del internacionalismo proletario. El nacionalismo es la expresión natural de los monopolistas. Lenin ha dicho que un mal patriota no puede ser un buen internacionalista». (Joan Comorera; El internacionalismo proletario, 1952)

¿Cuál es la postura de los comunistas sobre el derecho de autodeterminación?:

«Los obreros están interesados en la fusión completa de todos sus camaradas en un ejército internacional único, en su rápida y definitiva liberación de la esclavitud moral a que la burguesía los somete, en el pleno y libre desarrollo de las fuerzas espirituales de sus hermanos, cualquiera que sea la nación a que pertenezcan.

Por eso, los obreros luchan y lucharán contra todas las formas de la política de opresión de las naciones, desde las más sutiles hasta las más burdas, al igual que contra todas las formas de la política de azuzamiento de unas naciones contra otras.

Por eso, la socialdemocracia de todos los países proclama el derecho de las naciones a la autodeterminación.

El derecho de autodeterminación significa que sólo la propia nación tiene derecho a determinar sus destinos, que nadie tiene derecho a inmiscuirse por la fuerza en la vida de una nación, a destruir sus escuelas y demás instituciones, a atentar contra sus hábitos y costumbres, a poner trabas a su idioma, a restringir sus derechos.

Esto no quiere decir, naturalmente, que la socialdemocracia vaya a apoyar todas y cada una de las costumbres e instituciones de una nación. Luchando contra la violencia ejercida sobre las naciones, sólo defenderá el derecho de la nación a determinar por sí misma sus destinos, emprendiendo al mismo tiempo campañas de agitación contra las costumbres y las instituciones nocivas de esta nación, para dar a las capas trabajadoras de dicha nación la posibilidad de liberarse de ellas.

El derecho de autodeterminación significa que la nación puede organizarse conforme a sus deseos. Tiene derecho a organizar su vida según los principios de la autonomía. Tiene derecho a entrar en relaciones federativas con otras naciones. Tiene derecho a separarse por completo. La nación es soberana, y todas las naciones son iguales en derechos.

Eso, naturalmente, no quiere decir que la socialdemocracia vaya a defender todas las reivindicaciones de una nación, sean cuales fueren. La nación tiene derecho incluso a volver al viejo orden de cosas, pero esto no significa que la socialdemocracia haya de suscribir este acuerdo de tal o cual institución de una nación dada. El deber de la socialdemocracia, que defiende los intereses del proletariado, y los derechos de la nación, integrada por diversas clases, son dos cosas distintas.

Luchando por el derecho de autodeterminación de las naciones, la socialdemocracia se propone como objetivo poner fin a la política de opresión de las naciones, hacer imposible esta política y, con ello, minar las bases de la lucha entre las naciones, atenuarla, reducirla al mínimo.

En esto se distingue esencialmente la política del proletariado consciente de la política de la burguesía, que se esfuerza por ahondar y fomentar la lucha nacional, por prolongar y agudizar el movimiento nacional.

Por eso, precisamente, el proletariado consciente no puede colocarse bajo la bandera «nacional» de la burguesía». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; El marxismo y la cuestión nacional, 1913)

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