«La esencia divina que se pueda manifestar en la naturaleza no es otra cosa que la naturaleza misma que se manifiesta, se muestra y se impone al hombre como un ente divino. Los aztecas tenían, entre otros muchos dioses, también a un dios [1] de la sal. Este dios de la sal nos desvela de forma patente la esencia del dios de la naturaleza en general. La sal –sal gema– representa para nosotros en sus diversas utilizaciones de tipo económico, medicinal y tecnológico, el aspecto útil y beneficioso de la naturaleza que tan señalado ha sido por los teístas. En la impresión que nos produce en los ojos y en el ánimo por sus colores, su esplendor y su transparencia, representa para nosotros la belleza; por su estructura y forma cristalina representa la armonía y la simetría; al estar formada por elementos opuestos puede representar para nosotros la conexión de los elementos de la naturaleza formando un todo, una conexión que los teístas han tomado siempre por una prueba irrefutable de la existencia de un regente de la naturaleza distinto a ella porque precisamente son los elementos y las sustancias opuestas las que se atraen entre sí y se unen sin ninguna intervención externa. Pero entonces, ¿qué es el dios de la sal? ¿Es quizás el dios cuya esfera, cuyo existir, cuya revelación, cuya virtud y cuyas propiedades están contenidas en sal? Pues no se trata más que de la sal misma, la sal por cuyas propiedades y por cuya virtud se le aparece al hombre como un ente divino, es decir, beneficioso, espléndido, precioso y admirable. Homero califica expresamente a la sal de «divina». Así pues, al igual que el dios de la sal no es más que la impresión y la expresión de la divinidad o de la naturaleza divina de la sal, también el dios del mundo, o de la naturaleza en general, es únicamente la impresión y expresión de la divinidad de la naturaleza». (Ludwig Feuerbach; La esencia de la religión, 1845)
Anotaciones de Ludwig Feuerbach:
[1] O, más exactamente una diosa, pero ahora eso da lo mismo.
Anotaciones de Bitácora (M-L):
La religión no deja de ser un reflejo de las condiciones materiales. Esto se refleja en que la mayoría de dioses conforme avanza la sociedad van adquiriendo cada vez más formas antropomórficas –es decir, que tiene forma o apariencia humana–, alejándose del culto prehistórico de objetos inanimados. Incluso si profundizamos un poco no es mero azar que posteriormente los dioses etíopes fueran representados con la tez negra a semejanza de sus adoradores, o que en el arte íbero aparezca el toro, animal fundamental de su entorno y economía.
Pero incluso si nos retrotraemos a la adoración de objetos inanimados «simples» a nuestros ojos como las piedras no nos debe parecer descabellada tal culto para aquel entonces, porque efectivamente tenían una importancia clave para su época. A ejemplo el canto callado fue el primer instrumento fabricado por los antepasados del hombre, un hito en la historia de las especies, pues nadie salvo el ser humano ha logrado producir un instrumento propio. Los animales como por ejemplo el mono puede valerse de palos o piedras para llegar a alimentos o defenderse pero jamás han fabricado sus propios instrumentos. El sílex fue el elemento estrella de la Edad de Piedra por su uso polifacético. Pensemos que las piedras eran un instrumento de avance tecnológico de la época como podría serlo la rueda o la pólvora mucho después, era un nexo de unión y a la vez enajenación de la naturaleza, pues por un lado acercaba al ser humano a la posibilidad de interactuar más activamente con la naturaleza sin tanto miedo ni desconfianza al medio, pero por otro empezaba el «peligroso» camino de las creaciones artificiales que distanciarían al ser humano de la naturaleza en milenios posteriores. La adoración de este tipo de elementos como objetos divinos está más que justificado.
Muchas de estas «obras tecnológicas» como las hachas, pulimentadas o no, empezaron también a ser reconocidas como instrumentos que los dioses habían dejado caer –apropósito o no– en la tierra. La gran variedad de nombres relacionados de ese «objeto divino» en los diferentes países de todos los continentes, es una notoriedad manifiesta de esta evidencia:
«Prueba de ello es la gran cantidad de denominaciones que las hachas prehistóricas, pulimentadas o no, tienen en varios países de los cinco continentes. Así, podemos encontrarlas con el nombre de «piedras de rayo», o simplemente «rayos», en cualquier país de la Europa occidental, o con el de «piedra del trueno» en Islandia o en Japón, o como «mallas de Thur» –dios del trueno– en Suecia, o «flechas de Dios» en Hungría, como «piedras de Ukko» –dios del rayo– en Finlandia, «dientes de rayo» en Java, «flechas de rayo» en la India o como «flechas de trueno» en Siberia, o «dardos de hada» en Irlanda (C. Schmidt Branco: 268). En Borneo, por ejemplo, se veneran con el nombre de Silum Baling Go –uña del dedo gordo del pie de Baling Go, dios del trueno– unos objetos de piedra de forma alargada que se cree son obra de los primeros habitantes de la isla, y que los indígenas suponen caídos del cielo (A. C. Haddon 1901: 369). Según M. Lhote, entre los tuareg del norte de África, las hachas pulidas son piedras caídas del cielo, y con propiedades profilácticas (M. Lhote 1952: 528)». (Juan Antonio García Castro; Mitos y creencias de origen prehistórico: «Las piedras de Rayo». 1988)
Esto es algo que ha transcendido hasta nuestros días en la mentalidad actual del hombre, todavía dominada por el idealismo religioso en muchos casos:
«Y aún hoy día los campesinos griegos relacionan la caída del rayo y los prodigios talismáticos con hachas de piedra a las que llaman «astropelekia», es decir, hachas de cielo (E. Cartailhac 1889: 4)». (Juan Antonio García Castro; Mitos y creencias de origen prehistórico: «Las piedras de Rayo». 1988)
En España y Portugal tanto los pueblos indoeuropeos como los íberos coleccionaban estos artilugios como amuletos cuando eran encontrados. Los pueblos de la Edad del Hierro y del Bronce heredaron este patrón común. Las sacerdotisas íberas se caracterizaron por portar amuletos de este tipo.
«En España se han recogido, tanto en pueblos indoeuropeos como ibéricos, bastantes muestras de este culto al hacha, pues se han hallado en contextos arqueológicos casi históricos objetos cortantes de piedra que determinados autores relacionan con el sentido amulético o simbólico que debieron tener para las gentes que los encontraron. Oliva Prat opinaba que la presencia de estas piezas en un contexto ibérico como Ullastret o Ampurias, e incluso en otras estaciones de la misma época, responde a que «serían recogidos por los indígenas en sus correrías por la comarca y los consevarían como raro amuleto» (M. Oliva Prat 1963:225). La misma solución propone Mario Cardozo ante las hachas encontradas entre los materiales de la segunda Edad del Hierro en un ambiente lusitano-romano». (Juan Antonio García Castro; Mitos y creencias de origen prehistórico: «Las piedras de Rayo». 1988)
He aquí resumido desde el materialismo histórico la gran importancia de aquellas cosas provechosas en lo socio-económico y su relación con su divinización. Solo de esta forma se puede entender científicamente el surgimiento de la religión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»