«Según Tácito, los germanos eran un pueblo muy numeroso. Por César nos formamos una idea aproximada de la fuerza de los diferentes pueblos germanos. Según él, los usipéteros y los teúcteros, que aparecieron en la orilla izquierda del Rin, eran 180.000, incluidos mujeres y niños. Por consiguiente, correspondían cerca de 100.000 seres a cada pueblo [1], cifra mucho más alta, por ejemplo, que la de la totalidad de los iroqueses en los tiempos más florecientes, cuando en número menor de 20.000 fueron el terror del país entero comprendido desde los Grandes Lagos hasta el Ohio y el Potomac. Si tratáramos de señalar en un mapa el emplazamiento de los pueblos de las márgenes del Rin, que conocemos mejor por los relatos llegados hasta nosotros, veríamos que cada uno de ellos ocupa en el mapa, poco más o menos, la misma superficie de un departamento prusiano, o sea unos 10.000 kilómetros cuadrados ó 182 millas geográficas cuadradas. La «Germania Magna» de los romanos, hasta el Vístula, abarcaba en números redondos 500.000 kilómetros cuadrados. Pues bien; tomando para cada pueblo la cifra media de 100.000 individuos, la población total de la «Germania Magna» se elevaría a 5 millones, cifra considerable para un grupo de pueblos bárbaros, pero en extremo baja para nuestras actuales condiciones –10 habitantes por kilómetro cuadrado, ó 550 por milla geográfica cuadrada–. Pero esa cifra no incluye, ni mucho menos, a todos los germanos que vivían en aquella época. Sabemos que a lo largo de los Cárpatos, hasta la desembocadura del Danubio, vivían pueblos germanos de origen gótico –los bastarnos, los peukinos y otros–, tan numerosos, que Plinio los tiene por la quinta tribu principal de los germanos; unos 180 años antes de nuestra era; esos pueblos servían ya como mercenarios al rey macedonio Perseo y en los primeros años del imperio de Augusto avanzaron hasta llegar a Andrinópolis. Supongamos que sólo fuesen un millón, y tendremos, en los comienzos de nuestra era, un total probable de 6 millones de germanos, por lo menos.
Después de fijar su residencia definitiva en Germania, la población debió de crecer con rapidez cada vez mayor; prueba de ello son los progresos industriales de que antes hablamos. Los descubrimientos hechos en los pantanos de Schleswig son del siglo III, a juzgar por las monedas romanas que forman parte de los mismos. Así, pues, por aquella época había ya en las orillas del Mar Báltico una industria metalúrgica y una industria textil desarrolladas, se desplegaba un comercio activo con el imperio romano y entre los ricos existía cierto lujo, indicio todo ello de una población más densa. Pero también por aquella época comienza la ofensiva general de los germanos en toda la línea del Rin, de la frontera fortificada romana y del Danubio, desde el Mar del Norte hasta el Mar Negro, prueba directa del aumento constante de la población, la cual tendía a la expansión territorial. La lucha duró tres siglos, durante los cuales todas las tribus principales de los pueblos góticos –excepto los godos escandinavos y los burgundos– avanzaron hacia el Sudeste, formando el ala izquierda de la gran línea de ataque, en el centro de la cual los altoalemanes –herminones– empujaban hacia el alto Danubio y en el ala derecha los istevones, llamados a la sazón francos, a lo largo del Rin. A los ingevones les correspondió conquistar la Gran Bretaña. A fines del siglo V, el imperio romano, débil, desangrado e impotente, se hallaba abierto a la invasión de los germanos.
Antes estuvimos junto a la cuna de la antigua civilización griega y romana. Ahora estamos junto a su sepulcro. La garlopa niveladora de la dominación mundial de los romanos había pasado durante siglos por todos los países de la cuenca del Mediterráneo. En todas partes donde el idioma griego no ofreció resistencia, las lenguas nacionales tuvieron que ir cediendo el paso a un latín corrupto; desaparecieron las diferencias nacionales, y ya no había galos, íberos, ligures, nóricos; todos se habían convertido en romanos. La administración y el Derecho romanos habían disuelto en todas partes las antiguas uniones gentilicias y, a la vez, los últimos restos de independencia local o nacional. La flamante ciudadanía romana conferida a todos, no ofrecía compensación; no expresaba ninguna nacionalidad, sino que indicaba tan sólo la carencia de nacionalidad. Existían en todas partes elementos de nuevas naciones; los dialectos latinos de las diversas provincias fueron diferenciándose cada vez más; las fronteras naturales que habían determinado la existencia como territorios independientes de Italia, las Galias, España y África, subsistían y se hacían sentir aún. Pero en ninguna parte existía la fuerza necesaria para formar con esos elementos naciones nuevas; en ninguna parte existía la menor huella de capacidad para desarrollarse, de energía para resistir, sin hablar ya de fuerzas creadoras. La enorme masa humana de aquel inmenso territorio, no tenía más vínculo para mantenerse unida que el Estado romano, y éste había llegado a ser con el tiempo su peor enemigo y su más cruel opresor. Las provincias habían arruinado a Roma; la misma Roma se había convertido en una ciudad de provincia como las demás, privilegiada, pero ya no soberana; no era ni punto céntrico del imperio universal ni sede siquiera de los emperadores y gobernantes, pues éstos residían en Constantinopla, en Tréveris, en Milán. El Estado romano se había vuelto una máquina gigantesca y complicada, con el exclusivo fin de explotar a los súbditos. Impuestos, prestaciones personales al Estado y censos de todas clases sumían a la masa de la población en una pobreza cada vez más angustiosa. Las exacciones de los gobernantes, los recaudadores y los soldados reforzaban la opresión, haciéndola insoportable. He aquí a qué situación había llevado el dominio del Estado romano sobre el mundo: basaba su derecho a la existencia en el mantenimiento del orden en el interior y en la protección contra los bárbaros en el exterior; pero su orden era más perjudicial que el peor desorden, y los bárbaros contra los cuales pretendía proteger a los ciudadanos eran esperados por éstos como salvadores.
No era menos desesperada la situación social. En los últimos tiempos de la república, la dominación romana se reducía ya a una explotación sin escrúpulos de las provincias conquistadas; el imperio, lejos de suprimir aquella explotación, la formalizó legislativamente. Conforme iba declinando el imperio, más aumentaban los impuestos y prestaciones, mayor era la desvergüenza con que saqueaban y estrujaban los funcionarios. El comercio y la industria no habían sido nunca ocupaciones de los romanos, dominadores de pueblos; en la usura fue donde superaron a todo cuanto hubo antes y después de ellos. El comercio que encontraron y que había podido conservarse por cierto tiempo, pereció por las exacciones de los funcionarios; y si algo quedó en pie, fue en la parte griega, oriental, del imperio, de la que no vamos a ocuparnos en el presente trabajo. Empobrecimiento general; retroceso del comercio, de los oficios manuales y del arte; disminución de la población; decadencia de las ciudades; descenso de la agricultura a un grado inferior; tales fueron los últimos resultados de la dominación romana universal.
La agricultura, la más importante rama de la producción en todo el mundo antiguo, lo era ahora más que nunca. Los inmensos dominios –«latifundia»– que desde el fin de la república ocupaban casi todo el territorio en Italia, habían sido explotados de dos maneras: o en pastos, allí donde la población había sido remplazada por ganado lanar o vacuno, cuyo cuidado no exigía sino un pequeño número de esclavos, o en villas, donde masas de esclavos se dedicaban a la horticultura en gran escala, en parte para satisfacer el afán de lujo de los propietarios, en parte para proveer de víveres a los mercados de las ciudades. Los grandes pastos habían sido conservados y hasta extendidos; las villas y su horticultura se habían arruinado por efecto del empobrecimiento de sus propietarios y de la decadencia de las ciudades. La explotación de los «latifundia», basada en el trabajo de los esclavos, ya no producía beneficios, pero en aquella época era la única forma posible de la agricultura en gran escala. El cultivo en pequeñas haciendas había llegado a ser de nuevo la única forma remuneradora. Una tras otra fueron divididas las villas en pequeñas parcelas y entregadas éstas a arrendatarios hereditarios, que pagaban cierta cantidad en dinero, o a «partiarii» –aparceros–, más administradores que arrendatarios, que recibían por su trabajo la sexta e incluso la novena parte del producto anual. Pero de preferencia se entregaban estas pequeñas parcelas a colonos que pagaban en cambio una retribución anual fija; estos colonos estaban sujetos a la tierra y podían ser vendidos con sus parcelas; no eran esclavos, hablando propiamente, pero tampoco eran libres; no podían casarse con mujeres libres, y sus uniones entre sí no se consideraban como matrimonios válidos, sino como un simple concubinato –«contibernium»–, por el estilo del matrimonio entre esclavos. Fueron los precursores de los siervos de la Edad Media.
Había pasado el tiempo de la antigua esclavitud. Ni en el campo, en la agricultura en gran escala, ni en las manufacturas urbanas, daba ya ningún provecho que mereciese la pena; había desaparecido el mercado para sus productos. La agricultura en pequeñas haciendas y la pequeña industria a que se veía reducida la gigantesca producción esclavista de los tiempos del imperio, no tenían dónde emplear numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban lugar sino los esclavos domésticos y de lujo de los ricos. Pero la agonizante esclavitud aún era suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de esclavos e indigna de un romano libre, y entonces lo era cada cual. Así, vemos, por una parte, el aumento creciente de las manumisiones de esclavos superfluos, convertidos en una carga; y, por otra parte, el aumento de los colonos y los libres depauperados –análogos a los «poor whites» [2] de los antiguos Estados esclavistas de Norteamérica–. El cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver con la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos coexistió con la esclavitud en el imperio romano y más adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos de los cristianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en el Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros [3]. La esclavitud ya no producía más de lo que costaba, y por eso acabó por desaparecer. Pero, al morir, dejó detrás de sí su aguijón venenoso bajo la forma de proscripción del trabajo productivo para los hombres libres. Tal es el callejón sin salida en el cual se encontraba el mundo romano: la esclavitud era económicamente imposible, y el trabajo de los hombres libres estaba moralmente proscrito. La primera no podía ya y el segundo no podía aún ser la forma básica de la producción social. La única salida posible era una revolución radical.
Había pasado el tiempo de la antigua esclavitud. Ni en el campo, en la agricultura en gran escala, ni en las manufacturas urbanas, daba ya ningún provecho que mereciese la pena; había desaparecido el mercado para sus productos. La agricultura en pequeñas haciendas y la pequeña industria a que se veía reducida la gigantesca producción esclavista de los tiempos del imperio, no tenían dónde emplear numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban lugar sino los esclavos domésticos y de lujo de los ricos. Pero la agonizante esclavitud aún era suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de esclavos e indigna de un romano libre, y entonces lo era cada cual. Así, vemos, por una parte, el aumento creciente de las manumisiones de esclavos superfluos, convertidos en una carga; y, por otra parte, el aumento de los colonos y los libres depauperados –análogos a los «poor whites» [2] de los antiguos Estados esclavistas de Norteamérica–. El cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver con la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos coexistió con la esclavitud en el imperio romano y más adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos de los cristianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en el Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros [3]. La esclavitud ya no producía más de lo que costaba, y por eso acabó por desaparecer. Pero, al morir, dejó detrás de sí su aguijón venenoso bajo la forma de proscripción del trabajo productivo para los hombres libres. Tal es el callejón sin salida en el cual se encontraba el mundo romano: la esclavitud era económicamente imposible, y el trabajo de los hombres libres estaba moralmente proscrito. La primera no podía ya y el segundo no podía aún ser la forma básica de la producción social. La única salida posible era una revolución radical.
La situación no era mejor en las provincias. Las más amplias noticias que poseemos se refieren a las Galias. Allí, junto a los colonos, aún había pequeños agricultores libres. Para estar a salvo contra las violencias de los funcionarios, de los magistrados y de los usureros, se ponían a menudo bajo la protección, bajo el patronato de un poderoso; y no fueron sólo campesinos aislados quienes tomaron esta precaución, sino comunidades enteras, de tal suerte que en el siglo IV los emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia decretos prohibiendo esta práctica. Pero, ¿de qué servía a los que buscaban protección? El señor les imponía la condición de que le transfiriesen el derecho de propiedad de sus tierras y en compensación les aseguraba el usufructo vitalicio de las mismas. La Santa Iglesia recogió e imitó celosamente esta artimaña en los siglos IX y X para agrandar el reino de Dios y sus propios bienes terrenales. Verdad es que por aquella época, hacia el año 475, Salviano, obispo de Marsella, se indignaba aún contra semejante robo y relataba que la opresión de los funcionarios romanos y de los grandes señores territoriales había llegado a ser tan cruel, que muchos «romanos» huían a las regiones ocupadas ya por los bárbaros, y los ciudadanos romanos establecidos en ellas nada temían tanto como volver a caer bajo la dominación romana. El que por entonces muchos padres vendían como esclavos a sus hijos a causa de la miseria, lo prueba una ley promulgada contra esta práctica.
Por haber librado a los romanos de su propio Estado, los bárbaros germanos se apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron. El reparto se efectuó según el orden establecido en la gens; como los conquistadores eran relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas extensiones, parte de ellas en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y gens. En cada gens, los campos y prados se dividieron en partes iguales, por suertes, entre todos los hogares. No sabemos si posteriormente se hicieron nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre pronto se perdió en las provincias romanas, y las parcelas individuales se hicieron propiedad privada alienable, alodios –«alod»–. Los bosques y los pastos permanecieron indivisos para su uso colectivo; este uso, lo mismo que el modo de cultivar la tierra repartida, se regulaba según la antigua costumbre y por acuerdo de la colectividad. Cuanto más tiempo llevaba establecida la gens en su poblado, más iban confundiéndose germanos y romanos y borrándose el carácter familiar de la asociación ante su carácter territorial. La gens desapareció en la marca, donde, sin embargo, se encuentran bastante a menudo huellas visibles del parentesco original de sus miembros. De esta manera, la organización gentilicia se transformó insensiblemente en una organización territorial y se puso en condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos en los países donde se sostuvo la marca –Norte de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia–. No obstante, mantuvo el carácter democrático original propio de toda la organización gentilicia, y así salvó –incluso en el período de su degeneración forzada– una parte de la constitución gentilicia, y con ella un arma en manos de los oprimidos que se ha conservado hasta los tiempos modernos.
Por haber librado a los romanos de su propio Estado, los bárbaros germanos se apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron. El reparto se efectuó según el orden establecido en la gens; como los conquistadores eran relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas extensiones, parte de ellas en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y gens. En cada gens, los campos y prados se dividieron en partes iguales, por suertes, entre todos los hogares. No sabemos si posteriormente se hicieron nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre pronto se perdió en las provincias romanas, y las parcelas individuales se hicieron propiedad privada alienable, alodios –«alod»–. Los bosques y los pastos permanecieron indivisos para su uso colectivo; este uso, lo mismo que el modo de cultivar la tierra repartida, se regulaba según la antigua costumbre y por acuerdo de la colectividad. Cuanto más tiempo llevaba establecida la gens en su poblado, más iban confundiéndose germanos y romanos y borrándose el carácter familiar de la asociación ante su carácter territorial. La gens desapareció en la marca, donde, sin embargo, se encuentran bastante a menudo huellas visibles del parentesco original de sus miembros. De esta manera, la organización gentilicia se transformó insensiblemente en una organización territorial y se puso en condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos en los países donde se sostuvo la marca –Norte de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia–. No obstante, mantuvo el carácter democrático original propio de toda la organización gentilicia, y así salvó –incluso en el período de su degeneración forzada– una parte de la constitución gentilicia, y con ella un arma en manos de los oprimidos que se ha conservado hasta los tiempos modernos.
Si el vínculo consanguíneo se perdió con rapidez en la gens, se debió a que sus organismos en la tribu y en el pueblo degeneraron por efecto de la conquista. Sabemos que la dominación de los subyugados es incompatible con el régimen de la gens, y aquí lo vemos en gran escala. Los pueblos germanos, dueños de las provincias romanas, tenían que organizar su conquista. Pero no se podía absorber a las masas romanas en las corporaciones gentilicias, ni dominar a las primeras por medio de las segundas. A la cabeza de los cuerpos locales de la administración romana, conservados al principio en gran parte, era preciso colocar, en sustitución del Estado romano, otro Poder, y éste no podía ser sino otro Estado. Así, pues, los representantes de la gens tenían que transformarse en representantes del Estado, y con suma rapidez, bajo la presión de las circunstancias. Pero el representante más propio del pueblo conquistador era el jefe militar. La seguridad interior y exterior del territorio conquistado requería que se reforzase el mando militar. Había llegado la hora de transformar el mando militar en monarquía, y se transformó.
Veamos el imperio de los francos. En él correspondió a los salios victoriosos la posesión absoluta no sólo de los vastos dominios del Estado romano, sino también de todos los demás inmensos territorios no distribuidos aún entre las grandes y pequeñas comunidades regionales y de las marcas, y principalmente la de todas las extensísimas superficies pobladas de bosques. Lo primero que hizo el rey franco, al convertirse de simple jefe militar supremo en un verdadero príncipe, fue transformar esas propiedades del pueblo en dominios reales, robarlas al pueblo y donarlas o concederlas en feudo a las personas de su séquito. Este séquito, formado primitivamente por su guardia militar personal y por el resto de los mandos subalternos, no tardó en verse reforzado no sólo con romanos –es decir, con galos romanizados–, que muy pronto se hicieron indispensables por su educación y su conocimiento de la escritura y del latín vulgar y literario, así como del Derecho del país, sino también con esclavos, siervos y libertos, que constituían su corte y entre los cuales elegía sus favoritos. A la más de esta gente se les donó al principio lotes de tierra del pueblo; más tarde se les concedieron bajo la forma de beneficios, otorgados la mayoría de las veces, en los primeros tiempos, mientras viviese el rey. Así se sentó la base de una nobleza nueva a expensas del pueblo.
Pero esto no fue todo. Debido a sus vastas dimensiones, no se podía gobernar el nuevo Estado con los medios de la antigua constitución gentilicia; el consejo de los jefes, cuando no había desaparecido hacía mucho, no podía reunirse, y no tardó en verse remplazado por los que rodeaban de continuo al rey; se conservó por pura fórmula la antigua asamblea del pueblo, pero convertida cada vez más en una simple reunión de los mandos subalternos del ejército y de la nueva nobleza naciente. Los campesinos libres propietarios del suelo, que eran la masa del pueblo franco, quedaron exhaustos y arruinados por las eternas guerras civiles y de conquista –por estas últimas, sobre todo, bajo Carlomagno– tan completamente, como antaño les había sucedido a los campesinos romanos en los postreros tiempos de la república. Estos campesinos, que originariamente formaron todo el ejército y que constituían su núcleo después de la conquista de Francia, habían empobrecido hasta tal extremo a comienzos del siglo IX, que apenas uno por cada cinco disponía de los pertrechos necesarios para ir a la guerra. En lugar del ejército de campesinos libres llamados a filas por el rey, surgió un ejército compuesto por los vasallos de la nueva nobleza. Entre esos servidores había siervos, descendientes de aquéllos que en otro tiempo no habían conocido ningún señor sino el rey, y que en una época aún más remota no conocían a señor ninguno, ni siquiera a un rey. Bajo los sucesores de Carlomagno, completaron la ruina de los campesinos francos las guerras intestinas, la debilidad del poder real, las correspondientes usurpaciones de los magnates –a quienes vinieron a agregarse los condes de las comarcas instituidos por Carlomagno, que aspiraban a hacer hereditarias sus funciones– y, por último, las incursiones de los normandos. Cincuenta años después de la muerte de Carlomagno, yacía el imperio de los francos tan incapaz de resistencia a los pies de los normandos, como cuatro siglos antes el imperio romano a los pies de los francos.
Y no sólo había la misma impotencia frente al exterior, sino casi el mismo orden, o más bien desorden social en el interior. Los campesinos francos libres se vieron de una situación análoga a la de sus predecesores, los colonos romanos. Arruinados por las guerras y por los saqueos, habían tenido que colocarse bajo la protección de la nueva nobleza naciente o de la iglesia, siendo harto débil el poder real para protegerlos; pero esa protección les costaba cara. Como en otros tiempos los campesinos galos, tuvieron que transferir la propiedad de sus tierras, poniéndolas a nombre del señor feudal, su patrono, de quien volvían a recibirlas en arriendo bajo formas diversas y variables, pero nunca de otro modo sino a cambio de prestar servicios y de pagar un censo; reducidos a esta forma de dependencia, perdieron poco a poco su libertad individual, y al cabo de pocas generaciones, la mayor parte de ellos eran ya siervos. La rapidez con que desapareció la capa de los campesinos libres la evidencia el libro catastral –compuesto por Irminón– de la abadía de Saint-Germain-des-Prés, en otros tiempos próxima a París y en la actualidad dentro del casco de la ciudad. En los extensos campos de la abadía, diseminados en el contorno, había entonces, por los tiempos de Carlomagno, 2.788 hogares, compuestos casi exclusivamente por francos con apellidos alemanes. Entre ellos se contaban 2.080 colonos, 35 lites [4], 220 esclavos, ¡y nada más que ocho campesinos libres! La práctica declarada impía por el obispo Salviano, y en virtud de la cual el patrón hacía que le fuera transferida la propiedad de las tierras del campesino y sólo permitía a éste el usufructo vitalicio de ellas, la empleaba ya entonces de una manera general la Iglesia con respecto a los campesinos. Las prestaciones personales, que iban generalizándose cada vez más, habían tenido su modelo tanto en las «angariae» romanas, cargas en pro del Estado, como en las prestaciones personales impuestas a los miembros de las marcas germanas para construir puentes y caminos y para otros trabajos de utilidad común. Así, pues, parecía como si al cabo de cuatro siglos la masa de la población hubiese vuelto a su punto de partida.
Pero esto no probaba sino dos cosas: en primer lugar, que la diferenciación social y la distribución de la propiedad en el imperio romano agonizante habían correspondido enteramente al grado de producción contemporánea en la agricultura y la industria, siendo, por consiguiente, inevitables; en segundo lugar, que el estado de la producción no había experimentado ningún ascenso ni descenso esenciales en los cuatrocientos años siguientes y, por ello, había producido necesariamente la misma distribución de la propiedad y las mismas clases de la población. En los últimos siglos del imperio romano, la ciudad había perdido su dominio sobre el campo y no lo había recobrado en los primeros siglos de la dominación germana. Esto presupone un bajo grado de desarrollo de la agricultura y de la industria. Tal situación general produce por necesidad grandes terratenientes dotados de poder y pequeños campesinos dependientes. Las inmensas experiencias hechas por Carlomagno con sus famosas villas imperiales, desaparecidas sin dejar casi huellas, prueban cuán imposible era injertar en semejante sociedad la economía latifúndica romana con esclavos o el nuevo cultivo en gran escala por medio de prestaciones personales. Estas experiencias sólo las continuaron los conventos, y no fueron productivas más que para ellos pero los conventos eran corporaciones sociales de carácter anormal, basadas en el celibato. Es cierto que podían realizar cosas excepcionales, pero, por lo mismo, tenían que seguir siendo excepciones.
Y sin embargo, durante esos cuatrocientos años se habían hecho progresos. Si al expirar estos cuatro siglos encontramos casi las mismas clases principales que al principio, el hecho es que los hombres que formaban estas clases habían cambiado. La antigua esclavitud había desaparecido, y habían desaparecido también los libres depauperados que menospreciaban el trabajo por estimarlo una ocupación propia de esclavos. Entre el colono romano y el nuevo siervo había vivido el libre campesino franco. El «recuerdo inútil y la lucha vana» del romanismo agonizante estaban muertos y enterrados. Las clases sociales del siglo IX no se habían formado con la decadencia de una civilización agonizante, sino entre los dolores de parto de una civilización nueva. La nueva generación, lo mismo señores que siervos, era una generación de hombres, si se compara con sus predecesores romanos. Las relaciones entre los poderosos terratenientes y los campesinos que de ellos dependían, relaciones que habían sido para los romanos la forma de ruina irremediable del mundo antiguo, fueron para la generación nueva el punto de partida de un nuevo desarrollo. Y además, por estériles que parezcan esos cuatrocientos años, no por eso dejaron de producir un gran resultado: las nacionalidades modernas, la refundición y la diferenciación de la humanidad en la Europa occidental para la historia futura. Los germanos habían, en efecto, revivificado a Europa y por eso la destrucción de los Estados en el período germánico no llevó al avasallamiento por normandos y sarracenos, sino a la evolución de los beneficios y del patronato –encomienda– hacia el feudalismo y a un incremento tan intenso de la población, que dos siglos después pudieron soportarse sin gran daño las fuertes sangrías de las cruzadas.
Pero, ¿qué misterioso sortilegio era el que permitió a los germanos infundir una fuerza vital nueva a la Europa agonizante? ¿Era un poder milagroso e innato a la raza germana, como nos cuentan nuestros historiadores patrioteros? De ninguna manera. Los germanos, sobre todo en aquella época, eran una tribu aria muy favorecida por la naturaleza y en pleno proceso de desarrollo vigoroso. Pero no son sus cualidades nacionales específicas las que rejuvenecieron a Europa, sino, sencillamente, su barbarie, su constitución gentilicia.
Su capacidad y su valentía personales, su espíritu de libertad y su instinto democrático, que veía un asunto propio en los negocios públicos, en una palabra, todas las cualidades que los romanos habían perdido y únicas capaces de formar, del cieno del mundo romano, nuevos Estados y nuevas nacionalidades, ¿qué era sino los rasgos característicos de los bárbaros del estadio superior de la barbarie, los frutos de su constitución gentilicia?
Si transformaron la forma antigua de la monogamia, suavizaron la autoridad del hombre en la familia y dieron a la mujer una situación más elevada de la que nunca antes había conocido el mundo clásico, ¿qué les hizo capaces de eso sino su barbarie, sus hábitos de gentiles, las supervivencias, vivas en ellos, de los tiempos del derecho materno?
Si por lo menos en los tres países principales, Alemania, el Norte de Francia e Inglaterra salvaron una parte del régimen genuino de la gens, trasplantándola al Estado feudal bajo la forma de marcas, dando así a la oprimida clase de los campesinos, hasta bajo la más cruel servidumbre de la Edad Media, una cohesión local y una fuerza de resistencia que no tuvieron a su disposición los esclavos de la antigüedad y no tiene el proletariado moderno, ¿a qué se debe sino a su barbarie, a su sistema exclusivamente bárbaro de colonización por gens?
Y, por último, si desarrollaron y pudieron hacer exclusiva la forma de servidumbre mitigada que habían empleado ya en su país natal y que fue sustituyendo cada vez más a la esclavitud en el imperio romano, forma que, como Fourier ha sido el primero en evidenciarlo, ofrece a los oprimidos medios para emanciparse gradualmente como clase –«fournit aux cultivateurs des moyens d'affranchissement collectif et progressif»–, superando así con mucho a la esclavitud, con la cual era sólo posible la manumisión inmediata y sin transiciones del individuo –la antigüedad no presenta ningún ejemplo de supresión de la esclavitud por una rebelión victoriosa–, al paso que los siervos de la Edad Media llegaron poco a poco a conseguir su emancipación como clase, ¿a qué se debe esto sino a su barbarie, gracias a la cual no habían llegado aún a una esclavitud completa, ni a la antigua esclavitud del trabajo ni a la esclavitud doméstica oriental?
Toda la fuerza y la vitalidad que los germanos aportaron al mundo romano, era barbarie. En efecto, sólo bárbaros eran capaces de rejuvenecer un mundo senil que sufría una civilización moribunda. Y el estadio superior de la barbarie, al cual se elevaron y en el cual vivieron los germanos antes de la emigración de los pueblos, era precisamente el más favorable para ese proceso. Esto lo explica todo.
Notas de la edición
[1] Esta cifra la confirma el siguiente pasaje de Diodoro de Sicilia acerca de los celtas galos: «En la Galia viven numerosos pueblos, desiguales por su fuerza numérica. Los más grandes, son de unos 200.000 individuos y los pequeños de 50.000» («Diodorus Siculos», V, 25). O sea, por término medio, 125.000. Algunos pueblos galos, por efecto de su mayor grado de desarrollo, debieron ser, indudablemente, más numerosos que los germanos. (Nota de Engels.)
[2] Pobres blancos. (N. de Edit. Progreso)
[3] Según el obispo Liutprando de Cremona, en el siglo X y en Verdún, por consiguiente en el santo imperio alemán, el principal ramo de la industria era la fabricación de eunucos que se exportaban con gran provecho a España, para los harenes de los moros. (Nota de Engels)
[4] Categoría social intermedia entre los colonos y los esclavos. (N. de Edit. Progreso)». (Friedrich Engels; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, 1884)
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