martes, 17 de noviembre de 2015

La gens y el Estado en Roma; Friedrich Engels, 1884


«Según la leyenda de la fundación de Roma, el primer asentamiento en el territorio se efectuó por cierto número de gens latinas –cien, dice la leyenda–, reunidas formando una tribu. Pronto se unió a ella una tribu sabelia, que se dice tenía cien gens, y, por último, otra tribu compuesta de elementos diversos, que constaba asimismo de cien gens. El relato entero deja ver que allí no había casi nada formado espontáneamente, excepción hecha de la gens, y que, en muchos casos, ésta misma sólo era una rama de la vieja gens madre, que continuaba habitando en su antiguo territorio. Las tribus llevan el sello de su composición artificial, aunque están formadas, en su mayoría, de elementos consanguíneos y según el modelo de la antigua tribu, cuya formación había sido natural y no artificial; por cierto, no queda excluida la posibilidad de que el núcleo de cada una de las tres tribus mencionadas pudiera ser una auténtica tribu antigua. El eslabón intermedio, la fratria, constaba de diez gens y se llamaba curia. Había treinta curias.

Está reconocido que la gens romana era una institución idéntica a la gens griega; si la gens griega es una forma más desarrollada de aquella unidad social cuya forma primitiva observamos entre los pieles rojas americanos, cabe decir lo mismo de la gens romana. Por esta razón, podemos ser más breves en su análisis.

Por lo menos en los primeros tiempos de la ciudad, la gens romana tenía la constitución siguiente:

1) El derecho hereditario recíproco de los gentiles; los bienes quedaban siempre dentro de la gens. Como el derecho paterno imperaba ya en la gens romana, lo mismo que en la griega, estaban excluidos de la herencia los descendientes por línea femenina. Según la ley de las Doce Tablas –el monumento del Derecho romano más antiguo que conocemos–, los hijos heredaban en primer término, en calidad de herederos directos; de no haber hijos, heredaban los agnados –parientes por línea masculina–; y faltando éstos, los gentiles. Los bienes no salían de la gens en ningún caso. Aquí vemos la gradual introducción de disposiciones legales nuevas en las costumbres de la gens, disposiciones engendradas por el acrecentamiento de la riqueza y por la monogamia; el derecho hereditario, primitivamente igual entre los miembros de una gens, se limita al principio –y en un período muy temprano, como hemos dicho más arriba– a los agnados y, por último, a los hijos y a sus descendientes por línea masculina. En las Doce Tablas, como es natural, este orden parece invertido.

2) La posesión de un lugar de sepultura común. La gens patricia Claudia, al emigrar de Regilo a Roma, recibió en la ciudad misma, además del área de tierra que le fue señalada, un lugar de sepultura común. Incluso en tiempos de Augusto, la cabeza de Varo, muerto en la selva de Teutoburgo, fue llevada a Roma y enterrada en el túmulo gentilicio; por tanto, su gens –la Quintilia– aún tenía una sepultura particular.

3) Las solemnidades religiosas comunes. Estas llevaban el nombre de «sacra gentilitia» y son bien conocidas.

4) La obligación de no casarse dentro de la gens. Aun cuando esto no parece haberse transformado nunca en Roma en una ley escrita, sin embargo, persistió la costumbre. Entre el inmenso número de parejas conyugales romanas cuyos nombres han llegado hasta nosotros, ni una sola tiene el mismo nombre gentilicio para el hombre y para la mujer. Esta regla es ve también demostrada por el derecho hereditario. La mujer pierde sus derechos agnaticios al casarse, sale fuera de su gens; ni ella ni sus hijos pueden heredar de su padre o de los hermanos de éste, puesto que de otro modo la gens paterna perdería esa parte de la herencia. Esta regla no tiene sentido sino en el supuesto de que la mujer no pueda casarse con ningún gentil suyo.

5) La posesión de la tierra en común. Esta existió siempre en los tiempos primitivos, desde que se comenzó a repartir el territorio de la tribu. En las tribus latinas encontramos el suelo poseído parte por la tribu, parte por la gens, parte por casas que en aquella época difícilmente podían ser aún familias individuales. Se atribuye a Rómulo el primer reparto de tierra entre los individuos, a razón de dos «jugera» –como una hectárea–. Sin embargo, más tarde encontramos aún tierra en manos de las gens, sin hablar de las tierras del Estado, en torno a las cuales gira toda la historia interior de la república.

6) La obligación de los miembros de la gens de prestarse mutuamente socorro y asistencia. La historia escrita sólo nos ofrece vestigio de esto; el Estado romano apareció en la escena desde el principio como una fuerza tan preponderante, que se atribuyó el derecho de protección contra las injurias. Cuando fue apresado Apio Claudio, llevó luto toda su gens, hasta sus enemigos personales. En tiempos de la segunda guerra púnica, las gens se asociaron para rescatar a sus miembros hechos prisioneros; el Senado se lo prohibió.

7) El derecho de llevar el nombre de la gens. Se mantuvo hasta los tiempos de los emperadores. Se permitía a los libertos tomar el nombre de la gens de su antiguo señor, sin otorgarles, sin embargo, los derechos de miembros de la misma.

8) El derecho a adoptar a extraños en la gens. Se practicaba por la adopción en una familia –como entre los indios–, lo cual traía consigo la admisión en la gens.

9) El derecho de elegir y deponer al jefe no se menciona en ninguna parte. Pero como en los primeros tiempos de Roma todos los puestos, comenzando por el rey, sólo se obtenían por elección o por aclamación, y como los mismos sacerdotes de las curias eran elegidos por éstas, podemos admitir que el mismo orden regía en cuanto a los jefes –«príncipes»– de las gens, aun cuando pudiera ser regla elegirlos de una misma familia.

Tales eran los derechos de una gens romana. Excepto el paso al derecho paterno, realizado ya, son la imagen fiel de los derechos y deberes de una gens iroquesa; también aquí «se reconoce al iroqués».

No pondremos más que un ejemplo de la confusión que aún reina hoy en lo relativo a la organización de la gens romana entre nuestros más famosos historiadores. En el trabajo de Mommsen acerca de los nombres propios romanos de la época republicana y de los tiempos de Augusto («Investigaciones Romanas», Berlín 1864, tomo I [1]) se lee: «Aparte de los miembros masculinos de la familia, excluidos naturalmente los esclavos, pero no los adoptados y los clientes, el nombre gentilicio se concedía también a las mujeres... La tribu –«Stamm», como traduce Mommsen aquí la palabra gens– es... una comunidad nacida de la comunidad de origen –real, o probable, o hasta ficticia–, mantenida en un haz compacto por fiestas religiosas, sepulturas y herencia comunes y a la cual pueden y deben pertenecer todos los individuos personalmente libres, y por tanto las mujeres también. Lo difícil es establecer el nombre gentilicio de las mujeres casadas. Cierto es que esta dificultad no existió mientras la mujer sólo pudo casarse con un miembro de su gens; y es cosa probada que durante mucho tiempo les fue difícil casarse fuera que dentro de la gens. En el siglo VI concedíase aún como un privilegio especial y como una recompensa este derecho, el «gentis enuptio» [2]. Pero cuando estos matrimonios fuera de la gens se producían, la mujer, por lo visto, debía pasar, en los primeros tiempos, a la tribu de su marido. Es indudable en absoluto que en el antiguo matrimonio religioso la mujer entraba de lleno en la comunidad legal y religiosa de su marido y se salía de la propia. Todo el mundo sabe que la mujer casada pierde su derecho de herencia, tanto activo como pasivo, respecto a los miembros de su gens, y entra en asociación de herencia con su marido, con sus hijos y con los gentiles de éstos. Y si su marido la adopta como a una hija y le da entrada en su familia, ¿cómo puede ella quedar fuera de la gens de él?» (págs. 9-11).

Mommsen afirma, pues, que las mujeres romanas pertenecientes a una gens no podían al principio casarse sino dentro de ésta y que, por consiguiente, la gens romana fue endógama y no exógama. Ese parecer, que está en contradicción con todo lo que sabemos acerca de otros pueblos, se funda sobre todo, si no de una manera exclusiva, en un solo pasaje –muy discutido– de Tito Livio (lib. XXXIX, cap. 19), según el cual el Senado decidió en el año de Roma 568, o sea, el año 186 antes de nuestra era, lo siguiente: «uti Feceniae Hispallae datio, deminutio, gentis enuptio, tutoris optio item esset quasi ei vir testamento dedisset; utique ei ingenuo nubere liceret, neu quid ei qui eam duxisset, ob id fraudi ignominiaeve esset»; es decir, que Fecenia Hispalla sería libre de disponer de sus bienes, de disminuirlos, de casarse fuera de la gens, de elegirse un tutor para ella como si su –difunto– marido le hubiese concedido este derecho por testamento; así como le sería lícito contraer nupcias con un hombre libre –ingenuo–, sin que hubiese fraude ni ignominia para quien se casase con ella.

Es indudable que a Fenecia, una liberta, se le da aquí el derecho de casarse fuera de la gens. Y es no menos evidente, por lo que antecede, que el marido tenía derecho de permitir por testamento a su mujer que se casase fuera de la gens, después de muerto él. Pero, ¿fuera de qué gens?

Si, como supone Mommsen, la mujer debía casarse en el seno de su gens, quedaba en la misma gens después de su matrimonio. Pero, ante todo, precisamente lo que hay que probar es esa pretendida endogamia de la gens. En segundo lugar, si la mujer debía casarse dentro de su gens, naturalmente tenía que acontecerle lo mismo al hombre, puesto que sin eso no hubiera podido encontrar mujer. Y en ese caso venimos a parar en que el marido podía transmitir testamentariamente a su mujer un derecho que él mismo no poseía para sí; es decir, venimos a parar a un absurdo jurídico. Así lo comprende también Mommsen, y supone entonces que «para el matrimonio fuera de la gens se necesitaba, jurídicamente, no sólo el consentimiento de la persona autorizada, sino además el de todos los miembros de la gens» (pág. 10, nota). En primer lugar, esta es una suposición muy atrevida; en segundo lugar, la contradice el texto mismo del pasaje citado. En efecto, el Senado da este derecho a Fecenia en lugar de su marido; le confiere expresamente lo mismo, ni más ni menos, que el marido le hubiera podido conferir; pero el Senado da aquí a la mujer un derecho absoluto, sin traba alguna, de suerte que si hace uso de él no pueda sobrevenirle por ello ningún perjuicio a su nuevo marido. El Senado hasta encarga a los cónsules y pretores presentes y futuros que velen porque Fecenia no tenga que sufrir ningún agravio respecto a ese particular. Así, pues, la hipótesis de Mommsen parece inaceptable en absoluto.

Supongamos ahora que la mujer se casaba con un hombre de otra gens, pero permanecía ella misma en su gens originaria. En ese caso, según el pasaje citado, su marido hubiera tenido el derecho de permitir a la mujer casarse fuera de la propia gens de ésta; es decir, hubiera tenido el derecho de tomar disposiciones en asuntos de una gens a la cual él no pertenecía. Es tan absurda la cosa, que no se puede perder el tiempo en hablar una palabra más acerca de ello.

No queda, pues, sino la siguiente hipótesis: la mujer se casaba en primeras nupcias con un hombre de otra gens, y por efecto de este enlace matrimonial pasaba incondicionalmente a la gens del marido, como lo admite Mommsen en casos de esta especie. Entonces, todo el asunto se explica inmediatamente. La mujer, arrancada de su propia gens por el matrimonio y adoptada en la gens de su marido, tiene en ésta una situación muy particular. Es en verdad miembro de la gens, pero no está enlazada con ella por ningún vínculo consanguíneo; el propio carácter de su adopción la exime de toda prohibición de casarse dentro de la gens donde ha entrado precisamente por el matrimonio; además, admitida en el grupo matrimonial de la gens, hereda cuando su marido muere los bienes de éste, es decir, los bienes de un miembro de la gens. ¿Hay, pues, algo más natural que, para conservar en la gens estos bienes, la viuda esté obligada a casarse con un gentil de su primer marido, y no con una persona de otra gens? Y si tiene que hacerse una excepción, ¿quién es tan competente para autorizarla como el mismo que le legó esos bienes, su primer marido? En el momento en que le cede una parte de sus bienes, y al mismo tiempo permite que la lleve por matrimonio o a consecuencia del matrimonio a una gens extraña, esos bienes aún le pertenecen; por tanto, sólo dispone, literalmente, de una propiedad suya. En lo que atañe a la mujer misma y a su situación respecto a la gens de su marido, éste fue quien la introdujo en esa gens por un acto de su libre voluntad, el matrimonio; parece, pues, igualmente natural que él sea la persona más apropiada para autorizarla a salir de esa gens, por medio de segundas nupcias. En resumen, la cosa parece sencilla y comprensible en cuanto abandonamos la extravagante idea de la endogamia de la gens romana y la consideramos, con Morgan, como originariamente exógama.

Aún queda la última hipótesis –que también ha encontrado defensores, y no los menos numerosos–, según la cual el pasaje de Tito Livio significa simplemente que «las jóvenes manumitidas –«libertae»– no podían, sin autorización especial, «e gente enubere» –casarse fuera de la gens– o realizar ningún acto que, en virtud de la «capitis deminutio minima» [3], ocasionase la salida de la liberta de la unión gentilicia» (Lange, «Antigüedades romanas», Berlín 1856, tomo I, pág. 195[4], donde se hace referencia a Huschke respecto a nuestro pasaje de Tito Livio). Si esta hipótesis es atinada, el pasaje citado no tiene nada que ver con las romanas libres, y entonces hay mucho menos fundamento para hablar de su obligación de casarse dentro de la gens.

La expresión «enuptio gentis» sólo se encuentra en este pasaje y no se repite en toda la literatura romana; la palabra «enubere» –casarse fuera– no se encuentra más que tres veces, igualmente en Tito Livio y sin que se refiera a la gens. La idea fantástica de que las romanas no podían casarse sino dentro de la gens debe su existencia exclusivamente a ese pasaje. Pero no puede sostenerse de ninguna manera, porque, o la frase de Tito Livio sólo se aplica a restricciones especiales respecto a las libertas, y entonces no prueba nada relativo a las mujeres libres –ingenuae–, o se aplica igualmente a estas últimas, y entonces prueba que como regla general la mujer se casaba fuera de su gens y por las nupcias pasaba a la gens del marido. Por tanto, ese pasaje se pronuncia contra Mommsen y a favor de Morgan.

Casi cerca de trescientos años después de la fundación de Roma, los lazos gentiles eran tan fuertes, que una gens patricia, la de los Fabios, pudo emprender por su propia cuenta, y con el consentimiento del senado, una expedición contra la próxima ciudad de Veies. Se dice que salieron a campaña trescientos seis Fabios, y todos ellos fueron muertos en una emboscada; sólo un joven, que se quedó rezagado, perpetuó la gens.

Según hemos dicho, diez gens formaban una fratria, que se llamaba allí curia y tenía atribuciones públicas más importantes que la fratria griega. Cada curia tenía sus prácticas religiosas, sus santuarios y sus sacerdotes particulares; estos últimos formaban, juntos, uno de los colegios de sacerdotes romanos. Diez curias constituían una tribu, que en su origen debió de tener, como el resto de las tribus latinas, un jefe electivo, general del ejército y gran sacerdote. El conjunto de las tres tribus, formaba el pueblo romano, el «populus romanus».

Así, pues, nadie podía pertenecer al pueblo romano si no era miembro de una gens y, por tanto, de una curia y de una tribu. La primera constitución de este pueblo fue la siguiente. La gestión de los negocios públicos era, en primer lugar, competencia de un Senado, que, como lo comprendió Niebuhr antes que nadie, se componía de los jefes de las trescientas gens; precisamente, por su calidad de jefes de las gens se llamaron padres –«patres»– y su conjunto, Senado –consejo de los ancianos, de «senex», viejo–. La elección habitual del jefe de cada gens en las mismas familias creó también aquí la primera nobleza gentilicia. Estas familias se llamaban patricias y pretendían al derecho exclusivo de entrar en el Senado y al de ocupar todos los demás oficios públicos. El hecho de que con el tiempo el pueblo se dejase imponer esas pretensiones y el que éstas se transformaran en un derecho positivo, lo explica a su modo la leyenda, diciendo que Rómulo había concedido desde el principio a los senadores y a sus descendientes el patriciado con sus privilegios. El senado, como la «bulê» ateniense, decidía en muchos asuntos y procedía a la discusión preliminar de los más importantes, sobre todo de las leyes nuevas. Estas eran votadas por la asamblea del pueblo, llamada «comitia curiata» –comicios de las curias–. El pueblo se congregaba agrupado por curias, y verosímilmente en cada curia por gens. Cada una de las treinta curias tenía un voto. Los comicios de las curias aprobaban o rechazaban todas las leyes, elegían todos los altos funcionarios, incluso el «rex» –el pretendido rey–, declaraban la guerra –pero el Senado firmaba la paz–, y en calidad de tribunal supremo decidían, siempre que las partes apelasen, en todos los casos en que se trataba de pronunciar sentencia de muerte contra un ciudadano romano. Por último, junto al Senado y a la Asamblea del pueblo, estaba el «rex», que era exactamente lo mismo que el «basileus» griego, y de ninguna manera un monarca casi absoluto, tal como nos lo presenta Mommsen [5]. El «rex» era también jefe militar, gran sacerdote y presidente de ciertos tribunales. No tenía derechos o poderes civiles de ninguna especie sobre la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos, en tanto que esos derechos no dimanaban del poder disciplinario del jefe militar o del poder judicial ejecutivo del presidente del tribunal. Las funciones de «rex» no eran hereditarias; por el contrario, y probablemente a propuesta de su predecesor, era elegido primero por los comicios de las curias y después investido solemnemente en otra reunión de las mismas. Que también podía ser depuesto, lo prueba la suerte que cupo a Tarquino el Soberbio.

Lo mismo que los griegos de la época heroica, los romanos del tiempo de los sedicentes reyes vivían, pues, en una democracia militar basada en las gens, las fratrias y las tribus y nacida de ellas. Si bien es cierto que las curias y tribus fueron, en parte, formadas artificialmente, no por eso dejaban de hallarse constituidas con arreglo a los modelos genuinos y plasmadas naturalmente de la sociedad de la cual habían salido y que aún las envolvía por todas partes. Es cierto también que la nobleza patricia, surgida naturalmente, había ganado ya terreno y que los «reges» trataban de extender poco a poco sus atribuciones pero esto no cambia en nada el carácter inicial de la constitución, y esto es lo más importante.

Entretanto, la población de la ciudad de Roma y del territorio romano ensanchado por la conquista fue acrecentándose, parte por la inmigración, parte por medio de los habitantes de las regiones sometidas, en su mayoría latinos. Todos estos nuevos súbditos del Estado –dejemos a un lado aquí la cuestión de los «clientes»– vivían fuera de las antiguas gens, curias y tribus y, por tanto, no formaban parte del «populus romanus», del pueblo romano propiamente dicho. Eran personalmente libres, podían poseer tierras, estaban obligados a pagar el impuesto y se hallaban sujetos al servicio militar. Pero no podían ejercer ninguna función pública no tomar parte en los comicios de las curias ni en el reparto de las tierras conquistadas por el Estado. Formaban la plebe, excluida de todos los derechos públicos. Por su constante aumento del número, por su instrucción militar y su armamento, se convirtieron en una fuerza amenazadora frente al antiguo «populus», ahora herméticamente cerrado a todo incremento de origen exterior. Agréguese a esto que la tierra estaba, al parecer, distribuida con bastante igualdad entre el «pópulus» y la plebe, al paso que la riqueza comercial e industrial, aun cuando poco desarrollada, pertenecía en su mayor parte a la plebe.

Dadas las tinieblas que envuelven la historia legendaria de Roma –tinieblas espesadas por los ensayos racionalistas y pragmáticos de interpretación y las narraciones más recientes debidas a escritores de educación jurídica, que nos sirven de fuentes– es imposible decir nada concreto acerca de la fecha, del curso o de las circunstancias de la revolución que acabó con la antigua constitución de la gens. Lo único que se sabe de cierto es que su causa estuvo en las luchas entre la plebe y el «populus».

La nueva Constitución, atribuida al «rex» Servio Tulio y que se apoyaba en modelos griegos, principalmente en la de Solón, creó una nueva asamblea del pueblo, que comprendía o excluía indistintamente a los individuos del «populus» y de la plebe, según prestaran o no servicios militares. Toda la población masculina sujeta al servicio militar quedó dividida en seis clases, con arreglo a su fortuna. Los bienes mínimos de las cinco clases superiores eran para la I de 100.000 ases; para la II de 75.000; para la III de 50.000; para la IV de 25.000 y para la V de 11.000, sumas que, según Dureau de la Malle, corresponden respectivamente a 14.000, 10.500, 7.000, 3.600 y 1.570 marcos. La sexta clase, los proletarios, se componía de los más pobres, exentos del servicio militar y de impuestos. En la nueva asamblea popular de los comicios de las centurias –«comitia centuriata»– los ciudadanos formaban militarmente, por compañías de cien hombres, y cada centuria tenía un voto. La 1ª clase daba 80 centurias; la 2ª, 22; la 3ª, 20; la 4ª, 22; la 5ª, 30 y la 6ª, por mera fórmula, una. Además, los caballeros –los ciudadanos más ricos– formaban 18 centurias. En total, las centurias eran 193. Para obtener la mayoría se requería 97 votos, como los caballeros y la 1ª clase disponían juntos de 98 votos, tenían asegurada la mayoría; cuando iban de común acuerdo, ni siquiera se consultaba a las otras clases y se tomaba sin ellas la resolución definitiva.

Todos los derechos políticos de la anterior asamblea de las curias –excepto algunos puramente nominales– pasaron ahora a la nueva asamblea de las centurias; como en Atenas, las curias y las gens que las componían se vieron rebajadas a la posición de simples asociaciones privadas y religiosas, y como tales vegetaron aún mucho tiempo, mientras que la asamblea de las curias no tardó en pasar a mejor vida. Para excluir igualmente del Estado a las tres antiguas tribus gentilicias, se crearon cuatro tribus territoriales. Cada una de ellas residía en un distrito de la ciudad y tenía determinados derechos políticos.

Así fue destruido en Roma, antes de que se suprimiera el cargo de «rex», el antiguo orden social, fundado en vínculos de sangre. Su lugar lo ocupó una nueva constitución, una auténtica constitución de Estado, basada en la división territorial y en las diferencias de fortuna. La fuerza pública consistía aquí en el conjunto de ciudadanos sujetos al servicio militar y no sólo se oponía a los esclavos, sino también a la clase llamada proletaria, excluida del servicio militar y privada del derecho a llevar armas.

En el marco de esta nueva constitución –a cuyo desarrollo sólo dieron mayor impulso la expulsión del último «rex», Tarquino el Soberbio, que usurpaba un verdadero poder real, y su remplazo por dos jefes militares (cónsules) con iguales poderes (como entre los iroqueses)– se mueve toda la historia de la república romana, con sus luchas entre patricios y plebeyos por el acceso a los empleos públicos y por el reparto de las tierras del Estado y con la disolución completa de la nobleza patricia en la nueva clase de los grandes propietarios territoriales y de los hombres adinerados, que absorbieron poco a poco toda la propiedad rústica de los campesinos arruinados por el servicio militar, cultivaban por medio de esclavos los inmensos latifundios así formados, despoblaron Italia y, con ello, abrieron las puertas no sólo al imperio, sino también a sus sucesores, los bárbaros germanos.

Notas de la edición

[1] Th. Mommsen. «Römische Forschungen», Ausg. 2. Bd. I-II. Berlin 1864-1878. (N. de Edit. Progreso).

[2] Derecho de casarse fuera de la gens. (N. de Edit. Progreso).

[3] Pérdida de los derechos de familia. (N. de Edit. Progreso).

[4] L. Lange. «Römische Alterthümer». Bd. I-III. Berlín 1856-71. (N. de Edit. Progreso).

[5] El latino «rex» es el celto-irlandés «righ» –jefe de tribu– y el gótico «reiks». Esta palabra significaba lo mismo que antiguamente el «Fürst» alemán –es decir, lo mismo que en inglés «first», y en danés «förste», el primero–, jefe de gens o de tribu; así lo evidencia el hecho de que los godos tuvieran desde el siglo IV una palabra particular para designar el rey de tiempos posteriores, jefe militar de todo un pueblo, la palabra «thiudans». En la traducción de la Biblia de Ulfilas nunca se llama «reiks» a Artajerjes y a Herodes, sino «thiudans»; y el imperio de Tiberio nunca recibe el nombre de «reiki», sino el de «thiudinassus». Ambas denominaciones se confundieron en una sola en el nombre de «thiudans», o como traducimos inexactamente, del rey gótico Thiudareiks, Teodorico, es decir, Dietrich. (Nota de Engels).» (Friedrich Engels; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, 1884)

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