viernes, 13 de noviembre de 2015

La génesis del Estado ateniense; Friedrich Engels, 1884


«En ninguna parte podemos seguir mejor que en la antigua Atenas, por lo menos en la primera fase de la evolución, de qué modo se desarrolló el Estado, en parte transformando los órganos de la constitución gentil, en parte desplazándolos mediante la intrusión de nuevos órganos y, por último, remplazándolos por auténticos organismos de administración del Estado, mientras que una «fuerza pública» armada al servicio de esa administración del Estado, y que, por consiguiente, podía ser dirigida contra el pueblo, usurpaba el lugar del verdadero «pueblo en armas» que había creado su autodefensa en las gens, las fratrias y las tribus. Morgan expone mayormente las modificaciones de forma; en cuanto a las condiciones económicas productoras de ellas, tendré que añadirlas, en parte, yo mismo.

En la época heroica, las cuatro tribus de los atenienses aún se hallaban establecidas en distintos territorios de Ática. Hasta las doce fratrias que las componían parece ser que también tuvieron su punto de residencia particular en las doce ciudades de Cécrope. La constitución era la misma de la época heroica: asamblea del pueblo, consejo del pueblo y «basileus». Hasta donde alcanza la historia escrita, se ve que el suelo estaba ya repartido y era propiedad privada, lo que corresponde a la producción mercantil y al comercio de mercancías relativamente desarrollados que observamos ya hacia el final del estadio superior de la barbarie. Además de granos, se producía vinos y aceite. El comercio marítimo en el Mar Egeo iba pasando cada vez más de los fenicios a los griegos del Ática. A causa de la compraventa de la tierra y de la creciente división del trabajo entre la agricultura y los oficios manuales, el comercio y la navegación, muy pronto tuvieron que mezclarse los miembros de las gens, fratrias y tribus. En el distrito de la fratria y de la tribu se establecieron habitantes que, aun siendo del mismo pueblo, no formaban parte de estas corporaciones y, por consiguiente, eran extraños en su propio lugar de residencia, ya que cada fratria y cada tribu administraban ellas mismas sus asuntos en tiempos de paz, sin consultar al consejo del pueblo o al «basileus» en Atenas, y todo el que residía en el territorio de la fratria o de la tribu sin pertenecer a ellas no podía, naturalmente, tomar parte en esa administración.

Esta circunstancia desequilibró hasta tal punto el funcionamiento de la constitución gentilicia, que en los tiempos heroicos se hizo ya necesario remediarla y se adoptó la constitución atribuida a Teseo. El cambio principal fue la institución de una administración central en Atenas; es decir, parte de los asuntos que hasta entonces resolvían por su cuenta las tribus fue declarada común y transferida al consejo general residente en Atenas. Los atenienses fueron, con esto, más lejos que ninguno de los pueblos indígenas de América: la simple federación de tribus vecinas fue remplazada por la fusión en un solo pueblo. De ahí nació un sistema de derecho popular ateniense general, que estaba por encima de las costumbres legales de las tribus y de las gens. El ciudadano de Atenas recibió como tal derechos determinados, así como una nueva protección jurídica incluso en el territorio que no pertenecía a su propia tribu. Pero éste fue el primer paso hacia la ruina de la constitución gentilicia, ya que lo era hacia la admisión, más tarde, de ciudadanos que no pertenecían a ninguna de las tribus del Ática y que estaban y siguieron estando completamente fuera de la constitución gentilicia ateniense. La segunda institución atribuida a Teseo fue la división de todo el pueblo en tres clases –los eupátridas o nobles, los geomoros o agricultores y los demiurgos o artesanos–, sin tener en cuenta la gens, la fratria o la tribu, y la concesión a la nobleza del derecho exclusivo a ejercer los cargos públicos. Verdad es que, excepto en lo de ocupar la nobleza los empleos, esta división quedó sin efecto por cuanto no establecía otras diferencias de derechos entre las clases. Pero es importante, porque nos indica los nuevos elementos sociales que habían ido desarrollándose imperceptiblemente. Demuestra que la costumbre de que los cargos gentiles los desempeñasen ciertas familias, se había transformado ya en un derecho apenas disputado de las mismas a los empleos públicos; que esas familias, poderosas ya por sus riquezas, comenzaron a formar, fuera de sus gens, una clase privilegiada, particular; y que el Estado naciente sancionó esta usurpación. Demuestra que la división del trabajo entre campesinos y artesanos había llegado a ser ya lo bastante fuerte para disputar el primer puesto en importancia social a la antigua división en gens y en tribus. Por último, proclama el irreconciliable antagonismo entre la sociedad gentilicia y el Estado; el primer intento de formación del Estado consiste en destruir los lazos gentilicios, dividiendo los miembros de cada gens en privilegiados y no privilegiados, y a estos últimos, en dos clases, según su oficio, oponiéndolas, en virtud de esta misma división, una a la otra.

La historia política ulterior de Atenas, hasta Solón, se conoce de un modo muy imperfecto. Las funciones del «basileus» cayeron en desuso; a la cabeza del Estado se puso a arcontes salidos del seno de la nobleza. La autoridad de la aristocracia aumentó cada vez más, hasta llegar a hacerse insoportable hacia el año 600 antes de nuestra era. Y los principales medios para estrangular la libertad común fueron el dinero y la usura. La nobleza solía residir en Atenas y en los alrededores, donde el comercio marítimo, así como la piratería practicada en ocasiones, la enriquecían y concentraban en sus manos el dinero. Desde allí el sistema monetario en desarrollo penetró, como un ácido corrosivo, en la vida tradicional de las antiguas comunidades agrícolas, basadas en la economía natural. La constitución de la gens es en absoluto incompatible con el sistema monetario; la ruina de los pequeños agricultores del Ática coincidió con la relajación de los antiguos lazos de la gens, que los protegían. Las letras de cambio y la hipoteca –porque los atenienses habían inventado ya la hipoteca– no respetaron ni a la gens, ni a la fratria. Y la vieja constitución de gens no conocía el dinero, ni las prendas, ni las deudas de dinero. Por eso el poder del dinero en manos de la nobleza, poder que se extendía sin cesar, creó un nuevo derecho consuetudinario para garantía del acreedor contra el deudor y para consagrar la explotación del pequeño agricultor por el poseedor del dinero. Todas las campiñas del Ática estaban erizadas de postes hipotecarios en los cuales estaba escrito que los fundos donde se veían puestos, hallábase empeñados a fulano o mengano por tanto o cuanto dinero. Los campos que no tenían esos postes, habían sido vendidos en su mayor parte, por haber vencido la hipoteca o no haber sido pagados los intereses, y eran ya propiedad del usurero noble; el campesino podía considerarse feliz cuando lo dejaban establecerse allí como colono y vivir con un sexto del producto de su trabajo, mientras tenía que pagar a su nuevo amo los cinco sextos como precio del arrendamiento. Y aún más: cuando el producto de la venta del lote de tierra no bastaba para cubrir el importe de la deuda, o cuando se contraía la deuda sin asegurarla con prenda, el deudor tenía que vender a sus hijos como esclavos en el extranjero para satisfacer por completo al acreedor. La venta de los hijos por el padre: ¡éste fue el primer fruto del derecho paterno y de la monogamia! Y si el vampiro no quedaba satisfecho aún, podía vender como esclavo a su mismo deudor. Tal fue la hermosa aurora de la civilización en el pueblo ateniense.

Semejante revolución hubiera sido imposible en el pasado, en la época en que las condiciones de existencia del pueblo aún correspondían a la constitución de la gens; pero ahora se había producido, sin que nadie supiese cómo. Volvamos por un momento a nuestros iroqueses. Entre ellos era inconcebible una situación tal como la impuesta a los atenienses sin, digámoslo así, su concurso y, con seguridad, a pesar de ellos. Siendo siempre el mismo el modo de producir las cosas necesarias para la existencia, nunca podían crearse tales conflictos, al parecer impuestos desde fuera, ni engendrarse ningún antagonismo entre ricos y pobres, entre explotadores y explotados. Los iroqueses distaban mucho de domeñar aún la naturaleza, pero dentro de los límites que ésta les fijaba, eran los dueños de su propia producción. Si dejamos aparte los casos de malas cosechas en sus huertecillos, de escasez de pesca en sus lagos y ríos y de caza en sus bosques, sabían cuál podía ser el fruto de su modo de proporcionarse los medios de existencia. Sabían que –unas veces en abundancia, y otras no–obtendrían medios de subsistencia; pero entonces eran imposibles revoluciones sociales imprevistas, la ruptura de los vínculos de la gens, la escisión de las gens y de las tribus en clases opuestas que se combatieran recíprocamente. La producción se movía dentro de los más estrechos límites, era la inmensa ventaja de la producción bárbara, ventaja que se perdió con la llegada de la civilización y que las generaciones futuras tendrán el deber de reconquistar, pero dándole por base el poderoso dominio de la naturaleza, conseguido en la actualidad por el hombre, y la libre asociación, hoy ya posible.

Entre los griegos las cosas eran muy distintas. La aparición de la propiedad privada sobre los rebaños y los objetos de lujo, condujo al cambio entre los individuos, a la transformación de los productos en mercancías. Y éste fue el germen de la revolución subsiguiente. En cuanto los productores dejaron de consumir directamente ellos mismos sus productos, deshaciéndose de ellos por medio del cambio, dejaron de ser dueños de los mismos. Ignoraban ya qué iba a ser de ellos, y surgió la posibilidad de que el producto llegara a emplearse contra el productor para explotarlo y oprimirlo. Por eso, ninguna sociedad puede ser dueña de su propia producción de un modo duradero ni controlar los efectos sociales de su proceso de producción si no pone fin al cambio entre individuos.

Pero los atenienses debían aprender pronto con qué rapidez domina el producto al productor en cuanto nace el cambio entre individuos y los productos se transforman en mercancías. Con la producción de mercancías apareció el cultivo individual de la tierra y, en seguida, la propiedad individual del suelo. Más tarde vino el dinero, la mercancía universal por la que podían cambiarse todas las demás; pero, como los hombres inventaron el dinero, no sospechaban que habían creado un poder social nuevo, el poder universal único ante el que iba a inclinarse la sociedad entera. Y este nuevo poder, al surgir súbitamente, sin saberlo sus propios creadores y a pesar de ellos, hizo sentir a los atenienses su dominio con toda la brutalidad de su juventud. ¿Qué se podía hacer? La antigua constitución de la gens se había mostrado impotente contra la marcha triunfal del dinero; y, además, era en absoluto incapaz de conceder dentro de sus límites lugar ninguno para cosas como el dinero, los acreedores, los deudores, el cobro compulsivo de las deudas. Pero allí estaba el nuevo poder social; y ni los píos deseos, ni el ardiente afán por volver a los buenos tiempos antiguos pudieron expulsar ya del mundo al dinero ni a la usura. Además, en la constitución gentilicia fueron abiertas otras brechas menos importantes. La mezcla de los gentiles y de los fraters en todo el territorio ático, particularmente en la misma ciudad de Atenas, aumentaba de generación en generación, aun cuando por aquel entonces un ateniense tenía derecho a vender su fundo fuera de la gens, pero no su vivienda. Con los progresos de la industria y el comercio habíase desarrollado más y más la división del trabajo entre las diferentes ramas de la producción: agricultura y oficios manuales, y entre estos últimos una multitud de subdivisiones, tales como el comercio, la navegación, etc. La población se dividía ahora, según sus ocupaciones, en grupos bastante bien determinados, cada uno de los cuales tenía una serie de nuevos intereses comunes para los que no había lugar en la gens o en la fratria y que, por consiguiente, necesitaban nuevos funcionarios que velasen por ellos. Había aumentado muchísimo el número de esclavos, y en aquella época debía ya de exceder con mucho del de los atenienses libres. La constitución gentil no conocía al principio ninguna esclavitud ni, por consiguiente, ningún medio de mantener bajo su yugo aquella masa de personas no libres. Y, por último, el comercio había atraído a Atenas a multitud de extranjeros que se habían instalado allí en busca de fácil lucro. Mas, a pesar de las tolerancia tradicional, estos extranjeros no gozaban de ningún derecho ni protección legal bajo el viejo régimen, por lo que constituían entre el pueblo un elemento extraño y un foco de malestar.

En resumen, la constitución gentilicia iba tocando a su fin. La sociedad rebasaba más y más el marco de la gens, que no podía atajar ni suprimir los peores males que iban naciendo ante su vista. Mientras tanto, el Estado se había desarrollado sin hacerse notar. Los nuevos grupos constituidos por la división del trabajo, primero entre la ciudad y el campo, después entre las diferentes ramas de la industria en las ciudades, habían creado nuevos órganos para la defensa de sus intereses, y se instituyeron oficios públicos de todas clases. Luego, el joven Estado tuvo, ante todo, necesidad de una fuerza propia, que en un pueblo navegante, como eran los atenienses, no pudo ser primeramente sino una fuerza naval, usada en pequeñas guerras y para proteger los barcos mercantes. En una época indeterminada, anterior a Solón, se instituyeron las «naucrarias», pequeñas circunscripciones territoriales a razón de doce por tribu; cada «naucraria» debía suministrar, armar y tripular un barco de guerra, y proporcionar además dos jinetes. Esta institución socavaba por dos conceptos a la gens: en primer término, porque creaba una fuerza pública que ya no era en nada idéntica al pueblo armado; y en segundo lugar, porque por primera vez dividía al pueblo, en los negocios públicos, no con arreglo a los grupos consanguíneos, sino con arreglo al lugar de residencia común. Veamos a continuación qué significaba esto.

Como el régimen gentilicio no podía prestarle ningún auxilio al pueblo explotado, lo único que a éste le quedaba era el Estado naciente, que le prestó la ayuda de él esperada mediante la constitución de Solón, si bien la aprovechó para fortalecerse aún más a expensas del viejo régimen. No nos incumbe tratar aquí cómo se realizó la reforma de Solón en el año 594 antes de nuestra era. Solón inició la serie de lo que se llama revoluciones políticas, y lo hizo con un ataque a la propiedad. Hasta ahora, todas las revoluciones han sido en favor de un tipo de propiedad sin lesionar a otro. En la gran Revolución francesa, la propiedad feudal fue sacrificada para salvar la propiedad burguesa; en la de Solón, la propiedad de los acreedores fue la que tuvo que sufrir en provecho de la de los deudores. Las deudas fueron, sencillamente, declaradas nulas. No conocemos con exactitud los detalles, pero Solón se jacta en sus poesías de haber hecho quitar los postes hipotecarios de los campos empeñados en pago de deudas y de haber repatriado a los hombres que a causa de ellas habían sido vendidos como esclavos o habían huido al extranjero. Eso no podía hacerse sino mediante una descarada violación de la propiedad. Y de hecho, desde la primera hasta la última de estas pretensas revoluciones políticas, todas ellas se han hecho en defensa de la propiedad, de un tipo de propiedad, y se han realizado por medio de la confiscación –dicho de otra manera, del robo– de otro tipo de propiedad. Tanto es así, que desde hace dos mil quinientos años no ha podido mantenerse la propiedad privada sino por la violación de los derechos de propiedad.

Pero se trataba a la sazón de impedir que los atenienses libres pudieran ser esclavizados nuevamente. Al principio se logró con medidas generales; por ejemplo, prohibiendo los contratos de préstamo en los cuales el deudor se hacía prenda del acreedor. Además, se fijó la extensión máxima de la tierra que podía poseer un mismo individuo, con el propósito de poner un freno que moderase la avidez de los nobles por apoderarse de las tierras de los campesinos. Después hubo cambios en la propia constitución –Verfassung–, siendo para nosotros los principales los siguientes:

El consejo se elevó hasta cuatrocientos miembros, cien de cada tribu. Hasta aquí, la tribu seguía siendo, pues, la base del sistema. Pero éste fue el único punto de la constitución antigua adoptado por el Estado recién nacido. En lo demás, Solón dividió a los ciudadanos en cuatro clases, con arreglo a su propiedad territorial y al producto de ésta. Los rendimientos mínimos que se fijaron para las tres primeras clases fueron de quinientos, trescientos y ciento cincuenta «medimnos» de grano respectivamente –un «medimno» viene a equivaler a unos cuarenta y un litros para áridos–; formaban la cuarta clase los que poseían menos tierra o carecían de ella en absoluto. Sólo podían ocupar todos los oficios públicos los individuos de las tres primeras clases, y los más importantes los de la primera nada más; la cuarta no tenía sino el derecho de tomar la palabra y votar en la asamblea. Pero allí eran donde se elegían todos los funcionarios, allí era donde éstos tenían que rendir cuenta de su gestión, allí era donde se hacían todas las leyes, y allí la mayoría estaba en manos de la cuarta clase. Los privilegios aristocráticos se renovaron, en parte, en forma de privilegios de la riqueza, pero el pueblo obtuvo el poder supremo. Por otra parte, las cuatro clases formaron la base de una nueva organización militar. Las dos primeras suministraban la caballería, la tercera debía servir en la infantería de línea, y la cuarta como tropa ligera –sin coraza– o en la flota; probablemente, esta clase estaba a sueldo.

Aquí se introducía, pues, un elemento nuevo en la constitución: la propiedad privada. Los derechos y los deberes de los ciudadanos del Estado se determinaron con arreglo a la importancia de sus posesiones territoriales; y conforme iba aumentando la influencia de las clases pudientes, iban siendo desplazadas las antiguas corporaciones consanguíneas. La gens sufrió otra derrota.

Sin embargo, la gradación de los derechos políticos según los bienes de fortuna no era una de esas instituciones sin las cuales no puede existir el Estado. Por grande que sea el papel que ha representado en la historia de las constituciones de los Estados, gran número de éstos, y precisamente los más desarrollados, se han pasado sin ella. En Atenas misma no representó sino un papel transitorio; desde Arístides, todos los empleos eran accesibles a cada ciudadano.

Durante los ochenta años que siguieron, la sociedad ateniense tomó gradualmente la dirección en la cual siguió desarrollándose en los siglos posteriores. Habíase puesto coto a la usura de los latifundistas anteriores a Solón, y asimismo a la concentración excesiva de la propiedad territorial. El comercio y los oficios, incluidos los artísticos, que se practicaban cada vez más en grande, basándose en el trabajo de los esclavos, llegaron a ser las preocupaciones principales. La gente adquirió más luces. En vez de explotar a sus propios conciudadanos de una manera inicua, como al principio, se explotó sobre todo a los esclavos y a los clientes no atenienses. Los bienes muebles, la riqueza en forma de dinero, el número de los esclavos y de las naves aumentaban sin cesar; pero ya no eran un simple medio de adquirir tierras, como en el primer período, con sus cortos alcances, sino que se convirtieron en un fin de por sí. De una parte, la nobleza antigua en el Poder encontró así unos competidores victoriosos en las nuevas clases de ricos industriales y comerciantes; pero, de otra parte, quedó destruida también la última base de los restos de la constitución gentilicia. Las gens, las fratrias y las tribus, cuyos miembros andaban ya a la sazón dispersos por toda el Ática y vivían completamente entremezclados, eran ya del todo inútiles como corporaciones políticas. Muchísimos ciudadanos atenienses no pertenecían ya a ninguna gens; eran inmigrantes a quienes se había concedido el derecho de ciudadanía, pero que no habían sido admitidos en ninguna de las antiguas uniones gentilicias. Además, cada día era mayor el número de inmigrantes extranjeros que sólo gozaban del derecho de protección –metecos–.

Mientras tanto, proseguía la lucha entre los partidos; la nobleza trataba de reconquistar sus viejos privilegios y volvió a tener, por un tiempo, vara alta; hasta que la revolución de Clístenes –año 509 antes de nuestra era– la abatió definitivamente, derribando también, con ella, el último vestigio de la constitución gentilicia.

En su nueva constitución, Clístenes pasó por alto las cuatro tribus antiguas basadas en las gens y en las fratrias. Su lugar lo ocupó una organización nueva, cuya base, ensayada ya en las «naucrarias», era la división de los ciudadanos según el lugar de residencia. Ya no decidió para nada el hecho de pertenecer a los grupos consanguíneos, sino tan sólo el domicilio. No fue el pueblo, sino el suelo, lo que se subdividió; los habitantes se hicieron, políticamente, un simple apéndice del territorio.

Toda el Ática quedó dividida en cien municipios –demos–. Los ciudadanos –demotas– habitantes en cada demos elegían su jefe –demarca– y su tesorero, así como también treinta jueces con jurisdicción para resolver los asuntos de poca importancia. Tenían igualmente un templo propio y un dios protector o héroe, cuyos sacerdotes elegían. El poder supremo en el demos pertenecía a la asamblea de los demotas. Según advierte Morgan con mucho acierto, éste es el prototipo de las comunidades urbanas de América, que se gobiernan por sí mismas. El Estado naciente tuvo por punto de partida en Atenas la misma unidad que distingue al Estado moderno en su más alto grado de desarrollo.

Diez de estas unidades –demos– formaban una tribu; pero ésta, al contrario de la antigua tribu gentilicia –«geschlechtstamm»–, se llamó ahora tribu local –«Ortsstamm»–. La tribu local no sólo era un cuerpo político que se administraba a sí mismo, sino también un cuerpo militar. Elegía su filarca o jefe de tribu, que mandaba la caballería, el taxiarca para la infantería, y el estratega, que tenía a sus órdenes a todas las tropas reclutadas en el territorio de la tribu. Además armaba cinco naves de guerra con sus tripulantes y comandantes, y recibía como patrón un héroe del Ática, cuyo nombre llevaba. Por último, elegía cincuenta miembros del consejo de Atenas.

Coronaba este edificio el Estado ateniense, gobernado por un consejo compuesto de los quinientos representantes elegidos por las diez tribus y, en última instancia, por la asamblea del pueblo, en la cual tenía entrada y voto cada ciudadano ateniense. Junto con esto, velaban por las diversas ramas de la administración y de la justicia los arcontes y otros funcionarios. En Atenas no había un depositario supremo del Poder ejecutivo.

Debido a esta nueva constitución y a la admisión de un gran número de clientes –unos inmigrantes, otros libertos–, los órganos de la gens quedaron al margen de la gestión de los asuntos públicos, degenerando en asociaciones privadas y en sociedades religiosas. Pero la influencia moral, las concepciones e ideas tradicionales de la vieja época gentilicia vivieron largo tiempo y sólo fueron desapareciendo paulatinamente. Esto se hizo evidente en otra institución posterior del Estado.

Hemos visto que uno de los caracteres esenciales del Estado consiste en una fuerza pública aparte de la masa del pueblo. Atenas no tenía entonces más que un ejército popular y una flota equipada directamente por el pueblo, que la protegían contra los enemigos del exterior y mantenían en la obediencia a los esclavos, que en aquella época formaban ya la mayor parte de la población. Para los ciudadanos, esa fuerza pública sólo existía, al principio, en forma de policía; ésta es tan vieja como el Estado, y, por eso, los ingenuos franceses del siglo XVIII no hablaban de naciones civilizadas, sino de naciones con policía –«nations polisées»–. Los atenienses instituyeron, pues, una policía, un verdadero cuerpo de gendarmería de a pie y de a caballo formado por sagitarios, «Landjäger», como se dice en el Sur de Alemania y en Suiza. Pero esa gendarmería se formó de esclavos. Este oficio parecía tan indigno al libre ateniense, que prefería se detenido por un esclavo armado a cumplir él mismo tan viles funciones. Era una manifestación del antiguo modo de ver de las gens. El Estado no podía existir sin la policía; pero todavía era joven y no tenía suficiente autoridad moral para hacer respetable un oficio que los antiguos gentiles no podían por menos de considerar infame.

El rápido vuelo que tomaron la riqueza, el comercio y la industria nos prueba cuán adecuado era a la nueva condición social de los atenienses el Estado, cuajado ya entonces en sus rasgos principales. El antagonismo de clases en el que se basaban ahora las instituciones sociales y políticas ya no era el existente entre los nobles y el pueblo sencillo, sino el antagonismo entre esclavos y hombres libres, entre clientes y ciudadanos. En tiempos del mayor florecimiento de Atenas, sus ciudadanos libres –comprendidos las mujeres y los niños–, eran unos 90.000 individuos; los esclavos de ambos sexos sumaban 365.000 personas y los metecos –inmigrantes y libertos– ascendían a 45.000. Por cada ciudadano adulto se contaban, por lo menos, dieciocho esclavos y más de dos metecos. La causa de la existencia de un número tan grande de esclavos era que muchos de ellos trabajaban juntos, a las órdenes de capataces, en grandes talleres manufactureros. Pero el acrecentamiento del comercio y de la industria trajo la acumulación y la concentración de las riquezas en unas cuantas manos y, con ello, el empobrecimiento de la masa de los ciudadanos libres, a los cuales no les quedaba otro recurso que el de elegir entre hacer competencia al trabajo de los esclavos con su propio trabajo manual –lo que se consideraba como deshonroso, bajo y, por añadidura, no producía sino escaso provecho–, o convertirse en mendigos. En vista de las circunstancias, tomaron este último partido; y como formaban la masa del pueblo, llevaron a la ruina todo el Estado ateniense. No fue la democracia la que condujo a Atenas a la ruina, como lo pretenden los pedantescos lacayos de los monarcas entre el profesorado europeo, sino la esclavitud, que proscribía el trabajo del ciudadano libre.

La formación del Estado entre los atenienses es un modelo notablemente típico de la formación del Estado en general, pues, por una parte, se realiza sin que intervengan violencias exteriores o interiores –la usurpación de Pisístrato no dejó en pos de sí la menor huella de su breve paso–; por otra parte, hace brotar directamente de la gens un Estado de una forma muy perfeccionada, la república democrática; y, en último término, porque conocemos suficientemente sus particularidades esenciales». (Friedrich Engels; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, 1884)

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