«La cuestión de las relaciones entre el Estado y la revolución social y entre ésta y el Estado, como en general la cuestión de la revolución, ha preocupado muy poco a los más conocidos teóricos y publicistas de la II Internacional –durante aproximadamente del 1889 a 1914–. Pero lo más característico, en este proceso de desarrollo gradual del oportunismo, que llevó a la bancarrota de la II Internacional en 1914, es que incluso cuando abordaban de lleno esta cuestión se esforzaban en eludirla o no la advertían.
En términos generales, puede decirse que de esta actitud evasiva ante la cuestión de las relaciones entre la revolución proletaria y el Estado, actitud evasiva favorable para el oportunismo y de la que se nutría éste, surgió la tergiversación del marxismo y su completo envilecimiento.
Fijémonos, para caracterizar, aunque sea brevemente, este proceso lamentable, en los teóricos más destacados del marxismo, en Plejánov y Kautsky.
La polémica de Plejánov con los anarquistas
Plejánov consagró a la cuestión de las relaciones entre el anarquismo y el socialismo un folleto especial, titulado «Anarquismo y socialismo», publicado en alemán en 1894.
Plejánov se las ingenió para tratar este tema eludiendo en absoluto el punto más actual y más candente, y el más esencial en el terreno político, de la lucha contra el anarquismo: ¡precisamente las relaciones entre la revolución y el Estado y la cuestión del Estado en general! En su folleto descuellan dos partes. Una, histórico-literaria, con valiosos materiales referentes a la historia de las ideas de Stirner, Proudhon, etc. Otra, filistea, con torpes razonamientos en torno al tema de que un anarquista no se distingue de un bandido.
La combinación de estos temas es en extremo curiosa y característica de toda la actuación de Plejánov en vísperas de la revolución y en el transcurso del período revolucionario en Rusia: en efecto, en los años de 1905 a 1917, Plejánov se reveló como un semidoctrinario y un semifilisteo que en política marchaba a la zaga de la burguesía.
Hemos visto cómo Marx y Engels, polemizando con los anarquistas, aclaraban muy escrupulosamente sus puntos de vista acerca de la actitud de la revolución hacia el Estado. Al editar en 1891 la «Crítica del programa de Gotha», de Marx, Engels escribió: «Nosotros –es decir, Engels y Marx– nos encontrábamos entonces –pasados apenas dos años desde el Congreso de La Haya de la Primera Internacional [11]– en pleno apogeo de la lucha contra Bakunin y sus anarquistas».
En efecto, los anarquistas intentaban reivindicar como «suya», por decirlo así, la Comuna de París, como una confirmación de su doctrina, sin comprender, en absoluto, las enseñanzas de la Comuna y el análisis de estas enseñanzas hecho por Marx. El anarquismo no ha aportado nada que se acerque siquiera a la verdad en punto a estas cuestiones políticas concretas: ¿hay que destruir la vieja máquina del Estado? ¿Y con qué sustituirla?
Pero hablar de «anarquismo y socialismo», eludiendo toda la cuestión acerca del Estado, no advirtiendo todo el desarrollo del marxismo antes y después de la Comuna, significaba inevitablemente deslizarse hacia el oportunismo pues no hay nada, precisamente, que tanto interese al oportunismo como el no plantear en modo alguno las dos cuestiones que acabamos de señalar. Esto es ya una victoria del oportunismo.
La polémica de Kautsky con los oportunistas
Al ruso se ha traducido, sin duda alguna, una cantidad incomparablemente mayor de obras de Kautsky que a ningún otro idioma. No en vano algunos socialdemócratas alemanes bromean diciendo que a Kautsky se le lee más en Rusia que en Alemania –dicho sea entre paréntesis: esta broma encierra un sentido histórico más profundo de lo que sospechan sus autores. Los obreros rusos, que en 1905 sentían una apetencia extraordinariamente grande, nunca vista, por las mejores obras de la mejor literatura socialdemócrata del mundo, y a quienes se suministró una cantidad jamás vista en otros países de traducciones y ediciones de estas obras, trasplantaban, por decirlo así, con ritmo acelerado, al terreno joven de nuestro movimiento proletario la formidable experiencia del país vecino, más adelantado–.
A Kautsky se le conoce especialmente entre nosotros, aparte de por su exposición popular del marxismo, por su polémica contra los oportunistas, a la cabeza de los cuales figuraba Bernstein. Lo que apenas se conoce es un hecho que no puede silenciarse cuando se propone uno la tarea de investigar cómo Kautsky ha caído en esa confusión y en esa defensa increíblemente vergonzosa del socialchovinismo durante la profundísima crisis de los años 1914-1915. Es, precisamente, el hecho de que antes de enfrentarse contra los más destacados representantes del oportunismo en Francia –Millerand y Jaurés– y en Alemania –Bernstein–, Kautsky dio pruebas de grandísimas vacilaciones. La revista marxista «Sariá» [12], que se editó en Stuttgart en 1901-1902 y que defendía las concepciones revolucionario-proletarias, se vio obligada a polemizar con Kautsky y a calificar de «elástica» la resolución presentada por él en el Congreso socialista internacional de París en el año 1900 [13], resolución evasiva, que se quedaba a mitad de camino y adoptaba ante los oportunistas una actitud conciliadora. Y en alemán han sido publicadas cartas de Kautsky que revelan las vacilaciones no menores que le asaltaron antes de lanzarse a la campaña contra Bernstein.
Pero aun encierra una significación mucho mayor la circunstancia de que en su misma polémica con los oportunistas, en su planteamiento de la cuestión y en su modo de tratarla, advertimos hoy, cuando estudiamos la historia de la más reciente traición contra el marxismo cometida por Kautsky, una propensión sistemática al oportunismo en lo que toca precisamente a la cuestión del Estado.
Tomemos la primera obra importante de Kautsky contra el oportunismo, su libro: «Bernstein y el programa socialdemócrata». Kautsky refuta con todo detalle a Bernstein. Pero he aquí una cosa característica. En sus herostráticamente célebres «Premisas del socialismo», Bernstein acusa al marxismo de «blanquismo» –acusación que desde entonces para acá han venido repitiendo miles de veces los oportunistas y los burgueses liberales en Rusia contra los representantes del marxismo revolucionario, los bolcheviques–. Aquí Bernstein se detiene especialmente en «La guerra civil en Francia», de Marx, e intenta –muy poco afortunadamente, como hemos visto– identificar el punto de vista de Marx sobre las enseñanzas de la Comuna con el punto de vista de Proudhon. Bernstein consagra una atención especial a aquella conclusión de Marx que éste subrayó en su prólogo de 1872 al «Manifiesto Comunista» y que dice así: «La clase obrera no puede limitarse a tomar simplemente posesión de la máquina estatal existente y a ponerla en marcha para sus propios fines».
A Bernstein le «gustó» tanto esta sentencia, que la repitió nada menos que tres veces en su libro, interpretándola en el sentido más tergiversado y oportunista.
Marx quiere decir, como hemos visto, que la clase obrera debe destruir, romper, hacer saltar –Sprengung: hacer estallar, es la expresión que emplea Engels– toda la máquina del Estado. Pues bien: Bernstein presenta la cosa como si Marx precaviese a la clase obrera, con estas palabras, contra el revolucionarismo excesivo en la conquista del poder.
No cabe imaginarse un falseamiento más grosero ni más escandaloso del pensamiento de Marx.
Ahora bien, ¿qué hizo Kautsky en su minuciosa refutación de la bernsteiniada?
Rehuyó el analizar en toda su profundidad la tergiversación del marxismo por el oportunismo en este punto. Adujo el pasaje, citado por nosotros más arriba, del prólogo de Engels a «La guerra civil» de Marx, diciendo que, según éste, la clase obrera no puede tomar simplemente posesión de la máquina del Estado existente, pero que en general si puede tomar posesión de ella, y nada más. Kautsky no dice ni una palabra de que Bernstein atribuye a Marx exactamente lo contrario del verdadero pensamiento de éste, ni dice que, desde 1852, Marx destacó como misión de la revolución proletaria el «destruir» la máquina del Estado.
¡Resulta, pues, que en Kautsky quedaba esfumada la diferencia más esencial entre el marxismo y el oportunismo en punto a la cuestión de las tareas de la revolución proletaria!
«La solución de la cuestión acerca del problema de la dictadura proletaria es cosa que podemos dejar con completa tranquilidad al porvenir». (Karl Kautsky; «Bernstein y el programa socialdemócrata», 1899)
Esto no es una polémica contra Bernstein, sino que es, en el fondo, una concesión hecha a éste, una entrega de posiciones al oportunismo, pues, por el momento, nada hay que tanto interese a los oportunistas como el «dejar con completa tranquilidad al porvenir» todas las cuestiones cardinales sobre las tareas de la revolución proletaria.
Desde 1852 hasta 1891, a lo largo de cuarenta años, Marx y Engels enseñaron al proletariado que debía destruir la máquina del Estado. Pero Kautsky, en 1899, ante la traición completa de los oportunistas contra el marxismo en este punto, sustituye la cuestión de si es necesario destruir o no esta máquina por la cuestión de las formas concretas que ha de revestir la destrucción, y va a refugiarse bajo las alas de la verdad filistea «indiscutible» –y estéril– ¡de que estas formas concretas no podemos conocerlas de antemano!
Entre Marx y Kautsky media un abismo, en su actitud ante la tarea del partido proletario de preparar a la clase obrera para la revolución.
Tomemos una obra posterior, más madura, de Kautsky consagrada también en gran parte a refutar los errores del oportunismo: su folleto «La revolución social». El autor toma aquí como tema especial la cuestión de la «revolución proletaria» y del «régimen proletario». El autor nos suministra muchas cosas muy valiosas, pero soslaya precisamente la cuestión del Estado. En este folleto se habla constantemente de la conquista del poder del Estado, y sólo de esto; es decir, se elige una fórmula que es una concesión hecha al oportunismo, toda vez que éste admite la conquista del poder sin destruir la máquina del Estado. Precisamente aquello que en 1872 Marx consideraba como «anticuado» en el programa del «Manifiesto Comunista» es lo que Kautsky resucita en 1902.
En ese folleto se consagra un apartado especial a las «formas y armas de la revolución social». Aquí se habla de la huelga política de masas, de la guerra civil, de esos «medios de fuerza del gran Estado moderno que son la burocracia y el ejército», pero no se dice ni una palabra de lo que ya enseñó a los obreros la Comuna. Evidentemente, Engels sabía lo que hacía cuando prevenía, especialmente a los socialistas alemanes, contra la «veneración supersticiosa» del Estado.
Kautsky presenta la cosa así: el proletariado triunfante «convertirá en realidad el programa democrático», y expone los puntos de éste. Ni una palabra se nos dice acerca de lo que el año 1871 aportó como nuevo en punto a la cuestión de la sustitución de la democracia burguesa por la democracia proletaria. Kautsky se contenta con banalidades tan «sólidamente» sonoras como ésta:
«Es de por sí evidente que no alcanzaremos la dominación bajo las condiciones actuales. La misma revolución presupone largas y profundas luchas que cambiarán ya nuestra actual estructura política y social». (Karl Kautsky; «Bernstein y el programa socialdemócrata», 1899)
No hay duda de que esto es algo «de por sí evidente», tan «evidente» como la verdad de que los caballos comen avena y de que el Volga desemboca en el mar Caspio. Sólo es de lamentar que con frases vacuas y ampulosas sobre las «profundas» luchas se eluda la cuestión vital para el proletariado revolucionario, de saber en qué se revela la «profundidad» de su revolución respecto al Estado, respecto a la democracia, a diferencia de las revoluciones anteriores, de las revoluciones no proletarias.
Al eludir esta cuestión, Kautsky de hecho hace una concesión, en un punto tan esencial como éste, al oportunismo, al que había declarado una guerra tan terrible de palabra, subrayando la importancia de la «idea de la revolución» –pero ¿vale algo esta «idea», cuando se teme hacer entre los obreros propaganda de las enseñanzas concretas de la revolución?–, o diciendo: «el idealismo revolucionario, ante todo», o manifestando que los obreros ingleses no son ahora «apenas más que pequeñoburgueses».
«En una sociedad socialista pueden coexistir las más diversas formas de empresas: la burocrática, la tradeunionista, la cooperativa, la individual. Hay, por ejemplo, empresas que no pueden desenvolverse sin una organización burocrática como ocurre con los ferrocarriles. Aquí la organización democrática puede revestir la forma siguiente: los obreros eligen delegados, que constituyen una especie de parlamento llamado a establecer el régimen de trabajo y a fiscalizar la administración del aparato burocrático. Otras empresas pueden entregarse a la administración de los sindicatos; otras, en fin, pueden ser organizadas sobre el principio del cooperativismo». (Karl Kautsky; «Bernstein y el programa socialdemócrata», 1899)
Estas consideraciones son falsas y representan un retroceso respecto a lo expuesto por Marx y Engels en la década del 70, sobre el ejemplo de las enseñanzas de la Comuna.
Desde el punto de vista de la pretendida necesidad de una organización «burocrática», los ferrocarriles no se distinguen absolutamente en nada de todas las empresas de la gran industria mecánica en general, de cualquier fábrica, de un gran almacén, de las grandes empresas agrícolas capitalistas. En todas las empresas de esta índole, la técnica impone incondicionalmente una disciplina rigurosísima, la mayor puntualidad en la ejecución del trabajo asignado a cada uno, a riesgo de paralizar toda la empresa o de deteriorar el mecanismo o los productos. En todas estas empresas, los obreros procederán, naturalmente, a «elegir delegados, que constituirán una especie de parlamento».
Pero todo el quid del asunto está precisamente en que esta «especie de parlamento» no será un parlamento en el sentido de las instituciones parlamentarias burguesas. Todo el quid del asunto está en que esta «especie de parlamento» no se limitará a «establecer el régimen de trabajo y a fiscalizar la administración del aparato burocrático», como se figura Kautsky, cuyo pensamiento no se sale del marco del parlamentarismo burgués. En la sociedad socialista, esta «especie de parlamento» de diputados obreros tendrá como misión, naturalmente, «establecer el régimen de trabajo y fiscalizar la administración» del «aparato», pero este aparato no será un aparato «burocrático». Los obreros, después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo desmontarán hasta en sus cimientos, no dejarán de el piedra sobre piedra, lo sustituirán por otro nuevo, formado por los mismos obreros y empleados, contra cuya transformación en burócratas serán tomadas inmediatamente las medidas analizadas con todo detalle por Marx y Engels:
1) No sólo elegibilidad, sino amovilidad en todo momento;
2) sueldo no superior al salario de un obrero;
3) se pasará inmediatamente a que todos desempeñen funciones de control y de inspección, a que todos sean «burócratas» durante algún tiempo, para que, de este modo, nadie pueda convertirse en «burócrata».
Kautsky no se paró, en absoluto, a meditar las palabras de Marx: «la Comuna era, no una corporación parlamentaria, sino una corporación de trabajo, que dictaba leyes y al mismo tiempo las ejecutaba».
Kautsky no comprendió, en absoluto, la diferencia entre el parlamentarismo burgués, que asocia la democracia –no para el pueblo– al burocratismo –contra el pueblo–, y el democratismo proletario, que toma inmediatamente medidas para cortar de raíz el burocratismo y que estará en condiciones de llevar estas medidas hasta el final, hasta la completa destrucción del burocratismo, hasta la implantación completa de la democracia para el pueblo.
Kautsky revela aquí la misma «veneración supersticiosa» hacia el Estado, la misma «fe supersticiosa» en el burocratismo.
Pasemos a la última y la mejor obra de Kautsky contra los oportunistas, a su folleto titulado «El camino del poder» –inédita, según creemos, en Rusia, ya que se publicó en pleno apogeo de la reacción en nuestro país, en 1909–. Este folleto representa un gran paso adelante, ya que en él no se habla de un programa revolucionario en general, como en el folleto de 1899 contra Bernstein, no se habla de las tareas de la revolución social, desglosándolas del momento en que ésta estalla, como en el folleto «La revolución social», de 1902, sino de las condiciones concretas que nos obligan a reconocer que comienza la «era de las revoluciones».
En este folleto, el autor señala de un modo definido la agudización de las contradicciones de clase en general y el imperialismo, que desempeña un papel singularmente grande en este sentido. Después del «período revolucionario de 1789 a 1871» en la Europa occidental, por el año 1905 comienza un período análogo para el Oriente. La guerra mundial se avecina con amenazante celeridad. «El proletariado no puede hablar ya de una revolución prematura»:
«Hemos entrado en un período revolucionario. La era revolucionaria comienza». (Karl Kautsky; «El camino del poder», 1909)
Estas manifestaciones son absolutamente claras. Este folleto de Kautsky debe servir de medida para comparar lo que la socialdemocracia alemana prometía ser antes de la guerra imperialista y lo bajo que cayó –sin excluir al mismo Kautsky– al estallar la guerra:
«La situación actual encierra el peligro de que a nosotros –es decir, a la socialdemocracia alemana– se nos pueda tomar fácilmente por más moderados de lo que somos en realidad». (Karl Kautsky; «El camino del poder», 1909)
¡En realidad, el partido socialdemócrata alemán resultó ser incomparablemente más moderado y más oportunista de lo que parecía!
Ante estas manifestaciones tan definidas de Kautsky a propósito de la era ya iniciada de las revoluciones, es tanto más característico que, en un folleto consagrado según sus propias palabras a analizar precisamente la cuestión de la «revolución política», se eluda absolutamente una vez más la cuestión del Estado.
De la suma de estas omisiones de la cuestión, de estos silencios y de estas evasivas, resultó inevitablemente ese paso completo al oportunismo del que hablaremos en seguida.
Es como si la socialdemocracia alemana, en la persona de Kautsky, declarase: Mantengo mis concepciones revolucionarias en 1899. Reconozco, en particular, el carácter inevitable de la revolución social del proletariado en 1902. Reconozco que ha comenzado la nueva era de las revoluciones en 1909. Pero, a pesar de todo esto, retrocedo con respecto a lo que dijo Marx ya en 1852, tan pronto como se plantea la cuestión de las tareas de la revolución proletaria en relación con el Estado en 1912.
Así, en efecto, se planteó de un modo tajante la cuestión en la polémica de Kautsky con Pannekoek.
La polémica de Kautsky con Pannekoek
Pannekoek se levantó contra Kautsky como uno de los representantes de aquella tendencia «radical de izquierda» que contaba en sus filas a Rosa Luxemburgo, a Rádek y a otros, y que, defendiendo la táctica revolucionaria, abrigaban unánimemente la convicción de que Kautsky se pasaba a la posición del «centro», el cual, vuelto de espaldas a los principios, vacilaba entre el marxismo y el oportunismo. Que esta apreciación era exacta vino a demostrarlo plenamente la guerra, cuando la corriente del «centro» –erróneamente denominada marxista– o del «kautskismo» se reveló en toda su repugnante miseria.
En el artículo «Las acciones de masas y la revolución» en el que se toca la cuestión del Estado, Pannekoek caracterizaba la posición de Kautsky como una posición de «radicalismo pasivo», como la «teoría de esperar sin actuar. Kautsky no quiere ver el proceso de la revolución». Planteando la cuestión en estos términos, Pannekoek abordaba el tema que nos interesa aquí, o sea el de las tareas de la revolución proletaria respecto al Estado:
«La lucha del proletariado no es sencillamente una lucha contra la burguesía por el poder del Estado, sino una lucha contra el poder del Estado. El contenido de la revolución proletaria es la destrucción y eliminación de los medios de fuerza del Estado por los medios de fuerza del proletariado. (…) La lucha cesa únicamente cuando se produce, como resultado final, la destrucción completa de la organización estatal. La organización de la mayoría demuestra su superioridad al destruir la organización de la minoría dominante». (Anton Pannekoek; «Las acciones de masas y la revolución», 1912)
La formulación que da a sus pensamientos Pannekoek adolece de defectos muy grandes. Pero, a pesar de todo, la idea está clara, y es interesante ver cómo Kautsky la refuta:
«Hasta aquí la diferencia entre los socialdemócratas y los anarquistas consistía en que los primeros quieran conquistar el poder del Estado, y los segundos, destruirlo. Pannekoek quiere las dos cosas». (Karl Kautsky; «Artículo de crítica a Pannekoek», 1912)
Si en Pannekoek la exposición adolece de falta de claridad y no es lo bastante concreta –para no hablar aquí de otros defectos de su artículo, que no interesan al tema de que tratamos–, Kautsky, en cambio, toma precisamente la esencia de principio de la cuestión sugerida por Pannekoek y en esta cuestión cardinal y de principio Kautsky abandona enteramente la posición del marxismo y se pasa con armas y bagajes al oportunismo. La diferencia entre los socialdemócratas y los anarquistas aparece definida en él de un modo completamente falso, y el marxismo se ve definitivamente tergiversado y envilecido.
La diferencia entre los marxistas y los anarquistas consiste en lo siguiente:
1) En que los primeros, proponiéndose como fin la destrucción completa del Estado, reconocen que este fin sólo puede alcanzarse después que la revolución socialista haya destruido las clases, como resultado de la instauración del socialismo, que conduce a la extinción del Estado; mientras que los segundos quieren destruir completamente el Estado de la noche a la mañana, sin comprender las condiciones bajo las que puede lograrse esta destrucción.
2) En que los primeros reconocen la necesidad de que el proletariado, después de conquistar el poder político, destruya completamente la vieja máquina del Estado, sustituyéndola por otra nueva, formada por la organización de los obreros armados, según el tipo de la Comuna; mientras que los segundos, abogando por la destrucción de la máquina del Estado, tienen una idea absolutamente confusa respecto al punto de con qué ha de sustituir esa máquina el proletariado y cómo éste ha de emplear el poder revolucionario; los anarquistas niegan incluso el empleo del poder estatal por el proletariado revolucionario, su dictadura revolucionaria.
3) En que los primeros exigen que el proletariado se prepare para la revolución utilizando el Estado moderno, mientras que los anarquistas niegan esto.
En esta controversia, es precisamente Pannekoek quien representa al marxismo contra Kautsky, pues precisamente Marx nos enseñó que el proletariado no puede limitarse sencillamente a conquistar el poder del Estado, en el sentido de pasar a nuevas manos el viejo aparato estatal, sino que debe destruir, romper este aparato y sustituirlo por otro nuevo.
Kautsky se pasa del marxismo al oportunismo, pues en él desaparece en absoluto precisamente esta destrucción de la máquina del Estado, completamente inaceptable para los oportunistas, y se les deja a éstos un portillo abierto, en el sentido de interpretar la «conquista» como una simple adquisición de la mayoría.
Para encubrir su tergiversación del marxismo, Kautsky procede como un buen exégeta de los evangelios: nos dispara una «cita» del propio Marx. En 1850 Marx había escrito acerca de la necesidad de una «resuelta centralización de la fuerza en manos del poder del Estado». Y Kautsky pregunta, triunfal: ¿Acaso pretende Pannekoek destruir el «centralismo»?
Este es ya, sencillamente, un juego de manos, parecido a la identificación que hace Bernstein del marxismo y del proudhonismo en sus puntos de vista sobre el federalismo que él opone al centralismo.
La «cita» tomada por Kautsky es totalmente inadecuada al caso. El centralismo cabe tanto en la vieja como en la nueva máquina del Estado. Si los obreros unen voluntariamente sus fuerzas armadas, esto será centralismo, pero un centralismo basado en la «completa destrucción» del aparato centralista del Estado, del ejército permanente, de la policía, de la burocracia. Kautsky se comporta en absoluto como un estafador, al eludir los pasajes perfectamente conocidos de Marx y Engels sobre la Comuna y destacando una cita que no guarda ninguna relación con el asunto.
«¿Acaso quiere Pannekoek abolir las funciones estatales de los funcionarios? Pero ni en el partido ni en los sindicatos, y no digamos en la administración pública, podemos prescindir de funcionarios. Nuestro programa no pide la supresión de los funcionarios del Estado, sino la elección de los funcionarios por el pueblo. De lo que en esta discusión se trata no es de saber qué estructura presentará el aparato administrativo del «Estado del porvenir», sino de saber si nuestra lucha política destruirá el poder del Estado antes de haberlo conquistado nosotros. ¿Qué ministerio, con sus funcionarios, podría suprimirse?» Y se enumeran los ministerios de Instrucción, de Justicia, de Hacienda, de Guerra. «No, con nuestra lucha política contra el gobierno no eliminaremos ninguno de los actuales ministerios. Lo repito, para prevenir equívocos: aquí no se trata de la forma que dará al «Estado del porvenir» la socialdemocracia triunfante, sino de la que quiere dar al Estado actual nuestra oposición». («Artículo de crítica a Pannekoek», 1912)
Esto es una superchería manifiesta. Pannekoek había planteado precisamente la cuestión de la revolución. Así se dice con toda claridad en el título de su artículo y en los pasajes citados. Al saltar a la cuestión de la «oposición», Kautsky suplanta precisamente el punto de vista revolucionario por el punto de vista oportunista. La cosa aparece, en él, planteada así: ahora estamos en la oposición; después de la conquista del poder, ya veremos. ¡La revolución desaparece! Esto era precisamente lo que exigían los oportunistas.
Aquí no se trata de la oposición ni de la lucha política en general, sino precisamente de la revolución. La revolución consiste en que el proletariado destruye el «aparato administrativo» y todo el aparato del Estado, sustituyéndolo por otro nuevo, formado por los obreros armados. Kautsky revela una «veneración supersticiosa» de los «ministerios», pero ¿por qué estos ministerios no han de poder sustituirse, supongamos, por comisiones de especialistas adjuntas a los Soviets soberanos y todopoderosos de Diputados Obreros y Soldados?
La esencia de la cuestión no está, ni mucho menos, en saber si han de seguir los «ministerios» o si ha de haber «comisiones de especialistas» o cualesquiera otras instituciones; esto es completamente secundario. La esencia de la cuestión está en si se mantiene la vieja máquina del Estado –enlazada por miles de hilos a la burguesía y empapada hasta el tuétano de rutina y de inercia–, o si se la destruye, sustituyéndola por otra nueva. La revolución debe consistir, no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino en que destruya esta máquina y mande, gobierne con ayuda de otra nueva: este pensamiento fundamental del marxismo se esfuma en Kautsky, o bien éste no lo ha comprendido en absoluto.
La pregunta que hace a propósito de los funcionarios demuestra palpablemente que no ha comprendido las enseñanzas de la Comuna, ni la doctrina de Marx. «Ni en el partido ni en los sindicatos podemos prescindir de funcionarios»...
No podemos prescindir de funcionarios bajo el capitalismo, bajo la dominación de la burguesía. El proletariado está oprimido, las masas trabajadoras están esclavizadas por el capitalismo. Bajo el capitalismo, la democracia se ve coartada, cohibida, truncada, mutilada por todo el ambiente de la esclavitud asalariada, por la penuria y la miseria de las masas. Por esto, y solamente por esto, los funcionarios de nuestras organizaciones políticas y sindicales se corrompen –o, para decirlo más exactamente, tienden a corromperse– bajo el ambiente del capitalismo y muestran la tendencia a convertirse en burócratas, es decir, en personas privilegiadas, divorciadas de las masas, situadas por encima de las masas.
En esto reside la esencia del burocratismo, y mientras los capitalistas no sean expropiados, mientras no se derribe a la burguesía, será inevitable una cierta «burocratización» incluso de los funcionarios proletarios.
Kautsky presenta la cosa así: puesto que sigue habiendo funcionarios electivos, esto quiere decir que bajo el socialismo sigue habiendo también burócratas, que sigue habiendo burocracia! Y esto es precisamente lo que es falso. Precisamente sobre el ejemplo de la Comuna, Marx puso de manifiesto que bajo el socialismo los funcionarios dejan de ser «burócratas», dejan de ser «funcionarios», dejan de serlo a medida que se implanta, además de la elegibilidad, la amovilidad en todo momento, y, además de esto, los sueldos equiparados al salario medio de un obrero, y, además de esto, la sustitución de las instituciones parlamentarias por «instituciones de trabajo, es decir, que dictan leyes y las ejecutan».
En el fondo, toda la argumentación de Kautsky contra Pannekoek, y especialmente su notable argumento de que tampoco en las organizaciones sindicales y del partido podemos prescindir de funcionarios, revelan la repetición por parte de Kautsky de los viejos «argumentos» de Bernstein contra el marxismo en general. En su libro de renegado «Las premisas del socialismo», Bernstein combate las ideas de la democracia «primitiva», lo que él llama «democratismo doctrinario»: mandatos imperativos, funcionarios sin sueldo, una representación central impotente, etc. Como prueba de que este democratismo «primitivo» es inconsistente, Bernstein se refiere a la experiencia de las tradeuniones inglesas, en la interpretación de los esposos Webb. Según ellos, en los setenta años que llevan de existencia, las tradeuniones, que se han desarrollado, a su decir, «en completa libertad» –página 137 de la edición alemana–, se han convencido precisamente de la inutilidad del democratismo primitivo y han sustituido éste por el democratismo corriente: por el parlamentarismo, combinado con el burocratismo.
En realidad, las tradeuniones no se han desarrollado «en completa libertad», sino en completa esclavitud capitalista, bajo la cual es lógico que «no pueda prescindirse» de una serie de concesiones a los males imperantes, a la violencia, a la falsedad, a la exclusión de los pobres de los asuntos de la «alta» administración. Bajo el socialismo, revive inevitablemente mucho de la democracia «primitiva», pues por primera vez en la historia de las sociedades civilizadas la masa de la población se eleva para intervenir por cuenta propia no sólo en votaciones y en elecciones, sino también en la labor diaria de la administración. Bajo el socialismo, todos intervendrán por turno en la dirección y se habituarán rápidamente a que ninguno dirija.
Con su genial inteligencia crítico-analítica, Marx vio en las medidas prácticas de la Comuna aquel viraje que temen y no quieren reconocer los oportunistas por cobardía, por no querer romper irrevocablemente con la burguesía, y que los anarquistas no quieren ver, o por precipitación o por incomprensión de las condiciones en que se producen las transformaciones sociales de masas en general, «No hay ni que pensar en destruir la vieja máquina del Estado, pues ¿cómo vamos a arreglárnoslas sin ministerios y sin burócratas?», razona el oportunista, infestado de filisteísmo hasta el tuétano y que, en el fondo no sólo no cree en la revolución, en la capacidad creadora de la revolución, sino que la teme como a la muerte –como la temen nuestros mencheviques y socialrevolucionarios–.
«Sólo hay que pensar en destruir la vieja máquina del Estado, no hay por qué ahondar en las enseñanzas concretas de las anteriores revoluciones proletarias ni analizar con qué y cómo sustituir lo destruido», razonan los anarquistas –los mejores anarquistas, naturalmente, no los que van a la zaga de la burguesía tras los señores Kropotkin y Cía. –; de donde resulta, en los anarquistas, la táctica de la desesperación, y no la táctica de una labor revolucionaria sobre objetivos concretos, implacable y audaz, y que al mismo tiempo, tenga en cuenta las condiciones prácticas del movimiento de masas.
Marx nos enseña a evitar ambos errores, nos enseña a ser de una intrepidez sin límites en la destrucción de toda la vieja máquina del Estado, pero al mismo tiempo nos enseña a plantear la cuestión de un modo concreto: la Comuna pudo en unas cuantas semanas comenzar a construir una nueva máquina, una máquina proletaria de Estado, implantando de este modo las medidas señaladas para ampliar el democratismo y desarraigar el burocratismo. Aprendamos de los comuneros la intrepidez revolucionaria, veamos en sus medidas prácticas un esbozo de las medidas prácticamente urgentes e inmediatamente aplicables, y entonces, siguiendo este camino, llegaremos a la destrucción completa del burocratismo.
La posibilidad de esta destrucción está garantizada por el hecho de que el socialismo reduce la jornada de trabajo, eleva a las masas a una nueva vida, coloca a la mayoría de la población en condiciones que permiten a todos, sin excepción, ejercer las «funciones del Estado», y esto conduce a la extinción completa de todo Estado en general.
«La tarea de la huelga general no puede ser nunca la de destruir el poder del Estado, sino simplemente la de obligar a un gobierno a ceder en un determinado punto o la de sustituir un gobierno hostil al proletariado por otro dispuesto a hacerle concesiones. Pero jamás, ni en modo alguno, puede esto conducir a la destrucción del poder del Estado, sino pura y simplemente a un cierto desplazamiento de la relación de fuerzas dentro del poder del Estado. Y la meta de nuestra lucha política sigue siendo, con esto, la que ha sido hasta aquí: conquistar el poder del Estado ganando la mayoría en el parlamento y hacer del parlamento el dueño del gobierno». («Artículo de crítica a Pannekoek», 1912)
Esto es ya el más puro y el más vil oportunismo, es ya renunciar de hecho a la revolución acatándola de palabra. El pensamiento de Kautsky no va más allá de «un gobierno dispuesto a hacer concesiones al proletariado», lo que significa un paso atrás hacia el filisteísmo, en comparación con el año 1847, en que el «Manifiesto Comunista» proclamaba la «organización del proletariado en clase dominante».
Kautsky tendrá que realizar la «unidad», tan preferida por él, con los Scheidemann, los Plejánov, los Vandervelde, todos los cuales están de acuerdo en luchar por un gobierno «dispuesto a hacer concesiones al proletariado».
Pero nosotros iremos a la ruptura con estos traidores al socialismo y lucharemos por la destrucción de toda la vieja máquina del Estado, para que el mismo proletariado armado sea el gobierno. Son «dos cosas muy distintas».
Kautsky quedará en la grata compañía de los Legien y los David, los Plejánov, los Potresov, los Tsereteli y los Chernov, que están completamente de acuerdo en luchar por «un desplazamiento de la relación de fuerzas dentro del poder del Estado», por «ganar la mayoría en el parlamento y hacer del parlamento el dueño del gobierno», nobilísimo fin en el que todo es aceptable para los oportunistas, todo permanece en el marco de la república parlamentaria burguesa. Pero nosotros iremos a la ruptura con los oportunistas; y todo el proletariado consciente estará con nosotros en la lucha, no por «el desplazamiento de la relación de fuerzas», sino por el derrocamiento de la burguesía, por la destrucción del parlamentarismo burgués, por una República democrática del tipo de la Comuna o una República de los Soviets de Diputados Obreros y Soldados, por la dictadura revolucionaria del proletariado.
* * *
Más a la derecha que Kautsky están situadas, en el socialismo internacional, corrientes como la de los «Cuadernos mensuales socialistas» [14] en Alemania Legien, David, Kolb y muchos otros, incluyendo a los escandinavos Stauning y Branting, los jauresistas y Vandervelde en Francia y Bélgica, Turati, Treves y otros representantes del ala derecha del partido italiano, los fabianos y los «independientes» –«Partido Laborista Independiente», que en realidad ha estado siempre bajo la dependencia de los liberales– en Inglaterra [15], etc. Todos estos señores, que desempeñan un papel enorme, no pocas veces predominante, en la labor parlamentaria y en la labor publicitaria del partido, niegan francamente la dictadura del proletariado y practican un oportunismo descarado. Para estos señores, la «dictadura» del proletariado ¡«contradice» la democracia! No se distinguen sustancialmente en nada serio de los demócratas pequeñoburgueses.
Si tenemos en cuenta esta circunstancia, tenemos derecho a llegar a la conclusión de que la Segunda Internacional, en la aplastante mayoría de sus representantes ofíciales, ha caído de lleno en el oportunismo. La experiencia de la Comuna no ha sido solamente olvidada, sino tergiversada. No sólo no se inculcó a las masas obreras que se acerca el día en que deberán levantarse y destruir la vieja máquina del Estado, sustituyéndola por una nueva y convirtiendo así su dominación política en base para la transformación socialista de la sociedad, sino que se les inculcó todo lo contrario y se presentó la «conquista del poder» de tal modo, que se dejaban miles de portillos abiertos al oportunismo.
La tergiversación y el silenciamiento de la cuestión de la actitud de la revolución proletaria hacia el Estado no podían por menos de desempeñar un enorme papel en el momento en que los Estados, con su aparato militar reforzado a consecuencia de la rivalidad imperialista, se convertían en monstruos guerreros, que devoraban a millones de hombres para dirimir el litigio de quién había de dominar el mundo: sí Inglaterra o Alemania, si uno u otro capital financiero[El manuscrito continúa].
«VII
La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917
El tema indicado en el título de este capítulo es tan enormemente vasto, que sobre él podrían y deberían escribirse tomos enteros. En este folleto, habremos de limitarnos, como es lógico, a las enseñanzas más importantes de la experiencia que guardan una relación directa con las tareas del proletariado en la revolución con respecto al poder del Estado. –Aquí se interrumpe el manuscrito–.»
Palabras finales a la primera edición
Este folleto fue escrito en los meses de agosto y septiembre de 1917. Tenía ya trazado el plan del capítulo siguiente, del VII: «La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917». Pero, fuera del título, no me fue posible escribir ni una sola línea de este capítulo: vino a «estorbarme» la crisis política, la víspera de la Revolución de Octubre de 1917. De «estorbos» así no tiene uno más que alegrarse. Pero la redacción de la segunda parte del folleto –dedicada a «La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917»– habrá que aplazarla seguramente por mucho tiempo; es más agradable y más provechoso vivir la «experiencia de la revolución» que escribir acerca de ella.
El Autor
Petrogrado, 30 de noviembre de 1917.
Notas de la edición
[1] Lenin escribió «El Estado y la Revolución» en la clandestinidad, en agosto y septiembre de 1917. La idea de la necesidad de elaborar teóricamente el problema del Estado fue expresada por Lenin en la segunda mitad de 1916. Por aquel entonces escribió el artículo «La Internacional Juvenil», donde criticó la posición antimarxista de Bujarin acerca del Estado y prometió escribir un extenso artículo sobre la actitud del marxismo en lo referente a este problema. En una carta fechada el 17 de febrero de 1917, Lenin notificaba a Aleksandra Kolontái que tenía casi preparado el material al respecto. Lo había escrito con letra menuda y apretada en un cuaderno de tapas azules al que había puesto un título: El marxismo y el Estado. Contenía el cuaderno una recopilación de citas de obras de Carlos Marx y Federico Engels, así como pasajes de libros de Kautsky, Pannekoek y Bernstein con observaciones críticas, conclusiones y juicios de Lenin.
Según el plan trazado por su autor, «El Estado y la Revolución» debía constar de siete capítulos, pero Lenin no escribió el séptimo, titulado «La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917». Se conserva tan sólo un plan detallado de este capítulo. Respecto a la publicación del libro, Lenin escribió al editor una nota diciéndole que «si tardaba demasiado en terminar el capítulo en cuestión, el VII, o si éste le salía más extenso de la cuenta, habría que sacar a la luz los primeros seis capítulos como primera parte».
En la primera página del manuscrito, el autor ocultaba su nombre bajo el seudónimo de F. F. Ivanovski, al que recurrió Lenin para evitar que el Gobierno Provisional mandase recoger el libro. Pero éste se publicó tan sólo en 1918, razón por la cual desapareció la necesidad del seudónimo.
La segunda edición, con el nuevo apartado: Cómo planteaba Marx la cuestión en 1852, añadido por Lenin al capítulo segundo, apareció en 1919.
[2] Fabianos: Miembros de la Sociedad Fabiana, reformista y ultraoportunista, fundada en Inglaterra por un grupo de intelectuales burgueses en 1884. Su denominación está inspirada en el nombre de Fabio Cunctator –«El Temporizador»–, caudillo militar romano, célebre por su táctica expectante, que rehuía los combates decisivos. Según dijo Lenin, la Sociedad Fabiana constituía «la expresión más acabada del oportunismo y de la política liberal obrera». Los fabianos distraían al proletariado de la lucha de clases y predicaban la posibilidad de la transición pacífica y gradual del capitalismo al socialismo por medio de las reformas. Durante la guerra imperialista mundial –de 1914 a 1918–, los fabianos tomaron las posiciones del socialchovinismo. V. I. Lenin caracteriza a los fabianos en su Prefacio a la traducción rusa del libro «Cartas de I. Becker, I. Dietzgen, F. Engels, K. Marx y otros a F. Sorge y otros», en «El programa agrario de la socialdemocracia en la revolución rusa», «El pacifismo inglés y la aversión inglesa a la teoría» y en algunas obras más.
[3] Véase: Karl Marx; «Crítica de programa de Gotha».
Programa de Gotha: Programa del Partido Socialista Obrero de Alemania, aprobado en el Congreso de Gotha en 1875, al unirse los dos partidos socialistas alemanes existentes hasta entonces: el de los eisenachianos y el de los lassalleanos. El programa era completamente oportunista, pues los eisenachianos cedieron en todas las cuestiones importantes ante los lassalleanos y admitieron las tesis de éstos. Marx y Engels sometieron el Programa de Gotha a una crítica demoledora.
[4] Die Neue Zeit –Tiempos nuevos–: Revista socialdemócrata alemana. Se publicó en Stuttgart de 1883 a 1923–.
Desde 1885 hasta 1895, Die Neue Zeit insertó algunos artículos de Federico Engels quien daba frecuentes indicaciones a la redacción de la revista y criticaba con acritud sus desviaciones del marxismo. A partir de la segunda mitad de la década del 90, después de la muerte de Engels, Die Neue Zeit comenzó a publicar regularmente artículos de elementos revisionistas. Durante la guerra imperialista mundial –de 1914 a 1918–, ocupó una posición centrista, kautskiana, apoyando a los socialchovinistas.
[5] Lenin se refiere al artículo de Karl Marx «El indiferentismo político» y al de Friedrich Engels «De la autoridad».
[6] El Programa de Erfurt de la socialdemocracia alemana se aprobó en octubre de 1891 en el Congreso de Erfurt, viniendo a sustituir al Programa de Gotha, aprobado en 1875. Los errores del Programa de Erfurt fueron criticados por Engels en su obra En torno a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891.
[7] Véase: Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; «Una cuestión de principio», Obras, t. XXIV.
[8] Se trata de la introducción de Friedrich Engels al libro de Karl Marx: «La Guerra Civil en Francia».
[9] «Temas internacionales del Estado popular».
[10] Lenin se refiere a Tugán-Baranovsky, un economista burgués ruso.
[11] Congreso de La Haya de la I Internacional: Se celebró del 2 al 7 de septiembre de 1872, asistiendo a él Marx y Engels. Los delegados fueron 65. El orden del día constaba de diversos puntos:
a) Las facultades del Consejo General;
b) La acción política del proletariado, etc.
Toda la labor del Congreso transcurrió en medio de una empeñada lucha contra los bakuninistas. Se adoptó una resolución ampliando las facultades del Consejo General. Respecto al punto «La acción política del proletariado», la resolución del Congreso estipulaba que el proletariado debía organizar su partido político propio para asegurar el triunfo de la revolución social y que su gran tarea pasaba a ser la conquista del poder político. En este Congreso, Bakunin y Guillaume fueron expulsados de la Internacional como desorganizadores y por haber fundado un nuevo partido, un partido antiproletario.
[12] Sariá –La Aurora–: Revista científica y política marxista. La editaba en 1901 y 1902 en Stuttgart la redacción del periódico Iskra. Salieron cuatro números. En Sariá se publicaron varios artículos de Lenin.
[13] Se trata del V Congreso Internacional Socialista de la II Internacional, celebrado del 23 al 27 de septiembre de 1900 en Paris. Asistieron 791 delegados. La delegación rusa se componía de 23 personas. Por lo que respecta al punto principal –la conquista del poder político por el proletariado–, el Congreso aprobó por mayoría la resolución «de conciliación con los oportunistas» propuesta por Kautsky, a la que alude Lenin. Entre otras cosas, se acordó fundar la Oficina Socialista Internacional integrada por representantes de los partidos socialistas de todos los países y un Secretariado con residencia en Bruselas.
[14] Cuadernos mensuales socialistas –Sozialistische Monatshefte–: Revista, órgano principal de la socialdemocracia oportunista alemana y uno de los órganos del oportunismo internacional. Durante la guerra imperialista mundial –1914 a 1918–, tomó las posiciones del socialchovinismo. Se publicó en Berlín desde 1897 hasta 1933. [pág.148]
[15] Partido Laborista Independiente de Inglaterra –Independent Labour Party–: Se fundó en 1893. Lo dirigían James Cair Hardie, Ramsay MacDonald y otros. Aunque pretendía ser políticamente independiente de los partidos burgueses, el Partido Laborista Independiente era en realidad, «independiente del socialismo y dependiente del liberalismo» –Lenin–. Al comienzo de la guerra imperialista mundial –de 1914 a 1918–, el Partido Laborista Independiente publicó un manifiesto contra la guerra –13 de agosto de 1914–. Posteriormente, en la Conferencia de los socialistas de los países de la Entente, celebrada en Londres en febrero de 1915, los independientes se adhirieron a la resolución socialchovinista allí aprobada. A partir de entonces, los líderes de los independientes, enmascarándose con frases pacifistas, ocuparon las posiciones del socialchovinismo. Después de fundarse la Internacional Comunista, en 1919, los líderes de este partido, bajo la presión de las masas radicalizadas del partido, acordaron abandonar la II Internacional. En 1921, los independientes ingresaron en la llamada Internacional 2 1/2 y, después de disgregarse ésta, se reincorporaron a la II Internacional.» (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la Revolución, 1917)
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