¿Mantuvo el PCE una postura pequeño burguesa respecto a la colectivización de la tierra?
¿Qué es lo que nos ofrecen aquí los representantes de la «Línea de la Reconstitución» (LR) respecto al siempre polémico tema de la guerra civil? Una vez más la «lucha de dos líneas» entre los neomaoístas ha reservado para la historia muchas sorpresas y giros inesperados, y de nuevo no nos han decepcionado sus jugosas conclusiones. Poco a poco se fue larvando en la LR una nueva postura tendiente a reproducir los mitos de la historiografía trotskista del siglo pasado, especialmente aquella dirigida hacia el Partido Comunista de España (PCE) y el periodo de la Guerra Civil Española (1936-39). El «balance» de los «reconstitucionalistas» bien podría haber sido firmado por los mismísimos Kean Loach o George Orwell. Vean:
«El PCE sacrificó toda medida revolucionaria aunque fuera promovida por la iniciativa espontánea de las masas: bloqueó la colectivización de la tierra −que en muchos casos era un deseo sincero de los campesinos, dejando que el anarquismo monopolizara y capitalizara la defensa de una medida intrínseca al marxismo−». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº9, 1996)
En la misma publicación los «reconstitucionalistas» se quejaban de que el PCE se hubiera prestado durante la guerra a:
«La defensa de la pequeña propiedad burguesa». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº9, 1996)
¡Vaya! ¿Habrían leído alguno estos burros la literatura marxista clásica en torno a la cuestión de la propiedad agraria y las diferentes capas sociales, como, por ejemplo, la obra polémica de Engels «El problema campesino en Francia y Alemania» (1894) o el grueso tomo de Karl Kautsky «La cuestión agraria» (1899)? En la primera de las obras mencionadas se decía: «Es tan evidente que cuando estemos en posesión del poder del Estado, ni siquiera pensaremos en expropiar a la fuerza a los pequeños campesinos −con o sin compensación−, como tendremos que hacer en el caso de los grandes terratenientes», por ende, «nuestra tarea relativa al pequeño campesino consiste, en primer lugar, en efectuar un tránsito de su empresa privada y propiedad privada a cooperativas, no por la fuerza sino a fuerza de ejemplo y de la prestación de asistencia social para este fin».
En todo caso, según esa caterva de sabios que anidan en la LR, ¿qué deberían haber hecho exactamente los revolucionarios españoles en 1936? ¿Aplaudir la colectivización forzosa, no solo de los medios de producción sino también de los objetos personales, que con tanto ahínco promovió la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la Federación Anarquista Ibérica (FAI)? ¿Consideran que era buena idea abolir la propiedad, herencia y el dinero de la noche a la mañana, señores bakuninistas? ¿Acaso el campo español debió ser «colectivizado» en su totalidad sin un trabajo previo de concienciación que en la URSS llevó más de una década y un importantísimo esfuerzo industrial? ¿O pretenden que esta situación de 1936 simplemente se hubiera solucionado utilizando los «eslóganes entusiastas» que el maoísmo hizo suyos durante el «Gran Salto Hacia Adelante» (1958-61), donde la técnica y los conocimientos eran cuestiones «secundarias» frente al «convencimiento» y la «pasión»? Es decir, como si el fervor de un puñado de «soñadores románticos» y «tontos motivados» pudiera revertir mágicamente unas condiciones materiales adversas. No, gracias. Ya conocemos el destino de esta fórmula: destrozar toda planificación de la producción, crear el desabastecimiento de bienes básicos y provocar la ruina económica general. Un descontrol que asimismo también lograron −aunque a menor escala− la CNT-FAI y sus aliados con sus correspondientes experimentos durante los primeros meses del conflicto. Quién sabe, tal vez en conjunto con los faístas los «reconstitucionalistas» estén buscando inspirarse en un modelo similar al del trabajo forzado no remunerado del campesinado que se dio en Kronstadt bajo Makhno, donde no se le pagaba por la cosecha a los campesinos porque lo suyo debía ser un «servicio al pueblo y la causa que tenía que ser altruista».
Pero precisemos aún más para no dejar ningún cabo suelto. El PCE no solo apoyaba, sino que fue el principal impulsor tanto de la Reforma Agraria de 1936 como de los decretos oficiales que sancionaban la cooperativización libre de los trabajadores −que además era financiada por el Gobierno del Frente Popular−. Esto puede ser visto tanto en documentos oficiales como «Tareas actuales del PCE, del Frente Popular y del Pueblo de España» (1938) como en informes confidenciales. Repasemos estos últimos:
«La política de nuestro partido [PCE] y nuestro Ministro de Agricultura en la actualidad es el siguiente: ayudar a la colectivización existente creada por los trabajadores agrícolas y campesinos voluntariamente; reorganizar las colectivizaciones creadas por métodos violentos, dando a los trabajadores la posibilidad de participar o no en ellas; democratización de las colectividades −elecciones municipales, informes, etcétera−; fijación de precios para las principales industrias agrícolas y productos así como el control sobre la implementación de esta decisión por parte de los cuerpos del gobierno». (Cuestiones remitidas por Pedro Checa y «Luis» [Víctor Codovilla] al Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, 8 de septiembre de 1937)
Entonces ¿a qué se oponían exactamente la dirección del PCE? Fácil: a la expropiación forzosa del pequeño propietario, a la actuación mafiosa y bandolera de las bandas de delincuentes comunes y «revolucionarios libertarios». A que los productores privados o los burócratas de los sindicatos hicieran acopio de los recursos, especulasen con ellos y acabasen convirtiéndose en los nuevos ricos, todo ello mientras el pueblo pasaba necesidades y se desangraba en el frente. Quien desee repasar estos episodios que se dieron en varias localidades como Fatarella, Mora, Granollers o Burriana, bien puede consultar la documentación pertinente de la obra de Fernando Hernández Sánchez «Guerra o revolución» (2010).
¿De qué manera realizaba esto el anarquismo? Ejemplos los hay a miles, como los famosos actos de contrabando en la zona de la Cerdaña −la zona pirinaico-catalana-francesa, donde se concentraban las actividades fronterizas entre España y Francia− y se exportaban objetos personales de gran valor que previamente habían sido requisados. ¿Con qué fin? Para adquirir unas armas que ni mucho menos iban destinadas al frente ni a mejorar la situación económica de nadie, sino con el objetivo de intercambiarlo por armas que los anarquistas se reservarían para guardar en la retaguardia. Esto fue posible tanto por la debilidad del resto de grupos como al control anarquista de la oficina de Aduanas en Puigcerdá. Por si esto fuera poco, en lo referente a la actividad de muchos de los «héroes libertarios» de dicha zona, lo que primaba era el enriquecimiento individual, donde como buenos pequeño burgueses vivían a costa del trabajo ajeno. Tal es el caso del jefe faísta Antonio Martin, el cual cobraba tributos a los pueblos de la zona además de especular con las pertenencias de aquellos que fusilaba, actos que más que «revolucionarios» han de ser considerados más bien como puro bandolerismo. Dicha figura, tras su muerte, seria elevada a mártir por la CNT. Véase la obra de Paul Preston «Errores y engaños en el Homenaje a Cataluña» (2017).
Pero volvamos al informe confidencial del PCE a la IC de septiembre de 1937:
«Donde nuestro partido [PCE] no ha podido evitar la colectivización violenta hemos visto claramente lo que los anarquistas entienden por colectivización. En la práctica, la socialización anarquista significa algo así como esto: el sindicato de trabajadores agricultores toma toda la cosecha; parte de este cultivo se distribuye entre los trabajadores, la otra parte se vende. En el último caso, para los campesinos, en lugar de dinero, reciben bonos locales. La municipalización en realidad significa que la tierra es declarada propiedad del municipio, que vende los productos; el campesino pierde su cosecha y tiene que trabajar por un pequeño salario bajo el liderazgo de las organizaciones anarquistas. Valencia tuvo varios casos en los que los anarquistas se llevaron toda la cosecha de naranjas, las vendieron en el mercado catalán, se quedaron con el dinero y repartieron cupones entre los campesinos. En Jaén hicieron lo mismo con los productos de oliva. Pero tal política solo podía armar a los campesinos contra el gobierno, contra las organizaciones de trabajadores y poner en peligro el resultado de la guerra». (Cuestiones remitidas por Pedro Checa y «Luis» [Víctor Codovilla] al Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, 8 de septiembre de 1937)
En todo caso, es cuanto menos curioso ese extremo criticismo de este neomaoísmo hacia el PCE y su «posición de defensa de los pequeño propietarios» −frente al aventurerismo político−, cuando −y quizás no lo sepan− el Partido Comunista de China (PCCh) en documentos como la famosa «Decisión del Comité Central sobre las políticas de las tierras en las bases de apoyo antijaponesas» (de 28 de enero de 1942), se movió en posiciones mucho más escoradas a la derecha, donde hipotecó el programa revolucionario en aras de un «desarrollo de las fuerzas productivas». Llegó a proclamar que había que: «Reconocer que el modo capitalista de producción es el método más progresista en la China actual, y que la burguesía, sobre todo la pequeña burguesía, representa los elementos sociales y la fuerza política comparativamente más progresistas en la China actual», por lo que se concluía que «la política del partido no es el debilitamiento del capitalismo y la burguesía, o el debilitamiento del campesino rico y sus fuerzas productivas, sino el fortalecimiento de la producción capitalista». ¡¿Pero qué autocrítica vamos a esperar de esta gentuza si en pleno siglo XXI siguen teniendo a un nacionalista burgués como Mao Zedong como «la cuota más alta que llegó a alcanzar el Ciclo de Octubre»?! Véase la obra: «Comparativas básicas entre el marxismo-leninismo y el revisionismo chino sobre cuestiones fundamentales» (2016).
Bob Avakian y su apoyo a la «socialización» de faístas, caballeristas y trotskistas
Ya en el nuevo siglo, en 2016, los «reconstitucionalistas» nos recomendaban una vez más desde «Línea Proletaria» retomar un análisis ochentero del Partido Comunista Revolucionario (EE. UU.) de Bob Avakian sobre la Guerra Civil Española (1936-39) −recordemos que durante los años 90 habían promovido las ideas de este «iluminado» en «La Forja»−. ¿Y por qué motivo decidieron volver a esa caricatura que siempre ha sido el señor Avakian?
«Representaba lo más avanzado del mismo y que, concretado como maoísmo, fue capaz de dar un último impulso al primer Ciclo de la RPM [Revolución Proletaria Mundial]». (Introducción a la obra del PCR (EE.UU.): «La línea de la Comintern en la Guerra Civil de España» de 1981, 2016)
¿En serio? ¿Y con qué nos encontrábamos aquí? En dicho escrito hay efectivamente una serie de críticas totalmente correctas hacia la actuación del PCE durante el periodo 1936-39 −como el excesivo legalismo, las excesivas esperanzas en las democracias burguesas, el creciente discurso chovinista, la idealización del régimen republicano o la propia cuestión de Marruecos−. Ahora bien, no hay que llamarse a equívoco: varios de estos apuntes ya habían sido lanzados décadas antes por el propio PCE en sus escritos retrospectivos como «En el aniversario del 14 de abril: Lo que el pueblo español esperaba de la República y la política contrarrevolucionaria de la coalición republicano-socialista» (1940) y «Lecciones de la guerra del pueblo español», entre otros. Sin olvidar que organizaciones como el PCE (m-l) ya extrajeron conclusiones muy parecidas en «La guerra nacional revolucionaria del pueblo español contra el fascismo» (1975) y más tarde en «Las causas de la derrota de la Guerra Civil» (1986). Aun con todo, es valorable el intento del PCR (EE.UU.) de recordar ciertos hechos, pero llegaba muy tarde. El problema principal es que estos maoístas estadounidenses pasaban a añadir con total naturalidad unos apuntes de su «propia cosecha» que difícilmente pueden ser aceptados, pues suponen verdaderos atropellos históricos. Por ejemplo, si bien se calificaba la línea de los anarquistas y trotskistas hispanos como «contrarrevolucionaria», casualmente coincidían con sus principales historiógrafos en que el PCE se dedicó a frenar el «impulso revolucionario» (sic):
«En las fábricas que el gobierno había intervenido ante la huida de sus propietarios al alero de seguridad que les ofrecía Franco, se formaron colectivos de obreros, pero fueron sofocados como terreno de lucha política. Ciertamente «poder obrero» no significa que los obreros de cada fábrica pasan a ser sus dueños, y en el sentido más inmediato tenía que existir un control más central; pero la alternativa del PCE fue sólo enviar allí a los burócratas o antiguos patrones y reducir los comités de trabajadores, en el mejor de los casos, a «ganar la batalla de la producción». (Partido Comunista Revolucionario (EE.UU.); La línea de la Comintern en la Guerra Civil de España, 1981)
Lo que ignoraba el PCR (EE.UU.) y la propia LR −que reprodujo este escrito sin crítica alguna− es que en España, una vez se produjo el abandono de la mayoría de gestores y propietarios de las unidades de producción durante el comienzo de la guerra, el ideario «socializante» de estos grupos de «izquierda» no era precisamente muy cabal ni progresista, sino más bien reflejaba los ecos más primitivos y gremiales, como la famosa «autogestión» y la «sindicalización» de las unidades de producción −siendo una continuación de las ideas que durante el siglo XIX habían predominado en el inmaduro movimiento proletario que se encontraba muy alejado aún de los cánones marxistas−. ¿Y cómo se entendía esto en las dos principales centrales sindicales de aquel entonces, la CNT/UGT, dominados respectivamente por faístas y caballeristas?
«El caballerismo y el anarcosindicalismo se traducen en: (…) Colectivización forzosa y violenta del campesinado. (…) El dominio de los comités de control obrero y de los comités de dirección de empresas, comités no elegidos por los trabajadores sino nombrados por los sindicatos. (…) Sin plan, sin contabilidad, [la fábrica] se autoabastece de materias primas, produce no lo que es necesario, sino lo que es fácil, vende donde y como puede y vende a precios especulativos». (Stoyán Minev; Las causas de la derrota de la República Española, 1939)
¿Qué postura adoptó el PCE frente a este modelo? Efectivamente, recomendó concentrar la economía para la producción de la guerra y montar una coordinación efectiva entre unidades productivas −¡menudos pecados más contrarrevolucionarios!−:
«En tal situación, el Partido se propone nacionalizar la gran industria, llevar a cabo el principio de planificación, establecer un comité de coordinación de la producción y, allí donde las fábricas funcionen bien, reconocer el sistema de dirección existente creado por los trabajadores». (Cuestiones remitidas por Pedro Checa y «Luis» [Víctor Codovilla] al Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, 8 de septiembre de 1937)
Sea como sea, no olvidemos que el propio Lenin también pasó por una época en que tuvo que lidiar con la impaciencia y falta de conocimientos en materia económica de aquellos «comunistas de izquierda» que exigían una «socialización más decidida»:
«Pasamos a las desventuras de nuestros comunistas «de izquierda» en el terreno de la política interior. Es difícil leer sin una sonrisa frases como las siguientes en las tesis sobre el momento actual: «...El aprovechamiento armónico de los medios de producción que han quedado es concebible sólo con la socialización más decidida»... «no capitular ante la burguesía y los intelectuales pequeño burgueses secuaces suyos». (…) Hoy, sólo los ciegos podrán no ver que hemos nacionalizado, confiscado, golpeado y acabado más de lo que hemos sabido contar. Y la socialización se distingue precisamente de la simple confiscación en que se puede confiscar con la sola «decisión», sin saber contar y distribuir acertadamente, pero es imposible socializar sin saber hacer eso». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Acerca del infantilismo «izquierdista» y del espíritu pequeño burgués, 1918)
Verborrea en la cuestión del poder y la construcción del socialismo
Como explicó el comunista catalán Joan Comorera en su obra «La revolución plantea a la clase obrera el problema del poder político. Carta abierta a un grupo de obreros cenetistas de Barcelona» (1949), al comienzo del conflicto, en verano de 1936, la CNT-FAI, flor y nata del anarcosindicalismo ibérico, nunca tuvo mejor ocasión en su historia para intentar tomar el poder en sus manos en Cataluña y demostrar al mundo de qué eran capaces. ¿Qué ocurrió? Si bien en parte así fue, reuniendo un gran poder bajo su influencia, a los pocos meses fue perdiendo todo el fuelle inicial. No solo no supieron explotar su ventaja, sino que pronto los acontecimientos le sobrepasaron claramente, demostrando que no sabían conducir una crisis como es un estado de guerra:
«La negativa a la implantación del comunismo libertario no es el aplazamiento de cualquier forma de proceso revolucionario, sino la presencia de otros temas: la conciencia de la correlación de fuerzas, en el conjunto del territorio republicano, de los problemas internos de la CNT, de la vigencia del poder del republicanismo catalanista, de la existencia de otras fuerzas obreras en el campo político y sindical. Es decir, de la provisionalidad del marco creado tras la derrota del fascismo [en julio de 1936], que no concluía automáticamente con la entrega del poder a los libertarios, sino que iniciaba una fase en la que estos pasaban a disponer de un poder de negociación y control social mayor en la coalición antifascista. (...) Fuerzas distintas, que constituyen un espacio compartido y en el que cada una tratará de ir dando su carácter particular al conjunto del espacio que se está articulando». (Ferran Gallego; Los orígenes de la crisis de mayo de 1937, 2007)
Esto no parece una exageración. Joseph Costa, responsable del sector textil en Barcelona por la CNT, confesó que en cuanto a la correlación de fuerzas:
«Sabíamos que no podíamos dominar en toda España. Porque toda España no era anarcosindicalista ni poumista». (Fundación Andreu Nin; Los Sucesos de mayo de 1937. Una revolución en la República, 1988)
Esto ya serviría para que algunos pisasen terreno firme a la hora de insinuar según qué cosas. En cuanto a estas anotaciones sobre «la oportunidad perdida», nos preguntamos a qué se refieren exactamente con aquello de que el PCE debió lanzarse a la «revolución socialista»; ¿a la propaganda y concienciación entre las masas de las tareas socialistas −algo en lo que estamos de acuerdo− o directamente a centrar las energías en la construcción de la base económica del socialismo, tanto en la ciudad como en el campo? Si se refieren a esto último, ¿acaso no es necesario para tal empresa un poder absoluto de los resortes del Estado? ¿O pretendían que se hiciese tal cosa con el resto de agrupaciones a cuestas saboteando el trabajo? Es más, yendo al grano, ¿quién en su sano juicio puede pensar que existía en el bando republicano un concepto de «modelo socialista» que tuviera un punto en común entre comunistas, anarquistas, socialistas y trotskistas? Desgranando la cuestión, ¿qué se quiere decir con eso que se repite a veces de que había condiciones para el «socialismo» en España? ¿En qué sentido? ¿Se refieren al demagógico y anarcosindicalista de Caballero, al reformista y parlamentario de que profesaba Besteiro, o al «socialchovinismo» de Negrín? En cuanto a la CNT/FAI… ¿de qué nociones «socializantes» hablamos aquí, de las nociones de los Durruti, Bakunin, Nestor Makhno y Kropotkin? No hay mayor ejemplo del «confusionismo», eclecticismo y la vacuidad ideológica que las palabras que en su día pronunció un anarquista hispano sobre el modelo que estas gentes defienden:
«La anarquía ha de ser una infinidad de sistemas y de vidas libres de toda traba. Ha de ser así como un campo de experimentación para todas las naturalezas humanas». (Federico Urales; La anarquía al alcance de todos, 1922)
Repetir hasta la extenuación, en todo momento y lugar, la fórmula de «¡Camaradas, necesitamos un periódico revolucionario, que explique el programa revolucionario, con un partido revolucionario, que dirija al ejército revolucionario!» es pura palabrería, una mera abstracción atemporal que no resuelve nada de la problemática que se tiene delante. Como dijo Engels en su «Carta a Becker» (1 de abril de 1880) sobre el «Freiheit» de Johann Most −un periódico de tendencias semianarquistas que existió brevemente en el seno de los marxistas alemanes hasta ser expulsado−: «Él busca convertirse, por las buenas o por las malas, en el diario más revolucionario del mundo, pero esto no puede lograrse simplemente repitiendo la palabra «revolución» en cada línea». Para que una cosa y la siguiente se materialicen es necesario que dicho colectivo que aspira a implantar su modelo logre una autoridad e influencia de importancia entre el pueblo y, para ello, hay que contar con una posición política lo suficientemente incontestable como para poder sobreponerse a las contramedidas que tus oponentes desatarán a cada movimiento tuyo. ¿Por qué afirmamos esto? Porque en cada campaña política para lograr X cuestión va a existir una reacción y contrarrespuesta tanto de la población como de los grupos políticos.
Tampoco nos pararemos a repasar, como en otras ocasiones, cuáles son los requisitos para el triunfo de tal labor, solo nos remitiremos a lo que ocurría en el momento concreto. ¿Cuál de todas estas agrupaciones estaba en disposición real de aplicar «su» noción de «nueva sociedad» particular sin causar la molestia o ira del vecino? Ninguno, por eso se tuvieron que conformar con una colaboración y objetivos comunes y, ninguno más allá de temores u osadías, fue capaz de implantar su programa particular hasta las últimas consecuencias. Aun con todo, ¿no impulsó y realizó el PCE medidas que objetivamente eran revolucionarias, que suponían sobrepasar el viejo sistema republicano-burgués y abrían paso hacia un nuevo sistema? Sí, sin ningún género de duda. Sin embargo, el que estas se encauzasen de forma correcta, en un nivel cualitativamente superior, y no se malograsen no solo dependía de factores como ganar la guerra, sino de imponer su influencia política y disminuir cada vez más la de sus rivales y temporales aliados. Y como se comprenderá, para esta difícil tarea la cuestión de los organismos de expresión política, la elegibilidad de los cargos o la exigencia de una representación acorde a las fuerzas del momento eran cuestiones decisivas.
¿Pero qué paso? Hasta uno de aquellos que más esfuerzos pusieron en la «moderación» del PCE, Palmiro Togliatti, reconoció que el PCE se había dejado amedrentar por la idea de quebrar la unidad antifascista, que había paralizado su propia actuación, consiguiendo lo que nunca puede ocurrir: la separación entre vanguardia-masas.
«El sentido de la responsabilidad de los camaradas dirigentes del partido no era siempre muy elevado. Una parte de ellos había perdido el contacto con las masas. (...) Políticamente, el temor a romper el Frente Popular, en un momento en que la unidad se veía puesta en peligro seriamente y en el que todos los demás partidos tendían a la ruptura, frenó y en ciertos momentos paralizó la acción del partido en la dirección y en la base. En este periodo el partido hizo depender demasiado su acción de la del Presidente Negrín y cometió errores en las relaciones con las masas, cosa que contribuyó a su aislamiento». (Palmiro Togliatti; Informe, 21 de mayo de 1939)
En verdad, desde el minuto uno el PCE dependía de unos aliados muy inestables, los cuales pasaron de ningunearle a conspirar contra él. En este sentido, el lector puede repasar la obra de Stoyán Mínev «Las causas de la derrota de la República Española» (1939) o la de Togliatti «Escritos sobre la guerra de España» (1980). De hecho, cuando más influencia adquirieron los comunistas, mayor virulencia y oposición mostraron sus aliados, entorpeciendo sumamente la cooperación entre las fuerzas antifascistas y comprometiendo el destino de la guerra. La preocupación sobre esto se hace notar en todos los informes de Stepanov − Stoyán Mínev − o Togliatti sobre las campañas que los caballeristas, faístas y trotskistas venían desatando contra el PCE, especialmente desde 1937. Era la pescadilla que se mordía la cola. Si el lector duda de esto por ser el relato de Moscú, puede comprobar dicha actitud anticomunista de varios de estos máximos dirigentes del movimiento antifascista releyendo hoy las obras de autores como Largo Caballero, quien, en su obra póstuma «Mis recuerdos» (1954), dejó patente en sus misivas y reflexiones que más allá de formalidades y dar largas sobre cuestiones fundamentales, nunca tuvo intención de colaborar honestamente con los comunistas, sino que trabajó enérgicamente convencido de la necesidad de destruirlos.
Algunos se preguntarán: «¿Hubiera calmado o neutralizado ese hastío anticomunista una política más precisa y acertada, más valiente y decidida?». Claro, esto habría mejorado el rendimiento individual del PCE y habría imprimido confianza en sus aliados; sin embargo, ¿habría sido suficiente para arrastrar al resto de fuerzas bajo la tutela comunista que se necesitaba para ganar la contienda? Es imposible de saber, pero lo más probable es que debido al equilibrio de fuerzas y al estado de creciente derrotismo, sobre todo a partir de 1938, el PCE y el «Frente Popular» no hubiera podido escapar de la catastrófica situación. Lo que de seguro nos puede demostrar esta experiencia es que, en julio de 1936, llegados a una situación tan crítica como es una guerra civil y una intervención exterior, el PCE solo tuvo un pequeño margen de maniobra dado que no había hecho los deberes en los años previos. ¿Qué significa esto? Por tratar de resumirlo de forma breve: para una estructura revolucionaria tan pequeña y tan poco versada, como fue el caso del PCE, la situación le superaba con creces y, aun así, realizó verdaderas proezas que causaron el asombro, respeto o miedo de los enemigos y competidores. Esto, por supuesto, no borran sus grandes meteduras de pata.
Conviene repasar el artículo de José Díaz contra la dirección de «Mundo Obrero», que puede ser ilustrador para que el lector entienda a lo que nos referimos. Este último órgano comentaba en marzo de 1938: «No se puede, como hace un periódico, decir que la única solución para nuestra guerra es que España no sea fascista ni comunista, porque Francia lo quiere así», pues «el pueblo español vencerá con la oposición del capitalismo». A lo que el Secretario General contestó:
«Es posible que ese periódico esté escrito por gentes que no quieren a nuestro partido, ni comprenden bien los problemas de nuestra guerra. Pero la afirmación de que «la única solución para nuestra guerra es que España no sea fascista ni comunista», es plenamente correcta». (…) Nuestro Partido no ha pensado nunca que la solución de esta guerra pueda ser la instauración de un régimen comunista. Si las masas obreras, los campesinos y la pequeña burguesía urbana, nos siguen y nos quieren, es porque saben que nosotros somos los defensores más firmes de la independencia nacional, de la libertad y de la Constitución republicana. (…) Plantear la cuestión de la instauración de un régimen comunista significaría dividir al pueblo». (José Díaz; Con toda la claridad posible; Carta a la redacción de «Mundo Obrero». Publicada en «Frente Rojo» el 30 de marzo de 1938)
Esta afirmación suponía tomar el pelo a la gente por infinitas razones y corrobora que, lejos de lo que planteó por ejemplo el PCE (m-l), no solo Dolores Ibárruri, sino Pepe Díaz también estaba imbuido de ilusiones liberales, olvidando aquello de:
«Todas las luchas que se libran dentro del Estado, la lucha entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las diversas clases». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Si en España hubiera ganado la guerra el campo antifascista, en buena parte habría sido por la influencia comunista y su guía en la guerra, por su presencia y directrices en el ejército, por el apoyo que recalaba entre las masas. No cabe duda de que el régimen que habría de salir en la posguerra era una incógnita en 1938, pero desde luego el PCE, como cualquier estructura política que transita de etapa en etapa −fruto no solo de sus decisiones, sino de su adaptación a tales situaciones−, debía tener claro qué había aprendido durante la fase de 1931-36 y qué no se podía volver a permitir en ese nuevo escenario. En efecto, en ese hipotético momento de posguerra seguramente las tareas de los comunistas tardarían tiempo en poder implantarse: muchos de sus aliados políticos aún tendrían suficiente poder como para oponerse, no toda la población estaría convencida ni sería consciente de los objetivos ulteriores del PCE y, muy seguramente, los estragos en materia de vivienda, industria y campo limitarían el margen de obra en la construcción económica. A su vez, no era menos cierto que esa nueva España estaba destinada a estar dominada −en buena parte− por la influencia de los comunistas y sus políticas, dado que ya eran el grupo de mayor influencia. Es más, ¿acaso la guerra no había transformado la propia fisonomía del sistema republicano anterior a 1936? Así es. Lo reconocería el propio Pepe Díaz y el PCE en sus obras posteriores. Entonces, ¿qué se conseguía con estos malabarismos verbales negando tal evidencia? ¿Reavivar a los derrotistas como Prieto, tranquilizar a los intrigantes como Caballero, recuperar a los traidores como Besteiro, o neutralizar a los conspiradores como Casado? Es más, ¿no podría haber aprovechado el señor Díaz para darle la razón a los compañeros de «Mundo Obrero»? ¿No era de justicia declarar que países como Francia, que había abandonado precisamente a España, no tenían ningún derecho moral ni capacidad real de decisión sobre el destino comunista, o no, de sus gentes que estaban creando su modelo a precio de sangre? Muy por el contrario, en esta respuesta, Pepe Díaz añadió algunos formulismos populistas, como que el PCE y el PSOE no tenían y no podían tener «intereses u objetivos diferentes al pueblo» y, por ende, no podían plantear nada diferente al resto de grupos del «pueblo». Una completa estupidez equivalente a liquidar la política independiente del partido respecto a republicanos o anarquistas.
Así es que, como demostró el PCE (m-l) en su obra «Las causas de la derrota de la Guerra Civil (1936-1939)» (1986), todas estas fueron temáticas que la dirección del PCE no siempre supo entender o no supo imponer a sus aliados −con todas sus consecuencias que provocaron−. Puesto que es un tema mucho más extenso, lo abordaremos en una próxima publicación −donde traeremos material inédito o estudios que han sido ignorados, pese a su enorme transcendencia−. Sin embargo, sí hemos de adelantar varios puntos de apoyo que le pueden servir al lector:
a) En primer lugar, debemos mencionar al famoso escrito del historiador Gregorio Morán en su obra «Miseria y grandeza del partido comunista de España: 1939-1985» (1986), donde, a base de fuentes primarias se atestigua cómo, al final del conflicto, la derrota forzó a los comunistas a que evaluasen y reconociesen las peores actuaciones recientes. Más allá de la opinión personal del autor, aquí encontramos informes y reflexiones de personajes de máxima autoridad, como Pedro Checa o Joan Comorera, quienes intentaron algo por el estilo; pero en esas otras muchas veces −y especialmente en las publicaciones oficiales o en las reuniones de cara a Moscú− lo que primó fue el espíritu individualista que tiende a excusar la actuación de cada uno y acusar al otro de dudas, pánico o desobediencia; oscureciendo los puntos críticos del debate.
b) En segundo lugar, en otra obra de Fernando Hernández Sánchez titulada «Los años de plomo: La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (1939-1953)» (2015), también encontramos abundante y magnífica información. Este historiador, de notables inclinaciones togliattistas, y con quien diferimos en mil cuestiones, documentó hechos muy importantes, tales como que, por parte de Pedro Checa; jefe de organización, hubo un señalamiento especial en cuanto a la mala preparación y la frágil infraestructura que el PCE preparó de cara a una más que previsible derrota e inevitable paso a la clandestinidad. Esta red clandestina debería de haber dispuesto de una mayor atención e importancia tras la entrada de las tropas franquistas en las principales ciudades y pueblos, lo que era imposible construir de la noche a la mañana. Lo correcto habría sido tejerla, como mínimo, durante la guerra con unidades experimentadas que fuesen operando dentro de las líneas enemigas y creasen otras nuevas cuando la situación lo demandase. ¿Cuál era el problema? Que estas, pese a las insistencias del propio PCE a sus aliados, apenas existieron y tuvieron poco uso o fueron desmanteladas ipso facto, como también ocurrió a principios de la posguerra, solo que aquí ya se prepararon con mayor improvisación y prisa. Esto ya indica que, hasta en las cuestiones más básicas, el PCE carecía de experiencia suficiente.
Podríamos seguir y seguir citando ejemplos de obras donde, más allá de divergir con muchas de las opiniones de los autores en cuestiones concretas, es imposible no reconocer el trabajo de investigación y recopilación, el cual supera con creces toda la producción de muchas organizaciones que se dicen herederas del PCE.
Finalizando nuestra exposición, ¿pretendemos acaso con estas aclaraciones una lectura idealizada de lo que fue el PCE, hemos de arrodillarnos ante todo lo que tenga relación con la hoz y el martillo y sus figuras? En absoluto. Si bien hemos refutado muchas críticas y mitos del primer periodo «frentepopulista» (1935-43) de los partidos comunistas, también nos hemos esforzado en señalar los movimientos sospechosos, criticables o indignantes de dicha línea; entre otros ejemplos se encuentra el progresivo abandono del espíritu internacionalista en favor de crecientes concesiones hacia una línea sobre el relativismo del derecho de autodeterminación, la recuperación y respeto a las «figuras de la nación» y una política de «reconciliación de clases».
La LR y su apoyo a las «Jornadas de Mayo» (1937)
Para estos maoístas estadounidenses, el «espíritu revolucionario» tuvo su ocaso durante la guerra con la famosa insurrección anarco-trotskista en las Jornadas de Mayo (1937) −y sí, no es broma, le prometemos que no estamos ante un escrito de la de la Candidatura d'Unitat Popular (CUP)−:
«El término de este primer período revolucionario fue señalado por los eventos del Primero de Mayo en Barcelona». (Partido Comunista Revolucionario (EE.UU.); La línea de la Comintern en la Guerra Civil de España, 1981)
Aunque, como siempre acostumbra el maoísmo, sus redactores tiraban la piedra y escondían la mano, no explicándonos el motivo para sostener tal opinión:
«No pretendemos hacer un balance de dicho suceso aquí». (Partido Comunista Revolucionario (EE.UU.); La línea de la Comintern en la Guerra Civil de España, 1981)
Todas estas posiciones se parecen como dos gotas de agua a las que también lanzaría el Partido Marxista-Leninista de EE.UU., cuyos miembros eran fervientes seguidores del «tercer periodo» del señor Thälmann y críticos absolutos de todo lo que tuviese que ver con el «frentepopulismo» del señor Dimitrov. En su artículo «Revolución y Guerra Civil en España» también trajeron el mismo discurso sin aportar una sola prueba de su acusación:
«El PCE trabajó día y noche para reparar las brechas en las relaciones capitalistas. Entre otras cosas, puso sus fuerzas a disposición de la burguesía para la represión del movimiento de control obrero y el levantamiento revolucionario que se apoderó de los campesinos empobrecidos». (The Workers' Advocate; Volumen 16, Nº10, 1 de octubre de 1986)
Recientemente, uno de los representantes más famosos de la LR en redes sociales, el «Camarada José Mesa y Leompart», recomendaba a sus lectores que para estudiar la historia del PCE ampliasen sus horizontes en cuanto a fuentes de información. ¡Excelente noticia! ¿De qué forma?
«@La_Emancipacion: Para empezar a hacerse una idea del Partido Comunista de España (PCE) de esa época sigue siendo imprescindible, cien años después, tirar de literatura trotskista y anarquista». (José Mesa y Leompart, 23 de octubre de 2021)
Rápidamente a todo el mundo se le vendrían un par de preguntas que quedan sin respuesta: «¡Pero señores, eso es como no decir nada! De entre todo el material, ¿qué puede ser más ilustrativo? ¿alguna recomendación? ¿qué clase de lecciones podemos extraer de dichas lecturas?».
Esto es muy curioso ya que, por ejemplo, a diferencia de nosotros, la LR no ha realizado un trabajo de investigación importante sobre las principales formaciones políticas transcendentes de los dos últimos siglos −PSOE, PCE, PCE (m-l), etcétera−. A lo sumo han ido tirando de lo que han hecho y sentenciado otros maoístas −entre ellos, el señor Ludo Martens o Bob Avakian−, con las terribles consecuencias que uno puede imaginar. Aunque parezca surrealista, esta autoproclamada «vanguardia teórica», la LR, en más de veinticincos años de existencia no se ha dignado aún a rescatar y desempolvar los documentos fundamentales de estas experiencias para su obligado estudio. Pero eso sí, propone a sus huestes estudiar a los trotskistas y anarquistas. ¡Estupendo! Resulta graciosa la ligereza con que los «reconstitucionalistas» se la pasan hablando en abstracto de esos «balances» que se deben enfrentar porque «no pueden esperar» (La Forja, Nº15, 1997), pero que a la hora de la verdad nadie ve por ningún lado. En todo caso, sobre esto no nos detendremos, porque está conectado con su idea de «estudiar otras fuentes no ortodoxas del marxismo» y la noción de que «ya no se puede afirmar que existe una ortodoxia como tal, hay que crearla». Véase el capítulo: «¿Existe una doctrina revolucionaria identificable o esto es una búsqueda estéril?» (2022).
Para más inri, el «Camarada José Mesa y Leompart» recomendaba en Twitter el 13 de octubre de 2021 el artículo «Contra la traición del POUM y sus apologistas de ayer y hoy. Trotskismo vs. frentepopulismo en la Guerra Civil Española» (2009). Para quien no lo sepa, este grupo «espartaquista» apoya la tesis del señor Trotski, quien en su artículo de agosto de 1937 criticaba al POUM por no haber «ido hasta el final» en la insurrección de mayo de ese mismo año:
«Si el proletariado de Cataluña se hubiera apoderado del poder en mayo de 1937, hubiera encontrado el apoyo de toda España. La reacción burguesaestalinista no hubiera encontrado ni siquiera dos regimientos para aplastar a los obreros catalanes. En el territorio ocupado por Franco, no sólo los obreros, sino incluso, los campesinos, se hubieran colocado del lado de los obreros de la Cataluña proletaria, hubieran aislado al ejército fascista, introduciendo en él una irresistible disgregación. En tales condiciones, es dudoso que algún gobierno extranjero se hubiera arriesgado a lanzar sus regimientos sobre el ardiente suelo de España». (León Trotski; La verificación de las ideas y de los individuos a través de la experiencia de la Revolución española, 1937)
¡He ahí un magnífico análisis de la situación geopolítica mundial! Lo cómico es que los representantes de la LR se quedan ojipláticos y recomiendan estos delirantes textos trotskistas sin el menor filtro. Una táctica que siempre han hecho suya, pues recordemos cómo promovieron en su prensa «La Forja» desde guevaristas a maoístas con la excusa de «promover el debate» −discusiones y conclusiones a las cuales llegaban treinta años tarde y mal, querrían decir−.
¿Puede considerar al POUM un partido trotskista, en lo fundamental?
¿Qué contestar sobre la cuestión de Trotski? No seremos nosotros simpatizantes de eso que hemos calificado tantas veces como «falso antitrotskismo», una tendencia caracterizada por vociferar inconscientemente contra los representantes oficiales del trotskismo de forma reiterada y exaltada, pero sin llegar a comprender el carácter del mismo. Tales especímenes suelen llenar sus intervenciones de frases como «El trotskismo es la agencia del imperialismo» o «El trotskismo es contrarrevolucionario», lo cual, si bien históricamente es correcto, pierde todo su sentido cuando se repite machaconamente como si de un catecismo se tratase, pero sin aportar nuevos indicios en la situación concreta de su tiempo. También es común que utilicen los términos «trotskista» o «trotsko» hacia cualquier sujeto que discrepe en una discusión, sea esta de mayor o menor transcendencia. Estos elementos no son conscientes de que el uso abusivo de la retórica anti X sin mayor explicación es un boomerang que siempre se vuelve contra uno. Aquí se llega al punto en que los eslóganes y mofas no solo no realizan un verdadero trabajo de esclarecimiento y persuasión respecto a los peligros y efectos perjudiciales del trotskismo, sino que se crea la situación contraria, en la cual el que presencia esto comienza a sentir rechazo hacia el antitrotskismo, al verse éste como infantil y carente de argumentos. Véase la obra: «El falso antitrotskismo» (2017).
Ahora bien; ¿a dónde conduce todo este ejercicio de relativismo con aires de sapiencia de la LR? Pues a volver una y otra vez sobre temas ya superados con la falaz excusa de siempre. ¿Y cuál es esa lamentable técnica? La de proclamar que la investigación y el debate nunca «terminan» como tal, sino que están en constante revisión y actualización. Partiendo de esa verdad se miente a sabiendas sobre el tema en cuestión, pero sobre el cual, si el lector presta atención, en realidad apenas pasan de puntillas. En este caso se pretende arrastrar al sujeto a una «reevaluación» que niegue la mayor: por ejemplo, el carácter eminentemente contrarrevolucionario que jugó el POUM, y cómo este carácter, por más que dirigentes como Andreu Nin hubieran roto con León Trotski, procedía precisamente de reproducir las «enseñanzas» aprendidas durante sus primeros «años de instrucción», las cuales no eran tampoco originales, sino fruto del menchevismo y la peor tradición de la II Internacional.
¿Algunos ejemplos rápidos y efectivos? En el escrito de Trotski «Trotskismo y el PSOP» (1938) el pensador desarrolló el concepto de partido menchevique-trotskista con libertad de fracciones −siempre, eso sí, que no se ponga en tela de juicio a los máximos dirigentes−, mientras en el escrito «¿A dónde va Francia?» (1936) plasmó su estrategia «entrista» en los partidos socialdemócratas destinada a «conquistar desde dentro la fortaleza», por no hablar ya de ese fetiche casi místico por la revolución simultánea a nivel mundial que condenó como una «traición» o una desviación nacionalista cualquier intento «del socialismo en un solo país». Todo esto fue reproducido día y noche en la prensa del POUM. Llamar a estos y a otros puntos políticos del POUM «trotskismo» o «semitrotskismo» es totalmente indiferente. Cualquiera que sepa su historia sabrá que Andreu Nin y su grupo la Izquierda Comunista de España (ICE) encabezó una política entrista tanto en la Federació Comunista Catalano-Balear (FC-B), y en el PCE como en el PSOE, mientras que su famoso partido posteriormente fundado en 1935, el POUM, fue propiamente una plataforma de mil fracciones.
Las divergencias entre Trotski y Nin vienen porque este último no acataba del todo su ideario sobre el trabajo fraccional con todas sus consecuencias. Como se observa en las palabras de Trotski de su «Carta a Andreu Nin» (20 de abril de 1931), le reclamaba a este por desear intervenir: «Sólo personalmente, individualmente, pedagógicamente, al margen de una fracción de izquierda organizada que interviene en todas partes con la bandera desplegada. Además, Nin había prometido a su mentor que, aun con sus «variantes personales» en las tácticas fraccionales −entre las cuales entraban adaptar su programa de su grupo al del otro−, le aseguraba que «la organización sería conquistada sin dificultades». En cambio, dos meses después, como refleja, la dirección «juzgaba inoportuna su entrada directa en sus filas». Esto paradójicamente irritaba a Trotski −que por norma era igual de triunfalista−, pero en este caso con total razón, ya que Nin fracasó varias veces en tales empresas, y solo logró agrupar a algunos grupos a condición de rebajar sus puntos programáticos.
En las cartas de Trotski: «Carta a Andreu Nin» (26 de mayo de 1931) y «Carta a Andreu Nin» (17 de enero de 1932), se relata como el señor Nin estaba centrado en los asuntos ibéricos y optó progresivamente por alejarse de los asuntos y exigencias del trotskismo mundial, aunque, eso sí, sin retirar su apoyo público a Trotski, algo que este le reclamaba considerándolo un ejercicio hipócrita. Por mencionar una más de estas misivas, Trotski en su «Carta a Andreu Nin» (29 de noviembre de 1930) da una información muy interesante sobre cuáles eran las relaciones en aquel entonces con el dirigente catalán. Se puede concluir que dentro de esta visión menchevique, mientras Trotski optaba porque sus secciones alzasen su bandera, Nin proponía ser más cauteloso y sutil, proponiendo por ejemplo «la necesidad de darles a conocer las ideas fundamentales del comunismo antes de plantear las cuestiones de la Oposición de Izquierda». No nos debe sorprender que en un movimiento como el trotskismo existan estos niveles de cinismo, arribismo, corrosión y falta de disciplina. Todo lo dicho hasta aquí sobre el oportunismo de Nin no es invención nuestra, sino que son pruebas documentadas por la propia historiografía trotskista:
«Ese mismo año [1934], se produjo la ruptura de hecho, aunque no formal, tras la negativa de I.C.E. a entrar en el P.S.O.E., tal como propugnaban Trotsky y la Oposición de Izquierda Internacional (O.I.I.). La fusión con el B.O.C. en 1935 para constituir el P.O.U.M. evidenció la desaparición de cualquier vínculo programático y organizativo con la O.I.I., aunque el vínculo formal no se rompió hasta la firma por parte del P.O.U.M. del Frente Popular». (Balance; Correspondencia de Andreu Nin con Lev Trotsky y con Ersilio Ambrogi (1930-32), 2013)
Y aun así podríamos añadir aquí que, como hemos visto más atrás, la actitud del POUM hacia el «Frente Popular» reflejó estas dubitaciones y contradicciones tan características de su cabecilla, Andreu Nin, donde patéticamente se intentaba, sin hacerse ningún problema, estar dentro del «Frente Popular» mientras simultáneamente no se creía en él, y se era su máximo enemigo. Un absurdo sin consistencia y destinado al fracaso más absoluto.
Aquí debemos hacer un inciso. Si el lector desea desprenderse del idealismo analítico, deberá comenzar por aceptar de una vez por todas que el hecho histórico no siempre coincide con las declaraciones a favor o en contra de la figura en cuestión, que las formas no siempre son el contenido. Nos explicamos. Que una figura oficial, como Víctor Codovilla, jefe del Partido Comunista de Argentina (PCA), «denunciara» políticamente al «browderismo» en 1945, esto no significa automáticamente que él, la cúpula y la militancia de base abandonasen sus prácticas, su esencia. Lo mismo podríamos argüir respecto a Trotski y su presunta abdicación del menchevismo, un mito que se desmonta solo con repasar la actuación del trotskismo oficial a lo largo de las décadas. ¿Qué significa todo esto? Que las más de las veces la etiqueta con la que se apode a la expresión política es lo de menos −sobre todo cuando una desviación se pierde entre la más inmediata y la más remota de las herencias−; lo importante es saber en qué consiste y si ésta es o no correcta, punto.
Los patéticos intentos de rehabilitar una historiografía llena de mitos y clichés
Otro famoso «reconstitucionalista» proclamaba que hoy hay un «debate vivo» sobre lo que había sido en esencia el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), y que este aun no estaba acabado, porque una vez más la «la lucha de dos líneas» arrojaría luz −¿quién sabe cuándo?− a las dudas que presuntamente pululan entre los participantes del «balance» del «Ciclo de Octubre» −que en su caso es mucho ruido y pocas nueces−:
«@CamaradaLuca: Como tantas otras cosas, la actividad política del POUM deberá ser analizada bajo la implacable lupa de la crítica revolucionaria con la seriedad que impone nuestro compromiso histórico, huyendo de hombres de paja. Algunos apuntes introductorios». (Twitter; Luca., 6 de mayo de 2019)
¿Y cuáles eran estos «apuntes introductorios» que citaba el «Camarada Luca»? ¿Cuál es la nueva y más precisa interpretación que debemos hacer de la Guerra Civil? Atentos, ¡tomen nota a lo que afirman los sucesores de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR)!
«@GorkaAzkoien: La calificación de «trotskista» fue un elemento de la batalla del PSUC contra el POUM». Muy interesante el libro «La guerra civil española en Euskadi y Catalunya: contrastes y convergencias», de Miguel Romero, para entender la lucha entre ambas formaciones comunistas. (…) Siempre se ha hablado del POUM como de una fuerza minoritaria, pero a finales de 1936 tenía unos 30.000 militantes. El PSUC contaba con unos 60.000. El POUM era un partido fundamentalmente obrero, aunque disponía de un núcleo importante en Lleida. (…) La característica fundamental del POUM fue su estrategia de revolución socialista como único camino para ganar la guerra. El PSUC, contrariamente, no gozaba de un apoyo obrero significativo, hecho reconocido por el mismo Togliatti. Políticamente, apostó firmemente por la reconstrucción del poder republicano y la lucha abierta contra el POUM y la CNT. Durante la guerra, el partido creció significativamente. Romero señala varios factores que explican ese crecimiento, entre los cuales la organización de sectores de la pequeña burguesía alarmados por la fuerza que tenían los anarquistas en Catalunya». (Twitter; Gorka, 2 de junio de 2018)
¿Y qué es esto, si no reproducir toda inmundicia historiográfica sobre el comunismo y la Guerra Civil de sus enemigos? Fernando Hernández Sánchez en su tesis doctoral, posteriormente editada como «Guerra o revolución» (2010), clarificó cómo la mayoría de los trabajos previos de historiadores hispanistas como Antony Beevor, Gabriel Jackson, Burnett Bolloten, Hugh Thomas, Stéphane Courtois y Jean-Louis Panné −que eran liberales, socialdemócratas y conservadores− se apoyaban en diarios, entrevistas memorias, datos e interpretaciones de personajes con animadversiones muy evidentes hacia el PCE. Partían, casi todos, de socialistas como Largo Caballero e Indalecio Prieto, trotskistas como Julián Gorkin o Pierre Broué y desertores o miembros expulsados del PCE como José Bullejos, Enrique Castro, Jesús Hernández o Valentín González; alias «El Campesino». Algunos de ellos, como este estudio y otros bien demostraron, fueron ampliamente financiados por la CIA bajo los auspicios del Congreso por la Libertad de la Cultura. Si el lector tiene alguna duda, también le recomendamos la obra de Andrés Ortí Buig «Renegados del comunismo al servicio de los EE.UU. Julián Gorkin y la promoción internacional de los anticomunistas» (2021), donde se documenta extensamente este tipo de colaboración con los servicios de información imperialistas. Es más, el historiador Hernández Sánchez se detiene a recordar cómo la España de Franco se encargó de la introducción y promoción de todo tipo de libros en clave anticomunista −a veces incluso violando los derechos de autor−. La lista es muy larga; sin embargo, por citar unas cuantas referencias, aquí se incluyeron títulos como la obra de Enrique Castro «Mi fe se perdió en Moscú» (1951), la de Valentín González «Yo escogí la esclavitud» (1953), hasta la del hispanista Burnett Bolloten «El gran camuflaje» (1961). En todas ellas existían jugosas interpretaciones y relatos sobre los comunistas que al régimen del «nacional-catolicismo» le interesaba para justificar su «santísima cruzada que salvó a Occidente del bolchevismo-judeo-masónico con sede en Moscú». Ahora bien, desde el punto de vista de esa «nueva izquierda radical» sesentera, ¿qué visión propagaron estos historiadores y políticos sobre los objetivos y prácticas del PCE durante la guerra?
«Cumpliendo con el principio de que donde no llegan las fuentes alcanzan las imputaciones, los firmantes de est[os] polémico[s] best seller no dudaron en recurrir a las tesis más rancias y los lugares comunes más transitados por la historiografía anticomunista. (…) Los estereotipos heredados de la literatura memorialística y de la historiografía de matriz, tendríamos ante nuestros ojos. (…) [Aquella del PCE como] un partido-refugio de emboscados, arribistas y sectores conservadores asustados por la revolución y, en consecuencia, una organización contrarrevolucionaria». (Fernando Hernández Sánchez; Guerra o revolución, 2010)
¿Pero no hace largo rato que toda esta historiografía anticomunista ha sido desacreditada por su extremado sesgo subjetivo, por su abierta distorsión de hechos tan clarividentes, por su especulación continua allí donde los documentos no llegaban? En efecto, en esto Fernando Hernández Sánchez tenía toda la razón. Solo hace falta echar un ojo a dos de las piezas mencionadas: a) En primer lugar, la obra de Burnett Bolloten «La Guerra Civil Española: Revolución y Contrarrevolución» (1989), en la cual, aun cuando a ratos el autor presenta información de primera mano muy valiosa −y es crítico con casi todos los bandos−, su labor de investigación se encamina a cumplir con un guion prefabricado anticomunista de forma evidente. Para ello, tira de cualquier entrevista, autobiografía o memorias donde se pueda ir dibujando algo que se asemeje a ese esquema mental apriorístico que el señor Burnett tenía en mente. b) En segundo lugar, como continuación de este estilo, tenemos la obra de H. R. Southworth «El gran camuflaje»: Julián Gorkin, Burnett Bolloten y la Guerra Civil española» (1999) donde se «continua la tradición». Pese a la ingente cantidad de reediciones, estos libros siguen repitiendo una y otra vez todos los mitos y clichés habidos y por haber. Pero ya no es solo eso, sino que también ha habido una nueva camada de historiadores −más o menos simpatizantes del comunismo− que sí se han tomado la molestia de cotejar estas cuestiones bajo una nueva óptica −a través de datos actualizados y mucho más fidedignos−. Para muestra, un botón:
«Josep Puigsech, que ha analizado el caso del PSUC, llegó a la conclusión de que el partido se nutrió no de la pequeña burguesía, como especularon sus adversarios, sino de los obreros industriales, los campesinos trabajadores encuadrados en las diferentes centrales sindicales −en primer lugar la UGT− y los antifascistas que hasta entonces no estaban organizados políticamente [«El PSUC i la Internacional Comunista durante la Guerra Civil» (2001)]. (…) El 48,1% de los afiliados al PCE desempeñaban oficios manuales, en la industria, construcción, oficios varios y agricultura, frente al 30,6% de los afiliados socialistas. Por el contrario, el 53% de estos ejercía oficios «de cuello blanco», frente a un 38,6% de los comunistas De ello se deduce que el PC no era la primera opción de las clases medias, como tanto se encargó de difundir Bolloten. (…) Como indicaba una encuesta realizada por el PCE a finales de 1937, los nuevos militantes no tenían afiliación inmediatamente previa a ningún grupo. (…) ¿Qué otra cosa cabría esperar de un partido que había perdido todo referente como organización proletaria? Broué y Témine −seguidos de nuevo a pies juntillas por otros autores como Estruch− sentaron cátedra sobre el aburguesamiento del PCE citando el caso de su organización madrileña: de sus 63. 246 militantes en enero de 1938, aseguraban, solo 10 160 estaban sindicados. Otro caso de transferencia continua de error: este dato lo introdujo en 1955 David T. Cattel, y desde él nadie se ha molestado en comprobar si era cierto. Esto pone de relieve hasta qué punto es necesario recurrir a los archivos −hoy plenamente accesibles− en lugar de repetir continuamente las referencias de fuentes secundarias». (Fernando Hernández Sánchez; Guerra o revolución, 2010)
¿Qué es esa estupidez de «hay que alcanzar la lectura de todo para llegar al todo»?
No ha habido pocos grupos, como el anteriormente mencionado Partido Marxista-Leninista de EE.UU., quienes en sus horas más negras, al verse decepcionados y frustrados por no comprender del todo la derrota de las experiencias con las que en algún momento simpatizaron, cayeron en el delirante pensamiento extremista de que hay que «retomar la lectura de todo para llegar al todo», siendo esta la única forma para poder «penetrar en la esencia de la cuestión de estudio»:
«Más bien, es nuestra insistencia en que debemos partir de los hechos; no de hechos aleatorios, ni de una selección de hechos que se ajusten a nuestros prejuicios y predisposiciones, sino de un examen sistemático de todos los materiales fácticos disponibles». (The Workers' Advocate (Supplement); Volumen 7, Nº6, 20 de julio de 1991)
Esta es una tendencia que a priori promete el oro y el moro, pues asegura que realizará «grandes reevaluaciones históricas», y arenga al resto a buscar hasta debajo de las piedras el diario de la nuera de un bolchevique del Soviet de Vladivostok para «ir juntando todas las piezas del puzle» y poder así «analizar más correctamente» la experiencia soviética. Esta gente todavía no se ha enterado que hay infinidad de información que no ha quedado registrada, y otra que si bien lo estuvo se ha perdido, mientras otra parte sustancial solo fue creada con el fin de salvar el honor personal y carece de pruebas para demostrar las fantasías que relata más allá de la palabra del sujeto; y aun con esto no significa que la mayoría de estos hechos clave y causas subyacentes no sean lo suficientemente claros como para ser susceptibles de una verificación histórica a través de otras fuentes, tradicionales o recientes. Además, se da la paradoja de que cuando nuestros intrépidos protagonistas se ponen manos a la obra, cuando intentan «bucear en todos los archivos posibles», más pronto que tarde declaran su «angustia» por la «enorme cantidad de registros» o su «difícil acceso»; dicho de otro modo, utilizan esta y aquella excusa para cubrir su inutilidad manifiesta a la hora de buscarse la vida, examinar y analizar, aunque solo sea una décima parte de la documentación −y así traer algo de valor−.
De golpe y porrazo estos «sabios» se dan cuenta de que no estamos en los albores de la escritura, ni siquiera de la imprenta, sino en la era digital, lo que implica que las más de las veces el número de «fuentes» se ha multiplicado colosalmente hasta crear, en ese tipo de temas polémicos y de interés, una literatura que es −sin exagerar− inabarcable para el sujeto. Además, ¿por qué declaramos que esta tendencia de recomendar cualquier cosa, sin filtrar nada y sin un mínimo de criticismo, es un completo despropósito? −Cosa que también ocurre con los caricaturescos «reconstitucionalistas»−. Para empezar, existe una gran cantidad de investigadores, famosos o anónimos, que dedican gran parte su vida a indagar a fondo en temas tan amplios como la Guerra Civil Española (1936-39) o la Segunda Guerra Mundial (1939-45). Y por ello, precisamente, saben mejor que nadie que, para realizar bien esta labor, se requiere un estudio escrupuloso de las fuentes o, mejor dicho, de una selección adecuada a menos que se quiera caminar en círculos con libros, memorias y documentos oficiales o extraoficiales que repiten lo de siempre, pero que no sirven para apoyar o desmitificar las cosas. Dado que uno, literalmente, no tiene tiempo como para leer cada libro que cae en sus manos, para el investigador se torna necesario realizar una exhaustiva preselección de las fuentes a las que va a dedicar su tiempo: «¿Es una fuente primaria o secundaria? ¿Qué me puede aportar dicho documento que he descubierto respecto a lo visto hasta ahora? ¿Qué bibliografía utiliza para apoyar sus conclusiones? ¿Cuán urgente es para el movimiento revolucionario este tema respecto a este otro?». Las vías para que el profesional − o el aficionado− realice la criba de fuentes son múltiples: ojeando los índices, prólogos-resumen, leyendo los capítulos más atractivos, consultando a otros especialistas sobre qué contiene el documento y si merece la pena, buscando información sobre la fiabilidad del autor, contando con ayuda de terceras personas en la ejecución total o parcial de estas labores, y un infinito etcétera. Cuando uno no hace este ejercicio previo a lo que se dedica, por el contrario, es a una actividad tan placentera como individualista y estéril, o sea un mero pasatiempo personal y egoísta. Por eso, no es sorprendente que los presuntos aportes de quien actúa bajo tal desorden luego nunca lleguen a ver la luz o dejen bastante que desear.
No olvidemos tampoco que el tema de estudio, así como el enfoque, es algo que también forma parte de la percepción del autor, pues este decide en qué emplea su tiempo, con qué profundidad, bajo que óptica metodológica y demás cuestiones −sin olvidar que debe plantearse cómo lo expondrá una vez finalizado el análisis−. Por si esto fuera poco, existen otros factores que están por encima del control o voluntad de los investigadores, por ejemplo: la educación de base que han recibido, la presión a la que están sometidos por los dueños de los medios de producción intelectual o aspectos como la oferta y la demanda de los productos culturales. Si tenemos en cuenta que desde el «oficialismo» se desea que todas estas esferas están cortadas por sus cánones de lo «razonable», entenderemos cuan ridículo se torna la pretendida «equidistancia». No estamos diciendo que los sujetos sean autómatas al desarrollar su historia y estudiar la de otros, todo lo contrario, más bien es solo a partir de comprender este tipo de condicionantes que se puede elegir con mayor conciencia. Pero, aun con todo, negar que existen condicionantes y asegurar que vivimos en el «reino de la libertad» sería engañarse a sí mismo y al resto. De todos modos, esto es incomprensible para los idealistas que no entienden la interrelación entre «necesidad» y «libertad».
Finalizando nuestra exposición, ¿pretendemos acaso con estas aclaraciones una lectura idealizada de lo que fue el PCE, hemos de arrodillarnos ante todo lo que tenga relación con la hoz y el martillo y sus figuras? En absoluto. Si bien hemos refutado muchas críticas y mitos del primer periodo «frentepopulista» (1935-43) de los partidos comunistas, también nos hemos esforzado en señalar los movimientos sospechosos, criticables o indignantes de dicha línea; entre otros ejemplos se encuentra el progresivo abandono del espíritu internacionalista en favor de crecientes concesiones hacia una línea sobre el relativismo del derecho de autodeterminación, la recuperación y respeto a las «figuras de la nación» y una política de «reconciliación de clases». Véase el capítulo: «La evolución del PCE sobre la cuestión nacional (1921-1954)» (2020).
También tenemos claro que estas fallas no fueron específicas de «X» partido o país ni de «Y» personaje histórico −como hacen algunos para echar balones fuera−, sino que se puede constatar cómo en todas las secciones de las Internacional Comunista (IC), bien fuese en Chile; China, Francia o Argentina, esto se manifestó al unísono. ¿Y acaso podía ser de otra forma? Véase el capítulo: «La responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el ascenso del peronismo» (2021).
Efectivamente, hay muchos aspectos del PCE durante la etapa «leninista» (1921-1924) y «stalinista» (1925-1953) que entran dentro del espectro de lo criticable: a) la adhesión de los jefes, más mecánica que consciente, al bolchevismo −fruto de la admiración y euforia por la Revolución Rusa (1917)−; b) la incapacidad de atraer a las masas −mostrando la disociación entre la teoría y la práctica de los líderes demagógicos de la II Internacional−; c) el poco interés real en una formación ideológica de los militantes a la altura de sus desafíos; d) el abandono del trabajo en los sindicatos −siendo convertidos en bastiones de reformistas y anarquistas−; e) la falta de preparación y apoyo de cara a los cuadros clandestinos en la posguerra; f) los conatos y propuestas desesperadas de terrorismo individual; f) los bandazos a izquierda −sectarios− y derecha −liberales− sobre la postura a adoptar frente a la socialdemocracia; h) o mismamente el transformar el frente y las alianzas en una amorfa idea de «unión nacional» para salir del aislamiento dentro de la oposición antifranquista. Véase el capítulo: «¿Rescate de las figuras progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2020).
Dicho esto, podemos pasar al siguiente capítulo, que lo consideramos como la parte B: «¿Debió el PCE adoptar la «Nueva Democracia» y la «GPP» para ganar la Guerra Civil Española (1936-39)?» Juzguen vosotros mismos». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)
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