«El leninismo se desarrolló y se formó bajo el imperialismo, cuando las contradicciones del capitalismo habían llegado ya a su grado extremo, cuando la revolución proletaria se había convertido ya en una cuestión de la actividad práctica inmediata, cuando el antiguo período de preparación de la clase obrera para la revolución había llegado a su tope, cediendo lugar a un nuevo período, al período de asalto directo del capitalismo.
Lenin llamó al imperialismo «capitalismo agonizante». ¿Por qué? Porque el imperialismo lleva las contradicciones del capitalismo a su último límite, a su grado extremo, más allá del cual empieza la revolución. Entre estas contradicciones, hay tres que deben ser consideradas como las más importantes.
La primera contradicción es la existente entre el trabajo y el capital. El imperialismo es la omnipotencia de los trusts y de los sindicatos monopolistas, de los bancos y de la oligarquía financiera de los países industriales. En la lucha contra esta fuerza omnipotente, los métodos habituales de la clase obrera, los sindicatos y las cooperativas, los partidos parlamentarios y la lucha parlamentaria resultan absolutamente insuficientes. Una de dos: u os entregáis a merced del capital, vegetáis a la antigua y os hundís cada vez más, o empuñáis un arma nueva: así plantea la cuestión el imperialismo a las masas de millones de proletarios. El imperialismo lleva a la clase obrera al umbral de la revolución.
La segunda contradicción es la existente entre los distintos grupos financieros y las distintas potencias imperialistas en su lucha por las fuentes de materias primas, por territorios ajenos. El imperialismo es la exportación de capitales a las fuentes de materias primas, la lucha furiosa por la posesión monopolista de estas fuentes, la lucha por un nuevo reparto del mundo ya repartido, lucha mantenida con particular encarnizamiento por los nuevos grupos financieros y por las nuevas potencias, que buscan «un lugar bajo el sol», contra los viejos grupos y las viejas potencias, tenazmente aferrados a sus conquistas. La particularidad de esta lucha furiosa entre los distintos grupos de capitalistas es que entraña como elemento inevitable las guerras imperialistas, guerras por la conquista de territorios ajenos. Esta circunstancia tiene, a su vez, la particularidad de que lleva al mutuo debilitamiento de los imperialistas, quebranta las posiciones del capitalismo en general, aproxima el momento de la revolución proletaria y hace de esta revolución una necesidad práctica.
La tercera contradicción es la existente entre un puñado de naciones «civilizadas» dominantes y centenares de millones de hombres de las colonias y de los países dependientes. El imperialismo es la explotación más descarada y la opresión más inhumana de centenares de millones de habitantes de las inmensas colonias y países dependientes. Extraer superbeneficios: tal es el objetivo de esta explotación y de esta opresión. Pero, al explotar a esos países, el imperialismo se ve obligado a construir en ellos ferrocarriles, fábricas, centros industriales y comerciales. La aparición de la clase de los proletarios, la formación de una intelectualidad del país, el despertar de la conciencia nacional y el incremento del movimiento de liberación son resultados inevitables de esta «política». El incremento del movimiento revolucionario en todas las colonias y en todos los países dependientes, sin excepción, lo evidencia de modo palmario. Esta circunstancia es importante para el proletariado, porque mina de raíz las posiciones del capitalismo, convirtiendo a las colonias y a los países dependientes, de reservas del imperialismo, en reservas de la revolución proletaria.
Tales son, en términos generales, las contradicciones principales del imperialismo, que han convertido el antiguo capitalismo «floreciente» en capitalismo agonizante.
La importancia de la guerra imperialista desencadenada hace diez años estriba, entre otras cosas, en que juntó en un haz todas estas contradicciones y las arrojó sobre la balanza, acelerando y facilitando con ello las batallas revolucionarias del proletariado.
Dicho en otros términos: el imperialismo no sólo ha hecho que la revolución sea prácticamente inevitable, sino que se hayan creado las condiciones favorables para el asalto directo a la fortaleza del capitalismo.
Tal es la situación internacional que ha engendrado al leninismo.
Todo eso está bien, se nos dirá; pero ¿qué tiene que ver con esto Rusia, que no era ni podía ser el país clásico del imperialismo? ¿Qué tiene que ver con esto Lenin, que actuó, ante todo, en Rusia y para Rusia? ¿Por qué fue precisamente Rusia el hogar del leninismo, la cuna de la teoría y de la táctica de la revolución proletaria?
Porque Rusia era el punto de convergencia de todas estas contradicciones del imperialismo.
Porque Rusia estaba preñada de revolución más que ningún otro país del mundo, y eso hacía que sólo ella se hallase en estado de resolver estas contradicciones por vía revolucionaria.
Señalaremos en primer lugar que la Rusia zarista era un foco de todo género de opresión –capitalista, colonial y militar– en su forma más inhumana y más bárbara. ¿Quién ignora que, en Rusia, la omnipotencia del capital se fundía con el despotismo zarista; la agresividad del nacionalismo ruso con las atrocidades del zarismo contra los pueblos no rusos; la explotación de zonas enteras –Turquía, Persia, China–, con la anexión de estas zonas por el zarismo, con las guerras anexionistas? Lenin tenía razón cuando decía que el zarismo era un «imperialismo militar-feudal». El zarismo era la condensación de los aspectos más negativos del imperialismo, elevados al cubo.
Además, la Rusia zarista no sólo era una importantísima reserva del imperialismo occidental porque abría sus puertas de par en par al capital extranjero, que tenía en sus manos ramas tan decisivas de la economía nacional de Rusia como los combustibles y la metalurgia, sino también porque podía poner al servicio de los imperialistas occidentales millones de soldados. Recordad el ejército ruso de catorce millones de hombres, que derramó su sangre en los frentes imperialistas para asegurar fabulosas ganancias a los capitalistas anglo-franceses.
Además, el zarismo no sólo era el perro de presa del imperialismo en el Oriente de Europa, sino también el agente del imperialismo occidental para exprimir de la población centenares de millones: los intereses de los empréstitos que el zarismo obtenía en París y en Londres, en Berlín y en Bruselas.
Finalmente, el zarismo era el aliado más fiel del imperialismo occidental en el reparto de Turquía, de Persia, de China, etc. ¿Quién ignora que el zarismo hacía la guerra imperialista aliado a los imperialistas de la Entente y que Rusia era un elemento esencial en esta guerra?
Por eso, los intereses del zarismo y del imperialismo occidental se entrelazaban y acababan fundiéndose en una sola madeja de intereses del imperialismo.
¿Acaso podía el imperialismo del Occidente resignarse a la pérdida de un puntal tan poderoso en el Oriente y de una fuente tan rica en fuerzas y en recursos, como era la vieja Rusia zarista y burguesa, sin poner a prueba todas sus fuerzas para sostener una lucha a muerte contra la revolución en Rusia, a fin de defender y conservar el zarismo? ¡Naturalmente que no!
Pero de aquí se desprende que quien quería golpear al zarismo, levantaba inevitablemente la mano contra el imperialismo; que quien se sublevaba contra el zarismo, tenía que sublevarse también contra el imperialismo, pues quien derrocara al zarismo, si en realidad no pensaba sólo en derribarlo, sino en acabar con el definitivamente, tenía que derrocar también al imperialismo. La revolución contra el zarismo se aproximaba de este modo a la revolución contra el imperialismo, a la revolución proletaria, y debía transformarse en ella.
Entretanto, en Rusia iba en ascenso la más grande de las revoluciones populares, a cuyo frente se hallaba el proletariado más revolucionario del mundo, un proletariado que disponía de un aliado tan importante como los campesinos revolucionarios de Rusia. ¿Hace falta, acaso, demostrar que una revolución así no podía quedarse a mitad de camino; que, en caso de triunfar, debía seguir adelante, enarbolando la bandera de la insurrección contra el imperialismo?
Por eso Rusia tenía que convertirse en un punto de convergencia de las contradicciones del imperialismo, no sólo porque en Rusia precisamente estas contradicciones se ponían de manifiesto con mayor facilidad a causa de su carácter tan escandaloso y tan intolerable, y no sólo porque Rusia era el puntal más importante del imperialismo occidental, el puntal que unía al capital financiero del Occidente con las colonias del Oriente, sino también porque solamente en Rusia existía una fuerza real capaz de resolver las contradicciones del imperialismo por vía revolucionaria.
Pero de esto se desprende que la revolución en Rusia no podía menos de ser proletaria, no podía menos de revestir, desde los primeros momentos de su desarrollo, un carácter internacional, y no podía, por tanto, menos de sacudir los cimientos mismos del imperialismo mundial.
¿Acaso los comunistas rusos podían, ante semejante estado de cosas, limitarse en su labor al marco estrechamente nacional de la revolución rusa? ¡Naturalmente que no! Por el contrario, toda la situación, tanto la interior –profunda crisis revolucionaría– como la exterior –la guerra–, los empujaba a salirse en su labor de ese marco, a llevar la lucha a la palestra internacional, a poner al desnudo las lacras del imperialismo, a demostrar el carácter inevitable de la bancarrota del capitalismo, a destrozar el socialchovinismo y el socialpacifismo y, por último, a derribar el capitalismo dentro de su país y a forjar para el proletariado un arma nueva de lucha –la teoría y la táctica de la revolución proletaria–, con el fin de facilitar a los proletarios de todos los países el derrocamiento del capitalismo. Los comunistas rusos no podían obrar de otro modo, pues sólo siguiendo este camino se podía contar con que se produjesen en la situación internacional ciertos cambios, capaces de garantizar a Rusia contra la restauración del régimen burgués.
Por eso, Rusia se convirtió en el hogar del leninismo, y el jefe de los comunistas rusos, Lenin, en su creador.
Con Rusia y con Lenin «ocurrió» aproximadamente lo mismo que había ocurrido con Alemania con Marx y Engels en la década del 40 del siglo pasado. Entonces, Alemania estaba preñada, como la Rusia de comienzos del siglo XX, de una revolución burguesa. Marx escribió entonces en el «Manifiesto Comunista»:
Los comunistas fijan su principal atención en Alemania, porque Alemania se halla en vísperas de una revolución burguesa y porque llevará a cabo esta revolución bajo las condiciones más progresivas de la civilización europea en general, y con un proletariado mucho más desarrollado que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el XVIII, y, por lo tanto, la revolución burguesa alemana no podrá ser sino el preludio inmediato de una revolución proletaria.
Dicho en otros términos: el centro del movimiento revolucionario se desplazaba a Alemania.
No cabe duda de que precisamente esta circunstancia, apuntada por Marx en el pasaje citado constituyó la causa probable de que fuese Alemania la cuna del socialismo científico, y los jefes del proletariado alemán, Marx y Engels, sus creadores.
Lo mismo hay que decir, pero en mayor grado todavía, de la Rusia de comienzos del siglo XX. En ese período, Rusia se hallaba en vísperas de la revolución burguesa y había de llevar a cabo esta revolución en un ambiente más progresivo en Europa y con un proletariado más desarrollado que el de Alemania en la década del 40 del siglo último –sin hablar ya de Inglaterra y de Francia–; además, todo indicaba que esta revolución debía servir de fermento y de prólogo a la revolución proletaria.
No puede considerarse casual el hecho de que ya en 1902, cuando la revolución rusa estaba todavía en sus comienzos, Lenin dijese, en su folleto «¿Qué hacer?», estas palabras proféticas:
«La historia plantea hoy ante nosotros una tarea inmediata, que es la más revolucionaria de todas las tareas inmediatas del proletariado de ningún otro país. La realización de esta tarea, la demolición del más poderoso baluarte, no ya de la reacción europea, sino también –hoy podemos afirmarlo– de la reacción asiática, convertiría al proletariado ruso en la vanguardia del proletariado revolucionario internacional» (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
Dicho en otros términos: el centro del movimiento revolucionario debía desplazarse a Rusia.
Sabido es que el desarrollo de la revolución en Rusia ha justificado, y con creces, esta predicción de Lenin.
Y, siendo así, ¿tiene algo de asombroso que el país que ha llevado a cabo semejante revolución y que cuenta con semejante proletariado haya sido la patria de la teoría y la táctica de la revolución proletaria?
¿Tiene algo de asombroso que el jefe del proletariado de Rusia, Lenin, haya sido, a la par, el creador de esta teoría y de esta táctica y el jefe del proletariado internacional?». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili; Stalin; Los fundamentos del leninismo, 1924)
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