sábado, 31 de octubre de 2015

Sobre la igualdad en la desigualdad: la distribución según la necesidad y no según el trabajo


«3. «La emancipación del trabajo exige que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común de la sociedad y que todo el trabajo sea regulado colectivamente, con un reparto equitativo del fruto del trabajo».

Donde dice «que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común», debería decir, indudablemente, «se conviertan en patrimonio común». Pero esto sólo de pasada.

¿Que es el «fruto del trabajo»? ¿El producto del trabajo o su valor? Y en este último caso, ¿el valor total del producto, o sólo la parte de valor que el trabajo añade al valor de los medios de producción consumidos?

Eso del «fruto del trabajo» es una idea vaga con la que Lassalle ha suplantado conceptos económicos precisos.

¿Qué es «reparto equitativo»?

¿No afirman los burgueses que el reparto actual es «equitativo»? ¿Y no es éste, en efecto, el único reparto «equitativo» que cabe, sobre la base del modo actual de producción? ¿Acaso las relaciones económicas son reguladas por los conceptos jurídicos? ¿No surgen, por el contrario, las relaciones jurídicas de las relaciones económicas? ¿No se forjan también los sectarios socialistas las más variadas ideas acerca del reparto «equitativo»?

Para saber lo que aquí hay que entender por la frase de «reparto equitativo», tenemos que cotejar este párrafo con el primero. El párrafo que glosamos supone una sociedad en la cual los «medios de trabajo son patrimonio común y todo el trabajo se regula colectivamente», mientras que en el párrafo primero vemos que «el fruto íntegro del trabajo pertenece por igual derecho a todos los miembros de la sociedad».

¿«Todos los miembros de la sociedad»? ¿También los que no trabajan? ¿Dónde se queda, entonces, el «fruto íntegro del trabajo»? ¿O sólo los miembros de la sociedad que trabajan? ¿Dónde dejamos, entonces, el «derecho igual» de todos los miembros de la sociedad?

Sin embargo, lo de «todos los miembros de la sociedad» y «el derecho igual» no son, manifiestamente, más que frases. Lo esencial del asunto está en que, en esta sociedad comunista, todo obrero debe obtener el «fruto íntegro del trabajo» lassalleano.

Tomemos, en primer lugar, las palabras «el fruto del trabajo» en el sentido del producto del trabajo; entonces, el fruto del trabajo colectivo será la totalidad del producto social.

Ahora, de aquí hay que deducir:

Primero: una parte para reponer los medios de producción consumidos.

Segundo: una parte suplementaria para ampliar la producción.

Tercero: el fondo de reserva o de seguro contra accidentes, trastornos debidos a fenómenos naturales, etc.

Estas deducciones del «fruto íntegro del trabajo» constituyen una necesidad económica, y su magnitud se determinará según los medios y fuerzas existentes, y en parte, por medio del cálculo de probabilidades, pero de ningún modo puede calcularse partiendo de la equidad.

Queda la parte restante del producto total, destinada a servir de medios de consumo.

Pero, antes de que esta parte llegue al reparto individual, de ella hay que deducir todavía:

Primero: los gastos generales de administración, no concernientes a la producción.

Esta parte será, desde el primer momento, considerablemente reducida en comparación con la sociedad actual, e irá disminuyendo a medida que la nueva sociedad se desarrolle.

Segundo: la parte que se destine a satisfacer necesidades colectivas, tales como escuelas, instituciones sanitarias, etc.

Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en comparación con la sociedad actual, y seguirá aumentando en la medida en que la nueva sociedad se desarrolle.

Tercero: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas para el trabajo, etc.; en una palabra, lo que hoy compete a la llamada beneficencia oficial.

Sólo después de esto podemos proceder al «reparto», es decir, a lo único que, bajo la influencia de Lassalle y con una concepción estrecha, tiene presente el programa, es decir, a la parte de los medios de consumo que se reparte entre los productores individuales de la colectividad.

El «fruto íntegro del trabajo» se ha transformado ya, imperceptiblemente, en el «fruto parcial», aunque lo que se le quite al productor en calidad de individuo vuelva a él, directa o indirectamente, en calidad de miembros de la sociedad.

Y así como se ha evaporado la expresión «el fruto íntegro del trabajo», se evapora ahora la expresión «el fruto del trabajo» en general.

En el seno de una sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los medios de producción, los productores no cambian sus productos; el trabajo invertido en los productos no se presenta aquí, tampoco, como valor de estos productos, como una cualidad material, poseída por ellos, pues aquí, por oposición a lo que sucede en la sociedad capitalista, los trabajos individuales no forman ya parte integrante del trabajo común mediante un rodeo, sino directamente. La expresión «el fruto del trabajo», ya hoy recusable por su ambigüedad, pierde así todo sentido.

De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino, al contrario, de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede. Congruentemente con esto, en ella el productor individual obtiene de la sociedad después de hechas las obligadas deducciones exactamente lo que ha dado. Lo que el productor ha dado a la sociedad es su cuota individual de trabajo. Así, por ejemplo, la jornada social de trabajo se compone de la suma de las horas de trabajo individual; el tiempo individual de trabajo de cada productor por separado es la parte de la jornada social de trabajo que él aporta, su participación en ella. La sociedad le entrega un bono consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común, y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que rindió. La misma cantidad de trabajo que ha dado a la sociedad bajo una forma, la recibe de esta bajo otra distinta.

Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto éste es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, por que bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero, en lo que se refiere a la distribución de estos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo otra forma distinta.

Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho burgués, aunque ahora el principio y la práctica ya no se tiran de los pelos, mientras que en el régimen de intercambio de mercancías, el intercambio de equivalentes no se da más que como término medio, y no en los casos individuales.

A pesar de este progreso, este derecho igual sigue llevando implícita una limitación burguesa. El derecho de los productores es proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo rasero: por el trabajo.

Pero unos individuos son superiores, física e intelectualmente a otros y rinden, pues, en el mismo tiempo, más trabajo, o pueden trabajar más tiempo; y el trabajo, para servir de medida, tiene que determinarse en cuanto a duración o intensidad; de otro modo, deja de ser una medida. Este derecho igual es un derecho desigual para trabajo desigual. No reconoce ninguna distinción de clase, porque aquí cada individuo no es más que un trabajador como los demás; pero reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las desiguales aptitudes individuales, y, por consiguiente, la desigual capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la aplicación de una medida igual; pero los individuos desiguales (y no serían distintos individuos si no fuesen desiguales) sólo pueden medirse por la misma medida siempre y cuando que se les coloque bajo un mismo punto de vista y se les mire solamente en un aspecto determinado ; por ejemplo, en el caso dado, sólo en cuanto obreros, y no se vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás. Prosigamos: un obrero está casado y otro no; uno tiene más hijos que otro, etc., etc. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, uno obtiene de hecho más que otro, uno es más rico que otro, etc. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual.

Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista después de un largo y doloroso alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la estructura económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado.

En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!

Me he extendido sobre el «fruto íntegro del trabajo», de una parte, y de otra, sobre «el derecho igual» y «el reparto equitativo», para demostrar en qué grave falta se incurre, de un lado, cuando se quiere volver a imponer a nuestro Partido como dogmas ideas que, si en otro tiempo tuvieron un sentido, hoy ya no son más que tópicos en desuso, y, de otro, cuando se tergiversa la concepción realista –que tanto esfuerzo ha costado inculcar al Partido, pero que hoy está ya enraizada con patrañas ideológicas, jurídicas y de otro género, tan en boga entre los demócratas y los socialistas franceses.

Aun prescindiendo de lo que queda expuesto, es equivocado, en general, tomar como esencial la llamada distribución y poner en ella el acento principal.

La distribución de los medios de consumo es, en todo momento, un corolario de la distribución de las propias condiciones de producción. Y ésta es una característica del modo mismo de producción. Por ejemplo, el modo capitalista de producción descansa en el hecho de que las condiciones materiales de producción les son adjudicadas a los que no trabajan bajo la forma de propiedad del capital y propiedad del suelo, mientras la masa sólo es propietaria de la condición personal de producción, la fuerza de trabajo. Distribuidos de este modo los elementos de producción, la actual distribución de los medios de consumo es una consecuencia natural. Si las condiciones materiales de producción fuesen propiedad colectiva de los propios obreros, esto determinaría, por sí solo, una distribución de los medios de consumo distinta de la actual. El socialismo vulgar y por intermedio suyo, una parte de la democracia ha aprendido de los economistas burgueses a considerar y tratar la distribución como algo independiente del modo de producción, y, por tanto, a exponer el socialismo como una doctrina que gira principalmente en torno a la distribución. Una vez que esta dilucidada, desde hace ya mucho tiempo, la verdadera relación de las cosas, ¿por qué volver a marchar hacia atrás?». (‪Karl Marx‬; Crítica al programa de Gotha, 1875)

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