«Hay sobre todo tres grandes descubrimientos, que han
dado un impulso gigantesco a nuestros conocimientos acerca de
la concatenación de los procesos naturales: el primero es el descubrimiento de la célula, como unidad de cuya multiplicación y diferenciación se desarrolla todo el cuerpo del vegetal y del animal,
de tal modo que no sólo se ha podido establecer que el desarrollo
y el crecimiento de todos los organismos superiores son fenómenos sujetos a una sola ley general, sino que, además, la capacidad
de variación de la célula, nos señala el camino por el que los organismos pueden cambiar de especie, y por tanto, recorrer una
trayectoria superior a la individual. El segundo es la transformación de la energía, gracias al cual todas las llamadas fuerzas que
actúan en primer lugar en la naturaleza inorgánica −la fuerza
mecánica y su complemento, la llamada energía potencial, el calor, las radiaciones −la luz y el calor radiado−, la electricidad, el
magnetismo, la energía química− se han acreditado como otras
tantas formas de manifestarse el movimiento universal, formas
que, en determinadas proporciones de cantidad, se truecan las
unas en las otras, por donde la cantidad de una fuerza que desaparece es sustituida por una determinada cantidad de otra que aparece, y todo el movimiento de la naturaleza se reduce a este proceso incesante de transformación de unas formas en otras. Finalmente, el tercero es la prueba, desarrollada primeramente por
Darwin de un modo completo, de que los productos orgánicos de
la naturaleza que hoy existen en torno nuestro, incluyendo los
hombres, son el resultado de un largo proceso de evolución, que
arranca de unos cuantos gérmenes primitivamente unicelulares,
los cuales, a su vez, proceden del protoplasma o albúmina formada por vía química.
Gracias a estos tres grandes descubrimientos, y a los demás
progresos formidables de las ciencias naturales, estamos hoy en
condiciones de poder demostrar no sólo la trabazón entre los fenómenos de la naturaleza dentro de un campo determinado, sino
también, a grandes rasgos, la existente entre los distintos campos,
presentando así un cuadro de conjunto de la concatenación de la
naturaleza bajo una forma bastante sistemática, por medio de los
hechos suministrados por las mismas ciencias naturales empíricas. El darnos esta visión de conjunto era la misión que corría antes a cargo de la llamada filosofía de la naturaleza. Para poder hacerlo, ésta no tenía más remedio que suplantar las concatenaciones reales, que aún no se habían descubierto, por otras ideales,
imaginarias, sustituyendo los hechos ignorados por figuraciones,
llenando las verdaderas lagunas por medio de la imaginación.
Con este método llegó a ciertas ideas geniales y presintió algunos
de los descubrimientos posteriores. Pero también cometió, como
no podía por menos, absurdos de mucha monta. Hoy, cuando los
resultados de las investigaciones naturales sólo necesitan enfocarse dialécticamente, es decir, en su propia concatenación, para
llegar a un «sistema de la naturaleza» suficiente para nuestro
tiempo, cuando el carácter dialéctico de esta concatenación se impone, incluso contra su voluntad, a las cabezas metafísicamente
educadas de los naturalistas; hoy, la filosofía de la naturaleza ha
quedado definitivamente liquidada. Cualquier intento de resucitarla no sería solamente superfluo: significaría un retroceso.
Y lo que decimos de la naturaleza, concebida aquí también
como un proceso de desarrollo histórico, es aplicable igualmente
a la historia de la sociedad en todas sus ramas y, en general, a todas las ciencias que se ocupan de cosas humanas −y divinas−.
También la filosofía de la historia, del derecho, de la religión, etc.,
consistía en sustituir la trabazón real acusada en los hechos mismos por otra inventada por la cabeza del filósofo, y la historia era
concebida, en conjunto y en sus diversas partes, como la realización gradual de ciertas ideas, que eran siempre, naturalmente, las
ideas favoritas del propio filósofo. Según esto, la historia laboraba inconscientemente, pero bajo el imperio de la necesidad, hacia
una meta ideal fijada de antemano, como, por ejemplo, en Hegel,
hacia la realización de su idea absoluta, y la tendencia ineluctable
hacia esta idea absoluta formaba la trabazón interna de los acontecimientos históricos. Es decir, que la trabazón real de los hechos, todavía ignorada, se suplantaba por una nueva providencia
misteriosa, inconsciente o que llega poco a poco a la conciencia.
Aquí, al igual que en el campo de la naturaleza, había que acabar
con estas concatenaciones inventadas y artificiales, descubriendo
las reales y verdaderas; misión ésta que, en última instancia, suponía descubrir las leyes generales del movimiento que se imponen como dominantes en la historia de la sociedad humana. Ahora bien, la historia del desarrollo de la sociedad difiere
sustancialmente, en un punto, de la historia del desarrollo de la naturaleza. En ésta −si prescindimos de la reacción ejercida a su
vez por los hombres sobre la naturaleza−, los factores que actúan
los unos sobre los otros y en cuyo juego mutuo se impone la ley
general, son todos agentes inconscientes y ciegos. De cuanto acontece en la naturaleza −lo mismo los innumerables fenómenos aparentemente fortuitos que afloran a la superficie, que los resultados
finales por los cuales se comprueba que esas aparentes casualidades se rigen por su lógica interna−, nada acontece por obra de la
voluntad, con arreglo a un fin consciente. En cambio, en la historia
de la sociedad, los agentes son todos hombres dotados de conciencia, que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo
determinados fines; aquí, nada acaece sin una intención consciente, sin un fin deseado. Pero esta distinción, por muy importante
que ella sea para la investigación histórica, sobre todo la de épocas
y acontecimientos aislados, no altera para nada el hecho de que el
curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno.
También aquí reina, en la superficie y en conjunto, pese a los fines
conscientemente deseados de los individuos, un aparente azar;
rara vez acaece lo que se desea, y en la mayoría de los casos los
muchos fines perseguidos se entrecruzan unos con otros y se contradicen, cuando no son de suyo irrealizables o insuficientes los
medios de que se dispone para llevarlos a cabo. Las colisiones entre las innumerables voluntades y actos individuales crean en el
campo de la historia un estado de cosas muy análogo al que impera en la naturaleza inconsciente. Los fines que se persiguen con los
actos son obra de la voluntad, pero los resultados que en la realidad se derivan de ellos no lo son, y aun cuando parezcan ajustarse de momento al fin perseguido, a la postre encierran consecuencias muy distintas a las apetecidas. por eso, en conjunto, los acontecimientos históricos también parecen estar presididos por el
azar. Pero allí donde en la superficie de las cosas parece reinar la
casualidad, ésta se halla siempre gobernada por leyes internas
ocultas, y de lo que se trata es de descubrir estas leyes.
Los hombres hacen su historia, cualesquiera que sean los
rumbos de ésta, al perseguir cada cual sus fines propios con la
conciencia y la voluntad de lo que hacen; y la resultante de estas
numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones, y de
su múltiple influencia sobre el mundo exterior, es precisamente
la historia. Importa, pues, también lo que quieran los muchos individuos. La voluntad está movida por la pasión o por la reflexión.
Pero los resortes que, a su vez, mueven directamente a éstas, son
muy diversos. Unas veces, son objetos exteriores; otras veces, motivos ideales: ambición, «pasión por la verdad y la justicia», odio
personal, y también manías individuales de todo género. Pero,
por una parte, ya veíamos que las muchas voluntades individuales que actúan en la historia producen casi siempre resultados
muy distintos de los perseguidos −a veces, incluso contrarios−,
y, por tanto, sus móviles tienen una importancia puramente secundaria en cuanto al resultado total. Por otra parte, hay que preguntarse qué fuerzas propulsoras actúan, a su vez, detrás de esos
móviles, qué causas históricas son las que en las cabezas de los
hombres se transforman en estos móviles.
Esta pregunta no se la había hecho jamás el antiguo materialismo. Por esto su interpretación de la historia, cuando la tiene, es
esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia
en buenos y en malos, y luego comprueba, que, por regla general,
los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De
donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la
historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros,
que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición
a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles
ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles
son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba
precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse,
partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes. En cambio, la
filosofía de la historia, principalmente la representada por Hegel,
reconoce que los móviles ostensibles y aun los móviles reales y
efectivos de los hombres que actúan en la historia no son, ni mucho menos, las últimas causas de los acontecimientos históricos,
sino que detrás de ellos están otras fuerzas determinantes, que
hay que investigar lo que ocurre es que no va a buscar estas fuerzas a la misma historia, sino que las importa de fuera, de la ideología filosófica. En vez de explicar la historia de antigua Grecia
por su propia concatenación interna, Hegel afirma, por ejemplo,
sencillamente, que esta historia no es más que la elaboración de
las «formas de la bella individualidad», la realización de la «obra
de arte» como tal. Con este motivo, dice muchas cosas hermosas y profundas acerca de los antiguos griegos, pero esto no es obstáculo para que hoy no nos demos por satisfechos con semejante
explicación, que no es más que una frase.
Por tanto, si se quiere investigar las fuerzas motrices que −consciente o inconscientemente, y con harta frecuencia inconscientemente− están detrás de estos móviles por los que actúan los
hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes
supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como
en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y,
dentro de cada pueblo, a clases enteras; y no momentáneamente,
en explosiones rápidas, como fugaces hogueras, sino en acciones
continuadas que se traducen en grandes cambios históricos. Indagar las causas determinantes de sus jefes −los llamados grandes
hombres− como móviles conscientes, de un modo claro o confuso, en forma directa o bajo un ropaje ideológico e incluso divinizado: he aquí el único camino que puede llevarnos a descubrir las
leyes por las que se rige la historia en conjunto, al igual que la de
los distintos períodos y países. Todo lo que mueve a los hombres
tiene que pasar necesariamente por sus cabezas; pero la forma
que adopte dentro de ellas depende en mucho de las circunstancias. Los obreros no se han reconciliado, ni mucho menos, con el
maquinismo capitalista, aunque ya no hagan pedazos las máquinas, como todavía en 1848 hicieran en el Rin.
Pero mientras que en todos los períodos anteriores la investigación de estas causas propulsoras de la historia era punto menos que imposible −por lo compleja y velada que era la trabazón
de aquellas causas con sus efectos−, en la actualidad, esta trabazón está ya lo suficientemente simplificada para que el enigma
pueda descifrarse». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
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