martes, 17 de mayo de 2022

¿Es cierto que el marxismo menosprecia o cercena el papel del hombre en la historia?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022

«En este apartado abordaremos las clásicas polémicas contra el marxismo, como acusarle de «infravalorar o limitar la actividad trasformadora del hombre»; de plantear que no tiene sentido aquello de que «el ser social determina la conciencia social»; o que «aquello de base y superestructura» es «mecanicista» y «no puede explicar nada», como en su día mantuvieron diversos pensadores, tanto famosos como poco conocidos −Barth, Bernstein, Jaurès, Thompson, Sacristán, Astrada o Montserrat, entre otros−. Aprovechando la ocasión, esto nos servirá para indagar en cómo los discípulos de Marx y Engels se enfrentaron a este tipo de desafíos que sus adversarios lanzaban una y otra vez, por lo que rescataremos los textos clásicos de los Kautsky, Mehring, Labriola, Lafargue, Plejánov o Lenin contra sus adversarios y falsos aliados. Esto será propicio para comprobar que el revisionismo no tiene nada que ofrecer salvo una cabezonería que consiste en la repetición de las viejas habladurías y deseos febriles en donde se toma a la realidad no como es, sino como le gustaría que fuese −lo que les impide aceptarla, conocerla y transformarla−. Una vez repasemos los fundamentos −y no los supuestos− del materialismo histórico, abordaremos esos intentos de sustituir lo que es un conocimiento sosegado de la realidad −a fin de actuar sobre ella− por esa baldía filosofía que se «autoconoce» y «traspasa» todos los límites, algo que bien podría ser firmado por el mismísimo Schopenhauer o Nietzsche.

Paul Barth y su crítica al «economicismo» de Marx y Engels

Sin duda uno de los objetivos de los «marxistas de segunda generación», como Lafargue, Mehring, Kautsky, Plejánov o Labriola, fue el divulgar −con más o menos acierto y rigor− la obra de Marx y Engels. En suma, con la documentación y explicaciones proporcionadas esta labor debería haber sido suficiente para cerrar el debate artificial sobre si se debe considerar la interpretación histórica de Marx y Engels como un «economicismo» vulgar y mecánico. Sin embargo, esto no ha impedido, cómo era de esperar, que cada cierto tiempo los lacayos de la burguesía hayan repetido las mismas acusaciones contra el llamado «materialismo histórico» una y otra vez. Un buen ejemplo de ello es la tesis que presentó Juan Domingo Sánchez Estop en un seminario de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, en donde consideró que, en Marx:

«El sentido de la historia se halla predeterminado. Lo cual significa colocar el pretendido determinismo marxista dentro de una teleología histórica universal. La acción de los individuos se halla determinada por la producción material de su existencia. Lo cual equivale a establecer como tesis marxista, no ya un determinismo teleológico sino un determinismo de la causa eficiente de carácter mecanicista». (Juan Domingo Sánchez Estop; Determinismo e historia en Karl Marx, 1984)

Sin embargo, antes que él, ya hubo muchas otras falsas eminencias que repitieron toda esta ristra de sin sentidos, demostrando no haber dedicado un solo minuto a estudiar la obra del autor en cuestión. En su momento, los marxistas de la época ya se encargaron de aclarar varias de estas cuestiones:

«Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. (…) Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta −las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas− ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores. (…) De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado». (Friedrich Engels; Carta a J. Bolch, 22 de septiembre de 1890)

Este comentario ya valdría para cerrar todo el debate sobre si el materialismo histórico de Marx y Engels es un «determinismo económico extremo», de si «reduce la voluntad de los hombres a cero», y otras chorradas que tanto se han repetido cíclicamente. Solamente por el interés supremo del lector, y para constatar la poca originalidad de nuestros críticos, seguiremos con la exposición.

En 1890, en una conocida emisiva, Friedrich Engels respondió a Konrad Schmidt en torno a las diversas opiniones que últimamente venían vertiéndose sobre el materialismo histórico, especialmente aquella acusación que aseguraba que este método «ignoraba el papel que ejercía en las sociedades la política, la moral, la legislación, la psicología y demás», pues «solo tenía en cuenta la economía». En virtud de esto, contestó a su allegado que si este tipo de críticos, como Paul Barth, deseaban comprobar si tal cosa era verdad, podían empezar por revisar de primera mano su literatura. Ahora, otra cosa muy diferente era que estas afirmaciones no fuesen un lamentable malentendido, sino una campaña de difamación calculada con premeditación y alevosía:

«Por tanto, si Barth cree que nosotros negamos todas y cada una de las repercusiones de los reflejos políticos, etc., del movimiento económico sobre este mismo movimiento económico, lucha contra molinos de viento. Le bastará con leer «El 18 de brumario de Luis Bonaparte» (1852), de Marx, obra que trata casi exclusivamente del papel especial que desempeñan las luchas y los acontecimientos políticos, claro está que dentro de su supeditación general a las condiciones económicas. O «El Capital» (1867), por ejemplo, el capítulo que trata de la jornada de trabajo, donde la legislación, que es, desde luego, un acto político, ejerce una influencia tan tajante. O el capítulo dedicado a la historia de la burguesía. Si el poder político es económicamente impotente, ¿por qué entonces luchamos por la dictadura política del proletariado?». (Friedrich Engels; Carta a Konrad Schmidt, 27 de octubre de 1890)

Franz Mehring, en su conocida obra «Sobre el materialismo histórico» (1893), recogió las quejas de Paul Barth, filósofo, sociólogo e historiador que ejerció como docente en la universidad de Leipzig. Él continuó insistiendo en que el método de Marx era «muy indeterminado» y que «solo ocasionalmente explica y fundamenta con algunos pocos ejemplos en sus escritos». Pero su reticencia principal residía en que, a su parecer, no existía «tal primacía de la economía sobre la política». Engels consideró muy positivamente este trabajo de su amigo Mehring, pues destruía las ridículas nociones del señor Barth, quien aún se encontraba anclado en los relatos idealistas que trataban de explicar las cruzadas en Oriente Medio (S. XI-XIII), o las cruzadas bálticas (S. XII-XIII), por meras motivaciones ideológicas como el «fervor religioso»:

«Las verdaderas fuerzas propulsoras que lo mueven, permanecen ignoradas para él; de otro modo, no sería tal proceso ideológico. Se imaginan, pues, fuerzas propulsoras falsas o aparentes. Como se trata de un proceso discursivo, deduce su contenido y su forma del pensar puro, sea el suyo propio o el de sus predecesores. Trabaja exclusivamente con material discursivo, que acepta sin mirarlo, como creación, sin buscar otra fuente más alejada e independiente del pensamiento; para él, esto es la evidencia misma, puesto que para él todos los actos, en cuanto les sirva de mediador el pensamiento, tienen también en éste su fundamento último». (Friedrich Engels; Carta a Franz Mehring, 14 de julio de 1893)

De hecho, el trabajo de investigación histórica de Mehring fue tan fructífero en esos años que también tuvo tiempo de analizar otros conflictos, como la famosa Guerra de los Treinta Años (1618-1648). En su obra «Gustavo Adolfo II de Suecia la Guerra de los Treinta Años y la construcción del Estado alemán» (1894), expuso una vez más cómo musulmanes, calvinistas, católicos y protestantes se aliaron y se traicionaron mutuamente, siendo el «fervor religioso» un motivo secundario para que los emperadores y príncipes declarasen la guerra o tejiesen alianzas, y la prueba está en que muchos de ellos no tenían problema en cambiar de fe si con eso aseguraban sus posesiones y privilegios. Esto no quiere decir, como algunos han malinterpretado, que toda ideología −política, filosófica, religiosa u otra− sea «falsa» y que no debemos preocuparnos lo más mínimo por estudiar su origen o combatir su influencia. Nada que ver. La ideología, como forma de conciencia social, es el reflejo de unos intereses materiales, y sin hallar estos condicionantes, no podemos comprender las propias ideas y su propia idiosincrasia, especialmente cuando más nos alejamos en el tiempo. Qué cercanas o lejanas estén dichas ideas de la realidad −y a quién representen−, es otro tema, como luego veremos.

El libro de Mehring mostró a la perfección cuán lejos estaban los profesores alemanes −como Paul Barth− de entender lo más básico sobre la historia y sus móviles reales. En última instancia, estas explicaciones y reduccionismos tenían su razón en el concepto metafísico con el que operaban estos pensadores burgueses:

«Con esto se halla relacionado también el necio modo de ver los ideólogos: como negamos un desarrollo histórico independiente a las distintas esferas ideológicas, que desempeñan un papel en la historia, les negamos también todo efecto histórico. Este modo de ver se basa en una representación vulgar antidialéctica de la causa y el efecto de acciones y reacciones. Que un factor histórico, una vez alumbrado por otros hechos, que son en última instancia hechos económicos, repercute a su vez sobre lo que le rodea e incluso sobre sus propias causas, es cosa que olvidan, a veces muy intencionadamente, esos caballeros, como, por ejemplo, Barth al hablar del estamento sacerdotal y la religión, pág. 475 de su obra de usted. Me ha gustado mucho su manera de ajustarle las cuentas a ese sujeto, cuya banalidad supera todo lo imaginable». (Friedrich Engels; Carta a Franz Mehring, 14 de julio de 1893)

Hubo otro marxista, Antonio Labriola, que siempre mantuvo especial interés por aclarar este tipo de equívocos:

«Se engañan los que creen que con invocar la interpretación económica de la historia lo explican todo. Y al decir esto nos referimos principal y casi exclusivamente a ciertas tentativas analíticas que, separando unas de otras las formas y categorías económicas y las diferentes manifestaciones del derecho, la legislación, la política, las costumbres, etc., investigan cada fenómeno de por sí y estudian luego las mutuas influencias de estos diferentes aspectos de la vida, enfocados en abstracto. Nuestra posición es totalmente distinta. Nosotros abrazamos una concepción orgánica de la historia. Ante nuestro espíritu se alza la unidad íntegra de la vida social. La propia economía se diluye a lo largo de un proceso para presentarse en otras tantas fases morfológicas, en cada una de las cuales sirve de cimiento a todo lo demás. No se trata, en suma, de extender el llamado factor económico, aislado, en abstracto, al resto de la vida social, como nuestros adversarios se imaginan, sino que se trata, ante todo, de comprender históricamente la economía y de explicar por sus cambios los demás. He ahí nuestra respuesta a cuantas críticas se nos hacen desde todos los terrenos de la sabia ignorancia». (Antonio Labriola; En memoria del Manifiesto de los comunistas, 1895)

Además, este marxista italiano resolvió otro punto anexo de forma brillante. Él subrayó que, ciertamente, tanto los sistemas teológicos de la antigüedad, como los sistemas filosóficos más modernos, han adolecido de muchas y variadas deficiencias: explicaciones fantásticas, predicaciones inverosímiles y soluciones aún más utópicas. Pero… aun siendo idealistas en sus relatos, y por ende, incompletos, ridículos y profundamente equivocados, muchas veces sí contenían parte de verdad, simplemente albergaban una parte de razón que debía de hallarse debajo de ese halo místico. En todo caso, estas explicaciones eran y reflejaban el producto de su tiempo, por lo que, fuesen más acertados o menos, siempre acababan pasando a formar parte de todos los poros de la sociedad; razón de peso por la que examinarlas se vuelve algo sumamente necesario para el historiador si de verdad desea comprender estas épocas pretéritas: 

«Se refleja una no pequeña parte del proceso humano, y por esto no deben considerarse como invenciones gratuitas ni como producto de momentánea ilusión. Son partes y momentos de esto que llamemos espíritu humano. Y si se da el caso de que semejantes conceptos e ideaciones se mezclen y confunden con la comnmnis opinio de las personas cultas, o de aquellas que pasan por tales acaban constituyendo una masa de prejuicios y forman la impedimenta que la ignorancia opone a la visión clara y plena de las cosas efectivas. Estos prejuicios corren como derivados fraseológicos en boca de los políticos de oficio, de los llamados escritores y periodistas de toda clase y color, y ofrecen el fulgor de la retórica a la llamada opinión pública». (Antonio Labriola; Del materialismo histórico, 1896)

Continuando con estas aclaraciones de cara a adversarios y competidores, Engels envió la siguiente respuesta al economista y representante del anarquismo W. Borgius, quien estaba interesado acerca de cómo consideraba el amigo y compañero de armas de Marx aquello de las «condiciones económicas»:

«No es, pues, como de vez en cuando, por razones de comodidad, se quiere imaginar, que la situación económica ejerza un efecto automático; no, son los mismos hombres los que hacen la historia, aunque dentro de un medio dado que los condiciona, y a base de las relaciones efectivas con que se encuentran, entre las cuales las decisivas, en última instancia, y las que nos dan el único hilo de engarce que puede servirnos para entender los acontecimientos son las económicas, por mucho que en ellas puedan influir, a su vez, las demás, las políticas e ideológicas. (…) Y cuanto más alejado esté de lo económico el campo concreto que investigamos y más se acerque a lo ideológico puramente abstracto, más casualidades advertiremos en su desarrollo, más zigzagueos presentará la curva». (Friedrich Engels; Carta a Walter Borgius, 25 de enero de 1894)

Jean Jaurès, Eduard Bernstein y sus intentos de «actualizar el marxismo»

En su «Carta a Laura Lafargue» (11 de abril de 1894), Engels advertía a los franceses de la precipitada inclusión de los viejos políticos del radicalismo, como Jean Jaurès, en las filas socialistas: «No puedo dejar de observar, deberían realmente con un poco más detención las propuestas de sus ex radicales aliados, antes de aceptarlas con los ojos vendados. Unas cuantas escapadas más y su reputación como economistas políticos estará en gran peligro». También en su «Carta a Paul Lafargue» (6 de marzo de 1894) describió al propio Jaurès, nuevo ideólogo del reformismo, como un: «Profesor doctrinario, ignorante sobre todo respecto de economía política y de talentos esencialmente superficiales, hace un mal uso de su don de la palabra para ponerse a sí mismo en el centro y posar como portavoz del socialismo, del cual no entiende mucho». Del mismo modo, Paul Lafargue, representante del marxismo francés, fue uno de tantos que se vio obligado a desarrollar un combate muy destacado contra los intentos de «refinar» y «mejorar» el marxismo en obras como «Idealismo y materialismo en la concepción de la historia» (1895), dirigida a Jean Jaurès. Durante principios del siglo XX varios autores marxistas se hicieron eco de las acusaciones, malinterpretaciones y distorsiones más comunes hacia su doctrina. En su obra «El método histórico de Karl Marx» (1903), Lafargue recogió el sentir de muchos de los detractores y falsos seguidores de su doctrina, quienes piensan que: «El método histórico desconoce el ideal y su acción; animaliza las verdades y principios eternos; no tiene en cuenta al individuo y su papel; conduce a un fatalismo económico que dispensa al hombre de todo esfuerzo, etcétera». ¿Les resulta familiar? 

Karl Kautsky, en su famosa obra «Bernstein y el programa socialdemócrata. Una anticrítica» (1899), puso sobre la mesa «la cuestión del papel de las ideas en el proceso histórico». Según proponía Eduard Bernstein, otro antiguo discípulo de Marx y Engels, este consideraba ahora que: «El desarrollo de la concepción marxista de la historia consistió sobre todo en limitar el papel que Marx y Engels atribuían al factor económico en la historia», y, para nuestra fortuna, él nos advirtió de la importancia de «tener presentes» factores como «las nociones de derecho y de moral, las tradiciones históricas y religiosas de cada época, las influencias geográficas y otras influencias naturales». «¿Puede darse una expresión menos precisa?», contestó Kautsky, a lo que añadió que «cualquiera que aplique la concepción materialista de la historia y, por consiguiente, estudie la historia desde el punto de vista material, debe naturalmente tener presentes todos esos factores». Eso sí, apuntaba: «Las relaciones entre estos, su acción recíproca, su función pasiva o activa, todo esto es precisamente lo que se debe estudiar y explicar».

En el caso de Bernstein, como le ocurriría más tarde a Thompson y tantos otros después que él, su idealismo filosófico le llevaría a plantear un proyecto político reformista muy evidente, considerando que: «Teóricamente, la sociedad se encuentra, respecto de la fuerza de impulsión económica, más libre que nunca», donde «el interés colectivo domina cada vez más al interés particular, y proporcionalmente y en todas las partes en que esto ocurre, la acción inconsciente de los factores económicos disminuye» y «su evolución se efectúa más fácilmente cada vez». Kautsky contestó furioso: «Todos [los grandes y pequeños propietarios] reclaman privilegios a costa de la colectividad y tratan de saquear al estado y al consumidor». Por último, centrando el debate y dejando sin escapatoria a su contrincante, comentó: «La cuestión consiste en saber si los problemas que se propone la humanidad, y su solución, están determinados por las condiciones naturales en medio de las cuales vive, o si la humanidad puede proponerse problemas y resolverlos impelida por algún instinto misterioso».

¿A dónde condujo a Edward Palmer Thompson su búsqueda de un «marxismo humanista»?

Estos debates fueron una constante. Al igual que en el siglo anterior, fueron las respetadísimas «eminencias» −entre infinitas comillas− de las escuelas y universidades las que levantaron el dedo acusatorio hacia el marxismo por su presunto pensamiento fanático y limitante. Entre ellas también abundaban los presuntos «marxistas» por moda, quienes poco después acabaron estando de acuerdo con conservadores, liberales, socialdemócratas, positivistas, existencialistas, estructuralistas y otros. Este fue el caso del famoso historiador británico Edward Palmer Thompson, quien evolucionó de un marxismo mal asimilado hacia un vertiginoso revisionismo, y de ahí pegó un salto mortal hacia el «giro lingüístico» y el «posmodernismo», no sin antes dar algunos rodeos. Ya en su obra «Humanismo socialista» (1957), condenó al «stalinismo como un «dogmatismo» y una «falsa conciencia». Hizo lo propio con Lenin por introducir una «serie de falacias» en su obra «Materialismo y empiriocriticismo» (1909). Este tratado filosófico, a ojos de Thompson suponía ignorar el papel creador del sujeto. ¿Pero qué se dijo en ella que tanto molestó a Thompson? Lenin, como era de esperar, comentó que: «La conciencia en general refleja el ser», esto es, «el reflejo puede ser una copia aproximadamente exacta de lo reflejado», pero siendo «absurdo hablar aquí de identidad» −como igualmente erróneo es plantear que «la antítesis materia y espíritu, entre lo físico y lo psíquico» es «una antítesis absoluta»−. Y añadía que por ello «la tarea más alta de la humanidad es comprender la lógica objetiva de la evolución económica» con «objeto de adaptar a ella, tan clara y netamente como le sea posible y con el mayor espíritu crítico, su conciencia social». 

¿Y bien? ¿Lo que sostuvieron Marx y Engels era parecido o diferente a lo que posteriormente mantuvo Lenin? Veámoslo. En «Ideología alemana» (1846), ambos dejaron claro que su noción del materialismo histórico: «No parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida». ¡Vaya! Por esta razón, Engels concluyó con sorna en su reseña a la obra de K. Marx «Contribución a la crítica de la economía política» (1859): «Es una tesis tan sencilla, que por fuerza tenía que ser la evidencia misma, para todo el que no se hallase empantanado en las engañifas idealistas». Y Engels en «Anti-Dühring» (1878) −publicado bajo supervisión de su compañero Marx−, volvería a repetir para horror del señor Thompson: «La conexión entre la distribución de cada caso con las condiciones materiales de existencia de la sociedad correspondiente se encuentra tan arraigada en la naturaleza de la cosa que se refleja normalmente en el instinto popular».

Quizás el problema es que el señor Thompson tampoco llegó a superar su ignorancia, o simplemente se dejó vencer por las influencias de su ambiente académico. En su «Agenda para una historia radical» (2000), instó a sus compañeros a que abandonasen de inmediato: «El concepto rigurosamente estático» de «base y superestructura», señalando que esta visión conducía irremediablemente al «reduccionismo» o al «determinismo económico vulgar». En Latinoamérica esto sería repetido años después por el trotskista y lukácsiano Néstor Kohan en su obra «Nuestro Marx» (2013), como ya vimos en otras ocasiones. Finalmente, el señor Thompson apuntó que aquello de que «el ser social determina la conciencia social» debía ser «llevado a un nuevo examen». En última instancia, Thompson acabó igual que su predecesor Bernstein; proclamando que el mérito de los «nuevos marxistas» era limar el «excesivo papel que Marx y Engels» habían otorgado a las «fuerzas económicas». ¿Acaso la mayoría de académicos modernos se han molestado en leer las cartas aclaratorias privadas y públicas de Engels sobre esta cuestión, recogidas en obras como la «Respuesta a Mr. Paul Ernst» (1890), la «Carta a J. Bloch» (22 de setiembre de 1890), la «Carta a Franz Mehring» (14 de julio de 1893) 0 la «Carta a W. Borgius» (25 de enero de 1894)? 

Lenin, por su parte, ya en sus escritos de juventud, aclaró este tipo de debates en un famoso escrito de 1894 contra los populistas. En aquella época ya había toda una camada de pensadores subjetivistas, como el señor Thompson, muy preocupados por los posibles estragos que podía causar el «sobredeterminismo» marxista. También vale la pena recuperar estos párrafos para que el lector observe que son debates muy viejos:

«Marx considera el movimiento social como un proceso histórico natural, sujeto a leyes que no sólo no dependen de la voluntad, la conciencia y los propósitos de los hombres, sino que, por el contrario, determinan su voluntad, su conciencia y sus propósitos. Tomen nota los señores subjetivistas, que separan la evolución social de la evolución histórico-natural, porque el hombre se fija «objetivos» conscientes y se guía por determinados ideales. (…) La idea del determinismo que establece la necesidad de los actos del hombre y rechaza la absurda leyenda del libre albedrío, no niega en un ápice la inteligencia ni la conciencia del hombre, como tampoco la valoración de sus acciones. Muy por el contrario, sólo la concepción determinista permite hacer una valoración rigurosa y acertada, sin imputar todo lo imaginable al libre albedrío. Del mismo modo, tampoco la idea de la necesidad histórica menoscaba en nada el papel del individuo en la historia: toda la historia se compone precisamente de acciones de individuos que son indudablemente personalidades. El verdadero problema que surge al valorar la actuación social del individuo consiste en saber qué condiciones aseguran el éxito de esta actividad, qué garantiza que esa actividad no resultará un acto aislado que se pierda en el mar de los actos opuestos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Quiénes son los «amigos del pueblo» y cómo luchan contra los socialdemócratas?, 1894)

¿También era Lenin un «filósofo pasivo», un «criptopositivista», porque afirmaba «conocer las leyes» para «poder incidir en el resultado»? En su «Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica» (1914), lanzándole un dardo a los voluntaristas de su tiempo, sentenció: «El conocimiento se encuentra frente a lo que verdaderamente es como realidad presente, independientemente de las opiniones −proposiciones− subjetivas». Es decir: «La voluntad del hombre, su práctica, bloquea la consecución de su fin… separa del conocimiento y no reconoce la realidad exterior como lo que verdaderamente es −verdad objetiva−». Por tanto, la conclusión lógica es que: «Lo necesario es la unión del conocimiento y la práctica». 

¿Entonces quizás el problema fue del «stalinismo» y su distorsión del marxismo, reduciéndolo todo a la «técnica» y a la «producción»? Tampoco. Recomendamos al lector que consulte los manuales de filosofía soviética de aquella época para disipar ese mito, tan reproducido por trotskistas, jruschovistas, maoístas y otros. Véase, por ejemplo, la obra de M. Shirokov «Un manual de filosofía marxista» (1937). Lo mismo podremos encontrar en el capítulo de P. T. Belov «Sobre la primacía de la materia y la naturaleza secundaria de la conciencia» de la obra «Materialismo dialéctico» (1953). Es más, vayamos a la tan despreciada obra «Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS» (1938):

«De las palabras de Marx no se desprende que las ideas y teorías sociales, las concepciones e instituciones políticas no tengan importancia alguna en la vida de la sociedad, que no ejerzan de rechazo una influencia sobre el ser social. Hasta ahora, nos hemos venido refiriendo únicamente al origen, a su nacimiento, al hecho de que la vida espiritual de la sociedad es el reflejo de las condiciones de su vida material. En lo tocante a la importancia, en lo tocante al papel que desempeñan en la historia, el materialismo histórico no solo no niega, sino que, por el contrario, subraya la importancia del papel y significación que le corresponde. (…) El fracaso de los «economistas» y de los mencheviques, se explica, entre otras razones, por el hecho de que no reconocían la importancia movilizadora, organizadora y transformadora de la teoría de vanguardia, de la idea de vanguardia, y cayendo en un materialismo vulgar, reducían su papel casi a la nada, y consiguientemente, condenaban al partido a la pasividad, a vivir vegetando». (Partido Comunista (bolchevique) de la URSS; Historia del PC (b) de la URSS, 1938)

Tal vez si Thompson y compañía hubieran leído estas fuentes −que siempre estuvieron a disposición de todos− se habrían ahorrado decir algunas sandeces. Esto significa que, o bien esta documentación fue ignorada adrede, o bien no se realizó un esfuerzo serio por estudiar lo que criticaron. Visto lo visto, en cualquier caso, sea una cosa o ambas, parece que su deshonestidad alcanzó cuotas inusitadas. 

Manuel Sacristán y su mito como «gran filósofo» y «renovador del marxismo»  

En la actualidad toda esta ponzoña antimarxista tiene sus fieles y representantes en España. Un muy buen paradigma de todo esto ha sido la figura del filósofo del siglo XX Manuel Sacristán. Para quien no lo sepa, durante sus primeros periplos en la revista «Laye» este profesó un falangismo a medio camino entre Heidegger y Ortega y Gasset, como bien documentó María Francisca Fernández «Una lectura de Heidegger en la España franquista. El caso de Manuel Sacristán» (2013). A partir de entonces, viró hacia posiciones donde acabó simpatizando cada vez más con el marxismo −aun si tener remota idea de sus fundamentos−, y para sorpresa de muchos en 1956 este filósofo de dudoso valor acabó ingresando en el Partido Comunista de España (PCE), lo que ya daba a entender en qué posición se encontraba este. Poco a poco se fue haciendo notar, y desde el púlpito intelectual que le otorgaba ser un «ideólogo de prestigio» dentro de sus filas, se sintió cada vez más seguro para soltar una barbaridad tras otra con el beneplácito y aplauso de la «izquierda antifranquista», algo que siguió realizando aun cuando se terminó distanciando del PCE en 1970, pues ya había logrado granjearse a su legión de «marxistas heterodoxos». 

¿Cómo fue esto posible? Bien, lo primero de todo, hemos de entender que gracias a sus conocimientos del idioma alemán y otros, Sacristán se destacó por ser un prolífico traductor, algo que le otorgó un gran halo de prestigio, como le ocurrió en su día a Wenceslao Roces. ¿Qué implicaba esto a efectos prácticos? En primer lugar, tener el privilegio para acceder a consultar y difundir según qué documentos −de Hegel, Kant o Marx− muy poco difundidos en España. En segundo lugar, que, al contar con la suficiente influencia en la órbita del movimiento antifranquista y sus editoriales, se aseguró el elaborar la introducción y notas a las ediciones en castellano de las obras más importantes de la época −bien fueran marxistas o de sus detractores−. En ellas pudo añadir todo tipo de malentendidos, invenciones y manipulaciones −entre las que destaca especialmente las dedicadas a Engels, Lenin y Stalin−, lo que a la postre causó enormes estragos en la formación de miles de militantes −con toda serie de mitos que aún hoy son apreciables incluso en gente aparentemente alejadas de sus posiciones, como ocurre en nuestros «reconstitucionalistas»−. Entiéndase que esto fue posible porque en aquellos días el militante promedio no tenía muchas posibilidades de detectar el fraude: o bien daba por válidas las opiniones de este gurú bajo el argumento de autoridad −hundiéndose en un modelo educativo borreguil−; o, como mucho, podía dudar de lo que le sonaba arriesgado o falso −pero en ningún caso disponía de tiempo ni del material requerido para comprobar y poner en la picota las abominaciones que se lanzaban−.

Si en «Por qué leer a Labriola» (1968), dejó a todos perplejos criticando el presunto: «Discurso laxo [del italiano], hasta gárrulo, frecuente entre los compadres académicos de finales del siglo XIX», esto sería la estupidez más suave que podemos encontrar de lo que, según sus viudas, son sus «grandes aportes» filosóficos. Dos años después en su obra «Lenin y la filosofía» (1970), consideró que: «La insuficiencia técnica o profesional de los escritos filosóficos de Lenin salta a la vista de lector. Para ignorarla hacen falta la premeditación del demagogo o la oscuridad del devoto». En primer lugar, consideraba que Lenin había infravalorado el trabajo de los empiriocriticistas, pues: «No ha visto la novedad de estos problemas, en gran parte formales, de la estructura y del funcionamiento del lenguaje científico», por lo que no habría sabido apreciar «la fecundidad del trabajo de Mach, o de Duhem», en sus «conceptos que permita conocer los modos como estos se organizan en hipótesis, teorías, técnicas de contrastación, etcétera» −¡seguro!−. ¿A qué se refería? A ese vicio escolástico en el que suelen incurrir los filósofos, sociólogos y físicos. Ese que Lenin expresó en «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) con total indignación como: «El cretinismo del filisteo, satisfecho de sí mismo por mostrar, al abrigo de la «nueva» sistematización y de la «nueva» terminología las más absurdas antiguallas»; todo, bajo una «pretenciosa indumentaria de subterfugios verbales, torpes sutilezas silogísticas, escolástica refinada; en una palabra, nos es ofrecido el mismo contenido reaccionario bajo la misma enseña abigarrada, tanto en gnoseología como en sociología». 

Esto a su vez iba conectado con otra reclamación que le hizo Sacristán, quien dijo que Lenin no sabría apreciar las ligeras sutilezas entre unas corrientes y otras. Pero el autor ruso sí conocía lo suficiente tales diferencias y se detiene en ellas −explicando, por ejemplo, la evolución y contraposición entre Bogdánov y su admirado Ostwald−, pero la cuestión no era esa, sino que: «Los inmanentistas, los empiriocriticistas y el empiriomonista discuten sobre particularidades, sobre detalles, sobre la formulación del idealismo». La cuestión es que Lenin prefirió esforzarse en subrayar que estas grandes o pequeñas divergencias entre Poincare, Pearson, Mach o Duhem no eran decisivas: «Nosotros repudiamos desde el primer momento todas las bases de su filosofía comunes a esta trinidad». Esto significa que a la postre tales diferencias nunca deben apartarnos de lo fundamental, pues: «Millares de matices son posibles en este caso entre las variedades del idealismo filosófico y siempre se puede crear el matiz mil y uno, y al autor de este minúsculo sistema mil y uno −por ejemplo, el empiriomonismo− la diferencia entre el suyo y los demás puede parecerle importante», en cambio «desde el punto de vista del materialismo, esas diferencias no tienen ninguna importancia esencial». 

Como el lector puede imaginar, estas recriminaciones hacia Lenin eran lanzadas al mismo tiempo que Sacristán etiquetaba −sin sonrojarse− a tipejos como Schopenhauer o Nietzsche como «grandes filósofos», mientras que a Heidegger literalmente le colmó como «quizás el filósofo más genial del siglo XX». Para ser considerado por sus lectores y defensores actuales un pensador muy «racional», parece que el señor Sacristán coqueteaba en exceso con los representantes clásicos del irracionalismo, ¿no creen? ¿Cómo fue esto posible, damas y caballeros? ¿Por la «premeditación del demagogo» o por «la oscuridad del devoto», como él acostumbraba a decir? En verdad, Sacristán, como otros tantos intelectuales «reconvertidos» a la militancia política de la izquierda, y que debían de disimular bajo la honda presión de un ambiente de lucha antifascista, siempre trató de matizar, relativizar o criticar con la boca chica el reaccionarismo de sus autores fetiche. 

En el caso de Martin Heidegger, es muy llamativo que aún existan ignorantes o cínicos que relativizan la conexión que este tuvo con las teorías antisemitas, racistas, místicas, existencialistas y belicistas de su época, considerando que su rectorado en la Universidad de Friburgo y su exaltación de las ideas más demenciales del Führer fueron aspectos «anecdóticos», «accidentales» o «pasajeros» dentro su filosofía metafísica e idealista. Otro aspecto cuanto menos gracioso es que su obra, tan soporífera como insustancial, fue la cantera de la que se nutrieron autores tipo como Sartre o Gadamer o Derrida para construir sus sistemas filosóficos, algo que algunos subrayan, como si esto fuera un punto a favor de Heidegger, cuando en verdad nos indica el origen de los desatinos y bochornos de estos otros. En realidad, toda esta noción ridícula sobre la supuesta «enorme transcendencia y valor de la obra de Heidegger por encima de sus vinculaciones políticas», ya fue derruida por varios investigadores que sí se tomaron la molestia de analizar no solo sus obras principales, sino también las que permanecieron inéditas de cara al público no alemán durante décadas, así como su correspondencia privada, muy poco conocida. Véase la obra de Emmanuel Faye: «Heidegger, la introducción del nazismo en la filosofía. En torno a los seminarios inéditos de 1933-1935» (2009). 

Ya lo dice el refranero castellano: «¿Dónde va Vicente? Donde va la gente». Este blanqueamiento de ciertos autores y la ocultación de su vergonzosa vinculación con los regímenes políticos que defendían con uñas y dientes, no se da solo entre aquellos pensadores de renombre o las editoriales ligadas de una manera u otra al poder, en absoluto. El esperpéntico culto a las figuras fetiche de la reacción puede verse a diario en los quehaceres de cualquier titulado de filosofía, bien sea en sus labores académicas o triviales. ¿A quiénes nos referimos? Pues especialmente a esos charlatanes y pretenciosos que, aunque se hinchen el pecho y se consideren así mismos «los mejores destructores de los esquemas de la más negra tradición», a la hora de la verdad rinden pleitesía a todo aquello que sus compañeros y maestros de profesión han canonizado como «superior» e «incuestionable». 

Un buen paradigma de esto es, por ejemplo, el señor Fernando Valko, del cual hemos hablado en otras ocasiones, un filósofo poco conocido, pero que por su perfil exfalangista y exRC-FO, encaja muy bien en este prototipo. Este caballero se dedica nada más y nada menos que a conjugar sus lloriqueos existencialistas con sus monsergas sobre la «filosofía de la praxis» lukacsiana, ¿y a dónde llega su enorme sapiencia? Pues, para asombro de todos, termina en las mismas conclusiones a las que ya en su día el señor Sacristán había llegado. Es decir, por un lado, nos advierte de que: «A Heidegger también hay que salvarle de los heideggerianos, leer su obra posee un oscuro encanto difícil de igualar» (Twitter; Fernando Valko, 17 de mayo de 2022); y por otro, que: «El peso de la crítica a Heidegger tiene su peso en el propio Heidegger, que es un antes y un después en la filosofía del siglo XX». (Twitter; Fernando Valko, 6 de abril de 2022). ¡Qué novedoso! ¡Este es el prodigioso nivel de los nuevos «filósofos marxistas»!

Volviendo a Manuel Sacristán, en otra ocasión, en «Sobre el «marxismo ortodoxo» de Georg Lukács» (1971), este dijo reivindicar a quienes intentaron: «Recuperar su Marx revolucionario frente al Marx empírico y mero teorizador de los autores de la II Internacional» −¿les suena?−, es decir, a quienes se olvidaron de la «dialéctica», ajá, perfecto, ¿y cómo lo hizo? ¿Por la vía leninista o lukasiana? Indudablemente, por la segunda, recuperando al «joven Togliatti» o el «joven Lukács» −sobran los comentarios−. Y, finalmente, en su obra «Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács» (1983), quiso subrayar: «La epistemología excesivamente simple [de Lenin] en «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), y del mecanicismo del período de Stalin». Visto estos comentarios hoy, quizás se entiende mejor la patética deriva del PCE, ya que este tipo de bazofia con aires de sapiencia fue la que se elevó en su momento como el súmmum del «pensamiento filosófico marxista». 

Los filósofos burgueses y su incapacidad para refutar la teoría del reflejo

En Argentina también hubo varios «praxiólogos» de corte heideggeriano y nietzscheanos, como Carlos Astrada, quienes consideraron que el leninismo había falseado o vulgarizado el marxismo. Este hombre, quien llegó a ser el director del Instituto de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, entre 1948 y 1956, en su momento causó una honda polémica con su libro «La revolución existencialista» (1952), donde realizó una apología del «nihilismo» para encontrar un «verdadero humanismo» volviendo al «ser». Otra obra en donde expresó su aversión personal contra el marxismo fue en «Hegel y la dialéctica» (1957). En ella consideró que la filosofía soviética heredó: «Los falsos supuestos naturalistas y los provenientes del realismo ingenuo que, lastrándola en su marcha, le impedían la ceñida aprehensión de su objeto, es decir de lo real como proceso integral que transcurre históricamente». En suma, concluía −los corchetes son nuestros−: «He tomado simplemente como ejemplo la teoría del reflejo en el Diamat [se refiere a la filosofía soviética, como abreviatura de materialismo dialéctico] señalando su falsedad si se la concibe como copia mecánica, y el riesgo, si se la aplica al conocimiento del objeto histórico, de cosificar lo que es proceso y devenir» porque se infravalora la «unidad sujeto-objeto, una de las ideas claves de la dialéctica». (Estrategia; Nº2, 1957) 

Al parecer, estos caballeros, pese a echar pestes sobre los manuales «leninistas» y «stalinistas», jamás han leído con detenimiento ninguno de ellos, pues el materialismo de estos no realiza una separación artificial y exagerada entre el objeto y el sujeto en el acto de conocer:

«Cuando Marx habla de encontrar un criterio de verdad mediante la práctica subjetiva, no quiere decir por subjetivo lo que Berkeley o Mach querría decir, quiere decir que el sujeto sólo alcanza la verdad en la medida en que, y de la manera en que realiza una actividad en relación con el mundo exterior, en el curso de la cual cambia ese mundo. El punto de vista práctico es el punto de vista subjetivo en el sentido de que procede de la actividad concreta del hombre social. La verdadera subjetividad es la ruptura de la separación de idea y objeto, y es obviamente una y la misma cosa que la práctica. El mundo objetivo −verdad objetiva− es a través de la práctica reflejada en el conocimiento y deja de ser un mundo extraño separado del conocimiento humano». (M. Shirokov; Un manual de filosofía marxista, 1937)

Pero, aunque suene increíble, décadas más tarde, la supuesta «izquierda revolucionaria» de Argentina, como Néstor Kohan o Claudio Katz, apuntillaron exactamente lo mismo que estos plumíferos de la burguesía como el señor Astrada −¡lo que ya deja bien claro el «marxismo» que siempre han profesado estos dos!−. Ambos insistieron en que con esta «teoría de la copia» de Engels y Lenin se caía en una «ingenuidad» que incapacitaba a los sujetos para su «autotransformación» −exactamente como los «reconstitucionalistas» nos insisten cada vez que pueden con su filosofía de la «autoconciencia», algo que más tarde veremos−. No nos detendremos en esto, ya que existen infinidad de personas que, a través de recopilaciones breves, pero muy efectivas, han refutado tales insinuaciones  (*).

Sin embargo, nada de esto ha sido estudiado por estos «eruditos». Este tono de desprecio hacia Engels y Lenin también fue adoptado por el pensador hispano-mexicano de la «praxis», Adolfo Sánchez Vázquez:

«La razón fundamental del olvido en que Lenin genial revolucionario práctico tiene a la práctica en el plano teórico, está en su inserción en la tradición filosófica marxista que arranca del Engels del «Anti-Dühring», empeñado en elaborar una concepción filosófica general en la que se pierde el papel cardinal que a la praxis asignaba Marx». (Adolfo Sánchez Vázquez; El concepto de praxis en Lenin, 2015)

Este, a través de su atalaya filosófica, también oteó el horizonte y acusó a Lenin de no haber podido entender que el conocer es un «proceso», una «actividad», no una simple copia «pasiva» que se obtiene de una vez para siempre. Atentos a lo que dice este caballero, el cual es sin duda uno de los filósofos favoritos del revisionismo moderno:

«El conocimiento no sólo se inscribe en un proceso de esencias, sino que él mismo como reflejo es también un proceso; es decir, no sólo es dinámico sino activo. El conocimiento es actividad, lo que echa por tierra la idea del reflejo pasivo o reflejo en el espejo, de inspiración sensualista o empirista, que podía encontrarse todavía en «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) −recuérdese su idea del conocimiento como «calco», «copia» o «imagen» del mundo exterior−. El conocimiento es una actividad, un proceso en el curso del cual se recurre a una serie de operaciones y procedimientos para transformar los datos iniciales −nivel empírico− en un sistema de conceptos −nivel teórico−». (Adolfo Sánchez Vázquez; El concepto de praxis en Lenin, 2015)

¡Acabáramos! Lenin, el autor de la famosa frase: «No hay movimiento revolucionario sin teoría revolucionaria», ¡ahora resulta que habría sido un «empirista» y nadie se había dado cuenta! ¿Qué es lo que ha considerado siempre el materialismo histórico como una «desviación empirista» −o mejor dicho, un empirismo unilateral−? Para saberlo nos vale mismamente la crítica que Engels dedica a los naturalistas en «Dialéctica de la naturaleza» (1883), a quienes acusa de hacer: «Hincapié en la simple experiencia», pero desdeñando al «pensamiento con soberano desprecio»; es decir, ese empirismo «que procura pararse a pensar lo menos posible, y que, por tanto, no solo piensa de un modo falso, sino que ni siquiera es capaz de seguir fielmente el hilo de los hechos o de reseñarlos con exactitud». ¿Alguien en su sano juicio puede asegurar que Lenin incurrió en esto?

Algunos «reconstitucionalistas», los más acostumbrados a seguir todo lo que han escuchado de estos falsos eruditos −se llamen Lukács, Korsch, Bermudo, Sacristán, Vázquez u otros−, también se empecinan en repetir como papagayos que en el Lenin previo a 1909 se manifiesta una «gran deficiencia» filosófica. Según ellos, el autor ruso no habría comprendido, como presuntamente sí logró más tarde en 1914, que:

«@SergeiStepniak: «El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre debe de ser entendido no de forma inerte, sino en el eterno proceso de conocimiento, en el surgimiento de contradicciones». [Cita de Lenin de la obra «Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica» (1914)]». (Twitter; Deux Lignes, 28 de febrero de 2021)

He aquí repetido a pies juntillas lo que dice Sacristán en su «El filosofar de Lenin» (1970). Copiando a los filósofos reaccionarios ya mencionados, incluso murmuran sobre una supuesta «autocrítica» de Lenin con respecto a su teoría del reflejo previa. ¿Será cierto? Digámoslo con claridad: esto no tiene fundamento.

a) En primer lugar, citando al propio Engels, Lenin ya aclaró en 1909 que no debe entenderse por «imagen» como una «copia» sin más, es decir, se matizó que esa «foto», «imagen» −o llámese como quiera uno− es siempre «aproximada»:

«En [la obra de Engels] «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1886), leemos igualmente que «las leyes generales del movimiento, tanto del mundo exterior como del pensamiento humano son esencialmente idénticas en cuanto a la cosa, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades» (pág. 38). Y Engels acusa a la antigua filosofía de la naturaleza de haber suplantado las «concatenaciones reales [de los fenómenos de la naturaleza], que aún no se habían descubierto, por otras ideales, imaginarias» (pág. 42). El reconocimiento de las leyes objetivas, el reconocimiento de la causalidad y de la necesidad en la naturaleza, está expresado muy claramente por Engels, que al mismo tiempo subraya el carácter relativo de nuestros reflejos, es decir, de los reflejos humanos, aproximativos, de esas leyes en tales o cuales conceptos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

b) En segundo lugar, explicó por qué el proceso del conocimiento se parece más a una imagen reflejada que a un «símbolo» o «jeroglífico» −teoría a la cual se adhirió Plejánov−, dado que los autores de estas últimas nociones daban por hecho −bien fuesen inmanentistas o neokantianos− lo siguiente: o bien las sensaciones son fantasías de nuestra mente; o bien reflejan la realidad del mundo exterior, pero a través de un lenguaje sumamente complejo de descifrar:

«Está fuera de duda que la imagen nunca puede igualar enteramente al modelo; pero una cosa es la imagen y otra el símbolo, el signo convencional. La imagen supone necesaria e inevitablemente la realidad objetiva de lo que «se refleja». El «signo convencional», el símbolo, el jeroglífico son nociones que introducen un elemento completamente innecesario de agnosticismo. (...) Todos los límites en la naturaleza son convencionales, relativos, movibles, expresan la aproximación de nuestra inteligencia al conocimiento de la materia, pero esto no demuestra en modo alguno que la naturaleza, la materia, sea en sí un símbolo, un signo convencional, es decir, un producto de nuestra inteligencia». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

c) En último lugar, en relación a los avances o retrocesos en el campo de la física, concluyó:

«La «esencia» de las cosas o la «sustancia» también son relativas; no expresan más que la profundización del conocimiento que el hombre tiene de los objetos, y si esta profundización no fue ayer más allá del átomo y hoy no pasa del electrón o del éter, el materialismo dialéctico insiste empero en el carácter temporal, relativo, aproximado, de todos esos jalones del conocimiento de la naturaleza por la ciencia humana en progreso. (...) El reflejo puede ser una copia aproximadamente exacta de lo reflejado, pero es absurdo hablar aquí de identidad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

Esto demuestra que no existe, como han insistidos todos estos charlatanes, «un Lenin que hasta 1909 fue filosóficamente muy vulgar», con «una teoría del reflejo mecanicista»; y otro «renacido y completamente dialéctico tras leer a Hegel en profundidad», donde, al parecer «ya entendería que el conocer es un proceso continuo» y «aproximado». Esto es una invención. Nadie negará los vaivenes y limitaciones iniciales de Lenin en cuanto a cuestiones filosóficas, con una formación básica y un cierto desdén en torno a la importancia de sus debates, algo que él mismo reconoció luego como erróneo y a lo cual trata de poner remedio, como muy bien se refleja en sus cartas de 1908-09. Pero nada de esto justifica las insinuaciones y acusaciones que hemos visto aquí. Vistas en perspectiva, las citas anteriores de Lenin de su obra «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) tienen una absoluta coincidencia con las que uno podría extractar de trabajos posteriores. De hecho, en muchas ocasiones, la famosa recopilación «Cuadernos filosóficos» (1916) recogen explicaciones iguales o mucho más escuetas, ya que las más de las veces fueron notas y reflexiones breves:

«No es un reflejo simple, inmediato, completo, sino el proceso de una serie de abstracciones, la formación y el desarrollo de conceptos, leyes, etc., y estos conceptos, leyes, etc. −pensamiento; ciencia = «la idea lógica»− abarcan condicionalmente, aproximadamente, el carácter universal, regido por leyes, de la naturaleza en eterno desarrollo y movimiento». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

En todo caso, queda claro −y he aquí lo importante− que la crítica y vilipendio a la obra de Lenin «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), ha sido una máxima, una prueba de fe entre todos los anti y pseudo marxistas. No nos cansaremos de ver como repiten que en ella Lenin desarrolla un «materialismo tosco, vulgar, mecanicista, más propio del siglo XVIII». Aun con el libre acceso a la documentación −y a riesgo de hacer el ridículo, hemos seguido asistiendo a este tipo de mitos y manipulaciones sobre los fundamentos marxista-leninistas, especialmente entre los ambientes académicos. 

¿Qué ha aportado de novedoso la «praxeología» a la crítica contra Engels?

En Brasil también podemos hallar a diversos sujetos que se hacen pasar por «expertos en marxismo», aunque solo repiten lo que ya hemos visto en Bernstein, Lukács, Astrada o Sacristán. 

En primer lugar contamos con Adelmo Genro Filho, otro ideólogo brasileño muy afín a los postulados de la praxis» y los autores del «marxismo occidental», increpaba a Engels en un sentido similar, reclamándole por haber ignorado presuntamente:

«La dimensión creativa y subjetiva de la praxis, absolutización así el concepto de necesidad −que se convierte en inevitable−». (Adelmo Genro Filho; Introducción a la crítica del dogmatismo, 1980)

Estamos seguro que el lector se habrá fijado en el título de su libro, donde pretende llevar a cabo una honorable cruzada contra el «dogmatismo». En honor a la verdad, esto tampoco nos pilla descolocados. Ya en su momento Lenin comentó en su «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) que: «El término «dogmático» tiene un característico sabor filosófico especial: es la palabreja preferida de los idealistas y agnósticos contra los materialistas». ¿Y quién negaría esto visto lo visto hasta aquí?

Por su parte, el señor Netto, no solo echa a la hoguera a Lenin y Stalin, sino también, por supuesto, al propio Engels:

«Después de la problemática reflexión del último Engels el del «Anti-Dühring, de la «Dialéctica de la Naturaleza y del «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, y al repetir las disputables afirmaciones de Lenin en «Materialismo y Empiriocriticismo», Stalin piensa en la dialéctica de una manera simple y aproximada». (J. P. Netto; Introducción a «J. V. Stalin. Stalin: política», 1982)

A estas alturas del documento, cuando ya hemos refutado tales insinuaciones, no sería necesario molestaremos en volver a desmontar estas falsedades. Pero aclararemos por última vez, donde Engels explica que la existencia de una necesidad no corrobora que dicho sujeto o colectivo pueda satisfacerse automáticamente:

«El desarrollo político, jurídico, filosófico, religioso, literario, artístico, etc., descansa en el desarrollo económico. Pero todos ellos repercuten también los unos sobre los otros y sobre su base económica. No es que la situación económica sea la causa, lo único activo, y todo lo demás efectos puramente pasivos. Hay un juego de acciones y reacciones, sobre la base de la necesidad económica, que se impone siempre, en última instancia. (...) Los hombres hacen ellos mismos su historia, pero hasta ahora no con una voluntad colectiva y con arreglo a un plan colectivo, ni siquiera dentro de una sociedad dada y circunscrita. Sus aspiraciones se entrecruzan; por eso en todas estas sociedades impera la necesidad, cuyo complemento y forma de manifestarse es la casualidad». (Friedrich Engels; Carta a Walter Borgius, 25 de enero de 1894)

¿Qué quería decir con esto último de que la historia de los hombres no se ha llevado a cabo acorde a una «voluntad colectiva» y un único plan»? ¿Significa eso que, efectivamente, el materialismo histórico, reduce los esfuerzos de la actividad del hombre a cero? En absoluto. Lean con detenimiento:

«La historia se hace de tal modo, que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida; son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelogramos de fuerzas, de las que surge una resultante −el acontecimiento histórico−, que a su vez, puede considerarse producto de una fuerza única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad. Pues lo que uno quiere tropieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo ello es algo que nadie ha querido. (...) Del hecho de que las distintas voluntades individuales −cada una de las cuales aparece aquello a que le impulsa su constitución física y una serie de circunstancias externas, que son, en última instancia, circunstancias económicas −o las suyas propias personales o las generales de la sociedad− no alcancen lo que desean, sino que se fundan todas en una media total, en una resultante común, no debe inferirse que estas voluntades sean =0. Por el contrario, todas contribuyen a la resultante y se hallan, por tanto, incluidas en ella». (Friedrich Engels; Carta a Joseph Bloch, 22 de setiembre de 1890) 

De hecho, Engels anotó que era característico del materialismo vulgar el no llegar a comprender o terminar vulgarizando el concepto de «necesidad», así como este relaciona con lo «accidental» en cada contexto y sujeto histórico:

«Lo gracioso del caso es que el mecanicismo −incluyendo al materialismo del siglo XVIII− no se desprende de la necesidad abstracta ni tampoco, por tanto, de la casualidad. El que la materia desarrolle de su seno el cerebro pensante del hombre constituye, para él, un puro azar, a pesar de que, allí donde esto ocurre, se halla, paso a paso, condicionado por la necesidad. En realidad, es la naturaleza de la materia la que lleva consigo el progreso hacia el desarrollo de seres pensantes, razón por la cual sucede necesariamente siempre que se dan las condiciones necesarias para ello −las cuales no son, necesariamente, siempre y dondequiera las mismas−». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

En conclusión, ¿quiere el lector un ejemplo sobre a dónde llega con esto? Al punto de poner a la «praxis» como categoría central del marxismo. Si seguimos la pista de los admiradores de la «praxis» en la Península Ibérica no podemos coger mejor muestra que Adolfo Sánchez Vázquez. Este, como tantos otros, nos recomendó el estudio no solo de las «lecciones» de Lukács, sino también de los autores yugoslavos de la «Escuela de la praxis» como Petrović o Marković. ¿Y qué propusieron estos caballeros? Atentos:

«El grupo Praxis de Yugoslavia y la llamada filosofía de la praxis consideraban que la actividad creadora libre para ser tal, no debería subordinarse a ninguna ley o necesidad material, y en tal sentido la tesis materialista de que el ser es primario y la idea secundaria se juzga como la negación de la práctica humana, de la libertad, del pensamiento y la cultura. Para ellos, la categoría central del marxismo es la praxis que «no es una actividad material opuesta a la espiritual, sino la estructura de toda actividad humana mientras sea libre». (…) En opinión de Adolfo Sánchez Vázquez, uno de los filósofos más importantes de la praxis, la doctrina de Marx exige que se debe reconocer la «materialidad, tanto en actividad en sí como en sus productos» y este es un «nuevo materialismo» en el que la «objetividad es social», en tal sentido, la naturaleza el mundo objetivo no es nada «puesto que para el hombre en cuanto tal solo existe como objeto de su acción o como producto de su actividad». (Víctor Antonio Carrión; Évald Vasílievich Iliénkov, 2016)

¡Ya lo leen! La «actividad creadora» no debe subordinarse a «ninguna ley» o «necesidad material», por tanto, las «ideas» serían el demiurgo de todo, las fuerzas creadoras de la historia, lo «objetivo» no tiene demasiado peso, no debe de tomarse en cuenta, porque lo importante es el «sujeto». No hace falta suponer qué tipo de «actividad» quijotesca se reproduce con este tipo de «mentalidad innovadora».

Montserrat Galcerán Huguet, otra filósofa de dudoso valor recomendada por los «reconstitucionalistas» 

En el mismo sentido tenemos a la filósofa Montserrat Galcerán Huguet. Ella, en trabajos como «La invención del marxismo» (1997) o «Marxismo, Materialismo Histórico, Materialismo Dialéctico» (2002), insiste paso a paso en las mismas tesis que Thompson, Sacristán o Astrada, considerando que: «La teoría del reflejo de Lenin es muy pobre», destacando que el «marxismo occidental» de Georg Lukács y Walter Benjamin supuso una «enorme renovación» y subrayando el «potencial subversivo» del «posmodernismo» (sic) al cual ve en Nietzsche como su iniciador. Sorprendentemente, o quizás no tanto, para algunos «reconstitucionalistas» como el «Camarada Luca», las piezas de esta autora le resultaron una «lectura muy recomendable», a la cual daba coba en sus redes sociales (*) junto a libros de Deutscher o Bettelheim. ¡Ahora entendemos muchas cosas!

Si todos los diversos personajes, como Thompson, Sacristán o Montserrat, se hubieran tomado la pequeña molestia de leer los «Cuadernos filosóficos» (1916), de Lenin, y en particular el «Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica» (1914), hubieran conocido la importancia que el autor otorgó, frente a todo materialismo vulgar, al matizar que: «La conciencia humana no solo refleja el mundo objetivo, sino que también lo crea». ¡Evidentemente! Si esto no fuera así, el ser humano sería capaz solo de reproducir un mundo existente, pero nada más. Esto sería eliminar de un plumazo toda la evolución del Homo Sapiens, toda su interacción con los objetos, su trabajo, la creación de herramientas y sus consecuencias para la transformación del entorno −y a sí mismo−; en suma, todo aquello que Engels resumió con especial brillantez en su obra clásica «El papel del trabajo en la transformación del mono» (1876), la cual parece que esta gente nunca leyó. Volviendo a Lenin, otras veces el pensador ruso anotó que, efectivamente: «El pensamiento de lo ideal que se convierte en lo real es muy profundo: muy importante para la historia». Anotando que: «También en la vida personal del hombre es evidente cuanta verdad hay en esto». El autor subrayó que esto es clave para refutar el llamado «materialismo vulgar», ya que: «La diferencia entre lo ideal y lo material es también no incondicional, no excesiva». Es decir, lo ideal y lo material se condicionan, no están irremediablemente separados, las ideas del hombre son fruto de su vida, y con ellas toma parte activa en esta.

Por su parte, Plejánov, maestro de Lenin, explicó de forma genial esta cuestión relacionada con el intentar «reproducir lo ideal» y «acercarse a ello» en la vida real, pero, eso sí, comprendiendo en todo momento el impacto de la necesidad sobre los hombres, sin caer tampoco en un «materialismo vulgar». Y lo hizo, precisamente, al exponer y refutar las especulaciones de los filósofos idealistas del «pensamiento puro» que hablaban sobre su sistema jurídico «ajenos a toda clase de necesidades». Estos últimos pretendían defender su legislación no como fruto de unas condiciones materiales, sino de la «justicia» de una «idea», por otra parte, presentada como «racionalidad eterna»:

«El origen del derecho en la «necesidad», excluye el fundamento «ideal» del derecho, sólo en las representaciones de los hombres que están habituados a englobar las necesidades en el terreno de la materia grosera, y que oponen dicho terreno al «espíritu puro», ajeno a toda clase de necesidades. En realidad, lo «ideal» es sólo lo que es útil a los hombres y toda sociedad, al elaborar sus ideales, se guía solamente por sus necesidades. (…) El hecho de que un conjunto dado de instituciones jurídicas sea útil o nocivo para la sociedad, no puede, en manera alguna, depender de las peculiaridades de cualquier «idea», no importa quién sea el que la sustentara: depende, como hemos visto, de los modos de producción y de las relaciones recíprocas que existen entre los hombres, relaciones que son creadas por dichos modos de producción. En este sentido, el derecho no tiene, ni puede tener una base ideal, puesto que su base es siempre real. Pero la base real de todo sistema dado, no excluye una actitud ideal ante él, de parte de los miembros de una sociedad dada. La sociedad, tomada en su conjunto, no puede sino ganar de tal actitud de sus miembros. Por el contrario, en sus épocas transitorias, cuando el sistema de derecho existente en la sociedad ya no satisface sus necesidades, −brotadas del ulterior desarrollo de sus fuerzas productivas− la parte de avanzada de la población puede y debe idealizar un nuevo sistema de instituciones, que corresponda más al «espíritu del tiempo». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

En definitiva, los señoritos «reconstitucionalistas» harían bien si antes de recomendarnos estos pastiches burgueses de la filosofía de universidad, corroborasen las obras sobre las que se debaten, de otro modo, se acaba en un espectáculo tan dantesco como el de Althusser: hablando de libros que uno no conoce más que de oídas. Un poco más adelante el lector se dará cuenta que su «novedosa» y «transcendente» filosofía, solo se limita a recoger estos despojos de los «praxiólogos».

La «Línea de Reconstitución» (LR) y sus intentos de institucionalizar una filosofía voluntarista y teoricista

«El punto de vista de la vida, de la práctica debe ser el punto de vista primero y fundamental de la teoría del conocimiento. Y conduce infaliblemente al materialismo, apartando desde el comienzo mismo las elucubraciones interminables de la escolástica profesoral». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

En realidad, lo de estos pobres «reconstitucionalistas» es un quiero y no puedo. Aunque afirman reconocer que existen «leyes objetivas», no prestan la más mínima atención al estudio de ellas. A su vez, estos soñadores creen que con su «praxis revolucionaria» pueden derribarlas o crear otras nuevas si no son de su agrado, exactamente como así lo aseguraban los populistas rusos del siglo XIX o los vitalistas en el siglo XX. En una ocasión, hablando contra la teoría del reflejo, uno de ellos dijo lo siguiente:

«@SergeiStepniak: Si hablamos del conocimiento como «copia», «imagen» o «reflejo» está claro que nos movemos en un terreno no activo en sí, y todo lo que no es activo, es pasivo −dialéctica−». (Twitter; Deux Lignes, 28 de febrero de 2021)

Este no se trata de un «comentario aislado» contra Lenin, como aullarán los pusilánimes que acostumbran a justificar todas las demencias que estas gentes lanzan. En 2018, la «Línea de Reconstitución» (LR) consideró oficialmente al materialismo histórico de Marx y Engels como un «momento teórico anterior en la construcción cosmológica», y que, por lo tanto, «su actividad crítica no tiene por qué estar relacionada con la actividad revolucionaria de transformación del objeto de su crítica». (Línea Proletaria, Nº3, 2018)  

¡Vaya! ¿Qué haremos entonces! ¿Quién nos salvará de tal infortunio? No sufráis, queridos lectores, que la LR acudió rauda y veloz al rescate. En 2003 nuestros «superhéroes» −o mejor dicho «superhombres»− anunciaron al mundo entero que gracias a su «praxis revolucionaria» habían descubierto, nada más y nada menos, que la mejor forma de «revolucionar las consciencias», la forma de lograr por fin «la materia autoconsciente». ¿Quién no desearía poseer tal tesoro, tal superpoder? El lector detectará rápidamente que todo esto que a priori suena muy complejo y novedoso acaba siendo puro humo:

«Se trata de lograr, mediante ella, la revolución de las conciencias, la superación de la alienación a que las somete la sociedad de clases, su emancipación. La práctica de cambiar las relaciones sociales es sólo un medio para liberar la creatividad de los espíritus, para completar la humanización del hombre, para alcanzar el estadio de la materia autoconsciente. (…) El proceso histórico-lógico se realiza en este orden: conciencia-materia-conciencia o, desde el punto de vista de la actividad: teoría-práctica-teoría». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº27, 2003)

Aunque resulte triste y cómico, nuestros «reconstitucionalistas» sufren de un mecanismo de defensa que en psicología se conoce como «proyección»: es decir, acusan al resto de lo que ellos mismos cometen. Si, como vimos anteriormente, tienden a acusar a Marx y Engels de ser unos terribles «teoricistas», de «batallar estrictamente bajo abstracciones mentales» y de no haber superado el vago «humanismo feuerbachiano»… en verdad estos epítetos son adecuados para describir sus peores vicios. Sin embargo, como veremos ahora, también acusarán al marxismo de lo contrario: de acuñar un «pragmatismo» que pronto acabó por empantanarse en el lodazal del oportunismo. Según ellos, el recoger de la práctica los principios teóricos es algo «pragmático», «instrumentalista», un defecto muy común durante el viejo «Ciclo de Octubre». Al parecer es mucho mejor empezar por construir castillos en el aire, es decir, extraer la teoría de nuestras elucubraciones y deseos mentales, aun cuando no tengan mucho −o nada− que ver con las condiciones materiales en las cuales nos movemos:

«[En el viejo «Ciclo de Octubre»] Entienden aquel proceso como «práctica-teoría-práctica», subordinando todo lo teórico, lo consciente, lo intelectual, a los fines prácticos. Ésta es la base última de todo el economicismo, el pragmatismo y el instrumentalismo que acabaron por echar a perder el movimiento revolucionario anterior. (…) Es cierto que nuestra teoría rompe con la impotencia de sus predecesoras utópicas». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº27, 2003)

Esto, como ellos mismos reconocen, choca frontalmente con los axiomas del materialismo histórico. Como Lenin indicó en «Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica» (1914): «La práctica es superior al conocimiento −teórico−, porque posee, no sólo la dignidad de la universalidad, sino también la de la realidad inmediata», pero por lo visto, para los «reconstitucionalistas» esto, o bien nunca ha sido verdad, o ha dejado de serlo. ¡Estupendo! ¡Así como que no quiere la cosa han vuelto por los senderos ya recorridos por los empiriocriticistas! Es decir, los «reconstitucionalistas», adalides del antipositivismo, han caído rendidos en sus redes. ¿Qué decir? ¿Cómo contrarrestar esta opinión que desafía toda lógica? En verdad, no haría falta «presentar batalla», porque ellos son los que deberían demostrar que miles de años de conocimiento humano están equivocados, pero como sabemos que esto nunca será realizado, seguiremos explicándole a nuestros lectores −que es lo que realmente nos interesa− a través de ejemplos el motivo por el cual lo contrario a lo que sostienen los «reconstitucionalistas» es lo cierto. 

¿Por qué Lenin consideraba que la «práctica» es superior a la «teoría»? Porque entiéndase que, como respondió el filósofo soviético M. Shirokov en su obra «Un manual de filosofía marxista» (1937): «Un desarrollo lógico de las ideas es posible porque la mente se dedica a la tarea de interpretar y trabajar sobre el proceso histórico que refleja»; pero «todo ese pensamiento, incluso cuando usa las generalizaciones de la práctica precedente, debe ser probado instantáneamente por el experimento científico y la práctica social». En verdad, cualquiera que sepa cómo se pasó del pensamiento precientífico al pensamiento científico −y cómo se operó entre tanto− estará de acuerdo en que la posición de la LR es una aberración vergonzante. Fue Friedrich Engels quien en su obra «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880), se manifestó con sorna ante los agnósticos que jugaban a hablarnos de sus especulaciones y juegos de palabras en torno a la teoría del conocimiento: «Los hombres, antes de argumentar, habían actuado», por ende, «la acción humana había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen». Entonces, en los primeros seres humanos, todo aquello que hoy podríamos denominar como «cavilaciones teóricas», no pasaban de ser −dando por hecho que ya existía lengua y un mínimo de capacidad de abstracción−, en el mejor de los casos, reflexiones y discusiones en torno a temáticas básicas sobre cómo resguardarse mejor del frío, cómo cazar sin correr tantos riesgos, cómo controlar el curso del río, etcétera. Cuestiones que pronto fueron siendo cada vez más complejas y no provenían tanto de la brillantez mental de los hombres, de la «teoría-práctica-teoría», sino de la realidad material del mundo exterior, de los obstáculos y dificultades que estos experimentaban en su actividad práctica cotidiana, es decir, de la «práctica-teoría-práctica». 

Dicho de otro modo, lo que propició que los sujetos fuesen «dándole vueltas» a estos temas con cada vez más destreza fue la influencia del medio exterior en el que se desenvolvían y su interacción con él, sumado a las nuevas capacidades que por la lenta evolución la especie había ido adquiriendo. Joseph Dietzgen, en su «Carta a Karl Marx» (17 de noviembre de 1867), lo expresó tal que así: «Pensar significa desarrollar a partir de lo dado en forma sensible, a partir de lo particular, lo general», por tanto, no queda, sino que concluir que «el fenómeno constituye el material necesario del pensar». Mientras en una de sus obras fundamentales «La esencia del trabajo intelectual del hombre» (1869), declaró: «A la inversa, el filósofo especulativo busca en el interior de sí mismo, en las profundidades de su espíritu, el verdadero concepto de la filosofía, patrón a partir del cual decreta luego que los ejemplares dados en la realidad sensible son auténticos o inauténticos». ¿En qué posición deja eso a la frágil LR? Fácil. Está visto que algunos utilizan pseudónimos con nombres y apellidos de marxistas fallecidos, ¿verdad señor «Dietzgen»?, pero no porque quieran conocer y reivindicar su obra, sino simplemente por mero «esnobismo», el vicio de los más mediocres, es decir, para fardar ante el resto de una cultura que no tienen.

Cuando algunos idealistas preguntaron a los marxistas de finales del siglo XIX: «¿Cómo sabéis que la economía constituye la base del desarrollo histórico, y no más bien la filosofía?», Franz Mehring, uno de sus discípulos, respondió lo siguiente: «Pues lo sabemos simplemente por esto, que los hombres tienen que comer, beber, construir sus viviendas y vestirse, antes de estar en condiciones de pensar y de hacer poesía, que el hombre solo logra tener conciencia a través de la convivencia social con otros hombres, y que por consiguiente su conciencia se halla determinada por su existencia social, y, no a la inversa, su existencia social por su conciencia». Por tal razón, Engels en «Dialéctica de la naturaleza» (1883), comentó el gran papel que tuvo en las primeras civilizaciones agrícolas la irrupción de las matemáticas, la mecánica o la astronomía, las cuales fueron estimuladas y desarrolladas no por las «geniales conclusiones de las cabezas pensantes» −filósofos, comerciantes, escribas o gobernantes−, sino que estos, a lo sumo, resumieron −y no pocas veces con muchas inexactitudes y mística de por medio− las necesidades de la producción de la comunidad −y siempre, cómo no, intentando poner por delante sus intereses particulares−. En palabras de Engels: «La base más esencial e inmediata del pensamiento humano es precisamente el cambio de naturaleza por parte del hombre, y no una naturaleza como tal», lo cual descarta la idiotez de que las ciencias practicadas por el ser humano «no tienen capacidad transformadora, solo observadora, pasiva» −¡que se lo digan al Amazonas o a Nicolás II!−:

«Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las observaciones bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones con la naturaleza objetiva de las cosas percibidas». Sin embargo, si eso no fuese así, «no tardamos generalmente mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y superficial». (Friedrich Engels; Del socialismo utópico al socialismo científico, 1890)

Marx y Engels contra los filósofos «neohegelianos» y su teoría de la «autoconciencia» 

En realidad, ya en una obra tan precoz como la «Sagrada familia (1845), Marx y Engels criticaron estos postulados basándose en la discusión entre Otto Bauer y Strauss en torno a la «autoconciencia infinita», siendo la misma calificada de una «especulación hegeliana». En ella, el primero, imitando a Hegel, «reemplazaba al hombre por el conocimiento», hallado fuera del «mundo objetivo, real y sensible». Esto implicaba negar «las bases materiales, sensibles, objetivas de las diferentes y diversas formas del conocimiento humano». Los «reconstitucionalistas», más allá de que no califiquen a su «autoconciencia» de infinita, si parten de los mismos supuestos donde dan primacía a esa «guerra» en el terreno del «pensamiento puro», donde retuercen los hechos o los silencian para intentar sostener la fortaleza de sus «fastuosas» teorías rocambolescas.

Volviendo a Marx, esta no fue la única dedicatoria contra estos filósofos hegelianos de la «autoconciencia»:

«Hegel cayó en la ilusión de concebir lo real como resultado del pensamiento que, partiendo de sí mismo, se concentra en sí mismo, profundiza en sí mismo y se mueve por sí mismo». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858)

Prestemos atención ahora a este tramo que bien podría titularse «Marx contra los discípulos de la autoconciencia de la LR»:

«No se trata de buscar una categoría en cada período, como hace la concepción idealista de la historia, sino de mantenerse siempre sobre el terreno histórico real, de no explicar la práctica partiendo de la idea, de explicar las formaciones ideológicas sobre la base de la práctica material, por donde se llega, consecuentemente, al resultado de que todas las formas y todos los productos de la conciencia no brotan por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción a la «autoconciencia» o la transformación en «fantasmas», «espectros», «visiones», etc., sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales reales, de que emanan estas quimeras idealistas. (…) Y estas condiciones de vida con que las diferentes generaciones se encuentran al nacer deciden también si las conmociones revolucionarias que periódicamente se repiten en la historia serán o no lo suficientemente fuertes para derrocar la base de todo lo existente. Y si no se dan estos elementos materiales de una conmoción total, o sea, de una parte, las fuerzas productivas existentes y, de otra, la formación de una masa revolucionaria que se levante, no sólo en contra de ciertas condiciones de la sociedad anterior, sino en contra de la misma «producción de la vida» vigente hasta ahora, contra la «actividad de conjunto» sobre que descansa, en nada contribuirá a hacer cambiar la marcha práctica de las cosas el que la idea de esta conmoción haya sido proclamada ya una o cien veces, como lo demuestra la historia del comunismo. (…) Un fundamento real que no se ve menoscabado en lo más mínimo en cuanto a su acción y a sus influencias sobre el desarrollo de los hombres por el hecho de que estos filósofos se rebelen contra él como «autoconciencia». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)

¿Estaba siendo Marx un «objetivista dogmático», un «determinista intransigente», totalmente «pasivo» por la «situación circunstanciada» de las «condiciones materiales» de su alrededor? Que el lector juzgue. Mientras tanto podemos seguir con la incontable cantidad de ejemplos que posicionan a nuestros «reconstitucionalistas» dentro de la trinchera de los pensadores idealistas. En una de sus obras más conocidas, Engels se burló del positivista Dühring, ya que, si bien este infravaloraba y odiaba a Hegel, él mismo reproducía su predilección por «construir artificialmente el mundo real partiendo del pensamiento». Es decir, Engels le echaba en cara a Dühring su método de conocimiento, donde en vez de ceñirse a los principios que rigen el mundo objetivo, este se guiaba en base a sus apetencias personales, prejuicios, especulaciones e ideas bienaventuradas:

«Los principios no son el punto de partida de la investigación, sino su resultado final, y no se aplican a la naturaleza y a la historia humana, sino que se obtienen de ellas; no es la naturaleza ni el reino del hombre los que se rigen según los principios, sino que éstos son correctos en la medida en que concuerdan con la naturaleza y con la historia. Esta es la única concepción materialista del asunto, y la opuesta concepción del señor Dühring es idealista, invierte completamente la situación y construye artificialmente el mundo real partiendo del pensamiento, de ciertos esquematismos, esquemas o categorías que existen en algún lugar antes que el mundo». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Los seguidores de la LR, pese a acumular cantidades ingentes de libros, jamás ha estudiado en profundidad estos textos fundamentales del marxismo-leninismo, por eso cuando alguien les señala sus salidas de tono acusa al resto de «talmudista», «doctrinario» o «exegeta» −¡creyendo que con una etiqueta logra un efecto intimidatorio o liquida la crítica del oponente!−. Sea como sea, cuando pretenden ir a contracorriente de estas verdades tan elementales, lo hacen soltando un par de frases lapidarias, pero jamás han podido elaborar una contrarréplica «oficial» o «extraoficial» que pueda ser tomada en serio, pues sus balbuceos son motivo de sorna o indiferencia, ya que no plantean nada nuevo». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)

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