martes, 10 de agosto de 2021

Heinrich Heine sobre la esencia del arte del cristiano

«Las artes recitativas, espiritualistas por naturaleza, pudieran florecer bastante bien bajo la sombra del cristianismo. Menos ventajosa fue esta religión para las artes plásticas. Porque allí también se vieron obligadas a representar la victoria del espíritu sobre la materia y, sin embargo, debieron utilizar precisamente esta materia como medio de su representación; tuvieron que resolver, por así decirlo, una tarea antinatural. Por eso aquellos temas repulsivos en la escultura y en la pintura: imágenes de mártires, crucifixiones, santos agonizantes, mutilación de la carne. Esas mismas tareas fueron un martirio de la escultura, y cuando veo aquellas obras deformadas en las que cabezas devotamente inclinadas, brazos largos y delgados, piernas magras y escrupulosos y rústicos ropajes eran utilizados para representar la abstinencia cristiana y el ascetismo sensorial, me embarga una compasión indecible por los artistas de aquel tiempo. (...) A decir verdad, cuando contemplamos alguna colección de pinturas y no vemos representadas más que escenas sangrientas, flagelaciones y ejecuciones, tenemos la impresión de que los antiguos maestros pintaron estas imágenes para la galería de un verdugo. Pero el genio sabe transfigurar incluso lo antinatural; muchos pintores lograron  resolver con belleza y elevación la tarea antinatural; y particularmente los italianos supieron honrar la belleza un poco a costa del espiritualismo, y elevarse hasta aquella idealidad que alcanzó su florecimiento en tantas representaciones de la Virgen. La clerecía católica siempre ha hecho algunas concesiones cuando se trataba de la Virgen. Esta imagen de una belleza inmaculada, transfigurada por el dolor y el amor maternal, tuvo el privilegio de ser celebrada por poetas y pintores y adornada, además, con todo el atractivo sensual. Porque esta imagen era un imán que podía atraer a la gran muchedumbre hacia el regazo del cristianismo. La Virgen María fue, por así decirlo, la «bella dame du comptoir» de la Iglesia Católica, que con su sonrisa celestial atrajo y retuvo a sus clientes, especialmente a los bárbaros del Norte. La arquitectura tiene en la Edad Media el mismo carácter que las obras de artes, porque en ese entonces todas las manifestaciones de la vida armonizaban entre sí del modo más extraordinario. Aquí, en la arquitectura,  se revela la misma tendencia a la parábola que en la poesía. Cuando ahora entramos en una catedral antigua, apenas percibimos ya el sentido esotérico de su pétrea simbología. Sólo la impresión de conjunto penetra de inmediato en nuestro estado de ánimo. Sentimos la elevación del espíritu y el aplastamiento de la carne. El propio interior de la catedral forma una cruz hueca, y deambulamos allí en el interior del instrumento del martirio; las coloridas ventanas arrojan sobre nosotros sus luces rojas y verdes, como gotas de sangre y pus; cantos fúnebres gimotean a nuestro alrededor; bajo nuestros pies, sepulcros y descomposición». (Heinrich Heine; La escuela romántica, 1833)

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«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»