«Entre los dos primeros órdenes y el tercero, los funcionarios de la administración pública ocupaban una situación particular.
Los órganos de la antigua administración feudal se habían mantenido en parte: habían perdido sus funciones esenciales pero no sus ingresos. Medios muy ventajosos de explotación pública en manos de la nobleza, esas plazas no habían desaparecido en absoluta en la medida en que se convertían en inútiles. Por el contrario: el número de las más lucrativas y superfluas de ellas aumentó en el curso del siglo XVIII, como hemos visto.
Al lado de esas cargas inútiles se habían tenido que crear, sin embargo, otras en la justicia, la policía, las finanzas, cuyo carácter respondía mejor a las condiciones de una monarquía moderna. Se habían instituido cada vez más y los titulares eran nombrados por el rey. Pero al principio habían recibido una remuneración insignificante o nula, y sus ingresos consistían más en derechos a beneficios eventuales, que la población paga a los funcionarios. Esos ingresos crecieron en la medida en que el cargo extendía su impronta; y para los reyes, cuyas necesidades de dinero eran perpetuas, fue un buen negocio no solamente conferir sino, además, vender esas funciones que reportaban tan buenos ingresos. Desde el siglo XV el uso de este sistema comenzó a extenderse y muy pronto devino para los reyes uno de los principales medios para hacer dinero. No solamente los miembros de los comités directores de los cuerpos de los oficios y otras corporaciones, sino también los mismos maestros se convirtieron en funcionarios públicos, que tenían que pagar por su cargo si su corporación no había sido lo bastante rica como para comprar su independencia; se arrebató incluso la autonomías a las ciudades y las funciones y dignidades comunales, a menos que las villas las recompraran a buen precio, fueron transformadas en funciones públicas: naturalmente esos funcionarios extraían sus emolumentos a costa de la población. Pero esto no era suficiente para acabar con la perpetua necesidad financiera de los reyes: se llegaron a crear las funciones más absurdas y las poblaciones estaban obligadas a proveerlas de dones. Así, por ejemplo, en los últimos años de Luis XIV, se instituyeron los siguientes cargos: inspectores de peluquerías, controladores de cerdos y de lechones, contadores de heno, consejeros del rey controladores en los apilamientos de madera, inspectores de mantequilla fresca, de mantequilla salada, etc., etc. De 1701 a 1715, el rey sacó de la venta de nuevos cargos unos ingresos de 542 millones de libras. Poco importaba quién comprase. Los tesoreros-pagadores del ejército compraban los cargos a quienes debían vigilarlos a ellos y, así, se liberaban de todo control.
Con tal organización de las funciones públicas, a la larga tenía que hacerse difícil administrar un gran estado moderno. También se formó un nuevo funcionariado, una burocracia fuertemente centralizada, enteramente en manos del rey, que no solamente cumplía las funciones de la administración feudal sino, también, las de los cargos venales cada día más superfluos, sin disminuir, sin embargo, su número ni la explotación que ejercían.
Por el contrario, los cargos venales hicieron nacer una nueva aristocracia. Además de la exención de impuestos y otros privilegios, los más importantes de ellos mediante ciertos dones, adquirieron además carácter hereditario, y se concedieron títulos de nobleza. Así se formaron a lado de la vieja nobleza feudal una nobleza de toga y una nobleza de espada. La nueva nobleza, económicamente independiente del rey, se mostró a veces insubordinada, más insubordinada incluso que la vieja nobleza.
A la cabeza de esta aristocracia de funcionarios se mantenían los parlamentos, las más altas cortes de justicia.
El ascenso de la producción capitalista moderna había convertido a la clase de los juristas particularmente importante e indispensable. Cuanto más dominante en la producción fue la producción mercantil, más numerosos y complicados se hacían los contratos entre los propietarios privados, y más litigiosas las relaciones que de ello resultaban. El derecho feudal y la jurisprudencia feudal no estaban adaptados a esas relaciones que reclamaban un nuevo derecho, derecho que al principio se buscó extraerlo del derecho canónico, pero del que muy pronto se encontraron los fundamentos romanos. Las nuevas relaciones exigían también gente que pudiese consagrar toda su vida a la tarea de «lograr orientarse» en los meandros obscuros del nuevo derecho. La clase de los juristas, jueces y abogados, aumentó rápidamente y fue considerada indispensable. De hecho, una huelga de esa clase habría llevado a todo el comercio a un paro completo.
Nada más natural si las altas cortes de justicia gozaban de un prestigio particular. Ese prestigio lo aumentaba considerablemente su situación política. Los reyes de Francia veían en los parlamentos, −que se reclutaban en el seno del Tercer Estado y entregaban sus juicios sobre la base de un derecho favorable al absolutismo, el derecho romano− excelentes instrumentos para romper la resistencia de la nobleza feudal, y extendieron cada vez más, con ese fin, sus prerrogativas y poder a lo largo de los siglos XIV y XV. Pero la venalidad de los cargos judiciales, que se introdujo en el siglo XVI, hizo de los parlamentos, cuya importancia crecía día a día en toda la vida social y política y cuyos miembros se enriquecían cada vez más con emolumentos que aumentaban a vista de pájaro, cuerpos de una independencia económica muy grande: aunque tras haber conquistado sus prerrogativas al servicio de absolutismo, y para conservar dicha independencia y eso privilegios, acabaron atreviéndose a girarse contra él, y ello en el mismo momento en que la realeza había derribado todos los obstáculos y parecía todopoderosa.
Todas esas circunstancias, sin embargo, no bastan aún para explicar el papel considerable que el más elevado y antiguo de los parlamentos, el de París, jugó a partir del siglo XVI hasta el XVIII. Ni su antigüedad ni su rango bastan tampoco para hacer comprensible ese papel: pero ese parlamento era el parlamento de París, del París al que ningún rey −las guerras de religión lo habían demostrado bien− podía dejar de tener en cuenta. Y el prestigio del parlamento de París se apoyaba ante todo en la opinión pública parisina. Pero ante esta opinión tenía que hacer concesiones, debía adoptar una actitud que le concediese los aplausos de los parisinos. Las consecuencias de esta situación fueron notables.
Es natural que los funcionarios, económicamente independientes del rey, no solamente se hayan mostrado insubordinados, sino que, además, en el manejo de su cargo solamente tuviesen en cuenta su interés privado. Sobre ellos no ejercían ninguna presión ni el miedo a una destitución ni la esperanza de una promoción.
No se contentaban con sus ingresos y emolumentos regulares, sino que trataban de aumentarlos más abusando de la parte de poder público que detentaban. Los recaudadores de impuestos engañaban al fisco, olvidándose de los ricos que compraban sus favores, y compensaban el déficit sometiendo a los pobres a exacciones cada vez más duras. La justicia era venal; la policía era venal; lo arbitrario, el pillaje y la corrupción reinaban en todos los dominios de la administración pública. En los parlamentos, que se mantenían a la cabeza de esta nobleza burocrática, era donde la corrupción florecía en más alto grado. Su infamia, venalidad y codicia igualaban su desdén aristocrático y el odio fanático con el que acogían todas las innovaciones que podían amenazar a sus privilegios: en el curso del siglo XVIII levantaron contra ellos la hostilidad de todos los espíritus rectos y amantes del progreso, y más de una vez se expusieron a la condena moral de la opinión pública. Voltaire combatió con gran energía a «los asesinos de Cals, Labarre y Lally» y las Memorias que publicó Beuamarchais en 1774 ponían de relieve de forma aplastante toda la corrupción de la justicia de entonces.
Pero para poder garantizar su corrupción y sus privilegios, el parlamento de París, que en cierta medida daba el tono al resto, debía estar a buenas con los parisinos: adoptaba las consignas que corrían por París. En 1648, durante la Fronda, los parlamentarios descendieron a las barricadas de concierto con los parisinos y la parte sublevada de la aristocracia; siempre de acuerdo con los parisinos, el parlamento de París se opuso al «despotismo» de los ministros de Luis XVI en nombre la «soberanía» y de la «libertad nacional». Por otra parte, se consideraba como la única representación legítima del pueblo.
La actitud de los parlamentos, defendiendo los derechos del pueblo cuando aquellos no querían más que salvaguardar privilegios gracias a los cuales explotaban al pueblo, no fue uno de los fenómenos menos singulares de la historia del Antiguo Régimen». (Karl Kautsky; La lucha de clases en Francia en 1789. Los antagonismos de clase en la época de la Revolución Francesa, 1889)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»