Los cargos en la corte estaban entre las sinecuras más buscadas. Las mejor pagadas de todas exigían para su cumplimiento poco saber y trabajo, y llevaban directamente a la fuente de todos los favores y de todos los placeres. 15.000 personas estaban ocupadas en la corte, la mayoría de ellas sólo estaban en la corte para obtener un título lucrativo. Una décima parte de los ingresos del estado, más de 40 millones de libras −hoy día serían alrededor de 100 millones−, estaban consagrados al mantenimiento de esta masa parásita.
Pero esos cargos no le eran suficientes a la nobleza. En la administración pública había diferentes suertes de funciones: unas exigían cierta preparación y mucho trabajo, eran las menos remuneradas, y sobre ellas recaía todo el peso de la administración, así que se dejaban para los burgueses; pero el resto, en las que sólo hacía falta «representar», y cuyos titulares no tenía por misión más que aburrirse, ellos y sus iguales, sin contar con que estaban generosamente dotadas, se las reservaba la nobleza. Al principio, para las plazas de oficiales en el ejército se había tenido en cuenta, ante todo, el mérito. Bajo Luis XIV se podían encontrar en el ejército tanto oficiales burgueses como nobles. Éstos no tenían preferencia más que en tiempos de paz. Pero a medida que creció la avidez de la nobleza por las funciones, ésta buscaba la forma de reservarse las más altas plazas en el ejército. Los grados inferiores, donde el servicio era el más duro, fueron abandonados para la «canalla». Pero las plazas que estaban bien pagadas, y que no pedían, sobre todo en tiempos de paz, más que un poco de trabajo y saber, devinieron privilegio de la nobleza. Los oficiales costaban 46 millones de libras anuales: el resto del ejército tenía que contentarse con 44 millones. Cuanto más se endeudaba la nobleza, con más ansia velaba la nobleza por esos privilegios. Pocos años antes de la revolución (1781), apareció un edicto real que reservaba las plazas de oficiales a la vieja nobleza. Cualquiera que quisiese convertirse en oficial debía de justificar no menos de cuatro cuartos de nobleza por ascendencia masculina. Así, no solamente la burguesía, sino toda la nobleza cuyos títulos databan de menos de un siglo estaban excluidas de los altos grados del ejército.
En la Iglesia, las plazas más elevadas, las mejor pagadas, estaban reservadas expresamente a la nobleza, ya porque fuesen de fundación, ya porque el rey, cuando las proveía, sólo dejaba acceder a ellas a los nobles. Ese privilegio de la nobleza a las plazas bien dotadas incluso fue expresamente determinado poco tiempo antes de la revolución, aunque la cosa no se hizo pública. Las 1.500 ricas dispensas de las disponía el rey recaían exclusivamente sobre la nobleza, así como las plazas de arzobispo y obispo. Y en la Iglesia había pequeños puestos abundantemente pagados. El cardenal de Roan, arzobispo de Estrasburgo, recogía, como príncipe de la Iglesia, ¡más de un millón de libras al año! Se comprende que este pastor de almas pudiese darse el lujo de comprar un collar de diamantes de 1.400.000 libras con la esperanza de ganarse los favores de la reina María Antonieta.
Pero todas las plazas tan ricamente dotadas, en la Iglesia, en el ejército y en la administración y la corte, no eran suficientes para la avidez de la nobleza endeudada. Ésta asediaba al rey para obtener dones extraordinarios: aquí, un noble acorralado para sacarlo de sus aprietos en dinero, allí el capricho de un alto señor o de una gran dama que había que satisfacer. De 1774 a 1789, se entregaron nada más que 228 millones de la caja del Tesoro Público, en pensiones, dones, etc., y de esos 228 millones, 80 le correspondieron a la familia real. Los dos hermanos del rey sacaron, de esta manera, cada uno de ellos 14 millones. El ministro de finanzas, Calonne, pocos años antes de la revolución, cuando el déficit en el presupuesto del estado era enorme, compraba para la reina el castillo de Saint-Cloud, 15 millones, y para el rey el de Rambouillet, 14 millones. Pues el rey no se consideraba solamente como jefe de estado sino, también, como el primer señor de Francia, y no tenía ningún escrúpulo en enriquecerse, como tal, a costa del estado.
La familia Polignac, que gozaba del favor particular de María Antonieta, se hizo con un ingreso de 700.000 libras para ella únicamente en pensiones. El duque de Polignac obtuvo una renta vitalicia de 120.000 libras y un regalo de 1.200.000 libras para la compra de un dominio.
Hasta aquí no hemos visto en la nobleza más que la organización de un pillaje al estado y al pueblo. Presentarla sólo bajo esta luz sería, sin embargo, inexacto. Una parte considerable de la nobleza −pero siempre una minoría− no solamente es que no participaba en ese pillaje, sino que se levantaba contra él con la más viva indignación. Era la pequeña y mediana nobleza de las provincias que se había quedado retrasada desde el punto de vista económico y en la que la economía feudal todavía florecía, como en una parte de Bretaña y como en Vendée. Allí los señores permanecían en sus castillos, siguiendo la antigua usanza, en lugar de viajar a París y Versalles; viviendo como vivían en medio de sus campesinos, ellos mismos no eran casi más que campesinos un poco mejor educados, rudos y sin cultura, pero plenos de fuerza y orgullo, sus necesidades, que se limitaban a beber y comer bien, eran fácilmente satisfechas por los dones en especie de sus vasallos. Sin deudas, no realizando gastos lujosos, no tenían ningún motivo para acrecer las prestaciones que se les debían ni para percibirlas con rigor. Se mantenían en buenas relaciones con sus campesinos. De vivir juntos y en condiciones análogas nace cierta simpatía. Y, en estas provincias retrasadas, el señor no era, como en otros lugares, un explotador inútil y parásito. En las provincias más avanzadas, la burocracia real había retomado, poco a poco, todas las funciones administrativas, judiciales y de policía que el señor ejercía en otros tiempos. Lo que le había quedado importaba poco para el orden y la seguridad de su dominio: de un medio para garantizar el buen estado había hecho un medio de explotación. Los funcionarios encargados de la justicia y la policía en las tierras señoriales no recibían sueldo, por el contrario, debían pagar por su plaza, comprando así el derecho a «desplumar» a los subordinados de su dueño.
En las viejas regiones feudales era diferente. El señor todavía administraba allí su hacienda, se ocupaba de los caminos, aseguraba la seguridad, zanjaba los litigios entre sus campesinos, castigaba los crímenes y delitos. Ejercía incluso todavía a veces la antigua función de protector contra el enemigo de fuera. Y ese enemigo, en verdad, no eran ejércitos extranjeros sino los recaudadores de impuestos del rey que se presentaban de vez en cuando en esos rincones para robarlos; se tienen ejemplos de recaudadores expulsados por el señor cuando se dedicaban a exacciones demasiado grandes.
Esos nobles no estaban dispuestos en absoluto a someterse sin condiciones al poder real. La nobleza de la corte, con sus agregados en el ejército, la Iglesia y la alta burocracia, tenía todos los motivos para sostener el absolutismo real. Si los nobles, en tanto que señores feudales, no lograban a arrebatárselo todo al campesino, los recaudadores de impuestos y los funcionarios del rey se encargaban muy bien del resto, y cuanto más grande y absoluto era el poderío real, mejor lo conseguían. Cuanto más ilimitado era el absolutismo, más arbitraria e implacablemente se podía apretar los tornillos de los impuestos y el rey podía distraer del tesoro público dones para sus creadores.
Pero eso no le interesaba al «hidalgo». Ni le llegaba nada ni tenía necesidad de los favores de la corte. Por el contrario, si la tuerca de los impuestos se apretaba, sus vasallos se empobrecían y él perdía en crédito y en autoridad lo que la burocracia real ganaba en extensión acaparando el poder administrativo, judicial y policial.
Los «hidalgos» no se veían, como los cortesanos, como lacayos del rey sino, según el viejo espíritu feudal, como sus iguales. Para ellos, igual que en los tiempos de la feudalidad, el rey era el mayor señor entre los señores, el primero entre iguales, sin el asentimiento de los cuales no podía realizar ningún cambio en el estado; ante el poderío real, trataban de mantener sus libertades y derechos hereditarios, sin gran éxito por otra parte. Y esta actitud les parecía tanto más legítima a medida que las necesidades del estado aumentaban, a medida que se introducían nuevos impuestos, que afectaban a la nobleza, aunque debían contribuir a las cargas públicas sin participar en los regalos del gobierno a la nobleza. Igualmente, reclamaban economías con un vigor cada vez más grande; querían reformas financieras y el control del presupuesto por una Asamblea de los Estados.
Vemos así a la nobleza partida en dos fracciones enemigas: por una parte, la nobleza de corte y su séquito, que comprende tanto a la alta nobleza como a la mayoría de la aristocracia media y pequeña y que está absolutamente a favor del mantenimiento del absolutismo real; por otra parte, la nobleza rural, compuesta por la mediana y pequeña nobleza de las regiones atrasadas, y que reclama con vivacidad la convocatoria de los estados para controlar la administración pública.
Si no se juzga a los partidos del pasado según los intereses de clase que representaban sino según el acuerdo exterior de sus tendencias con los programas políticos modernos, se debería de llamar «avanzados» y «liberales» a esos elementos retardatarios que querían, de concierto con el Tercer Estado, substituir la monarquía absoluta por la monarquía parlamentaria.
Y, sin embargo, nadie más opuesto a las ideas nuevas y a las clases nuevas que esos «hidalgos». El hidalgo alimentaba contra la burguesía el odio del campesinado contra el ciudadano, del hombre de la economía natural contra el hombre del dinero, del ignorante contra el hombre educado, del noble contra el advenedizo. En todas partes en que se encontraba con él −lo que, a decir verdad, no ocurría a menudo− no disimulaba el menosprecio que le merecía.
Por el contrario, la nobleza de las ciudades y una parte de la burguesía se aproximaron muy deprisa. Sin duda alguna la aristocracia de la corte no miraba a los pequeños burgueses con menos desdén que el hidalgo, y el artesano podía tenerse por muy honrado si tenía que trabajar para un gran señor: en cuanto a querer que se le pagara su trabajo, la pretensión habría parecido exorbitante. Pero las relaciones eran completamente diferentes con los señores de la alta finanza. Éstos poseían lo que necesitaba la nobleza: dinero; dependían de ellos, de su buen placer, que fuese a la bancarrota o que se prolongase todavía su existencia. Con muy pocas salvedades, los aristócratas de la corte eran todos acreedores-esclavos de la alta finanza, desde el rey hasta el paje menor. No se podía respetar a semejante gente, Luis XIV, el fiero «Rey Sol» saludó un día en presencia de la corte como a un igual al judío Samuel Bernard; dicho judío, por otra parte, ¡era sesenta veces millonario! Los servidores del rey ¿debían mostrarse más orgullosos que su dueño? La alta finanza se acercaba cada vez más a la nobleza; compraba títulos nobiliarios y patrimonios. Y había más de un noble muy feliz por redorar su blasón con un casamiento con una rica heredera de la aristocracia del dinero. Uno se consolaba diciendo que el mejor campo necesita ser abonado de vez en cuando. ¡Desde entonces la nobleza se ha hundido pasablemente en el estercolero! Los salones de la alta finanza igualaban cada vez más a los de la nobleza, lo que, sin duda alguna, no contribuyó poco al acercamiento de las dos clases, reinaba la misma corrupción en ambas. Las prostitutas estaban en venta tanto para los vividores del Tercer Estado como para los condes, duques y obispos. En el prostíbulo caen las distinciones y la corte de Francia se parecía rabiosamente a un prostíbulo. Más arriba hemos visto cómo un arzobispo había intentado comprar a una reina con diamantes.
Algunos escritores −Buckle, por ejemplo− han visto en esta creciente mezcla de los nobles y la gente de las finanzas un efecto de las «ideas democráticas» que se supone agitaban a todos los espíritus antes de la revolución, perteneciesen a la clase que perteneciesen. Es una lástima que, precisamente en la misma época y para ocupar a esos mismos nobles «demócratas», se exigiese cuatro cuartos de nobleza para ser oficial, se declarase a los bienes de la Iglesia propiedad exclusiva de la nobleza y se creasen para ella nuevas sinecuras en la burocracia. No fueron las ideas democráticas sino los intereses materiales los que, en los tiempos incluso en que se aseguraba el privilegio exclusivo de la aristocracia a las funciones públicas, atenuaron las distinciones exteriores entre la vieja nobleza terrateniente y la nueva nobleza del dinero.
Esta «falta de prejuicios» de los nobles de París en sus relaciones sociales eran, naturalmente, motivo de escándalo para los «hidalgos». ¡Qué decir de su «falta de prejuicios» en lo concerniente a la moral y la religión! La nobleza que todavía vivía dentro de su viejo dominio feudal se mantenía firmemente apegada a las ideas que eran como el reflejo ideológico natural, a la vieja religión de sus padres. Para la nobleza parisina, por el contrario, los restos de la feudalidad no eran más un medio para explotar a las masas y mantenerlas sujetas; sus funciones señoriales, de las que sólo había conservado el título y los ingresos, no tenían para ella otro sentido. Desde este punto de vista consideraba también a la religión. Para ella, que vivía en París, lejos de sus ruinas feudales, la religión había perdido toda suerte de significación; al igual que los restos de feudalidad, sólo le parecía más buena para mantener a las masas dentro del respeto y para explotarlas. Al «pueblo ignorante», la religión todavía le parecía muy necesaria; pero la nobleza «ilustrada» podía reírse de ella.
La decadencia de las viejas costumbres, que habían perdido su base material, marchaba al mismo paso que el libre pensamiento en los salones de la nobleza. Para el señor que seguía siendo feudal, el mantenimiento de su casa y la conducta de su esposa revestían la mayor importancia; sin una economía de producción natural, se paraba todo el mecanismo de la producción. Un sólido matrimonio, una severa disciplina familiar, eran una necesidad. Para el cortesano, que no tenía nada más que hacer que entretenerse gastando dinero, matrimonio y familia se habían convertido en superfluos, eran «conveniencias sociales» molestas a las que uno se sometía en apariencia para tener herederos legítimos, pero a las que se estaba muy lejos de ceñirse rigurosamente. Se sabe demasiado cómo los reyes daban ejemplo a la nobleza del «amor libre» como para que sea necesario insistir más en ello.
La nobleza del campo se indignaba naturalmente tanto de esta «falta de prejuicios» de la nobleza de las ciudades como de su pillaje de las finanzas públicas, y la nobleza de las ciudades le echaba en cara a los hidalgos su rudeza, su ignorancia y su insubordinación. Ambas alimentaban una frente a otra las actitudes más hostiles.
Pero, junto a estas dos categorías de nobles, había además otras que se pasaban francamente al enemigo y combatían a fondo al régimen feudal. En las filas de la pequeña nobleza financieramente arruinada se encontraban, en particular, muchos que no amaban ni la carrera eclesiástica ni la militar, mal en la corte, o caídos en desgracia, asqueados a la vez por la pereza de los cortesanos y la grosería limitada de los hidalgos, reconocían como ineluctable la caída del Antiguo Régimen y, llenos de una profunda piedad hacia la miseria de las masas, se alineaban al lado del Tercer Estado, asociándose con la burguesía intelectual, con los escritores, con los panfletistas, con los periodistas, cuyo crédito crecía con la importancia en aumento del Tercer Estado. Eran los miembros más inteligentes, más enérgicos, más intrépidos, más resueltos, de la aristocracia: acudieron en un principio al Tercer Estado uno a uno, después, cuando su victoria fue decisiva, afluyeron en masa a sus filas, debilitando así a su clase en el momento en que habría necesitado concentrar todas sus fuerzas para retrasar al menos su caída.
Al mismo tiempo, la Iglesia y el ejército sobre los que se apuntalaba el Antiguo Régimen, también desertaban.
Hemos visto que en estos dos cuerpos las plazas más altas estaban reservada a la nobleza; en el Tercer Estado se reclutaban los oficiales subalternos y los curas: máquinas sin voluntad que sólo tenían que ejecutar las órdenes venidas de arriba, en cada esfera tenían el mismo deber: oprimir a los subordinados. Y, sin embargo, aquellos a los que las clases reinantes transformaban así en instrumentos de dominación, pertenecían a la clase de los explotados.
La Iglesia era colosalmente rica. Poseía una quinta parte del suelo de Francia y las mejores tierras, las más fértiles y mejor cultivadas, de un valor muy superior al resto. Se puede estimar el valor de los bienes del clero en 4.000 millones de libras, y sus ingresos en 100 millones. En 1791 el diputado Amelot estimaba el valor de los bienes del clero, vendidos o por vender, en 3.700 millones, sin incluir los bosques. El diezmo le reportaba al clero, por otra parte, 123 millones anuales. De esos ingresos colosales, sin contar la fortuna mobiliaria de las corporaciones eclesiásticas, la parte del león le tocaba a los dignatarios y monasterios. Los 399 premonstratenses estimaban sus ingresos anuales en más de 1 millón; los benedictinos de Cluny, en número de 298, recibían anualmente 1.800.000 libras; los de Saint-Maur, en número de 1672, tenían unos ingresos netos de 8 millones, sin contar los ingresos de los abades y priores, que recibían todos los años una suma casi equivalente. Los curas, por el contrario, vivían en el más lamentable de los estados, residiendo en chozas miserables, a menudo siendo casi indigentes. Sin embargo, ¡sobre ellos recaía todo el peso de las funciones que la Iglesia en general había mantenido! Sobre si pertenecían a una orden privilegiada, no albergaban dudas. Unidos por lazos de familia con el Tercer Estado, sin esperanza de mejora, pobres, agobiados de trabajo, colocados en medio de una población miserable, debían predicar a esa población el deber de la absoluta obediencia a esos parásitos de los que ellos sólo recibían por todo salario patadas; tenían que ayudar a la explotación de un pueblo al que se le cogía hasta la última moneda, a la explotación de sus hermanos y padres, y ello en beneficio de libertinos arrogantes que gastaban en prostitutas el producto del trabajo de millares de hombres.
¿Y los oficiales subalternos del ejército tenían que dejarse desollar eternamente, sin salario ni esperanzas de mejora, por los jóvenes mocosos y por los jóvenes mequetrefes de la nobleza, que ni prestaban atención alguna al servicio ni se preocupaban mucho de él por lo demás, mientras que sobre ellos, oficiales inferiores, recaía el trabajo más duro e importante?
Cuanto más aumentaban la avidez y pretensiones de la nobleza, más ésta se reservaba exclusivamente las buenas plazas en el ejército y la Iglesia y más se alineaban los oficiales inferiores y los curas al lado del Tercer Estado. Los poderosos del día no se daban cuenta de ese movimiento: se lo ocultaba la obediencia pasiva a la que estaban obligados los subalternos del ejército y la Iglesia. El golpe fue, pues, más duro cuando en el momento decisivo, cuando necesitaban más a sus tropas, éstas se giraron contra ellos.
En los Estados Generales de 1789, la cuestión capital desde un principio fue saber si se votaría por cabeza o por orden. El Tercer Estado reclamaba el voto individual: el número de sus diputados era dos veces tan grande como el de cada una de los dos otros órdenes. La nobleza, por el contrario, creía que si se votaba por orden dominaría a los Estados Generales con la ayuda del clero.
En esa lucha, el clero abandonó a la nobleza. Entre sus representantes se contaban 48 arzobispos y obispos, y 35 abades y decanos, pero junto a 208 curas. Éstos se alinearon en gran número de parte del Tercer Estado y le permitieron obtener el voto individual.
El ejército debía acabar la derrota de la nobleza. La corte había reunido en Versalles y París a tropas que hacían inminente un golpe de estado. Con París aplastada se esperaba dar cuenta rápidamente de la Asamblea Nacional en que los Estados Generales acaban de constituirse. Se provocó cuidadosamente un levantamiento con el despido de Necker (12 de julio). Pero no acabaría en el grado en que la corte lo había excitado. Los guardias franceses se pasaron al lado del pueblo, los otros regimientos se negaron a disparar, los oficiales tuvieron que hacerles replegarse para evitar que también desertasen. Pero el pueblo vigilaba para defenderse de un golpe de mano más serio. El 13 de julio tomo las armas, y como el 14 de julio se extendió la noticia que el barrio de Saint-Antoine estaba amenazado por los cañones de la Bastilla y que incluso al mismo tiempo tropas frescas llegaban a Saint-Denis, el pueblo, unido a los guardias franceses, se apoderó de la detestada ciudadela. La deserción de los curas y de los guardias son dos acontecimientos decisivos en la revolución.
Vemos así a toda la masa reaccionaria, nobleza, clerecía, ejército, dividida y anárquica cuando estalla la revolución. Una parte incierta, otra abiertamente de parte del enemigo; una parte reaccionaria pero opuesta al absolutismo y reclamando con ardor reformas financieras; otra «ilustrada», pero profundamente comprometida con los abusos del sistema, devenidos para ella en una condición de vida hasta tal punto que una reforma financiera le descargaría el golpe de gracia; y, entre los privilegiados, apegados firmemente a sus privilegios, unos, valientes y enérgicos pero ignorantes, incapaces de ejercer el poder, los otros, instruidos, familiarizados con los asuntos públicos, pero sin vitalidad ni carácter; una parte, débil e inquieta, dispuesta a las concesiones, otra, arrogante y violenta; todas esas facciones combatiéndose unas a otras, empujándose mutuamente a lo que llegaba, y la corte entregada a sus influencias, dominada ahora por estos, ahora por aquellos, ahora entregándose a violencias, mañana mereciendo el desprecio por su cobardía: tal es el espectáculo que presentan las clases dominantes al comienzo de la revolución». (Karl Kautsky; La lucha de clases en Francia en 1789. Los antagonismos de clase en la época de la Revolución Francesa, 1889)
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