«Antes de considerar los antagonismos de clase en 1789 nos parece indicado lanzar una mirada sobre la forma política en el seno de la que se desarrollaron. La forma política determina la manera en que las clases buscan hacer valer sus intereses; en una palabra, determina las modalidades de la lucha de clases.
De 1614 a 1789 la forma política en Francia fue el absolutismo real; esta forma de estado excluye, en el curso normal de la vida social, toda lucha de clases intensiva pues se opone a toda actividad política de los «sujetos»; a larga, pues, es incompatible con la sociedad moderna. Una lucha de clases debe llevar a una lucha política: toda clase que asciende, si no tiene derechos políticos, debe luchar para conquistarlos. Y una vez conquistados esos derechos, las luchas políticas están lejos de cesar: no hacen, por el contrario, más que comenzar, –verdad ante la que, tanto en 1789 como más tarde en 1848, muchos ideólogos se mostraron sorprendidos y asustados–.
El absolutismo –es decir la independencia en relación con las clases dominantes, forma política en la que el poder público no es directamente un instrumento de dominio para una clase, sino en la que el estado parece llevar una existencia independiente, transcendente a los partidos y clases– sólo se puede establecer allí donde todas las clases –todas las que cuentan en la vida social– están en equilibrio, de forma que ninguna de ellas es lo bastante fuerte como para apoderarse en beneficio propio del poder. El estado puede entonces mantener neutralizadas a todas las clases, a unas frente a otras, y ponerlas a todas al servicio de su dominación.
Tal fue, precisamente, la situación en Francia en el siglo XVII. El modo de producción feudal estaba en decadencia; la nobleza y el clero, cuyo poder reposaba en la propiedad feudal, ya no eran capaces de mantener su independencia política ante el estado, estado que se apoyaba en el creciente poderío del dinero. Estas dos órdenes se convirtieron en los servidores del reino, los sostenedores del absolutismo. Una parte cada vez más grande de la nobleza acudió a la corte, formando alrededor el rey una especie de servidumbre más brillante, y el rey, a su vez, le aseguraba el bienestar material. La nobleza, y con ella el alto clero, cesaron de oponerse al absolutismo real para devenir sus más firmes apoyos.
El poderío de la realeza se hizo tanto más ilimitado cuanto más grandes eran los medios de poder que ponía en sus manos el modo de producción. En tiempos de la feudalidad todas las comunas de las que se componía el estado, habían sido casi independientes unas de otras desde el punto de vista económico: producían por sí mismas en cantidad suficiente todo aquello que necesitaban. Su independencia económica tenía como consecuencia su independencia política. La producción mercantil y el comercio pusieron a las diferentes partes del país, por el contrario, en dependencia de uno o diversos centros económicos, y a la centralización económica le sucedió la centralización política.
Los órganos de la administración pública centralizada –una burocracia que cada vez extendía más su impronta y que, cada vez mejor disciplinada, estaba de más en más en manos del rey– sustituyeron a los órganos de la administración autónoma de las provincias y comunas.
Al lado de la burocracia, debido a toda una serie de causas a las que la producción mercantil tampoco era extraña, pero que sería muy largo enumerar aquí, se formó un ejército permanente, completamente dependiente del rey, destinado a defender el reino contra los enemigos externos, pero capaz, también, de reprimir las revueltas armadas en el interior del país.
Ciertamente que para mantener estas instituciones nuevas se necesitaba mucho dinero, y el estado, en última instancia, se encontraba de hecho en dependencia de la burguesía capitalista. Si ésta rehusaba los impuestos, o planteaba para su pago ciertas condiciones y ganaba en ese intento, lo hacía a costa del absolutismo, de la plena independencia del gobierno. Pero mientras que esa clase, ya por debilidad o por interés, no creyó necesaria esa resistencia, los detentores del poder púbico pudieron imaginarse realmente que el estado debía servir a sus intereses personales.
El estado sólo era el dominio real, el interés del rey se confundía con el interés del estado. Cuanto más rico y poderoso devenía el estado, más rico y poderoso era el rey. Su deber más importante fue desde entonces proveer de bienestar material a esos sujetos, como se pastorea a las ovejas que se quiere esquilar. Cuanto la burocracia reemplazó más a las antiguas formas de la administración feudal, más extendidas e importantes fueron sus intervenciones en el dominio económico, y más celo mostró el estado en proteger la industria, el comercio y la agricultura, en apartar, mediante reformas, administrativas o de otro tipo, los obstáculos que se oponía a su desarrollo y en favorecer a las clases que producían la riqueza contra la excesiva opresión y extenuante explotación de los privilegiados; en una palabra, cuanto más absoluta devenía la monarquía más aumentaba su tendencia a ser «ilustrada».
Este aspecto de la monarquía en el siglo XVIII lo ponen de relieve con mucho gusto todos aquellos que quieren mostrar, con la historia en la mano, que la «monarquía social», la protección de los débiles, el deseo de bienestar material para el pueblo, han sido la «vocación natural» de la monarquía; vocación que desgraciadamente el parlamentarismo impide substituyendo un poder que trasciende a los partidos por la dominación de los partidos, de los intereses privados.
La gente que razona así olvida dos cosas: la primera es que la intervención de los reyes en el siglo XVIII en la vida económica no tenía como objetivo la protección de los débiles sino los intereses de la «riqueza nacional», es decir de la producción mercantil.
A quienes se protegía en realidad era a los capitalistas: directamente, mediante las aduanas, monopolios, subvenciones; indirectamente, mediante las mejoras aportadas a la enseñanza, la abolición de la servidumbre, etc. En cuanto a la protección de los débiles, ésta era la menor de las preocupaciones reales si la «riqueza nacional», y en consecuencia los ingresos del estado, no veían afectados. Los gobernantes del último siglo no se preocupaban por el proletariado, por los obreros y mendigos, más que para mantenerlos embridados con medidas policiacas. Y no se pensaba en proteger a los campesinos o artesanos más que en el caso en que su solvencia, en lo tocante al pago de impuestos, estuviese en cuestión.
La «protección de los débiles» no tenía, en realidad, otro objetivo más que el de favorecer a la clase de la que el estado dependía, si bien no todavía políticamente al menos sí en una amplia medida económicamente, es decir a la burguesía.
Pero los impuestos no eran la única fuente de ingresos de los reyes del último siglo: además todavía tenían sus tierras, y en ellas la realeza mantenía las trazas de su origen feudal. El rey era, en general –sin tener en cuenta a la Iglesia–, el mayor propietario terrateniente del reino, sobre todo en Francia.
Léonce de Lavergne escribe: «No sabemos exactamente cómo estaba repartida en 1789 la propiedad, solamente sabemos que los dominios reales, como se ha acordad en llamar, cubrían, igual que los bienes de las comunidades, una quinta parte del suelo de Francia.» Se puede estimar cómo de enormes eran las extensiones que habían tomado si se piensa que sólo los bosques reales se extendían sobre un millón de arpendes –dominio comparable en extensión al Gran Ducado de Oldenburg–.
Hay que añadir además los bienes de los príncipes de la familia real que, según Necker, ocupaban una séptima parte de Francia.
Ahora bien, como propietario de los dominios feudales, el rey tenía intereses diferentes que como propietario del estado. Él mismo señor feudal, del que todos los señores eran primos y «buenos amigos», tenía toda la razón para mantener resueltamente la explotación feudal, los privilegios feudales, y para oponerse a las reformas que hubiesen podido ponerlos en peligro. Como jefe de la feudalidad, su deber no era favorecer el bienestar material de sus sujetos sino extraerles la mayor parte de ingresos posibles para gastarlos en su propio interés, en el interés de su corte, de la nobleza devenida nobleza de corte. Siendo el primero entre los privilegiados, no buscaba dotar al estado del objetivo de la protección de los débiles, es decir de los no privilegiados, contra los fuertes, los privilegiados, sino, por el contrario, la represión de toda tentativa de los débiles para resistir ante los fuertes.
Así, la monarquía del siglo XVIII tenía dos almas, una «ilustrada», la otra «prisionera de los prejuicios de la sombría edad media». Ahora bien, a medida que el régimen feudal caía en decadencia y que se desarrollaba el capitalismo, a medida que la nobleza y la burguesía se contrabalanceaban cada día más, la realeza podía dominar muy bien a ambas, pero ello solamente de una manera absolutamente formal: en realidad debía servir a los intereses de una y de la otra. Y el absolutismo fue tan «protector de los débiles contra los fuertes» que el resultado de sus intervenciones en la vida económica fue someter a las clases inferiores no solamente a la explotación feudal sino, además, a la explotación capitalista, tanto que al final pareció encarnar la explotación misma.
Pero los intereses de la nobleza y de la burguesía estaban demasiado opuestos para que la monarquía absoluta pudiese satisfacerlos plenamente sin sacrificar a la burguesía, y recíprocamente.
Las luchas entre estas dos clases no cesaron jamás enteramente bajo la monarquía absoluta; pero durante el largo tiempo que se mantuvo el equilibrio, durante el largo tiempo en que la burguesía no se sintió con fuerzas para poner el estado al servicio de sus intereses, la lucha entre la nobleza y la burguesía revistió sobre todo la forma de maniobras entre camarillas para obtener el favor real; y, naturalmente, en ellas sólo podían participar quienes se encontraban en la cúspide de la sociedad: nobleza de corte, altos dignatarios de la Iglesia, altas finanzas, representantes más conocidos de la burocracia y de la burguesía intelectual, etc. El rey también se mantenía tan poco por encima de los partidos como se mantiene en el régimen parlamentario. La única diferencia es que en el régimen absolutista los intereses de los que el rey era instrumento eran mucho más mezquinos, y más mezquinas también las maquinaciones e intrigas con las que se ganaba su favor.
Si se considera a esas luchas e intrigas alrededor del rey, dividido entre camarillas, como en otros tiempos el cuerpo de Patroclo entre los troyanos y los aqueos, si se considera esta «doble alma» de la monarquía del último siglo, siendo el rey al mismo tiempo jefe de la administración de un estado moderno y jefe de la feudalidad, se apercibe uno de que el rey necesitaba un espíritu, de una claridad, y un carácter, de una firmeza, particulares para mantener alguna unidad en el gobierno. La confusión tenía que hacerse inextricable cuando el estado caía en manos de un príncipe sin carácter. Sin embargo, éste fue, precisamente, Luis XVI. Y este príncipe tuvo la desgracia de tener como mujer a María Antonieta, de carácter completamente opuesto; su arrogancia, junto a su obstinación rebelde, le resultaron funestas. María Antonieta no albergaba ninguna sospecha de que pudieran existir otros intereses diferentes a los de la corte. Para ella la realeza sólo tenía un deber, divertir a la corte y proveerla de dinero.
Vamos a ver qué significaba eso». (Karl Kautsky; La lucha de clases en Francia en 1789. Los antagonismos de clase en la época de la Revolución Francesa, 1889)
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