jueves, 13 de enero de 2022

¿Se puede considerar al trap como un «realismo» consecuente?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022

«Ernesto Castro: La tesis hegeliana de que todo lo real es racional para mí va a misa». (Relatos Sonoros; Con Javier Blánquez y Ernesto Castro: Trap, música y filosofía en tiempos de crisis, 2020)

Actualmente, se teme la crítica hacia el trap, hay un pésimo intento de justificarlo bajo la premisa: «Si ha triunfado, es que algo bueno tiene y trae». Un reduccionismo tan simple que en política sería como decir: «Si Hitler llegó al poder es que algo bueno tenía y traía al pueblo alemán». ¿Pero qué podemos decir sobre esto? En el sentido más estrictamente funcional y pragmático, en efecto, Hitler hizo las cosas lo suficientemente bien como para llegar al poder: un poco de demagogia anticapitalista, mezclado con carisma, buena oratoria y agresividad contra la oposición, pero, ¿se puede decir que «traía cosas buenas al pueblo alemán»? Del trap se dice que su mejor virtud es que «refleja la esencia del barrio». ¿No es esto insultar a la gente del propio barrio? Los periódicos del extranjero comentaban la súbita subida al poder de Hitler con la idea de que éste supo «captar la esencia del pueblo alemán mejor que nadie». ¿Qué se pretendía decir con eso? ¡¿Qué el pueblo alemán era imperialista, racista, antisemita e irracional por naturaleza?! Como se ve, a veces, sin quererlo, las alabanzas son crueles. 

Recapitulando, ¿qué temas ocupan primordialmente los traperos? Recordemos: machismo, prostitución, proxenetismo, lucha de bandas callejeras, alcoholismo, tráfico de drogas o atracos de bancos −y todo esto no para criticarlo, sino acogiéndolo con orgullo−. Para estos músicos, estos «cuasi intelectuales», estos son los «problemas de la calle» de los que hay que hablar −como si estos se limitasen solo a los problemas de los «bajos fondos», al mundo de los lumpens−. La cuestión para nosotros es, en esta «mala película»… ¿ellos son parte del problema o de la solución de todos estos conflictos? Observando su lirismo, no queda lugar a duda que no hacen nada por remediarlos, se ríen y se vanaglorian de tales fenómenos. ¿Dónde están los temas que hablan sobre las causas y posibles soluciones para temas como la vivienda, educación, sanidad, desempleo, ludopatía, prostitución y demás? ¿Cómo enfrentan corrientes y movimientos sociales de moda como el ecologismo o el feminismo? ¿Qué opinan sobre la problemática nacional en España? ¿Nada? Parece que cuando la cosa se sale de hablar de gramos, putas, marcas de zapatillas y bates de beisbol, todo se complica, ¿verdad? Es común que los jefes del «rap kinki», como Jarfaiter, pongan el foco en los peores defectos de las gentes que habitan en la sociedad, pero no se planteen por qué sucede esto o aquello; tampoco intentan llegar a las capas más honestas del pueblo para superar dicho escenario que les agobia. Nada de eso, lo que suelen hacer es hablar de los comportamientos mezquinos que abundan entre la población y usarlos como pretexto para comportarse exactamente igual. La secuencia sería tal que así: el autor parte de la clásica actitud «descriptivista» ante un aspecto concreto y muy crudo de la realidad, pero una vez hecho tal «ejercicio artístico» no va más allá −porque no le interesa o no se siente con fuerzas− y termina reproduciendo todo aquello que a ratos parece que quisiera denunciar. Un recurso artístico tan recurrente como aburrido.

Aclaraciones necesarias sobre el «realismo»

Según la RAE el realismo» es una: «Forma de ver las cosas sin idealizarlas». El trap está muy lejos de ser «realista» en este sentido. Se caracteriza por hacer una fotografía de la podredumbre actual, o peor, de alabar lo peor del género humano bajo todo tipo de baratijas filosóficas. Esto es lo que algunos llaman «realismo sucio». Pero no sabe ni el origen ni el porvenir que puede haber en ese «mundo sucio». Sus expresiones de indignación son inofensivas para los pilares sobre los cuales se sustentan las cosas. ¿Es esto nuevo? En absoluto, ya en su día Gueorgui Plejánov se esforzó por recordarnos que esto es algo muy recurrente:

«Los parnasianos y los primeros realistas franceses −los Goncourt, Flaubert y otros− también sentían un desprecio infinito por la sociedad burguesa que les rodeaba. También ellos lanzaban constantemente improperios contra los odiados «burgueses». Y si publicaban sus obras, no era, según decían, para un público vasto, sino tan sólo para unos cuantos elegidos, «para amigos ignorados», como decía Flaubert en una de sus cartas. Según ellos, sólo un escritor de mediano talento podía agradar al gran público. Leconte de Lisle creía que el gran éxito de un escritor era un signo de su inferioridad intelectual. Huelga decir que los parnasianos, al igual que los románticos, eran partidarios incondicionales de la teoría del arte por el arte». (Gueorgui Plejánov; El arte y la vida social, 1913)

Además de lo dicho hasta aquí, asumimos que desde una óptica revolucionaria:

«El arte realista es arte combativo. Lucha contra visiones erróneas de la realidad e impulsos que se oponen a los intereses reales de la humanidad. Hace posibles formas correctas de pensar y potencia los impulsos productivos». (Bertolt Brecht; Sobre el socialismo, 1954; Extraído del libro de Juan José Gómez; Crítica, tendencia y propaganda; Textos sobre arte y comunismo, 1917-1954, 2004)

Un criterio que, por supuesto, no siguen los traperos, que tienen poco de combativos, y que no luchan para nada contra los impulsos que se oponen a los intereses de la humanidad −más bien los fomentan−. En realidad, el «realismo sucio» del trap recuerda demasiado al naturalismo de los intelectuales del siglo XIX:

«El naturalismo se había metido en un callejón sin salida y que lo único que le quedaba por hacer era contar una vez más los amores de la tendera con el tabernero de la esquina. [Haciendo que] se perdiese todo interés y se hiciese aburrida y hasta repelente. (…) Todo podía llegar a ser objeto de su estudio, hasta la sífilis, como decía Huysmans. Sin embargo, el movimiento obrero contemporáneo era inaccesible para él. (…) Pero esa falta de simpatía por los objetos observados y representados, ocasionó muy pronto, como no podía por menos de suceder, una pérdida de interés por esa existencia». (Gueorgui Plejánov; El arte y la vida social, 1913)

En arte el «formalismo» lo podemos definir como el afán de darle suma importancia a la técnica a la hora de escribir en un lenguaje bonito o sobrecargado, realizar escalas instrumentales muy virtuosas o pintar haciendo que el color y la luz destaquen por encima del resto. ¿Es esto incompatible con una obra buena? En absoluto, pero cuando acaba teniendo más protagonismo que la esencia a transmitir de la obra, que la narración y mensaje, se invierte la importancia entre contenido y forma. A veces se piensa que el formalismo solo acontece en este aspecto, pero no es así, también ocurre al revés. Mismamente, en una canción de música, también se puede cometer formalismo cuando el artista, una vez tiene la intención de hacer una obra de compromiso social, finalmente acaba contentándose con darle un aspecto «revolucionario» en lo superficial, en cambio se despreocupa precisamente de otorgarle una forma digna a esa letra que acompaña esa canción, de rimar bien y de ligar con sentido la historia que está queriendo contar, cuando cree, que por decir palabras altisonantes y «ultrarrevolucionarias» ya ha cumplido con el «contenido» ideológico de la pieza. Aquí de nuevo el auto incurre en la equivocación de importarle más la exterioridad que la esencia contenida en dicha lírica.

En todo caso, queda claro que, para nosotros, que una canción sea más o menos «reivindicable» desde el punto de vista ideológico suele depender de la letra, dado que esta es la manera más clara de expresar contenido político. Puede haber excepciones en esta exigencia, como por ejemplo canciones sin letra que históricamente se tarareaban en un pasado con un sentido festivo, nacional o lo que sea, pero que están vinculados con momentos y actos progresistas. Pero si no cumple nada de esto, solo podremos evaluar estas canciones en cuanto a técnica compositiva, pero nada más. Esa lírica deberá reflejar algo de verdad ideológico y no meros enunciados «neutros» de ríos y montañas, lo cual no es sino un «descriptivismo» típico del naturalismo, ante lo cual, estaremos dando nuestra opinión sobre geografía o cuestiones estrictamente artísticas, pero no sobre moral, filosofía o política. Y si en su variante, más explicativa, un autor proveniente de un pequeño pueblo pasa a describirnos cómo le invade una terrible sensación de «abandono» y «vulnerabilidad» cuando camina por las «ajetreadas pero a la vez vacías calles asfaltadas de la gran ciudad», tampoco nos está transmitiendo una información muy notoria para concluir nada de valor sociopolítico. 

El materialismo vulgar al rescate de los lumpens y su «realidad»

«Esa espontaneidad se percibe también en sus videoclips hiperrealistas, otro sostén del éxito. Cuando le apetece, o cuando tiene a su gente preparada, el cantante llama a Iván Salvador, que ha captado ciertas esencias del extrarradio: el urbanismo demoledor, la mezcolanza étnica, la presencia desafiante de grupos de jóvenes a la vez temidos e ignorados». (El País; Morad: el inesperado triunfo del «chico de la calle», 26 de septiembre de 2021)

Al autor de este artículo, el señor Jesús García Bueno, habría que aclararle que no… lo más «normal» no es que la juventud empobrecida de la que él y su admirado Morad tanto habláis gaste sus escasos ahorros en camisetas y chándales de fútbol marca, en quads, en cadenas de oro y gafas de marca. ¡Eso no es «hiperrealista»! Es una tomadura de pelo. En cualquier caso, sigamos:

«Si no has crecido entre robos y 'puñalás, normal que no te guste porque no lo entenderás. ¿Por qué no te vas a escuchar a los demás y me dejas a mí en paz? Hijoputa... ¡qué asco das!». (Jarfaiter; Intro, 2015)

Como se observa, cierto número relevante de músicos utilizan el clásico sofisma de… «Si no eres mujer, no puedes hablar de machismo»; que vendría a ser lo mismo que afirmar «Si no eres judío no puedes hablar de antisemitismo» o «Si no eres negro no puedes debatir sobre racismo», un silogismo barato, solo que esta vez para justificar el lumpenismo. Por un lado, se asume que es imposible que seas o hayas pasado por X condiciones sociales y no te guste el trap o lo critiques, como si el gusto por el trap en lo musical, argot y estética te viniera instantáneamente tras haber tenido problemas de drogadicción, pobreza o violencia familiar, como si hubiera una relación directa y necesaria entre ambas partes −aseveración que a los representantes del materialismo vulgar les encantaría oír−. La situación es aún más graciosa teniendo en cuenta que muchos de sus oyentes, o mismamente algunas de las nuevas personalidades traperas, poco han vivido la realidad que cantan y confunden su vida real con las partidas al «Grand Theft Auto» que jugaban de pequeños. 

Por último, nos gustaría aclarar de nuevo para los más despistados que no debemos ser soldados franceses en la Primera Guerra Mundial para saber que el reclutamiento forzoso en una guerra imperialista no es motivo de júbilo, que verte obligado a matar o morir no es algo divertido por lo que pasar… ahora, esto tampoco te excusa para crear un género gris y obsesionado con mutilaciones y muerte, dado que si así fuese también podríamos justificar todas las estupideces de los representantes de las vanguardias artísticas, quienes vagaban como almas en pena anunciando el «ocaso de la raza humana» mientras acababan su vaso de absenta. Están en su derecho de hacerlo, pero no menos que nosotros tenemos el derecho y el deber de criticar estas sandeces. Hoy los traperos hablan de droga porque la necesitan, porque se divierten con ella o porque quieren seguir viviendo de su negocio, y con ello creen tener un pretexto para hablar del modo en que hablan de ella, pero existen muchísimas personas que han estado en su situación o que las drogas se han llevado a familiares, amigos y conocidos, y no por ello las ensalzan estúpidamente en sus vidas, ni sale a colación en sus clases de trigonometría, en su trabajo fabril o en sus canciones. ¿Se entiende?

Aquí ocurre igual, ¿qué se pretende dar a entender cuando se habla del trap como el «representante máximo» de uno u otro barrio? ¿Se reduce el barrio a lo peor de él? ¿Sería esto justo para el resto? Pongámonos en la situación de un vecino de X barrio que no comulga con las actividades lumpens que perpetúan la miseria material y moral de su zona, ¿acaso es su deber apoyar esas actividades so pena de «traicionar la esencia del barrio»? Al final, como explicó Engels en su obra clásica: «Contribución al problema de la vivienda» (1873), los barrios, tal como están construidos, distribuidos y sumergidos en la sociedad capitalista, son las zonas donde se nota la desigualdad y desventaja social; esto se nota en su infraestructura, condiciones de higiene, contaminación, ruido, seguridad, etc. Son los lugares donde alguien con conciencia de clase, o si se nos apura, conciencia de barrio, debe potenciar la combatividad, solidaridad y los hábitos sanos, no la decadencia y el nihilismo.

Si esto no se logra, el trap, en todo caso, no podrá pasar de ser un representante de una determinada parte de los barrios: del lumpen, de los asalariados alienados o de los estudiantes bohemios, pero ni mucho menos de los barrios en su conjunto. Si se quiere un ejemplo rápido: si en Vallecas existe un albañil que vota a Vox, ¿este será parte de la «minoría» o la «regla» de lo generalizado? A veces se pierde la perspectiva y estadísticas de las cosas con demasiada facilidad para construir discursos interesados: pero no es lo mismo un voto de castigo que tener un conocimiento de las líneas fundamentales de un partido político y apoyarle en consecuencia; no es lo mismo escuchar a un artista porque está de moda que conocer toda la discografía de otro… y así podríamos seguir con una lista interminable de ejemplos. Ergo muchos de los músicos o ideólogos que santifican al trap como la «esencia del barrio» en verdad no hacen más que regocijarse en una parte muy determinada del estado actual de las cosas, y más importante aún: no desean ni tienen esperanzas en que los barrios mejoren, sino que realizan una apología de lo más negativo y en el fondo también de lo que en parte les «gusta», porque, según ellos, así se «lo han impuesto sus circunstancias particulares», asumiéndolo sin más. Esto se traduce en que en todas y cada una de sus declaraciones ellos mismos reconocen su alienación social. En el fondo este tipo de «rebeldes» son metafísicos, profundamente reaccionarios, ya que piensan que las cosan son como son porque así se lo han encontrado, no hay lugar para el mañana, para ellos la historia es estática o a lo sumo cíclica. 

Hace años, algunos tomaban como icono de lo «revolucionario» a Jarfaiter, quien en 2015 se vanagloriaba en «El Confidencial» de «hablar de los problemas de la calle»:

«Jarfaiter: Creo que tiene que ver con la época: en los ochenta acababa de estrenarse la libertad de expresión, supongo que se pondría de moda y gustaría a la gente. Ahora la rumba y el flamenco tratan de temas románticos porque es lo que más vende. Lo que se lleva ahora en la música es hablar del amor, la droga y la fiesta. Si tratas los problemas de la calle, no vas a vender, aunque todavía hay artistas que lo seguimos haciendo». (El Confidencial; «Siempre he odiado a las élites», 18 de abril de 2015)

Pero en sus letras saca pecho por «hacer dinero como Jesús Gil», el exalcalde y empresario de Marbella, condenado por malversación, estafa, homicidio involuntario, etc. ¡Todo un «héroe del pueblo»! ¡Como Pablo Escobar! Un «hombre hecho a sí mismo», ¿verdad? En sus entrevistas Jarfaiter declaraba: «siempre he odiado a las élites». Ante tal declaración que bien puede ser firmada por un actor que recoge el Grammy y denuncia el cambio climático, deberíamos profundizar un poco más para saber a qué se refiere. ¿A qué élite se opone «Jarfa»? ¡Ah sí!, ya sabemos, a la «élite masónica» que cita en sus letras como en «Antihéroe» (2015). Enhorabuena, este chaval madrileño todavía está a tiempo de sumarse a la «resistencia» contra el «Nuevo Orden Mundial» capitaneada por raperos nazis como Pugilato y raperos haselistas como Nyto… aún están a tiempo de asociarse y ser la voz conjunta de los «lumpens» y los «conspiranoicos». Véase el capítulo: «Las teorías conspiranoicas sobre el COVID-19» de 2021.

En verdad, sobre el mensaje de las letras del movimiento trap y otras expresiones de la «música urbana» no queda mucho que discutir, Kaixo lo resumió bien, el trapero es un «nihilista de mierda». ¿Y quién se atrevería a contradecir tal verdad reconocida por el autor? Su compañero de profesión afirmaba en una de sus letras:

«La juventud no se vive tan lenta / No existe la calma, solo la tormenta / La vida violenta bañada en absenta». (Jarfaiter; Yomada, 2013)

Todo esto recuerda en demasía a los existencialistas de hace casi cien años, de los cuales, como siempre suele ocurrir, los había jocosos y tristones, inquietos y derrotistas. En su día José Renau se burlaba constantemente de este tipo de personajes, porque, aunque no se enteraban de nada de lo que pasaba a su alrededor, muy graciosamente tendían a considerarse como «genios» y «expertos en el alma humana»:

«Empecinados en su histérico individualismo, encerrados en una existencia replegada sobre sí misma, aislado de la realidad social, prefieren imitar al avestruz, refugiándose en su total pesimismo con respecto al mundo exterior. Sólo así pueden tomar contacto con el espejismo de su prepotencia creadora; sólo así les es posible realizar, dentro del precario e ilusorio margen de libertad que les permite dar vueltas en las interioridades de su yo, la revancha íntima al calor de sus fetiches particulares». (José Renau; Abstracción y realismo: Comentarios sobre la ideología en las artes plásticas, 1949)

¿Desde cuándo es «revolucionario» esa endogamia de cantar solo para los «tuyos», ignorar los grandes problemas?

El nuevo «erudito» del trap y sus entresijos, el señor Castro, nos aseguraba que no fuésemos tan duros con los pobres traperos, ya que:

«Hay trap de izquierdas, como, por ejemplo, Kaixo, un trapero gallego que hace música así muy de revuelta». (SER; Ernesto Castro: «El trap es la meta-música de la crisis, esto es, una actitud ante la vida», 2019)

¿Y qué nos cuenta este trapero gallego interesado en lo «social» con su «música así muy de revuelta»? Cogeremos solo un fragmento para no atormentar mucho más al público con letras extrañas:

«¿El gato pasó dos veces o qué? / La fuckin Deep Web eh / Fallo en la Matrix yo soy la Deep Web / No la llames puta, si puta es la ley / Quemar el congreso, la industria, que hacéis? / Corta las calles, páselo bien / Fallo en la Matrix yo soy la Deep Web / No la llames puta, si puta es la ley / Quemar el congreso, la industria, que hacéis? / Cuando vi no lo creí / Ni money ni cribs [X7] Veneno en los lips [X7] Ni money ni cribs [X7] Veneno en los lips». (Kaixo; Ni Money Ni Cribs, 2016)

Haciendo un esfuerzo titánico por ignorar la machacona repetición de sonidos de la base instrumental y el estribillo vocal en bucle −que es tan insufrible como la tortura de la gota china−, centrémonos mejor en analizar rápidamente la letra para encontrar su esencia. ¿Alguien cree que puede sacar algo en claro? ¿No? ¿¿¿Nadie??? No sabríamos decir con exactitud qué expresa este supuesto «mensaje de revuelta». Que… ¿el fin del capitalismo vendrá con la «quema del congreso»? Que… ¿la ley es una «puta»? Que… ¿«el gato pasó dos veces» (sic)? Hablando en serio, como uno comprueba, estos «artistas» acostumbran a jugar −cual dadaísta travieso− a mezclar inglés y castellano de forma indistinta. Pero no solo eso, sino que todo esto se produce acompañado de una distorsión de la voz −hasta despersonalizarla− que convierte las partes vocales de sus canciones en algo casi incomprensible, un jeroglífico a decodificar. Pero ahí no acaba todo. Además, en las pocas partes que son inteligibles −por una pronunciación aceptable y siempre que la cantidad de autotune no robotice la voz− las frases no tienen nexo con las anteriores, no se cuenta una historia, ni siquiera pequeños relatos entrelazados, sino que parecen resultado de un paciente que está siendo psicoanalizado y jugando a la famosa «asociación libre» de ideas. En otras ocasiones, el autor gusta de utilizar en exceso localismos o técnicas de simbolismo para sus frases. ¿Qué consigue con esto? Logra que solo él o sus allegados puedan entender el mensaje. Y bien, ¿se puede considerar esto una canción que vaya en pro del progreso? Pues evidentemente no. Mucho menos cuando letras de este tipo son tan ambiguas que lo mismo podrían servir a unos como a sus contrarios. En cualquier caso, cumple mejor con su propósito el simpático trapero Lory Money, que suele tirar bastante de parodia y, al menos, el oyente no tiene que discernir con otros fans qué habrá querido decir.

A los raperos, rockeros o traperos a los que tanto les gusta hablar de «autenticidad» más les valdría aplicarse el cuento para sus obras, ya que un verdadero «artista del pueblo» −como se autoerigen muchos de ellos− no hablaría con expresiones para su secta, sino que cantaría sobre la situación de «su gente» en un lenguaje que, en medida de lo posible, fuese asequible para la mayor cantidad de personas. Pero claro, cuando el objetivo real no es extender un mensaje de concienciación y solidaridad, sino imitar a tus ídolos y satisfacer las particularidades de tu parroquia −tanto en estética, jerga como mensaje−, pues este es el resultado, triste, pero, previsible. Si debemos considerar como «políticas» las letras de músicos que hablan de colocar bombas o tirar piedras para «joder al sistema», ¿debemos considerar «políticas» las letras pacifistas que hablen de la necesidad de paz, amistad y amor para «cambiar las cosas»? He aquí la tendencia a la magnificación de las cosas, a cogerlo todo con pinzas para cuadrar discursos imposibles de encajar.

Y si nos vamos al mundo del «rap comercial» o el «rap político» tenemos más de lo mismo. Otro punto que destacar es que Nach, al igual que Los Chikos del Maíz, forma parte de ese tipo de autores que, gracias al dinero o los contactos pueden proveerse de buenas bases instrumentales, y aunque también hayan aprendido cómo se debe rimar y cómo se debe introducir un par de metáforas muy correctamente para tener una canción decente, a la mayoría del público con algo de horizonte político y vital no le termina de gustar sus canciones. ¿Por qué motivo? A poco que se rasque y se superen las primeras impresiones, el oyente se da cuenta que su arte no tiene más de sí, su esencia es verdaderamente insulsa de saborear. Cuando sus fans defienden las letras de estos artistas como «arte realista» resulta una opinión muy discutible, salvo que pensemos que el mundo empieza y acaba en ellos. Con frecuencia se dedican a letras personales sobre cosas cotidianas e intrascendentes como los poperos o realizan una apología a la delincuencia y el desapego como los traperos−, esto, en todo caso, es un «realismo superficial» que en ningún momento «penetra en la esencia de las cosas» ni pretende darles mucha explicación. No podemos afirmar que sean personas sin talento, el pero aquí radica en que estos músicos desperdician algunas cualidades que han ido adquiriendo porque ni siquiera tratan de ser originales en su campo específico. Cuando se quedan sin ideas, en vez de tratar de reinventarse y mejorar, acaban recurriendo una y otra vez a los grandes clichés del mundo del rap de los cuales han mamado bien provenga este del más «amoroso» o del más «politizado». ¿A qué nos referimos? La mayor parte del tiempo no dejan de repetir fórmulas tipo: «Yo te voy a enseñar como se rapea bro», «Fuck raperos envidiosos», «Fuck raperos que quieren fama», «Yo soy auténtico, tú no»… y todas esas zarandajas tan patéticas que vista una vistas todas. Véase el capítulo: «El mensaje político de estos nuevos raperos» (2017).

¿Qué diferencia al trap de otros productos culturales del «realismo sucio» como las historias de gánsteres?

En un acto victimista, los traperos y otros músicos aseguran que, al tomar partido en sus líricas por ese «realismo sucio» de los «bajos fondos» se están exponiendo a ser vetados automáticamente de la industria de la música. Ellos serían músicos desplazados, «artistas malditos». ¡Seguro! Por eso el «gangsta» rap se hizo de oro en los EE.UU. en los tiempos de Coolio y Tupac, por esa misma razón el trap o el reggaetón −con un contenido cuanto menos polémico− han triunfado a nivel mundial proporcionando contratos millonarios a sus artistas.

Lo cierto es que no hay que llevarse a engaño, pues desde hace muchísimas décadas ha sido todo esto es lo que ha venido abundando en la novela, el cine o la música. Nos explicamos. Si retrocedemos a las últimas décadas del siglo XX observaremos que lo que ya circulaba en la industria comercial –y lo que demandaba el público en cantidades crecientes– eran los guiones de acción y/o drama −reales o ficticios− en torno a las temáticas típicas de delincuencia callejera: atracos, peleas de bandas, tráfico de armas, drogas, corrupción policiaca, oscuras tramas gubernamentales, etc. Esto es fácilmente comprobable viendo el prestigio que aun guardan hoy películas y series como: «El Padrino» (1970), «Scarface» (1983), «Corrupción en Miami» (1984) «Los intocables» (1987), «Uno de los nuestros» (1990), «Reservoir Dogs» (1992) y podríamos seguir citando infinitamente.

Incluso podríamos mencionar que, aunque a menor escala, también tenían su nicho particular otras producciones de corte «crudo» mucho más «atrevidas». Unas obras de «realismo sucio» con mayor contenido explícito hasta el punto de alcanzar cuotas en que para el espectador promedio lo morboso es sobrepasado y se convierte en desagradable. Estas piezas, como fueron en su día: «Saló o los 120 días de Sodoma» (1975), «Funny Games» (1997) o podría ser hoy: «El ciempiés humano» (2009); muchas veces basadas en hechos reales, se centraban más en hablar y mostrar hechos grotescos como malformaciones, violaciones, torturas o experimentos sociales maquiavélicos con todo tipo de perversiones imaginables. Pero ya hemos dejado claro cual infantil es considerar como más «realista» aquellos fenómenos sociales que no son la regla, sino la excepción.

Volviendo al bloque de los primeros filmes mencionados, que son los encuadrados en el género «mafioso» y los que más nos interesan aquí, estos personajes contaban con una estética y una psicología que ha tenido a la postre una clara influencia entre muchos de los traperos. Basta recordar, como bien pudimos comprobar atrás, cómo la banda trapera PXXR cantaba a Pablo Escobar o Tony Montana como sus referentes:

«Ro' de Niro pirris, Al Pacino pirris. Scarface, Carlito, Casino pirris. Moviendo nieve for real, perico pirris». (PXXR GVNG; La familia, 2015)

Los traperos así demuestran que, ya no es que no sepan leer entre líneas, sino que son incapaces siquiera de interpretar una señal de tráfico. ¿Por qué decimos esto? Como reconocieron en entrevistas posteriores tanto el intérprete del personaje −Al Pacino−, el director −Brian de Palma− como el guionista −Oliver Stone−, el personaje de Tony Montana estuvo fuertemente inspirado en la película homónima de 1932, la cual a su vez estaba basada en el mafioso italiano Al Capone y su tráfico de alcohol en la Chicago de los años 20, ¿qué motivó a realizar una nueva versión? Aquí el protagonista se nos presenta como un impulsivo narcotraficante cubano de los años 80 que opera en las vibrantes calles de Miami controlando un gran imperio de la cocaína. 

La versión de 1983 lejos de ser una apología de la droga o del modo de vida gansteril lanza varios mensajes de advertencia a sus espectadores. El jefe y mentor de Tony en los negocios del narcotráfico, Frank, le advierte que nunca debe consumir su propia mercancía y que en este mundo debe de ser «discreto» para llegar lejos. A la larga no seguirá ninguno de los dos consejos y le costará caro, pues agudizará sus tendencias paranoicas y se granjeará todo tipo de antipatías por «hacerse notar». Tony se mofa de su mujer y su creciente acción, pero casualmente tampoco es capaz de ver su propio problema con la cocaína. El film también tiene un claro trasfondo de crítica política a la llamada «lucha contra las drogas» del gobierno estadounidense de Ronald Reagan, campaña que siempre fue calificado por el guionista Oliver Stone como una tomadura de pelo, algo que quedó demostrado años después con el Caso Irán-Contra (1985). ¿De qué forma se expone la hipocresía de los ricos y poderosos? Esto se refleja desde el punto de vista de los mafiosos, como ya hiciera Francis Ford Coppola en «El Padrino» (1972). Tony reflexiona sobre cómo los «banqueros» y los «políticos» «nunca dicen la verdad», porque en realidad no desean la legalidad de las drogas, ya que tal y como está montado sacan más beneficios y más votos. En algunas escenas cómicas Tony Montana llama «mafiosos» a los banqueros le piden subir la cuota al 10% cuando blanqueen sus millones, considera que llevan décadas «jodiendo» a la población y que alguien «debería hacer algo»; ¡el mafioso se siente «chantajeado»! Estos diálogos también dejan al desnudo la inconsistencia del pensamiento autovictimista del gran gánster, pues aun habiéndose convertido en un hombre que maneja varias empresas y compra a jueces y policías, aún tiene la osadía de quejarse de los «capitalistas», a lo que su mujer le responde con ironía: «¿Y qué eres tú?».  

Durante toda la trama el personaje de Tony Montana se muestra ante el espectador como figura cuyo enorme ego está dispuesto en todo momento a llegar a la mayor corrupción moral posible con tal de aumentar su bolsillo y cumplir su ansiado «sueño americano». La filosofía de nuestro protagonista y cómo debes operar es bien sencilla: «En este país, primero tienes que ganar dinero. Luego, cuando obtienes el dinero, obtienes el poder. Luego, cuando obtienes el poder, obtienes a las mujeres» (Tony Montana). ¿Y a dónde le conduce implementar tal visión de vida hasta sus últimas consecuencias? Sus actos delictivos, su psicología y su modo de vida repleto de excesos le conducen a una espiral de tensión y desconfianza respecto a su mundo y sus los que forman parte de él. Esto, según comentó Oliver Stone en 2015, parece que fue una terapia y a la vez una muestra para el espectador de lo que ocurre cuando uno se sumerge en el consumo de drogas, ya que confesó quedar arruinado psicológica y económicamente poco antes de escribir el guion.

En cualquier caso, ¿cómo podríamos sintetizar la historia, carácter y relaciones sociales que mantiene Tony Montana para alguien que jamás haya visto el film? A duras penas mantiene una relación tormentosa con su frívola mujer Elvira, quien acaba abandonándole porque «solo habla de dinero» y duda de que en el hipotético caso de que alguna vez tuvieran hijos él llegase a estar vivo para verlos crecer. En cuanto a su buen amigo y mano derecha Manny, este acaba muerto tras un ataque de ira suyo, ¿la razón? De forma egoísta no consiente que alguien de su misma calaña que él mantenga una relación romántica con su queridísima hermana Gina. Con esta última, pese a ser la única persona por la cual demuestra una preocupación real y sincera, resulta que su controlador hermano solo es capaz de brindarle una jaula de oro, motivo por el cual desesperada acaba falleciendo no sin antes intentar vengarse disparándole por lo que le hizo a Manny. Paradójicamente, pese hallarse en el culmen de su carrera criminal, resulta que toda la riqueza y el poder cosechado a base de sangre y lágrimas no le sirven absolutamente de nada al «gran hombre», ya que, como se constata en las escenas finales, se halla destrozado espiritualmente, deprimido, solo. Para más inri, parece haber incrementado su adicción a los estimulantes que le «mantienen despierto» y «atento», ya que se encuentra ante una inminente guerra de bandas. Y, efectivamente, acaba siendo brutalmente asesinado tras un sorpresivo asalto a su mansión comandado por los secuaces de Sosa, uno de sus antiguos socios. El mensaje es ya de por si obvio, pero además cuando la película se dobló al castellano y llego a España, se tituló: «El precio del poder», por si acaso aún quedaba algún rezagado a la hora de salir del cine.

Sin embargo, al parecer hay «algo» que se le escapó tanto al director como al guionista como a los traductores y distribuidores de la cinta en España, ya que, aun con todo, nuestros amigos traperos vieron en la vida de Tony Montana un modelo a seguir. ¿Qué mensaje profundo, crítica, o denuncia, pretenden alegar los traperos que contiene su trabajo si han demostrado que no son capaces de captar la esencia tan clarividente de un clásico del cine? Tal vez deberíamos de alejarlos de estas películas, que están muy por encima de lo que son capaces de consumir. En su lugar tendríamos que dejarles leyendo los antiguos comics de los 40 de Joe Simon y Jack Kirby dirigidos hacia un público más juvenil, aquellos cuyas historias siempre acababan con un recuadro gigante junto al panel final que decía: «¡El crimen nunca paga!», a ver si así empiezan a descubrir lo que es un subtexto.

Volviendo al éxito que tiene en general el «realismo sucio», habría que decir que mucho antes del cine, novela o música de mediados del siglo XX, ya en vida de los mafiosos de carne y hueso tipo Lucky Luciano, Al Capone o Ronnie Kray los guiones sobre bandas callejeras, extorsión, corrupción o tráfico de estupefacientes cosechaban un gran éxito. En un contexto donde los autores estadounidenses de los años 80 estaban leyendo noticias o teniendo contacto regular con los mundos de la droga −donde el crack era la novedad− era esperable que encontrasen inspiración y paralelismos en la escena urbana del Crac de la bolsa (1929) y los «años de la depresión», ¿pero esto era nuevo? No. Estos a su vez revisaban las tramas de los negocios clandestinos, clubs de boxeo, burdeles y actos de violencia que acontecieron durante la era de la Ley seca (1920-33), y así podríamos seguir remontándonos hasta las historias del Salvaje Oeste. Se demuestra una vez más, como vimos en torno a las influencias filosóficas de ciertos movimientos culturales, que lo que se presupone «moderno» y «novedoso» no siempre lo es tanto. Véase el capítulo: «¿Es el movimiento trap una innovación espiritual o estética?» de 2021.

En cualquier caso, en estos tiempos estas historias acabaron por dominar el panorama cultural. De hecho, el género de la novela negra se popularizó durante esta época, empezando con pequeñas historias cortas y desarrollándose hasta convertirse en obras extensas con novelas como: «Ladrones como nosotros» (1937) o «El gran sueño» (1939). Estas eran novelas protagonizadas por presos, fugitivos, detectives sumergiéndose en un mundo turbio de los bajos fondos donde que a veces el ambiente asfixiante les llegaba a afectar en su psique, etc. En el ámbito de la novela también cabe anotar a la literatura gótica, que tuvo una gran acogida en el mundo anglosajón entre los siglos XVIII-XIX. En el siguiente siglo asistimos con que en los EE.UU. hubo un nuevo boom de otro subgénero, la novela «gótico-sureña». Como el lector se puede imaginar por el nombre el escenario aquí presentado eran similares a los del romanticismo decimonónico: mausoleos, pantanos, bosques, casas abandonadas, iglesias y demás, solo que, en este caso, aderezado de un ambiente social con lugareños desconfiados y hostiles, segregación racial, fanatismo religioso, prejuicios de clase, etc. Paisajes tétricos y personajes con traumas que para muchos oyentes del trap al parecer son el súmmum de lo original.

A su vez estaban las entonces populares revistas «pulp», las cuales eran, digámoslo así, impresiones de baja calidad, pero de un contenido que se dirigía a un marco menor de la población cuyos gustos eran muy distintos o buscaban una serie de relatos de un estilo más concreto. Estos lograban atraer una atención doble: la de escritores buscando publicar sus ideas tan particulares, como de lectores, con sus extensos catálogos de historias cortas con la mafia de protagonista. Uno de los personajes más populares originados de dichas revistas, «The Shadow», fue un prototipo de personaje de lo que en el futuro serían los famosos superhéroes contemporáneos. Este consistía en un héroe que luchaba contra personajes mafiosos o asesinos inspirados íntimamente en aquellos sobre los que se centraba la novela negra. Juntar esos dos elementos fue algo que funcionó tan bien en el público que a día de hoy dicho personaje continua esporádicamente protagonizando historias.

Por su parte el cómic estadounidense de aquel entonces –el cual se encontraba en su momento de mayor apogeo que haya tenido– también acostumbraba a tener historias con villanos mafiosos en prácticamente cualquier título que estuviera publicándose de la época. Lo importante a destacar es que algunas de las primeras historias dirigidas a un público «más adulto» donde había una mayor carga política que en otros títulos de la época, donde se buscaba un gran enfoque en el arte y el uso del medio del comic con sus características únicas, algo que venía de la mano de EC Comics. Algunos de estos títulos fueron también derivados de la novela negra como: «Crime SuspenStories» (1950) o «Impact» (1955).

En resumidas cuentas, damas y caballeros, el llamado «realismo sucio» que habla sobre violencia urbana, dando el protagonismo en según qué época a aquellos grupos que la ejerzan en ese momento −y esté relacionado con el tráfico de cocaína, de alcohol o de lo que sea−, no solo ha existido mucho antes de que el trap apareciera en escena y seguirá existiendo mucho después de que este sea solo un recuerdo, sino que también ha sido una género muy atractivo para las masas, que por otra parte casi nunca lo ha rechazado, más bien al contrario, pues siempre se ganó su curiosidad y atención.

Huelga decir que siempre lo más lucrativo a nivel económico suelen ser producciones de un contenido más laxo, centrándose más en personajes y sus respectivos arcos sin entrar muy gráficamente en el contenido más explícito o sucio, como pudiera ser a nivel de videojuegos cualquier entrega de «Grand Theft Auto» desde «Vice City» (2002). Con esto nos referimos no a que estos videojuegos no contengan violencia, faltaría más, sino a que el modo de presentarla no siempre hace énfasis en el modo cruel ni en los aspectos más sangrientos, a veces, incluso, estos puntos −de existir− son presentados de un modo cómico o con aspectos gráficos que suavizan lo que sucede. Esto es muy diferente a lo que ocurre por ejemplos con la saga «Manhunt» también de la desarrolladora y distribuidora Rockstar Games, donde a veces se llegan a cuotas más dignas de un cine de terror. En cuanto al ámbito musical el trap más comercial pertenece a este grupo, siendo su contenido a veces tan edulcorado, tan inofensivo, que apenas sirve para otra cosa que no sea alimentar fantasías adolescentes. Pero lo que separa a un videojuego tipo «Grand Theft Auto», o a una serie de TV como «Breaking Bad» de un género musical como el trap es que los dos primeros son obras extensas con un escritor o equipo de escritores detrás de ellas, los mensajes que cuentan distan mucho de ser una glorificación del mundo que retratan mientras que el trap se regodea en este. Las primeras obras tratan de construir en el espectador cierto apego al personaje principal, sea redimiéndole o mostrándole en conflicto disconforme con la persona que es y lo que tiene que hacer en su vida diaria. Por eso sus historias no inspiran una emulación, por eso las escenas que representan evocan una crudeza que causa gran impresión en el espectador, quedándose con ellas mucho después de haber acabo la obra. Por eso a veces la narrativa y la trama de una película o un videojuego se agradece más en el espectador que la violencia gratuita en que se rodea.

El trap sin embargo es algo mucho más vulgar, las escenas que representa son calcadas entre sí, resultando monótonas tras cierto tiempo, pero lo más importante es que el enfoque de las historias que cuenta no presenta un entorno complicado del que alguien madura como para salir de ahí −o del que siempre buscó huir−. Para nada. En este caso, el entorno que se nos presenta, aun cuando se hace hincapié en lo paupérrimo que es, no es uno del que quieran hacer a sus oyentes evitar, es uno al que quieren hacerles aspirar, sumergirse, regodearse de ser parte de él. El trap no se asemeja por eso al resto de tipos de obras mencionadas, no es «realismo descriptivista» −que puede ser muy útil, aunque insuficiente para criticar a la sociedad−, tampoco es arte que lleva implícitamente una dura y sustancial crítica social, sino que es una producción artística que directamente relativiza o ensalza con todo descaro a los protagonistas que condensan tipos de acciones y actitudes verdaderamente deplorables. Estos han sido y son uno de los productos que mejor han vendido −y siguen vendiendo− en el mercado cultural. En el caso de los traperos, la existencia de nuevas plataformas como YouTube, Soundcloud, Spotify, entre otros, también les permite monetizar su música y adquirir mayor independencia económica. En ellos, como en toda estrella de la música, se produce muchas veces una convergencia entre el personaje real y el de ficción para ofrecer un producto que venda al espectador una imagen de adrenalina y riesgo, aunque sea un «rebelde sin causa».

«Héroe», «antihéroe» y «villano»

Todo esto no es nuevo, viene siendo algo normal desde que el mundo es mundo, o mejor dicho, desde que la escritura dejó de ser el privilegio de unos pocos. En Occidente lo que hoy se llama la imagen del «antihéroe» es un personaje clásico que se distancia de los valores clásicos del «héroe» habitual que ha transcendido varios países y épocas −leal, honesto, magnánimo, piadoso, casi con rasgos caballerescos, que a veces adquiere unas cualidades de ser semiperfecto que pueden resultar irreales para el espectador−. Aquí, por el contrario, el antihéroe tiene a tener otros rasgos apasionado, impertinente, osado, pícaro−. Esta figura se puede representar de varias formas: a) como aquel personaje que se dirime entre varios conflictos internos, pero que aun así no acaba sobrepasando las líneas y convirtiéndose en un villano a ojos del espectador; b) aquel que parodia o ayuda a desmitificar a los héroes que son populares en la mentalidad colectiva del momento; c) otras veces el «antihéroe» no es que rompa los valores del «héroe» más clásico, sino que su propósito es más ambicioso y actúa de tal manera que rompe los esquemas de lo establecido como «la moralidad aceptada» −sea esta retrógrada o progresista−. En resumen, el «antihéroe» es aquel que va contra la norma y sus métodos aceptados, incluso cuando «hace el bien», lo que, dependiendo del caso, para el público puede resultar tanto extremadamente atrayente como enormemente repulsivo, pero, sobre todo y por encima de todo, no suele dejar indiferente a nadie. 

¿Y qué ocurre en el caso del «villano»? Según la RAE este se le define como: «Que actúa o es capaz de actuar de forma ruin o cruel», pero encajar tal acepción para las historietas de ficción o relatar la personalidad de los personajes históricos quedaría como una definición muy reduccionista y sombría. De hecho, el mayor problema de algunos «antagonistas» de los «héroes» de las novelas o de la gran pantalla −insistimos, estén inspiradas en casos reales o provengan de mundos de fantasía− es que pareciera que estos actúan más por manías y conveniencias del guion que por motivaciones reales, por causas subyacentes, lo que solo puede satisfacer a un público acostumbrado a la mediocridad. En cualquier caso... aquí podría decirse que los «villanos» también cumplen un cupo muy importante: a) no solo el de que haya uno contrapeso a batir dentro de una trama general −a su vez recubierta de una o varias «causas individuales o generales» a las que se adhieren nuestros protagonistas−; b) sino que el «villano» suele servir de nuevo como una oferta más para que el espectador pueda elegir entre una amplia gama de valores, psicologías, estilos y formas de implementarlas que le atrapen a una historia −a veces floja o insulsa−; c) a veces aunque la trama y narrativa sean pasables o incluso notables, el espectador además encuentra en el «villano» ciertos atributos que considera más «interesantes» o «atractivos» que los observados en el elenco de los «héroes» o «antihéroes» principales. De hecho, como ocurre en la vida real, el ser un «supervillano» de pretensiones genocidas, no tiene por qué estar reñido con que ese ser tenga cualidades que bien podrían considerarse como positivas para otros «héroes» o «antihéroes», como podrían ser: albergar grandes dotes oratorias, ser un buen estratega militar, tener una gran capacidad de persuasión política, contar con un majestuoso don para la gestión de los recursos económicos o contar con una fuerza insinuada para proteger a los tuyos.

¿Y cuál es la razón de que últimamente se opte por este u otro canon? La industria cinematográfica debe intentar no incurrir en la repetición y ofrecer un catálogo de variedad −y la elección se inclinará hacia un extremo u otro tras tomarle el pulso al público y decidir qué será más benéfico a la larga−. Por ello sus productores saben que este perfil del «antihéroe» es a veces tan ambiguo, contiene tantos claro-oscuros, que sobre todo resulta muy maleable y perfecto para mantener a un personaje y desarrollarlo en varias entregas. De hecho, no es extraño ver como un «héroe» se convierte en un «antihéroe» y existen sucesivas recaídas. Esto no es malo, per se, siempre que no sea una excusa barata para llenar páginas u horas de metraje. En este perfil del «antihéroe» −en el sentido de un hombre atormentado por la culpa, con grandes debilidades en las que incurre una y otra vez, como aquel hombre recto que acaba tomando sin querer el camino equivocado, o un escéptico que se forja su propio código ético a sabiendas de cuanto choca contra el ciudadano promedio− no tiene por qué suponer a priori algo negativo en una exposición artística. No es algo incompatible con una obra de carácter y expresión progresista −ni mucho menos−. De hecho, en estos casos que venimos repasando atrás, podríamos asegurar que depende mucho más bien del enfoque y mensaje que el autor le otorgue a esa «fea y cruda realidad» −que circunda tanto en él como en el personaje de su historia− que del número de seres y situaciones grotescas que introduzca en su obra. 

No vamos a negar que también hay otro monto de obras artísticas cuyos problemas residen, como ya hemos mencionado, en otros aspectos mucho más básicos de diseño: pues al no definir los conflictos de sus personajes, al no establecer lo suficientemente en profundidad el entorno como para comprender las implicaciones o consecuencias de sus acciones, al final no aportan nada salvo el mensaje de «no todo es de color rosa», ¿y qué ocurre? Que accidentalmente provocan que aquellos personajes que el autor en su fuero interno pretende criticar o ensalzar puedan luego parecerle al espectador que pretende todo lo contrario. Pero en este caso todo esto es culpa del creador y no del intérprete de su obra. Esto no quiere decir que una obra deba de ser siempre explícita en todos y cada uno de sus aspectos −lo que la haría simplona a más no poder−, pues ni siquiera todo en la vida tiene por el momento una explicación conocida y sería igualmente falso, pero el creador también debe de ser consciente de que si falla en dejar claro qué quiere expresar y demostrar en sus aspectos fundamentales de su historia, tampoco puede quejarse después por posibles «malinterpretaciones». A de saberse que, a mayor nivel de hermetismo y ambigüedad, mayor vía libre se deja a la especulación.

Entiéndase, pues, que si el escritor acaba relativizando a cada paso toda acción de sus personajes, «deconstruyendo» lo conocido comúnmente como heroico o ejemplar −sin tonos románticos e idealistas, por supuesto−, se corre el riesgo de acabar presentando que el concepto de moral es en general una utopía, una entelequia. Estos cretinos divulga el mensaje de que no merece la pena preocuparse por las «grandes causas» porque el ser humano es «individualista por naturaleza» −curiosamente no se pregunta u oculta toda la gama de distribución por la que tiene que pasar su obra para poder llegar al público, o la cantidad de «cooperación» espontánea que surge entre esos pequeños fans «individualistas» de su discurso−. Otros pusilánimes coinciden en que merece la pena luchar por ciertas causas del todo «justas», pero con «condiciones» y «pavores» que cuando se examinan son ridículos, pues temen que al tener que toparnos con decisiones duras llegará un buen día en que no vamos a ser capaz de ayudar a todo el mundo, ni siquiera podremos salvar a los nuestros del sufrimiento. Al parecer estos fatalistas creen que «captan» y «exponen» mejor que nadie el «drama humano» al presentar que «uno no puede avanzar sin mancharse las manos», y que si recogemos el guante y aceptamos el reto que nos pone la vida para alcanzar nuestras metas tendremos −tarde o temprano− que igualarnos al enemigo usando sus armas y nuestra causa acaba siendo ilegitimada.

Una cosa muy diferente ocurre con gran parte de los críticos y opinólogos culturales. Estos, como parte del espectador promedio, a veces interpretan o desean ver a su manera tanto a los «héroes», los «antihéroes» como los «villanos», o dicho de otra forma, entienden lo que quieren. Para ellos lo «bueno» de X personaje es resaltar sus momentos de debilidad y sus imperfecciones intrínsecas: a) en el primer caso, ansían ver cómo el «héroe» falla y no es capaz de cumplir su misión −o la cumple a un costo enorme que le atormenta, y le hace preguntar si todo ha merecido la pena−; b) valoran especialmente las obras donde el personaje aparece con alabanzas sobre cómo se relata «el nacimiento de un monstruo», como nos ayuda a «comprenderlo» pues tan solo es un «pobre diablo roto por culpa del prejuicio y odio de la sociedad», piezas que tratan del lado oscuro de la «miseria y egoísmo humano» que, presuntamente, nos atraviesa a todos y cada uno de nosotros como si de una maldición se tratase.

Muchos sujetos dedicados a estos mundos culturales traen a colación sus vicios para a continuación realizar un ejercicio vacío e hipócrita de «empatía», una especie de «catarsis colectiva» donde todos deberíamos perdonarnos mutuamente más allá del pecado, el contexto y la reiteración. En otros casos, pese a que el personaje es un conocido criminal, desata matanzas de proporciones bíblicas e incluso detenta serios problemas mentales, esto tampoco parece importar para nuestros escritores, guionistas y «críticos expertos», pues hay que valorar que los personajes intentan «aceptarse como son», algo que, según ellos, debería considerarse «empoderador», «gracioso» e incluso «admirable». ¿Qué esconde tal filosofía de vida que intenta propagar esta gente? Un culto a la mediocridad, el mismo mantra de la ayuda de masas que intenta convencerte de que no vale la pena luchar contra tus debilidades, pues solo debes desconectarte de tus convicciones, «aceptar» tu ser y dejarlo fluir −¡aunque eso incluya o derive en aplastar cráneos sin razón o cualquier otro brote psicótico!−. Un vitalismo de la «new age» muy patético. Por eso también dijimos que el pensamiento de Nietzsche fue y sigue siendo muy polivalente, lo mismo sirve para los nazis, para los posmodernos, para los anarquistas que para los místicos. Desgraciadamente, el superhombre nietzscheano ha encontrado su reflejo en el trapero de hoy, un verdadero caníbal social. Con esto queremos advertir que a veces las películas, comics, novelas y obras de teatro con un aroma y un hondo sentido crítico se convierten poco después, en manos de los «expertos analistas», en todo lo contrario a lo que aspiraba a transmitir el autor −que trataba de exponer y advertirnos sobre estos mundos que, si bien son anecdóticos o irreales, podrían dejar de serlo, convirtiéndose en una amenaza real−.

Por último, no cabe descartar que en ocasiones el contenido y el enfoque de una película, novela o canción sea directamente muy deficiente −y por tanto, «poco realista»−. En caso de contener «briznas de realidad», tampoco hay contenido crítico de valor en esa realidad presentada, ya que, a lo sumo, todo queda aplastado bajo una oda constante al nihilismo. ¿Por qué? Sencillo. Las más de las veces su creación ha sido fruto del pesimismo donde el autor, que simple y llanamente utiliza su «mundo de ficción» para verter en las características de sus protagonistas sus más íntimas frustraciones personales y/o sus secretos más bien guardados. Un ejemplo de esto son autores del comic tipo Alan Moore, quienes pueden estar intentando aparentar que sus obras son más inteligentes de lo que realmente son capaces de escribir, vertiendo sobre ellas viejos tropos románticos junto a varias citas filosóficas machacadas popularmente. Nos referimos a frases tipo: «Si miras al abismo, el abismo devuelve la mirada» o «Mirad, yo os enseño el superhombre: ¡él es ese rayo, él es esa demencia!» (Nietzsche). Estas producciones suelen rendir culto a los «maestros» con los que el autor se enamoró del oficio −aunque a veces ese «amor» no impide que reivindique la autoría de tal o cual historia o innovación−, y a continuación, tras partir de una base segura, esto se mezcla con cualquier filosofía existencialista o vitalista a gusto del autor. ¿Resultado? Se presenta al lector unos personajes cínicos los cuales se dejan arrastrar muy artificialmente por la situación o sufren a mitad de la trama una corrupción moral forzosa que les dejan apáticos o coléricos. Esta es una receta perfecta para que el creador enumere y se obsesione con las mil y una imperfecciones sociales de sus personajes, preguntándose: «Si nos han fallado nuestras convicciones y en lo que creíamos... ¿hay alternativa real al mundo en que vivimos?». Es decir, obras que tras muchas vueltas sobre sí mismas gritan: «¡Nuestros héroes están muertos!»… o el clásico: «El hombre es un lobo para el hombre. Nada le salvará de su abominable naturaleza que es a la vez su condena»... y es tan solo capaz de dar como mensaje final un simpático mensaje de: «No seáis tan necios de creer que podéis escapar de la hecatombe que os aguarda». En estos casos no solo nos venden basura, sino que encima tenemos que aguantar a «críticos culturales» que se permiten el lujo de llamarnos estúpidos por no saber captar la «enorme magnitud» de la «obra de arte» que tenemos delante. Obviamente esto no se consigue sin toda una serie de mercenarios de la pluma explicándonos el «doble trasfondo» que guardarían estos «interesantes personajes» que «reflejan muy bien el destino trágico del hombre», cuando el espectador medio solo es capaz de ver un despojo humano, un perturbado o incluso se toma el relato de la película a su manera para tomar nota y apartarse de tales tendencias nocivas.

¿Qué esperamos nosotros del arte realista moderno?

«Todo gran artista de verdad debió de reflejar en sus obras, si no todos, algunos de los aspectos esenciales de la revolución». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; León Tolstoi, espejo de la revolución rusa, 1911)

Nosotros pensamos que un artista progresista del siglo XXI no se puede contentar con retazos del «realismo burgués» del siglo XIX, muy por el contrario, debe criticar esos comportamientos mirando más allá del horizonte de podredumbre actual, es decir, debería intentar empatizar y aleccionar a aquellos que sí están dispuestos a enfrentar las distintas lacras y acciones malsanas que están al orden del día. Puede que el número de seguidores se redujese inicialmente porque su mensaje probablemente sería rechazado de facto por bastantes de los que hoy son sus oyentes, pero ahí estriba la valía de un artista combativo y realista, porque:

«¿Si no vamos a ir en contra de la corriente popular de tonterías momentáneas, ¿qué demonios es nuestro trabajo?». (Friedrich Engels; Carta a Laura Lafargue, 4 de febrero de 1889)

Como varios artistas han repetido alguna vez: «El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma». Es decir, a lo que aspiramos en el campo artístico es a tener autores que critiquen lo penoso, indigno e injusto de la sociedad, los peores defectos de la gente que producen la vergüenza en el género humano. Por ello nuestra labor es hacerles conscientes de que estas actitudes y sentimientos negativos son −al menos en su mayoría− producto del sistema político-económico que nos domina, teniendo el propósito de poner el foco y la motivación en que las obras de nuestros artistas cambien las percepciones de sus receptores. Pero eso no basta, en este caso no es suficiente −y sería un error− acudir a la música en un sentido de autocomplacencia o terapia individual para buscar refugio del mundo que nos rodea, sino que precisamente lo que busca el artista trasformador es producir en su oyente y compañero no solo una descarga eléctrica para despertar su mente aletargada, sino también infligirle suficientes ánimos como para que espabile y se ponga en contacto con sus iguales, que todos ellos se activen y cooperen sabiendo que el deber de cada uno no es aspirar a hacer poco y menos para simplemente «cumplir», sino intentar siempre dar el máximo para difundir el mensaje que nos complace y convence, construir piedra a piedra las estructuras y el espíritu férreo de lo que ha de venir.

El músico progresista que acepte asumir este papel se convierte en un potencial engranaje más de la máquina que un día puede desencadenar la revolución, pero para ello, insistimos, debe de estar dispuesto a dejarse de zarandajas de «paz y amor» para todos, debe saber hacia dónde apunta su obra, dado que un músico que no sabe para qué canta es tan peligroso como un militar que no sabe a servicio de qué está su fusil. Dicho lo cual, cuando en medida de lo posible dicho sujeto llegue a una comprensión total de cómo están las cosas y cómo quiere cambiarlas, la responsabilidad que recae sobre él le hace proclive a difundir sin descanso esos mensajes «cargados de futuro» (Antonio Machado). Solo así un artista pasará de ser lacayo de lo caduco a un «ingeniero del nuevo alma» (Stalin), de los que escriben a los mejores para hacer los mejores actos. Si nos causa desprecio la persona que de tan optimista resulta imbécil, no menos repudio nos causa el derrotista que parlotea día y noche de las «infranqueables dificultades» y quiere contagiar al resto su incapacidad; pues bien, como nosotros no tenemos demasiado tiempo para malgastar, tomamos notas de pros y contras, de las ventajas y desventajas a las que nos enfrentamos, pero una vez hecho tal ejercicio, nos centramos en las posibilidades que podemos explotar para la causa, no nos regodeamos en lastimosas lamentaciones. No podemos quedarnos paralizamos pues eso significa seguir como estamos hasta ahora, nos movemos para que algún día el viejo orden se tambalee. Para que todo esto tenga lugar el dibujante debe poner su ingenio al servicio del colectivo; el escritor, su pluma; el cantante, su voz; y así sucesivamente, sin esta premisa tan básica que implica el abandono de la vida «cómoda e individual» no se puede hablar de absolutamente nada transgresor en cuanto al arte». (Equipo de Bitácora (M-L); La «música urbana», ¿reflejo de la decadencia social de una época?, 2021)

1 comentario:

  1. ¿Y cuando no la estulticia humana no ha dejado de apoyar la decadencia en cualquier época?. El buen hacer de determinados colectivos son los que han han mantenido la creatividad y las artes bien entendidas como tales, y por mucho que me duela decirlo nunca han sido las masas de las distintas sociedades, por razones obvias.

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