jueves, 22 de julio de 2021

El romanticismo y su influencia mística e irracionalista en la «izquierda»; Equipo de Bitácora (M-L), 2021

Somos conscientes que parte de esta exposición excede lo necesario para la refutación del mariateguismo, y aunque este apartado será de una considerable extensión, todo ello lo consideramos sumamente necesario para comprender por completo lo que vendrá a continuación en los apartados económico, artístico o histórico sobre un neorromántico empedernido como fue Mariátegui, funciones que serán abordadas en los siguientes capítulos. Apelamos, pues, a la paciencia del lector, aunque bien es cierto que podrá ir comprobando poco a poco la importante relación que hay entre este apartado y los siguientes. Estudiar la mitomanía, el irracionalismo o el misticismo de la «izquierda», se diga esta «política», «filosófica» o «cultural», tiene toda la actualidad. Véase por ejemplo nuestro análisis previo sobre el fenómeno del «posmodernismo», donde ya notamos que en su origen filosófico tomaron parte activa todas estas tendencias, por lo que consideramos este capítulo filosófico como un añadido al mismo. Véase el capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2021).

¿Cómo computamos la historia de la filosofía?

«Los elementos intermedios y los charlatanes conciliadores, cualquiera que sea su rótulo, ya se trate de espiritualistas, de sensualistas, de realistas, etc., etc., en su camino caen bien en una o bien en otra corriente. Nosotros exigimos decisión, queremos claridad. (…) Toda la lucha contra Dühring la llevó a cabo Engels por entero bajo el lema de la aplicación consecuente del materialismo, acusando al materialista Dühring de enturbiar la esencia de la cuestión con palabras, de cultivar la verborrea, de usar unas formas de razonar que implican una concesión al idealismo, el paso a las posiciones del idealismo. O el materialismo consecuente hasta el fin, o las mentiras y la confusión del idealismo filosófico. (…) No se puede por menos de ver la lucha de los partidos en la filosofía, lucha que expresa, en última instancia, las tendencias y la ideología de las clases enemigas dentro de la sociedad contemporánea. La novísima filosofía está tan penetrada del espíritu de partido como la filosofía de hace dos mil años». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1908)

Como se podrá ir comprobando durante toda la exposición que veremos más adelante, las ideas de la Revolución Francesa (1789) fueron la piedra de toque entre los pensadores del siglo XIX, un cambio de paradigma que no dejaba indiferente a nadie, pues no hay término medio: o bien causaba una gran admiración o bien una enorme repulsa. Y bien, ¿cuál fue el cómputo general de este evento histórico para los revolucionarios del siglo XX? En Rusia los bolcheviques proclamaban que:

«La filosofía del marxismo es el materialismo. A lo largo de toda la historia moderna de Europa, y especialmente a fines del siglo XVIII, en Francia, donde se libró la batalla decisiva contra toda la morralla medieval, contra la servidumbre en las instituciones y en las ideas, el materialismo se acreditó como la única filosofía consecuente, fiel a todas las teorías de las ciencias naturales, hostil a la superstición, a la beatería, &c. Por eso los enemigos de la democracia intentaban con todas sus fuerzas «refutar», minar, calumniar el materialismo, y defendían diversas formas del idealismo filosófico, que conduce siempre, de un modo o de otro, a la defensa o al apoyo de la religión, etc». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, 1913)

No pocas veces se han alzado interrogantes tipo: «¿Se puede afirmar que los marxistas son los legítimos sucesores de los racionalistas, los ilustrados o cualquier otro movimiento anterior que adujese la razón como su guía?». Otros se preguntarán lo mismo, pero sustituyendo la razón por la «observación». Centrándonos en estos últimos siglos de la Edad Moderna, es obvio que el materialismo histórico y dialéctico, las herramientas filosóficas del socialismo científico compilado por Marx y Engels, siempre han reconocido el trabajo que en su día hizo el racionalismo de Leibniz, Spinoza o Descartes, el empirismo de Bacon, Condillac, Locke o Hobbes, y por encima de todos ellos, destacando el legado de pensadores como Diderot, Helvétius o Holbach, autores tan profundamente materialistas como todavía metafísicos. 

Claro está que en su momento todos contribuyeron con su imprescindible labor en varios campos específicos –no solo en la filosofía sino también en las diversas ciencias– para rescatar o hacer avanzar el conocimiento humano científico. Plantaron cara al oscurantismo general de aquel entonces, pero en parte también contribuyeron a seguir manteniendo otros prejuicios que debían finalizar –unas veces influyó más la ignorancia generalizada en el ambiente de su tiempo y en otras fue decisivo el empecinamiento personal de los autores–. No por casualidad en la «La sagrada familia» (1845), el primer trabajo conjunto de Marx y Engels, ambos autores rinden homenaje a varias de estas figuras destacadas de los siglos XVII-XVIII sin que ello suponga dejar de mostrar sus limitaciones. También en la obra de Gueorgui Plejánov «La concepción monista de la historia» (1895) tenemos una magnífica investigación sobre esto exponiendo las descabelladas teorías que por aquel entonces permeaban entre los reformadores sociales y los pensadores bienintencionados. Aquí se daba un repaso nítido tanto a las ideas de los materialistas del siglo XVIII como a los socialistas utópicos del siglo XIX, que si bien no fueron las únicas tendencias, sí las más recordadas y transcendentes. Por último, podríamos citar la obra de M. Shirokov: «Libro de texto sobre filosofía marxista» (1937) o la del Prof. A. V. Scheglov y un grupo de catedráticos de la Academia de la Ciencias de la URSS: «Historia de la filosofía; De Sócrates a Scheler» (1942). En ambas encontraremos conclusiones similares. Para no extendernos con más referencias, resumiremos con un extracto de la fina pluma de Antonio Labriola la enorme línea de diferenciación que siempre ha existido entre estos autores y los padrinos del socialismo científico. De esta forma captaremos cuán incompatibles son ambas visiones en infinitas cuestiones de enjundia –los corchetes son nuestros–:

«Otra cosa se necesitaba para penetrar las razones efectivas de la relatividad del progreso. Se necesitaba ante todo renunciar a aquellos prejuicios implícitos en la creencia de que los obstáculos a la uniformidad del devenir humano descansan exclusivamente sobre causas naturales e inmediatas [geografía]. (…) Los consecutivos impedimentos a la uniformidad del progreso han de buscarse en las condiciones propias e intrínsecas de la misma estructura social. (…) Es siempre, por diferentes que sean sus formas y modos, la oposición de la ciudad y del campo, del artesano y del campesino del proletario y del patrono, del capitalista y del trabajador, y así hasta lo infinito, y va siempre a parar en una jerarquía, tanto si es el privilegio fijo de la Edad Media, como si con las distintas formas del derecho presunto igual para todos se revela en la acción automática de la competencia económica. (…) A esta jerarquía económica corresponde de modo vario un los diferentes países, tiempos y lugares, una: estoy por decir, jerarquía de los ánimos, de los intelectos, de los espíritus. Esto equivale a decir que la cultura, en la cual precisamente los Idealistas sitúan la suma del progreso, estuvo y está por necesidad de hecho bastante desigualmente distribuida. La mayor parte de los hombres, por la cualidad de sus ocupaciones, son así como individuos desintegrados, incapaces de un desarrollo completo y normal. A la económica de las clases y a la jerarquía de las situaciones, corresponde la psicología de las clases. La relatividad del progreso es, pues, para nosotros, la consecuencia inevitable de las antítesis de clase. (...) El progreso fue y es aún parcial y unilateral. Las minorías que salen beneficiadas sostienen que esto es el progreso humano, y los soberbiosos evolucionistas llaman a esto naturaleza humana que se desarrolla. Todo este progreso parcial, que basta el presente se ha desarrollado en la presión de hombres sobre los hombres, tiene su fundamento en las condiciones de oposición por la cual las antítesis económicas han engendrado todas las antítesis sociales, y de la relativa libertad de algunos ha nacido la servidumbre de muchísimos, y el derecho ha sido protector de la injusticia». (Antonio Labriola; Del materialismo histórico, 1896) 

¿Por qué lanzaba esta advertencia? Desgraciadamente, hasta los elementos más honestos han dado coba a ciertas expresiones mesiánicas sobre el «triunfo inexorable de la causa» alegando en su defensa que eran «discursos propagandísticos», como si el revolucionario debiese dejar de ser científico en el momento en que hace propaganda, como si hacer agitación y propaganda significase tener vía libre para enunciar pronósticos exacerbados o, cuando no, mentir abiertamente al público sobre el estado real de las cosas. En ese caso, se está confesando que se es un muy mal analista y un embustero como orador, que no se sabe captar que pasa a alrededor de uno mismo ni se tiene verdadera capacidad de convicción –muy seguramente por lo anterior–. ¡Gente así ya puede ir pensando en dedicarse a otra cosa! No a la política «revolucionaria». El sujeto que de Pascuas a Ramos viene augurando la proximidad del «Juicio Final» –la batalla entre el bien y el mal– o es un imbécil o un embustero a conciencia. Tal utópico es tan necio que pese al desorden de su cabeza y la falta de cohesión de los suyos –que no pasan de ser un puñado de conspiradores–, todavía asegura que no hay motivos de preocupación porque están en el bando de los «buenos» de la película, ¡porque la historia «está de su parte!». Es decir, según su optimismo cándido, «el fruto está maduro, y solo se trata de alzar la mano para recogerlo». Algunos son realmente cómicos, idealizan la Historia y la Revolución como los viejos romanos adoraban a su Diosa Fortuna o como los republicanos liberales idealizan la noción de República: en todos estos casos, estos conceptos «clave» se presentan para ellos como una mujer preciosa, semidivina y todopoderosa a la cual si le rinden un culto regular les brindará buenos aires para sus andanzas políticas. Estos pobres seres, incapaces de escapar de su prisión mística, vagarán –consciente o inconscientemente– por salones, calles, teatros y mítines siempre amparados en un discurso apasionado, teniendo la seguridad de estar custodiados por el ángel de la «Justicia» y el todavía más poderoso arcángel de la «Razón». Son tan temerarios porque hasta se creen protegidos en su noble empresa de salvar a la humanidad –con ellos como protagonistas principales claro, ¡si ya puestos a fantasear! –. «¿¡Cómo, entonces, no van triunfar!? ¿Cómo no apuntarse a un evento histórico tan transcendente y disfrutar luego de las mieles del éxito que se vaticina?». Eso piensan muchos de los que caen en sus redes temporalmente. En muchos casos, lo que se esconde detrás de estos cabecillas exaltados son unos aires de grandeza, ganas de «transcender» en la historia –como reyes, profetas o filósofos–, pero las más de las veces no dejan de ser bufones que actúan para el monarca de algún reino remoto del cual muy pronto nadie ha oído hablar salvo en relatos legendarios. Aunque lo nieguen, como los profetas de todas las épocas, lo suyo es más empecinamiento que raciocinio, en realidad, por si el lector no se ha dado cuenta, nada está de su parte salvo la gran salud de la que goza su ego, el cual en cualquier momento que se da de bruces con la realidad eclosiona, se viene a abajo, y entonces la pasión, hiperactividad y compromiso obsesivo se tornan en desidia y desconfianza, abandonando a los Apóstoles a los cuales había inoculado todas esas promesas. Esto en el mejor caso de que no estuviéramos hablando de un estafador de tres al cuarto que ha montado todo el tinglado por su interés personal. Sin embargo, para todo ser que se vista por los pies, la primera máxima es tener la cabeza fría, calcular las ventajas y desventajas del momento, continuar sin prisa pero sin pausa, sabiendo que la causa es una maratón, carrera que quizás no verá completarse, solo pudiendo asegurarse de que otro compañero recoja el testigo lo mejor posible, como le tocó hacer a otros antes que a él mismo. Consecuentemente Labriola señalaba a propios y extraños que:

«Nuestra doctrina no puede representar toda la historia del humano género en una vista de perspectiva o unitaria que repita, mutatis mutatis, la filosofía histórica del designio como desde San Agustín a Hegel. (…) Nuestra doctrina no pretende ser la visión intelectual de un gran plan o designio, pero sí es solamente un método de investigación y de concepción. No habló Marx porque sí de su descubrimiento como el de un hilo conductor». (Antonio Labriola; Del materialismo histórico, 1896)

Dicho lo cual se entiende entonces que antihistoricismo, mecanicismo, especulación o misticismo no fueron la excepción sino la regla en gran parte de los pensadores de estas épocas pretéritas. El motivo de esto es comprensible y tiene relación con el desarrollo de la propia humanidad y las ciencias:

«La vieja metafísica que enfocaba los objetos como cosas fijas e inmutables, nació de una ciencia de la naturaleza que investigaba las cosas muertas y las vivas como objetos fijos e inmutables. Cuando estas investigaciones estaban ya tan avanzadas que era posible realizar el progreso decisivo consistente en pasar a la investigación sistemática de los cambios experimentados por aquellos objetos en la naturaleza misma, sonó también en el campo filosófico la hora final de la vieja metafísica. En efecto, si hasta fines del siglo pasado las Ciencias Naturales fueron predominantemente ciencias colectoras, ciencias de objetos hechos, en nuestro siglo son ya ciencias esencialmente ordenadoras, ciencias que estudian los procesos, el origen y el desarrollo de estos objetos y la concatenación que hace de estos procesos naturales un gran todo». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Justamente el mayor mérito que suele destacar el marxismo en estos autores anteriores a la medianía del siglo XIX son los conatos dialécticos de sus obras, donde se puede vislumbrar ya una superación de esta gris metafísica que impedía un conocimiento global del ser humano y la naturaleza. ¿Dónde se puede ver esto? En Alemania el materialista Ludwig Feuerbach (1804-1872) había esgrimido grandísimas reflexiones en lo relativo a la religión, desmenuzando los engaños y especulaciones de toda teología, es decir, de la filosofía religiosa:

«Los llamados filósofos especulativos son… aquellos filósofos que no hacen corresponder sus nociones a las cosas, sino, por el contrario, hacen corresponder las cosas a sus nociones. (…) Del mismo modo que en «Esencia del cristianismo» (1841) no deifico al hombre, como neciamente se me ha reprochado…, tampoco quiero que se deifique a la naturaleza en el sentido de la teología». (Ludwig Feuerbach; Lecciones sobre la esencia de la religión, 1851)

Este autor también había desechado el panteísmo y el deísmo de los ilustrados que se postraban ante la naturaleza como su Dios, su «Ser Supremo» de la «Razón»:

«La existencia de la naturaleza no se basa de ninguna manera –como se engaña el teísmo– en la existencia de Dios, o mejor dicho, la creencia en su existencia tiene su único fundamento en la naturaleza. (…) Cuando hablas de la existencia de Dios como algo ajeno al corazón y al raciocinio del hombre, como algo que existe y está independientemente de que exista o no el hombre, piense o no en Dios, sienta o no anhelos de él, en realidad no estás hablando de otra cosa que de la naturaleza, cuya existencia no se apoya en la del hombre y mucho menos en los racionamientos del ser humano». (Ludwig Feuerbach; La esencia de la religión, 1845)

Y no solo eso, sino que a los incontables dioses que habían pasado por La Tierra les fue retirado su antiguo halo divino para mostrarlos al mundo desnudos, como productos de una simple creación fantasiosa debido la necesidad humana en tiempos primitivos de explicar las cosas que no comprendían. Se demostraba así que estos «seres sobrenaturales» no eran sino la idealización de los atributos que las personas deseaban poseer en cada tiempo y lugar determinado: 

«La religión comprende todos los objetos del mundo; todo lo que existe era objeto de la veneración religiosa. (…) En la esencia y conciencia de la religión no hay sino lo que se encuentra en general en la esencia y conciencia que el hombre tiene de sí mismo y del mundo». (Ludwig Feuerbach; La esencia del cristianismo, 1841)

Pese a que estas obras marcaron un antes y un después en la filosofía materialista y antirreligiosa, Feuerbach se permitió ciertas licencias místicas y cometió no pocos patinazos metafísicos. Una vez en su obra de 1845 aseveró que «El Sol siempre es el mismo» porque «se mantiene idéntico a sí mismo», ¡como si este no fuese una estrella que algún día perecerá! Sin embargo, esto no impide que también podamos atisbar en su obra un pensamiento avanzado, dialéctico, que se contradice con otras partes de su sistema metafísico:

«El buen juicio solo se puede desarrollar en el conflicto. (…) La vida surgió solo a partir del conflicto de elementos, de fuerzas y entes diversos, o mejor dicho opuestos. (…) La tierra no siempre ha sido como es ahora; al contrario, ha llegado hasta el estado en que ahora se encuentra tras una serie de evoluciones y revoluciones, y la geología ha descubierto que a lo largo de estos diferentes estadios evolutivos existieron muchas especies vegetales y animales que ahora ya no existen y que quizás tampoco existieran ya en épocas anteriores a esta». (Ludwig Feuerbach; La esencia de la religión, 1845)

Por desgracia, estos extractos brillantes, las más de las veces:

«No pasan nunca de intuiciones sueltas, que influyen demasiado poco en su modo general de concebir para que podamos considerarlas más que como simples gérmenes, susceptibles de desarrollo». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)

Friedrich Engels en su obra: «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1886) expuso lo que en sus palabras era el materialismo «contemplativo» e «inconsecuente» del siglo XIX, aquel que ve al hombre como «objeto sensorial» pero no como «actividad sensorial». Aun pretendiendo adaptarse a las corrientes más progresistas del momento, el autodenominado «comunismo» de Feuerbach se malograba con referencias «amorosas» donde expresaba que «el corazón no es una forma de la religión» sino «la esencia de la religión». Un discurso carente de sentido, sentimental y totalmente idealista que derivó en confundir fenómenos humanos como la «la amistad, el amor sexual y el sacrificio» con la «verdadera» y «nueva» religión que, según él, estaba por venir. Esto enfureció a Engels, quien le acusó jocosamente de querer «transformar las grandes luchas históricas de clases» en un «episodio más de la historia eclesiástica». 

Concluyendo, lo importante a desbrozar en la filosofía es, pues, la lucha histórica entre «materialismo e idealismo» y entre «dialéctica y metafísica»; entender hasta qué punto cada autor se posicionó en una frontera o en otra en cada cuestión de interés −y a ser posible entendiendo su porqué−. Es absolutamente clave asimilar esto, pues muchas veces −sin detenernos a analizar nada más− caemos en torpes reduccionismos y malogramos nuestras evaluaciones con prejuicios y conclusiones extraídas de oídas. Sirva de ejemplo cuando, a la hora de tratar de resolver este dilema, presentamos dicha pugna inexorable en cuanto a la visión del mundo como si en todas las veces se fuese a manifestar de igual forma, expresándose el error como sigue: una simple sucesión de escuelas o movimientos absolutamente «puros» de influencias externas que dejan paso a su contraposición; en este caso «ilustrados versus románticos», donde a uno se les etiqueta como «racionales» −y por ende materialistas− y a otros como «irracionales» −y por tanto idealistas−. Pero no todo es tan sencillo y hemos de ir más allá. Para empezar, lo correcto sería poner en tela de juicio −si es menester− las etiquetas oficiales utilizadas para agrupar a toda una serie de autores en un mismo conjunto, porque también se suele darse por descontentado que todos los autores que se esconden detrás de estas denominaciones comunes no tienen diferencias dentro su marco de referencia, y esto es poco menos que rendirse a la escolástica, esto es, el culto de repetir lo que se presupone oficial e intachable. ¿Pero acaso esto va a ser factible en todas y cada una de las ocasiones? No. Mismamente a poco que se investigue no es extraño atestiguar que los románticos más icónicos partían de las ideas de los primeros ilustrados −y en ocasiones nunca renunciaban a algunas de ellas−, mientras que no pocos «herederos de la ilustración» se vieron «contaminados» por «las modas románticas» durante la época de mayor auge de este movimiento. ¿Fue Jean-Jacques Rousseau un «representante intachable» de la ilustración o esto es imposible porque hay que verle como el «pionero del romanticismo»? Pues, si tomamos como referencia las características de cada movimiento, resulta que lo uno es tan cierto como lo otro. 

Pero más allá de esto, y aunque utilicemos estas etiquetas, sea con total justicia o por condescendencia para poder orientarnos mejor, lo que merece la pena saber para nuestros intereses momentáneos es que ambas corrientes, Ilustración y Romanticismo, compartían rasgos que vistos hoy son regresivos desde la óptica contemporánea. 1) Véase esa desconfianza en el pueblo llano en pro de los «espíritus excelsos», santificados por las ideas innatas, la providencia y demás; 2) La defensa de la propiedad privada de los medios de producción como un «derecho natural» e «inalienable» del hombre»; 3) La creencia en el «gobierno de las ideas» o la «predominancia de la legislación» sobre las condiciones materiales del hombre –relaciones de producción y distribución–; 4) Las concepciones estáticas o cíclicas sobre la historia y el tiempo; 5) La noción de que existe un «espíritu inmutable de la nación» que hay que hallar y respetar; 6) El pensamiento religioso –ya fuese deísta, pietista, católico, luterano, calvinista, deísta o panteísta–. Y como ello, todo un largo etcétera. ¿Por qué entonces ocurre de tanto en tanto esta idealización hacia esta o aquella corriente tan lejana en el tiempo? Es sencillo de intuir:

«Ha de saberse que, al echar la vista atrás hacia la evaluación de las figuras revolucionarias de siglos anteriores, existe un peligro de perder la noción de la realidad histórico-presente. Claro que existieron figuras que luchaban contra una reacción en una lucha justa y del todo progresista por aquel entonces, pero quizás hoy muchos de los planteamientos de base de esos mismos revolucionarios progresistas se convierten, al ser actualizados al contexto presente, en postulados ideológicamente retrógrados, que bien pueden pasar a ser la bandera de la reacción y la contrarrevolución. Pasar por alto esto es una fosilización metafísica del tiempo y sus protagonistas. Algo apto para charlatanes y adoradores de mitos, como Vaquero o Armesilla, pero no para quien aspira a extirpar el cáncer del nacionalismo en el movimiento proletario. Téngase en cuenta que, cuanto más nos retrotraigamos en el pasado, más posibilidades habrá de que esas figuras hayan «envejecido» mal. De ahí la absurdez de querer ver referentes hasta en el Pleistoceno». (Equipo de Bitácora (M-L); Epítome histórico sobre la cuestión nacional en España y sus consecuencias en el movimiento obrero, 2020)

Para ser honestos, en el caso de muchos de los místicos idealistas del siglo XVIII-XIX no debemos llevarnos a engaño, más que ir en contra el «Siglo de las Luces» y los «frutos podridos de la Ilustración», como ellos confesaban, habría que concluir que su inquina y fanatismo iba mucho más lejos. Bien se tratase de personajes más bienintencionados, utópicos, maliciosos o conservadores, todos ellos coincidían en la convicción suprema de que había que perpetuar –o recuperar– la oposición generalizada hacia todo lo que supusiera desmontar las mentiras de la religión, a todo intento de sistematización del conocimiento por medio de cauces racionales, vetar todo aquello que pusiera en jaque las estructuras políticas de la aristocracia y la monarquía. Unos apelaban por esto bajo argumentaciones tales como que adoptar un camino «hereje» era ir contra natura, porque no nos estaba permitido conocer los designios de la providencia; otros porque confiaban en la funcionalidad de los mecanismos «naturales» de dominio político-económico para mantener el statu quo de las cosas, y por ende no deseaban colaborar en su alteración, confiando que esto fuese eterno; y finalmente también estaban los nostálgicos para los que «todo tiempo pasado siempre fue mejor», admiradores de las reliquias y glorias nacionales de antaño con las que planeaban «recuperar la esencia de la nación». ¿Cuál es la paradoja? Que, en realidad, y aunque parezca exagerado o suene demeritorio, esta labor de zapa y obstaculización del pensamiento científico a causa de portar una corteza mística –de la cual no querían o no podían deshacerse–, siempre fue el santo y seña de muchos de los que luego fueron considerados como «las mentes más avanzadas» de aquellos días. Con lo cual esto no podía dejar de chocar con algunos que en su quehacer diario llevaban a término estudios e investigaciones en esferas tan importantes como historia, biología, física, arte, economía, jurisprudencia y otras. Hay una cita del soviético Zhdánov que en parte resume esto –los corchetes son nuestros–:

«Los creadores de los sistemas filosóficos de otro tiempo que aspiraban al conocimiento de la verdad absoluta en última instancia no han podido contribuir al desarrollo de las ciencias de la naturaleza porque las momificaban en sus esquemas, tendían a situarse por encima de la ciencia, imponían a la viviente conciencia humana, conclusiones dictadas, no por la vida real, sino por las necesidades del sistema [que habían creado]. En esas condiciones, la filosofía se transformaba en un museo en el que se amontonaban los hechos, las deducciones, las hipótesis, más diversas, y las simples quimeras. Si, a pesar de todo, la filosofía podía servir para orientar el pensamiento, para la especulación, era impropia como instrumento de acción práctica sobre el mundo, como instrumento de conocimiento del mundo». (Andréi Zhdánov; Historia de la filosofía, 1947)

La filosofía precursora del romanticismo

Si queremos entender el llamado romanticismo debemos empaparnos del contexto de ideas y polémicas que se urdían por aquel entonces. Como hemos dejado claro atrás, no es nuestra intención caer en una discusión bizantina sobre qué autores serían «prerrománticos», cuales «románticos» y quienes entrarían en la denominación de «neorrománticos», esto es lo de menos. Simplemente utilizando la coherencia y un eje cronológico nos valdremos de estas etiquetas para enmarcar a los autores a presentar. Huelga que decir que algunos fueron fanáticos, otros coetáneos e influidos por el romanticismo, mientras otros se enfrentaron a él.

Si rastreamos los orígenes del pensamiento idealista alemán que dominará a partir de entonces buena parte del decenio decimonónico, pronto nos daremos cuenta que la racionalidad de estos sistemas y sus sucedáneos no eran ni tan sólida ni tan científica como muchos hoy muchos de sus admiradores más fanáticos todavía tratan de hacernos creer. En uno de los manuscritos claves para el devenir del idealismo filosófico alemán, ya podíamos leer: 

«También oímos con harta frecuencia que la gente del pueblo debe tener una religión sensible. Pues bien, no sólo la gente del pueblo, también el filósofo necesita de ella. Monoteísmo de la razón y del corazón, politeísmo de la fantasía y del arte, eso es lo que necesitamos. Por primera vez voy a exponer una idea que, por lo que sé, todavía no se le ha ocurrido a ningún hombre: tenemos que tener una nueva mitología. Esta mitología, sin embargo, debe estar al servicio de las ideas, debe ser una mitología de la razón. (…) La mitología deberá hacerse filosófica para que el pueblo se convierta en racional al tiempo que la filosofía deberá ser mitológica para que los filósofos se hagan sensibles. (…) Un espíritu superior enviado por el cielo fundará entre nosotros esa nueva religión, que será la última, la máxima obra de la humanidad». (El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, 1797)

Aunque la autoría aún se debate entre Hegel, Schelling o Hölderlin, este texto siempre suele ser incluido en las recopilaciones de los textos de juventud del primero, por lo que es seguro que Hegel participase al menos como coautor. Sea como sea, aquí no solo se proclamaba la necesidad del «mito» para el «pueblo», sino que se introdujeron otros rasgos reconocibles de lo que luego sería oficialmente el «idealismo alemán», como por ejemplo retomar la poesía como la actividad de «mayor dignidad» –una marca reconocible de los románticos sin ir más lejos–. Y aunque hoy nos arranque una carcajada, este autor –o autores– de 1797 también concluía –al igual que haría Georges Sorel décadas más tarde– que esto era una empresa que se acometía «por primera vez», aunque casi fuese tan viejo como la humanidad misma. Más tarde, el propio Hegel, cada vez más separado de sus antiguos «camaradas» románticos, proclamaría que la Revolución Francesa (1789) y sus ecos posteriores en Prusia habían llevado a cabo «el triunfo de la razón», aquel acto que «reconciliaba al ser humano con Dios». En realidad, Hegel, con su famosa fórmula «todo lo real es racional», solo estuvo legitimando el mito burgués –¡y de paso atrofiando su dialéctica!–:

«Anaxágoras fue el primero que dijo que el nous, la razón, gobierna el mundo: pero sólo ahora el hombre ha acabado de comprender que el pensamiento debe gobernar la realidad espiritual. Era, pues, una espléndida aurora. Todos los seres pensantes celebraron esta nueva época. Una sublime emoción reinaba en aquella época, un entusiasmo del espíritu estremecía el mundo, como si por vez primera se lograse la reconciliación del mundo con la divinidad». (Friedrich Hegel; Historia de la filosofía, 1837)

Las tesis de Hegel en este caso vinculaban al pueblo con el Estado y lo santificaba como lo racional:

«El Estado, precisamente, en cuanto libertad universal y objetiva, en la libre autonomía de la voluntad individual; el Estado, que como espíritu real y orgánico, a) de un pueblo, b) a través de las relaciones de los específicos espíritus nacionales, c) se realiza y se manifiesta en la Historia Universal como espíritu universal del mundo. El Derecho del Estado es el supremo». (G. W. Friedrich Hegel; Filosofía del derecho, 1821)

¿No era esto un idealismo atronador en torno a lo que había sido el ser humano, la razón y cómo se había conducido la historia? 

«Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; que como uno de los derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa». (Friedrich Engels; Del socialismo utópico al socialismo científico, 1880)

Aunque en algunos puntos la filosofía hegeliana conectase puntualmente con el pensamiento romántico de su tiempo –y buena prueba de ello son la noción mística, las aspiraciones chovinistas o el lenguaje pomposo de ambas escuelas–, lo cierto es que estas dos formas de idealismo también divergían en tantas otras cuestiones de importancia. Esto no podía ser de otro modo si tenemos en cuenta que el romanticismo primogénito fue en su mayoría, como muy bien lo describió Heinrich Heine, una «reacción feudal» y «medievalista», mientras que el hegelianismo fue la ideología revolucionaria de la burguesía –con todas sus contradicciones internas, claro está–. La defensa del raciocinio en la nueva filosofía y política de la burguesía fue algo que asqueó a varias generaciones de románticos, como Jacobi o Schlegel, pero no porque Hegel y los suyos exagerasen las intenciones reales de esta clase social, sino porque ellos no buscaban ni querían nada de la razón, lo apostaban todo a la fe, el subconsciente o las pasiones humanas. Si se quiere explicar de otro modo, el idealismo de los autores románticos declaraba su vocación irracional y emocional para alcanzar su sueño de transgredir o acercarse a lo infinito, mientras que el idealismo del hegelianismo, no menos ambicioso, pretendía descubrir la quinta esencia del pensamiento racional humano; en ambos casos se buscaba la íntima comunión entre el ser humano y lo divino. Por su parte, Hegel, en una de sus mejores reflexiones sobre estética, reclamaba a los románticos de su tiempo que su arte era una especie de manierismo de épocas pasadas –esto es, un calco fruto de una admiración nostálgica– y que, por ende, sus obras estaban cada vez más alejadas de toda realidad, puesto que la búsqueda de aquellos genios y héroes pasados no podía hallarse ya en las condiciones presentes de la Alemania del siglo XIX:

«El artista moderno puede por supuesto adherirse a antiguos y más antiguos; ser homérida, siquiera como ultimísimo epígono, es bello, y también productos que reflejen el giro medieval del arte romántico tendrán sus méritos; pero una cosa es esta validez universal, la profundidad y la peculiaridad de un material, y otra su modo de tratamiento. En nuestros tiempos no pueden surgir ningún Homero, Sófocles, etc., ni ningún Dante, Ariosto o Shakespeare; lo tan magníficamente cantado, lo tan libremente expresado, expresado está; son materiales, modos de intuirlos y de aprehenderlos ya cantados. Sólo el presente está fresco, lo otro, cada vez más pálido». (G. W. Friedrich Hegel; Lecciones sobre estética (1819-29), publicado póstumamente en 1835)

Otro ejemplo anterior a él fue Johann Gottfried Herder (1744-1803), pensador idealista fundamental para el nacionalismo y la filosofía alemana. Él se retrotraía hasta los mitos de la Biblia para buscar el origen del ser humano y los valores a recuperar. Este autor también tuvo unas pretensiones sentimentales e intuitivas para superar la «enfermedad francesa» de la Ilustración, la cual, según su perspectiva, había invadido las tierras germanas degenerando a sus nobles habitantes. Véase la obra de Arno Gimber: «Mito y mitología en el romanticismo alemán» de 2008. Por ello, entre otros motivos, este autor fue la semilla de la cual iba a germinar luego el árbol del romanticismo:

«No creía en la legislación como instrumento para formar naciones, y calificaba una «recopilación tan general» de leyes como «la espuma que se deshace en el aire». Tampoco creía en las Academias, ni las salas de arte y las bibliotecas para educar a la humanidad. Situaba estas instituciones dentro del ámbito de la corte, y consideraba que su función era meramente halagar al rey. Herder contrastaba este modelo de educación con uno nacional y popular, basado en la experiencia y en el sentimiento». (José Martínez Millán; La sustitución del «sistema cortesano» por el paradigma del «Estado nacional» en las investigaciones históricas, 2010)

Para justificar el atraso de los pueblos germanos en algunos periodos históricos, incluso su subordinación externa a otros imperios, Herder realizó una curiosa maniobra que es digna de comentar. Basándose en su estudio de fuentes de dudoso carácter verídico, como crónicas, canciones o poemas antiguos, trazó un pensamiento idealizado en su cabeza sobre el origen de los alemanes. Teniendo esto y añadiéndole un toque de intuición e imaginación, presuponía que en un pasado muy remoto hubo una sociedad «ejemplar» basada en «las buenas costumbres» y la «fe» del hombre más irracional y espontáneo. Y así, de golpe y porrazo, creía estar mostrando al mundo que ese originario «estado salvaje» demostraba la sempiterna «superioridad» de la «esencia» de los pueblos del Norte:

«Los pueblos nórdicos despreciaban las artes y la ciencia, el refinamiento y la opulencia, que habían destruido a la humanidad, pero, en cambio, aportaron su buen entendimiento nórdico en vez de ciencia; la naturalidad en lugar del arte y el artificio; las rudas pero buenas costumbres en vez de las costumbres refinadas romanas. Es decir, surgió una nueva cultura con unas leyes que exhalaban «bravura viril, sentimiento del honor, confianza en la inteligencia, lealtad y veneración de Dios», y unas instituciones feudales que según Herder socavaron el hervidero de las ciudades populosas y opulentas». (José Martínez Millán; La sustitución del «sistema cortesano» por el paradigma del «Estado nacional» en las investigaciones históricas, 2010)

Este tuvo como amigo a otro famoso filósofo, historiador y poeta, Friedrich Schiller (1759-1805), que en su momento le confesó cuál era su receta política:

«No conozco remedio para el genio político excepto que se retire del terreno del mundo de lo real. (…) Y que se centre en los afanes de su separación». (Friedrich Schiller; Carta a Herder, 4 de noviembre de 1795)

A esto, no podemos olvidarnos, cómo no, que el romanticismo no fue un mero «patriotismo» para «buscar la liberación nacional», sino que bebió del chovinismo más cavernícola, fuese este más racial o se tornase más cultural: 

«El alemán tiene intimidad con el espíritu del universo. Para él está destinado lo más elevado… Él es el escogido por el espíritu del mundo, durante la lucha del tiempo para trabajar en la eterna construcción de la formación humana». (Friedrich Schiller; Grandeza alemana, 1801)

Pasemos ahora a Friedrich Schlegel (1772-1829), autor siempre enconado frente a todo lo que oliese a Ilustración y sus sucedáneos:

«Precisamente en la oscuridad en la que se pierde la raíz de nuestra existencia, en el misterio insoluble, reposa el hechizo de la vida, esta es el alma de la poesía. (…) ¿Ha hecho la Ilustración un gran bien a los hombres mediante la liberación de los grandes miedos que trae consigo la superstición? Yo no veo que estos fueran tan malos, sino que encuentro que a cada miedo se opone una confianza». (Friedrich Schlegel; Contra la ilustración, 1798)

Nos encontramos con que esta figura, clave en el nacimiento del romanticismo alemán, ya escribía en 1800 en el mismo tono que Mariátegui y Cía. intentarían emular luego:

«Le falta a nuestra poesía, un centro, como lo fue la mitología para los antiguos, esencial, en lo que el arte poético moderno es inferior al antiguo, se puede resumir en las siguientes palabras: no tenemos una mitología. Pero añado que estamos a punto de obtenerla, o mejor, que es el momento de que contribuyamos a crear una. Pues este es el comienzo de toda poesía, abolir el funcionamiento y las leyes de la razón que piensa razonablemente, y trasladarnos de nuevo a la bella confusión de la fantasía, al caos original de la naturaleza humana». (Friedrich Schlegel; Alocución sobre la mitología, 1800)

El romanticismo pleno y sus iconos

Este nacionalismo, en especial el nacido en los albores del romanticismo, veía en el odio y destrucción hacia el vecino, en el desprecio a su idioma, literatura y costumbres particulares, impulsos reafirmadores para la propia nación. ¡Aniquilando lo ajeno, revitalizo lo mío! En toda una oda al chovinismo, el poeta alemán Ernst Moritz Arndt (1769-1860), proclamaba en 1815 según nos reportaba el anarcosindicalista Rudolf Rocker:

«Ernst Moritz Arndt: Odio a los extranjeros, odio a los franceses, a su arrogancia, a su vanidad, a su ridiculez, a su idioma, a sus costumbres; sí, odio ardiente a todo lo que venga de ellos; eso es lo que debe unir fraternal y firmemente todo lo alemán y la valentía alemana, la libertad alemana, la cultura alemana, el honor y la justicia alemanes, deben flotar sobre todo y adquirir de nuevo la vieja dignidad y gloria con que nuestros padres irradiaron ante la mayoría de los pueblos de la tierra». (Rudolf Rocker; Nacionalismo y cultura, 1962)

Y en el mismo tono que muchos de los posteriores nacionalistas alemanes, declaraba que la filosofía y literatura alemana era el súmmum de la humanidad:

«El teutón y las novelas impregnados y fecundados por él son los únicos que han traído el germen celestial a brotar y florecer propiamente a través de la teología y la filosofía y que consideran los restos del viejo, dormido y poco participante mundo y los pueblos de un extraño tipo que lo rodea Todos los gobernantes animan y guían». (Ernst Moritz Arndt; Un intento en la historia comparada de las naciones, 1842)

Verdaderamente, este desprecio por todo lo cultural producido fuera de las fronteras nacionales y la exaltación grandilocuente y enfermiza de lo propio, no tiene nada de misterioso ni es un rasgo estrictamente del romanticismo ni mucho menos alemán –pues hay miles de ejemplos en la Antigüedad: sumerios, acadios, asirios, egipcios–, más bien ha sido algo inherente a todo tipo de corrientes y escuelas que necesitaban de este discurso para mantener la división de clases y asegurar su papel –individual o colectivo– en la disputa productiva y mercantil. Hoy ocurre de igual forma, y resulta bastante indiferente que se denominen como «izquierda» o «derecha», «progresistas» o «conservadores», «revolucionarias» o «contrarrevolucionarias». Véase el capítulo: «¿Por qué la Escuela de Bueno desprecia la historia cultural de otros pueblos?» (2021). 

En su momento, Heine respondió con desdén la borrachera patriotera de sus paisanos. Se mofaba así de todos esos filisteos alemanes que construían su reino no sobre la terrenal, sino sobre la fantasía y la divinidad:

«La tierra pertenece a los franceses y a los rusos,

El mar pertenece a los británicos,

Pero a nosotros nadie nos disputa

La primacía en el reino etéreo de los sueños.

Aquí sí tenemos nosotros la hegemonía,

Aquí sí somos nosotros dueños soberanos;

Los otros pueblos se han desarrollado

Sobre la tierra firme, nosotros en el aire». (Heinrich Heine; Cuento de invierno, 1844)

Analizando este bello poema y también dando réplica a los epítetos chovinistas, Marx y Engels soltaron un par de estocadas:

«Este reino etéreo de los sueños, el reino de la «esencia del hombre», es el que los alemanes oponen a los demás pueblos, con imponente orgullo, como la meta y la consumación de toda la historia universal; en todos y cada uno de los campos, consideran sus ensoñaciones como el juicio final y definitivo acerca de los hechos de otras naciones, y como en todo les toca solamente el papel de espectadores y de mirones, se creen autorizados a enjuiciar al mundo entero y a fallar en última instancia sobre la historia de Alemania. Ya hemos tenido repetidas ocasiones de ver que a esta inflada y superabundante soberbia nacional corresponde, en el terreno de los hechos, una práctica totalmente mezquina, de tenderos y de artesanos. Y si la mezquindad nacional es siempre y en todas partes repelente, en Alemania resulta asqueante, ya que aquí, con la ilusión de estar por encima de la nacionalidad y de todos los intereses reales, se la opone a aquellas nacionalidades que confiesan abiertamente su limitación nacional y su fundamentación sobre intereses reales. Por lo demás, en todos los pueblos nos encontramos con que son solamente los burgueses y sus escritores quienes se aferran a la nacionalidad». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)

Si hubo un alemán que captó a la perfección lo que fue el romanticismo ese fue este señor, Heinrich Haine (1797-1856), un poeta que a veces es encuadrado como dentro del movimiento literario romántico, pero para discutir esto basta ver cómo sus coetáneos le consideraban una persona enormemente «afrancesada» a causa de los pensamientos «racionales» de herencia ilustrada. Como curiosidad su obra de enorme calado progresista tendría gran influencia en España, siendo clave en románticos tardíos como Gustavo Adolfo Bécquer o Rosalía de Castro. En verdad, gran parte del pensamiento de Haine era fervorosamente antirromántico porque, para él, estos habían atentado contra «aquel humanismo, aquella hermandad universal de los hombres, aquel sentimiento cosmopolita, que siempre honraron nuestros grandes espíritus» como Lessing. En suma, Haine les reclamaba no tener «fe en el progreso, una fe que surgió de la ciencia». En una descripción que pasaría a los anales de la historia, describía así a sus archienemigos:

«Pero ¿qué fue la escuela romántica en Alemania? No fue ni más ni menos que el nuevo despertar de la Edad Media, tal como se había manifestado en sus cantos, en sus obras plásticas y arquitectónicas, en el arte y en la vida. Esta poesía había surgido del cristianismo; fue una pasionaria que brotó de la sangre de Cristo. (…) Es aquella extraña flor de colores especialmente indefinidos, en cuyo cáliz se ve retratados los instrumentos del martirio que fueron utilizados en la crucifixión de Cristo: martillo, tenaza, clavos, etc.; una flor que no es en absoluto fea, sino sólo macabra; cuya visión incluso provoca en nuestras almas un siniestro placer, al igual que las sensaciones espasmódicamente dulces que surgen del dolor. Desde esta perspectiva, esta flor sería el símbolo más apropiado del cristianismo, cuyo más espantoso atractivo consiste precisamente en la voluptuosidad del dolor». (Javier Domínguez Hernández; Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo, 2009)

Algunos preguntarán, ¿pero realmente no era una exageración decir que los románticos eran fanáticos «medievales»? Evidentemente, había de todo: estaban los que simplemente se evadían fantaseando con lugares lejanos y exóticos, pero también los que miraban al pasado feudal con añoranza y deseo. Esto último era reconocido por sus representantes, como el ya mencionado Schlegel, que tomaba al Reino de España como modelo de un país que había logrado apuntalar sus tradiciones como ninguno:

«Con todo, siguieron existiendo en este país muchas virtudes caballerescas, propias de esta nación de talante noble, y muchos fenómenos de alto valor religioso, como en el caso de Santa Teresa y de sus maravillosas obras, que aúnan el contenido sagrado con la belleza del lenguaje más inimitable. En ninguna otra nación se ha mantenido y perpetuado el espíritu y carácter de la Edad Media en sus más nobles y bellas cualidades por más largo tiempo que en la cultura espiritual e incluso en las obras de la fantasía y de la poesía de los españoles. No es casual sino característica e históricamente digno de notar que la poesía peculiar de la Edad Media haya alcanzado aquí su último y más florido desarrollo y su más alta perfección». (Friedrich Schlegel; Obras Selectas, 1983)

Todo este «gran pensamiento» en contra de la lógica y en pro del misticismo fue coronado por hombres como Søren Kierkegaard (1813-1855), uno de los pioneros del llamado «existencialismo», esa filosofía del pesimismo tan popular entre los decadentes del siguiente siglo, aunque quizás ese mérito también sea compartido con filósofos predecesores como Blaise Pascal. Él también pensaba que «la poesía es lo real» y «mi vida existencia poética», dogma del romanticismo de la época. El señor Kierkegaard, aunque seguramente era el mayor dandi de la época eso no le impidió ser profundamente cristiano. ¿Y cómo veía él la relación entre el ser y el pensar?:

«El hombre es una síntesis de alma y cuerpo. Ahora bien, una síntesis es inconcebible si los dos extremos no se unen mutuamente en un tercero. Este tercero es el espíritu. (...) En la lógica no debe acaecer ningún movimiento porque la lógica y todo lo lógico solamente es, y precisamente esta impotencia de lo lógico es el que marca el tránsito de la lógica al devenir, que es donde surgen la existencia». (Søren Kierkegaard; El concepto de la angustia, 1844)

Y esto como podrá imaginar el lector no se ciñó a la filosofía, sino que como siempre ocurre, tuvo su reflejo en las artes. Analizando la influencia de estos movimientos, el soviético Lunacharski describió brevemente la evolución que había tenido del arte burgués desde el realismo de inicios del siglo XVII al romanticismo de mediados del XIX:

«En su entrada histórica, la burguesía, cuando buscaba su completo poder, era realista. Su música interior, su tono, podía resumirse así: la vida es bella. Todo, desde la salida del sol hasta el cántaro de agua con un trozo de pan y cebolla, era bello. El artista tenía por misión hacernos querer aquel ambiente, aquella manera de sentir. Así fue la pintura holandesa, que Hegel, y más tarde Marx, consideraron como la forma típica del arte realista, pero la burguesía no es una clase homogénea. También existe una pequeña burguesía. En el curso de algunos acontecimientos, las capas inferiores han sido devoradas por el capital en el avance de su marcha. Resulta entonces una profunda melancolía, una angustiosa decepción. El romanticismo representa un alejamiento mucho más decidido de la realidad. El centro del romanticismo burgués es la ilusión, la sed de ilusión». (Anatoli Lunacharski; Realismo socialista, 1933)  

En resumidas cuentas; el intelectual siempre tiene dos opciones: o aprovecha su tiempo para hablar de cosas transcendentes o especula sobre el sexo de los ángeles; afronta las cosas desde un punto progresista o reaccionario; disfruta del proceso emocionante y se siente protagonista o se deja vencer por la apatía y la dificultad; y por último, una vez aclarado todo lo anterior, se pone manos a la obra a transformar el mundo desde la más infantil de las utopías y deseos o desde el más maduro y franco realismo.

En no pocas ocasiones los románticos más famosos fueron personas con un hondo carácter pusilánime, antipopular cuando no retrógrado, deseando una vuelta a los cánones reaccionarios del pasado, tanto en política, filosofía y poesía como en economía. El paradigma de esto último lo tenemos en François-René de Chateaubriand (1768-1848), furibundo defensor de la fe cristiana y la restauración de la monarquía. Pero también existen otros casos menos claros para la gente, como el de Víctor Hugo (1802-1885), siempre vitoreado por la «opinión pública». Así, por ejemplo, el marxista Paul Lafargue en su conocida obra «La leyenda de Víctor Hugo» (1885) realizó un excelente análisis donde exponía el porqué del halo de respeto que la burguesía francesa profesaba hacia esta figura icónica del romanticismo, una persona que siempre fue presa de sus incoherencias:

«Todo mi pensamiento oscila entre estos dos polos: «civilización-revolución». La construcción de una sociedad igualitaria sólo puede surgir de una recomposición de la propia sociedad liberal». (Víctor Hugo; Desde el exilio 1871-76)

Es decir, este irracionalismo romántico con ínfulas «revolucionarias», poco a poco evolucionó hacia un reformismo cristiano que condenaba la experiencia de la Comuna de París (1871) y todo lo que rezumase socialismo, razón por la que Jules Ferry, nada más y nada menos que el Primer Ministro de Francia, le procesó públicamente sus simpatías en 1883, ¿casualidad? Pero, en todo caso, ¿cuál fue la característica principal de este artista que todavía hoy es conocido y alabado mundialmente?

«[Hugo] Se dedicó a la fórmula sacramental del romanticismo: el arte por el arte; pero, como todo burgués que sólo pensaba en hacer fortuna, dedicó su talento a halagar los gustos del público pagador, y según las circunstancias cantaba la realeza o la república, proclamaba la libertad o aprobaba el amordazamiento de la prensa. (…) Se jactaba de ser el hombre inmutable, apegado al deber, como el molusco en la roca: pero, como cualquier burgués que quisiera abrirse paso a toda costa, se acomodaba a todas las circunstancias y saludaba con entusiasmo. (…) Hugo era burgués incluso en la menor de sus acciones». (Paul Lafargue; La leyenda de Víctor Hugo, 1885)

Cabe subrayar, como nota de importancia, que en el siglo XX hubo algunos revisionistas, como Jacques Duclos, que intentaron «rehabilitar» la imagen del señor Hugo, ¿y cuál era el motivo? Su gran servicio a la conformación de un «republicanismo» tan «cívico y cabal» como el que ellos deseaban. Esto refuerza nuestra convicción sobre la labor de lucha ideológica frontal que hay que llevar contra el revisionismo –y contra todo aquel que atente contra una evaluación veraz de la historia y el presente, obstaculizando así el alcanzar un pensamiento más elevado–. Por ende, no es un empecinamiento nuestro que parte de nuestro «dogmatismo» o nuestro «fatalismo» de «criticar todo» como si fuésemos insatisfechos crónicos, sino que forma parte de las tareas fundamentales que se deben acometer para superar las limitaciones y los reveses que se sufren cada cierto tiempo en la opinión general de las fuerzas emancipadoras. Citemos al propio Mariano José de Larra, un romántico español que expresó muy bien el sentido de la sátira y la crítica necesaria:

«El escritor satírico es por lo común, como la luna, un cuerpo opaco destinado a dar luz, y es acaso el único de quien con razón se puede decir que da lo que no tiene. Ese mismo don de la naturaleza de ver las cosas tales cuales son, y de notar antes en ellas el lado feo que el hermoso, suele ser su tormento. (...) Nuestros lectores perdonarán fácilmente este atrevimiento, si antes de concluir este artículo les confesamos que sólo ha podido dar lugar a él una inculpación que nos ha sido hecha recientemente: hay quien supone que sólo una «pasión dominante» de criticar guía nuestra pluma. (...) Somos satíricos porque queremos criticar abusos, porque quisiéramos contribuir con nuestras débiles fuerzas a la perfección posible de la sociedad a que tenemos la honra de pertenecer. Pero deslindando siempre lo lícito de lo que nos es vedado, y estudiando sin cesar las costumbres de nuestra época, no escribimos sin plan; no abrigamos una pasión dominante de criticarlo todo con razón o sin ella; somos sumamente celosos de la opinión buena o mala que puedan formar nuestros conciudadanos de nuestro carácter; y en medio de los disgustos a que nos condena la dura obligación que nos hemos impuesto, cuyos peligros arrostramos sin restricción, el mayor pesar que podemos sentir es el de haber de lastimar a nadie con nuestras críticas y sátiras; ni buscamos ni evitamos la polémica; pero siempre evitaremos cuidadosamente, como hasta aquí lo hicimos, toda cuestión personal, toda alusión impropia del decoro del escritor público y del respeto debido a los demás hombres, toda invasión en la vida privada, todo cuanto no tenga relación con el interés general». (Mariano José de Larra; De la sátira y de los satíricos, 2 de marzo de 1836)

¿Todo fue reaccionario en el romanticismo? ¿No hubo nada rescatable?

«El pueblo ved que la orgullosa frente
levanta ya del polvo en que yacía,
arrogante en valor, omnipotente,
terror de la insolente tiranía.
Rumor de voces siento,
y al aire miro deslumbrar espadas,
y desplegar banderas;
y retumban al son las escarpadas
rocas del Pirineo;
y retiemblan los muros
de la opulenta Cádiz, y el deseo
crece en los pechos de vencer lidiando;
brilla en los rostros el marcial contento,
y dondequiera generoso acento
se alza de PATRIA y LIBERTAD tronando... 

¡Al arma!, ¡al arma!, ¡mueran los carlistas!
Y al mar se lancen con bramido horrendo
de la infiel sangre caudalosos ríos,
y atónito contemple el océano
sus olas combatidas
con la traidora sangre enrojecidas.

Truene el cañón: el cántico de guerra,
pueblos ya libres, con placer alzad:
ved, ya desciende a la oprimida tierra,
los hierros a romper, la libertad». (José de Espronceda; Guerra, 1835)

No han sido pocos los que han dibujado a los pensadores románticos como «espíritus indómitos» y «humanistas», relacionándolos siempre con los sujetos más «progresistas» y «revolucionarios» de su tiempo, algo que como hemos visto dista bastante de la realidad. Pero también podemos encontrarnos con vigorosos y respetables ejemplos donde esto sí se cumple, al menos en un amplio sentido. Un buen paradigma sería el ya citado Mariano José de Larra (1809-1834), representante del liberalismo y del romanticismo de su tiempo. Uno puede admirar la crítica y gallardía de los románticos españoles como él, que se enfrentaron al carácter retrógrado del carlismo y el moderantismo, no obstante, no se puede transigir con su ideología religiosa, sus trazos pesimistas e incluso su aristocratismo temeroso del pueblo. Y siempre que no se especifique todo esto se estará engañando al público, se estará contando la verdad solo a medias. ¿Acaso ocultaron los bolcheviques en Rusia las limitaciones históricas de Herzen o Chernyshevski, que eran de lo más avanzado del pasado reciente? 

En el campo cultural, la idea de Larra era sin duda una propuesta progresista y dialéctica sobre la literatura, una visión que, hagamos memoria, partía de un hombre de la España de principios del siglo XIX, destacándose en él su lucha contra el chovinismo y el oscurantismo de la época. Esto era algo muy meritorio en el lugar por excelencia de la Contrarreforma, ese reino del Sur de Europa que había parido a los pequeños hidalgos quijotescos y a todos esos ciudadanos obsesionados con la «honra» y «la pureza de sangre»… un país que todavía arrastraba a esa gran nobleza, tan ociosa como pretenciosa; al clero, que había hecho del latrocinio y la hipocresía sus señas de identidad; y a una burguesía, tan ruinosa como timorata, incapaz de tomar las riendas y realizar su revolución sin peros. 

Esto tampoco borra que ni Larra, ni autores anteriores como Cervantes, Quevedo, Calderón de la Barca, Lope de Vega o Goya, fuesen profundos creyentes y dedicasen varias críticas hacia el ateísmo que carecen de toda validez, vistas hoy. Pero centrarse en este aspecto sería anacrónico. Exigirles que fuesen ateos sería un deber injusto. Cuán ridículo se vuelve esto cuando hoy, los supuestos marxistas, no cumplen ni los mínimos requisitos que deberían reunir para ser llamados como tales sin causar vergüenza ajena. Por eso hay que destacar lo positivo y desechar lo negativo sin olvidar en qué contexto nos hallamos en cada etapa. No es lo mismo un Cervantes creyente en el siglo XVII, que un Unamuno creyente en el siglo XX. No es lo mismo el republicanismo liberal de Pi y Margall en el siglo XIX, que el de Azaña en el siglo XX. No es lo mismo ser Valle-Inclán y apoyar el terrorismo como método de lucha en el siglo XX, que ser Hasél en el siglo XXI. No es lo mismo un Antonio Machado que mantenía posturas nacionalistas en el siglo XX, que un Santiago Armesilla en el siglo XXI. 

Si no se comprende esto, se acabarán justificando las esperpénticas posiciones que, todavía hoy, algunos sujetos sostienen. En resumen, sin la crítica y la contextualización certera, nunca se avanzará. Por eso hay que poner en una balanza ecuánime y decidir a quién se reivindica y con qué fin, investigando si no hay nada mejor que reivindicar y acorde con las tareas actuales, no haciendo un acopio infinito de figuras por mera pose, y menos aun trasladando mecánicamente experiencias pasadas a un país con un contexto histórico que nada tiene que ver con el desarrollo histórico, económico y cultural que por obligatoriedad del tiempo es diferente, incluso aunque se trate del mismo. Véase el capítulo: «¿Qué pretenden los nacionalistas al reivindicar o manipular ciertos personajes históricos?» (2021).


El irracionalismo y el romanticismo tardío

«Schopenhauer condenó a Hegel por «charlatán», y ante todo, condenó también a la filosofía de la historia de Hegel. En la historia de la humanidad no veía un proceso de desarrollo ascendente, sino apenas una historia de individuos; el pequeño burgués alemán, del cual era el profeta, es el hombre tal como ha sido desde un comienzo y tal como lo será en todo tiempo futuro. La filosofía de Schopenhauer culminaba en la idea de que en todos los tiempos «ha sido, es, y será lo mismo». Así, escribe: «La historia muestra lo mismo en cada una de sus páginas, sólo que bajo formas distintas: los capítulos de la historia de los pueblos sólo se diferencian, en el fondo, en los nombres y las fechas; el contenido verdaderamente esencial es en todas partes lo mismo. La materia de la historia es lo singular en su singularidad y contingencia, aquello que es siempre y que luego ya no es nunca más, el entrelazamiento de un mundo humano que se mueve como una nube al viento, que a menudo se transforma por completo por la contingencia más insignificante». En su concepción de la historia el idealismo filosófico de Schopenhauer está así muy próximo al materialismo científico-natural. En realidad, ambos son los polos opuestos de la misma limitación. Y cuando refiriéndose a los materialistas científico-naturales exclamaba, furioso: «A estos señores de las marmitas hay que enseñarles que la mera química capacita para ser farmacéutico, pero no filósofo», habría que haberle mostrado a él que el mero filosofar capacita para la mojigatería, pero no para la investigación histórica». (Franz Mehring; Sobre el materialismo histórico y otros escritos filosóficos, 1893)

Avanzando un poco más en ese interesantísimo siglo XIX, el punto de ebullición de ese irracionalismo que hemos ido viendo tomaría forma final en uno de los personajes más repugnantes de esa centuria: Friedrich Nietzsche (1844-1900), autor irracional por excelencia, que bien se le puede adjudicar también el título de neorromántico. Discípulo de Schopenhauer, colaboró, por supuesto, en esta labor de defenestración de todo lo que tuviera que ver con las ideas del siglo XVIII que habían conducido a la Revolución Francesa (1789), calificada por él, el difusor de «la moral de los señores», como de «farsa horrible» e «innecesaria». Es más, pensaba que uno de los errores de los aristócratas franceses fue el avergonzarse de su dominio y privilegios frente al populacho:

«La corrupción, según en la forma de vida que se muestra, es algo muy distinto. Si, por ejemplo, una aristocracia como la de Francia al inicio de la revolución se deshace de sus privilegios con un asco sublime, y se sacrifica a sí misma en un libertinaje del sentimiento moral, eso es corrupción. Lo esencial de una aristocracia buena y sana es que puede aceptar, con la conciencia tranquila, el sacrificio de un sinfín de personas que se tienen que rebajar y reducir a humanos incompletos, a esclavos, a herramientas». (Friedrich Nietzsche; Más allá del bien y del mal, 1886)

¡Imagínense! Anticipando el llamado «giro lingüístico» del siglo XX efectuado por los filósofos analistas y posmodernos, Nietzsche afirmaba en 1873 que no existen verdades, sino ficciones bien decoradas por medio del lenguaje (sic):

«La «percepción correcta», es decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto, me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay ninguna causalidad, ninguna exactitud. (…) ¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se han olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal». (Friedrich Nietzsche; Verdad y Mentira en sentido extramoral, 1873)

Por ello concluía sin reparo alguno que, si no existía la «verdad», había que desechar todo intento de racionalizarla, dado que solo es una ilusión con fines prácticos e instrumentales en la política, la economía o el amor:

«Habría que excluir a Descartes, padre del racionalismo –y en consecuencia abuelo de la Revolución–, que reconoció autoridad únicamente a la razón: pero ésta no es más que un instrumento». (Friedrich Nietzsche; Más allá del bien y del mal, 1886)

Este tipo de exposiciones echan abajo el mito que, por múltiples razones interesadas, parte de la «izquierda» y «derecha» política se han esforzado por construir en torno a lo que fue el romanticismo decimonónico. En realidad, podríamos seguir mirando más y más para seguir rastreando estas influencias de este misticismo, irracionalismo y mitomanía que estaba y está muy lejos del materialismo filosófico –incluido el más rudimentario de aquella época–, pero creemos que llegados hasta aquí es más que suficiente como para que todos podamos hacernos una idea de que este ideario y sus principales características están en las antípodas del marxismo. Pasemos a Mariátegui.

El neorromanticismo trasnochado de Mariátegui

Todos estos juicios que venimos analizando desde el principio, especialmente en su noción sobre la necesidad de construir un «mito para movilizar al pueblo», tendrían a la postre una fuerte influencia decisiva en Mariátegui, bien a través de Nietzsche, de Sorel, de Bergson o del intermediario que fuese. Centrémonos, pues, en esta concepción, ya que condensa a la perfección la base de este pensamiento del idealismo filosófico:

«Más todos los intentos de resucitar mitos pretéritos resultan, en seguida, destinados al fracaso. Cada época quiere tener una intuición propia del mundo. Nada más estéril que pretender reanimar un mito extinto. Jean R. Bloch, en un artículo publicado en la revista Europe, escribe a este respecto palabras de pro­funda verdad. En la catedral de Chartres ha sen­tido la voz maravillosamente creyente del lejano Medio Evo. Pero advierte cuánto y cómo esa voz es extraña a las preocupaciones de esta época. «Seria una locura –escribe– pensar que la misma fe repetiría el mismo milagro. Buscad a vuestro alrededor, en alguna parte, una mística nueva, activa, susceptible de milagros, apta a llenar a los desgraciados de esperanza, a suscitar mártires y a transformar el mundo con promesas de bondad y de virtud. Cuando la habréis encontrado, designado, nombrado, no seréis absolutamente el mismo hombre». (José Carlos Mariátegui; El hombre y el mito, 1925)

Para Mariátegui parece que lo importante era crear mitos, pero eso sí, ¡por favor que no estén muy trillados y que siguiesen estando de moda! ¿Pero puede el «mito» tener algo de relación verídica con las relaciones sociales, o hasta qué punto esto es posible? Veamos la definición de la RAE:

«1. m. Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico.

2. m. Historia ficticia o personaje literario o artístico que encarna algún aspecto universal de la condición humana. El mito de don Juan.

3. m. Persona o cosa rodeada de extraordinaria admiración y estima.

4. m. Persona o cosa a la que se atribuyen cualidades o excelencias que no tiene. Su fortuna económica es un mito». (Real Academia Española)

Visto lo visto, ¿quién en su sano juicio hablaría de «construir un mito» «adecuado» a nuestro tiempo? Esto sería como decir «inventemos una novela distópica», confiemos en las «fantasías ocultas del subconsciente» o preparemos la revolución «quemando nuestro mal karma». Absurdo. Estamos seguros de que algunos sujetos, como Javier Agrede, podrán decir que el hecho de que el Sr. Mariátegui citase a religiosos es una casualidad, que nuestra afirmación sobre su alma romántica es una «interpretación sesgada» propia del «neostalinismo» y que no hemos entendido nada sobre la versión del «mito» mariateguista:

«Mariátegui era un marxista heterodoxo y que como ensayista se le suele considerar dentro del grupo de valiosos intelectuales que, partiendo de algunos aportes marxistas, desarrollaron sus reflexiones con bastante libertad: Lukacs, Benjamin, Gramsci, Sorel. En la época de Mariátegui, a estos pensadores se les solía agrupar bajo la denominación de «marxistas románticos». Incluso la ortodoxia estalinista usó ese término –romántico– para descalificar a la obra del peruano». (Javier Agreda; Los 120 de Mariátegui, 2014) 

Llamar «romántico» a Mariátegui no es una maniobra para denostarle ni calumniarle, es una palabra que describe lo que fue una realidad, el espíritu de un sujeto. Por otra parte, el autor peruano ya se descalificaba él solo con las idioteces que escribía. Pero mejor dejemos hablar al protagonista en cuestión para comprobar quién comprendió mejor la esencia de su pensamiento, si sus admiradores o sus detractores:

«Ni la razón ni la ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia razón se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no les basta. Que únicamente el mito posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo. (...) La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del mito. La emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Gandhi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos, son humanos, son sociales». (José Carlos Mariátegui; El hombre y el mito, 1925)

Insistimos... esta cita puede ser la brújula para un romántico, un bakuninista, un hitleriano, un peronista, un maoísta o una feminista, pero no para un hombre de ciencia. ¿Qué, si no la certeza científica de las conclusiones de su doctrina, es lo que mueve a un revolucionario a mantenerse de forma estoica? ¿Qué, si no la demostración práctica y diaria de la justeza y la necesidad de la revolución como salida a sus penurias, infunde a los sujetos la fuerza y la conciencia progresista para llevar a cabo su tarea histórica, aunque esta no esté a la vuelta de la esquina? Por citar unos breves ejemplos que alguien sin conocimientos políticos pueda entender ipso facto, ¿es cierto que, como concluyó el marxismo-leninismo, el capitalismo engendra monopolios económicos y que estos marcan la agenda político-económica? Cualquiera que tenga algo de honestidad y esté informado, sabrá que esto sigue siendo una ley social que recorre los sistemas capitalistas de todos los países sin excepción. ¿Es posible la superación del capitalismo y las injusticias o calamidades que produce sin lucha de clases, o mitigándola? Absolutamente imposible. ¿Necesita la clase explotada hacerse conocedora de su fuerza para poder organizarse, derrocar y someter a la vieja clase dominante? En efecto. El materialismo histórico, basándose en el desarrollo de los hechos verificados y no en sus apetencias, anunció que según marchaba el desarrollo humano, no existe experiencia alguna que pueda eludir estas cuestiones y otras anexas, es más, todas las experiencias del siglo XX demostraron que para que se den tales pasos estos requisitos son necesarios y no opcionales. 

Fuese de forma consciente o no, el sorelismo en Francia y después el mariateguismo en Perú, fueron los herederos de ese «socialismo pequeño burgués» de personajes como Sismondi, que Marx y Engels describían en el «Manifiesto Comunista» (1848), el mismo pensamiento estéril que Lenin criticaría en su obra «Para una caracterización del romanticismo económico» (1897). En el siglo XX, un Mariátegui descontento con el desarrollo del capitalismo y las falsas promesas de sus pensadores a sueldo buscó una alternativa. ¿Cómo? Haciéndose eco de las viejas ideas antiilustradas y antipositivistas que en su momento dudaron o censuraron de las pretensiones, avances o limitaciones progresistas de la burguesía de los últimos siglos, pero no precisamente desde un punto de vista cualitativamente superior. ¿Por qué entonces Mariátegui adoptó un pensamiento neorromántico tan sumamente retrógrado e infantil? La razón está en que había toda una serie de ideologías burguesas que se encontraban muy bien enraizadas en su círculo social, y a diferencia de lo que ocurrió con otros autores, jamás pudo romper definitivamente con ellas. Unas veces no veía las falsedades o las restricciones de tales planteamientos, mientras que, en otras, percibió claramente la disparidad que mediaba entre tales doctrinas y el materialismo histórico-dialéctico de Marx y Engels, pero, aun así, no se resistió a conjugarlo todo creyendo poder «obtener lo mejor de mundos diferentes». Veamos un resumen del panorama que se cernía en su lugar de procedencia:

«El pensamiento político y filosófico latinoamericano de ese período, expresaba y representaba los intereses de las clases más reaccionarias. Al neotomismo, ideología de la oligarquía terrateniente, le sucedió el positivismo que no duró mucho, pero que en el Perú tuvo destacados representantes. Al finalizar el siglo XIX, esta corriente de pensamiento, cedió lugar al intuicionismo, el misticismo cristiano, el voluntarismo y otras escuelas y tendencias filosóficas idealistas. Sin embargo, no sería justo olvidar que al mismo tiempo se hicieron presentes los partidarios del materialismo científico que se acercaron a la clase obrera. Este es el caso del destacado pensador argentino, José Ingenieros y del brasilero Euclides da Cuna, que sin haber llegado a ser marxistas, saludaron y aplaudieron a la Gran Revolución de Octubre. Hay que tener en cuenta que en esa etapa las obras de los clásicos del marxismo-leninismo aún no se conocían y con frecuencia se presentaban desfiguradas. (…) Merece hacer hincapié en la influencia del positivismo, porque fue la corriente de pensamiento que tuvo más peso a comienzos del siglo XX en el Perú. (…) Es oportuno recordar que el positivismo, especialmente en su versión spenceriana, otorga particular importancia a la doctrina del progreso y de la evolución, pero dentro de los límites del movimiento mecánico». (José Sotomayor Pérez; Mariátegui y el marxismo, 2009)

Más allá del resto de opiniones políticas de este caballero, José Sotomayor Pérez, de las cuales normalmente distamos en innumerables cuestiones, en esta ocasión no podemos dejar de estar completamente de acuerdo con su breve exposición sobre el contexto latinoamericano de aquel entonces. Esto es algo que se puede comprobar, por ejemplo, en la inicial popularización del marxismo en Argentina, donde se sincretizó con prefectos neopositivistas y neokantianos. Véase el capítulo: «La responsabilidad del PCA en el ascenso del peronismo» (2021).

Por otra parte, hoy, y hasta que no se demuestre lo contrario, el marxismo ha sido el único movimiento de «izquierda» que, pese a sus experiencias fallidas, se ha distinguido del «socialismo utópico» y otras «alternativas» en que sí logró darle la vuelta a la situación, demostró ser un superador del capitalismo quebrando su poder político, alterando su economía y suprimiendo su cultura. Nos legó un ejemplo de que sus protagonistas no eran resentidos sin más afán que «destruir», sino que consecuentemente también supieron «construir»; ¡y de qué forma! Y todo esto no se logró con «misticismos» y «emociones religiosas», sino por su agudeza racional y por tener la cabeza fría cuando las condiciones ni siquiera eran las mejores. Por esto, teorizar, como hizo Mariátegui, que uno debe inventarse acicates para estimular a las masas a movilizarse, es ridículo cuanto no penoso:

«Cabe preguntar si es que existen en la vida rusa tan pocos abusos, que aún falta inventar medios «excitantes» especiales. Y, por otra parte, si hay quien no se excita ni es excitable ni siquiera por la arbitrariedad rusa. (…) Se trata justamente de que las masas obreras se excitan mucho por las infamias de la vida rusa, pero nosotros no sabemos reunir, si es posible expresarse de este modo, y concentrar todas las gotas y arroyuelos de la excitación popular que la vida rusa destila en cantidad inconmensurablemente mayor de lo que todos nosotros nos figuramos y creemos y que hay que reunir precisamente en un solo torrente gigantesco. Que es una tarea realizable lo demuestra de un modo irrefutable el enorme crecimiento del movimiento obrero, así como el ansia de los obreros, señalada más arriba, por la literatura política. Pero los llamamientos al terror, así como los llamamientos a que se imprima a la lucha económica misma un carácter político, representan distintas formas de esquivar el deber más imperioso de los revolucionarios rusos: organizar la agitación política en todos sus aspectos. (…) Tanto los terroristas como los economistas subestiman la actividad revolucionaria de las masas. (...) Además, unos se precipitan en busca de «excitantes» artificiales, otros hablan de «reivindicaciones concretas». Ni los unos ni los otros prestan suficiente atención al desarrollo de su propia actividad en lo que atañe a la agitación política y a la organización de las denuncias políticas. Y ni ahora ni en ningún otro momento se puede sustituir esto por nada». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)

La heterodoxia de Mariátegui le llevó hasta el punto de proclamar, como Schlegel, Sorel y muchos otros, que la política revolucionaria y su marco teórico debía partir de alicientes y exigencias morales, independientemente de si lo construido es verdadero o no, si refleja objetivamente la realidad o no:

«El «materialismo histórico» es mucho menos materialista de lo que comúnmente se piensa. Un filósofo liberal, un filósofo idealista, Benedetto Croce, le hace a este respecto plena justicia. «Es evidente –escribe Croce– que la idealidad o el absolutismo de la moral, en el sentido filosófico de tales palabras, es premisa necesaria del socialismo. El interés que nos mueve a construir un concepto de la plusvalía. ¿no es acaso un interés moral o social, como se quiera llamarlo? En pura economía, ¿se puede hablar de plusvalía? ¿No vende el proletario su fuerza de trabajo propia por lo que vale, dada su situación en la presente sociedad?». (José Carlos Mariátegui; «La agonía del cristianismo» de Don Miguel de Unamuno, 1926)

Pocas confesiones más antimarxistas que esta puede haber. Esto recuerda a las palabras del reaccionario Gustavo Bueno, que también consideraba la plusvalía un mito, sin olvidar otras lindezas que le dedica al marxismo, al cual insulta a la par que dice reivindicar. Recomendamos al lector que se cuide de estos tipejos, se llamen «marxistas heterodoxos» o aseguren día y noche ser «amigos y simpatizante de la doctrina», o, como Gustavo Bueno, que se declaraba como un «marxista no talmudista». La forma más rápida de identificar a un charlatán es atendiendo a la forma en la que habla sobre su causa. Suele colgarse la medalla de «no ser dogmático», pues claro, ¡cómo no! ¿Acaso hay alguien que reconozca que opera con creencias, prejuicios y sofismas en lugar de con razonamientos lógicos y contrastables? Pero aquí viene la trampa: casualmente recogen lo peor de la historia y lo defienden con uñas y dientes sin atender a ningún tipo de evidencia. Como una vez dijo un sabio sobre estos «librepensadores», lo más probable es que, tras retirar el manto a todas las palabrejas, tecnicismos y fórmulas imposibles, «mágicamente» aparezcan posicionados en contra de todo lo lógico y fundamental, demostrando que fuera de artificios estéticos y diversos engañabobos no tienen con qué sostener sus estupideces. Véase la obra: «El viejo chovinismo: la Escuela de Gustavo Bueno» de 2021.

Ni siquiera los teóricos burgueses mínimamente honestos se atreven a negar las importantísimas contribuciones científicas de Marx en lo que luego serían oficialmente la economía, la sociología o la antropología. En resumen, ¿necesitan las masas de ficciones e ideas preconcebidas por los grandes líderes?

«El Sr. Heinzen se imagina que el comunismo es una doctrina que procede de un principio teórico central y saca conclusiones a partir de aquí. El Sr. Heinzen está muy equivocado. El comunismo no es una doctrina, sino un movimiento; no procede de principios, sino de hechos. Los comunistas no parten de tal o cual filosofía, sino de todo el curso de la historia anterior y particularmente de los resultados reales a los que se ha llegado actualmente. (...) El comunismo, como teoría, es la expresión teórica de la posición del proletariado en esta lucha y la síntesis teórica de las condiciones para la liberación del proletariado». (Friedrich Engels; Los comunistas y Karl Heizen, 1847)

Lenin lo precisaría de esta forma frente a los empiriocriticistas, quienes desde un punto de vista agnóstico y escéptico intentaban acercarse al marxismo:

«Desde el punto de vista del materialismo moderno, es decir, del marxismo, son históricamente condicionales los límites de la aproximación de nuestros conocimientos a la verdad objetiva, absoluta, pero es incondicional la existencia de esta verdad, es una cosa incondicional que nos aproximamos a ella. Son históricamente condicionales los contornos del cuadro, pero es una cosa incondicional que este cuadro representa un modelo objetivamente existente. Es históricamente condicional cuándo y en qué condiciones hemos progresado en nuestro conocimiento de la esencia de las cosas hasta descubrir la alizarina en el alquitrán de hulla o hasta descubrir los electrones en el átomo, pero es incondicional el que cada uno de estos descubrimientos es un progreso del «conocimiento incondicionalmente objetivo». En una palabra, toda ideología es históricamente condicional, pero es incondicional que a toda ideología científica –a diferencia, por ejemplo, de la ideología religiosa– corresponde una verdad objetiva, una naturaleza absoluta. (...) Es lo bastante «precisa» para deslindar los campos del modo más resuelto e irrevocable entre nosotros y el fideísmo, el agnosticismo, el idealismo filosófico y la sofística de los adeptos de Hume y de Kant. Hay aquí un límite que no habéis notado, y no habiéndolo notado, habéis caído en el fango de la filosofía reaccionaria. Es el límite entre el materialismo dialéctico y el relativismo». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1908)

En su momento, Marx también tuvo que enfrentarse a «comunistas» de este tipo, como Weitling, rufianes que hablaban día y noche con discursos populistas y semireligiosos a las masas, idealistas que pregonaba que el sistema era débil y que solo debían extender su mano para recoger los frutos de la revolución. Aparte de este exceso de optimismo, eran personas que no tenían ni la más mínima idea del proyecto que iban a llevar a cabo, salvo un par de conceptos manidos entre los viejos utópicos.

Las palabras de Sorel o Mariátegui tienen muy poco de marxismo y mucho de estafadores de tres al cuarto. O, si se quiere otro ejemplo, recuerdan demasiado a determinados ilustrados del siglo XVIII, a los románticos del siglo XIX o a los positivistas del siglo XX –esos que ellos mismos tanto aborrecían por su extrema candidez–. Todos ellos albergaban una fe ciega en el progreso y la justicia de la causa, ignorando los obstáculos y esfuerzos que tienen que sortear primero para llevar a término su presunto proyecto transformador. A través de unos análisis simplistas de la situación general de su época y con recetas utópicas para la solución a sus problemas, estos pensadores vivían en una burbuja, abrazados en todo momento a un cándido optimismo que flaco favor hacía a las luchas revolucionarias. Venían a proclamar que los avances en las ciencias naturales, el desarrollo de las fuerzas productivas o el vitalismo de los hombres heroicos marcaban el «paso inexorable a una nueva era», el augurio de la «destrucción del viejo orden establecido» y la inmediata «redención de la humanidad». Lo que ocurría en realidad era que exageraban ilusamente los logros positivos de su causa, mientras a la vez se menospreciaban temerariamente los rasgos negativos que detectaban a su paso. Eran espíritus exaltados que, lejos de calibrar qué podían hacer y qué no con las limitaciones impuestas por el tiempo y los recursos, ligaban sus deseos a la realidad, y no la realidad a sus deseos. Así, mediante el voluntarismo, forzaban a poner en marcha una empresa tan épica como estúpida, destinada al fracaso de antemano, una aventura que muchas veces acompañaban de justificaciones filosóficas bañadas en la idealización de la libertad, la justicia o la ciencia, a veces con tonos casi religiosos, donde se hablaba de la «ineluctable victoria de las fuerzas del bien sobre las del mal», lo que paradójicamente producía entre muchos de sus oyentes una espera pasiva o la autosatisfacción sobre un trabajo deficiente. Los actuales representantes del revisionismo y sus colectivos son fieles discípulos de estos pensadores, por eso no han salido de la neblina de confusión, activismo sin reflexión y chascos que tarde o temprano causan crisis existenciales.

La mejor prueba de esta visión asquerosamente idealista la tenemos en las viudas de Mariátegui:

«Necesitó lo que él mismo llamó un «mito», embelleciendo y engrandeciendo este concepto. La originalidad que su caso implicó lo llevó a seguir sus propios derroteros y por su cuenta. Su marxismo tuvo carácter abierto y vivo, lejos de la dogmática mecánica y cientifista que se encierra o se embelesa con citas o referencias a Lenin y a Stalin». (Jorge Basadre; La Historia y la Vida, 1985)

«Fuera de los aspectos teóricos, estas ideas hacían que Mariátegui apreciara especialmente a aquellos escritores y artistas que expresaban ese mito moderno, la voluntad renovadora, el «alma matinal» de su tiempo». (Javier Agreda; Los 120 de Mariátegui, 2020)

Ya saben, citar a Lenin y Stalin es «mecanicista» y darse unos aires de «cientifismo», lo que deberíamos hacer en su lugar es imitar a Mariátegui: ¡citar a Nietzsche, Sorel, Bergson, Unamuno o Freud para ser marxistas «abiertos» y «vivos», para poder «recoger el alma matinal» de nuestro tiempo! ¡Qué atrevida es la ignorancia! Mariátegui llegó a emitir expresiones tan idealistas y místicas donde daba por hecho que la historia es una sucesión de buenos mitos que agrupan a los hombres y los hacen avanzan en la historia:

«Pero el hombre, como la filosofía lo define, es un animal metafísico. (...) El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza superhumana; los demás hombres son el coro anónimo del drama. (…) La inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría, de la técnica de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Gandhi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales». (José Carlos Mariátegui; El hombre y el mito,1925)

¿Qué tiene que ver esto con el materialismo histórico-dialéctico? ¡Si no puede existir mayor atentado y mayor grado de desconexión frente a él!

«Todos los idealistas, los filósofos como los religiosos, los antiguos al igual que los modernos, creen en inspiraciones, en revelaciones, en redentores y en taumaturgos, y sólo depende del grado de su cultura el que esta fe sea una fe tosca, religiosa, o revista una forma culta, filosófica, del mismo modo que sólo depende de su grado de energía, de su carácter, de su posición social, etc., el que adopten una actitud pasiva o activa ante la fe milagrera, es decir, de que sean los pastores milagrosos o simplemente las ovejas, el que persigan, con su modo de proceder, ulteriores fines teóricos o prácticos». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)

«El materialismo considera la naturaleza como lo primario y el espíritu como lo secundario; pone el ser en el primer plano y el pensar en el segundo. El idealismo hace precisamente lo contrario. A esta diferencia radical de los «dos grandes campos» en que se dividen los filósofos de las «distintas escuelas» del idealismo y del materialismo, Engels le concede una importancia capital, acusando claramente de «confusionismo» a los que emplean los términos de idealismo y materialismo en un sentido distinto». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1908)

Pasemos al siguiente capítulo: las ideas religiosas de Mariátegui». (Equipo de Bitácora (M-L); Equipo de Bitácora (M-L); Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo», 2021)

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