«En el siguiente apartado abordaremos una filosofía que ha marcado las últimas décadas y que ha penetrado en gran parte del ideario y argumentario de los grupos políticos: el posmodernismo. Indagaremos sobre cuáles son sus fuentes deudoras. Si bien esta filosofía ha penetrado especialmente en los grupos reformistas y anarquistas, ni mucho menos exclusivo de estos; de hecho, su popularidad e influencia es tal que gran parte de los grupos que se presentan como furibundos «antiposmodernos» reproducen muchos de sus patrones aun sin saberlo. Pero no nos detendremos ahí, sino que ya que el posmoderno se ha convertido en uno de los mayores obstáculos a la hora de hacer ciencia, habrá de recordar cuáles son las dificultades que tienen los hombres de ciencia a la hora de conocer y transformar el mundo bajo los entresijos del capitalismo y sus instituciones. Por último, también daremos explicación a la polémica cuestión: ¿ha desaparecido el marxismo, ha dicho su última palabra? ¿por qué pasó de tener una hegemonía en los centros culturales a estar hoy de capa caída?
Rasgos fundamentales del posmodernismo
Si nos dirigiéramos a un público que desconoce
qué es el posmodernismo, ¿cómo podríamos presentar lo que es esta famosa
tendencia filosófica? Más que llamar a esto «escuela» habría que decir más bien
que ha sido una serie de vagas características filosóficas −no demasiado
novedosas− a las cuales se ha intentado agrupar a la vez que se les ha dado un
barniz de «nueva corriente filosófica». Estos serían algunos de sus rasgos más
reconocibles:
«En síntesis, quizás imposible, podemos resumir los
rasgos constitutivos del posmodernismo como ideología del modo siguiente: 1) La
tesis de que desde el punto de vista económico, cultural, sociológico y
político se ha producido una transición de la modernidad a un nuevo estadio
histórico o, incluso, más allá de la historia. El desarrollo cualitativo de las
tecnologías y de los medios de comunicación y los cambios en la producción
habrían dado luz a una sociedad «postindustrial». (...) 2) El rechazo del
modernismo artístico y las vanguardias, postulando la liberalización de la
estética de las servidumbres de la coherencia, la innovación y la funcionalidad
y situando la significación, la referencia intertextual y la autorreflexividad
como valores autónomos. (...) 3) La radicalización de las tesis del
posestructuralismo como impugnación de la razón centrada en el sujeto soberano,
las grandes narrativas, las pretensiones universales de validez, la idea de
totalidad y completud, y en general de la racionalidad ilustrada clásica.
4) La crítica del fundacionalismo filosófico y teórico y la apuesta por
una «nueva superficialidad» que se enfrenta a las vanas pretensiones de
profundidad que tiranizan el pensamiento moderno; a saber: el modelo
hermenéutico del interior/exterior, el modelo dialéctico de la
esencia/apariencia, el modelo freudiano de lo latente/manifiesto, el modelo
existencialista de la autenticidad/alienación, etc. 5) La tesis de la
«diferencia» entendida como fragmentación, particularización de prácticas
sociales, políticas y culturales, y de narrativas e interpretaciones locales,
que se prolonga en un gusto indisimulado por las minorías nacionales,
culturales, sexuales, etc., así como por los «nuevos» movimientos sociales».
(Ramón Maíz y Marta Lois; Ideologías y movimientos políticos contemporáneos,
2016)
¿Cómo tratan, pues, las cuestiones de la
teoría, el conocimiento, o la verdad?
«En el campo de la teoría entran en crisis los conceptos
de representación y verdad −Rorty−, así como los dualismos basados en la
dialéctica entre esencia y apariencia −Heidegger,
Derrida−. La incredulidad respecto a
las metanarrativas −Lyotard− y el abandono de la distinción clara entre
objeto y sujeto −Baudrillard, Lyotard− supone otro importante golpe dirigido
contra asunciones básicas del pensamiento ilustrado. Epistemológicamente los
autores posmodernos rechazan el supuesto moderno de que el actor tiene un acceso no mediado a la realidad, en líneas
generales, siguen a Nietzsche en la crítica sobre la autorreflexión, la
autoidentidad o cualquier suerte de elemento racionalista que amortigüe los
instintos físicos vitales −Deleuze, Guattari− y la disposición a vivir con la pluralidad». (Ramón Maíz y Marta Lois; Ideologías y movimientos
políticos contemporáneos, 2016)
Perfecto, si bien esto nos sirve como introducción para situar al
lector novel, en verdad hay mucho más que desgranar tanto para él como
para el lector avanzado. Así que pedimos que nos acompañen.
¿Tiene
el posmodernismo algo novedoso y transcendental?
Casi todo el mundo está de acuerdo en que el posmodernismo se fraguó mediante la progresiva evolución que muchos autores «posestructuralistas» tuvieron en los 60, ¿pero nos proveía −para bien o para mal− con algo nuevo? Si hemos de ser tajantes con un sí o un no, contestaremos que no, en absoluto, porque a poco que tengamos conocimientos sobre la historia de la filosofía sabremos identificar de dónde proceden este tipo de ideas tan «curiosas». Ahora, aunque sus formulaciones propias sean minucias, toda etiqueta, todo movimiento, suele llevar aparejada una pequeña variación, aunque no sea sustancial, de hecho, suelen valerse de ese pequeño ápice de «originalidad» para «lanzar las campanas al vuelo» y regodearse con la «nueva creación» del presente. A nosotros lo que nos interesa demostrar es que, al menos en lo fundamental, el posmodernismo nunca supuso nada nuevo ni trajo nada de valor para la humanidad, era lo mismo de siempre, pero con otro nombre y actualizado a las nuevas demandas sociales, fin. El lector nos entenderá mejor cuando lea lo que ya analizamos sobre aquellos que presentaban en la nueva era al trap como una música, estética, filosofía y forma de vida totalmente «refrescante» y «transcendente»:
«Pongamos las cosas en su correcto orden cronológico. ¡¿Eran François-René de Chateaubriand, Joris-Karl Huysmans o Albert Camus «traperos»?! ¿O más bien son los traperos los nuevos románticos, decadentistas y existencialistas? Esa es la cuestión principal. Ahora, si deseamos centrarnos exclusivamente en lo que nos es más cercano en el tiempo, los existencialistas, al echar una rápida ojeada a sus autores fundamentales, siempre tan pesimistas y provocadores, como fue el caso de Kafka o Sartre, nos vemos obligados a declarar que poca novedad queda encontrar en el llamado trap de hoy, pues pareciera que casi todas estas fórmulas fueron inventadas tiempo atrás. Se detectará que hay un hilo conductor en el estilo y la temática que atraviesa a todas estas manifestaciones artísticas, solo que dichas características han sido adaptadas debidamente para los nuevos tiempos –son distintas épocas– y los distintos formatos a presentar –novela, música, ensayo, teatro–, ¡faltaría más! Además, como si se tratase de una tortura, siempre parecemos toparnos con la misma paradoja histórica: durante la eclosión de estas modas deambulan seres tan estúpidamente presuntuosos que, a causa de no conocer las tendencias de la literatura, la filosofía y la música, piensan de todo corazón que su novedosísima corriente es algo sumamente original, el no va más. Quizás, si alzasen sus narices más allá de su mundillo personal, estarían en condiciones de comprobar que solo son patéticos calcos de otros movimientos precedentes, que no han revolucionado nada, aunque quizás, mirándolo bien, podríamos afirmar –no sin una dosis de generosidad–, que son un subproducto de una larga evolución histórica no muy agraciada y que parte de una familia con no muy buena reputación». (Equipo de Bitácora (M-L); La «música urbana», ¿reflejo de la decadencia social?, 2021)
Volviendo a la cuestión del posmodernismo, Julio Aróstegui, un historiador español muy simpatizante con dicha corriente, describía así el estado generalizado en el pensamiento de finales del siglo XX:
«En el último cuarto del siglo XX, en definitiva, el abandono de las posiciones marxistas y la influencia polivalente del análisis del lenguaje son los dos movimientos cuya influencia sobre el futuro de la historiografía podemos ver de forma menos confusa». (Julio Aróstegui; La investigación histórica: Teoría y método, 1995)
Mientras que por su parte, Fernando Sánchez Marcos, al tratar de explicarnos las tendencias historiográficas actuales, rastreaba de igual forma las huellas del posmodernismo coincidiendo con el señor Aróstegui:
«La gran crisis cultural coetánea vivida por los países occidentales y centroeuropeos en los decenios de los 60 y 70 −una de cuyas manifestaciones serían las revueltas estudiantiles del 68− favorecía un clima de escepticismo general contra las macroteorías sociológicas omnicomprensivas y un relativismo que encontraba en la antropología un aliado». (Fernando Sánchez Marcos; Tendencias historiográficas actuales, 2009)
En resumen, esto venía cocinándose a fuego lento durante décadas, pero, ¿cómo lo observaban los marxistas de la época? Echemos un vistazo −los corchetes son nuestros−:
«La semántica [o mejor dicho, las escuelas idealistas de la misma], niega, por tanto, que el pensamiento humano sea capaz de penetrar en la esencia de los fenómenos históricos. Proponen hablar de historia en un lenguaje que excluye fundamentalmente cualquier posibilidad de explicación de las causas y patrones de los fenómenos sociales. La semántica sostiene que es imposible comprender la realidad y, por lo tanto, uno debería contentarse con una sola declaración de percepciones sensoriales como estados puramente subjetivos. (...) Si los machistas se dedicaban principalmente a la falsificación del conocimiento sensorial −sensaciones−, entonces la semántica, habiendo adoptado plenamente la definición machista, subjetivo-idealista de la realidad objetiva como un agregado de sensaciones, eligió el lenguaje como objeto principal de sus especulaciones, alrededor de cuyos problemas levantaron un alboroto increíble». (M. G. Yaroshevsky; Idealismo semántico: la filosofía de la reacción imperialista, 1951)
Uno de los mayores autores del posmodernismo
italiano, Giaani Vattino, confesó en 1991 que para la «nueva interpretación en
torno al lenguaje» y su «funcionalidad» fue clave la hermenéutica de Gadamer. A
partir de entonces, se declaró tanto la «superación» del estructuralismo como
del marxismo, de los cuales quizás, si lo consideraban apropiado, se tomarían
un par de cosas, pero sin compromiso alguno con estos sistemas «anticuados»:
«Para Gianni Vattimo, la hermenéutica consiste en la
teoría más usual y, en cierto sentido, hegemónica del pensamiento filosófico a
partir de los años ’80. En términos esquemáticos significa decir que sí en los
años ’50 y ’60 se dio una hegemonía del marxismo y en los ’70, como sabemos,
del estructuralismo; hoy si hubiera un idioma común dentro de la filosofía y de
la cultura, este habría de localizarse en la hermenéutica. Decir que la
hermenéutica está al orden del día, sólo significa, desde el punto de vista de
la descripción factual, que así como en el pasado gran parte de las discusiones
filosóficas, o de crítica literaria, o de metodología de las ciencias humanas,
tenían que rendir cuentas al marxismo o al estructuralismo, sin que por ello
tuvieran que aceptar sus tesis, así hoy la hermenéutica parece haber asumido
esa misma posición central. En el momento de la publicación de «Verdad y
Método» de Gadamer en 1960, hermenéutica era un término especializado, que
designaba una disciplina particular, ligada a la interpretación de los textos
literarios, jurídicos o teológicos; hoy el término ha adquirido, sin embargo,
un significado filosófico mucho más amplio que designa ya sea una disciplina
particular, una determinada orientación teórica o una corriente del
pensamiento». (Alfonso Raposo y Marco Valencia; Actitudes posmodernas frente al
positivismo. Consecuencias metodológicas, 2015)
¿A dónde condujo
este llamado «giro lingüístico», esa «nueva perspectiva» de la «hermenéutica»?
¿Qué trajo, por ejemplo, en el campo de la historia la llamada «nueva
narrativa»? Para muestra, un botón:
«Énfasis sobre el hombre en medio de ciertas circunstancias,
más que sobre las circunstancias que lo rodean; en los problemas estudiados,
sustituyéndose lo económico y lo demográfico por lo cultural y emocional; en
las fuentes primarias de influencia, recurriéndose a la psicología y la
antropología en lugar de a la sociología, la economía y la demografía; en la
temática, insistiéndose sobre el individuo más que sobre el grupo. (...) Y en
la conceptualización de la función del historiador, destacándose lo literario
sobre lo científico». (Fernando Sánchez Marcos; Tendencias historiográficas
actuales, 2009)
Desde luego hay que reconocer una cosa, a
diferencia de muchas otras corrientes, los posmodernos irrumpieron sin
pretender engañar a nadie sobre sus intenciones: desde su punto de vista el
historiador a lo sumo es un mero «tramitador de información», pero no puede ir
a la esencia y comprensión de los sucesos del pasado, porque, según ellos, no
existe una metodología fiable ni puede existir; en consecuencia, también
declararon que a ellos los debates sobre periodización de la historia les eran
totalmente indiferentes −¡aunque luego sean los mismos que nos hablan de
«modernidad» y «posmodernidad», sociedad industrial y «postindustrial»!−, lo
importante era, contemplar el placer estético de la forma de los textos
históricos, su «capacidad para transmitir y emocionar al ser humano», para
manipularle, etcétera. Vean:
«Los posmodernistas, según ellos, niegan la periodización
como tal, considerando al posmodernismo como la primera teoría significativa de
la historia. En los estudios dedicados al posmodernismo, este fenómeno se
asocia con el «representativismo», una dirección, cuyos representantes definen
la historia como «representación en forma de texto» que debe ser objeto de
análisis estético en primer lugar». (…) Los ideólogos del posmodernismo también
niegan la posibilidad de crear una historia que lo abarque todo debido a la
falta de una teoría adecuada de la historia, el subdesarrollo de la
investigación histórica de la «historia teórica» y la «sobreproducción» de literatura
histórica. El estado actual de la historiografía, según los posmodernistas,
hace que la realidad, el pasado histórico, quede relegada a un segundo plano.
El objeto de la ciencia histórica: la realidad histórica es la información en
sí misma y no la realidad que se esconde detrás de ella». (N. B. Selunskaya;
Conocimiento metodológico y profesionalismo histórico, 2004)
Sin ir más lejos, para el señor Aróstegui
habría sido gracias al «abandono del marxismo» y la introducción de la
«filosofía del lenguaje» que todo «se hace menos confuso». ¿Seguro?
«Lo correcto parece, pues, detenerse algo en el giro
lingüístico aparecido en el pensamiento filosófico a mediados de los años
sesenta. Richard Rorty es el más conocido expositor de este viraje de la
filosofía que llevó a sostener que todo problema filosófico era un problema de
lenguaje». (Julio Aróstegui; La investigación histórica: Teoría y método, 1995)
Los «filósofos analíticos» −y antes que ellos
muchos otros− creían haber descubierto hace un siglo la raíz de los problemas
del ser humano, ¡las trampas o malinterpretaciones del lenguaje! Ya sabemos lo
que significaba esta patochada:
«Las relaciones humanas, afirma la semántica, están
condicionadas por la forma en que se usan las palabras; la estructura de la
vida social depende de la estructura del lenguaje y la estructura del lenguaje,
a su vez, de las manifestaciones motoras secretoras del organismo. Así, la
trillada idea idealista de que las «profundidades biológicas» del individuo son
el resorte impulsor de la vida social es presentada por la semántica bajo una
nueva forma: el organismo, dice, genera el lenguaje, y el lenguaje determina la
naturaleza de las relaciones sociales. (...) Al promover su delirio idealista,
la semántica espera distraer a las masas de la comprensión de las verdaderas
fuerzas impulsoras del proceso histórico, para trasladar la responsabilidad de
todos los vicios y horrores del sistema capitalista al lenguaje. (...) Por ello
se está prescribiendo unos remedios para deshacerse de estos horrores: la
reforma del lenguaje. A los trabajadores de Estados Unidos, Gran Bretaña y
otros países capitalistas se les promete la salvación de la guerra y la
pobreza, el desempleo masivo y la discriminación racial organizando «cursos de
semántica» y cambiando la forma habitual de usar las palabras». (M. G.
Yaroshevsky; Idealismo semántico: la filosofía de la reacción imperialista,
1951)
Con esta filosofía idealista
que cree que cambiando el lenguaje se puede cambiar la realidad, se ha ido
dando cada vez más bombo y fama a las teorías y «terapias» psicológicas que
proponen al individuo mantener un enfoque optimista y una descripción positiva
y complaciente de su realidad, tratando de anular en él cualquier afán de
pretender transformar esas condiciones reales que le hacen sentir malestar,
porque claro ¿Para qué pretender cambiar la realidad si ni siquiera está a
nuestro alcance comprenderla según estos pensadores? Por eso este tipo de
corrientes filosóficas vinieron como anillo al dedo a los gobernantes del
capital para ir remplazando los modos de pensar más combativos y
transformadores por este conjunto tan variopinto de ideas que engloba el
posmodernismo, porque todas y cada una de ellas parten de la base de no aspirar
a transformar la realidad de raíz por la supuesta imposibilidad de conocer su
esencia.
Los
hechos desmontan por sí mismos toda la palabrería de los lingüistas y filósofos
idealistas como los «analíticos», «hermeneutas» o «posmodernos», quienes
llegaron a afirmar que las palabras tienen «una realidad propia», que se valen
«por sí mismas» o que «los problemas del mundo se reducen a un entendimiento
equivocado de las palabras», siendo sumamente importante utilizar la «precisión
extrema» so pena de no poder cumplir nuestros propósitos y deseos:
«Dado que el
lenguaje es una forma de pensamiento, la transformación del pensamiento por los
idealistas en el principio creativo primario condujo inevitablemente a la
mistificación del lenguaje, a la afirmación de su omnipotencia, a la admiración
por él. Liberada como resultado del proceso de abstracción de la conexión
inseparable con imágenes visuales de cosas concretas, la palabra comenzó a ser
elevada por los idealistas a una entidad ideal independiente que determina la
naturaleza de las cosas que denota». (L. O. Reznikov; Sobre la cuestión de la
relación entre lenguaje y pensamiento, 1947)
El
individuo bien puede operar en el día a día y cumplir sus propósitos sin
necesidad de rendir culto a palabras fetiches para aparentar sapiencia −y actuar de otro modo es como si pensáramos, temerosos de la «realidad
autocontenida de esa palabra», que hay una especie de ente espiritual defensor
de un lenguaje fuese a castigarnos por no rendirle pleitesía−. De lo que depende el buen
desempeño es de la comprensión correcta −a través de sinónimos o explicaciones profundas, con más o
con menos palabras−
de la noción que se tiene delante, el resto es pura palabrería, nunca mejor
dicho.
Por aquel entonces también salieron a la
palestra los «positivistas lógicos», en teoría enemigos de los posmodernos y
sus predecesores, pero ellos también anunciaron al mundo que tenían la mejor
receta para curar los males de la humanidad, para tal fin idearon todo un
sistema de reglas lingüísticas para determinar si un fenómeno era cierto o no,
e incluso si merecía la pena investigar sobre él:
«Los juicios de valor (...) en la medida en que no son
científicos, no son, literalmente hablando, significativos, sino que son,
simples expresiones de emoción que no pueden ser verdaderas ni falsas». (Alfred
Jules Ayer; Sobre los análisis de los juicios morales, 1958)
Este era un manto recuperado del escepticismo
del positivismo más clásico para negar la objetividad del mundo exterior. No
comprendían que los «juicios de valor» que no son creados conscientemente bajo
un prisma científico, pueden, aun así, ser algo más allá de «expresiones de
emoción», como aseguraba este autor. Una «sentencia popular» sobre cualquier
tema, por muy desinteresada o sentimental que sea por parte del sujeto, bien
puede que sea cierta… luego ya, el cómo ha llegado a emitir una verdad es otro
tema: por oídas, tradición, especulación, imitación, etc. No es extraño, de
hecho, que la gente haya repetido a lo largo de la historia las teorías
científicas en boga, aunque aquellas se demostraran como falsas o matizables
años más tarde. Hoy en día muchas personas repiten todo tipo de teorías −extraídas
del mundo de la ciencia, la política o la religión− en forma de dogma, sin
ningún tipo de consciencia real ni explicación del porqué las apoyan o dejan de
hacerlo. ¿Acaso todavía esto puede causar asombro? Pero el hecho de repetir
algo como un papagayo no significa que tal repetición mecánica no sea cierta.
He ahí la cuestión. Se confunde consciencia o pulcritud sintáctica con la
existencia de las cosas tal y como son, con la objetividad, la realidad.
Esto demostraba que los malabarismos
idealistas de positivistas y posmodernos no estaban tan lejanos unos de otros
como piensan algunos. Ni siquiera es cierto del todo decir que, por ejemplo, el
posmoderno es heredero directo de la «filosofía analítica», porque aunque ambos
compartiesen el interés −y las equivocaciones− en torno a la comprensión del
lenguaje, mientras los analíticos se expresaban de forma clara y nítida, los
posmodernos más bien se parecían a su némesis: los «filósofos continentales»,
más apegados a la exposición heideggeriana, es decir, a hablar como si
quisieras que nadie te entendiese, a jugar a que tus discípulos se maten entre
sí por ver qué quisiste decir en algo que para ti era una pequeña broma.
Pero volviendo al tema principal, ¿cuál fue
la evolución lógica de esta «filosofía del lenguaje» que, según muchos de los
actuales filósofos académicos, fue todo un hervidero de ideas muy fecundas?
«Para el pensamiento postmodernista, en definitiva, la
«evidencia» en el sentido anglosajón: la documentación, los datos tiene poco
que hacer ante el predominio absoluto de la interpretación del historiador. De acuerdo con la filosofía postmodernista,
el historiador debe abandonar toda ingenua y peligrosa ilusión de contribuir a
un conocimiento «científico»; debe renunciar al intento de explicación y al
principio de causalidad, a la idea de la verdad independiente y del lenguaje
como correspondencia con un cierto mundo exterior; todo ello son reminiscencias
de un esencialismo superado. Lo señalable en la obra histórica es su carácter
estético donde el estilo es lo máximamente importante». (Julio Aróstegui; La
investigación histórica: Teoría y método, 1995)
¡Nótese cuan «triunfo inapelable» del
posmodernismo sobre el marxismo! Tanto es así que, a continuación, este mismo
autor reconocía con la boca pequeña que no existía aún una historiografía
posmoderna; es decir, que el tan afamado posmodernismo trató de «deconstruir»
la «filosofía moderna» pero solo para dejar ese mismo edificio en ruinas, no
para construir nada sobre él. ¡Y ante esta «obra de demolición» y
pandestrucción se sienten sumamente orgullosos!
«¿Existe algo que podamos llamar una historiografía
postmodernista? De lo que en este momento podemos hablar, si exceptuamos, tal
vez, alguna muestra como podría ser la obra más reciente de Simon Schama, o
algunas producciones de la microhistoria, sería de una influencia sobre la
concepción de lo histórico más que sobre el desarrollo de la práctica
historiográfica». (Julio Aróstegui; La investigación histórica: Teoría y
método, 1995)
Y resulta que el posmodernismo tampoco nos
ofrece mejores resultados en campos como la arqueología. En una de las
introducciones de 2013 a una de sus obras, Víctor M. Fernández Martínez,
arqueólogo y profesor universitario, nos relata cómo él «perdió la fe en parte
de los clásicos postulados científicos» cuando un buen día fue seducido por los
«atractivos descubrimientos» del posmodernismo:
«Debo confesar que en estos apartados las reformas han
afectado también a mi manera de escribir, pues he ido retirando expresiones y
términos que hace diez años empleé para reforzar y transmitir mi creencia en la
supremacía de la ciencia». (Víctor M. Fernández Martínez; Introducción en la
segunda edición de «Teoría y método de la arqueología» de 1989, 2000)
¿Si ya no sirve a la supremacía de la
ciencia, a quién venderá su espada este paladín de la arqueología? ¿Al libre
albedrio, al «poder mágico que esconden los símbolos», al Dios subconsciente,
al director de universidad que mejor pague? Insistimos, estas declaraciones
nauseabundas sobre «prestar atención» a las «refrescantes» verdades del
posmodernismo son las clásicas oscilaciones que mantener cualquier académico
promedio que se rinde ante las «geniales revelaciones» que esta escuela habría
hecho sobre las «mentiras del positivismo y el marxismo y en general de toda la
modernidad»:
«El mismo periodo ha visto cambios en el terreno de la
teoría que creo mucho más importantes y que se puede resumir en un
debilitamiento del edificio positivista en las ciencias humanas por influencia
del movimiento cultural posmoderno». (Víctor M. Fernández Martínez;
Introducción al libro: «Teoría y método de la arqueología» de 1989, 2000)
Pero esto no es solo un «desliz» de los
«académicos burgueses», sino que en el ámbito de los «subversivos», la «extrema
izquierda» también ha coqueteado con el posmodernismo. Buen ejemplo de ello han
sido los maoístas de nuevo cuño, los «reconstitucionalistas», quienes, aunque
dicen oponerse a tal filosofía, le reconocen el mérito de haberle arrancado la
careta al positivismo y, por ende, también a los dogmas del viejo marxismo,
dado que, según la mente enfermiza de estas gentes, el marxismo nunca se
desgajó de la cosmovisión burguesa, fue poco menos que una variante refinada del
positivismo. Véase la obra: «Sobre la nueva corriente de moda: los
«reconstitucionalistas» de 2021.
Fenomenal, ¿y qué nos habría descubierto esta
«posmodernidad» que ha estado y está en boca de todos? Atentos:
«No existe diferencia esencial entre ciencia y arte,
descripción y ficción. (…) El siguiente paso difícil y lógico sería preguntar
si podemos seguir igual». (Víctor M. Fernández Martínez; Introducción al libro:
«Teoría y método de la arqueología» de 1989, 2000)
He aquí a los dadaístas del siglo XXI. ¡Ya
saben! ¡La vida es ficción! ¡La discusión política es como la poesía! ¿Se
imaginan? Cuan preparada estaría toda una sociedad si, ante una debacle
catastrófica, los políticos se atuviesen a esperar «a que las musas vengan en
su rescate» para ver qué hacer −aunque en el caso de algunos, pareciera que
realmente operasen de ese modo, improvisando según la «inspiración»−. Es
curioso porque tras hacer «autocrítica» por su antiguo «cientificismo», el
Señor Martínez a su vez nos reconoce que:
«A la arqueología posmoderna todavía no le ha dado tiempo
a elaborar un nuevo cuerpo de sistemas para obtener la información que más le
interesa y escribir casi desde cero un manual metodológico obligaría a dejar
grandes apartados en blanco». (Víctor M. Fernández Martínez; Introducción en la
segunda edición de «Teoría y método de la arqueología» de 1989, 2000)
¡Claro! ¿Un posmoderno escribiendo un manual
que generalice algo, que sirva de guía práctica, que concluya algo sobre algo?
¡Por favor, qué herejía! Lo que no comprendemos es como Don Fernández Martínez
ha reeditado su manual y no lo ha quemado en la hoguera de las vanidades de la
modernidad. Este profesor, Fernández Martínez, representa la esclavitud
irracional que llevan años sufriendo los docentes que siguen esta corriente,
llegando al punto de asegurar que el profesional de las ciencias sociales −en
este caso el arqueólogo−, a diferencia del que opera en las ciencias naturales,
puede elegir qué escuela adopta para acercarse a la verdad, puede «optar por
una teoría o por otra», como quien elige si ponerse vaqueros o bermudas:
«Al contrario de lo que ocurría con los apartados
anteriores de la investigación, en los que suelen existir principios aceptados
casi universalmente para cada problema precisamente porque la mayoría son de
bajo nivel −experimentales−, entre las diferentes teorías sociales
existen una fuerte competencia. Cada una cuenta con principios de alto nivel no
susceptibles de prueba o refutación definitiva, al contrario de lo que ocurre
en las ciencias naturales, donde existen paradigmas de aceptación general
aunque hayan ido cambiando con el tiempo. Por ello la elección de una teoría es
un asunto personal de cada arqueólogo». (Víctor M. Fernández Martínez;
Introducción en la segunda edición de «Teoría y método de la arqueología» de
1989, 2000)
Queda visto que el posmodernismo tiene una
herencia notable de los «hermeneutas», de los «analíticos» o de los
«estructuralistas», de hecho, a veces es sumamente difícil distinguir entre los
autores de una y otra bancada −algo normal si tenemos en cuenta que muchos de
ellos evolucionaron de estas corrientes−, así ocurre con Lacan y
Foucault:
«La verdad en sí,
sigamos, tiene estructura de ficción. He ahí la partida esencial y que, de
algún modo permite plantear la cuestión de eso que se refiere a la ética de un
modo que puede, al fin, acomodarse a todas las diversidades de la cultura, a
saber desde el momento que podemos ponerlos en los «brackets», en los
paréntesis de ese término de la estructura de ficción, lo que supone,
seguramente, un estado alcanzado, una posición adquirida a la vista de ese
carácter, en tanto que él afecta toda articulación fundadora del discurso en lo
que puede llamarse, en grueso, las relaciones sociales». (Jacques Lacan;
Clase, 26 de febrero de 1969)
«La verdad no
pertenece al orden del poder y en cambio posee un parentesco originario con la
libertad: otros tantos temas tradicionales en la filosofía, a los que una
historia política de la verdad debería dar vuelta mostrando que la verdad no es
libre por naturaleza, ni siervo el error, sino que su producción está toda
entera atravesada por relaciones de poder». (Michael Foucault; Historia de
la sexualidad, 1976)
Algunos dirán que exageramos cuando
consideramos al estructuralismo una corriente burguesa. Bien, veamos lo que
decía la propia CIA:
«Durante las protestas de mayo-junio de 1968 (...) muchos estudiantes marxistas miraban hacia el PCF
para liderazgo y la proclamación de un gobierno provisional, pero la dirección
del PCF trató de aplacar la revuelta obrera y denunció a los estudiantes como
anarquistas. (...) Entre los historiadores franceses de la posguerra, la
influyente escuela vinculada con Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel ha avasallado a los
historiadores tradicionales marxistas. La escuela de Annales, como es conocida
por su principal publicación, ha dado la vuelta a la investigación histórica
francesa, principalmente desafiando primero, y rechazando después, las teorías
marxistas del desarrollo histórico. Si bien muchos de sus exponentes pretenden
que están dentro «de la tradición marxista», la realidad es que solo utilizan
el marxismo como un punto crítico de partida. (...) Para concluir que las
nociones marxistas sobre la estructura del pasado −de relaciones sociales, del
patrón de los hechos, y de su influencia en el largo plazo− son simplistas e
inválidas. (...) En el campo de la antropología, la influencia de la escuela
estructuralista vinculada con Claude Lévi Strauss, Foucault y otros, ha
cumplido esencialmente la misma función. (...) Creemos que es probable que su
demolición de la influencia marxista en las ciencias sociales perdure como una
contribución profunda tanto en Francia como en Europa Occidental». (CIA;
Francia: la defección de los intelectuales de izquierda, 1985)
En efecto, casi todos los filósofos que
suceden al estructuralismo de los 60, se enrolaron hacia este mismo camino sin
frenos:
«Así, por ejemplo, los postestructuralistas consideran el
concepto de «universalismo», es decir, cualquier esquema explicativo o teoría
generalizadora que pretenda fundamentar lógicamente las leyes del mundo de la
realidad, como una «máscara de dogmatismo», llamando a este tipo de actividad
una manifestación de la «metafísica», que sirve como tema principal de su
invectiva y por la cual entienden los principios de causalidad, identidad,
verdad, etc. Tienen igual actitud negativa ante la idea de crecimiento o
progreso en el campo del conocimiento científico, así como al problema del
desarrollo sociohistórico».
(Ilyin Ilya Petrovich; El posmodernismo desde sus orígenes hasta
finales de siglo: la evolución de un mito científico, 1998)
Las
deudas del posmodernismo con la modernidad
Echemos
la vista atrás, muy atrás, para comprobar como estos farsantes deben sus trazos
a los filósofos más clásicos de la modernidad. Empecemos mostrando de primera
mano al público el concepto de verdad de la pluma de uno los más famosos
posmodernos:
«Lo relevante en la mentira no es nunca su contenido,
sino la intencionalidad del que miente. La mentira no es algo que se oponga a
la verdad, sino que se sitúa en su finalidad: en el vector que separa lo que
alguien dice de lo que piensa en su acción discursiva referida a los otros. Lo
decisivo es, por tanto, el perjuicio que ocasiona en el otro, sin el cual no
existe la mentira». (Jacques Derrida; Estados de la mentira, mentira de Estado:
prolegómenos para una historia de la mentira, Discurso en la Residencia de
Estudiantes de Madrid, 1997)
Lo que une a todos estos posmodernos es su
uso de un lenguaje confuso y a veces inaprensible. Consideran la verdad como
algo que siempre estará mediatizado por el poder y, en consecuencia, siempre
será una ficción interesada, cuando no es así. Aluden directamente a que
debería sernos indiferente el preguntarnos si tal verdad existe o no, y de ese
agnosticismo evolucionan a un pragmatismo, destacando que lo importante es su
valor para obtener los objetivos sociales, incluso lo reducen a cuestiones de
intenciones como estamos comprobando. Se puede afirmar que los posos de esta
escuela y sus sofismas han dominado los centros de conocimiento en las últimas
décadas. ¡¿Qué novedoso suena todo esto, verdad?! Tomen asiento y disfruten de
las siguientes reflexiones «posmodernas» que se dieron mucho antes de las de
los posmodernos oficiales:
«Siempre
suponemos la existencia de un mundo exterior. (...) Pero esta opinión universal
y primaria de todos los hombres es prontamente rebatida por la más superficial
filosofía, que nos enseña que a nuestra mente no puede ser nunca accesible nada
más que la imagen o la percepción y que los sentidos son tan sólo canales por los
que estas imágenes son transportadas, no siendo capaces de establecer ninguna
relación directa entre la mente y el objeto». (David Hume; Investigaciones
sobre el entendimiento humano, 1748)
«El hombre es una
síntesis de alma y cuerpo. Ahora bien, una síntesis es inconcebible si los dos
extremos no se unen mutuamente en un tercero. Este tercero es el espíritu.
(...) En la lógica no debe acaecer ningún movimiento porque la lógica y
todo lo lógico solamente es, y precisamente esta impotencia de lo lógico es el
que marca el tránsito de la lógica al devenir, que es donde surgen la
existencia». (Søren Kierkegaard; El concepto de la angustia, 1844)
«El distintivo
característico de los espíritus de primer rango es la inmediatez de todos sus
juicios. Todo lo que dicen es el resultado de su propio pensamiento y siempre
se proclama como tal ya en la propia exposición. Al igual que los monarcas,
ellos poseen una inmediatez imperial en el reino de los espíritus. (...) Todo
el que piensa de verdad por sí mismo se asemeja en esa medida a un monarca: es
inmediato y no reconoce a nadie por encima. Sus juicios, como las resoluciones
de los monarcas, nacen de su propia plenitud de poderes y proceden
inmediatamente de él mismo. (...) En cambio, el vulgo de las inteligencias,
inmerso en toda clase de opiniones predominantes, autoridades y prejuicios, se
parece al pueblo. (...) Hay gran cantidad de pensamientos que tienen valor para
el que los piensa; pero muy pocos que posean la fuerza para actuar por
repercusión o reflexión, es decir, para ganar el interés del lector una vez que
han sido puestos por escrito. (...) Se puede dividir a los pensadores en los
que piensan ante todo para sí y los que enseguida piensan para otros. Aquellos
son los auténticos, son los que piensan por sí mismos». (Schopenhauer; Parerga
y Paralipómena II, 1851)
«La «explotación»
no forma parte de una sociedad corrompida o imperfecta y primitiva: forma parte
de la esencia de lo vivo, como función orgánica fundamental, es una
consecuencia de la auténtica voluntad de poder, la cual es cabalmente la
voluntad propia de la vida. Suponiendo que como teoría esto sea una innovación,
como realidad es el hecho primordial de toda historia: ¡seamos, pues, honestos
con nosotros mismos hasta este punto! (…) Habría que excluir a Descartes, padre
del racionalismo −y en consecuencia abuelo de la Revolución−, que reconoció
autoridad únicamente a la razón: pero ésta no es más que un instrumento».
(Friedrich Nietzsche; Más allá del bien y del mal, 1886)
«Pero de ahí
debería resultar también que nuestro pensamiento, en su forma puramente lógica,
es incapaz de representarse la verdadera naturaleza de la vida, la
significación profunda del movimiento evolutivo. (…) La inteligencia está
caracterizada por una incomprensión natural de la vida. Pero en la forma misma
de la vida, por el contrario, se ha moldeado el instinto. En tanto la
inteligencia lo trataba todo mecánicamente, el instinto procede, si se puede
hablar así, orgánicamente». (Henri Bergson; La evolución creadora, 1907)
«La bancarrota de
la ciencia, como forma real del conocimiento, como fuente de la verdad: he ahí
la primera conclusión. La legitimidad de otros métodos que difieren
considerablemente de los métodos del intelecto y la razón, tal como el
sentimiento místico: he ahí la segunda conclusión. (…) ¡Verdades científicas!
Pero son sólo verdades de nombre. También ellas son creencias, y creencias de
un orden inferior, creencias que sólo pueden ser utilizadas para la acción
material; tienen sólo el valor de un instrumento técnico. La creencia por la
creencia, el dogma religioso, la ideología metafísica o moral, son muy
superiores. Sea como fuere, no es necesario que se sientan turbados ante la
ciencia, porque la posición privilegiada de ésta se ha derrumbado. En verdad,
el grueso del ejército pragmatista, frente a la experiencia científica, se
apresura a rehabilitar la experiencia moral, la experiencia metafísica y,
particularmente, la experiencia religiosa». (Abel Rey; La filosofía moderna,
1908)
«Todas las proposiciones valen lo mismo. (…) En el mundo no hay valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor. (…) Todo suceder y ser-así son casuales. (…) Por eso tampoco puede haber proposiciones éticas. Las proposiciones no pueden expresar nada más alto. (…) Está claro que ética no resulta expresable. (…) Hay, cierto, lo inexpresable, lo que se muestra así mismo, esto es lo místico». (Ludwig Wittgenstein; Tractatus logico-philosophicus, 1916)
«En la función
intelectual, pues, no logro acomodarme a mí, serme útil, si no me acomodo a lo
que no soy yo, a las cosas en torno mío, al mundo transorgánico, a lo que
trasciende de mí. Pero también viceversa: la verdad no existe si no la piensa
el sujeto, si no nace en nuestro ser orgánico el acto mental con su faceta
ineludible de convicción íntima. (...) Simmel, que ha visto en este
problema con mayor agudeza que nadie, insiste muy justamente en ese carácter
extraño del fenómeno vital humano. La vida del hombre −o conjunto de fenómenos
que integran el individuo orgánico− tiene una dimensión trascendente en que,
por decirlo así, sale de sí misma y participa de algo que no es ella, que está
más allá de ella. El pensamiento, la voluntad, el sentimiento estético, la
emoción religiosa, constituyen esa dimensión». (José Ortega y Gasset; El tema
de nuestro tiempo, 1923)
«Ni la razón ni
la ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el
hombre. La propia razón se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no
les basta. Que únicamente el mito posee la preciosa virtud de llenar su yo
profundo. (...) La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia;
está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística,
espiritual. Es la fuerza del mito. La emoción revolucionaria, como escribí en
un artículo sobre Gandhi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se
han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos, son humanos, son
sociales». (José Carlos Mariátegui; El hombre y el mito, 1925)
«El escepticismo
que yo defiendo no equivale sino a esto: 1) Que mostrándose de acuerdo los
expertos, no es posible afirmar que la posición contraria sea segura. 2) Que no
existiendo dicha concordancia, las personas que no sean expertas no pueden
considerar segura ninguna posición. 3) Que si todos los expertos sostienen que
no hay base suficiente para emitir juicio taxativo, el hombre corriente hará
bien en dejar suspenso su propio criterio». (Bertrand Russell; Ensayos escépticos,
1928)
«Ubicando fuera
del tiempo y del espacio el modelo en el cual nos inspiramos, corremos
ciertamente un riesgo: el de subestimar la realidad del progreso. Nuestra
posición se reduce a decir que los hombres, siempre y en todas partes, han
emprendido la misma tarea asignándose el mismo objeto, y, en el curso de su
devenir, sólo los medios han diferido. (...) Sabiendo que desde hace milenios
el hombre no ha logrado sino repetirse, tendremos acceso a esa
nobleza del pensamiento que consiste, más allá de todas las repeticiones, en
dar por punto de partida a nuestras reflexiones la grandeza indefinible de los
comienzos». (Claude Lévi-Strauss; Tristes trópicos, 1955)
«Más tarde
conseguí dar con una refutación del historicismo: mostré que, por razones estrictamente
lógicas, nos es imposible predecir el curso futuro de la historia. (...) No
podemos predecir, por métodos racionales o científicos, el crecimiento futuro
de nuestros conocimientos científicos. (...) No podemos, por tanto, predecir el
curso futuro de la historia humana. (...) Esto significa que hemos de rechazar
la posibilidad de una historia teórica, es decir, de una ciencia histórica y
social de la misma naturaleza que la física teórica. No puede haber una teoría
científica del desarrollo histórico que sirva de base para la predicción
histórica». (Karl Popper; La miseria del historicismo, 1956)
«Debemos
medir la validez de nuestras explicaciones, no atendiendo a un cuerpo de datos
no interpretados y a descripciones radicalmente tenues y superficiales, sino
atendiendo al poder de la imaginación científica para ponernos en contacto con
la vida de gentes extrañas». (Clifford Geertz; La interpretación de las
culturas, 1973)
«Las
narraciones históricas como lo que son: ficciones lingüísticas cuyo contenido
resulta tanto de la invención como del hallazgo y cuyas formas presentan más
puntos en común con sus equivalentes en la literatura que con los que pueden
tener en las ciencias». (Hayden White; Trópicos del discurso: ensayos de
crítica cultural, 1978)
Estas citas bastan para echar abajo el manto inmaculado que recubre a estos gurús que la filosofía burguesa contemporánea, los mismos que hoy sus discípulos acostumbran a adorar con incienso y genuflexiones. ¿Qué podemos extraer de todo esto? Que pese a los postulados pretenciosos del posmodernismo acerca de «superar la sociedad y filosofía moderna» –comprendida, para ellos, entre los siglos XVIII-XX–, lo cierto es que estos autores no hicieron más que retornar una y otra vez a los clichés de la filosofía previa, rescatando de ella el sentimentalismo, el misticismo, el agnosticismo, el pesimismo, el relativismo, el nihilismo, el irracionalismo, el subjetivismo, el vitalismo y la religión. Queda corroborado, pues, que autores como Lacan, Derrida o Foucault no tenían nada de «originales» ni «transcendentes», siendo sus trabajos una mera adaptación de aquellos de autores previos a la sociedad e inquietudes de su tiempo. A esto cabe añadir que a nosotros nos parece una soberana estupidez las razones que arguyen para hablar de «modernidad» y «posmodernidad», por lo que nosotros entendemos por modernidad su acepción antigua, es decir, por el presente, punto.
La simbiosis
entre feminismo y posmodernismo
Bien,
pues esta escuela filosófica totalmente retardataria que ha sido y es el
posmodernismo, más cercana a la época de las cavernas que a la época de los aeroplanos, se ha convertido
progresivamente en el mejor y principal aliado filosófico de movimientos
sociales como el feminismo o el movimiento LGTB −el cual, desgraciadamente,
está hegemonizado por la burguesía−, especialmente cuando se trata de encubrir
su sentimentalismo subjetivo y su falta de coherencia interna bajo una
apariencia «transgresora» e incluso «revolucionaria».
Volvamos al tema del posmodernismo y veamos
su relación con el feminismo. ¿En qué se diferencia el caso Sokal de los
famosos estudios de género y sus análisis fraudulentos? Evidentemente no se
pueden diferenciar sustancialmente porque se tienen las mismas bases:
«Mientras tanto,
los estudios de género ya estaban haciendo lo mismo que el posmodernismo.
Habían llegado a considerar el conocimiento como una construcción cultural −principio
de conocimiento posmoderno−, trabajaba dentro de muchos vectores de poder y
privilegio −principio político posmoderno−, y estaba deconstruyendo categorías,
desdibujando los límites, centrándose en los discursos, practicando el
relativismo cultural y honrando la sabiduría de los grupos de identidad».
(Helen Pluckrose y James Lindsay; Teorías cínicas. Cómo el activismo
universitario hizo que todo se relacionara con la raza, el género y la
identidad, y por qué esto nos perjudica a todos, 2020)
Veámoslo
directamente de la pluma de una de sus autoras:
«El cambio de
paradigma en la ciencia social feminista comienza con el concepto de género
como principio organizador del orden social general en las sociedades modernas
y todas las instituciones sociales, incluyendo la economía, la política, la
religión, el ejército, la educación y la medicina, no solo la familia. En esta
conceptualización, el género no es solo parte de las estructuras de la
personalidad y la identidad, sino que es un estatus formal y burocrático, así
como un estatus en los sistemas de estratificación multidimensional, las
economías políticas y las jerarquías de poder». (Judith Lorber; Manual de
Estudios de Género y Mujeres, 2006)
Para
ellos, el género literalmente lo decide todo. Para solucionar esto propone:
«El análisis del
poder y el control social imbricado en la construcción social de género y
sexualidad, que pone al descubierto la hegemonía de los hombres dominantes, su
versión de la masculinidad y la heterosexualidad. (…) Las ciencias sociales
feministas han elaborado diseños y metodologías de investigación que han
permitido que los puntos de vista de las mujeres oprimidas y reprimidas de todo
el mundo pasen a primer plano y que reflejan análisis interseccionales cada vez
más sofisticados de la clase, la etnia, la raza, la religión y la sexualidad».
(Judith Lorber; Manual de Estudios de Género y Mujeres, 2006)
Ocurre
de igual modo con los llamados «estudios
de género», tan frecuentes hoy y que también son dirigidos, en su mayoría, por
el posmodernismo feminista. ¿Podemos confiar en su «rigurosidad» científica? Ya
sabemos que no, por lo que acabamos exponer. Pero, para aquellos lectores que
aún dudan, existe un caso especialmente paradigmático capaz de ilustrar este
fenómeno a la perfección. Recientemente, Pluckrose, Lindsey y Boghossian
publicaron adrede diversos estudios provocativos en los que no creían −ni por
asomo−. Con esto se volvió a demostrar el nivel de degradación de las
instituciones oficiales:
«Si hay algo que define nuestra época es la proliferación de estudios científicos sobre asuntos tan candentes como el racismo, la sexualidad o el género. Debido al gran interés social que suscitan y a los largos debates que surgen en las redes, muchos intelectuales deciden subirse al carro y aprovechar el tirón de estos temas para relanzar su carrera, figurar o aprovecharse económicamente. Una realidad cada vez más evidente y que no debería hacer ninguna gracia a las personas que sufren la discriminación en sus propias carnes. A continuación, tres ejemplos: «Reacciones humanas a la cultura de la violación y la performatividad queer en parques urbanos para perros en Portland, Oregon». «¿Quiénes son ellos para juzgar? Superar la antropometría y avanzar hacia un marco para el culturismo gordo». «Entrar por la puerta de atrás: un reto para los heterosexuales masculinos frente a la homohisteria y la transfobia a través del uso de juguetes sexuales penetrantes receptivos». Estos pomposos y delirantes títulos, a pesar de parecer salidos de un episodio de «Los Simpsons» o de una novela posmoderna, fueron publicados en revistas británicas tan prestigiosas como «Gender, Place & Culture, «Fat Studies», o «Sexuality & Culture», respectivamente. ¿Sus autores? Helen Pluckrose, James A. Lidnsay y Peter Boghossian, tres investigadores del Reino Unido que decidieron repetir el escándalo Sokal a niveles macro. Su propósito, colar siete estudios falsos en las principales revistas académicas del país. (...) Este tipo de trabajos, según ellos, son propuestos por encargo por áreas académicas organizadas alrededor de ciertos grupos de víctimas para politizar el discurso social. «Los estudios basados en la atención a quejas de grupos sociales se han normalizado en su falta a la verdad, y sus académicos cada vez presionan más a estudiantes para que apoyen su cosmovisión», declaran Pluckrose, Lindsey y Boghossian, a través de un artículo a modo de confesión publicado en la revista «Aeron». «Esta visión del mundo no es científica, y mucho menos rigurosa. Para muchos, este problema se ha vuelto cada vez más obvio, pero faltan pruebas sólidas». (El Confidencial; Así se escribe un «paper» falso. La estafa intelectual más increíble de nuestro tiempo, 5 de octubre de 2018)
¿Y
qué contenían estos ridículos artículos que lograron ser introducidos sin
problema en las supuestas «revistas científicas»?
«En el de los
perros, calificado como «excelente» por el tribunal y alabado por sus
revisores, su tesis se define tal que así: «Los parques para perros son
espacios propicios para la violación y un lugar de cultura de la violación
canina y opresión sistémica contra el perro a través del cual se pueden medir
las actitudes humanas hacia estos problemas.
Esto nos da una idea de cómo podemos entrenar a los hombres para que abandonen
la violencia sexual y el machismo hacia los que están inclinados».
Desternillante. «Las normas culturales opresivas hacen que la sociedad
valore mucho más tener músculos, en vez de admirar la grasa. El culturismo
podría salir beneficiado al incluir cuerpos obesos expuestos de una forma no
competitiva», según reza otra tesis. Pero el más divertido es el que va
expresamente sobre dildos: «Es muy extraño que los hombres se autopenetren
con juguetes sexuales. Esto puede deberse al miedo a ser considerados
homosexuales −«homohisteria»− o transexual −«transfobia»−. En el estudio
se combinan estas ideas en un
nuevo concepto, «transhisteria», sugerido por uno de los revisores del
artículo: «Si se les alienta a practicar la penetración anal receptiva
disminuirá su transfobia y aumentarán sus creencias feministas». Pero eso
no es todo. Pluckrose, Lindsey y Boghossian realizaron hasta siete artículos.
Otro de los más sugerentes es el titulado «Reuniones lunares y el sentido
de una comunidad de hermanas: una representación poética de la espiritualidad
feminista», el cual carece de tesis y consiste en «un monólogo poético de
una feminista amargada y divorciada, con reflexiones autoetnográficas
sobre la sexualidad y espiritualidad femenina». Más sobre feminismo: «Tu
lucha es mi lucha: solidaridad feminista como una respuesta cruzada al
feminismo neoliberal y selectivo», en el que se contienen fragmentos
del «Mein Kampf» de Hitler reescritos con neolengua feminista para así
entroncar con la perspectiva de género». (El Confidencial; Así se escribe
un «paper» falso. La estafa intelectual más increíble de nuestro tiempo, 5
de octubre de 2018)
Efectivamente,
el posmodernismo es una escuela filosófica pesimista e irracional que bebe del romanticismo,
el decadentismo, el existencialismo y similares, por lo que sus soluciones
siempre son abominables, un paso atrás para la humanidad:
«La
postmodernidad educativa tiene un parangón o modelo filosófico en el cual se
inspira; se trata de las filosofías postmodernas, que inspiradas acaso en la
obra de Nietzsche. (…) Incluso las verdades científicas se relativizan en el contexto
de la postmodernidad, pues la ciencia tiene de cada vez más dependencia de los
contextos sociales. Además, la naturaleza −que secularmente ha sido el objeto
de aplicación de la ciencia− acepta también otras explicaciones −mítica,
artística, funcional− cuya validez puede ser idéntica o pareja a la explicación
matemática. Y es que en la postmodernidad, ciencia y mito no están en
oposición; ambas cosas son igualmente válidas si es que sirven a los intereses
de los hombres. Es una versión más del todo vale, tan propia del
relativismo postmoderno». (Antonio J. Colom Cañellas; Postmodernidad y
educación. Fundamentos y perspectivas, 1997)
«El giro
interseccional fue impulsado por académicas y activistas, que utilizaron
elementos de la teoría queer, la teoría poscolonial y especialmente la teoría
crítica de la raza para problematizar el feminismo y a las feministas, además
de comentar lo que pintaron como una sociedad irreformable, complicada y
opresiva». (Helen Pluckrose y James Lindsay; Teorías cínicas. Cómo el activismo
universitario hizo que todo se relacionara con la raza, el género y la
identidad, y por qué esto nos perjudica a todos, 2020)
Es
esta premisa filosófica misántropa que el feminismo
heredó de corrientes predecesoras, la matriz de la que sus ideólogos más
fanáticos han acabado por extraer es que no existe redención posible a corto ni largo
plazo ante fenómenos como el racismo, el machismo o el imperialismo. La
humanidad, pues, estaría condenada a vagar errantemente ante sus defectos,
originados no por el capitalismo, sino por el dichoso patriarcado. ¡Pero no
todo está perdido! Algunos vieron la «solución» inyectándole una visión más
marcadamente sexista, donde ya solo cabe proponer medidas draconianas: como
teorías biologicistas o místicas sobre el carácter dañino del hombre, o
recomendar la homosexualidad en la mujer para evitar daños físicos y emocionales ante los varones, inclusive la
salvajada mental de declarar sin complejos la guerra de sexos para la salvación
del planeta. ¡¿Por qué no?! ¿Por probar que no quede, no?
Pudiera parecer que, a priori, el feminismo chocase filosóficamente con estas escuelas posmodernas previas en temas como, por ejemplo, con el principio posmoderno de que hay que romper definitivamente con los «grandes relatos históricos» y «verdades universales». Pero, ¿cómo es conjugable eso con la pretensión feminista de difundir su relato sobre el «heteropatriarcado» o con su teoría de la «apropiación cultural»? ¡He ahí precisamente la astucia que ha demostrado el feminismo en cualquiera de sus variantes a la hora de deshacer ese nudo gordiano y adaptarse a la filosofía de moda! Rescató del viejo estructuralismo el relato simplista y totalizador sobre «las estructuras de poder que lo dominan todo», en palabras de Lacan y Foucault, una estructuración que también sustentaría dicha opresión a través de la lingüística. A su vez se adora el pragmatismo del posmodernismo, la idea famosa de Deleuze sobre los «constructos sociales existentes», ante los que solo el sentir subjetivo nos salvará de la injusticia, por lo que, como diría Derrida, debemos «deconstruirnos», debemos crear «verdades y valores» propios si son útiles para nuestros fines. De este batiburrillo de conceptos tan manidos debemos subrayar que, para este feminismo posmoderno:
«La
crítica social cambia de forma y de carácter, se vuelve pragmática, ad hoc,
contextual y local». (Linda J. Nicholson; Feminismo/ posmodernismo, 1990)
Esta
«flexibilidad» pone en valor lo local, lo mío, lo que pienso que es, frente a
lo externo, lo global, lo que es. Esa ausencia de necesidad de explicar con
sentido los hechos y sus conexiones con objetividad es lo que hace del
posmodernismo una filosofía sumamente atractiva para el feminismo. Esta es una
fusión que viene dándose desde hace muchos años:
«En la
información publicada en su periódico a propósito de las jornadas organizadas
recientemente en Madrid por un sector del movimiento feminista, se destacaba la
amplitud y diversidad de puntos de vista reflejados en las mismas. (...) Todo
ello bajo el signo de un espíritu posmoderno que propugnaba el fin del discurso
racional, del sujeto colectivo y de las teorías totalizadoras, reclamando la
multiplicidad de experiencias y deseos individuales como única fuente legítima
para la formulación de alternativas progresistas y liberadoras. (...) Las
recientes jornadas han aportado, precisamente, una de las claves que explican
la incapacidad de respuesta actual del movimiento: la evolución de una gran
parte de éste hacia posiciones de corte cada vez más subjetivista, en las que
el yo se convierte en la referencia fundamental y la diversidad de vivencias e
inquietudes de las mujeres se traduce en una confusa amalgama de voces y
proposiciones inconexas, consideradas todas ellas igual de válidas aunque
algunas sean excluyentes o incompatibles entre sí». (El País; Feminismo y
posmodernidad, 1993)
La
unión entre feminismo y posmodernismo se ha consumado irremediablemente hasta lograr un sincretismo total muy
fructífero para ambos. El primero, como opción política y discursiva, y el
segundo, como forma de pensar y accionar frente al mundo en general. Este
posmodernismo feminista, pese a ser una ideología «oficialista», es rechazada
en un grado bastante alto por gran parte de la población. Aun cuando hoy muchos
elementos honestos rechazan el posmodernismo feminista identificándolo como
charlatanería pura, no conocen realmente sus raíces ideológicas −y no nos
referimos únicamente a las del siglo XX−, por lo que tienen una repulsa honesta
aun cuando son incapaces de explicarla o hallar los orígenes de esta ideología
tan zafia. Aunque inevitablemente todo el mundo profesa una filosofía
determinada, el conocimiento de su historia, metodología y autores es «terra
incognita» para la gran mayoría de la población, por lo que tampoco es extraño
que acaben oponiéndose a unas ideas concretas desde otras filosofías bastardas,
incluso defender sus mismas estupideces en el resto de campos. Un ejemplo de
esto es todo el conjunto de autores «antiposmodernos» que acaban por reproducir
actitudes similares y por adorar a autores cercanos a esta línea:
«Para que el
lector comprenda por qué la lucha de estos personajes es de atrezo, si en
España hay un político que refleja el posmodernismo ese es, sin duda, el líder
reformista de Podemos, Pablo Iglesias, una figura que el nuevo «adalid del
antiposmodernismo» en Latinoamérica, Martín Licata, ponía como ejemplo a seguir
en sus textos. Otro buen ejemplo es Roberto Vaquero, cuya «encarnizada lucha»
contra el posmodernismo no le impide promover a reaccionarios de la talla de
Abdullah Öcalan, defensor de teorías feministas −y atroces− como aquella que
reza que existe una «ciencia de hombres» y otra «ciencia de mujeres». Esto
certifica que la lucha antiposmoderna de estos grupos es sumamente incoherente.
Está completamente basada en las filias y fobias de sus autores y vestida de un
eclecticismo tan burdo que cree
que puede rescatar algo con sentido de aquí para juntarlo con el marxismo. Lo
mismo podría decirse del filósofo canadiense Jordan Peterson, el azote de lo
«políticamente correcto» en el mundo de habla inglesa y representante de la
llamada «alt-right» −«derecha alternativa»−. ¿Se diferencia tanto de la
«izquierda posmoderna» a la cual siempre ataca? Desde el utilitarismo, el psicoanálisis
y el darwinismo social considera a la verdad no como algo objetivo, sino en
palabras de Nietzsche, lo que te puede ser útil, lo que permite sobrevivir,
aceptando religión y mito, aunque ni siquiera exista una creencia real en
ellos. (…) Hay que dejar claro de una vez que rechazar las absurdas propuestas
del ecologismo, el feminismo o el movimiento LGTB más influenciado por el
posmodernismo, cayendo en posiciones retrógradas −reproduciendo esquemas
tránsfobos u homófobos, o abanderando un negacionismo del papel del hombre en
el cambio climático− uno se asemeja más a la posición política de la derecha
tradicional que a otra cosa. En su momento se destapó cómo el propio Martín
Licata se dedicaba a insultar a los transexuales, insinuando que todos eran prostitutos
y enfermos, del mismo modo que hemos sido testigos de cómo Roberto Vaquero o
Santiago Armesilla han realizado ataques similares hacia la comunidad LGTB con
argumentos desfasados». (Equipo de Bitácora (M-L); Antología sobre Reconstrucción Comunista y su podredumbre oportunista, 2020)
¿Pueden
ser las instituciones y «centros del saber» dominados por la burguesía
referentes absolutos para los hombres de ciencia?
Pese a ser los amos y señores de las
universidades, aun teniendo todo a su disposición: apoyos, adulaciones,
financiación y medios técnicos… el grado de agnosticismo de las teorías
posmodernas alcanzaban unos grados de ridiculez sin parangón, demostrando que
no tenían nada que ofrecer de utilidad al mundo, bueno, salvo un circo de
nociones precientíficas, endogamia académica y demás desgracias que estos
señores de la calamidad se han empeñado en introducir:
«Vean, por ejemplo,
el ejemplo de Bruno Latour, filósofo y sociólogo de la ciencia. Latour publicó
en 1976 un artículo sobre la momia de Ramsés II. Los científicos franceses
habían descubierto que el faraón murió de tuberculosis, y Latour se preguntó si
eso era un anacronismo. «Antes de Koch, el bacilo no tiene existencia real»,
dijo. No contento con ello, descartó que Koch hubiese descubierto un bacilo
preexistente, con el argumento de que eso «tiene sólo la apariencia de sentido
común. Piensen un poco en ello. Si Latour está en lo cierto, resulta que
las cosas no tienen existencia real hasta que se las descubre. ¿Los cuásares,
distantes miles de millones de años-luz de la Tierra, no existen hasta que
alguien los fotografió? ¿Las islas Cook no existieron hasta que Cook recaló en
ellas? ¿Yo no existo hasta que Angelina Jolie cruce sus ojos con los míos? Si a
usted le suena extraño este «razonamiento» bienvenido al club. Ah, y si espera
que Latour descubra sus cartas y nos aclare el dilema, puede usted esperar
sentado, porque no lo hace». (Arturo Quirantes; Impostores y posmodernos: el
caso Sokal, 2014)
Si nosotros damos luz a estas
teorías delirantes de gente como Latour, no es porque creamos que alguien con dos
dedos de frente vaya a hacer mucho caso a este señor, sino para dar una muestra
clara de lo que son los autores posmodernistas, sin menospreciar el hecho que
por desgracia la credibilidad o la indiferencia es un rasgo de nuestro tiempo.
Es una completa bagatela afirmar que la enfermedad que hoy llamamos
tuberculosis, no puede ser referenciada si se manifestó en un pasado en el que
no había sido descubierta y definida con un nombre. Nos parece tan pueril
separar de esa manera la esencia de la forma y la realidad de la percepción de
esta, que ni debería dedicarse tiempo a rebatir a gente así. Sin embargo, una de las razones por las cuales hay que
insistir en denunciar esto, es que, tanto ayer como hoy, las revistas y
organismos universitarios más «prestigiosos» aceptan, literalmente, cualquier
«estudio» que comulgue con las delirantes ideas en boga, algo que tampoco es
novedoso a lo largo de la historia. Esto ha significado que los principales
medios de producción intelectual den coba a estas estulticias como si sus
estudios fueran las últimas «novedades del saber». Por fortuna, en los años 80,
Alan Sokal expuso la base endeble del pensamiento posmoderno, el cual solo es
capaz de sostenerse gracias al oportunismo y la endogamia académica:
«Nueva York,
1996. Un profesor de física llamado Alan Sokal publica en la revista «Social
Text» un artículo sobre estudios culturales de la posmodernidad
llamado «Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa
de la gravedad cuántica». Dicho trabajo, especialmente denso a juzgar solo por
su título, se convirtió en un gran éxito. El mismo día de su publicación Sokal
pasaría a la historia por reconocer que no entendía nada de lo que había
escrito y que se trataba de un engaño. Así, él mismo lo definió como «un
pastiche de jerga posmoderna, referencias serviles, citas grandiosas fuera de
contexto y un rotundo sinsentido que se apoyaba en las citas más estúpidas que
se pueden encontrar sobre matemáticas y física». (...) La tesis de Sokal,
demostrar algo tan absurdo como que la física cuántica no es más que una
construcción social. El propósito del profesor consistía en hacer palpable la
dejadez editorial de las revistas de izquierda del momento y ponerlas en jaque.
Con su peculiar «performance académica» dio a entender que ni
siquiera había una intención real de revisar los artículos, tan solo se
necesitaba usar la jerga adecuada y citar a los más eminentes popes del
momento. Un año más tarde, Sokal daría el golpe definitivo a los dinosaurios
intelectuales de la época con la publicación de su obra «Imposturas
intelectuales» junto al físico Jean Bricmont. En ella, critican a destajo
a autores intocables como Lacan, Baudrillard o Deleuze por su apropiación de la
terminología físico-matemática en conceptos usados fuera de contexto para dar
la apariencia de un mayor nivel intelectual a sus lectores sin preocuparse por
el sentido intrínseco de los textos». (El Confidencial; Así se escribe
un «paper» falso. La estafa intelectual más increíble de nuestro tiempo, 5
de octubre de 2018)
¿Acaso han aprendido la lección sus sucesores? En absoluto. Se afanan por presentarnos que el posmodernismo y sus autores más o menos reconocidos han sido los liberadores del «pensamiento dogmático» de la modernidad, empezando por el marxismo. Observemos lo que nos recomendaban los simpatizantes del posmodernismo para la escuela:
«Todo lo anterior se acompaña de una interpretación mecanicista de la relación causa efecto. A partir de la idea simplista que absolutiza el postulado, según el cual, y de manera mecánica, conociendo las causas podemos actuar sobre los efectos. En realidad, esto ha funcionado muchas veces, pero los efectos pueden ser impredecibles y el esfuerzo investigativo, en sus resultados, ineficaz. (…) En realidad, la visión positivista asumida por la tradición del marxismo leninismo de orientación soviética difiere en numerosos puntos de las concepciones expuestas por Karl Marx». (Alberto Matías González y Antonio Hernández Alegría; Positivismo, dialéctica materialista y fenomenología: tres enfoques filosóficos del método científico y la investigación educativa, 2014)
Ojo a la chorrada: una vez sepamos la causa quizás tomando partido para corregir sus efectos no lo consigamos. Muy bien, en efecto, eso es posible, ¿y? ¿cuál es la solución? ¿Ignorar las causas? ¿Despreocuparnos de ellas? Según Alberto Matías González y Antonio Hernández Alegría prestar más atención a los métodos analíticos de los Derrida y los Foucault:
«A pesar de que las bases epistemológicas planteadas por Marx abren el camino para entender lo cualitativo, la tradición marxista inicial no desarrolló los instrumentos teóricos y metodológicos necesarios para la investigación que permitieran interpretarlo, este fue el aporte de la fenomenología y posteriormente de otras corrientes, entre las que se encuentra la llamada la Teoría Crítica, desarrollada en la Escuela de Frankfurt. (…) [Además] Se han desarrollado toda una serie de teorías que aportan novedosos enfoques del método científico, cuyas contribuciones no son nada despreciables y, en muchas casos, representan construcciones teóricas que deben ser escuchadas y tenidas en cuenta: los trabajos de M. Foucault, aparecidos bajo el título de Microfísica del poder, las teorías deconstrucciones del logocentrismo de Derrida, la Teoría de la Complejidad de E. Morin, el holismo ambientalista, la epistemología de segundo orden, la bioética, el concepto del buen vivir asociado a los pueblos originarios, etc., son algunos ejemplos que matizan el pensamiento presente, que contienen lógicas de razonamiento que pueden servir de argumento para justificar las investigaciones e interpretar los resultados». (Alberto Matías González y Antonio Hernández Alegría; Positivismo, dialéctica materialista y fenomenología: tres enfoques filosóficos del método científico y la investigación educativa, 2014)
Todo
esto que estamos exponiendo confirma lo que Marx y Engels ya anticipaban hace
siglo y medio:
«En el campo de
las ciencias históricas, incluyendo la filosofía, con la filosofía clásica ha
desaparecido de raíz aquel antiguo espíritu teórico indomable, viniendo a
ocupar su puesto un vacuo eclecticismo y una angustiosa preocupación por la
carrera y los ingresos, rayana en el más vulgar arribismo. Los representantes
oficiales de esta ciencia se han convertido en los ideólogos descarados de la
burguesía y del estado existente; y esto, en un momento en que ambos son
francamente hostiles a la clase obrera». (Friedrich Engels; Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
¿Y
cuál es una de las consecuencias que se desprende de este fenómeno? El
desaprovechamiento del talento nacional en favor de la intelectualidad
lacayuna, la condena sistemática del ingenio al ostracismo y el rescate de la
mediocridad institucional:
«Aquí, la culpa
hay que echársela única y exclusivamente a las lamentables condiciones en que
se desenvolvía Alemania, en virtud de las cuales las cátedras de filosofía eran
monopolizadas por pedantes eclécticos aficionados a sutilezas, mientras que un
Feuerbach, que estaba cien codos por encima de ellos, se aldeanizaba y se
avinagraba en un pueblucho». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin
de la filosofía clásica alemana, 1886)
«Las clases
dominantes están absolutamente interesadas en perpetuar esta insensata
confusión. Sí, ¿y por qué si no por ello se paga a los charlatanes sicofantes
cuya última carta científica es afirmar que en la Economía política está
prohibido razonar?». (Karl Marx; Carta a Ludwig Kugelmann, 11 de julio de
1868)
Esto no ha cambiado demasiado. En el siglo
XX, como si de modas se tratase, se sucedieron diversas escuelas filosóficas
burguesas: hicieron su aparición el existencialismo, el estructuralismo y miles
más hasta llegar, finalmente, como consecuencia lógica, el posmodernismo. Para
algunas personas que empiezan a familiarizarse con la filosofía resulta
angustiante encontrarse con tantas propuestas y cavilaciones tan dispares que
salen de las cabezas de «pensadores» que dicen una cosa y otros la contraria, o
que cogen de aquí y allá lo que les apetece y crean un totum revolutum, pero
han de saber que todo es mucho más sencillo, ya que:
«El problema de
si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un
problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre
tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la
terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un
pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico.
(...) La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que
descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la
práctica humana y en la comprensión de esa práctica». (Karl Marx; Tesis sobre
Feuerbach, 1845)
La
entrada en escena del posmodernismo supuso la rebelión de los científicos más
honestos, aquellos que, de una forma u otra, tendían hacia el materialismo y la
dialéctica. El antropólogo materialista Marvin Harris denunciaba así lo que
había supuesto que el posmodernismo dominase el campo de la antropología:
«En
mi opinión, la preocupación actual característica de la posmodemidad por los
pensamientos y sentimientos del observador es subjetiva porque conlleva
operaciones privadas, idiosincráticas y no comprobables, y no porque permita
obtener información acerca de la reacción del observador ante lo observado.
(...) Los antropólogos con vocación científica deben incluir al observador
en la descripción. Lo que sí debemos rechazar son las explicaciones subjetivas,
como se han definido más arriba, ya sean sobre el observador o sobre lo
observado. (...) Los abominadores de la ciencia la condenan porque
constituye un obstáculo a la adopción de decisiones políticas moralmente
correctas, pero el problema es otro. Es la escasez de conocimientos científicos
lo que pone en jaque nuestras decisiones político-morales. Para alcanzar altas
cimas morales hay que disponer de conocimientos fiables. Tenemos que saber cómo
es el mundo, quién hace o ha hecho qué a quién, y quién y qué son responsables
del sufrimiento y la injusticia que condenamos, que tratamos de remediar.
Cuando así es, los antropólogos de cariz científico pueden proclamar
legítimamente que su postura no es sólo moral, sino moralmente superior a la de
quienes rechazan la ciencia como fundamento de conocimientos fiables acerca de
la condición humana. Las fantasías, intuiciones, interpretaciones y reflexiones
pueden servir para redactar buenos poemas y novelas, pero si queremos saber qué
puede hacerse respecto de la bomba de relojería que es el sida en África, o los
latifundios de Chiapas, renunciar a datos objetivos resulta reprensible. (…)
Falsear el proceso de recogida de datos con objeto de hacer que los
descubrimientos concuerden con la conclusión político-moral deseada debe
excluirse diligentemente». (Marvin Harris; Teorías sobre la cultura en la era
posmoderna, 1999)
Efectivamente, si alguien que aspira a ser un
antropólogo, historiador, sociólogo… no ha intentado indagar en cómo se podría
poner fin a los males que estudia, su análisis tendrá un límite de crecimiento
y perfección. ¿Por qué? Porque no abogará por el avance y resolución de esas
contradicciones que se han dado y que estudia «de ahora hacia atrás». Y si ese
aspirante a dominar una de estas ramas del aprendizaje cree que la realidad
apenas puede describirse y que la lucha de clases es algo a derruir −como en el
caso de nuestros simpáticos posmodernos−, resultará muy complicado −por no
decir imposible− que tenga aportaciones sólidas en su campo de estudio.
Seguramente, se dedique toda su vida a cumplir con trabajos rutinarios o
menores, pero jamás estará conectado con una mejora de las condiciones de la
gente del mundo, porque ni siquiera ese es su objetivo; a lo sumo será un
«profesional» en el sentido más aséptico y burocrático del término, en cuyo
caso, de ser ese esa su aspiración, enhorabuena por pasar a la historia como un
individuo con una vida gris y anodina.
A
lo largo de la historia, las universidades han recibido la consideración de «templos sagrados» del saber. Efectivamente, desde el siglo
XIII han sido los centros de investigación y experimentación predilectos, por
lo que ha sido desde ellas que los avances más significativos en ciencias
sociales y naturales han fructificado. Solo los anarquistas, como Bakunin,
negarían tal cosa y promoverían que los revolucionarios abandonasen las
universidades y escuelas por considerarlos inútiles. Ahora, una vez aclarado
esto, debe saberse que allí, como en todas las esferas de la sociedad,
siempre se ha dado una lucha entre materialismo e idealismo, entre dialéctica y
metafísica, entre conclusiones
reales y conclusiones interesadas, algo normal en un campo que se desenvuelve
en medio de eclosiones sociales.
Ocurrió así con la propia filosofía: pues
llegados al momento en que la burguesía asentó su poder político, esta no tuvo
reparos en arrojar por la borda la presunta escrupulosidad que decía haber
defendido con el famoso liberalismo. El ejemplo más palpable lo encontramos en
el tratamiento del pensamiento de Hegel, del que la burguesía adoptó sus
aspectos más reaccionarios a la par que rechazaba aquellos progresistas para, finalmente,
adoptar como hijos predilectos a los filósofos más reaccionarios. Y es que,
como dijo Marx, a la burguesía le resultaría excitante y positiva la dialéctica
hegeliana, pero solo en sus primeros momentos, porque era en estos que
glorificaba y sintetizaba el nuevo régimen existente como el producto de una
evolución donde lo actual era lo más progresista, pero que conforme el
proletariado se empezó a consolidar y a plantear sus luchas,
la dialéctica −interpretada como algo cambiante y aplicada a la historia, así
como a las luchas sociopolíticas− empezó a ser algo incómodo:
«En
su forma mistificada, la dialéctica se puso de moda en Alemania porque parecía
glorificar lo existente. Su aspecto racional es un escándalo y una abominación
para la burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la concepción
positiva de lo existente incluye la concepción de su negación, de su
aniquilamiento necesario; porque, concibiendo cada forma llegada a ser en el
fluir del movimiento, enfoca también su aspecto transitorio; no se deja imponer
por nada; es esencialmente crítica y revolucionaria». (Karl Marx; Palabras
finales a la segunda edición alemana del Tomo I de «El Capital», 1873)
Esta fue la razón por la que la burguesía
más desesperada acababa prefiriendo apoyarse en idealistas-metafísicos más
acentuados, como el infame Schopenhauer, que negaban prácticamente todo proceso
dialéctico de la historia y hablaban −desde un misticismo todavía más hondo− de
una repetición cíclica del proceso existente. En este caso, vemos a un
Schopenhauer influenciado por las ideas religiosas asiáticas del «continuo
retorno» que era aplicado al colectivo nacional −a los germanos−, algo que, en
general, en la filosofía nacionalista alemana y sobre todo la nietzscheana
tendría una razón de ser como en todo nacionalismo: «¡Volver a ser lo que
éramos, volver a repetir los epítetos más gloriosos de nuestra historia, pues,
ese es nuestro destino!». Como se ve aquí, todos estos ingredientes los
proporcionó el idealismo tanto a través de la religión como del nacionalismo,
dando como resultado a fenómenos tan desagradables
como el fascismo en la época del capitalismo moderno, aunque los capitalistas
ni siquiera necesitan medidas tan extremas, pues su
filosofía, ya sea un poco más liberal o más conservadora, mantiene intacta esta
base.
¿Podemos afirmar, entonces, que estos centros
de estudio e
investigación sean garantía absoluta de conocimiento científico? Sí y no. La
burguesía siempre se tendrá que valer de la ciencia para sostener su sistema,
por lo que debe producir descubrimientos o mejoras
sustanciales, en especial en las ciencias naturales. Pero, en muchos campos,
como el de la sociología, el arte o la historia, bien puede «darse el lujo» de
dejarse llevar e incluso promover las ideas más fantasmagóricas para adormecer
a conocidos y extraños. Ahora, esto no significa que la burguesía sea estúpida.
En los momentos clave no recurrirá a estudios sociológicos o económicos
posmodernos, sino que se basará, dentro de sus posibilidades, en
corrientes más serias y en métodos más certeros para poder atinar en sus planes
y pronósticos.
Si hoy vamos a cualquier texto de educación
capitalista −del ámbito escolar o universitario− corroboraremos que, en su
mayoría, el libro de texto o manual tiene por lo general amplias carencias,
limitaciones, cuando no, abiertas manipulaciones respecto a las ciencias
naturales y sociales −especialmente en estas últimas−. En la creación de todo
este material median las instituciones gubernamentales y finalmente es un
selectivo gabinete de educación lleno de burgueses o servidores de ellos el que
elaboran los temas y el punto de vista desde el que partir. El objetivo es
crear un material educativo por y para las necesidades de la producción de
bienes y servicios. ¿Pero por esto debemos concluir que estos libros y apuntes
solamente revisten nociones falsas sobre la realidad del mundo? ¿Son
inservibles de principio a fin, debemos boicotear los estudios superiores y
salirnos de las universidades, como proponía Bakunin? El siquiera preguntárselo
es absurdo.
Los autores y obras que recomendaron u
obligaron a estudiar nuestros profesores nos ayudaron en su momento a nuestra
formación sobre diversos temas y campos donde seguramente nunca lo habríamos
hecho, y si bien esta «formación» no agota ni de cerca lo que debería de ser
nuestro conocimiento y estudio al respecto, sí cumple con varias funciones
positivas. En primer lugar, a poco que prestemos algo de atención estas
situaciones nos permiten detectar la manipulación y el cinismo de la ideología
dominante, bien sea del autor en cuestión de la obra o de los referentes y
dioses del campo en cuestión que se citan. Y aunque escaseen, tampoco es
imposible que en nuestra formación académica nos acabemos encontrando con
profesores y eruditos de estos campos que, aunque no son marxistas, o están
lejos de serlo, pueden ser una fuente muy útil de información e incluso podrían
ser atraídos a nuestro círculo de influencia con el tiempo.
En cualquier caso, al ojear estos manuales
básicos que han sido producidos en masa para solventar los problemas de la vida
social, podemos encontrar nociones aberrantes −misticismo, relativismo,
agnosticismo, subjetivismo− pero también conclusiones o aforismos que nos
resultan interesantes −nociones materialistas sobre el discurrir del mundo,
trazos de dialéctica sobre las distintas esferas sociales y su interrelación,
concepciones históricas del hombre y su desempeño práctico−; de la misma forma,
gracias al torrente de información actual, con los artículos de las revistas
oficiales como con los escritos y la divulgación de los «outsiders», podemos
ponernos al día sobre los avances de la ciencia actual, investigaciones o
últimos descubrimientos en tiempo récord. Bien, cuando esto último ocurre, si
hacemos un esfuerzo para mirarlo más de cerca −y tenemos capacidad para ello−,
comprobaremos que las nociones del segundo bloque, las «interesantes y a priori correctas»
suelen ser, una vez verificadas, las únicas científicas, las que, para nada
casualidad, son compatibles con el materialismo histórico-dialéctico, aunque
frecuentemente esta última expresión ni se sugiera.
La mayoría de la clase burguesa preferiría revolverse con
virulencia y tomar el camino del exilio o suicidarse en masa antes que adoptar
el marxismo y colaborar con su proyecto histórico-político. «Bueno», dirán
algunos, «aun así no acabo de entender una cosa: ¿y por qué en el capitalismo
la burguesía no adopta el marxismo si tan válido es?». Básicamente, si ellos
asumiesen completamente −y con total honestidad− el aplicar las herramientas
filosóficas del marxismo −el materialismo dialéctico e histórico− y expusiesen
sus resultados ante el gran público, se estarían tirando piedras contra su
propio tejado, puesto que estarían desmontando la mayoría de mentiras y medias
verdades que hasta ahora habían sostenido al tratar los problemas de la
economía, las guerras o las desigualdades sociales. Sería pedir a gritos el fin
de su existencia. ¿Qué diría esta clase social si avalara el marxismo?, «Llevan
razón, no puedo garantizar nada del programa social que he prometido a través
de mis organismos, los partidos políticos y los medios de información. Llevan
razón, para que mis beneficios económicos se mantengan altos no puedo priorizar
el medio ambiente o la salud de la gente. Llevan razón, para que yo gane,
inevitablemente la inmensa mayoría debe perder, deben arruinarse o irse a la
cola del paro. Llevan razón, promociono a artistas sin talento que plasman
banalidades para que el pueblo no piense en lo que les rodea. Llevan razón,
este sistema no tiene por qué ser eterno, sino que puede ser solo uno más,
además es injusto para la mayoría y ésta no lo necesita. ¡Por favor vengan y
confísquenme la propiedad, planifiquen la producción sin trabas y de forma
racional, es lo más lógico para el bien de todos!». ¿Se imaginan qué cómico
sería? La burguesía, en tanto que desee seguir actuando como tal, debe huir
como de la peste de la verdad del marxismo, ocultar sus descubrimientos y
denuncias.
Por ir resumiendo, ¿prima entonces la
rigurosidad investigativa y el afán de conocimiento objetivo en estos centros
del conocimiento? Ya se ha visto que muchos de los reputados «especialistas» se esfuerzan, muy por el
contrario, en que estos sitios no sean el templo del saber, sino su tumba. Se
aprovechan del halo de prestigio del que aún gozan los centros educativos y,
bajo el aval de «sello científico» del oficialismo, logran introducir nociones
subjetivas. Muchas de ellas, no nos engañemos, son teorías pintorescas
extraídas del propio centro u otros homólogos por las razones ya expuestas. En
nuestro tiempo, las más de las veces, las aspiraciones al conocimiento
científico se vuelven una ilusión, una carcasa que envuelve el mero interés y
el lucro:
«Desde el punto
de vista del materialismo moderno, es decir, del marxismo, son históricamente
condicionales los límites de la aproximación de nuestros conocimientos a la
verdad objetiva, absoluta, pero es incondicional la existencia de esta verdad,
es una cosa incondicional que nos aproximamos a ella. Son históricamente
condicionales los contornos del cuadro, pero es una cosa incondicional que este
cuadro representa un modelo objetivamente existente. Es históricamente
condicional cuándo y en qué condiciones hemos progresado en nuestro
conocimiento de la esencia de las cosas hasta descubrir la alizarina en el
alquitrán de hulla o hasta descubrir los electrones en el átomo, pero es
incondicional el que cada uno de estos descubrimientos es un progreso del «conocimiento
incondicionalmente objetivo». En una palabra, toda ideología es históricamente
condicional, pero es incondicional que a toda ideología científica −a
diferencia, por ejemplo, de la ideología religiosa− corresponde una verdad
objetiva, una naturaleza absoluta. Diréis: esta distinción entre la verdad
absoluta y la verdad relativa es imprecisa. Y yo os contestaré: justamente es
lo bastante «imprecisa» para impedir que la ciencia se convierta en un dogma en
el mal sentido de esta palabra, en una cosa muerta, paralizada, osificada;
pero, al mismo tiempo, es lo bastante «precisa» para deslindar los campos del
modo más resuelto e irrevocable entre nosotros y el fideísmo, el agnosticismo,
el idealismo filosófico y la sofística de los adeptos de Hume y de Kant. Hay
aquí un límite que no habéis notado, y no habiéndolo notado, habéis caído en el
fango de la filosofía reaccionaria. Es el límite entre el materialismo
dialéctico y el relativismo». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1908)
Rescatemos una interesante reflexión que va
en esta dirección, demostrando la razón de que triunfen el pragmatismo, el
relativismo o el utilitarismo, todo ello condensado en el denso posmodernismo
que prolifera en los centros universitarios y que termina por afectar al
alumnado con las dramáticas consecuencias obvias que de esto se derivan:
«Los posmodernos deben su éxito entre la juventud
universitaria a la envoltura «revolucionaria» y «crítica» en la que han envuelto sus cínicos postulados agnósticos. La siguiente
declaración de esta filósofa pragmática bien podría resumir el dogma que ha
pivotado sobre el posmodernismo:
«La verdad no es sino un dispositivo retórico para la
promoción de afirmaciones que sirvan a los intereses de los poderosos. (...) Lo
que se considera verdad, prosigue el argumento, no es tal cosa sino únicamente
lo que los poderosos se las han apañado para que sea aceptado como verdad. De
este modo del concepto de verdad no es sino una patraña ideológica». (Susan Haack;
Unidad de la verdad y pluralidad de las verdades, 2005)
Esto quiere decir que o bien todas las verdades, para ser
consideradas como tales, deben servir a los intereses de los poderosos, o bien
que cualquier cosa puede elevarse al estatus de verdad eludiendo al criterio de
la práctica: ¿es nuestra interacción conjunta como sociedad ante un fenómeno
una prueba de que X postulados sean o no ciertos? ¿Acaso los poderosos tienen
otro interés que no sea esconder la verdad que pone en peligro su estatus? ¿No
les interesa aprehender las propiedades de los fenómenos para usarlos en su
beneficio? Sus intereses afectan no tanto a la cognoscibilidad del mundo, sino
a cómo la interpretan y a cómo sufren aquellas cosas y personas a las que los
conocimientos de la burguesía, usados en hacer acciones que producen daños
sociales y naturales. Pero interpretación y conocimiento no son sinónimos, por
mucho que se quiera, de modo que un criterio de interpretación de hechos no
equivale a un criterio de conocimiento de hechos.
No todas las verdades sirven a los poderosos, o mejor
dicho, los poderosos no sirven a todas las verdades, sino solo a las que
necesitan −enarbolando así a los sistemas filosóficos que se sustentan en
medias verdades − estos pueden controlar el proceso de interacción con la
realidad de los millones de seres humanos que se distribuyen sobre la faz de la
Tierra. Es imposible que no se desarrollasen, en condiciones ficticias de
gobernantes superpoderosos que lo controlan absolutamente todo −sin morir de
agotamiento por ello−, verdades
paralelas que chocasen con las «oficiales» de ese momento, formuladas gracias a dicha interacción
humana espontánea con la vida de la que formamos parte y que transformamos
diariamente.
El hecho de que haya verdades consideradas como tales
ante las que los intereses de los poderosos sean indiferentes, o ni siquiera
estén involucrados en su descubrimiento, demuestra que hay afirmaciones
elevadas a verdad debido a criterios distintos a ese supuesto «interés de los
poderosos». La
verdad es una representación mental de las propiedades de la realidad, de la
materia, que existe independientemente de que la percibamos o no y, por tanto,
de que formulemos un interés por explotarla o no. ¿Por qué les interesa a los
poderosos que creamos que nuestro sistema digestivo funciona de tal forma? ¿O
que los átomos se relacionan de tal u otra forma? Seguir manteniendo la tesis
«cínica» de que toda verdad se corresponde con un interés de los poderosos −que
son los que controlan los medios de comunicación− llevaría a conclusiones
absurdas. Todo esto reduce el «argumento» cínico de los posmodernos al nivel de
falacia.
La ideología burguesa, como ideología dominante, se
debate constantemente entre dos antípodas. Necesita aceptar una grandísima
parte de la cognoscibilidad del mundo para poder seguir desarrollando las
fuerzas productivas y la producción de plusvalía. Pero asimismo necesita
ocultar la auténtica faz del modo de producción capitalista en un velo de
«incognoscibilidad». Por ello existen dos ramificaciones de la ideología
burguesa que se encuentran en constante pugna en el mundo intelectual
contemporáneo. Por una parte los llamados «cientificistas», que son fuertes en
las ciencias naturales −las que emplea la burguesía para desarrollar la
producción de plusvalía al desentrañar las propiedades del mundo circundante−
y, por otra parte, los «constructivistas», posmodernos, etc., que defienden la
incognoscibilidad del mundo y que son fuertes en las ciencias sociales, de modo
que puedan minar los esfuerzos por comprender cómo funciona y a dónde se dirige
el capitalismo, ahogando los esfuerzos por comprenderlo en un mar de
«interpretacionismo» y de relativismo absoluto». (Lev Wasilew; El cinismo de la
teoría posmoderna de la verdad,
2019)
¿Acaso
estos nuevos posmodernos, que son en realidad los mismos viejos agnósticos, se
atreverían a decir que no podemos saber si al saltar por una ventana caeremos
al vacío porque la ley de la gravedad es solo fruto de nuestra observación
subjetiva y no se puede saber si es verdad o no? Les retamos a probarlo.
«La
refutación más contundente de estas manías, como de todas las demás manías
filosóficas, es la práctica, o sea el experimento y la industria. Si podemos
demostrar la exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo
nosotros mismos, creándolo como retado de sus mismas condiciones, y si, además,
lo ponemos al servicio de nuestros propios fines, daremos al traste con la
«cosa en sí» inasequible de Kant. Las sustancias químicas producidas en el
cuerpo animal y vegetal siguieron siendo «cosas en sí» inasequibles hasta que
la química orgánica comenzó a producirlas unas tras otras; con ello, la «cosa
en sí» se convirtió en una cosa para nosotros». (Friedrich Engels; Ludwig
Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1888)
La
diferencia entre afirmar que las
cosas no existen y que no se puede saber si existen no es muy grande, ya que,
si dicen que no puede saberse de su existencia, sus métodos de análisis no
parten de buscar la esencia de las cosas, sino la esencia de la imaginación,
según ellos, crea siempre las cosas, y, por ende, su método se basa en analizar
la esencia de la idea, no de la materia, porque se parte de que esta no es
real. El agnosticismo, negando la posibilidad de las cosmovisiones y la
realidad objetiva, prepara el terreno para que la burguesía mantenga
tranquilamente su cosmovisión cínica del mundo.
Las
ideas del posmodernismo y similares son, en realidad, tan antiguas que podemos
encontrarlas en las obras de los «hegelianos de
izquierda», que fueron los primeros adversarios políticos del marxismo, y este
último es el que los posmodernos hoy dicen querer y poder «superar» con su
novísima filosofía. Marx y Engels ridiculizaban así esta cosmovisión del mundo:
«Un hombre listo
dio una vez en pensar que los hombres se hundían en el agua y se ahogaban
simplemente porque se dejaban llevar de la idea de la gravedad. Tan pronto como
se quitasen esta idea de la cabeza, considerándola por ejemplo como una idea
nacida de la superstición, como una idea religiosa, quedarían sustraídos al
peligro de ahogarse. Ese hombre se pasó la vida luchando contra la ilusión de
la gravedad, de cuyas nocivas consecuencias le aportaban nuevas y abundantes
pruebas todas las estadísticas. Este hombre listo era el prototipo de los
nuevos filósofos revolucionarios alemanes». (Karl Marx y Friedrich Engels;
Ideología alemana, 1846)
¿Y acaso esta idea −que algo no
tendrá consecuencias si estas no las contemplas− ha disminuido su influencia a día de hoy?
Para nada, porque hoy en día es especialmente común ver, sobre todo en muchos
considerados espiritistas, la defensa de que si te ocurre algo es porque lo
atrajiste previamente con tu pensamiento, es decir, para ellos no existe el
cruce casual de una cosa con otra, sino que para ellos todas las convergencias
que se produzcan entre cosas y personas ha sido producido por el pensamiento,
por la «energía», por el «poderoso deseo» de la mente.
El
posmodernismo es entonces la evolución lógica del pensamiento caduco burgués,
que toma nuevas formas durante la segunda mitad del siglo XX, este
pensamiento se revistió de palabrería científica o revolucionaria para
contrarrestar el auge de la influencia del marxismo-leninismo. Pero, «aunque la
mona se vista de seda, mona se queda». Y el posmodernismo, que dice superar el
marxismo, no es más que la intelectualidad burguesa intentando retrotraerse a modos de pensar ya superados por
la historia. Cómo no, este pensamiento ha atraído a su alrededor a todos los
intelectualoides pequeño burgueses que en lugar de poner al servicio del
proletariado y la revolución sus conocimientos, los usan para ganar un poco de
fama entre la burguesía, que compra encantada sus argumentos. Uno de estos autores era Michel Foucault, uno de
los más influyentes en los movimientos feministas y en la teoría queer.
Foucault consideraba que el sujeto revolucionario eran los prisioneros, los
locos, las minorías olvidadas, etc. Poniendo por delante las condiciones
subjetivas de cada individuo a su condición de proletario, eliminando así
cualquier proyecto colectivo emancipador. ¿Cómo no iba a gustarle Foucault a la
CIA?
Férreos «antiposmodernos» que curiosamente razonan como posmodernos
Según la RAE la «filosofía» es un «Conjunto de saberes que busca establecer, de manera racional, los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento de la realidad, así como el sentido del obrar humano». Y por «ciencia»: «Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente». Esto no es incorrecto, pero de nuevo echamos en falta varias aclaraciones. Aunque aquí se omita, las ciencias necesitan de la filosofía −que, como define Engels, solo es la «ciencia del pensamiento»− y también ocurre de forma inversa: la filosofía necesita a la ciencia. Esto no es muy complejo de entender. El filósofo que trate de filosofar sin apoyarse en las demás ciencias −economía, historia, derecho, biología, etcétera− se encontrará en un laberinto sin salida de abstracciones sin conocimiento real del mundo, porque eludirá la relación que existe entre ellas, perdiéndose elementos necesarios para comprender la esencia de lo que se estudia; mientras que el científico que pretenda hacer ciencia específica sin una visión filosófica correcta le ocurrirá más de lo mismo: cometerá uno y mil desatinos con extremada facilidad, no podrá ni operar ni sintetizar sus conclusiones de la mejor forma posible ¿Y por qué no? Pues porque, aunque sea conocedor de una realidad científica como −por ejemplo− la existencia de la ley gravitatoria, si filosóficamente la interpreta como una percepción que tenemos los humanos y no como una ley que ocurre independientemente del hombre, hallará sus causas −si es que las busca− en la vida imaginaria, no en la vida real, pues estará negando directamente esta última.
Entre los grupos y figuras declarados oficialmente como «antiposmodernos», por muy furibundos que sean a ratos, también encontramos deslices de la misma esencia filosófica posmoderna a la que juran oponerse. Si atrás hemos hecho mención a los neomaoístas, es hora de citarlos:
«Todo esto no significa, naturalmente, que las deficiencias del marxismo positivista −dualista y objetivista−, nos deban hacer reaccionar pendularmente y abrazar cierto idealismo subjetivo. Ello implicaría invertir el conocer transformando marxista por un poco materialista transformar conociendo. La obra revolucionaria tiene leyes, y leyes objetivas. El monismo marxista nos obliga a comprenderlas no al modo de la ciencia natural, como si dichas leyes preexistieran a la propia actividad del sujeto y fueran siempre idénticas a sí mismas; pero tampoco como si fueran resultado de la sola actividad intelectiva; sino como resultado del propio despliegue de la praxis revolucionaria. Es decir, que debemos comprender cómo el sujeto crea dichas leyes en el desarrollo de su movimiento histórico crecientemente consciente». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)
Así, los «reconstitucionalistas» insistían en que solo ellos habían logrado superar la antigua separación mecánica entre teoría y práctica, que nunca fue superada por el marxismo. ¿Pero cómo? Muy fácil: al parecer se han dado cuenta de que el sujeto crea leyes gracias a su «praxis revolucionaria» −en el sentido más lukacsiano−, con lo que caen en el relativismo posmoderno donde la verdad −objetividad− no se descubre, no es reflejada por nosotros y plasmada en esquemas, teorías, conceptos y demás, sino que se crea.
Aunque suene surrealista, para ellos las leyes sociales «no preexisten a la propia actividad del sujeto», ergo, existen solo cuando el sujeto las crea. Visto así, resultaría que al descubrir cómo opera una ley social objetiva, el pensador −o el gabinete de sabios− «la estaría creando», y antes de todo ello «no existía»… un absurdo. ¿Qué tenemos aquí? ¡Una reedición de las ideas del «materialismo» filosófico de Gustavo Bueno!
«En el planteamiento dialéctico, el centro de gravedad se desplaza hacia el ejercicio del conocer mismo, en cuanto proceso real del mundo, en el que, ahora mismo, en el tiempo presente −presente precisamente por esto− se produce el mundo y, con él, la subjetividad y la objetividad. No es el objeto la forma o materia, ni el sujeto la materia o la forma: es el mundo mismo el que se produce ahora en el acto mismo del conocer». (Gustavo Bueno; Ensayos materialistas, 1972)
Esta concepción filosófica la mantuvo hasta sus últimos días:
«La ciencia no sería un conocimiento sino una construcción o una transformación históricamente dada que tiene unas características especialísimas, que consiste no propiamente en representar al mundo, con verdad o con falsedad, sino de algún modo en intervenir en el mundo e incorporar el propio mundo −o la parte del mundo que sea− en la propia ciencia». (Gustavo Bueno; Epistemología y gnoseología, 2010)
En primer lugar, dice que la ciencia es la intervención en el mundo −correcto− y la incorporación en la propia ciencia −correcto también−, pero, tras tantos años estudiando, ¿este señor no sabía que no puede definirse una cosa aludiendo a esa misma cosa? Esto no es definir nada, sino que es una pescadilla que se muerde la cola.
Por otro lado, ¿el ser humano supera y crea las leyes naturales y sociales a su gusto en cualquier momento y lugar? Estos primates −a los cuales la evolución no les ha sido muy afortunada− confunden el manipular las cualidades y propiedades de los fenómenos, de la materia, con directamente crear esas mismas cualidades y propiedades. Para ellos, el hecho de pensar y comprender un objeto, es decir, que este se encuentre representado en la mente humana, nos sitúa directamente por encima de dicho objeto y −he aquí la clave− de las mismas condiciones necesarias para: o bien alcanzarlo o bien desarrollarlo en un sentido o, en definitiva, controlarlo en plena voluntad; aducen esto no sólo por el hecho de que podemos —como posibilidad— transformarlo, sino porque ahora sus leyes −sus cualidades y propiedades reflejadas como sistema en la razón− se hallan bajo nuestra comprensión. Esto significa que caen en una variante del solipsismo porque ligan la existencia de leyes a la inmediata conciencia de las mismas, equiparan conocer con crear.
Retomando la cuestión principal, el lector debe comprender que, aunque las leyes y categorías de las ciencias sociales no sean iguales que las que operan en las ciencias naturales, ¡faltaría más!, el «sujeto» no puede «crearlas» artificiosamente, por lo tanto, estos últimos autores, aunque no lo quieran, caen estrepitosamente en un idealismo subjetivo de manual pero, eso sí, encubierto de un falso «antidogmatismo», donde ese «sujeto» sería un «superhombre» por encima de las leyes sociales de la economía, política, historia y demás. Esto demuestra de paso que el irracionalismo y el misticismo no distingue de etiquetas filosóficas o políticas; bien se presenten como «derecha» o como «izquierda», da lo mismo, porque vienen a ser lo mismo. Por esto mismo el pragmatismo del posmodernismo y predecesores, aunque sea molesto y cause enojos, a su vez resulta una herramienta tan útil tanto a unos como a otros: incluye tanto a la derecha «conservadora» más «cortesana», como a la más «desacomplejada»; tanto a la izquierda más «moderada», como a la más «políticamente incorrecta». Véase el capítulo: «El romanticismo y su influencia mística e irracionalista en la «izquierda» de 2021.
Los jefes «reconstitucionalistas», emulando a otros aspirantes a líderes hegemónicos de la «izquierda», como Alberto Garzón o Santiago Armesilla, ponen peros a eso de colocarle al marxismo un estatus de ciencia:
«La historia demuestra que el marxismo no puede reducirse al estatuto de simple ciencia; pero, igualmente, tampoco puede prescindir de ella. La relación que establecen ambas formas de conciencia, interrogante que nos hacíamos al inicio del artículo, es mucho más rica. El marxismo, la más moderna concepción del mundo, supera la ciencia al modo dialéctico: la conserva como parte −momento− de la nueva concepción del mundo; la eleva al romper todas las costuras, moldes y restricciones que los intereses y prejuicios de clase de la burguesía le imponían; y la cancela como forma de conciencia más avanzada, al subordinar el conocimiento positivo del mundo al nuevo imperativo práctico de su transformación». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)
Esto, en efecto, está en las antípodas de lo planteado por Marx y Engels, así como por sus más legítimos sucesores. Si observamos las obras clásicas de la literatura marxista, precisamente aluden que campos como la llamada «economía política» o la «sociología» no adquirieron un estatus tan científico como el actual hasta que Marx y Engels completaron, matizaron, corrigieron o descubrieron lo que los autores burgueses solo habían dejado a medias, lo que solo habían llegado a intuir:
«Ante todo, el socialismo moderno [el marxismo] es por su contenido el producto de la percepción del antagonismo de clase entre poseedores y desposeídos, asalariados y burgueses, por una parte; y de la anarquía reinante en la producción, por otra. Pero, por su forma teórica, se presenta inicialmente como una continuación, en apariencia más consecuente, de los principios establecidos por los grandes ilustrados franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo moderno tuvo que enlazar con el pensamiento que existía previamente, por más que sus raíces estuvieran en los hechos económicos. (…) Para hacer del socialismo una ciencia había que empezar por situarlo en el terreno de la realidad». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
Una vez logrado esto, no era extraño vislumbrar que:
«Tal parece como si nuestra economía política ortodoxa se empeñase en empujar hacía el campo socialista a cuantos toman en serio la ciencia económica». (Die Zukunft. 6 Berlín 30 octubre 1867; núm. 254, suplemento)
Entonces, ¿por qué los «reconstitucionalistas» hacen una separación artificial entre «marxismo» y «ciencia»? Sencillo. Como ya vimos atrás, la ciencia es, según ellos, un saber «práctico» e «instrumental», pero «no consciente», digamos que «no está a la altura» de su grandísima «filosofía revolucionaria» que se «autoconoce» en sus propósitos finales (La Forja; Nº27, 2003). Por eso la consideran como «la forma de conciencia que mejor responde a la naturaleza [burguesa]» (Línea Proletaria, Nº3, 2018). No nos extenderemos demasiado sobre esto ya que fue desglosado en nuestro documento sobre estos neomaoístas, el cual fue editado en 2017 y reeditado en 2021. Véase la obra: «Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas» de 2017.
Santiago Armesilla, discípulo de Gustavo Bueno y su «materialismo filosófico», mismamente niega la objetividad de la psicología declarando que «no es una las ciencias sociales» y señalaba que el marxismo no es una ciencia porque:
«Si el marxismo fuese una ciencia en el sentido de categorialmente cerrada, que es la que permite afirmar que la física, la geometría o la biología son ciencias; y no solo como sinónimo de sabiduría, porque entendiendo a la ciencia como sabiduría cualquier saber técnico sería «ciencia» −artesanía, bricolage, cocina, etc.−, ¿no habrían explicado sus fundadores, Marx y Engels, el método?». (Santiago Armesilla; Facebook, 28 de agosto de 2021)
«Al llamar a la física a la mecánica de las moléculas, a la química a la física de los átomos, a la biología a la química de las albúminas, deseo expresar la transición de cada una de estas ciencias a la otra y por lo tanto la conexión, la continuidad y también la distinción, la ruptura entre los dos campos. La biología no equivale así a la química y, al mismo tiempo, no es algo absolutamente separado de ella. En nuestro análisis de la vida encontramos procesos químicos definidos. Pero estos últimos ahora no son químicos en el sentido propio de la palabra; para comprenderlos debe haber una transición de la acción química ordinaria a la química de álbumes, que llamamos vida». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
Finalmente, Armesilla adopta una posición donde el marxismo sí bebe de las ciencias, pero no es ciencia, otro absurdo:
«El materialismo histórico, que es el verdadero marxismo, no puede implantarse políticamente si su metodología no parte de saberes científicos. Pero esto no lo convierte en una ciencia». (Santiago Armesilla; Facebook, 28 de agosto de 2021)
«La filosofía, tal como yo la concibo ocupa un lugar intermedio entre la teología y la ciencia. De una parte, coincidiendo con la teología, cavila en torno a problemas acerca de los cuales no ha sido posible adquirir hasta hoy un conocimiento exacto; de otra, al igual que la ciencia, apela a la razón humana más que a la autoridad, arraigada en la tradición o en la revelación». (Bertrand Russell Russell; Historia de la filosofía occidental, 1945)
Fruto de esta mente caótica, Armesilla escribía lo siguiente dejando perplejo a los licenciados en psicología, pues habría llegado a la conclusión de que:
«@armesillaconde: La psicología no es una ciencia». (Santiago Armesilla; Twitter, 5 feb. 2020)
Por su parte, Alberto Garzón, a duras penas jefe en Izquierda Unida (IU) y segundón en Unidas Podemos (UP), también intentaba advertirnos de las mismas paparruchas. En primer lugar, aseguraba que el marxismo no tiene un método definido (sic):
«No existe, en consecuencia, tal cosa como un método marxista único. Mucho menos Marx o Engels elaboraron una guía epistemológica para que se trabajara dentro de un corpus ortodoxo». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)
Al que conozca las lecturas que acostumbra a recomendar Garzón nada de esto le será nuevo, y es que él mismo muestra su afinidad y «aprendizaje» por la obra de Francisco Fernández Buey, antiguo discípulo de Manuel Sacristán, este declara:
«Él [Marx], que no pretendió construir una filosofía de la historia, y que así lo escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la contundencia que había dado a sus afirmaciones sobre la historia de los hombres hicieron que, ya en vida, fuera considerado por sus seguidores sobre todo como un filósofo de la historia». (Francisco Fernández Buey; Marx sin ismos, 1998)
«Pero lo que esta obra de que hablamos nos presenta es una teoría sistemática, científica, frente a la cual no es la prensa diaria, sino la ciencia, la que tiene que decir la última palabra». («Elberfelder Zeitung», 2 noviembre 1867, núm. 302)
Por lo visto, también el señor Fernández Buey desconoce que literalmente Marx sí pretendía crear una «filosofía de la historia». ¿Afirmamos esto tan solo apoyándonos en lo que expresa al respecto Engels, ya sea en el «Anti-Dühring» (1878) o en sus diversas cartas y prólogos al respecto? Pues no, lo afirmamos basándonos en el capítulo: «Feuerbach. Contraposición entre la concepción materialista y la concepción idealista», de su obra «La ideología alemana» (1846), donde es el propio Marx −junto a Engels− el que expone su concepción materialista de la historia. ¿Han leído ustedes, señor Armesilla, señor Garzón, Señor Fernández, estos documentos, y más aún, han hecho el esfuerzo por comprenderlo? Al parecer, Garzón es de aquellos que quiere todo machacado, y que le lleven de la mano en cada página, por eso se asusta cuando en algún momento el autor no le advierte de que al analizar esto y lo otro de esta misma forma está «revelando un método». ¡El pobre necesita que se lo digan abiertamente una y otra vez!
Finalmente, el señor Garzón se enreda en la contradicción de que, si bien no considera al marxismo como una ciencia, sí parece que ha «resistido bien el paso del tiempo», pues sus teorías tienen total actualidad:
«Una de esas cosas que explica muy bien la tradición marxista es la evolución a largo plazo de un sistema económico como el capitalismo. (…) Es posible que no podamos afirmar, como Engels, que el marxismo sea socialismo científico o ciencia. Pero sí podemos decir, con más humildad, que Marx «sencillamente, identificó ciertas características del capitalismo muy resistentes al cambio que, por supuesto, no excluyen cualquier otro rasgo complementario». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)
Garzón incurre en el mismo enredo que Armesilla, en ningún momento explica cómo el marxismo logró esa «identificación» de «ciertas características del capitalismo», esa «evolución a largo plazo» del sistema. ¿Cómo fue posible esto? ¿Estudio metodológico, especulación, intuición, plagio, fortuna? ¿Acaso se sentaron Marx y Engels a jugar al «pachinko» de la especulación económica y política y simplemente tuvieron mucha suerte? Pues eso parece porque según su maestro, Fernández Buey, Marx solo pretendía criticar por la crítica en sí, como si fuera un acto que no tuviera un fin superior alguno más allá de ajustar cuentas y polemizar con alguien:
«Él, que despreciaba todo dogmatismo, que tenía por máxima aquello de que hay que dudar de todo y que presentaba la crítica precisamente como forma de hacer entrar en razón a los dogmáticos, todavía tuvo tiempo de ver cómo, en su nombre, se construía un sistema filosófico para los que no tienen duda de nada y se exaltaba su método como llave maestra para abrir las puertas de la explicación de todo». (Francisco Fernández Buey; Marx sin ismos, 1998)
Entendido queda que, según ellos, Marx en su crítica a los jóvenes hegelianos no estaba construyendo su sistema propio en base a superar los defectos de la filosofía predecesora, resultó que Marx estaba intentando hacerles «entrar en razón» (?). Esto debe ser el equivalente filosófico a una joven que mediante el diálogo intenta convencer a su expareja para que reflexione sobre sus malos actos, advirtiéndole que esta es la única forma para que vuelvan a estar juntos algún día. Es más, siguiendo con el símil amoroso, esta situación surrealista en la que aquí se asocia a Marx −como un hombre que no sistematiza nada al aprender de sus errores−, sería como proponer que uno, tras salir de una «relación tóxica», se deshace de sus viejas concepciones equivocadas −su relación con el hegelianismo−, pero no para crear una base sólida y sana para una futura relación, sino simplemente para conformarse con ser una «hoja movida por el viento», un individuo sin «ataduras» que va improvisando su próximo escarceo amoroso, porque ha llegado a la conclusión que eso es lo que «le hace libre». Pero como sabemos, tanto en la filosofía como en el amor, la indefinición nunca trae nada nuevo.
Por su parte, Garzón, su discípulo, al no ser capaz él ni de buscarse sus propias metáforas, continúa donde Fernández lo dejó, y respecto al marxismo, solo propone, cual sociólogo ecléctico, salvar la parte «no dogmática» del marxismo tradicional, que por supuesto él gustosamente nos seleccionará de forma arbitraria conjugándola con un poco de esto y un poco de aquello:
«Recuperar el materialismo histórico, en una versión suavizada, como instrumento útil para la ciencia social. (…) El marxismo no es, en suma, la llave que abre todas las puertas. El marxismo es, más bien, una humilde herramienta para el análisis social y también para la práctica política». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)
Entonces ¿a qué queda reducida la utilidad del marxismo según Garzón? A elogios ambiguos y vacíos para así, tras las alabanzas, renegar de él. Esta es como la vieja táctica centenaria de declararse «marxista» para añadir un «heterodoxo» al final. Cada cual intentando ser menos «dogmático» que el anterior, no vaya a ser que, por aceptar mínimamente algún axioma, resuciten sin querer al espíritu del «autoritarismo stalinista» y este vuelva a infundir terror y agonía en el alma de los «hombres libres», aquellos que hoy anidan tranquilos en sus flamantes democracias con Unidas Podemos al frente, aunque, eso sí, sin poder pagar la factura de la luz, al igual que sus familiares desempleados con los ERTE y sus hijos perdidos en la ludopatía de las casas de apuestas. Pero… ya se sabe, como dijo el último grito de la socialdemocracia, Pablo Iglesias, «¡En política las contradicciones no se superan, se cabalgan!».
Habría que apuntar varias cosas de interés. Evidentemente, el hombre desde que es hombre no comienza a conocer la realidad solo desde que aparece el marxismo miles de años después. Pero, al igual que no comparamos la capacidad productiva o la inteligencia de un «Homo Australopithecus» con un «Homo Sapiens», lo lógico es no comparar tampoco al sistema marxista para conocer la realidad con el que ofrecen otras corrientes previas como el kantismo o el hegelianismo. Y por supuesto, si estamos cuerdos, tampoco lo haremos con otras «desagradables mutaciones» muy posteriores que se pierden en los «albores irracionales de nuestra especie», como el vitalismo o el propio posmodernismo, que, de adaptarlo a nuestras necesidades, de forma absoluta −cosa que nadie hace−, supone volver casi al estado de bestialidad, a la época de las cavernas. Cuando Garzón habla del marxismo como una «humilde llave» para el análisis social, nos gustaría preguntarle algo, puesto que en su artículo este portero chismoso desea probar a abrir las puertas del conocimiento con todo su juego de llaves: Kant, Popper, Kuhn, etc. ¿Acaso considera usted a todas estas llaves como «iguales» o están por encima de la «llave maestra» del marxismo? Bien pues eso parece:
«Lo que se cuestiona es la vigencia de una suerte de modelo canónico que toda disciplina debería asumir». (Alberto Garzón; ¿Por qué soy comunista?, 2017)
Todo esto recuerda en demasía a las reflexiones del intelectual italiano, Enzo Traverso en su obra: «Marx, la historia y los historiadores Una relación para reinventar» (2018), quien rechazaba los aspectos del marxismo que, según él, claro, la han hecho de esta «una corriente con concepciones teleológicas y totalizadoras de la historia». Especial mención para comentarios como el de señalar con el dedo acusatorio a ese Marx del «célebre «Prólogo» de 1859 a la «Contribución a la crítica de la economía política», canonizado por la historiografía positivista −con la ayuda de Engels y Karl Kautsky−, cuyo pensamiento fue transformado en escolástica». En cambio, casualmente −nótese la ironía− valoraba muy elogiosamente a los autores posteriores como «Georg Lukács, León Trotski, Antonio Gramsci o José Carlos Mariátegui», que en su mentalidad serían los «revitalizadores del marxismo». Por no desviarnos del propósito analítico inicial, simplemente le recomendamos al lector que si tiene interés indague sobre esta última figura para comprobar cómo sus tesis irracionales y místicas tenían se parecían tanto a las del marxismo como de semejanza hay entre un camello y un caballo. Véase la obra: «Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo» de 2021.
Es posible que se nos mencione la típica perorata: «¡Pero es que es cierto! ¡El marxismo no es capaz de captar todos los ángulos de la realidad!», razón por la que recomiendan unirlo a la perspectiva de este o aquel movimiento político o corriente filosófica. Pero hemos de preguntarnos, ¿la realidad, cuál realidad? Si es la realidad en general, la única cosmovisión que ofrece una interpretación fiel de la misma es el «materialismo dialéctico». ¿De la realidad social? El «materialismo histórico», y punto, no hay otra alternativa, el resto de «lentes» han demostrado tener miopías severas como para que nos acompañen en caminos tan empedrados como los que deseamos recorrer. Y si el señor Garzón responde «Ya, pero es que el marxismo no tiene en cuenta X aspecto específico que mi ideología concreta sí contempla», pues enhorabuena, céntrese usted en ese aspecto extremadamente puntual de la realidad social y desde una óptica tan corta de miras y ya nos dará cuenta de qué frutos obtiene con sus «gafas transversales». En todo caso, el lector habrá de saber que el comunismo, eso a lo que Garzón dice aspirar mientras es parte del bochornoso «gobierno del cambio» de Pedro Sánchez, jamás ha sido un movimiento condescendiente con el eclecticismo doctrinal, por el contrario, siempre ha identificado a este como un obstáculo para lograr un conocimiento real del estado de las cosas, para guiar al pueblo hacia la abolición de las clases sociales:
«El eclecticismo no desaparecerá pronto, ya que no es solo el efecto de la confusión intelectual, sino la expresión de una determinada situación. (…) Cuando unos pocos intelectuales más o menos socialistas se dirigen a un proletariado ignorante, descortés, en buena parte reaccionario, es casi inevitable que razonen teóricamente como utópicos y operen prácticamente como demagogos». (Antonio Labriola; Carta a Friedrich Engels, 2 de octubre de 1892)
Nosotros ni siquiera deberíamos dar un voto de confianza a este tipo de elementos, ya que la hipocresía de esta gente clama al cielo, y en el caso del señor Garzón sale a relucir por sí sola, puesto que declara una teórica cruzada contra el posmodernismo, pero por otro lado hace décadas que se ha echado a los brazos del feminismo, cuando uno y otro, posmodernismo y feminismo, son uña y carne. Su pálida figura política queda aún más en evidencia cuando desde 2016 ha venido trazando una coalición electoral con Podemos, partido liderado por todo tipo apologetas de la teoría del «precariado» y otras monsergas, con lo cual no puede haber mayor nivel de cinismo e inconsistencia en tal discurso «antiposmoderno». Véase nuestro capítulo: «La teoría del «precariado» y el «rol revolucionario» del «lumpen» según Podemos» de 2020.
En resumidas cuentas, estos peros para reconocer el estatus científico del materialismo histórico y el materialismo dialéctico son en esencia el mismo camino que recorren −aunque por otro sendero− los «reconstitucionalistas», que, si bien no niegan al marxismo-leninismo «en su totalidad», hace tiempo que decidieron «adoptar una posición crítica» desde el punto de vista de «su validez universal y actual». (La Forja; Nº31, 2005)
¿Qué opina el
marxismo de todas las zarandajas del posmodernismo y similares?
¿Cuál fue el pecado principal de los presuntos «marxistas» que dentro y fuera de las
universidades siguieron a pies juntillas lo que decían todos estos tipos? El
mismo de los seguidores de Mach en Rusia:
«La
desgracia de los machistas rusos que se proponían «conciliar» la
doctrina de Mach con el marxismo, consiste precisamente en haberse fiado de los
profesores reaccionarios de filosofía y, una vez hecho esto, haber resbalado
por la pendiente. Sus diversas tentativas de desarrollar y completar a Marx se
fundaban en procedimientos de una gran simplicidad. Leían a Ostwald, creían a
Ostwald, parafraseaban a Ostwald y decían: esto es marxismo. Leían a Mach,
creían a Mach, parafraseaban a Mach y decían: esto es marxismo. Leían a
Poincaré, creían a Poincaré, parafraseaban a Poincaré y decían: ¡esto es marxismo! Pero, cuando se
trata de filosofía, no puede ser creída ni una sola palabra de ninguno de esos
profesores, capaces de realizar los más valiosos trabajos en los campos
especiales de la química, de la historia, de la física. ¿Por qué? Por la misma
razón por la que, tan pronto se trata de la teoría general de la economía
política, no se puede creer ni una sola palabra de ninguno de los profesores de
economía política, capaces de cumplir los más valiosos trabajos en el terreno
de las investigaciones prácticas especiales. Porque esta última es, en la
sociedad contemporánea, una ciencia tan de partido como la gnoseología. Los
profesores de economía política no son, en general, más que sabios recaderos de
la clase capitalista, y los profesores de filosofía no son otra cosa que sabios
recaderos de los teólogos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y
empiriocriticismo, 1908)
No existe la filosofía de la
matemática, de la física o de la historia, sino que existen matemáticos,
físicos o historiadores sirvientes de una filosofía o de otra, ya sea de forma consciente
o no. Por eso, el deber de un proceso revolucionario es que el estudiante de
historia sepa de materialismo dialéctico, y el estudiante de matemáticas
también.
Marx
resumió a la perfección este
fenómeno consecutivo de adaptación a la ideología dominante que ocurre en cada
generación:
«Esta concepción revela que la historia no termina
disolviéndose en la «autoconciencia», como el «espíritu del espíritu», sino que
en cada una de sus fases se encuentra un resultado material, una suma de
fuerzas productivas, una actitud históricamente creada de los hombres hacia la
naturaleza y de los unos hacia los otros, que cada generación transfiere a la
que le sigue, una masa de fuerzas productivas, capitales y circunstancias, que,
aunque de una parte sean modificados por la nueva generación, dictan a ésta, de
otra parte, sus propias condiciones de vida y le imprimen un determinado
desarrollo, un carácter especial; de que, por tanto, las circunstancias hacen
al hombre en la misma medida en que éste hace a las circunstancias». (Karl Marx
y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Cabría preguntarnos, ¿por qué todas estas
ideologías han prometido una «revolución total» y han perecido siendo
sustituidas por otras «similares», unas tras otras, sin llegar siquiera a poner
en una situación de incomodidad al sistema capitalista?
«Esta suma de
fuerzas productivas, capitales y formas de relación social con que cada
individuo y cada generación se encuentran como con algo dado es el fundamento
real de lo que los filósofos se representan como la «sustancia» y la
«esencia del hombre», elevándolo a la apoteosis y combatiéndolo; un fundamento
real que no se ve menoscabado en lo más mínimo en cuanto a su acción y a sus
influencias sobre el desarrollo de los hombres por el hecho de que estos
filósofos se rebelen contra él como «autoconciencia» y como el «único». Y estas
condiciones de vida con que las diferentes generaciones se encuentran al nacer
deciden también si las conmociones revolucionarias que periódicamente se repiten
en la historia serán o no lo suficientemente fuertes para derrocar la base de
todo lo existente. Y si no se dan estos elementos materiales de una conmoción
total, o sea, de una parte, las fuerzas productivas existentes y, de otra, la
formación de una masa revolucionaria que se levante, no sólo en contra de
ciertas condiciones de la sociedad anterior, sino en contra de la misma
«producción de la vida» vigente hasta ahora, contra la «actividad de conjunto»
sobre que descansa, en nada contribuirá a hacer cambiar la marcha práctica de
las cosas el que la idea de esta conmoción haya sido proclamada ya una o cien
veces». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Entonces,
una vez comprendido esto, hay
que volver a las raíces del pensamiento racional, el cual no se basa en
castillos en el aire, sino en la constatación práctica:
«La forma en que se desarrollan las ciencias naturales,
cuando piensan, es la hipótesis. Se observan nuevos hechos, que vienen a hacer
imposible el tipo de explicación que hasta ahora se daba de los hechos
pertenecientes al mismo grupo. A partir de este momento, se hace necesario
recurrir a explicaciones de un nuevo tipo, al principio basadas solamente en un
número limitado de hechos y observaciones. Hasta que el nuevo material de
observación depura estas hipótesis, elimina unas y corrige otras y llega, por
último, a establecerse la ley en toda su pureza. Aguardar a reunir el material
para la ley de un modo puro, equivaldría a dejar en suspenso hasta entonces la
investigación pensante, y por este camino jamás llegaría a manifestarse la ley.
La abundancia de las hipótesis que se abren paso aquí y la sustitución de unas
por otras sugieren fácilmente −cuando el naturalista no tiene una previa
formación lógica y dialéctica− la idea de que no podemos llegar a conocer la
esencia de las cosas −Haller y Goethe−. Pero esto no es peculiar y
característico de las ciencias naturales, pues todo el conocimiento humano se
desarrolla siguiendo una curva muy sinuosa y también en las disciplinas
históricas, incluyendo la filosofía, vemos cómo las teorías se desplazan unas a
otras, pero sin que de aquí se le ocurra a nadie concluir que la lógica formal
sea un disparate. (...) Sólo podemos llegar a conocer bajo las condiciones de la
época en que vivimos y dentro de los ámbitos de estas condiciones. (…) La
investigación empírica de la naturaleza ha acumulado una masa tan gigantesca de
conocimientos de orden positivo, que la necesidad de ordenarlos
sistemáticamente y ateniéndose a sus nexos internos, dentro de cada campo de
investigación, constituye una exigencia sencillamente imperativa e irrefutable.
Y no menos lo es la necesidad de establecer la debida conexión entre los
diversos campos de conocimiento. Pero, al tratar de hacer esto, las ciencias
naturales se desplazan al campo teórico, donde fracasan los métodos empíricos y
donde sólo el pensamiento teórico puede conducir a algo. Ahora bien, el
pensamiento teórico sólo es un don natural en lo que a la capacidad se refiere.
Esta capacidad tiene que ser cultivada y desarrollada; y, hasta hoy, no existe
otro medio para su cultivo y desarrollo que el estudio de la historia de la
filosofía». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1875)
Ergo ni la filosofía está reñida con la ciencia,
ni la ciencia puede operar con seguridad sin los saberes acumulados −motivo por
el cual el método inductivo y deductivo son necesarios para el conocimiento−:
«La filosofía de la praxis, que es la esencia del
materialismo histórico. Esa es la filosofía inmanente a las cosas sobre las
cuales ella filosofa. De la vida al pensamiento y no del pensamiento a la vida:
es este el proceso realista. (...) Del desenvolvimiento de la actividad, y
al par que es la teoría del hombre que trabaja, considera la ciencia misma como
un trabajo. (…) «Si debo contentarme con escribir aforismos, como conviene a
las confesiones, diría: a) el ideal del saber debe ser: terminar con la
oposición entre ciencia y filosofía; b) pero, así como la ciencia −empírica− está en perpetuo devenir y se multiplica en
su materia como en sus grados, diferenciando al mismo tiempo los espíritus que
cultivan sus diferentes ramas, por otra parte, es acumulada y se acumula
continuamente bajo el nombre de filosofía la suma de los conocimientos metódicos
y formales; c) igualmente, la oposición entre la ciencia y la filosofía se
mantiene y se mantendrá, como término y momento siempre provisorio, para
indicar, precisamente, que la ciencia está en devenir continuo y que, en este
devenir, la autocrítica es una parte importante. (…) Es suficiente pensar en
Darwin para comprender cuan necesario es ser prudente cuando se afirma que la
ciencia de nuestro tiempo es por sí misma el fin de la filosofía. Darwin,
ciertamente, ha revolucionado el dominio de las ciencias del organismo, y con
ello toda la concepción de la naturaleza. Pero Darwin no ha tenido plena
conciencia del alcance de sus descubrimientos: él no fue el filósofo de su
ciencia». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1899)
¿Por qué el marxismo «entró en crisis» en los círculos
intelectuales?
A esta pregunta podríamos añadirle una mucho
más dolorosa, si el posmodernismo es un absurdo filosófico, ¿por qué muchas
veces ha dominado en las últimas décadas −en cuanto a presencia e influencia−
por delante del marxismo? La respuesta sencilla sería: porque el posmodernismo
satisface las exigencias de la actual sociedad burguesa, mientras que el
marxismo pretende subvertirla, y dado que no lo ha logrado ni está cerca de
ello, dicho orden social puede respirar tranquilo:
«Hablamos de esta manera no porque seamos derrotistas,
sino precisamente porque somos realistas y contamos con un optimismo
revolucionario para revertir la situación. Lo primero que hay que hacer es
reconocer que hoy el movimiento marxista-leninista ha sido derrotado en las
cuatro esquinas del globo. Eso es lo primero que hay que decir bien alto y sin
miedo. ¿Qué significa esto exactamente? Lo que hoy existe y se autodenomina
como tal en su mayoría es un chiste. Por supuesto, el comunismo, marxismo o
como se quiera llamar, ha tenido tal transcendencia que hoy se sigue utilizando
como pretexto para debates políticos, en las tertulias periodísticas y estudios
académicos. Pero este «marxismo», del que tanto hablan los políticos y
periodistas conservadores para calumniarlo, no existe, al menos no con una
representación e influencia de peso. Para su fortuna el único «marxismo» que
tiene relevancia es aquel totalmente adulterado, ese mismo con el que trafican
y se adornar diversos pensadores y movimientos de «izquierda» para dárselas de
«transgresores» y «antisistema». Unos lo utilizan como estandarte intelectual
para aparentar «compromiso social» o «superioridad moral», mientras también los
hay que el único interés real en la política reside en poder utilizarlo como
vehículo para socializar o aparearse. Ese «marxismo» no asusta al enemigo de
clase como el de antaño, es más, en privado a las élites les produce más risa
que otra cosa, si es que se le presta atención. España no es una excepción en esto.
Existen varios partidos que se reclaman «marxistas», pero ninguno cumple con
los axiomas más básicos que se le presuponen, sus líderes no conocen su
historia, y mucho menos han sabido extraer y aplicar las lecciones de ella».
(Equipo de
Bitácora (M-L); Fundamentos y propósitos,
2021)
Bien, tal como aquí describíamos, es un secreto a voces que el marxismo está en horas bajas pese a que en su momento este movimiento político tuvo una gran transcendencia hasta el punto de que sus herramientas de análisis, el materialismo histórico y dialéctico, penetraron en todos los poros de la vida social: discusiones filosóficas, estudios académicos, debates en asociaciones vecinales, sindicatos, revistas de sociología, movimientos políticos, etc. Un ejemplo interesante de este fenómeno es observar cómo este debate permanente sobre el marxismo y su utilidad se reflejó en las ciencias sociales. Mismamente en el campo histórico, la mayoría de escuelas historiográficas del siglo XX estuvieron de una u otra forma influenciada por sus teorías y conceptos. Así ocurrió con la Escuela de los Annales o la Escuela de Frankfurt, lo que no excluye, faltaría más, que medie un abismo entre la esencia y metodología de Marx y Engels y lo que propusieron y concluyeron estas escuelas que precisamente trataron, muy desafortunadamente, de mezclar marxismo con estructuralismo, marxismo con freudismo, etc… aguando así su contenido, algo que hasta la propia CIA reconoció en sus informes confidenciales. Véase el documento de la CIA: «Francia: la defección de los intelectuales de izquierda» de 1985. En cambio, para muchos, como el historiador Enzo Traverso, el «mérito del marxismo» de esta época estuvo en que supo acoger y adaptarse al resto de corrientes ajenas, en que ha:
«Podido enriquecerse relacionándose con todos los campos del saber y sacando provecho de su renovación epistemológica. Su simbiosis con el existencialismo, el estructuralismo, el psicoanálisis, la antropología y la sociología lo había enriquecido y le había permitido alcanzar resultados considerables». (Enzo Traverso; Marx, la historia y los historiadores, 2018)
Bien, de una manera u otra, esto también demostraba la influencia y el prestigio que había acumulado el marxismo como para forzar a que se diese este debate y estos intentos sutiles de manipular su raíz. Pero centrémonos en lo importante, ¿por qué el marxismo llegó a estar en boca de todos? En primer lugar, por los triunfos y el prestigio alcanzado por su movimiento político, el cual, a diferencia de los socialismos utópicos, por primera vez había sido capaz de crear nuevas experiencias revolucionarias perdurables, dando lugar a regímenes de sumo interés para cualquier persona medianamente progresista. En segundo lugar, las palancas de estudio del marxismo, el «materialismo histórico» y el «materialismo dialéctico», el primero con más fortuna que el segundo, se popularizaron cada vez más entre los «hombres del saber», teniendo una magnitud tal que había logrado acoplarse dentro de algunas de las corrientes oficiales y protegidas por las universidades capitalistas. Ahora bien, la forma en que se introdujo es ya harina de otro costal. Sin ir más lejos, era común ver cómo los profesores y alumnos pequeño burgueses más radicalizados −y nos referimos tanto a los que lo eran de origen de clase como de espíritu− manejaban parte del discurso y conclusiones del marxismo; se veían especialmente asombrados por una doctrina con tanta vitalidad y posibilidades para sus investigaciones e inquietudes, y no nos engañemos, también porque muchos de ellos querían aparentar afirmar algo que sonase medianamente coherente o radical en aquella época de polémicas revueltas y encarnizadas discusiones políticas. Debido a la alta confusión de estos sujetos, esta intelectualidad inoculaba a su «marxismo» sus prejuicios y manías sociales, y además se contagiaba −aun sin quererlo− de las ideas dominantes de la época, por lo que en el cómputo final de este producto tan extraño que ofrecían, resultaba complejo saber qué había tenido más peso dentro de estas infinitas conexiones que hacían entre filosofías contrapuestas entre sí.
En todo caso, el marxismo, quiérase o no,
cambió irremediablemente la visión y lenguaje de la sociología, la economía o
la historia, e incluso a día de hoy es extraño no ver un cúmulo de estudios
sociológicos, pedagógicos o antropológicos que no utilicen nociones de autores
marxistas −o cercanos a esta
corriente− valiéndose de sus enfoques
y conclusiones. Evidentemente, si los partidos revolucionarios no lograban
reclutar y promocionar a los especialistas de estas instituciones y
contraatacar desde sus órganos de expresión todo ataque o distorsión del
marxismo, este cada vez se parecería más a una caricatura, como acabó
ocurriendo. He ahí la importancia de lograr establecer una ligazón entre el
partido y estas ramas profesionales de la intelectualidad. Y es que todo esto
no hubiera sido posible sin la faena asumida por nuestra «maravillosa»
intelectualidad tradicional, que las más de las veces se ha dedicado a
colaborar en el regodeo por la mediocridad:
«Si se da el caso de que semejantes conceptos e
ideaciones se mezclen y confundan la communis opinio de las personas cultas, o
de aquellas que pasan por tales acaban constituyendo una masa de prejuicios y
forman la impedimenta que la ignorancia opone a la visión clara y plena de las
cosas efectivas. Estos prejuicios corren como derivados ideológicos en boca de
los políticos de oficio, de los llamados escritores es y periodistas de toda
clase y color, y ofrecen el fulgor de la retórica. A la llamada opinión
pública». (Antonio Labriola; Del materialismo histórico, 1896)
No por casualidad Antonio Labriola, recordó
que su mentor, Friedrich Engels, ya había anotado hace muchos años que
encontrarse a verdaderos intelectuales de la emancipación en Europa era casi
como encontrar agua en el desierto:
«Usted se queja de la poca difusión que hasta ahora ha
tenido en Francia la doctrina del materialismo histórico. Usted se queja de que
esta difusión halle obstáculos y resistencias en los prejuicios que provienen
de la vanidad nacional, en las pretensiones literarias de algunos, en el
orgullo filosófico de otros, en el maldito deseo de parecer ser sin ser y en
fin, en la débil preparación intelectual y en los numerosos defectos que se
encuentran también en algunos socialistas. ¡Todas estas cosas no pueden ser
tenidas por simples accidentes! La vanidad, el orgullo, el deseo de parecer ser
sin ser, el culto del yo, la megalomanía, la envidia y el furor de dominar,
todas estas pasiones, todas estas virtudes del hombre civilizado. (...) En
todas partes de la Europa civilizada los talentos −verdaderos o
falsos− tienen muchas posibilidades de ser ocupados en los servicios del
Estado y en lo que puede ofrecerles de ventajoso y prominente la burguesía,
cuya muerte no está tan cercana, como creen algunos amables fabricantes de
extravagantes profecías. No es necesario asombrarse si Engels −véase el
prefacio al tercer volumen de El Capital, observe bien, con fecha 4 de octubre
de 1894−, escribía: «Como en el siglo XVI, lo mismo en nuestra época tan
agitada, no hay, en el dominio de los intereses públicos, puros teóricos más
que del lado de la reacción». Estas palabras tan claras como graves bastan por
sí solas para tapar la boca a los que gritan que toda inteligencia ha pasado a
nuestro lado, y que la burguesía baja actualmente las armas. La verdad es,
precisamente, lo contrario: en nuestras filas son muy raras las fuerzas
intelectuales, bien que los verdaderos obreros, por una sospecha explicable, se
levanten contra los «habladores» y los «letrados» del partido. (...)
Todos aquellos que están fuera del socialismo tienen o han tenido interés en
combatirlo, en desnaturalizarlo o al menos en ignorar esta nueva teoría, y los
socialistas, por las razones ya expuestas y por otras muchas aún, no han podido
dedicar el tiempo, los cuidados y los estudios necesarios para que tal
tendencia mental adquiera la amplitud de desenvolvimiento y la madurez de
escuela, como la que alcanzan las disciplinas que, protegidas o al menos no
combatidas por el mundo oficial, crecen y prosperan por la cooperación
constante de numerosos colaboradores». (Antonio Labriola; Filosofía y
socialismo, 1899)
Para los años
80, aunque todavía existían partidos marxista-leninistas de cierta importancia,
ninguno había cumplido las dos tareas fundamentales que se habían trazado a
largo plazo: uno; el imponerse y hacerse valer como «vanguardia» entre los
trabajadores de su país, comandando sus luchas y causando el respeto entre sus
competidores, y dos; el ansiado anhelo de volver a contar con una comunidad
internacional fuerte y unida, algo que se fue al traste tras la aparición,
décadas antes, de múltiples variantes del revisionismo moderno que vinieron
para quedarse, como por ejemplo el «marxismo occidental», el «jruschovismo», el
«maoísmo» y otros ismos que claramente se alejaban de los principios básicos de
las leyes sociales que el marxismo había sistematizado con tanto esfuerzo
durante más de un siglo. Como bien sabemos, en realidad, lo uno iba ligado a lo
otro. En todo caso, estos grupos marxista-leninistas de los años 80, nunca
llegaron a tener la importancia que en otros momentos históricos tuvieron los
antiguos partidos socialdemócratas en el siglo XIX o los partidos comunistas a
principios del XX, más bien se mantuvieron como pequeños islotes que finalmente
fueron borrados del mapa por un huracán de pasividad y pragmatismo.
Esto supuso que en las ciencias sociales de todo el mundo: sociología, historia, arqueología, antropología, etcétera… el «marxismo» cada vez se fuese diluyendo más, algo totalmente normal: si en su «periodo dorado» −los años 50− el marxismo que penetraba en los centros de producción intelectuales oficiales y no oficiales de los países capitalistas −biología, pintura, música, historia, filosofía−, muchas veces era una noción vaga cuando no amalgama estéril −mezcla entre su esencia y las cavilaciones de sus falsos amigos−, ¿qué se podía esperar que sucediese en un periodo de repliegue como los turbulentos años 80? Lo que ocurrió fue la crónica de una muerte anunciada. Aquí advertimos que no hay que confundir en lo sucesivo las equivocaciones y titubeos del revisionismo como traiciones y fracasos del marxismo, como algunos intentan para atacar a este último, en el momento en que un individuo o estructura degenera en todos los puntos de importancia la responsabilidad de tal actividad y sus frutos hay que buscarla en la ideología dominante no en la que alguna vez tuvo. Así, pues, el asalto final del oportunismo en los bastiones que se presuponían la «esperanza revolucionaria», se acabó consumando; y de esta manera el revisionismo −que solo toca del marxismo lo formal, lo inofensivo, lo apetecible y coyuntural− se volvía sin discusión alguna la tendencia completamente hegemónica −si es que no lo era ya en la mayoría del mundo− entre los movimientos que se autoreivindicaban «marxistas». Ahora, si bien todo esto es cierto, de ahí a declarar, como lo hace la burguesía con una sonrisa cínica, que «el marxismo ha desaparecido de las investigaciones de las ciencias sociales» o que su influencia se ha vuelto «intranscendente», es, con perdón del lector, una soberana estupidez, una payasada. En todo caso ha decaído y no podía dejar de hacerlo si su movimiento político declinaba cada vez más, pero siguen produciéndose estudios académicos y «extraoficiales» de gran valor. La importancia del marxismo no la determina solo la vitalidad de los estudios de sus representantes o la fuerza material de sus partidos políticos, sino que, aunque parezca paradójico, esta también se mide en la medida en que sin tener demasiados representantes a título individual o colectivo que la sirvan, sus principales conclusiones siguen mostrándose tan vigentes como antes. El principal problema de los cabezas huecas que tratan de enterrar al marxismo se explica por el hecho de pensar que este «ha fracasado» porque sus ideas ya no están en boca de todos, porque no gobiernan el planeta con puño de hierro, como lo hacen las distintas ideologías de la burguesía, pero esto sería tan necio como asegurar que Galileo y sus teorías de astronomía eran equivocadas porque fue forzado a retractarse gracias al dominio temporal de la Inquisición… o que en resumidas cuentas el valor de los descubrimientos de un científico disminuye en la misma proporción que el público se haya olvidado de él, aunque sus conclusiones sigan teniendo total actualidad. ¡Demencial!
Sabido esto, podemos comprender muy
fácilmente que el desvanecimiento progresivo de las fuerzas revolucionarias a
mediados del siglo anterior, y por ende, la confusión y desorganización de sus
representantes −no solo políticos, sino historiadores, filósofos, economistas y
otros−, es lo que comúnmente nos encontramos según comienza la nueva centuria.
A partir de entonces, era habitual encontrar un marxismo adosado a todo tipo de
ideas políticas ajenas al mismo: maoísmo, trotskismo, socialdemocratismo,
anarquismo, feminismo, keynesianismo, autogestión, neokantismo, neopositivismo,
Escuela de Frankfurt, existencialismo, posmodernismo, etc. Por eso, hoy, casi
nos produce la misma desconfianza el reivindicarse «marxista» como
reivindicarse de «izquierda», porque esto es algo que a nosotros no nos dice
nada, solo nos muestra una simpatía o una promesa vaga de compatibilidad, y
dado que no nos movemos por actos de fe ni por el número de simbología,
sencillamente no debemos fiarnos, y el lector irá bien encaminado si hace lo
mismo.
Entiéndase que un movimiento que pretende transformar la
sociedad necesita organizarse con objetivos y normas muy claras para poder
operar con garantías, y si su vehículo para realizar tan largo trayecto, en
este caso, el partido, es el encargado de la formación ideológica de sus
cuadros tanto en aspectos más «teóricos» como más «prácticos, no puede haber
viaje sin él. Si este acaba decayendo o directamente desaparece, lo que nos
queda son dos opciones nada halagüeñas para el propósito de estos individuos:
a) quedarán ciertas personas con inclinaciones más o menos progresistas, pero
que se encuentran desperdigadas y descoordinadas, en su mayoría sin una noción
clara sobre qué hacer −ya que no existe un marco de referencia del cual recibir
instrucciones−; b) o peor, habrá un puñado de cuasi marxistas que anidan en
varias sectas donde el único aspecto «revolucionario» que conservan son sus
pretensiosos nombres y el deprimente culto folclórico a una «época mejor». El
primer perfil necesita algo de ayuda y orientación, el segundo necesita un baño
de realidad para salir de su mundo-ficción.
Aunque muchos se resistan a reconocerlo, así
es como hemos entrado al siglo XXI: una época donde el autodenominado
«marxista» es bastante discutible que se merezca portar tal título, ya que
alberga un nivel cultural bajísimo –repeliendo el estudio–, nulo compromiso
–salvo para formalidades y acatamiento ciego de órdenes– y una falta de
claridad reflejada en un atroz eclecticismo filosófico –donde el marxismo ocupa
un lugar más, dentro de una coctelera ideológica–; todo, como consecuencia de
no tener una plataforma donde compruebe –junto a sus homólogos– sus
conocimientos y ponga a prueba su valía y sus aptitudes para la causa que tanto
dice amar. Y es que insistimos, sin este eje –el partido–, sin este andamiaje
–su órgano de expresión–, lo cierto es que hay poca garantía de que estos
sujetos puedan aunar esfuerzos para nada de valor: pues no podrá producir
estudios independientes, aprender de los «héroes del pasado», corregir las
equivocaciones que heredan y difundir sus imperiosas conclusiones. Esto, no nos
cansaremos de repetirlo, no es un ejercicio escolástico, sino todo lo
contrario… es tan necesario como para algunos animales es necesario mudar de
piel a partir de superar la vieja capa. Pues bien, si estos seres necesitan
este proceso para adaptarse a su nuevo tamaño y necesidades, una organización
también deberá adaptarse y «mudar de piel» si quiere mantener su salud. Pensar
que esto se puede hacer a gran escala sin una gran estructura, simplemente
valiéndose de la ayuda y bendición de los «centros del saber» como las
universidades, los «seminarios sobre filosofía», los conservatorios, o las
«asociaciones culturales de artistas», es poco menos que de una candidez
extrema, algo que se asemeja a una especie de «provincianismo intelectual». Es
igual de ilusorio que pensar que la sociedad del futuro vendrá gracias a perder
el tiempo tratando de «reformar» las estructuras y mentes de los rostros más
conocidos de las organizaciones políticas tradicionales, quienes ya han
mostrado sobradamente su podredumbre como para encima confiar en que algún día
llegará su honesta «redención». Por ello, solo la agrupación de los
revolucionarios bajo unos objetivos y normas comunes es el principal punto para
apuntalar una contracultura seria y de calidad.
Así que no nos cansaremos de repetir que esto
que hacemos no es un ejercicio escolástico, sino todo lo contrario… es tan
necesario como para algunos animales es necesario mudar de piel a partir de
superar la vieja capa. Pues bien, si estos seres necesitan este proceso para
adaptarse a su nuevo tamaño y necesidades, una organización también deberá
adaptarse y «mudar de piel» si quiere mantener su salud. Pensar que esto se
puede hacer a gran escala sin una gran estructura, simplemente valiéndose de la
ayuda y bendición de los «centros del saber» como las universidades, los
«seminarios sobre filosofía», los conservatorios, o las «asociaciones culturales
de artistas», es poco menos que de una candidez extrema, algo que se asemeja a
una especie de «provincianismo intelectual». Es igual de ilusorio que pensar
que la sociedad del futuro vendrá gracias a perder el tiempo tratando de
«reformar» las estructuras y mentes de los rostros más conocidos de las
organizaciones políticas tradicionales, quienes ya han mostrado sobradamente su
podredumbre como para encima confiar en que algún día llegará su honesta
«redención». Por ello, solo la agrupación de los revolucionarios bajo unos
objetivos y normas comunes es el principal punto para apuntalar una
contracultura seria y de calidad.
¿Qué perfil encontramos hoy entre el nicho de
los ambientes «revolucionarios»? En su mayoría, los que hoy se presentan como «marxistas»
suelen ser intelectualoides seducidos por los modismos burgueses de las
universidades, aprendices de todo y maestro de nada; otro perfil suele ser el
clásico egocéntrico donde él y su mundo le bastan para existir, se declara
«marxista» pero odia a la humanidad, difícilmente adquiere compromiso salvo con
sus apetencias y le resulta un mundo hacer lo más mínimo en conjunto hasta con
el resto de personas que piensan parecidamente a él; por último en este bloque
tendríamos a quien piensa que la «agitación y propaganda» se reduce en el siglo
XXI a compartir memes, como si el realizar viñetas en el siglo XIX hubiera sido
la principal tarea del órgano de expresión del partido, y no el apartado
humorístico totalmente auxiliar para las publicaciones serias y de rigor. En
estos casos el techo de crecimiento es evidentemente limitado, pues son
personas que se dedican a quedarse plácidamente difundiendo su discurso en los
cafés de su facultad, redes sociales o entre los miembros de su estrecho
círculo de confianza, pero no tratan de canalizar nada de sus «ingeniosas
ideas» en algo mayor y colectivo porque repelen toda coordinación y disciplina.
En el otro extremo, encontramos al militante
fiel y devoto de los partidos revisionistas tradicionales, aquel ser que deambula
feliz pese a cargar acuestas unos sus métodos primitivos y un analfabetismo
cultural que horrorizaría a cualquiera que fuese consciente; pero a él no le
interesan las «discusiones bizantinas» sobre «teoría» −palabra que le produce
alergia− por esta razón, sorprendentemente no le preocupa que su «gran partido»
no tenga inclinaciones de hablar sobre nada de enjundia y siempre repita lo
mismo y de la misma manera un discurso folclórico, desgastado y desactualizado.
Hay que entenderle, él solo dispone de un lugar que le haga sentir «útil» y le
ha cogido el gusto a eso de encontrarse con sus «camaradas» y tomar unas
cervezas frías, algo que, aunque pueda resultar patético, es exactamente lo
mismo que podría hacer dos cincuentones que juran ser «apolíticos» y desprecian
la formación política como un «vicio de la gente con mucho tiempo», pero
casualmente no perdonan la tertulia del viernes de después de trabajar, donde
no dejan de hablar de política y presentan las recetas para resolver de un
plumazo todos los problemas del país −recetario que por supuesto, no han
corroborado, sino que ha sido prescrito por terceros y ellos reproducen como
papagayos−.
En resumen, en la tradición
marxista-leninista se considera –y muy correctamente– que del desarrollo de la
lucha de clases, los trabajadores más avanzados –se dediquen a funciones más
manuales o mentales– necesitan organizarse en su propio «destacamento de
vanguardia» –el partido–, que es la avanzadilla contrapuesta a la ideología del
sistema, pero para que esa estructura logre inocular una «transformación total»
–política, económica y cultural–, los revolucionarios no pueden pretender
«convertir ideológicamente» a toda una población, pues son sabedores de que
mientras continúen bajo la influencia constante del capitalismo, esto solo será
posible hacerlo con una parte de ella, por ende tampoco declarar como igual el
nivel de concienciación existente entre la «vanguardia» y el de la «masa». De
ahí el modelo de partido selectivo que Lenin desarrollaría extensamente en obras
como «¿Qué hacer?» (1902) o «Un paso adelante, dos hacia atrás» (1904), donde
se puede probar el nivel de implicación de cada militante. Para lograr el
cambio total de la sociedad, el líder bolchevique pensaba que esa «vanguardia»
tiene que saber conjugar los intereses inmediatos y ulteriores de las distintas
capas de trabajadores, pero, ante todo, lograr que la mayoría del pueblo
adquiera conciencia de la necesidad de la toma del poder político para así
poder hacerse cargo de los medios de producción –que también incluyen los
medios de producción intelectual–. Según esta óptica, será entonces y no antes,
cuando el comunismo tendrá la capacidad completa para extenderse y hegemonizar
la sociedad –como lo hace la ideología burguesa en el sistema capitalista–
teniendo la oportunidad de reeducar así a las capas más «atrasadas» –venciendo
los prejuicios nacionales, sexistas, raciales, las ideas religiosas, etcétera–,
lo que Lenin calificó como una lucha «larga, lenta y prudente» contra la
«fuerza de la tradición».
¿Por
qué el «reinado de locura» del posmodernismo parece no tener fin?
Algunos
califican al posmodernismo como la filosofía del «eclecticismo» y el «cinismo».
En efecto, así es. Pero un análisis concienzudo de la historia de la filosofía
revela que gran parte de las corrientes se han valido de un sincretismo ante la
incapacidad de tener un sistema propio bien estructurado. En todo caso, de lo
que deberíamos hablar es de que el posmodernismo ha llevado al extremo un
proceso que ya se venía produciendo en la filosofía idealista contemporánea.
Aunque, en general, a toda la filosofía burguesa le cueste mantener y
desarrollar la seriedad y la creatividad, recurriendo a fusiones filosóficas
cada vez más extrañas para ocultar sus fracasos y falta de vitalidad, lo cierto
es que sí logra adaptarse a los desarrollos socio-económicos que se van
produciendo −si no fuese así, no cuadraría con las demandas de la época y ya
habría sido sustituida por otra corriente más eficaz para el poder capitalista,
como ocurrió con sus predecesoras−.
El
posmodernismo, por su propio carácter tan amplio y flexible, que apela a un
«pluralismo filosófico», −en resumidas cuentas, a un «todo vale»− permite a la
burguesía disponer de una gran capacidad para maniobrar con extrema facilidad.
Gracias a esto se ha demostrado sobradamente que todavía hoy cumple muy bien
con su función como agente del «diversionismo ideológico» y adormecedora de
mentes. Por su promoción de la «atomización y «relativización» de las
identidades, ideas y valores, el capital encuentra en esta corriente la mejor
aliada para extinguir cualquier posible inquietud sobre la lucha de clases.
También cabe anotar que, aunque sus planteamientos parezcan cada vez más
absurdos, su mercancía filosófica seguirá siendo comprada socialmente sin
problemas mientras el nivel político-ideológico general sea paupérrimo. Es por
ello que, como siempre venimos insistiendo, solo una estructura marxista
disciplinada en lo organizativo, coherente en lo filosófico y con grandes dotes
propagandísticas… es la única esperanza en el horizonte capaz de romper la
barrera de la hegemonía ideológico-cultural que cada vez se ha vuelto más
infranqueable en todos los campos de la vida. Y ya no nos referimos −solamente−
a la influencia del posmodernismo, sino también a la del nacionalismo, el
feminismo y toda ideología burguesa en general en cualquiera de sus expresiones
que hoy, desafortunadamente, son dominantes.
¿Puede
ser entonces el posmodernismo el centro de nuestras críticas? Este es,
ciertamente, un enorme problema de corte filosófico que penetra especialmente
entre profesores y estudiantes, pero no deja de ser un reflejo ideológico que
encubre el sistema económico capitalista, pues, este último, bien puede
prescindir de él como prescindió de sus predecesores a lo largo de su historia.
No menos cierto es que entre gran parte de la población trabajadora, el
posmodernismo sigue siendo un gran desconocido que solo irradia sus valores a
través de la música, pintura, arte, arquitectura y otros, sin que ellos se den
cuenta. En algunos casos, si bien los individuos no están familiarizados con
esta filosofía, de estarlo, la rechazarían con gran desdén y rapidez. En otras
ocasiones, el posmodernismo es negado y odiado sin peros posibles por los
elementos mínimamente progresistas y honestos. En última instancia, hay que
tener en cuenta que, como toda tendencia filosófica que se desenvuelve en una
sociedad divida en clases, existen otras corrientes que compiten contra él
presentándose como «la alternativa», tales como las escuelas filosóficas
liberales o aquellas que se centran en un discurso más estrictamente
nacionalista, sin olvidar la teología que, aunque no tanto en Europa
Occidental, todavía domina gran parte del pensamiento de Oriente Medio o
Latinoamérica. El lector se preguntará: «¿Pero por qué parecen mezclarse
escuelas económicas, teorías políticas, corrientes artísticas y movimientos
filosóficos?». Para que el lector nos entienda:
a)
más allá de lo que reconozcan los «espíritus libres», toda escuela artística,
toda pieza artística, responde a una filosofía, a una concepción del mundo, sea
esta más consciente o inconsciente; b) a su vez, toda escuela económica, por
muy «rigurosa» y «tecnócrata» que sea, a la hora de introducirse en la
«realpolitk» es sabedora de los beneficios de valerse de otros argumentos «no
económicos» para expandir su proyecto al mundo, apelando a las costumbres o
prejuicios socioculturales; c) el arqueólogo o el historiador rara vez deja sus
conclusiones en el «estricto ámbito de su campo», sino que, más bien traza
conexiones con el resto de esferas sociales, siendo lo normal que tienda a
reforzar sus posturas políticas o económicas a través de sus «descubrimientos»
−sean estos reales o ficticios−; d) del mismo modo, todo partido político que
quiera atraer a muchos ciudadanos en un mismo bloque deberá valerse de una
«filosofía general» que englobe unas pautas muy claras, que, tengan un
posicionamiento en todo tipo de cuestiones: desde los temas morales hasta las
medidas a implementar en la futura normativa institucional por la que se lucha;
e) a su vez, si un nuevo movimiento «estrictamente filosófico» a priori está
centrado en el análisis del lenguaje, psicológico o de la historia, lo cierto
es que si estos reformadores quieren cumplir su ambicioso proyecto de «cura e
higiene social», más pronto que tarde tendrán que adoptar una teoría que
conjugue con su enfoque y que tenga una aplicación en el plantel económico, ¿se
entiende por dónde vamos?
En
caso de que estos requisitos no se logren, que la «filosofía» no se materialice
en teoría y poder económico-político, lo que tendremos serán modismos que
dominan un campo u otro en un momento determinado en una zona muy determinada,
pero no «transcenderán» mucho más allá. Es por ello que el «revolucionario» que
centra su discurso crítico única y exclusivamente en una «corriente filosófica»
lo hace por fijación personal, porque, muy seguramente, haya sido seducido
anteriormente o por esta o simpatiza con otras de un talante igual de
reaccionario −que aparentemente son contrarias e irreconciliables a esta−. Pero
este sujeto no es consciente en ningún momento de que existen varios campos
sociales y multitud de filosofías burguesas que se condicionan y chocan entre
sí, que las «tareas revolucionarias» no empiezan ni acaban a partir de sus
apetencias.
Al
hombre progresista actual le corresponde desconfiar, corroborar y confrontar
con el sello científico oficial que provenga de las instituciones, pero también
deberá examinar con lupa a esos «outsiders» entre los cuales podemos
encontrarnos a los adalides de las teorías conspiranoicas. La aspiración no
debe ser tratar de hegemonizar y lograr una revolución cultural desde dentro
del propio sistema, sino tener en cuenta que la nueva cultura del mañana no
podrá asentarse sin acaparar los resortes del poder e introducir previamente una
revolución política y económica. Lo contrario es invertir el orden de
importancia:
«Esta concepción
[materialista], a diferencia de la idealista, no busca una categoría en cada
período, sino que se mantiene siempre sobre el terreno histórico real, no explica
la práctica partiendo de la idea, sino explica las formaciones ideológicas
sobre la base de la práctica material, por lo cual llega, consecuentemente, a
la conclusión de que todas las formas y todos los productos de la conciencia no
pueden ser destruidos por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción
a la «autoconciencia» o la transformación
en «fantasmas», «espectros», «visiones», etc, sino que sólo
pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales
reales. (...) La fuerza propulsora de la historia, incluso la de la religión,
la filosofía, y toda teoría, no es la crítica, sino la revolución. (...) De lo
que se trata en realidad y para el materialista práctico, es decir, para el
comunista, es de revolucionar el mundo existente, de atacar prácticamente y de
hacer cambiar las cosas con que nos encontramos. (...) Toda dominación en
general, tiene que empezar conquistando el poder político». (Karl Marx y
Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Una
vez sabido esto, consecuentemente, se afirma que:
«Como en todos
los terrenos de la vida social, también en el de la cultura, la revolución
socialista marca un viraje radical, que se opera en varias direcciones: a) en
el contenido de la cultura y en sus ritmos de desarrollo; b) en su
asimilación; c) en su función. Por lo que concierne al contenido, la
cultura en las nuevas condiciones marcadas por la dictadura del proletariado y
la construcción socialista se inspira en su conjunto en los intereses del
proletariado, que son los de todas las masas trabajadoras. Con el tránsito al
socialismo, la cultura se enriquece y se desarrolla con ritmos mucho más
rápidos que nunca y reviste íntegramente un neto contenido socialista
conservando y desarrollando su propio carácter nacional. En cuanto a la
creación y la asimilación, ahora la cultura se torna masiva, popular, es creada
por las amplias masas trabajadoras y es en su totalidad propiedad y patrimonio
de ellas. En lo que respecta, por último, a su función social, ya no está al
servicio de los intereses de las clases explotadoras, como lo estuvo una parte
de la cultura anterior que justificaba la opresión y la explotación del pueblo,
sino que sirve de poderoso medio para el incesante progreso de la sociedad
hacia el socialismo y el comunismo. En la sociedad socialista la cultura
conquista todo su valor, se ajusta a su verdadero destino, transformándose en
terreno de expresión de las capacidades creadoras del hombre, además de jugar
un notable papel en la educación ideológica de los trabajadores, en la
formación de su conciencia socialista, de su nueva actitud frente al trabajo,
la propiedad y la sociedad. Hace más hermosa y agradable la vida de los
trabajadores, y les inspira y moviliza para emprender grandes obras al servicio
del socialismo». (Zija Xholi; Por una concepción más justa de la cultura
nacional, 1985)
Pasemos al siguiente capítulo para seguir analizando la cuestión educativa». (Equipo de Bitácora (M-L); La cuestión educativa, el feminismo, y el clásico discurso liberal de la «izquierda» , 2021)
[*] Véase los capítulos relacionados de esta obra:
Los problemas reales de profesores y alumnos; Equipo de Bitácora, 2020.
¿Buscamos adoctrinar, debemos ser tendenciosos en nuestra educación?; Equipo de Bitácora (M-L), 2021
¿Qué errores históricos debemos evitar en la cuestión educativa?; Equipo de Bitácora, 2021
Hola. Interesante la visión, refutaciones y aclaraciones. Aunque considero el materialismo histórico como la teoría más fundada con los pies en la tierra de su tiempo, al margen de su corrupción programada por incompetencia intelectiva e intereses partidistas aburguesados, no deja de ser perfectible, como ella misma declara sobre la ciencia misma, y en su esencia general. En cualquier caso, retornar a ella desde las bases militantes socialistas residuales sería, qué duda cabe, mucho mejor que persistir en la patraña y placebo del posmodernismo sensiblero feminazi. PD: Por cierto ,afirmáis que Galileo murió calcinado. Que se sepa, finalmente fue condenado a arresto domiciliario. Quienes sí murió en la hoguera por sus ideas físicas sobre el cosmos fue Giordano Bruno. Después repetís un párrafo más abajo. Saludos.
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