«El pensamiento que avanza de lo concreto a lo abstracto −siempre que sea correcto− no se aleja de la verdad, sino que se acerca a ella. La abstracción de la materia, de una ley de la naturaleza, la abstracción del valor, etc.; en una palabra, todas las abstracciones científicas −correctas, serias, no absurdas− reflejan la naturaleza en forma más profunda, veraz y completa. De la percepción viva al pensamiento abstracto, y de éste a la práctica: tal es el camino dialéctico del conocimiento de la verdad. (…) La actividad práctica del hombre tiene que llevar su conciencia a la repetición de las distintas figuras lógicas, miles de millones de veces, a fin de que esas figuras puedan obtener la significación de axiomas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)
En este primer interludio, aclararemos algunas nociones que han de saberse respecto al historiador −y sobre otros investigadores de cualquier campo− que basa su óptica en las herramientas científicas del materialismo, que como tal solo puede ser histórico y dialéctico. Estas serán las siguientes cuestiones a abordar: 1) ¿es lo mismo un «estado de la cuestión» que una «investigación»?; 2) ¿qué tan importante es la metodología a utilizar?; 3) la influencia del positivismo y posmodernismo y otras «escuelas renovadoras» en el campo histórico; 4) ¿a qué se referían los marxistas con aquello de que hay que «tomar partido» en la historia?; 5) el eterno debate sobre los archivos y la documentación; 6) ¿Es el dato un «concepto burgués»?; 7) ¿puede y debe el historiador «estudiarlo todo»? 8) ¿qué suele esconderse detrás de aquellos que piden una «mente abierta» en la reinterpretación de los sucesos históricos?
Dado que algunos de los puntos provienen de otros documentos ya publicados, recomendamos al lector experimentado en nuestras obras que vaya directamente a los nuevos, aunque sugerimos una lectura íntegra para una comprensión plena.
¿Es lo mismo un «estado de la cuestión» que una «investigación»?
Hemos de advertir que lo que aquí se define como «historiador» no hace referencia solo a quien puede sacarse su carrera, máster o doctorado, sino también a quien está muy familiarizado con la materia hasta el punto de que realiza tales labores con una escrupulosidad metodológica inigualable, llevando a cabo trabajos de igual o superior significancia que las supuestas «eminencias». Para desgracia del sistema educativo, más de uno habrá oído que fulanito no se convirtió en «sociólogo», «músico», «prehistoriador», «pintor», «guionista» o «X» al pasar por las escuelas y universidades, más bien ya lo era y lo siguió siendo después de su paso por ellas. También es recurrente escuchar que poco o nada le han aportado las clases o los manuales y, salvando honrosas excepciones, apenas ha podido aplicar nada de lo que impartieron los «maestros» y «libros de referencia» una vez llega a su puesto de trabajo; es decir, de no ser por la necesidad del dichoso título, habría encontrado empleo igualmente, dado que la mayor parte del conocimiento lo ha cultivado de forma autodidacta y gracias al contacto con otras personas con los mismos intereses y ambiciones. ¿Y quién puede impugnar tal legítimo sentimiento de apatía? ¿A cuántos de nosotros nos ha pasado tal cosa? ¿Estamos haciendo un alegato del abandono de las universidades? Ni mucho menos, sigan leyendo, por favor.
Aún hoy, no es extraño encontrarse que las formas de enseñanza son, como poco, arcaicas. Sus métodos rinden homenaje al noble arte de la escolástica medieval de los siglos XI-XV, donde el «sabio» dictaba a sus alumnos −muchas veces de forma vulgarizada− los «saberes fundamentales» de la «literatura clásica», y donde, ante todo, primaba la memorística a través de ejercicios machaconamente repetitivos que servían para aprender la lección. Como las eminencias universitarias de esa época, también los profesores modernos a veces acostumbran a mandar a sus pupilos «pequeños comentarios de texto», pero de nuevo resultan insustanciales, como no podía ser de otra forma, ¿la razón? Aquí, como norma general, el escritor novel no aporta nada significativo, no añade información sobre los eventos que se relatan o sobre el contexto de elaboración de dicha obra a estudiar y, en definitiva, no es capaz de extraer demasiadas lecciones para la actualidad −o peor, cuando lo hace es para distorsionar la realidad−. Huelga decir que el redactor rara vez pone en tela de juicio y corrige acertadamente lo que dice el «maestro» que le instruye o la «eminencia» de referencia que debe analizar, por lo que el resultado no puede ser más pobre y cómico. Estas son las consecuencias tanto de un sistema de enseñanza pobre, como de una falta de espíritu e iniciativa de quien se está educando.
Tomemos, para analizar mejor este fenómeno, un ejemplo con el que muchos universitarios estarán familiarizados: el «estado de la cuestión», a veces también llamado «revisión bibliográfica». En las universidades es común mandar a los alumnos realizar este ejercicio como aproximación a un tema, que no resulta ni una tesis doctoral ni nada por el estilo, pues carece de la suficiente profundidad. ¿Es este el mejor método para empaparnos del tema a tratar? Desde luego que no lo es. En primer lugar, esta tarea −que normalmente se cursa a finales de carrera o similares− pretende ser una manera de evaluar la autonomía del alumno y sus capacidades de asimilación, o al menos así nos lo venden; sin embargo, para empezar, muchas veces no se puede ni elegir el tema a abordar. Tampoco es extraño que este trabajo se reduzca a una búsqueda cuantitativa de bibliografía sobre quién dijo qué, dejando poco margen a la innovación y reflexión del alumno, por no decir que en el manejo de tal volumen es imposible que el sujeto se familiarice con el origen de las fuentes a las que cita −sin conocimiento−. El problema se ve agravado por el hecho de que el alumno está severamente restringido por un límite de palabras. Lo que, por ende, obliga al alumno a acotar sus reflexiones o reducir el contenido general de su exposición −por no hablar del sistema de citación y referencia que lo hace ilegible, o cuando menos, sumamente molesto para la lectura−.
Además, este encargo está mediatizado bajo la lente del tutor de turno asignado. ¿Y qué perfil nos podemos encontrar aquí?: a) si tenemos suerte, nuestro tutor nos dará manga ancha y nos atenderá debidamente −corrigiendo y a la vez ayudándonos−, siendo una figura de la cual podremos aprender muchísimo; b) algunos nos torturarán con su indiferencia, convirtiéndose en una tarea casi imposible encontrarlos para buscar su sello de aprobación en el primer borrador, lo que vendrá a ser como tratar de buscar un oasis en mitad del desierto; c) otros estarán encima de nosotros, pero solo para que estudiemos y adoremos sus autores de referencia −cuando no usan sus propios trabajos en un acto de egolatría típica de ciertos académicos−; d) los más indecisos y olvidadizos nos obligarán a cambiar nuestro enfoque una y otra vez: «Ahora quiero gráficos, ahora no». «Mejor que introduzcas más estadísticas; olvídate, ¡mucho dato mareante!». Creemos que el lector podrá imaginarse de lo que hablamos, pues con bastante seguridad lo haya experimentado en sus carnes si ha cursado historia –aunque esto bien podría ocurrir en cualquier otra rama de las ciencias sociales−.