Recomendamos que esta lectura sobre el Partido Comunista de Chile (PCCh) se combine con la lectura sobre sus andanzas durante el periodo de 1922-52, solo de esa forma entenderemos que las desviaciones de los años 70 solo eran el coronario de una actividad que venía de lejos y que no se limitaron a afectar al PCCh, sino a todo el comunismo latinoamericano. Y, aunque parezca extraño, el PCCh no aprendió nada de la experiencia del Frente Popular (1936-41) y volvió a cometer todos y cada uno de los errores en la era de Allende y la Unidad Popular (1970-73), solo que en aquella ocasión el coste fue un baño de sangre. Véase el capítulo: «El frente popular chileno (1936-41)» de 2021.
«La tormenta contrarrevolucionaria en Chile continúa azotando furiosamente a las masas trabajadoras, a los patriotas y a los combatientes de ese país. Las fuerzas de derecha, que llegaron al poder por medio del golpe de Estado del 11 de septiembre, están imponiendo semejante terror que hasta los hitlerianos les envidiarían. La gente es asesinada y masacrada en plena calle, en los centros de trabajo, en todas partes, sin juicio y bajo cualquier pretexto. Incluso los estadios deportivos han sido transformados en campos de concentración. Está siendo pisoteada la cultura progresista y son quemados en las plazas, al estilo nazi, los libros marxistas. Los partidos democráticos, los sindicatos y las organizaciones democráticas han sido declarados fuera de ley, y un obscurantismo medieval envuelve a todo el país. Aparecen en la primera línea del escenario político las fuerzas más tenebrosas, los ultrarreaccionarios fanáticos, los agentes del imperialismo estadounidense. Las libertades democráticas, que el pueblo había conquistado con su lucha y con su sangre, desaparecieron en un solo día.
Los acontecimientos de Chile afectan no sólo al pueblo chileno, sino a todas las fuerzas revolucionarias, progresistas y amantes de la paz en el mundo, por ello, corresponde extraer lecciones de ellos no sólo a los revolucionarios y a los trabajadores de Chile, sino también a los de los demás países. Aquí, naturalmente, no se trata de analizar los detalles y las circunstancias de simple carácter nacional, o bien los actos específicos de la revolución chilena, las deficiencias y los errores que no rebasan su marco interno. Nos referimos a aquellas leyes generales que ninguna revolución puede soslayar y que, por el contrario, toda revolución está obligada a aplicar. Se trata de enfocar y de apreciar a la luz de los acontecimientos chilenos los puntos de vista correctos y los erróneos en la cuestión de la teoría y de la práctica de la revolución, de verificar cuáles son tesis revolucionarias y cuáles oportunistas, de establecer cuáles son las posiciones y actuaciones que contribuyen a la revolución y cuáles a la contrarrevolución.
Hay que decir en primer lugar que el período en que el gobierno de Allende permaneció en el poder no es un período que pueda ser fácilmente borrado de la vida del pueblo chileno, así como de toda la historia de América Latina. Constituyéndose en intérprete de las reivindicaciones y los anhelos de las amplias masas populares, el gobierno de la Unidad Popular emprendió una serie de medidas y puso en práctica una serie de reformas, encaminadas a la consolidación de la libertad y de la independencia del país, al desarrollo independiente de su economía.
El gobierno de Allende golpeó duramente tanto a la oligarquía nacional como a los monopolios estadounidenses que tenían en sus manos todas las llaves y hacían la ley en el país. El inspirador de esta línea progresista y antiimperialista fue el presidente Salvador Allende, una de las figuras más nobles que América Latina ha dado al mundo, eminente patriota y combatiente demócrata. Bajo su dirección el pueblo chileno luchó por la realización de la reforma agraria, luchó por la nacionalización de las compañías extranjeras, luchó por la democratización de la vida del país y por arrancar a Chile de la influencia estadounidense. Allende apoyó enérgicamente los movimientos antiimperialistas de liberación en América Latina y convirtió su país en refugio para todos los combatientes por la libertad perseguidos por los reaccionarios y las juntas militares de América del Sur. Respaldó sin reservas los movimientos de liberación y antiimperialistas de los pueblos y se solidarizó consecuentemente con la lucha que libran los pueblos vietnamita, camboyano, palestino y otros.
¿Podían los latifundistas chilenos perdonar a Allende esta línea y esta actividad, viendo que su tierra era distribuida a los campesinos pobres? ¿Podían soportarle los fabricantes de Santiago que habían sido expulsados de las fábricas al ser nacionalizadas? ¿O bien las compañías estadounidenses, que perdieron su poderío? Era seguro, que estos se confabularían un día para derrocarlo y restablecer sus privilegios perdidos. Pero aquí se plantea una pregunta lógica: ¿sentía Allende la atmósfera que le rodeaba, se daba cuenta de los complots que se tramaban contra su gobierno? Por supuesto que sí. La reacción actuaba abiertamente. Asesinaba a ministros, a funcionarios de los partidos gubernamentales y a simples empleados. A instigación de la reacción y bajo su dirección fueron organizadas las huelgas contrarrevolucionarias de los transportistas, de los comerciantes, los médicos y otras capas pequeñoburguesas. La reacción finalmente, incluso probó su fuerza con un golpe de Estado militar llevado a cabo en junio, pero que no alcanzó su objetivo. Fueron descubiertos algunos planes de la CIA para derrocar el gobierno legítimo.
Estas embestidas de la reacción interna y externa debían haber sido suficientes para hacer sonar la alarma y para meditar bien las cosas. Deberían haber sido suficientes para poner en práctica la gran ley de toda revolución, es decir oponer a la violencia contrarrevolucionaria la violencia revolucionaria. Pero el presidente Allende no hizo nada, ni siquiera se movió. Desde luego, él no puede ser acusado de carencia de ideales. Amaba con toda su alma la causa por la que luchaba y estaba firmemente convencido de su justeza. No le faltaba valor personal y estaba resuelto a llegar, como efectivamente llegó, incluso, hasta el sacrificio supremo. Pero su tragedia radica en que confiaba en el recurso a la razón para convencer a las fuerzas reaccionarias de que renunciaran a su actividad y cedieran por las buenas sus antiguas posiciones y privilegios.
En Chile se pensaba que las más o menos viejas tradiciones democráticas, el parlamento, la actividad legal de los partidos políticos, la existencia de una prensa libre, etc. representaban un obstáculo insuperable para cualquier fuerza reaccionaria que intentara adueñarse del poder por medio de la violencia. Pero la realidad confirmó lo contrario. El golpe de Estado de las fuerzas de derecha probó que la burguesía tolera algunas libertades en tanto que no resulten lesionados sus intereses esenciales, y que cuando ve éstos amenazados, entonces no tiene en cuenta ética alguna.
Las fuerzas revolucionarias y progresistas de Chile han sufrido ahora una derrota, que, aunque bastante grave, es también pasajera. Se puede derrocar un gobierno constitucional, se puede asesinar a miles de personas y crear decenas de campos de concentración. Pero el ansia de libertad, el espíritu rebelde de un pueblo no pueden ser asesinados ni encarcelados. El pueblo resiste y eso demuestra que las masas trabajadoras no se conforman con la derrota, que están resueltas a extraer enseñanzas de ella y a continuar avanzando por el camino revolucionario. La lucha de liberación contra la reacción y el imperialismo tiene sus zigzags y sus altibajos. No cabe duda de que el pueblo chileno, que tantas pruebas de elevado patriotismo ha dado, que ha manifestado tanto amor a la libertad y a la justicia, que tanto odia al imperialismo y la reacción, sabrá movilizar sus fuerzas, luchar medida por medida contra sus enemigos y garantizar la victoria definitiva.