«En este apartado abordaremos las clásicas polémicas contra el marxismo, como acusarle de «infravalorar o limitar la actividad trasformadora del hombre»; de plantear que no tiene sentido aquello de que «el ser social determina la conciencia social»; o que «aquello de base y superestructura» es «mecanicista» y «no puede explicar nada», como en su día mantuvieron diversos pensadores, tanto famosos como poco conocidos −Barth, Bernstein, Jaurès, Thompson, Sacristán, Astrada o Montserrat, entre otros−. Aprovechando la ocasión, esto nos servirá para indagar en cómo los discípulos de Marx y Engels se enfrentaron a este tipo de desafíos que sus adversarios lanzaban una y otra vez, por lo que rescataremos los textos clásicos de los Kautsky, Mehring, Labriola, Lafargue, Plejánov o Lenin contra sus adversarios y falsos aliados. Esto será propicio para comprobar que el revisionismo no tiene nada que ofrecer salvo una cabezonería que consiste en la repetición de las viejas habladurías y deseos febriles en donde se toma a la realidad no como es, sino como le gustaría que fuese −lo que les impide aceptarla, conocerla y transformarla−. Una vez repasemos los fundamentos −y no los supuestos− del materialismo histórico, abordaremos esos intentos de sustituir lo que es un conocimiento sosegado de la realidad −a fin de actuar sobre ella− por esa baldía filosofía que se «autoconoce» y «traspasa» todos los límites, algo que bien podría ser firmado por el mismísimo Schopenhauer o Nietzsche.
Paul Barth y su crítica al «economicismo» de Marx y Engels
Sin duda uno de los objetivos de los «marxistas de segunda generación», como Lafargue, Mehring, Kautsky, Plejánov o Labriola, fue el divulgar −con más o menos acierto y rigor− la obra de Marx y Engels. En suma, con la documentación y explicaciones proporcionadas esta labor debería haber sido suficiente para cerrar el debate artificial sobre si se debe considerar la interpretación histórica de Marx y Engels como un «economicismo» vulgar y mecánico. Sin embargo, esto no ha impedido, cómo era de esperar, que cada cierto tiempo los lacayos de la burguesía hayan repetido las mismas acusaciones contra el llamado «materialismo histórico» una y otra vez. Un buen ejemplo de ello es la tesis que presentó Juan Domingo Sánchez Estop en un seminario de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, en donde consideró que, en Marx:
«El sentido de la historia se halla predeterminado. Lo cual significa colocar el pretendido determinismo marxista dentro de una teleología histórica universal. La acción de los individuos se halla determinada por la producción material de su existencia. Lo cual equivale a establecer como tesis marxista, no ya un determinismo teleológico sino un determinismo de la causa eficiente de carácter mecanicista». (Juan Domingo Sánchez Estop; Determinismo e historia en Karl Marx, 1984)
Sin embargo, antes que él, ya hubo muchas otras falsas eminencias que repitieron toda esta ristra de sin sentidos, demostrando no haber dedicado un solo minuto a estudiar la obra del autor en cuestión. En su momento, los marxistas de la época ya se encargaron de aclarar varias de estas cuestiones:
«Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. (…) Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta −las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas− ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores. (…) De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado». (Friedrich Engels; Carta a J. Bolch, 22 de septiembre de 1890)
Este comentario ya valdría para cerrar todo el debate sobre si el materialismo histórico de Marx y Engels es un «determinismo económico extremo», de si «reduce la voluntad de los hombres a cero», y otras chorradas que tanto se han repetido cíclicamente. Solamente por el interés supremo del lector, y para constatar la poca originalidad de nuestros críticos, seguiremos con la exposición.
En 1890, en una conocida emisiva, Friedrich Engels respondió a Konrad Schmidt en torno a las diversas opiniones que últimamente venían vertiéndose sobre el materialismo histórico, especialmente aquella acusación que aseguraba que este método «ignoraba el papel que ejercía en las sociedades la política, la moral, la legislación, la psicología y demás», pues «solo tenía en cuenta la economía». En virtud de esto, contestó a su allegado que si este tipo de críticos, como Paul Barth, deseaban comprobar si tal cosa era verdad, podían empezar por revisar de primera mano su literatura. Ahora, otra cosa muy diferente era que estas afirmaciones no fuesen un lamentable malentendido, sino una campaña de difamación calculada con premeditación y alevosía:
«Por tanto, si Barth cree que nosotros negamos todas y cada una de las repercusiones de los reflejos políticos, etc., del movimiento económico sobre este mismo movimiento económico, lucha contra molinos de viento. Le bastará con leer «El 18 de brumario de Luis Bonaparte» (1852), de Marx, obra que trata casi exclusivamente del papel especial que desempeñan las luchas y los acontecimientos políticos, claro está que dentro de su supeditación general a las condiciones económicas. O «El Capital» (1867), por ejemplo, el capítulo que trata de la jornada de trabajo, donde la legislación, que es, desde luego, un acto político, ejerce una influencia tan tajante. O el capítulo dedicado a la historia de la burguesía. Si el poder político es económicamente impotente, ¿por qué entonces luchamos por la dictadura política del proletariado?». (Friedrich Engels; Carta a Konrad Schmidt, 27 de octubre de 1890)
Franz Mehring, en su conocida obra «Sobre el materialismo histórico» (1893), recogió las quejas de Paul Barth, filósofo, sociólogo e historiador que ejerció como docente en la universidad de Leipzig. Él continuó insistiendo en que el método de Marx era «muy indeterminado» y que «solo ocasionalmente explica y fundamenta con algunos pocos ejemplos en sus escritos». Pero su reticencia principal residía en que, a su parecer, no existía «tal primacía de la economía sobre la política». Engels consideró muy positivamente este trabajo de su amigo Mehring, pues destruía las ridículas nociones del señor Barth, quien aún se encontraba anclado en los relatos idealistas que trataban de explicar las cruzadas en Oriente Medio (S. XI-XIII), o las cruzadas bálticas (S. XII-XIII), por meras motivaciones ideológicas como el «fervor religioso»:
«Las verdaderas fuerzas propulsoras que lo mueven, permanecen ignoradas para él; de otro modo, no sería tal proceso ideológico. Se imaginan, pues, fuerzas propulsoras falsas o aparentes. Como se trata de un proceso discursivo, deduce su contenido y su forma del pensar puro, sea el suyo propio o el de sus predecesores. Trabaja exclusivamente con material discursivo, que acepta sin mirarlo, como creación, sin buscar otra fuente más alejada e independiente del pensamiento; para él, esto es la evidencia misma, puesto que para él todos los actos, en cuanto les sirva de mediador el pensamiento, tienen también en éste su fundamento último». (Friedrich Engels; Carta a Franz Mehring, 14 de julio de 1893)
De hecho, el trabajo de investigación histórica de Mehring fue tan fructífero en esos años que también tuvo tiempo de analizar otros conflictos, como la famosa Guerra de los Treinta Años (1618-1648). En su obra «Gustavo Adolfo II de Suecia la Guerra de los Treinta Años y la construcción del Estado alemán» (1894), expuso una vez más cómo musulmanes, calvinistas, católicos y protestantes se aliaron y se traicionaron mutuamente, siendo el «fervor religioso» un motivo secundario para que los emperadores y príncipes declarasen la guerra o tejiesen alianzas, y la prueba está en que muchos de ellos no tenían problema en cambiar de fe si con eso aseguraban sus posesiones y privilegios. Esto no quiere decir, como algunos han malinterpretado, que toda ideología −política, filosófica, religiosa u otra− sea «falsa» y que no debemos preocuparnos lo más mínimo por estudiar su origen o combatir su influencia. Nada que ver. La ideología, como forma de conciencia social, es el reflejo de unos intereses materiales, y sin hallar estos condicionantes, no podemos comprender las propias ideas y su propia idiosincrasia, especialmente cuando más nos alejamos en el tiempo. Qué cercanas o lejanas estén dichas ideas de la realidad −y a quién representen−, es otro tema, como luego veremos.