lunes, 27 de enero de 2025

Pasar cíclicamente de la demonización a la santificación de Stalin no supone un avance; Equipo de Bitácora (M-L), 2025

«Su interpretación de la historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

En su obra: «Las guerras de Stalin: de la Segunda Guerra Mundial a la Guerra Fría, 1939-1953» (2005), el sovietólogo Geoffrey Roberts intentó dar una explicación racional de Stalin acotando su imagen a su «esencia humana», dicho de otra manera, a partir de una explicación psicologista basada en el estudio de la personalidad política. Roberts quiso demostrar que, como todo ser, el estadista soviético tuvo sus propias contradicciones internas. Pero, ¿por qué, según señaló Roberts, se ha tendido siempre a un trato maniqueo sobre el georgiano? Aquí nos dio una respuesta interesantísima: según sus observaciones, esto ha sido así debido a que desde la propia propaganda soviética, centrada en el culto a la personalidad, se condujo a crear la imagen de dicha figura en una bifurcación histórica muy definida: entre los comunistas se creó en su mente un endiosamiento hacia su líder, el que todo lo podía, por el que había que agradecer todo lo bueno conseguido; mientras que entre los anticomunistas se forjó en su mente una imagen demonizada de su enemigo, el que lo controlaba todo, el que tentaba a los buenos hombres para corromperlos. En ambos casos cada bando moduló en su mente una imagen de Stalin como alguien con una voluntad inquebrantable y sin grises. Muy por el contrario, Roberts consideró que el jefe soviético era «carismático» y con un gran don de «habilidades sociales» para dominar a los de su entorno, pero no era «sobrehumano» ni «omnipresente». Era un hombre que también «calculaba mal» e incluso tomaba decisiones «en contra de sus propios intereses» y aún más interesante: como todo jefe político, sus ideas estaban abiertas a la evolución y los nuevos desafíos, por lo que llegados al inicio de la Guerra Fría «no siempre tenía claro qué hacer». Esto, aunque parezca increíble, es un cuadro que se acerca mucho más a un retrato fidedigno.

Seguramente no haya mejor ejemplo en el campo histórico de los palos de ciego que dan unos y otros, detractores y fanáticos del comunismo, que la forma en que suelen enfrentarse a la hora de evaluar la polémica «época stalinista». Mientras para los historiadores anticomunistas todo vale con tal de atacar a Stalin, sus contrarios, le defienden de todo lo que hiciera o se sospeche que hiciera, además en su fuero interno piensan ingenuamente que con tal actitud se es más «revolucionario» que nadie. Estos últimos hacen gala de un nulo espíritu crítico, venerando la figura de Stalin como si de su mismísima santidad se tratase. En el peor de los casos, cuando los errores cometidos por su adorada figura son flagrantes, estos afables individuos nos recomiendan hacer de tripas corazón frente a esta encrucijada y contentarnos con una vieja fórmula bien pragmática que para el pobre idealista todo lo resuelve, ¿qué receta será esta? ¡Aguantar a base de seguidismo y misticismo! ¡Mejor eso que nada! ¿Cree el lector que exageramos? Pasen y vean. De cualquier modo, si bien recomendamos la lectura íntegra del capítulo, estos serán los subcapítulos a abordar, por si el lector prefiere indagar solo en algunos ejemplos: 

a) Bill Bland o la Escuela de la especulación;

b) El PCE (m-l) y su promesa de profundizar en el tema Stalin;

c) Rabochy Put y su cándida idealización del periodo stalinista;

d) Las invenciones históricas de Grover Furr sobre Stalin; 

e) RC-FO, otro ejemplo de reivindicación folclórica;

f) Los «stalinistas italianos» y cómo conservar los mitos nacionales;

g) Unos apuntes finales sobre la huella del «stalinismo» en el «jruschovismo».

viernes, 24 de enero de 2025

Nobleza y clero en la Francia del siglo XVIII; Karl Kautsky, 1889


«La nobleza y el clero sólo constituían una pequeña parte de la nación, sin embargo, sólo una pequeña parte de ellos −y no la más grande− llevaba en el siglo XVIII esa vida de fasto y lujo cuyo resplandor y prodigalidades caracterizan a la sociedad de los privilegiados antes de la revolución. Sólo la élite de la nobleza y del clero, los señores que poseían vastos dominios, podían permitirse ese lujo y prodigalidades y rivalizar entre ellos por el resplandor de sus salones, el esplendor de sus fiestas y la magnificencia de sus moradores: era, por otra parte, la única rivalidad de la que era capaz todavía la nobleza. Hacía mucho tiempo que los nobles se habían hecho demasiado perezosos y demasiado abúlicos para rivalizar en los dominios en los que las capacidades y esfuerzos personales hubiesen decidido la victoria. La victoria era para quien gastase más y pareciese tener los mayores ingresos, rivalidad muy en consonancia con el carácter de la producción mercantil. Pero la nobleza todavía no se había adaptado al nuevo modo de producción tan bien como lo ha hecho la nobleza de nuestros días. Sabía muy bien cómo gastar su dinero pero no prestaba todavía atención, como los nobles de hoy en día, a cómo aumentar sus ingresos mediante el comercio de lana, el trigo, el aguardiente, etc. Reducida a sus ingresos feudales, la nobleza se endeudaba rápidamente. Y si éste era ya el caso para la alta nobleza, ¡qué decir de la media y pequeña nobleza! ¡Existían numerosas familias nobles que no sacaban más de 50 libras, incluso 25, de ingreso anual de sus fondos! Cuanto más precaria devenía su situación, más exigentes e implacables eran con sus campesinos. Pero eso rendía poco. Los préstamos sólo le ofrecían una ayuda pasajera, la miseria se hacía, en consecuencia, más apremiante. Únicamente el estado podía ser de alguna ayuda en esta situación de peligro: explotarlo se convirtió cada vez más en la ocupación principal de la nobleza. Todas las funciones remuneradas que el rey podía ofrecer, eran su presa. Y, como el número de arruinados, o de aquellos a los que amenazaba la ruina, aumentaba de año en año, así crecía el número de esas funciones; se acabó encontrando los pretextos más irrisorios para concederle a la nobleza necesitada un derecho a la explotación del estado. Y, naturalmente, junto a esa nobleza necesitada, la alta nobleza, poderosa, endeudada y ávida, no se dejaba olvidar.

Los cargos en la corte estaban entre las sinecuras más buscadas. Las mejor pagadas de todas exigían para su cumplimiento poco saber y trabajo, y llevaban directamente a la fuente de todos los favores y de todos los placeres. 15.000 personas estaban ocupadas en la corte, la mayoría de ellas sólo estaban en la corte para obtener un título lucrativo. Una décima parte de los ingresos del estado, más de 40 millones de libras −hoy día serían alrededor de 100 millones−, estaban consagrados al mantenimiento de esta masa parásita.

jueves, 16 de enero de 2025

La monarquía absoluta de Luis XVI; Karl Kautsky, 1889

«Antes de considerar los antagonismos de clase en 1789 nos parece indicado lanzar una mirada sobre la forma política en el seno de la que se desarrollaron. La forma política determina la manera en que las clases buscan hacer valer sus intereses; en una palabra, determina las modalidades de la lucha de clases.

De 1614 a 1789 la forma política en Francia fue el absolutismo real; esta forma de estado excluye, en el curso normal de la vida social, toda lucha de clases intensiva pues se opone a toda actividad política de los «sujetos»; a larga, pues, es incompatible con la sociedad moderna. Una lucha de clases debe llevar a una lucha política: toda clase que asciende, si no tiene derechos políticos, debe luchar para conquistarlos. Y una vez conquistados esos derechos, las luchas políticas están lejos de cesar: no hacen, por el contrario, más que comenzar, –verdad ante la que, tanto en 1789 como más tarde en 1848, muchos ideólogos se mostraron sorprendidos y asustados–.

El absolutismo –es decir la independencia en relación con las clases dominantes, forma política en la que el poder público no es directamente un instrumento de dominio para una clase, sino en la que el estado parece llevar una existencia independiente, transcendente a los partidos y clases– sólo se puede establecer allí donde todas las clases –todas las que cuentan en la vida social– están en equilibrio, de forma que ninguna de ellas es lo bastante fuerte como para apoderarse en beneficio propio del poder. El estado puede entonces mantener neutralizadas a todas las clases, a unas frente a otras, y ponerlas a todas al servicio de su dominación.

Tal fue, precisamente, la situación en Francia en el siglo XVII. El modo de producción feudal estaba en decadencia; la nobleza y el clero, cuyo poder reposaba en la propiedad feudal, ya no eran capaces de mantener su independencia política ante el estado, estado que se apoyaba en el creciente poderío del dinero. Estas dos órdenes se convirtieron en los servidores del reino, los sostenedores del absolutismo. Una parte cada vez más grande de la nobleza acudió a la corte, formando alrededor el rey una especie de servidumbre más brillante, y el rey, a su vez, le aseguraba el bienestar material. La nobleza, y con ella el alto clero, cesaron de oponerse al absolutismo real para devenir sus más firmes apoyos.

sábado, 11 de enero de 2025

La lucha de clases en Francia en 1789. Los antagonismos de clase en la época de la Revolución Francesa; Karl Kautsky, 1889

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«Los burgueses, aquí como siempre, fueron demasiado cobardes para defender sus propios intereses, que a partir de la toma de la Bastilla la plebe tuvo que hacer todo el trabajo en su lugar, que sin la intervención de esta plebe, el 14 de julio, los días 5 y 6 de octubre, hasta el 10 de agosto y el 2 de septiembre, etcétera, la burguesía siempre hubiese sido vencida por el antiguo régimen, la coalición aliada a la corte habría aplastado la revolución, y que, en consecuencia, esos plebeyos hicieron ellos solos la revolución pero que eso no ocurrió sin que esos plebeyos se asignaran reivindicaciones revolucionarias de la burguesía en un sentido que no tenían, no llevasen la igualdad y la fraternidad a consecuencias extremas y no destruyesen completamente el sentido de esas fórmulas, porque ese sentido, llevado al extremo, se transformaría, precisamente, en su contrario». (Friedrich Engels; Carta a Karl Kautsky; 20 de febrero de 1889)

Introducción de Bitácora (M-L)

A continuación, dejamos al lector con una obra clásica de Karl Kautsky escrita en 1889, es decir, durante su primera etapa de pensamiento revolucionario y mucho antes de deslizarse por el sendero del revisionismo. Salvo la forma de citación de ciertas referencias, la cual hacía por momentos ilegible el texto, no hemos modificado en exceso las traducciones ya disponibles en castellano, en este caso la de «Alejandría Proletaria».

Hemos decidido rescatar dicho trabajo ya que explica algunos hechos sobre un evento crucial en la historia de la humanidad: la Revolución Francesa (1789-99). De hecho, la historiografía burguesa, bien sea a través de conservadores como Burke, socialdemócratas como Fuiret o republicanos liberales como Adolphe Thiers, siempre ha tratado de difundir medias verdades sobre unos temas, blanquear algunos e inventar otros tantos a fin de justificar sus proyectos presentes. Por este motivo, es menester aclarar malentendidos y clichés.

Por nuestra parte querríamos resaltar varios aspectos −algunos de los cuales Kautsky mencionó aquí y otros no fueron tratados por diversas razones−.

El absolutismo monárquico de Luis XVI ni siquiera fue compatible con los proyectos reformadores del despotismo ilustrado del siglo XVIII, por lo que ni mucho menos deseó nunca una «transición pacífica» hacia una monarquía constitucional y una división de poderes. Más bien la ineficacia y torpeza de su gobernanza le obligó a colocarse bajo una serie de circunstancias y condicionantes que poco a poco sobrepasaron al monarca. Esto, sumado a su falta de carácter, algo imperdonable en un autócrata, hizo que Luis XVI fuese cediendo ese «poder absoluto» −lo cual era ya de por sí incoherente−. Realizó todo tipo de concesiones a los constitucionalistas, restituyendo a Necker para las finanzas o aceptando el mando de tropas en el Marqués de La Fayette, prebendas que tuvo que continuar haciendo después, cuando la revolución se radicalizó. Esto último se simbolizó en actos como aceptar la primera constitución de 1791, ponerse el gorro frigio −símbolo de la revolución− o establecer su estancia en el Palacio de las Tullerías como le exigieron las masas −para que no huyera al extranjero−. Sin embargo, él y los suyos −con su hermano Carlos X a la cabeza− intentaron obstaculizar en la Asamblea Nacional Constituyente todas las tímidas medidas de reforma −con el derecho a veto del rey− y conspiraron con los emigrados y potencias extranjeras para recuperar su autoridad. 

La revolución y sus episodios más crueles entre sus contendientes no fue fruto de la «casualidad», de la «maldad del populacho», del «destino» o cualquier otra fruslería a la que se agarran los historiadores −y que realmente no explica nada−, sino que fue resultado de unas causas fácilmente investigables. Ya en los años previos hubo sonados casos de corruptelas y verdaderas crisis de subsistencia −como la Guerra de las harinas (1773)− que advirtieron a los mandatarios lo que podía ocurrir cuando a los más desdichados se les acababa la paciencia. Estos fenómenos negativos fueron paralelos a los «deberes» y aventuras que tuvo que afrontar la corona en política exterior décadas antes −Guerra de los Siete Años (1756-63) y la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1776-83)−. El nefasto resultado no solo incluyó el desprestigio militar de Francia o el desalojo de zonas importantes como la India o Canadá, sino el asumir una deuda que, en lo sucesivo, resultó imposible de pagar. 

Por ende, el monarca no procuró nunca garantizar el «bienestar del pueblo», como insiste la historiografía conservadora, esto solo fue un relato que siempre se lanzó para justificar el rol parasitario del rey como un «árbitro entre las diversas fuerzas» y «padre de la nación». Fue precisamente el estilo de vida lujoso y despreocupado de las capas dominantes, así como las medidas del gobierno −que a estas representaba− lo que condujo al país a una situación crítica en lo financiero. En dicha situación los ingresos cada vez eran más insuficientes para abastecer de bienes básicos a las capas populares, conservar las colonias y competir eficazmente contra otros imperios emergentes, como el británico. Para más inri, la negativa de estos colectivos privilegiados a contribuir con los impuestos de la nación durante la convocatoria de los Estados Generales de 1789 liquida de un plumazo el presunto «patriotismo» de las «gentes respetables». Estas prefirieron mirar por su bolsillo y arriesgarse a agudizar la crisis social −como terminó ocurriendo− considerando, en su hondísima arrogancia, que el sistema no podía caer; y cuando tal catástrofe sobrevino teniendo que rogar a sus homólogos del exterior −España o Rusia−, algunos de ellos, enemigos de la corona francesa en los últimos conflictos −Austria, Prusia o Gran Bretaña−.