«Su interpretación de la historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
En su obra: «Las guerras de Stalin: de la Segunda Guerra Mundial a la Guerra Fría, 1939-1953» (2005), el sovietólogo Geoffrey Roberts intentó dar una explicación racional de Stalin acotando su imagen a su «esencia humana», dicho de otra manera, a partir de una explicación psicologista basada en el estudio de la personalidad política. Roberts quiso demostrar que, como todo ser, el estadista soviético tuvo sus propias contradicciones internas. Pero, ¿por qué, según señaló Roberts, se ha tendido siempre a un trato maniqueo sobre el georgiano? Aquí nos dio una respuesta interesantísima: según sus observaciones, esto ha sido así debido a que desde la propia propaganda soviética, centrada en el culto a la personalidad, se condujo a crear la imagen de dicha figura en una bifurcación histórica muy definida: entre los comunistas se creó en su mente un endiosamiento hacia su líder, el que todo lo podía, por el que había que agradecer todo lo bueno conseguido; mientras que entre los anticomunistas se forjó en su mente una imagen demonizada de su enemigo, el que lo controlaba todo, el que tentaba a los buenos hombres para corromperlos. En ambos casos cada bando moduló en su mente una imagen de Stalin como alguien con una voluntad inquebrantable y sin grises. Muy por el contrario, Roberts consideró que el jefe soviético era «carismático» y con un gran don de «habilidades sociales» para dominar a los de su entorno, pero no era «sobrehumano» ni «omnipresente». Era un hombre que también «calculaba mal» e incluso tomaba decisiones «en contra de sus propios intereses» y aún más interesante: como todo jefe político, sus ideas estaban abiertas a la evolución y los nuevos desafíos, por lo que llegados al inicio de la Guerra Fría «no siempre tenía claro qué hacer». Esto, aunque parezca increíble, es un cuadro que se acerca mucho más a un retrato fidedigno.
Seguramente no haya mejor ejemplo en el campo histórico de los palos de ciego que dan unos y otros, detractores y fanáticos del comunismo, que la forma en que suelen enfrentarse a la hora de evaluar la polémica «época stalinista». Mientras para los historiadores anticomunistas todo vale con tal de atacar a Stalin, sus contrarios, le defienden de todo lo que hiciera o se sospeche que hiciera, además en su fuero interno piensan ingenuamente que con tal actitud se es más «revolucionario» que nadie. Estos últimos hacen gala de un nulo espíritu crítico, venerando la figura de Stalin como si de su mismísima santidad se tratase. En el peor de los casos, cuando los errores cometidos por su adorada figura son flagrantes, estos afables individuos nos recomiendan hacer de tripas corazón frente a esta encrucijada y contentarnos con una vieja fórmula bien pragmática que para el pobre idealista todo lo resuelve, ¿qué receta será esta? ¡Aguantar a base de seguidismo y misticismo! ¡Mejor eso que nada! ¿Cree el lector que exageramos? Pasen y vean. De cualquier modo, si bien recomendamos la lectura íntegra del capítulo, estos serán los subcapítulos a abordar, por si el lector prefiere indagar solo en algunos ejemplos:
a) Bill Bland o la Escuela de la especulación;
b) El PCE (m-l) y su promesa de profundizar en el tema Stalin;
c) Rabochy Put y su cándida idealización del periodo stalinista;
d) Las invenciones históricas de Grover Furr sobre Stalin;
e) RC-FO, otro ejemplo de reivindicación folclórica;
f) Los «stalinistas italianos» y cómo conservar los mitos nacionales;
g) Unos apuntes finales sobre la huella del «stalinismo» en el «jruschovismo».