jueves, 26 de septiembre de 2024

Jesuitismo, luteranismo y calvinismo; Franz Mehring, 1894

«Se ha convertido en una tradición llamar a la Guerra de los Treinta Años guerra religiosa. Sin embargo, un rápido vistazo sobre el curso de la guerra muestra la debilidad de este punto de vista. El resultado europeo de la guerra fue que la hegemonía francesa sucedió a la española, y Francia era una potencia católica tanto como España. Los príncipes protestantes de Alemania quedaron bajo el dominio del rey católico de Francia y hasta del Gran Turco de Constantinopla [5]. Cuando Gustavo Adolfo entró en Alemania, con el falso propósito de salvar al protestantismo, los Países Bajos, protestantes, le negaron su apoyo. Pero, por el contrario, al principio tuvo la bendición del Papa. Y así se podría seguir con docenas de ejemplos, en los que católicos luchaban contra católicos, protestantes contra protestantes, católicos a favor de protestantes, protestantes a favor de católicos.

Pero sería arrojar el chico con el agua del baño si se dijera que la religión no tuvo nada que ver con la Guerra de los Treinta Años. Por el contrario, hay muchas pruebas de ello en los propios combatientes. Innumerables fueron los que con entusiasmo fueron a la muerte por la santa madre de Dios, por la «doctrina pura» o por algún otro símbolo religioso que hoy en día ya no podemos entender. Se pueden citar decenas de casos en los que los seguidores de la misma religión se enfrentaron entre sí, de la misma manera que también se pueden señalar decenas donde la convicción religiosa separaba o unía. Inglaterra y Holanda lucharon bajo la bandera del protestantismo contra la católica España, a la vez que los jesuitas unieron a España con Austria. La afirmación de que se debe abandonar completamente la religión para poder juzgar de manera correcta la Guerra de los Treinta Años es tan errónea como la afirmación de que esta guerra fue una guerra religiosa. El materialismo histórico no niega de ninguna manera, como ignorantes o mal intencionados individuos le suelen acusar, que las convicciones religiosas han jugado un gran papel en la historia. Por el contrario reconoce plenamente esta pluma caudal del desarrollo histórico. Sólo afirma que la religión, tanto como cualquier otra ideología, es la base más exterior de este desarrollo, cuyo fundamento sólo puede buscarse en la región de la economía.

Con este hilo conductor se halla también un camino de salida al desesperante matorral de contradicciones que cada uno encontrará si al juzgar a la Guerra de los Treinta Años o bien se le da exclusivamente importancia al punto de vista religioso o bien se lo ignora por completo. Se trata, según Marx, de separar entre la revolución material en las condiciones económicas de producción y las formas ideológicas, en la cual los individuos se hacen conscientes de este conflicto y le dan batalla [6]. Esas formas eran en el 1600 abrumadoramente religiosas, ya no tan fuertemente religiosas como en el 1500, pero mucho más fuertes que en el 1700, a cuyo fin la Revolución Francesa recién develó completamente el velo religioso y se llevó a cabo bajo formas de pensamiento puramente secular. Pero si se pregunta por qué las clases y el pueblo europeos desde el 1500 al 1700 fueron conscientes de sus contradicciones materiales precisamente bajo formas religiosas, entonces la respuesta es: porque la iglesia cristiana que resultó de la caída del imperio universal romano salvó los restos de la antigua cultura para esas clases y pueblos, porque ella dirigió durante siglos la vida material completa del occidente europeo, y porque, por ello, impregnó completamente esta vida con el espíritu religioso. 

La iglesia medieval era un poder económico bajo formas religiosas. Este poder se rompería en pedazos tan pronto sus especiales condiciones de producción, a saber, las feudales, cayeran hechas añicos. Pero esto ocurrió tanto más irreversiblemente cuanto más rápido creció el modo de producción capitalista. Después del Manifiesto Comunista este proceso histórico mundial ha sido descrito tan a menudo y con profundidad en la literatura socialista, que nos atrevemos a suponer que es conocido por nuestros lectores. Una verdadera revolución del modo de producción cambió profundamente la actitud de los pueblos europeos hacia la iglesia medieval. De haber sido la palanca de la producción feudal, la iglesia se convirtió en un escollo para la producción capitalista. Ya no cumplía sus antiguos servicios, pero exigía, como antes, sueldo por ellos. Mantuvo más firmemente su poder, a medida que el derecho que alguna vez había sostenido este poder se disolvía en el aire. La Curia Romana chupaba de las venas de los pueblos la última gota de sangre, el último tuétano de sus huesos. Un acuerdo con el Papado se convirtió para todos en una incómoda necesidad. 

jueves, 19 de septiembre de 2024

La Revolución Inglesa (1640-1660); Evgeni Kosminsky, 1952

«Con la revolución burguesa en Inglaterra (1640-1660) comienza un período nuevo en la historia de la humanidad: los tiempos modernos. Este período se extiende hasta la revolución socialista de octubre de 1917. A diferencia de la Edad Media, durante los tiempos modernos no predomina ya el régimen feudal, sino el régimen capitalista, basado en la explotación de los obreros asalariados. Este sistema se establece en primer lugar en Holanda y en Inglaterra. Pero en los siglos XVII-XVIII, quedaban todavía muchos países de Europa donde se conservaba el régimen feudal −Francia, Austria, Prusia y otros−. 

El régimen capitalista se afianza definitivamente en Europa occidental a partir de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII.

Inglaterra en vísperas de la revolución

El poder real y el Parlamento. Hacia fines del siglo XVI, la burguesía inglesa y la nueva nobleza se enriquecieron y robustecieron tanto que ya no necesitaban de la tutela de un fuerte poder real. Por su parte, los reyes ingleses creían que podían seguir gobernando como monarcas absolutos, a semejanza del rey de Francia o España. Pero a los reyes ingleses los estorbaba el Parlamento. Los representantes de la burguesía y de la nueva nobleza que ocupaban sus asientos, querían gobernar a su manera el país y regir la política exterior. Querían que el rey se sometiera al Parlamento. Por ello, entre el rey y el Parlamento comenzó una pugna por el poder.

Los choques entre el Parlamento y el poder real comenzaron ya durante el reinado de Isabel, pero se volvieron particularmente tirantes en la época de sus sucesores.

Los Estuardo. Con la muerte de Isabel terminó la dinastía de los Tudor. Subió al trono inglés el rey de Escocia Jacobo I Estuardo (1603-1625). Poco inteligente y muy charlatán, éste gustaba de conversar sobre el absolutismo del poder real y miraba con envidia a los monarcas fuertes de Europa. Aumentó las persecuciones contra los puritanos, que eran hostiles al poder absoluto del rey. Muchos miembros de la Cámara de los Comunes eran puritanos y se mostraban contrarios a la política eclesiástica del gobierno.

Año tras año empeoraban las relaciones entre el Parlamento y el rey. Particularmente, el descontento del Parlamento fue provocado por la política financiera del gobierno real, negándose a aprobar los nuevos impuestos.

Bajo el reinado de Carlos I (1625-1649), sucesor de Jacobo, la lucha entre el rey y el Parlamento llegó a su máxima tensión. Después de una serie de choques, en 1629 el rey disolvió el Parlamento y durante once años gobernó por sí solo.

lunes, 2 de septiembre de 2024

Notas y consejos de Marx y Engels a Lassalle sobre su novela histórica

 Nota de la edición: En 1859, Ferdinand Lassalle hace aparecer su tragedia histórica, «Franz von Sickingen» (1859), que envía a Marx el 6 de marzo de 1859, acompañada de una nota «sobre la idea trágica» y a Engels el 21 de marzo. 

Lassalle toma por asunto el levantamiento de la caballería contra los príncipes en el otoño de 1522 −dos años antes de la guerra de los campesinos (1524-1525). Este movimiento de la pequeña nobleza empobrecida −reaccionaria por sus fines de clase, puesto que los caballeros querían resucitar el pasado− no habría podido vencer a los príncipes de no apoyarse en la burguesía ascendente y sobre los campesinos. Pero esto era imposible, los caballeros habían emprendido su lucha, precisamente, para conservar sus privilegios. La coalición de los príncipes los aplastó, Sickingen fue mortalmente herido y su otro jefe, Ulrich von Hutten, huyó a Suiza, donde murió. 

«Tras esta derrota y la muerte de sus dos jefes, la fuerza de la nobleza, como clase independiente de los príncipes, fue quebrada. A partir de esta época, la nobleza no actúa más que al servicio y bajo la dirección de los príncipes. La guerra de los campesinos que estalló inmediatamente después, los obligó, más aún, a situarse bajo la protección de los príncipes y mostró, al mismo tiempo, que la nobleza alemana gustaba más de continuar explotando a los campesinos, bajo el dominio de los príncipes, que derribar a los príncipes y los sacerdotes por medio de una alianza abierta con los campesinos emancipados». (Friedrich Engels; Las guerras campesinas en Alemania, 1850) 

Parece singular que Lassalle haya escogido dos jefes de la caballería hacia su ocaso, y no los héroes plebeyos de la guerra de los campesinos, para escribir «la tragedia de la Revolución». Además, Lassalle, contrariamente a la realidad histórica, hace de Sickingen y de Hutten, los portavoces de la burguesía ascendente, los campeones de la unidad política de Alemania y de la lucha contra el Papado. 

Marx y Engels, que no se habían puesto de acuerdo, expresan, en sus cartas respectivas del 19 de abril y del 18 de mayo de 1859, una opinión idéntica sobre la pieza de Lassalle.

Karl Marx; Carta a Lassalle, 19 de abril de 1859

«Paso ahora a tu «Franz von Sickingen». En primer lugar, debo elogiar la composición y la acción, y esto es más de lo que puede decirse de cualquier drama alemán contemporáneo. En segundo lugar, aparte de toda actitud de crítica, la obra me ha emocionado vivamente en la primera lectura y la impresión que producirá sobre los lectores, en quienes dominan más los sentimientos, será más fuerte aún. Y este es un segundo punto muy importante. Y ahora, el reverso de la medalla: primeramente −esto es puramente formal−, desde el momento en que todo está en verso, habrías podido dar a tus yambos una forma un poco más artística. Pero, al fin y al cabo, por mucho que les choque a los poetas profesionales tu negligencia, la considero, a final de cuentas, como una ventaja, porque nuestros epígonos poéticos no han guardado más que una forma cuidada. Secundariamente: el conflicto, tal como lo has concebido, no es sólo trágico; es este mismo conflicto trágico el que acarreó su pérdida al partido revolucionario de 1848-49. Sólo puedo, pues, aprobarte enteramente cuando tú quieres hacer de él el punto central de una tragedia moderna. Pero me pregunto si tu asunto estaba bien escogido para traducir ese conflicto. Balthasar puede, sin duda, creer que, si Sickingen, en lugar de disimular su revuelta bajo la máscara de una querella entre caballeros, hubiera izado la bandera de la guerra abierta contra el emperador y los príncipes, habría vencido. ¿Podemos compartir esta ilusión? Sickingen −y más o menos con él Hutten− no ha sucumbido a causa de su astucia. Ha sucumbido porque se había rebelado como caballero y representante de una clase moribunda contra lo existente; o, sobre todo, contra la nueva forma de lo existente. Si se le quita a Sickingen lo que pertenece al individuo, con su educación particular, sus disposiciones naturales, etc., tendríamos a Goetz von Berlichingen. En éste, individuo lamentable, la oposición trágica entre la caballería, de una parte, y el emperador y los príncipes, de otra, se expresa en una forma adecuada, y es por ello que Goethe tenía razón al escogerlo como héroe. En la medida en que Sickingen −y en parte Hutten mismo, aunque para él, como para todos los ideólogos de su clase, parecidos juicios deberían ser sensiblemente modificados− combate a los príncipes −porque si se dirige contra el emperador, es sólo porque el emperador de los caballeros se convierte en emperador de príncipes−, no es de hecho sino un Quijote; aunque un Quijote históricamente justificado. De su revuelta bajo la forma de una querella de caballeros, esto significa sólo que la comienza en tanto que caballero. Para comenzarla de otro modo, debería haber hecho, directamente y desde el principio, un llamado a las ciudades y a los campesinos; es decir, precisamente a las clases cuyo desarrollo significa la negación de la caballería. 

Si tu querías, pues, no reducir tu conflicto al de Goetz von Berlichingen −y esto no entraba en tu plan−, Sickingen y Hutten debían morir porque en su imaginación ellos eran revolucionarios −lo cual no puede decirse de Goetz− y, como la nobleza instruida de la Polonia de 1830, se habían hecho, por una parte, los instrumentos de las ideas modernas, y, por otra, representaban el interés de una clase reaccionaria. En estas condiciones, los representantes nobles de la revolución −cuyas frases de orden, de unidad y de libertad ocultaban aún el sueño del antiguo Imperio y del derecho del más fuerte− no deberían haber absorbido la atención hasta el punto en que lo hacen en tu obra: los representantes del campesinado −éstos sobre todo− y elementos revolucionarios de las ciudades, deberían haber constituido un fondo escénico activo muy importante. Habrías podido entonces expresar, y en un grado más elevado, precisamente las ideas más modernas en su forma más pura, mientras que ahora, al margen de la libertad religiosa, es la unidad política la que de hecho resulta la idea principal de tu drama. Debías haber shakespearizado más, mientras que ahora considero como tu mayor error la schillerización, la transformación de los individuos en simples portavoces del espíritu del siglo. ¿Tú mismo, en cierta medida, no has caído, como tu Franz von Sickingen, en el error diplomático de dar más importancia a la oposición de Lutero y de los caballeros, que a la oposición de los plebeyos y de Münzer? 

Lamento, además, la ausencia de rasgos característicos en los caracteres. Hago una excepción para Carlos V, Balthasar y Ricardo de Tréves. Y sin embargo, ¿hubo nunca una época tan rica en caracteres fuertemente señalados como el siglo XVI? Hutten representa, a mis ojos, demasiado exclusivamente el «entusiasmo», lo cual es fastidioso. ¿No fue al mismo tiempo un hombre con mucha sal, un verdadero demonio de ingenio, y no has sido, en consecuencia, demasiado injusto hacia él? 

Hasta qué punto tu Sickingen, representado por lo demás de manera demasiado abstracta, es víctima de un conflicto independiente de sus cálculos personales, se deduce de la manera en que se ve obligado a predicar a sus caballeros la amistad con las ciudades, etc., y, por otra parte, del placer que siente en ejercer él mismo el derecho del más fuerte sobre las ciudades.