lunes, 7 de julio de 2025

Tradiciones, tentaciones e ilusiones en la Guerra Civil Española: «Ejército» y «Revolución»; Pierre Villar, 1978

«Tradiciones y tentación en el mundo militar. Unamuno decía: el régimen político natural de España es lo arbitrario, atemperado por arriba por el pronunciamiento y por abajo por la anarquía. Es una boutade, pero si se piensa que este país en ciento veintidós años ha conocido cincuenta y dos intentonas de golpe de estado militar, se comprende que no es injustificado que a este tipo de operación se la conozca en todas partes con un nombre español.

¿Qué es, en el sentido clásico, un pronunciamiento?: un grupo de conspiradores militares, que disponen en uno o varios puntos del país de fuerzas armadas y que cuentan con apoyos interiores y exteriores, sacan a las tropas de sus cuarteles, «se pronuncian» por medio de un manifiesto sobre la situación política, ocupan los lugares de decisión y de comunicación y, si el movimiento se extiende suficientemente, requieren al gobierno para que se retire, lo reemplazan y a veces cambian el régimen. Se ha podido sostener que hay diferencias de fondo entre los pronunciamientos del siglo XIX, que tienen un programa positivo −frecuentemente liberal, romántico, idealista− y los golpes de estado del siglo XX, simples precauciones contrarrevolucionarias, y es posible, en efecto, que haya matices a determinar.

Pero lo que nos interesa aquí, como factor de la forma si no del fondo− del episodio que debemos estudiar, es el hábito mental, la expectación, los anhelos espontáneos, que impulsan a los militares a intervenir políticamente y a ciertos civiles a esperar su intervención. El hecho de que de cincuenta y dos intentonas de pronunciamiento solamente once hayan tenido éxito demuestra que el intervencionismo −cabría decir la «intervencionitis»− de los militares es permanente siempre que se plantea un problema grave a la sociedad española; en el siglo XIX el de la revolución política burguesa −¿se llevará a cabo o no?−, en el siglo XX el de la revolución social: ¿cómo impedirla?

En el intervalo, una pausa: ningún pronunciamiento entre 1886 y 1923. Y es que la Restauración ha encontrado una forma de parlamentarismo que facilita los compromisos entre grupos dirigentes y, por otra parte, que las crisis del momento son de orden exterior: revueltas coloniales, derrota ante los Estados Unidos; las agitaciones de los cuarteles se limitan entonces a querellas internas y a reacciones de amor propio ante las críticas civiles que han suscitado las derrotas.

Conviene, pues, no exagerar los contrastes entre pronunciamiento y golpes de estado en los siglos XIX y XX. Hubo en el siglo XIX más de un simple «golpe de estado» contrarrevolucionario y, en pleno siglo XX, a finales del año 30, jóvenes oficiales exaltados y aviadores impacientes se «pronunciaron», algo precozmente, por la República. Por el contrario, el «Movimiento» de 1936, si bien tiene causas sociales mucho más profundas, ha sido en verdad, en sus formas iniciales, el más clásico de los pronunciamientos: conspiración generalizada, iniciativa en los lugares más alejados y en las guarniciones provinciales, con previsión de una marcha sobre Madrid.

Por supuesto, el pronunciamiento no se concibe sino en ejércitos de un cierto tipo: el ejército español se ha forjado en las guerras civiles −guerras carlistas−, y en las guerras coloniales. Aun en la actualidad, tiene más oficiales de los que exigiría un contingente normal, y más generales de los que justificarían los posibles conflictos.  

Este «cuerpo», que el vocabulario corriente llama simplemente «el ejército» −«el ejército quiere…», «el ejército cree…»−, se recluta en un medio algo cerrado, no aristocrático o rico, sino más frecuentemente ligado a tradiciones familiares; la formación en escuelas especializadas de cadetes, la vida de guarnición y de círculos, refuerzan el espíritu de cuerpo; existen «dinastías»: el general Kindelán, colaborador de Mola contra los vascos en 1937, tenía un antepasado que reprimió ya las revueltas de Guipúzcoa… ¡en 1766!; un Milans del Bosch, que participará en 1981, en el último, hasta la fecha, de los putschs militares, desciende del Milans del Bosch que «se pronunció» con Lacy… ¡en 1817!

Eso sucedía, es cierto, contra el despotismo de Fernando VII. Pero la originalidad del hecho militar está menos en las opiniones sucesivas de los oficiales «sublevados» que en su convicción de que tienen una misión política que cumplir, un «deber de intervenir», que justifica el empleo del aparato militar al servicio de opiniones −y de ambiciones personales− de los oficiales. El tema del «honor del país» −España con honra−, el recuerdo de los «generales del pueblo», se asocian a las reacciones antiparlamentaristas, antipolíticas que reaparecen periódicamente: Unamuno, en virtud de su fórmula sobre la manera española de atemperar lo arbitrario, se equivocará fugazmente en 1936 [*].

Quedan los soldados. Durante mucho tiempo, el reclutamiento por sorteo con «redención» o «reemplazo» hizo de la tropa un subproletariado pasivo. El servicio militar para todos fue uno de los grandes temas sociales de finales del siglo XIX en España. Desde que hubo reservistas, hubo indicios de insubordinación: fue una salida de reservistas hacia Marruecos, en 1909, lo que desencadenó la Semana Trágica de Barcelona. Entonces, en 1936, ¿cómo reaccionó «el reemplazo»? Habremos de preguntárnoslo.

Pero un hecho nuevo aparece en el siglo XX: las guerras de Marruecos han dado a los oficiales un instrumento muy apropiado, duro en el combate, obediente a las órdenes: la legión −«el Tercio»−, y las tropas «moras» −«los regulares»−. La tradición del pronunciamiento se completa con una tentación: la de la intervención rápida de un aparato represivo −como en Asturias− en el caso de que el levantamiento de las guarniciones no responda a lo esperado. 

Tradición y tentación están presentes igualmente en el lado revolucionario. Existe un imaginario de la revolución. Los jóvenes de los barrios populares saben que en caso de exaltación popular contra los poderes, todo empieza por la quema de los conventos −del mismo modo que en Francia se construyen barricadas−. Juan García Oliver, militante de la rama revolucionaria de la CNT −«los Solidarios», «Nosotros», etc− y futuro ministro de Justicia en los gobiernos de guerra, emplea dos imágenes para definir su táctica en tiempos de la República: la gimnasia revolucionaria −acciones colectivas de entrenamiento−, y el movimiento pendular, que, pasando sin cesar del putsch militar al putsch revolucionario, hará posible un día un incidente decisivo. Esto llegó a suceder, pero fue tentar al diablo. Ciertamente, sin duda nunca como en 1936 se hubiera podido esperar lo que García Oliver llama «impulsos revolucionarios en la combatividad latente» de los trabajadores españoles. Pero la idea de que una combatividad espontánea sería suficiente para vencer a un ejército profesional, asistido por fuerzas internacionales, y al mismo tiempo para realizar una revolución social contra resistencias perfectamente previsibles, era peligrosa. 

Y sin duda las escaramuzas previas reforzaron peligrosamente las ilusiones de los dos campos: por una parte se había vencido a Asturias en octubre de 1934, por otra se había hecho fracasar la «sanjurjada» −putsch de Sanjurjo, en agosto de 1932−; el gobierno republicano, si no subestimaba la probabilidad de un pronunciamiento, sí subestimaba sus posibilidades de éxito; incluso los obreros de Sevilla creían que bastaría con declarar una huelga general, como en 1932: así se lo dijo uno de ellos a García Oliver.

Habrá que creer, pues, que en los estados mayores de una parte y en los medios revolucionarios de la otra se pensaba todavía demasiado a la manera del siglo anterior. En ciertos barcos, en 1936, los marineros plagiaron literalmente el modelo Potemkin. Pero se trata de un modelo de 1905. Finalmente, aquellos que en la clase obrera se atrevían a pensar como si estuvieran en 1917 —la revolución rusa— o en 1918 —la revolución alemana— olvidaban que no se encontraban al final de una gran guerra internacional, sino en la víspera de otro conflicto, en una Europa inquieta, pero no fatigada. España, primer escenario de una lucha armada, de una guerra «moderna» ya, entre fascismo y antifascismo, iba a servir a la vez de laboratorio y de espectáculo, de representación de lo que otros iban a vivir». (Pierre Vilar; La guerra civil española, 1978)

Anotaciones de Bitácora (M-L):

[*] La postura a favor del golpe franquista de Unamuno no fue casual, sino una consecuencia de las inspiraciones cuando no conservadoras, reaccionarias, a las que se adscribió toda su vida. Desde tener de filosofo predilecto al existencialista Kierkegaard, predicar un hispanismo con recelos y añoranzas las virtudes del antiguo Imperio español, la exaltación nacionalista de las costumbres más irracionalistas y retrogradas del país y su ferviente catolicismo le hicieron en varios puntos compatible con el fascismo y sus representantes. 

Sus posturas filosóficas, su irracionalismo basado en la tradición, sus loas de creyente devoto, su exaltación del pasado hispánico y su rechazo del marxismo, esto último desde bien temprano, eran coincidentes con las posturas del fascista Ramiro Ledesma, razón por la que este uso su legado literario de plataforma para la exposición del fascismo. Véase la obra de Ramiro Ledesma: «Grandezas de Unamuno» (1931). 

José Antonio Primo de Rivera también poseía una afinidad por Unamuno, visitándole junto a otros falangistas en febrero de 1935 en su hogar mismo, Unamuno a cambio haciendo acto de presencia en la presentación de la sección de Salamanca de Falange. Es bastante revelador del carácter de su filosofía, por mucho que algunos intenten hacer malabarismos con si apoyaban o no a la Republica, que el fundador de Falange trabase amistad con Unamuno y otros intelectuales como Ortega y Gasset. 

Cuando se produce el golpe de Estado del 18 de julio, no solo da su apoyo político, animando a la intelectualidad europea a apoyar a Franco, sino también financiero donando 5.000 pesetas al bando sublevado. Aquel posicionamiento no fue un lapsus de razón fugaz, sino que se mantuvo meses y meses hasta el final de su vida, como demuestran las siguientes declaraciones contundentes:

«Apenas iniciado el movimiento popular salvador que acaudilla el general Franco me adherí a él diciendo que lo que hay que salvar en España en la civilización occidental cristiana. (...) Si el desdichado gobierno de Madrid no ha podido querer resistir la presión del salvajismo apellidado marxista debemos esperar que el gobierno de Burgos sabrá resistir la presión de los que quieren establecer otro régimen de terror». (Miguel de Unamuno; Manifiesto, 23 de octubre de 1936)

Años después de su muerte, el régimen franquista encontraría en su literatura una de las fuentes de su filosofía particular del fascismo español, el llamado «nacionalcatolicismo». Los franquistas no tenían reparo en imprimir sin censura los libros de alguien que se había opuesto a la dictadura de Primo de Rivera, suerte que eludió a otros pensadores más perseguidos aun siendo meros liberales como Vicente Blasco Ibáñez. En este sentido el apego que algunos antifranquistas tuvieron a Unamuno fue acrítico y sentimental. 

Por ejemplo, sin tener razón alguna para ello, desde el exilio, la CNT en sus revistas culturales le promovió como alguien que habría sido ejemplar, pues según ellos donde otros intelectuales se pasaron al bando fascista tan pronto empezó la guerra, en esta realidad alternativa ¡Unamuno habría sido un antifranquista declarado!:

«Unamuno no fue un revolucionario. Fue muchas veces antiobrerista e incluso anticenetista. No fue antianarquista, porque el mismo reconocía que había en él una buena dosis de «anarquismo intelectual». Pero fue ante todo un inquieto, un inconformista, un hombre independiente. Y que lo fue, lo demostró como pocos hombres supieron demostrarlo en los días trágicos de 1936 y bajo la bota fascista. Porque cuando tantos intelectuales, cogidos entre dos fuegos, se pasaron al franquismo o contemporizaron con él; cuando tantos renegaron y se adaptaron, D. Miguel supo dar la, mayor lección de entereza y de dignidad que se ha dado en España». (Confederación Nacional del Trabajo, Cenit; Sociología, ciencia, literatura, Nº149, 1963)

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