«El pensamiento que avanza de lo concreto a lo abstracto −siempre que sea correcto− no se aleja de la verdad, sino que se acerca a ella. La abstracción de la materia, de una ley de la naturaleza, la abstracción del valor, etc.; en una palabra, todas las abstracciones científicas −correctas, serias, no absurdas− reflejan la naturaleza en forma más profunda, veraz y completa. De la percepción viva al pensamiento abstracto, y de éste a la práctica: tal es el camino dialéctico del conocimiento de la verdad. (…) La actividad práctica del hombre tiene que llevar su conciencia a la repetición de las distintas figuras lógicas, miles de millones de veces, a fin de que esas figuras puedan obtener la significación de axiomas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)
En este primer interludio, aclararemos algunas nociones que han de saberse respecto al historiador −y sobre otros investigadores de cualquier campo− que basa su óptica en las herramientas científicas del materialismo, que como tal solo puede ser histórico y dialéctico. Estas serán las siguientes cuestiones a abordar: 1) ¿es lo mismo un «estado de la cuestión» que una «investigación»?; 2) ¿qué tan importante es la metodología a utilizar?; 3) la influencia del positivismo y posmodernismo y otras «escuelas renovadoras» en el campo histórico; 4) ¿a qué se referían los marxistas con aquello de que hay que «tomar partido» en la historia?; 5) el eterno debate sobre los archivos y la documentación; 6) ¿Es el dato un «concepto burgués»?; 7) ¿puede y debe el historiador «estudiarlo todo»? 8) ¿qué suele esconderse detrás de aquellos que piden una «mente abierta» en la reinterpretación de los sucesos históricos?
Dado que algunos de los puntos provienen de otros documentos ya publicados, recomendamos al lector experimentado en nuestras obras que vaya directamente a los nuevos, aunque sugerimos una lectura íntegra para una comprensión plena.
¿Es lo mismo un «estado de la cuestión» que una «investigación»?
Hemos de advertir que lo que aquí se define como «historiador» no hace referencia solo a quien puede sacarse su carrera, máster o doctorado, sino también a quien está muy familiarizado con la materia hasta el punto de que realiza tales labores con una escrupulosidad metodológica inigualable, llevando a cabo trabajos de igual o superior significancia que las supuestas «eminencias». Para desgracia del sistema educativo, más de uno habrá oído que fulanito no se convirtió en «sociólogo», «músico», «prehistoriador», «pintor», «guionista» o «X» al pasar por las escuelas y universidades, más bien ya lo era y lo siguió siendo después de su paso por ellas. También es recurrente escuchar que poco o nada le han aportado las clases o los manuales y, salvando honrosas excepciones, apenas ha podido aplicar nada de lo que impartieron los «maestros» y «libros de referencia» una vez llega a su puesto de trabajo; es decir, de no ser por la necesidad del dichoso título, habría encontrado empleo igualmente, dado que la mayor parte del conocimiento lo ha cultivado de forma autodidacta y gracias al contacto con otras personas con los mismos intereses y ambiciones. ¿Y quién puede impugnar tal legítimo sentimiento de apatía? ¿A cuántos de nosotros nos ha pasado tal cosa? ¿Estamos haciendo un alegato del abandono de las universidades? Ni mucho menos, sigan leyendo, por favor.
Aún hoy, no es extraño encontrarse que las formas de enseñanza son, como poco, arcaicas. Sus métodos rinden homenaje al noble arte de la escolástica medieval de los siglos XI-XV, donde el «sabio» dictaba a sus alumnos −muchas veces de forma vulgarizada− los «saberes fundamentales» de la «literatura clásica», y donde, ante todo, primaba la memorística a través de ejercicios machaconamente repetitivos que servían para aprender la lección. Como las eminencias universitarias de esa época, también los profesores modernos a veces acostumbran a mandar a sus pupilos «pequeños comentarios de texto», pero de nuevo resultan insustanciales, como no podía ser de otra forma, ¿la razón? Aquí, como norma general, el escritor novel no aporta nada significativo, no añade información sobre los eventos que se relatan o sobre el contexto de elaboración de dicha obra a estudiar y, en definitiva, no es capaz de extraer demasiadas lecciones para la actualidad −o peor, cuando lo hace es para distorsionar la realidad−. Huelga decir que el redactor rara vez pone en tela de juicio y corrige acertadamente lo que dice el «maestro» que le instruye o la «eminencia» de referencia que debe analizar, por lo que el resultado no puede ser más pobre y cómico. Estas son las consecuencias tanto de un sistema de enseñanza pobre, como de una falta de espíritu e iniciativa de quien se está educando.
Tomemos, para analizar mejor este fenómeno, un ejemplo con el que muchos universitarios estarán familiarizados: el «estado de la cuestión», a veces también llamado «revisión bibliográfica». En las universidades es común mandar a los alumnos realizar este ejercicio como aproximación a un tema, que no resulta ni una tesis doctoral ni nada por el estilo, pues carece de la suficiente profundidad. ¿Es este el mejor método para empaparnos del tema a tratar? Desde luego que no lo es. En primer lugar, esta tarea −que normalmente se cursa a finales de carrera o similares− pretende ser una manera de evaluar la autonomía del alumno y sus capacidades de asimilación, o al menos así nos lo venden; sin embargo, para empezar, muchas veces no se puede ni elegir el tema a abordar. Tampoco es extraño que este trabajo se reduzca a una búsqueda cuantitativa de bibliografía sobre quién dijo qué, dejando poco margen a la innovación y reflexión del alumno, por no decir que en el manejo de tal volumen es imposible que el sujeto se familiarice con el origen de las fuentes a las que cita −sin conocimiento−. El problema se ve agravado por el hecho de que el alumno está severamente restringido por un límite de palabras. Lo que, por ende, obliga al alumno a acotar sus reflexiones o reducir el contenido general de su exposición −por no hablar del sistema de citación y referencia que lo hace ilegible, o cuando menos, sumamente molesto para la lectura−.
Además, este encargo está mediatizado bajo la lente del tutor de turno asignado. ¿Y qué perfil nos podemos encontrar aquí?: a) si tenemos suerte, nuestro tutor nos dará manga ancha y nos atenderá debidamente −corrigiendo y a la vez ayudándonos−, siendo una figura de la cual podremos aprender muchísimo; b) algunos nos torturarán con su indiferencia, convirtiéndose en una tarea casi imposible encontrarlos para buscar su sello de aprobación en el primer borrador, lo que vendrá a ser como tratar de buscar un oasis en mitad del desierto; c) otros estarán encima de nosotros, pero solo para que estudiemos y adoremos sus autores de referencia −cuando no usan sus propios trabajos en un acto de egolatría típica de ciertos académicos−; d) los más indecisos y olvidadizos nos obligarán a cambiar nuestro enfoque una y otra vez: «Ahora quiero gráficos, ahora no». «Mejor que introduzcas más estadísticas; olvídate, ¡mucho dato mareante!». Creemos que el lector podrá imaginarse de lo que hablamos, pues con bastante seguridad lo haya experimentado en sus carnes si ha cursado historia –aunque esto bien podría ocurrir en cualquier otra rama de las ciencias sociales−.
En el mejor de los supuestos, esta labor puede resultar útil y provechosa, ya que el «estado de la cuestión» es la forma más rápida de introducirnos a los debates históricos en torno a un tema específico, una travesía de la cual, si uno se lo propone, puede extraer cosas de utilidad. Además, es una buena oportunidad para liberarnos de ciertos prejuicios que podamos arrastrar, es decir, para aprender a distinguir unas conclusiones precipitadas, reduccionismos o todo tipo de clichés −sean estos oídos de terceros o preconcebidos en nuestra mente−, de lo que sería propiamente un dictamen certero. Esto último es muy importante dado que, de una forma u otra, estos problemas siempre suelen hacer acto de presencia, sea la cuestión a estudiar muy polémica o casi anodina. Por tanto, el «estado de la cuestión» nos permitirá hacer recular nuestras ideas, viendo que muchas veces no todo es como pensábamos a priori. Tampoco hay que descartar que, mientras realicemos la labor de investigación, descubramos que el tema no consta de un estudio en profundidad, lo que nos obligará a preguntarnos: a) «¿Se puede realizar una exposición adecuada con tan poca documentación disponible?»; b) «Contando con un escaso nivel, ¿es este el campo idóneo, para realizar una investigación, dado que apenas nadie se ha adentrado en la cuestión?»; c) «¿Podría el trabajo llamar la atención −para bien− si consigue arrojar algo de luz en un tema donde casi nadie más lo ha hecho?». Evidentemente, estas preguntas y perspectivas dependerán mucho del propósito del sujeto que carga a sus espaldas con la responsabilidad de la tarea acordada.
La habilidad y destreza del historiador en este tipo de trabajos se evalúan en varios aspectos, donde incluso sobrepasará lo que en principio le piden, ¿a qué nos referimos exactamente?:
a) Lo primero de todo, el historiador tiene que dar muestras palpables de que, más allá de tener nociones previas o no, ha trabajado sobre el tema adquiriendo una serie de conocimientos clave: siendo capaz tanto de demostrar una destreza «conceptual» −familiarizándose con la terminología y sus significados− como «procedimental» −conociendo qué técnicas de investigación debe aplicar según cada caso−. Sobra comentar que la formación previa y la actitud del sujeto de cara a estos objetivos serán factores que influirán significativamente.
b) En segundo lugar, el historiador debe mostrar que el tema «X» no ha sido tan bien estudiado como se pensaba. Puede que el tema, a día de hoy, esté muy poco abordado −o muy mal enfocado− en comparación con otros temas de esa misma época, por lo que este supuesto trabajo puede abrir la veda a un cúmulo de nuevas líneas de investigación que, ahora sí, puedan partir bajo un paraguas mucho más seguro. A su vez, se pueden reanimar debates que erróneamente se habían dado por concluidos. Esto suele ocurrir a menudo cuando ciertos elementos se habían dado por sentados con unas exposiciones en donde se explicaban las causas de distintos hechos históricos, pero estas no eran realmente las principales causas subyacentes, sino los efectos y posos que se vislumbraban en lo inmediato, en la superficie; también se da en diversos casos donde el antiguo relato sobre cómo acontecieron unos hechos concretos, ocultaba mucho más de lo que parecía en un primer momento, revelándose este, ahora, como burdamente falso, o al menos tan inexacto como para poner en suspenso todo lo que antes dábamos por hecho.
c) En tercer lugar, al «poner los puntos sobre las íes» uno puede ser partícipe del debate y terminar con la visión anticuada y dispar −e incluso antagónica−, que hubo entre los diversos historiadores que se lanzaron a dicha aventura tan emocionante como compleja. Esto no desencadenará la unanimidad en torno a ciertos temas −y seguramente no la haya en mucho tiempo−, pero puede, si bien no poner un punto y final al debate, sí aclarar y superar muchos de los temas abiertos, para así plantear otros de mayor enjundia −que abrirán una nueva trinchera de lucha, ya sobre batallas mucho más ambiciosas y gloriosas−.
d) En última instancia, este ejercicio también otorga la ocasión al autor de implicarse en subrayar por qué los trabajos de sus predecesores eran incompletos −en cuanto a entender y manejar las causas principales−; o por qué utilizaban fuentes que, vistas hoy, son de «dudosa confianza» −y que ponen en tela de juicio el relato generalmente aceptado−. Todo ello contribuye a desmontar poco a poco, esa natural reverencia y devoción que se crea a veces −aunque sea por cariño y nostalgia− hacia los «pioneros» y «maestros del campo»; un acto liberador que nos anima a criticarlos sin miedo −superando nuestro necio sentimentalismo hacia aquellas figuras con las que seguramente nos hayamos formado durante años o décadas−.
Si el lector se ha dado cuenta, los cuatro puntos forman una simbiosis y, por lo tanto, se asegura esa regeneración infinita de investigación y refinación del conocimiento. No estamos afirmando con ello que el trabajo del historiador suela ser pan comido, sino que hay formas cada vez más precisas y perfeccionadas de acotar los errores no forzados, pues, como dijo Engels en su famosa «Carta a Konrad Schmidt» (27 de octubre de 1890): «La historia de las ciencias es la historia de la gradual superación de estas necedades, o bien de su sustitución por otras nuevas, aunque menos absurdas». Entendemos que para muchos que demandan «superar la modernidad y sus dogmas», esto es una antigualla, pero también en consecuencia deben aceptar de una vez que su «transgresora opinión», tan vieja como la ingenuidad y los miedos con las que nace el pensar humano, nos importa entre poco y nada.
Una vez que hemos analizado las características generales de un buen trabajo, pasemos a su contraparte: «¿Qué factores implicarían realizar un mal estado de la cuestión»? Por ejemplo, centrarse excesivamente en las fuentes antiguas, fiarse demasiado de su veracidad −cayendo en el error que ya habíamos mencionado en el cuarto y último punto−. Indudablemente esto debe haber influido en las primeras investigaciones, y es seguro que a su vez los pioneros acertaron en gran parte de las claves a tomar en cuenta, pero aun así es casi imposible que hayan aguantado bien el paso del tiempo. ¿A qué nos estamos refiriendo? A que lógicamente es muy posible que la metodología, fuentes de información y técnicas de los historiadores de otros decenios, siglos o milenios estén muy alejadas de las que disponen los actuales −¡faltaría más!−; ni qué decir en cuanto a las diferencias en lo referente a valores éticos, concepciones políticas, inclinaciones filosóficas, etcétera. Claro que siempre influirá el factor humano en lo referido a la habilidad del historiador, a su pasión y curiosidad para sacar adelante una «buena obra histórica», pero no considerar estos elementos sería muy insensato por nuestra parte.
Aunque parezca muy básico, merece la pena detenerse en otro criterio imprescindible que marca la diferencia entre un estudio de primera, del que no lo es: este se basa en observar si el historiador ha construido su selección de fuentes únicamente a partir de filias o fobias. Esto es, hay que mantener en todo momento una escrupulosidad respecto a las fuentes y sus estatus. No es lo mismo presentar como referencia un catálogo de obras de académicos reconocidos por su fatigosa labor de extraer abundante información de primera mano, que de aficionados que no siguen ningún patrón investigativo ni expositivo y basan su construcción en mera «opinología». ¿Significa esto descartar a los autores no académicos? No, lo mismo pero aplicado al contrario sería igualmente válido. Esto no debe hacernos infravalorar a los «amateurs», ya que, con la llegada de nuevos medios de comunicación y mejoras en la conservación de la información, un «aficionado» puede realizar verdaderas obras de arte, en el sentido más literal de una pieza que deslumbra por su belleza, ordenación interna, exposición y transcendencia. Para nosotros, son de igual valor los «respetadísimos» historiadores que se caracterizan por recoger las mentiras asumidas por generaciones y adocenarlas con los chismes y especulaciones propias y de sus maestros, que el historiador aficionado que se genuflexiona ante los anteriores y los publicita sin criticismo alguno. Huelga comentar entonces que cuenta con nuestra simpatía tanto el académico, como el autor no titulado que dedica su tiempo a desmontar y ridiculizar estas chapuzas.
Por poner un ejemplo ficticio de todo esto, si alguien desease realizar un estudio sobre las purgas en la Unión Soviética, una mala selección de fuentes sería basarnos en criterios nacionales o regionales −solo en historiadores rusos o solo en historiadores occidentales−; o en criterios ideológicos −solo en autores comunistas o solo en historiadores anticomunistas−. Igual de poco riguroso sería basarnos en las consideraciones históricas de los años 60 e ignorar toda la gama de últimos estudios al respecto. A fin de hacernos un cuadro más fidedigno, deberíamos considerar acceder a los propios archivos soviéticos, abiertos a partir de los años 90, lo que constituiría un cambio cualitativo, un giro de 180 grados para la investigación, que ciertamente sería imposible pasar por alto si se pretende hacer un trabajo adecuado. Esto, por ejemplo, ayudaría a no reproducir los clichés de la propaganda soviética o yankee.
A estos materiales, podrían sumarse las memorias, diarios, entrevistas y demás. Estos constituyen grandes instrumentos, pero no son la panacea para resolver las manipulaciones de los documentos oficiales −judiciales, políticos, civiles y demás−. Pero la capacidad memorística de cada persona es diferente y tiene límites muy diversos a la hora de reconstruir el pasado. Por eso, el investigador debe prevenirse de la posibilidad de que ese tipo de documentación se emplee como un arma para defender los intereses personales y colectivos del momento. Por ejemplo, si en cierto momento histórico se debatió la viabilidad de una nueva política exterior o doctrina militar, es muy posible que los protagonistas recuerden, digámoslo así, «de una forma ligeramente diferente» el cómo sucedieron las cosas −bien por una mala pasada de su memoria, o por su interés de no quedar mal parados ante la opinión pública del presente−. Por tal motivo, un gran investigador no se dejará llevar por conclusiones precipitadas porque «X» sujeto haya vivido tales sucesos y asegure que sucedió «Y» y no «Z», dado que, precisamente, su tarea es reunir más evidencias que cotejen tal cosa.
Entonces, ¿basta con realizar el clásico «estado de la cuestión» de las universidades para adquirir un conocimiento completo del tema? No. Si bien es cierto que en cada inicio de un libro el historiador suele repasar las diferentes visiones abordadas durante años, décadas o siglos; esto, como ya se ha dicho, a lo sumo nos puede servir para aterrizar −si es que desconocemos el tema− y seguir la pista de los debates historiográficos. No obstante, se debe considerar no dejar aquí el estudio si se desea lograr una investigación científica de profundidad y valor. Digamos que el «estado de la cuestión» es el preludio a la investigación, nos permite hacernos una idea muy genérica, pero nada más, es una «investigación menor» si quiere decirse −ya que por fuerza introduce en su desarrollo ciertos criterios y mecanismos que luego serán necesarios en una «investigación mayor»−. En cambio, la «libre investigación» −con mayúsculas− no solo implicará ponerse manos a la obra, tanto con el listado de autores y lecturas que hemos seleccionado y cribado como interesantes o importantes −siendo muchos de ellos desconocidos o silenciados por nuestras universidades−, sino que, además, aquí no tendremos un límite de tiempo ni extensión para llegar a nuestras conclusiones, ni tampoco tendremos que rendir pleitesía a unos molestos convencionalismos académicos que entorpecen nuestro trabajo.
En resumidas cuentas, este tipo de trabajo solo sirve para introducirnos en las líneas de investigación respecto al tema central, ponernos en un contexto actualizado sobre qué mitos se han superado, qué cuestiones no han quedado resueltas aún, qué puntos de vista diferentes existen en un mismo asunto, qué incógnitas siguen sin resolver y atormentan a los historiadores, etcétera. Ahora, el historiador que desee hacer un trabajo que supere lo meramente descriptivo, e investigue para traer algo novedoso, no puede detenerse ahí. En principio, tomará el «estado de la cuestión» para construir la base de su proyecto, ya que este le ahorrará mucho tiempo y quebraderos de cabeza, pero recae en sus hombros la responsabilidad de indagar para poder matizar con precisión lo conocido, así como penetrar en lo desconocido. De otro modo, insistimos, no sería una investigación, sino un repaso de lo ya sabido y abordado por otros: «empirismo» y «descriptivismo», en lugar del método dialéctico que permite buscar las causas últimas que explican los fenómenos analizados.
Para empezar, habría que delimitar la razón por la que estudiar este campo de conocimiento resulta especialmente beneficioso para el sujeto. Esto se debe a que, al instruirse paulatinamente en el conocimiento histórico, uno aprende la forma de abordar el origen y desarrollo de los diversos fenómenos históricos: tanto los que se dan a corto como a largo plazo, entiende, por tanto, los eventos o periodos clave que marcan el cambio como otros que representan la estabilidad −que como sabemos, siempre es relativa−. En suma, adquiere unas importantes destrezas que repercuten súbitamente en su formación en otros terrenos de las ciencias. Dicho de otro modo, sin una noción y formación histórica de las cosas, el individuo difícilmente puede moverse con soltura y precisión en los diversos campos del conocimiento. Y esto que comentamos es lo más normal. Tengamos en cuenta que todo campo, sea el que sea: economía, filosofía, arte, semiótica… tiene su propia «historia», así que, conocer en profundidad cómo debe uno enfrentarse al pasado −y bajo qué enfoque− es condición «sine qua non» para abordar el presente y futuro.
No estamos diciendo que una vez se conoce la historia se conoce de inmediato cómo abordar la historia de la filosofía, pero sí que, indudablemente, comparten automatismos y saberes comunes que pueden servir de atajo para el individuo en lo que se refiere a su recorrido y meta hacia el conocimiento. Esto es así, ya que, tras entrar en materia con ciertos datos, se tiene una base suficiente para entender otros fundamentos con mayor rapidez. A su vez, esto ocurre de forma inversa −con la filosofía respecto a la historia−, donde un conocimiento general del pensamiento filosófico básico −comprendiendo determinados enfoques, su forma de razonar y demás−, acaba ayudando muchísimo a entender los entresijos de la propia historia −incluyendo la historia de la filosofía− y cómo esta tiene un sentido que, sin esas nociones filosóficas, a veces podría parecer mera confusión o algo accidental.
Como historiadores, sociólogos o antropólogos, el conocimiento filosófico nos puede servir para determinar correctamente la relación existente entre los distintos elementos a tener en cuenta, por ejemplo: descubrir la conexión que pueda tener el viraje político de un país con su situación económica, intuir cómo empieza a surgir en la cultura de un país un pensamiento radicalmente opuesto al entonces predominante, entre muchos otros casos. En resumen, la filosofía es una herramienta muy útil que, en lo relativo al campo de la historia, nos permite distinguir y explicar cuáles son las causas que han motivado el desarrollo de los grandes acontecimientos. También nos permite establecer conexiones lógicas sobre la relación que tienen entre sí los distintos campos que influyen en la vida social; vinculaciones que, en un primer momento, durante el repaso de los hechos, pueden parecer poco claras o, en general, no hacerse visibles.
No solo la filosofía tiene una estrecha relación con la comprensión de la producción humana. También debemos conocer y mostrar la relación entre las diferentes disciplinas en el campo de las ciencias sociales para así comprender y aplicar una metodología adecuada de análisis. Es más, esto no es algo que se haya dicho aquí por primera vez, por lo que merece la pena repasar de nuevo los escritos del italiano Antonio Labriola, quien en su «Del materialismo histórico» (1896), describió cual había sido la evolución de una ciencia como la historia, así como la relación que tuvo y tiene con otras que fueron surgiendo a la par o como resultado de ella.
En primer lugar, en referencia a los primeros historiadores, como el griego Tucídides, describe cual ha sido el método generalizado: «Todo histórico que comienza narrando efectúa por así llamarlo, un acto de abstracción». Ante todo, «ejecuta un corte en una serie continuativa de sucesos, luego prescinde de muchas y diversas presuposiciones y precedentes, rompiendo y descomponiendo una intrincada tela». Por eso, antes de comenzar el trabajo «es necesario que fije un punto, una línea un término u elección suya, y diga, por ejemplo: queremos narrar cómo se inició la guerra entre griegos y persas», donde uno «se encuentra, en suma, ante un complejo de hechos sucedidos y de hechos que están para sucederse». Para esto, anotaba: «Bastan las comunes dotes de la inteligencia normal», es decir, «de aquella que no está subsidiada ni corregida o completada por la ciencia propiamente dicha».
Entonces, ¿cuál ha sido y es el principal problema de los historiadores? Que este «narrador», además «de carecer de una doctrina teórica sobre las fuentes verdaderas del movimiento histórico, por el mismo gesto que asume ante las cosas que aferra en las apariencias de su porvenir, no puede reducir este a unidad sino en el aspecto de la sola intuición inmediata, y si es artista, esta intuición se le colorea en su ánimo y se muda en acción dramática». ¿Qué le queda, entonces? Es sencillo de intuir: «Llenará su cometido si consigue encuadrar cierto número de hechos y de sucesos dentro de términos y confines sobre los cuales la mirada pueda moverse sobre una clara perspectiva, al modo que el geógrafo puramente descriptivo ha llenado el suyo si encierra en vivo y perspicaz dibujo la competencia de las causas físicas que determinan el intuitivo aspecto, pongamos, por ejemplo, del golfo de Nápoles, sin remontarse a su génesis».
Por ello, Labriola opinaba muy razonadamente que: «Tanto la acción recíproca de los diferentes factores, sin la cual ni es posible el más simple relato, como las noticias más o menos seguras sobre los orígenes y las variaciones de los mismos factores, solicitaban la investigación y el pensamiento mucho más de lo que la solicitaban la narración configurativa de aquellos grandes historiadores que son verdaderos y propios artistas». De hecho, «los problemas que resultan espontáneos de los datos de la historia, cuando fueron combinados con otros elementos teóricos, dieron lugar a las diversas disciplinas llamadas prácticas, que con rapidez varia de movimiento y con éxito vario, se desarrollaron desde los tiempos antiguos hasta los modernos, desde la ética a la filosofía del derecho, desde la política a la sociología, desde la jurisprudencia a la economía».
En suma, ha sido gracias a esta: «Metódica división del trabajo, debemos la erudición precisa, o sea la masa de conocimientos declarados, cribados, sistematizados, sin los cuales toda historia social vagaría siempre por lo puramente abstracto, formal y terminológico». Ha sido este estudio pormenorizado el que: «Ha ayudado, como ayuda cualquier otro estudio empírico que se atenga al movimiento aparente de las cosas, a refinar los instrumentos de la observación y a encontrar en los mismos hechos, que artificialmente fueron separados del conjunto, los adentellados que les unen al complejo social»; a terminar con «las diversas disciplinas mantenidas aisladas e independientes por medio de la presuposición de los factores concurrentes en la formación histórica, por el grado de desarrollo a que han llegado, por el material que han recogido y por los métodos que han producido, ahora nos son todos indispensables cuando queremos reconstruir una parte cualquiera de los tiempos pasados».
Esto era una apología del carácter interdisciplinar de las ciencias, pues: «¿Qué sería de nuestra ciencia histórica, sin la unilateralidad de la filología, que es el subsidio instrumental de toda investigación; ¿dónde se habría dado con el hilo del ovillo de una historia de las instituciones jurídicas, que a tantas otras cosas y combinaciones nos lleva, sin la obstinada fe de los romanistas en la excelencia universal del derecho romano, que ha engendrado, con la jurisprudencia generalizada y con la filosofía del derecho, tantos problemas en que germina por último la sociología?».
Por esto y mucho más, Labriola denunció tanto a los «economicistas» como a los «sociólogos vulgares». A los primeros los expuso como marxistas ramplones, pues: «Creen salir de cualquier apuro cuando afirman que toda esta doctrina consiste en último término en atribuir la superioridad o la acción decisiva al factor económico». A los segundos los reprendió por creer que pueden dar carpetazo a la investigación sobre el origen de cada fenómeno a partir de referirse al «todo» y palabras fetiche como «lo social», sin embargo: «No vale oponer a estas dificultades de hecho la presunción algún tanto metafísica, a menudo equívoca y enteramente de un valor puramente analógico, del llamado «organismo social», sobre todo cuando se «excluye con esto lo arbitrario, lo trascendente y lo irracional», puesto que «la investigación especificada, crítica y circunstanciada de los hechos históricos, es la única fuente de aquel saber concreto positivo necesario».
En base a lo visto hasta aquí, el lector habrá entendido de seguro que tomar las fuentes adecuadas representará un punto fundamental del programa de formación e investigación −algo en lo que entraremos más adelante en otros apartados −; de la misma forma, se deberán tener en cuenta estos factores para inculcar y enseñar esta doctrina. Ya en la misma URSS se dedicó un tiempo sustancial a criticar con severidad algunos de los métodos para enseñar historia que eran sumamente nocivos. Los mismos que, en honor a la verdad, encuentran su más viva expresión en las escuelas de los países capitalistas:
«En lugar de enseñar historia de una forma viva y vital con una exposición de los principales eventos, de los logros en orden cronológico y definiendo el rol de los líderes, presentamos a nuestros pupilos definiciones abstractas de sistemas sociales o económicas, reemplazando la vitalidad de la historia civil con un esquema sociológico abstracto (…) Los alumnos no pueden sacar provecho de lecciones de historia que no contemplan el orden cronológico de los eventos históricos, las figuras que los lideraron y las fechas de importancia. Solo una enseñanza de historia de este tipo puede hacer accesible, inteligible y concreto el material que es indispensable para un análisis y una síntesis de los eventos históricos y ser capaz de guiar al alumno hacia una comprensión marxista de la historia». (Extracto de la decisión del Concilio de Comisarios del Pueblo y del Comité Central del Partido Comunista, 16 de mayo de 1934)
Aún hoy merece la pena repasar el prólogo de una de las obras del famoso erudito alemán Leopold von Ranke (1795-1886), ya que, si bien se le suele identificar con la corriente historicista, estuvo muy influenciado por el positivismo. Basta con observar una brizna de las explicaciones e intenciones que nos dejó, para ver cuál es la queja sistemática de muchos de los historiadores contemporáneos, especialmente cuando hoy algunos de sus sucesores pretenden retrotraernos hacia estos caminos rankeanos:
«Se ha dicho que la historia tiene por misión enjuiciar el pasado e instruir el presente en beneficio del futuro. Misión ambiciosa, en verdad, que este ensayo nuestro no se arroga. (…) Nuestra pretensión es más modesta: tratamos, simplemente, de exponer cómo ocurrieron, en realidad, las cosas». (Leopold von Ranke; Historia de los Pueblos Latinos y Germánicos. De 1494 a 1535, 1824)
En este prólogo de 1826 nos dejó muy claro que su pretensión no era «enjuiciar el pasado e instruir el presente en beneficio del futuro», sino «exponer cómo ocurrieron, en realidad, las cosas». Esto último ha sido motivo de mofa, y con razón, puesto que: a) la «historia» jamás va a poseer el cuerpo del historiador y mover su mano para hacer su trabajo; b) y tampoco ocurrirá que los hechos vayan a desfilar delante del investigador para colocarse de forma ordenada y darle la explicación última de las causas, puesto que de otro modo esto sería tan fácil que no se requeriría ninguna habilidad especial para ser historiador.
Esto no es ninguna exageración. Vale la pena rescatar la impresión que dejó esta cosmovisión en alumnos como Pierre Vilar, quien recibió clases de historia entre 1925 y 1929 en la famosa y prestigiosa Universidad de Sorbona de París. En su obra «Pensar históricamente: reflexiones y recuerdos» (1997), el hispanista francés reconoció que: «Más de una vez, hacia las dos de la tarde, me dormí durante alguna clase aburrida». También confesó que sus maestros positivistas, como Charles Seignobos, consiguieron irritarle con comentarios como el que sigue: «Jóvenes estudiantes cuando elijan un tema de investigación, no elijan nunca un tema que les interese, porque si les interesa es que ya tienen una idea preconcebida y, si es así, no serán historiadores positivos».
El objetivo y obsesión del positivismo ha sido siempre, en palabras de Ranke, analizar las «memorias, diarios, cartas, memoriales de embajadores y relatos directos de testigos presenciales de los hechos historiados». A esto, súmese que sólo aceptaba «otra clase de escritos en los casos en que estos aparecían basados directamente en aquellos testimonios o acreditaban, en una medida más o menos grande, un conocimiento original de los mismos», es decir, en verdad estas fuentes extra de información solo se aceptaban para corroborar y reforzar lo que ya habían hecho las primeras. ¿Entiende el lector qué implicaciones ha tenido el aceptar esto? En primer lugar, esto es como dar a entender que lo que no ha quedado registrado oficialmente nunca ha sucedido realmente −algo que los positivistas más extremistas han aceptado como un artículo de fe−. En segundo lugar, alguien no familiarizado con la diplomática, paleografía o numismática no sería un testigo del todo válido cuando se atreva a contradecir −por las razones que sea− las lagunas que se atisban en la versión oficial. Y así podríamos seguir.
Por mucho que algunos matizaran estos postulados, la noción rankeana de cómo abordar el pasado tuvo una influencia innegable en las siguientes generaciones de historiadores. Sin ir más lejos, esto se refleja en los trabajos y metodologías de dos de los más famosos e influyentes historiadores franceses como fueron Charles-Victor Langlois (1863-1929) y Charles Seignobos (1854-1942). Estos, dejaron muy claras sus posturas en obras como «Introducción a los estudios históricos» (1898) o «El método histórico aplicado a las ciencias sociales» (1901), donde, por ejemplo, declararon abiertamente que: «La historia se hace con documentos»; se «toma por punto de partida el documento observado directamente, y desde ahí se remonta, por una serie de razonamientos complicados, hasta el hecho pasado que se trata de conocer». Ante lo cual se concluía, para asombro de muchos: «Los documentos son irreemplazables; sin ellos, no hay historia».
Antes que nada, habría que aclarar qué se entiende aquí por «documento». En este caso, ambos historiadores aclararon que: «Cabe distinguir dos tipos de documentos», el que «ha dejado una huella material» −como los «monumentos» o cualquier otro tipo de «objeto»−; y «la huella de orden psicológico» −una «descripción, un relato por escrito»−. Y apuntillaron: «La inmensa mayoría de los documentos que sirven al historiador como punto de partida para sus razonamientos no son, en resumen, sino huellas de procesos mentales», es decir, las fuentes escritas eran su predilección para el estudio. Pero esto no es siempre así, ni de lejos. Imaginemos ahora en qué posición quedaría la labor de muchos profesionales si se llegase a aplicar a rajatabla este precepto. Por ejemplo, sabemos que los jeroglíficos egipcios fueron un tipo de escritura antigua que se plasmó en diferentes tipos de soportes −piedra, madera o papiro−, ¿a qué se tendrían que haber dedicado los egiptólogos al no disponer de documentos escritos, o en su defecto no poder descifrarlos −como ocurrió durante mucho tiempo con los jeroglíficos hasta el descubrimiento de la Piedra de Rosetta−? Hubieran quedado ociosos, mano sobre mano. Tomemos la arqueología o la epigrafía, de las cuales los propios Langlois y Seignobos se hicieron eco por su gran importancia, ¿acaso no han desmentido los «relatos históricos» escritos de los poemas, libros sagrados y demás?
Un ejemplo de esto lo tenemos en la coexistencia entre los neandertales y los homos sapiens. Durante mucho tiempo se pensó que los neandertales se extinguieron hace unos cuarenta mil años, poco después de que el homo sapiens llegara al continente europeo. Según esta teoría, el proceso de hominización habría seguido una cronología en donde se daba a entender que la aparición de una especie era correlativa a la extinción de la anterior. Los estudios arqueológicos, no obstante, han demostrado que sapiens y neandertales no solo coincidieron en el tiempo y en el espacio, si no que se mezclaron y convivieron. Esta nueva información nos permite entender que el proceso de hominización no fue simultáneo en todo el planeta, sino que su desarrollo y expansión dependerá siempre de la zona analizada.
En ese afán rankeano de tomar a la oficialidad siempre como sinónimo de mayor verosimilitud, Langlois y Seignobos reflejaban ese rechazo hacia el testimonio oral, ya que: «Por su propia naturaleza, la tradición oral es una continua modificación, razón por la cual en las ciencias constituidas únicamente se considera aceptable la comunicación escrita». ¿Pero acaso nos parece hoy que las crónicas medievales sobre las batallas con dragones, ángeles y milagros son más fidedignas? ¿No es cierto que muchas de las fuentes escritas, antiguas o modernas, han sido también reformuladas y matizadas? ¿No es este formato también susceptible de ser manipulado en el momento de su creación o a lo largo del tiempo? Como observamos, estos argumentos no resistían el menor análisis en frío. La cuestión pertinente no es si la fuente es oral o escrita, sino la forma en que se coteja y se compara con otras fuentes que corroboran o desmienten lo afirmado.
Ahora, esto no debe llevarnos a equívocos. La crítica a esta noción tan sumamente cándida, herencia del positivismo, no implica −faltaría más−, despreciar el trabajo de búsqueda y verificación llevado a cabo por estos historiadores −labor que por otra parte no era nueva, ya que fue adelantada, por ejemplo, por los autores renacentistas y otros tantos predecesores−. Tampoco se trata de justificar el desinterés o banalización de las fuentes que han llevado a cabo otras corrientes posteriores, las cuales han acabado considerando a todo tipo de huellas y registros del paso del ser humano −cartas, decretos, novelas, manuales, catastros, bautismos, censos, vasijas, pulseras, arquitecturas, esculturas o pinturas− como «ficciones», es decir, como simples objetos que son creados para poder emitir lo que «el sujeto deseaba plasmar de cara al exterior en ese momento».
En todo caso, visto lo visto, ¿se entiende por qué hubo tanta animadversión por parte de los marxistas hacia los positivistas? Es más, ¿qué ha predominado precisamente en las «prestigiosas universidades» con sus «reputados especialistas»? Pues, aunque hoy algunos traten de ocultarlo, durante largo tiempo asistimos a un claro dominio, pugna o síntesis entre el positivismo y el historicismo −entre otras tantas escuelas, claro está−. ¿Y en qué coincidían grosso modo estas dos tendencias, aparentemente contrapuestas?:
«Esas influencias teóricas eran a) el objetivismo y la aparente ingenuidad epistemológica de Ranke −«las cosas tal como sucedieron»− que enlaza con el positivismo comtiano, b) el legado historicista que prima la fugacidad e irrepetibilidad del objeto histórico, el estudio de los personajes y las élites gobernantes, y c) el nacionalismo que se sirve de la teoría del «Volkgeist» de Herder, según la cual el espíritu distintivo de cada pueblo impregna todas sus manifestaciones culturales y su evolución política. Una conjunción pues del historicismo clásico alemán, encarnado por Ranke, el idealismo hegeliano y el positivismo comtiano». (Fernando Sánchez Marcos; Tendencias historiográficas actuales, 2009)
En resumidas cuentas, un discurso nacionalista-místico, de carácter conservador y muy rígido tanto en sus metodologías como en sus pretensiones. El propio Pierre Vilar, como historiador, explicó muy correctamente la diferencia básica entre el marxismo y el positivismo:
«El objetivo de la historia no es «hacer revivir el pasado», sino comprenderlo. Para esto hay que desconfiar de los documentos brutos, de las supuestas experiencias vividas, de los juicios probables y relativos. Para hacer un trabajo de historiador no basta con hacer revivir una realidad política, sino que debe someterse un momento y una sociedad a un análisis de tipo científico. (…) El sentido esencial de la investigación causal del historiador consiste en dibujar los grandes rasgos del relieve histórico, gracias a los cuales la incertidumbre aparente de los acontecimientos particulares se desvanece ante la información global de la que carecían sus contemporáneos, y que nosotros podemos tener. (…) Para unos [Raymond Aron], la historia-conocimiento es la explicación del hecho por el hecho; para otros, es la explicación del mayor número posible de hechos a través del estudio del juego recíproco de las relaciones entre los hechos de todo tipo». (Pierre Vilar; Iniciación al vocabulario del análisis histórico, 1980)
Ergo, ¿qué prima entonces hoy a causa de los defectos inducidos por el progresivo y hegemónico aburguesamiento de los historiadores? Los textos oficiales reducen la historia a una descripción de fenómenos de un modo enciclopédico, con sucesos importantes y decorados, cual cronista medieval; es decir, sin criticismo alguno, dando indirectamente la razón a la interpretación tradicional, aquella que exalta figuras icónicas y exagera su papel, lo que tampoco ayuda a considerar la historia como una ciencia social que pueda ser tomada en serio. Es bien sabido que todo esto es contrario al rigor científico, pues la mera acumulación y enunciación de datos sin procesar −previa aceptación de un relato hegemónico preexistente−, sin llegar jamás a unas conclusiones propias argumentadas, solo contribuye a la formación de dogmas mecanicistas, a la esterilización del conocimiento, como bien hemos apuntado otras veces.
Llegados a este punto nos parece necesario recordar unas palabras de otro documento nuestro que vienen como anillo al dedo:
«Ha de saberse que, al echar la vista atrás hacia la evaluación de las figuras revolucionarias de siglos anteriores, existe un peligro de perder la noción de la realidad histórico-presente. Claro que existieron figuras que luchaban contra una reacción en una lucha justa y del todo progresista por aquel entonces, pero quizás hoy muchos de los planteamientos de base de esos mismos revolucionarios progresistas se convierten, al ser actualizados al contexto presente, en postulados ideológicamente retrógrados, que bien pueden pasar a ser la bandera de la reacción y la contrarrevolución. Pasar por alto esto es una fosilización metafísica del tiempo y sus protagonistas. Algo apto para charlatanes y adoradores de mitos, como Vaquero o Armesilla, pero no para quien aspira a extirpar el cáncer del nacionalismo en el movimiento proletario. Téngase en cuenta que, cuanto más nos retrotraigamos en el pasado, más posibilidades habrá de que esas figuras hayan «envejecido mal». De ahí la absurdez de querer ver referentes hasta en el Pleistoceno». (Equipo de Bitácora (M-L); Epítome histórico sobre la cuestión nacional en España y sus consecuencias en el movimiento obrero, 2020)
Propagar estas ideas hacia el gran público supone propiciar la caída del sujeto iletrado en un marasmo de confusión aún mayor, que pasa por aceptar el discurso hipócrita sobre que hay que contar la historia de «forma neutra», sin posicionarse en lo que se expone, sin tratar de desbrozar las leyes sociales históricas que subyacen en cada episodio importante. Todo esto ya fue criticado en su día por Plejánov, enemigo de los sociólogos e historiadores subjetivistas:
«Veraz es la descripción histórica que presenta fielmente las relaciones sociales que existieron en la época que está describiendo. Allí donde al historiador le toca exponer la lucha de las fuerzas sociales opuestas, ineluctablemente habrá de simpatizar con ésta o con la otra fuerza, si es que no se haya vuelto un pedante frío. En este aspecto, será subjetivo, independientemente de su simpatía por la mayoría o por la minoría. Pero el subjetivismo de este género no le impedirá ser un historiador completamente objetivo, únicamente si no empieza a desfigurar las relaciones económicas reales, de cuyo suelo brotaron las fuerzas sociales contendientes. En cambio, el partidario del método «subjetivo» echa en el olvido estas relaciones reales, motivo por el cual no puede ofrecer nada fuera de su preciosísima simpatía o su tremenda antipatía, y por esta razón arma un gran ruido, reprochando a sus adversarios por ultrajar la moral toda vez que le dicen que esto está mal». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)
En realidad, aunque la historiografía burguesa se vista de «objetiva», la mayoría de sus corrientes sí toman partido y justifican la historia de su clase. De hecho, tuercen los sucesos y presentan una información sesgada, simpatizan con las «grandes figuras» que «hacen la historia de la nación» y rinden pleitesía a los historiadores clásicos, hasta el punto de no atreverse a contradecir los mayores atentados contra la lógica. Este método del «objetivismo» es solo una forma de tantas que ayuda a que nada cambie en el campo histórico; una forma de actuación velada para que los relatos idealistas y los razonamientos metafísicos sigan teniendo validez pese a su enorme déficit en cuanto a credibilidad. En especial, todo nacionalista −se vista de azul o de rojo− realiza por lo general el mismo trabajo y, como fieles guardianes del orden existente, repiten como papagayos todos los mitos que en su día construyó su burguesía nacional. Véase el capítulo: «¿Qué pretenden los nacionalistas al reivindicar o manipular ciertos personajes históricos?» (2021).
En lo relativo a los autores positivistas, existe una paradoja que merece ser comentada. Aunque empezaron siendo muy optimistas porque «los documentos de otras épocas» se hallaban ya «hoy reunidos y conservados, en principio, en organismos como museos y bibliotecas con inventarios mucho más rigurosos y actualizados; y pese a su obcecación en la «búsqueda y crítica de fuentes fiables», cuando se dieron cuenta de que la versión rankeana era ingenua, y sobre todo muy problemática en la práctica, muchos acabaron experimentando sentimientos inesperados: esto es, hubo en ellos una mezcla desilusión y desmoralización. ¿Y qué caminos tomaron? Algunos, como Charles Seignobos, acabaron en un escepticismo tan absurdo como peligroso. Para 1901 este autor ya se atrevía a lanzar epítetos como el que sigue: «En ciencia social se trabaja, no con cosas verdaderas, sino con las representaciones que de ellas nos formamos», donde, presuntamente, «hay que imaginarse los hombres, las cosas, los actos, los motivos que se estudian». ¿Les suena? Por si esto fuera poco, en un alegato que bien podría firmar años después un convencionalista o posmoderno, se añadió: «Toda construcción histórica o social es forzosamente una obra imaginativa, puesto que la observación no nos proporciona jamás el conocimiento directo más que de individuos o de condiciones materiales». También en su discurso polémico contra Simiand titulado «Las condiciones prácticas de la búsqueda de las causas en el trabajo histórico» (1907), el señor Seignobos no solo ponderó una vez más que la sociología era la única que debía guiar la historia −a la cual, prácticamente liquidaba−, sino que además declaró que esta última: «No puede descubrir una ley válida de sucesión de los fenómenos»; mientras también afirmó que para «saber la causa próxima de los hechos» el «sentido común» nos conduce a atribuir «los actos o bien a motivos, que son fenómenos psicológicos necesariamente conscientes, o bien a impulsos, que son fenómenos inconscientes». Así, pues, la impotencia del positivismo, derivado de su fuerte idealismo filosófico, terminó cavando su propia tumba.
En la actualidad, algunos historiadores contemporáneos, como Carlos Barrios y su estudio «Oficio de historiador, ¿positivismo o nuevo paradigma» (2014), han registrado que todas estas formas de proceder han ido resurgiendo hoy día con una fuerza inusitada, especialmente entre aquellos que han abandonado los postulados marxistas y de la Escuela de los Annales para abrazar lo peor del positivismo y el posmodernismo. Sin embargo, resulta curioso que este criticismo del señor Barrios se conjugue después con un lamento sobre el hecho de que los historiadores «no quieran saber nada» de los «aportes» de Popper, Lakatos y Kuhn. Esto ya indica el nivel de coherencia de este tipo de especialistas.
En realidad, el eclecticismo y la falta de miras de todos los historiadores contemporáneos se refleja en soporíferos comunicados conjuntos como el «Manifiesto de historia a debate» (2001). Este documento fue firmado por Carlos Barrios junto a historiadores mexicanos, estadounidenses, venezolanos, franceses y un largo etcétera. El mismo fue elaborado por varios autores durante «ocho años de contactos, reflexiones y debates, a través de congresos, encuestas y últimamente Internet», en donde estos esgrimieron párrafos tan confusos como el que sigue:
«El reciente retorno de la historia del siglo XIX hace útil y conveniente rememorar la crítica de que fue objeto por parte de Annales, el marxismo y el neopositivismo, aunque justo es reconocer también que dicho «gran retorno» pone en evidencia el fracaso parcial de la revolución historiográfica del siglo XX que dichas tendencias protagonizaron». (Manifiesto de historia a debate, 2001)
Visto lo visto en capítulos anteriores, no hace falta detenernos ahora sobre cuáles son esas «críticas» de estas corrientes que señalan las «limitaciones» del marxismo. En cualquier caso, ¿todo este mar de confusión puede extrañarnos? En absoluto. No son pocos los pensadores e investigadores que, por haber adoptado metodologías pseudocientíficas, quedan atrapados en toda una serie de incoherencias creadas por ellos mismos de las cuales no pueden salir sin hacer el ridículo. Esta es una de las razones por la que muchos de los historiadores terminan renunciando a considerar la historia como una ciencia social, y no pocos de ellos acaban mirándola como una simple literatura, como «narrativa histórica» mezclada con anécdotas y todo tipo de erudición más o menos «deslumbrante». Esto conlleva que, una vez derrotados, decepcionados y confusos, estos historiadores empiezan a ser seducidos por los cantos de sirena de todo tipo de teorías estrafalarias que no solucionan sus dudas, sino que las eliminan de un plumazo sin resolver nada de valor. Hablamos de todas aquellas corrientes agnósticas y relativistas del siglo XX, desde el convencionalismo al Círculo de Viena, pasando por la Escuela de Frankfurt, hasta acabar en el temido posmodernismo. Estas son las mismas escuelas y tendencias que concluyeron patéticamente que «todos los problemas de la historia derivan de una mala comprensión del lenguaje», son los mismos autores que vinieron a proclamar que en historia «no existen hechos objetivos verificables», que nuestras andanzas son poco menos que una serie de episodios de ciencia ficción a los que cada cual les puede añadir libremente sus notas para enriquecer este «relato de la mentira». Su rezo dice así «Si nadie está en posesión de la verdad sobre nada, ¿qué más da? ¡Aporta tu opinión y simplemente diviértete!». Véase el capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2021).
Un buen paradigma sobre los «grandes descubrimientos» de estas «nuevas líneas de investigación» y sus resultados a partir de los años 60 del siglo XX es lo que sigue a continuación:
«Se ha roto el consenso tradicional sobre lo que constituye una buena explicación histórica. (…) Para ilustrar las actuales controversias sobre la explicación histórica podría ser útil tomar el ejemplo de Hitler. Los debates anteriores como el mantenido por H. R Trevor-Roper y A. J. P. Taylor acerca de la importancia relativa de los objetivos de Hitler a largo y corto plazo, daban por supuesta la validez del modelo tradicional de explicación histórica en función de la intención consciente. Sin embargo, en fechas más recientes, el debate se ha ampliado. En primer lugar, unos pocos historiadores, como Robert Waite, han ofrecido interpretaciones de Hitler en función de las intenciones inconscientes e, incluso, de la psicopatología, subrayando su sexualidad anormal, el trauma de la muerte de su madre −después de ser tratada por un médico judío−, etc». (Peter Burke; Formas de hacer historia, 1991)
¿Que Hitler empezó a odiar a los judíos porque a su madre no la curó su médico judío? ¿Acaso estamos escribiendo el guion vulgar del próximo éxito cinematográfico de Marvel, cuyos villanos se guían por este patrón de trauma? No. El odio a los judíos, los prejuicios contra ellos, ya existía en épocas pasadas y era rampante en muchas partes de Europa. Igual que en España ese estigma hacia los gitanos como sinónimo de todo mal social −delincuencia, crimen, deshonestidad, etcétera−. Otros ejemplos análogos son aquellos documentales de televisión que tratan de explicar la personalidad desorganizada y fantasiosa de Hermann Göring −el famoso jefe de las camisas pardas de la SA y más tarde comandante supremo de la Luftwaffe−, por su creciente adicción a los opiáceos tras sus heridas contraídas como piloto en la Primera Guerra Mundial. Pero ¿acaso no debería decirse que las drogas y sus fatales consecuencias psicológicas solo agudizaron una personalidad caótica ya existente? ¿Alguien puede establecer seriamente una correlación entre los éxitos o derrotas de la Luftwaffe con los periodos de mayor o menor drogadicción del señor Göring? Entonces, ¿a dónde nos conducirían este tipo de explicaciones tan morbosas como fraudulentas? A concluir que la formación de una de las ideologías más reaccionarias, el nazismo, se reduce a los presuntos traumas personales de Hitler con los judíos, a sus complejos sexuales, a sus frustraciones como artista fracasado, o a una combinación de estas teorías arriesgadas. Es obvio que esto, de guardar algo de verdad, no explicaría casi nada del programa nazi y su evolución, ni de las propuestas de sus principales colaboradores −Goebbels, Himmler, Speer y otros−, rivales −Strauss o Röhm− o de sus militantes de base más fanáticos; quienes apoyaron y se adhirieron a unas ideas y movimientos que, por otra parte, ya pululaban por las calles alemanas antes de que aquel señor de bigote y flequillo decidiera, en 1919, introducirse en el Partido Obrero Alemán de la mano de su mentor Drexler, cuyas raíces pueden ser rastreadas en muchas de las corrientes filosóficas, políticas, artísticas y religiosas de los nacionalistas anteriores.
Estas teorías imaginativas y sin fundamento científico se retroalimentan con el afán acrítico de muchos por presentarnos que el posmodernismo y sus autores, más o menos reconocidos, han sido los liberadores del «pensamiento dogmático» de la modernidad, empezando por el marxismo. Observemos lo que nos recomendaban sus simpatizantes en torno a la cuestión de la investigación educativa, ya que no tiene desperdicio:
«Todo lo anterior se acompaña de una interpretación mecanicista de la relación causa efecto. A partir de la idea simplista que absolutiza el postulado, según el cual, y de manera mecánica, conociendo las causas podemos actuar sobre los efectos. En realidad, esto ha funcionado muchas veces, pero los efectos pueden ser impredecibles y el esfuerzo investigativo, en sus resultados, ineficaz. (…) En realidad, la visión positivista asumida por la tradición del marxismo leninismo de orientación soviética difiere en numerosos puntos de las concepciones expuestas por Karl Marx». (Alberto Matías González y Antonio Hernández Alegría; Positivismo, dialéctica materialista y fenomenología: tres enfoques filosóficos del método científico y la investigación educativa, 2014)
Ojo a la gran estupidez: una vez sepamos la causa, quizás, tomando partido para corregir sus efectos no lo consigamos. Muy bien, en efecto, eso es posible, ¿y? ¿Cuál es la solución? ¿Ignorar las causas? ¿Despreocuparnos de ellas? Según Alberto Matías y Antonio Hernández, ¡¡se debe prestar más atención a los métodos analíticos de la Escuela de Frankfurt, Derrida y Foucault!! ¿A qué quedaría aquí reducida la formación del historiador? A encontrar un autor fetiche, coger sus ideas básicas y realizar saltos de fe irracionales, tratando de imponer que su teoría ha descubierto el factor oculto que pone en marcha la historia y la explica. Bajo la excusa de que «siempre hay un factor impredecible» o «inescrutable», estos señores dan vía libre para que todo el mundo experimente, según les apetezca, con sus exposiciones de historia, sin importarles que corresponda con lo investigado. De hecho, por esta misma razón, acaban promoviendo que se realicen esas «interpretaciones mecanicistas de la relación causa-efecto» que tanto critican.
Dicho en otras palabras, al apoyarse en que pueda haber un margen de error a la hora de abordar cualquier investigación, en lugar de pedir más rigurosidad o prestar atención a dichas inexactitudes o falsedades, declaran que la solución es coquetear con distintas escuelas filosóficas a ver si hay suerte. ¿Qué se logra con esto? Que los aspirantes a historiadores no expliquen la historia en base a analizar las relaciones entre los distintos factores que tienen delante. Sino que, en su lugar, se les enseña a especular con cómo hacer encajar aquello que están investigando, con lo que expresa su autor predilecto. Por lo que en lugar de estudiar bien las causas que hay detrás de los acontecimientos, se las inventan. O peor, que en sus trabajos partan de falacias, es decir, de medias verdades, donde con algo de esfuerzo y talento, conseguirán construir un discurso plausible que se parezca a la realidad, pero solo aparentemente.
¿A qué se referían los marxistas con aquello de que hay que «tomar partido» en la historia?
¿Y nosotros, qué pensamos? ¿Todo está lleno de mentiras y es imposible acceder a la verdad? ¿Es preferible mentir para salvaguardar «nuestro relato» o es mejor rectificar para exponer la verdad? ¿Tenemos que estar tan atormentados porque «siempre hay un factor insondable» o «aleatorio»? ¿Tenemos que estar temerosos al realizar nuestra investigación por si acaso damos un paso en falso? Nuestra posición sobre el conocimiento es bastante clara y está explicada en el anterior documento citado. Pero por si no quedase claro:
«El universo es el movimiento de la materia conforme a leyes, y nuestro conocimiento, siendo el producto supremo de la naturaleza, sólo puede reflejar esas leyes. (...) Al movimiento de las representaciones, de las percepciones, etc., corresponde el movimiento de la materia exterior a mí. La noción de materia no expresa otra cosa que la realidad objetiva que nos es dada en la sensación. Por lo cual separar el movimiento de la materia es equivalente a separar el pensamiento de la realidad objetiva, separar mis sensaciones del mundo exterior, es decir, pasar al idealismo. (...) El punto de vista materialista, el reconocimiento de la realidad objetiva del mundo exterior y de las leyes de la naturaleza exterior; tanto ese mundo como esas leyes son perfectamente cognoscibles para el hombre, pero nunca pueden ser conocidas por él hasta el fin. (...) Yendo por la senda de la teoría de Marx, nos aproximaremos cada vez más a la verdad objetiva −sin alcanzarla nunca en su totalidad−; yendo, en cambio, por cualquier otra senda, no podemos llegar más que a la confusión y la mentira». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Esto significa que no procedemos a examinar y concluir sentencias sobre los eventos históricos de manera arbitraria o por afición. Todo acontecimiento histórico presenta en su seno un desarrollo, de modo que los individuos involucrados en el mismo forman parte, o bien de la fuerza que impulsa el porvenir y el desarrollo de las fuerzas productivas y el modo de producción que los acompaña o, por otro lado, de la fuerza que intenta retener este proceso so pena de perder el sustento material que erige su propia existencia de clase. El sujeto revolucionario y emancipador toma siempre partido por la primera de las fuerzas a las que hemos hecho mención. Y es en este sentido que podemos pasar a analizar las equivocaciones que deben evitarse para cumplir con nuestro deber en tanto a lo que el análisis histórico se refiere.
A estas alturas de nuestro capítulo parece el momento idóneo para rescatar unas palabras de Engels sobre las ciencias naturales y sociales:
«Estamos de acuerdo, por consiguiente, en que en las ciencias naturales teóricas no vale construir concatenaciones para imponérselas a los hechos, sino que hay que descubrirlas en éstos y, una vez descubiertas, y siempre y cuando que ello sea posible, demostrarlas sobre la experiencia». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)
Ahora, cuando nosotros hablamos de «tomar partido» sobre los acontecimientos históricos o presentes, no hablamos de pronunciarnos sin datos concluyentes y, ni mucho menos, nos referimos a justificar y ocultar las equivocaciones de nuestro «bando», ni a negar los hechos y las conclusiones sobre las que el paso inexorable de la historia nos alecciona. Al contrario, el ideario emancipador, y por ende su movimiento, jamás podrá alcanzar sus objetivos generales bajo una metodología del conocimiento autocomplaciente:
«Los marxistas no hacemos actos de fe con la doctrina, no la creemos por imposición ni por meros argumentos de autoridad, ante todo procesamos la información. Es menester que tengan un espíritu crítico a la hora de enfrentarse a los textos de los clásicos, que analicen sus escritos y sus conclusiones, analicen si están vigentes en la actualidad; que observen si sus estrategias y tácticas son aplicables al contexto de su país y el de otros; si en esta parte que se está repasando se piensa que existe este o aquel error −y no será negativo preguntar o discutir a otros camaradas y autoenriquecerse mutuamente con las conclusiones−. Solo así puede existir una asimilación real del marxismo-leninismo. No se trata de revisar a gusto del lector lo que a uno le gusta reivindicar, ni se puede basar en argumentos subjetivos para rechazar los axiomas fundamentales de la doctrina. Por tanto, toda «revisión» que no sea argumentada científicamente estará invalidada automáticamente. (…) Comprendemos, pues, que la preparación de la revolución comienza con la necesaria formación político-ideológica de la militancia y de las masas. Esta es la única garantía para alcanzar el partido del proletariado en cada país, para posibilitar el triunfo del socialismo y el comunismo. Que así mismo intentamos que el lector pueda saber asimilar la doctrina para identificar de forma correcta conceptos como lucha de clases, dictadura del proletariado, libertad, democracia, nación, antiimperialismo, imperialismo, desde una óptica marxista y no desde posiciones pseudomarxistas que le llevaran a conclusiones erróneas. (…) De hecho, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que sospechoso es aquel marxista-leninista que no sabe extraer errores en la propia historia de los partidos marxista-leninistas, pues estamos ante un ignorante o un exaltado. Es deber de los marxista-leninistas de cada país, como mínimo, hacer una evaluación crítica de sus referentes para no repetir los mismos errores». (Equipo de Bitácora (M-L); Fundamentos y propósitos, 2022)
«Los hombres hacen su historia, cualesquiera que sean los rumbos de ésta, al perseguir cada cual sus fines propios con la conciencia y la voluntad de lo que hacen; y la resultante de estas numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones, y de su múltiple influencia sobre el mundo exterior, es precisamente la historia. Importa, pues, también lo que quieran los muchos individuos. La voluntad está movida por la pasión o por la reflexión. Pero los resortes que, a su vez, mueven directamente a estas, son muy diversos. Unas veces, son objetos exteriores; otras veces, motivos ideales: ambición, «pasión por la verdad y la justicia», odio personal, y también manías individuales de todo género. Pero, por una parte, ya veíamos que las muchas voluntades individuales que actúan en la historia producen casi siempre resultados muy distintos de los perseguidos −a veces, incluso contrarios−, y, por tanto, sus móviles tienen una importancia puramente secundaria en cuanto al resultado total. Por otra parte, hay que preguntarse qué fuerzas propulsoras actúan, a su vez, detrás de esos móviles, qué causas históricas son las que en las cabezas de los hombres se transforman en estos móviles». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Resulta que existe un grupo muy peculiar en Rusia llamado «Rabochy Put», una plataforma ideológica que, debemos confesar, no habríamos tenido la fortuna de conocer si no fuese por los llamativos artículos conspiranoicos que vienen lanzando desde 2020 y el comienzo de la pandemia. «¿Y por qué recurrir a ellos entonces?» preguntará legítimamente el lector. Porque, como siempre, el objeto de nuestra crítica suele ser un ejemplo que condensa una desviación muy inculcada. Para desenmascarar las patrañas de este grupúsculo, rescataremos las hilarantes opiniones de sus redactores sobre la época «stalinista» y observaremos cómo operan estos presuntos «marxistas-leninistas» contemporáneos.
Empecemos con uno de sus artículos de 2015. Este se centra en refutar a un grupo de historiadores que, según ellos, congeniaban con los métodos positivistas, teorizaban ideas chovinistas y simpatizaban políticamente con el trotskismo. Hasta aquí todo correcto. El problema sobreviene cuando, en su exposición sobre cuáles son sus alternativas, incurren en una vía igual de equivocada. Por ejemplo, ¿cómo presentan estos caballeros rusos la cuestión de la evaluación de los archivos soviéticos? Atentos:
«El hecho es que no basta con tener acceso a todos los archivos, no basta con ser un especialista que pueda determinar el estilo literario de un documento y, sobre esta base, poder establecer a quién pertenece, o un perito técnico, quién puede nombrar con precisión el momento de la producción del documento, etc. Lo más importante es ser materialista-dialéctico, comprender la esencia de la época en estudio desde las posiciones de clase de la clase trabajadora, y así poder comparar el documento, siendo verificada la autenticidad por la esencia de lo escrito en él para con las condiciones históricas específicas en las que fue creado. Porque, por ejemplo, en el mismo período de Jruschov, cuando aún vivían los taquígrafos, que grababan las conversaciones de Stalin con representantes de los partidos fraternos, no habría sido difícil para el aparato del revisionista Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) hacerles reescribir lo anteriormente transcrito en la forma que los ideólogos del partido, conductores de la ideología burguesa en el marxismo-leninismo, necesitaban». (Rabochy Put; Acerca de los volúmenes adicionales de las obras de Stalin. Respuesta a los Khlebnikovites indignados, 2015)
¡Vaya! ¡Para declararse antipositivistas, los señores de «Rabochy Put» reproducen sus dogmas a la perfección! Quizás ahora el lector vea por qué le ponemos sobre aviso con tanta paciencia y detenimiento respecto a algunos métodos para abordar el estudio de la historia. Además, esto es algo que ya hemos analizado en textos anteriores, y es que cuando no se cuenta con argumentos sólidos −y uno se deja llevar por falacias, sin buscar salir de la óptica revisionista−, no se está en capacidad de ofrecer una crítica de conclusiones precisas, más bien todo lo contrario, se sigue cavando la propia tumba. Sobre lo concreto de la cita, evidentemente, todo poder político tiene en su haber la posibilidad de manipular los datos, pero de la posibilidad a la realidad hay un trecho. Los autores de «Rabochy Put» deberían conocer las famosas cartas de Lenin advirtiendo sobre estos sofismas. En su «Carta a N. D. Kiknadze» (7 de noviembre de 1916) replicaba: «A mi juicio, usted confunde lo posible −¡¡de lo cual no fui yo quien comenzó a hablar!!− con lo real, cuando piensa que el reconocimiento de una posibilidad nos permite modificar nuestra táctica. Es el colmo de la falta de lógica». En un breve ejemplo, añadía: «Reconozco la posibilidad de que un [marxista] se convierta en un burgués, y viceversa; son posibles trasformaciones de todo tipo, incluso la de un tonto en un sabio, pero esas trasformaciones rara vez resultan reales; y sólo por la «posibilidad» de esa trasformación, no voy a dejar de considerar necio al necio». En otra ocasión, ante un cúmulo de especulaciones sin demasiado sustento, en su «Carta a L. F. Armand» (25 de diciembre de 1916), directamente replicó: «¡Hábleme de la realidad y no de las posibilidades!».
En este caso, ¿qué pruebas tienen los «comunistas rusos» de «Rabochy Put» para tipificar que este o aquel archivo soviético sea falso, más allá de la «posibilidad» de que eso sea así? Ninguno. Plantear una sospecha de este tipo a veces puede ser muy productivo para seguir indicios, descubrir nuevas pruebas y derribar mitos; sin embargo, no es este el caso. Si leemos de arriba abajo los argumentos de «Rabochy Put», no encontraremos nada rescatable que permita esta aproximación crítica: estos sujetos no han tenido acceso a tales fuentes, reconocen no contar con conocimientos de archivística ni sovietología; es decir, no han estado delante de los objetos en cuestión y tampoco tendrían capacidades para confirmar o desmentir su veracidad. No les estamos pidiendo una tarea imposible. La biblioclastia y la falsificación de documentos históricos suelen dejar, en la mayoría de los casos, un rastro que permite encontrar las incongruencias sobre, a este respecto, el modo de operar que tenía el Partido Bolchevique. ¿A qué nos referimos? A la existencia de pruebas que respalden o desmientan las decisiones oficiales, a la verificación −o no− de la consiguiente ejecución de las decisiones tomadas públicamente. Esto implicará consultar los diarios y emisivas de los responsables o familiares, taquigrafías de reuniones privadas que se refieran a la supuesta destrucción de determinada documentación, testimonios posteriores que contradigan el relato oficial y demás labores de hemeroteca −o filmoteca− que contrasten las declaraciones de unos y otros. Todo esto puede encontrarse en los archivos −o fuera de ellos− y permite descifrar las cuestiones que nos plantean estos historiadores rusos. Pero estos señores no nos refieren a ellas, simplemente esquivan estos indicios y su posible cotejamiento. ¿Qué les queda en su estudio entonces? La fe camuflada de frases estereotipadas sobre la importancia de realizar un análisis basado en el «materialismo dialéctico-histórico», «partidista», «de clase». He aquí un ejemplo más de cómo utilizar eslóganes para ocultar la podredumbre expositiva; tal arenga se traduce, a la hora de la verdad, en la especulación continua y en actos más propios de monjes devotos que de quienes se denominan revolucionarios. En este caso, «Rabochy Put» asegura a los suyos que el «gran Lenin» o el «gran Stalin» no pudieron haberse equivocado, pues entonces dejarían de ser −a sus ojos fanáticos− «grandes figuras». ¿Qué significa todo esto? Que, con toda seguridad, ante cualquier documento que se topen y no sea de su agrado, gritarán: «¡Debe de tratarse de una falsificación, camaradas!».
En su actitud vemos el borreguismo del pelele, o peor, el cinismo del demagogo, de aquel que teme reconocer un error porque piensa que todos sus seguidores huirán despavoridos. Lancemos al aire unas cuantas preguntas espinosas, ¿han pregonado alguna vez Marx, Engels o Lenin el «triunfo inevitable de su causa» por la «razón de sus valores, consignas o cálculos»? ¿Ha acabado el marxismo siguiendo un «determinismo histórico», donde todo parecía sellado y destinado a que se consumase un plan o discurrir histórico ya descubierto? ¿Se han barnizado las tradiciones y mitos nacionalistas bajo ropajes rojos y hasta revolucionarios? ¿Se han justificado todo tipo de aberraciones −incluido el paternalismo con los pueblos coloniales− con la excusa de «favorecer el «desarrollo de las fuerzas productivas»? Negar que esto haya sucedido, en mayor o menor medida, sería como insinuar que el marxismo siempre ha estado libre de estos y otros equívocos, lo cual sería directamente mentir a nuestros lectores. Véase el capítulo: «Entonces, ¿nunca ha coqueteado el marxismo-leninismo con nociones mecanicistas, místicas o evolucionistas?» (2022).
De hecho, hemos de reconocer que la exageración o distorsión de los sucesos históricos para intentar ensalzar o salvar «el honor» de la cabeza visible del movimiento, fue algo común durante la «etapa stalinista». Como ejemplo de lo primero, baste mencionar lo que los redactores de «Rabochy Put» colgaban en su web con sumo orgullo de lo que es el «stalinismo» puro: el discurso de Lavrenti Beria en el XIXº Congreso del PCUS (octubre de 1952). Este, en verdad, no es más que una retahíla de halagos que pintan a Stalin como un «Dios todopoderoso» al cual había que agradecer hasta el aire que respiraba el pueblo soviético. «¿Por qué ganamos la guerra? ¡Por la dirección, sabiduría y valentía del Generalísimo Stalin! ¿Por qué fuimos capaces de restaurar la economía? ¡Porque el Camarada Stalin nos entregó un programa detallado para la restauración de la economía nacional e indicó las formas de su implementación!». En verdad, así podríamos seguir hasta el Día del Juicio Final con declaraciones de la época que, vistas hoy, producen vergüenza ajena. Como curiosidad, este apego de Beria a Stalin era todo puro humo, coyuntura del momento; de hecho, en menos de un año sería el primero en realizar un tour por media Europa del Este pregonando «sobre los errores de Stalin», anticipando lo que luego sería la llamada «desestalinización» de Jruschov. Véase la transcripción «Conversación entre los líderes soviéticos y la Delegación del Partido Húngaro de los Trabajadores en Moscú» (16 de junio de 1953). Sin embargo, como vemos, muchos, como los redactores de la actual «Rabochy Put» en Rusia o la secta de Frente Obrero en España, aún enarbolan la figura de Beria como «mártir» de la lucha contra el revisionismo. En realidad, lo que reivindican a voces en no pocos casos, es su arribismo como forma de vida. Véase el capítulo: «Rehabilitando a un revisionista: el caso Beria» (2020).
En todo caso, y para ser justos, este no era un vicio propio del señor Beria, sino que proliferó a lo largo y ancho del movimiento comunista. Véanse las obras de Naum Farberov: «Las democracias populares en Europa del Este» (1949) y de K. M. Frolov: «La lucha de la clase obrera por la victoria del socialismo en los países de democracia popular» (1950). En ambos artículos, si bien hay información importantísima sobre estos procesos, se daba la impresión de que el «Gran Camarada Stalin» habría evitado heroicamente, una y otra vez, que las direcciones de los partidos comunistas de Europa del Este incurriesen en todo tipo de desviaciones «oportunistas y nacionalistas». Hoy, existen ya montañas de información desclasificada que abalan que fue el propio Stalin quien insistió a los jefes europeos −especialmente durante el periodo de 1944 a 1947− para que pusieran en práctica una política de moderación.
El «Giro de Salerno» (1944) de los comunistas italianos, que analizaremos en otros capítulos, es uno de tantos ejemplos de ese «moderantismo» promocionado con la aprobación de Moscú. Mismamente el famoso documento «Sobre las tareas inmediatas de los comunistas italianos» es una buena prueba a analizar, que durante años no se supo su origen. Este, si bien contenía puntos revolucionarios también contaba ya con el dudoso y polémico concepto de «democracia progresista», más tarde popularizado por Togliatti para justificar toda su política liberal, así como su idealización del Estado burgués. A la hora de elaborar este documento se contó sus notas y fue aprobado por Mólotov y Dimitrov en marzo de 1944, previa charla entre Stalin y Togliatti. En cualquier caso, antes de acceder a este documento y saber su génesis, los historiadores ya conocían el informe de Togliatti al Vº Congreso del PCI (1945), dado que fue público. En él se puede afirmar sin exagerar que ya se planteaban las bases de lo que años después sería conocido como «eurocomunismo». Véase la obra de Silvio Pons: «Stalin, Togliatti y los orígenes de la Guerra Fría en Europa» (2001).
Incluso, posteriormente, a principios de los años 50, la Kominform también permitió y promocionó en sus medios de expresión que algunas de sus secciones, como la británica o la sueca, siguieran explorando esas «vías específicas» del «camino parlamentario». Por tanto, ni siquiera necesitábamos esperar a acceder a la documentación soviética confidencial, bastaba con repasar los materiales disponibles, lo que pasa es que la mayoría de «comunistas» no desean examinar con lupa tales documentos públicos por el riesgo de llevarse un chasco antológico.
El problema principal de estos caballeros es que, a falta de evidencias claras para apoyar sus declaraciones, dejan que en su lugar opere una especulación basada en la sospecha y la intriga, lo que denota una actitud conspiranoica, tras la cual solo encontramos la impotencia de alguien que es asolado por la incertidumbre, debida a su propio desconocimiento, algo inservible si se pretende dar un análisis histórico de calidad. Así que arrojemos, brevemente, algo de luz en la cuestión que nos plantean.
Ahora, ¿se realizó una manipulación de documentos para atacar a Stalin? A esto debemos responder afirmativamente. El prestigio acumulado por Stalin durante décadas no se iba a esfumar de la noche a la mañana, y eso era algo que todos sus rivales sabían. En el combate ideológico que el jruschovismo ofreció a Stalin, no se descartó ningún medio posible, por eso desde sus mismos inicios la historiografía jruschovista está plagada de una gran construcción de mentiras, tergiversaciones, ocultación sesgada de hechos y, por supuesto, de documentos. Tal es el caso que, en las ediciones oficiales soviéticas, se llegó a suprimir de las Obras Completas de Lenin una carta donde «Ilich» alabó a Stalin y valoró muy positivamente su archiconocida obra «El marxismo y la cuestión nacional» (1913):
«Se sabe que, en 1912, en una carta a Gorki, Lenin habla del «maravilloso georgiano» que está redactando el artículo sobre nacionalidades. Es verdad que, según me ha contado Garaudy cuando era encargado de la edición francesa de las obras de Lenin, las autoridades jruschovistas habían suprimido esta carta de la edición rusa, y querían impedir que figurase en la francesa. Así se escribe la historia». (Pierre Vilar; Palabras de presentación a la edición en España de las obras de Stalin; Club Internacional de Prensa, Madrid, 1984)
Obviamente, con esta acción se deseaba imponer una «revisión» histórica sobre las posiciones de Lenin hacia uno de sus más íntimos compañeros. ¿Qué fragmento fatal asustaba tanto a los jruschovistas como para buscar suprimirlo, para siempre, del legado literario de Lenin? Estad atentos, pues esto bastaba para aterrorizar a Jruschov, Brezhnev y al KGB:
«En cuanto al nacionalismo, coincido plenamente con usted: habría que ocuparse de esto más seriamente. Tenemos a un portentoso georgiano, que se puso a escribir para Proveschenie un extenso artículo, para el cual ha reunido todos los materiales austríacos y otros. Nos empeñaremos en esto». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a Gorki, 25 de febrero de 1913)
Sin embargo, en las ediciones jruschovistas de las obras de Lenin sí se incluye la «Carta al XIIIº Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de Rusia» (1923), que en época de Stalin fue publicada en la prensa del partido para combatir a la oposición y esclarecer la polémica de entonces en torno a dicho escrito. Dicha carta portó una caracterización sobre Stalin poco favorable, donde le describe como un hombre «demasiado brusco», «intolerable en el cargo de Secretario General» y responsable de una «verdadera campaña de nacionalismo ruso».
Entonces, ¿qué cuadro se presentó en las ediciones jruschovistas de las obras de Lenin? Un Lenin que nunca habló positivamente sobre la persona de Stalin, y que en el mismísimo momento de su muerte criticó duramente su carácter personal y su postura en cuestión nacional, calificándola de «nacionalismo ruso». De este modo, se formó una narrativa ficticia, donde además de despreciarle, en lo estrictamente político pareciera que Lenin nunca comulgó con Stalin en cuestión nacional, algo totalmente inverosímil ante el hecho de que Lenin fue quien designó a Stalin como comisario de las nacionalidades.
De hecho, la carta de Lenin, presentada sin el contexto pertinente de su redacción y debates de entonces, especialmente los concernientes a la posición de Lenin ante la fundación como estado de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), también constituyen una manipulación de los hechos. Existen varios textos aclaratorios que demuestran esto, por lo que no nos detendremos en ello. Véase la obra de Stalin: «La oposición trotskista antes y ahora» (1927) y la obra de Erik Van Ree: «Revisando «El último combate de Lenin» de Moshe Lewin» (2001).
Anótese también que se ha venido utilizando esta caracterización de 1922 de forma interesada, presentando la denuncia de Lenin de las actitudes típicas de un «nacionalista ruso» de Stalin para solventar de un plumazo el proceso de la posterior degeneración de la URSS, es decir, la irrupción de una rusofilia en el discurso del gobierno y su implementación a todos los niveles. Algunos han visto en esta frase de Lenin una predestinación de la URSS de Stalin hacia el desastre, como si «el gran hombre» pudiera anticiparse años e incluso décadas. Esto, en primer lugar, sería no entender que, como dijo el propio Lenin en su artículo «Notas de un articulista» (1922): «Habría que considerar irremisiblemente perdidos a aquellos comunistas que imaginaran que se puede consumar una empresa de alcance histórico mundial, como la de establecer las bases de una economía socialista. (…) Sin errores, sin retrocesos, sin recomenzar de nuevo múltiples veces tareas inacabadas o mal ejecutadas».
En segundo lugar, el problema de este reduccionismo histórico tiene dos grandes peros: a) basarse solo en esta «predicción» no solo deja sin investigar los debates de 1917-24, donde Lenin incluso estuvo más a la «derecha» que Stalin en cuanto a las propuestas sobre cuestión nacional para articular el nuevo sistema; b) sino que también deja un vacío explicativo en todo el interludio que iría desde 1924-1937 aproximadamente, un periodo temporal en el que Stalin es el abanderado en el PCUS de la crítica hacia el «chovinismo de gran nación de los rusos», al contrario de lo que surgiría a partir de entonces, donde parece seducido por «dignificar lo ruso» y «recuperar sus grandes figuras». Véanse los capítulos: «El giro nacionalista en la evaluación soviética de las figuras históricas» (2021) y «Las terribles consecuencias de rehabilitar la política exterior zarista en el campo histórico soviético» (2021).
Actualmente, contamos con la posibilidad de contrastar esos documentos con muchos otros para comprobar si la línea que siguen es similar. Y, sobre todo, podemos comparar estos controvertidos documentos con pruebas factuales, es decir, con hechos que indiquen si la línea política general de la época recogía la misma esencia. Como advertimos, no sería la primera vez que, con fines políticos, hay una alteración deliberada en los documentos históricos. Nosotros mismos hemos demostrado cómo en la Bulgaria de los 70, los fieles a Todor Zhivkov incurrieron en tal práctica durante la «desestalinización».
Estos, reeditaron y cambiaron parte de los informes y discursos de Georgi Dimitrov con el fin de eliminar las referencias a Stalin o retirar los nombres de los militantes búlgaros que fueron criticados en su momento por tesis que ahora se apoyaban con vehemencia. También se omitieron las obras contra Tito y el revisionismo yugoslavo, ya que Bulgaria en aquellos años intentaba mantener relaciones cordiales con dicho país. Véase la obra de Dimitrov «Selección de trabajos» (1972), de Ediciones Estudio, publicada en Argentina. ¿Y cómo se comprueba esto? No tiene gran misterio. Al ser obras que abarcan la etapa de 1923 a 1948, en este caso, el historiador avispado buscará las versiones anteriores a 1948 en los archivos, online u offline, que le permitirán comprobar si existe alguna disparidad, lo que le hará ver que, en lo concreto, sí existe una censura premeditada, más aún cuando la fuente de referencia citada son los propios archivos oficiales búlgaros.
Si hubo una corriente política que hizo de esto un arte, esa fue el maoísmo que, por otra parte, nunca estuvo ni siquiera dentro de las coordenadas del marxismo-leninismo. No todo el mundo sabe que el revisionismo chino tendía a autocensurar sus obras para cubrir sus vergüenzas. Uno de los casos más flagrantes fue el del informe del VIIº Congreso del Partido Comunista de China (1945), presentado por Mao Zedong. En su versión original se titulaba «La lucha por la nueva China» y, con posterioridad, sus partes más «browderistas» fueron censuradas y excluidas del Tomo IV de Obras Escogidas, donde fue rebautizado como «Sobre el gobierno de coalición». Otro caso similar sería la obra «Resoluciones sobre algunas cuestiones de la historia del partido» (1945), que viene a ser la historia del PCCh contada en clave maoísta. Hay que tener en cuenta que, hasta el año 1951, Pekín había publicado hasta el Tomo IV, que cubría los escritos y discursos de Mao durante 1926-49. El famoso Tomo V solo fue publicado post mortem en 1977 y cubría el periodo de 1949-57, aunque bien es cierto que ya se conocían algunos extractos gracias a algunas recopilaciones chinas −también alteradas y manipuladas−, lo mismo que ocurría en Occidente donde existían versiones no oficiales de estas obras. Este tomo fue compilado y liberado por la insistencia de Hua Kuo-feng y Deng Xiaoping, lo cual no parece casualidad, pues lo hicieron a sabiendas de que su contenido les era altamente útil para justificar sus derivas presentes y futuras. Véase la obra: «Las luchas de los marxista-leninistas contra el maoísmo: el caballo de Troya del revisionismo» (2016).
Volviendo a nuestros amigos rusos de «Rabochy Put», ellos afirman que el «Diario de Dimitrov» (2003), publicado por la Yale University Press, es falso. ¿Y bien? ¿Qué podemos decir ante esto? Dejando a un lado las posibles exageraciones o distorsiones interesadas, tanto de editores como de archivadores involucrados, en este caso, Ivo Banac −que para nada es descartable−; cualquiera que conozca en profundidad la política exterior soviética reconocerá que los comentarios que allí se encuentran pueden ser contrastados con otras versiones −para ver si conjugan plena o, al menos, parcialmente−. Pero vamos más allá: prácticamente todo lo que se contiene en el libro, ya se considere como «acierto» o «error» por parte de Stalin o Dimitrov, constituyen comentarios muy cercanos a lo que sucedió en la realidad. Insistimos, ¡solo hace falta ser un poco avispado y revisar cronológicamente la prensa comunista publicada durante esta época! Por tanto, en el peor de los supuestos −que sea una invención o manipulación−, los autores de esta alteración lo habrían hecho basándose en cuestiones plausibles −fijándose para ello en esta documentación oficial−. Véase el capítulo: «La responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el ascenso del peronismo» (2021).
Esta vez la pregunta hacia los autores de «Rabochy Put» sería: ¿Han realizado ustedes tal fatigosa tarea de «ratón de biblioteca»? Es decir, ¿han hecho aquello que el propio Marx o Lenin sí que hicieron, consultando pilas y pilas de libros en los archivos para completar con seguridad «El Capital» (1867) o «Imperialismo, ¿fase superior del capitalismo» (1916)? Por lo que ellos mismos nos confirman, tiene pinta de que no. Entonces, ¿qué decretan para salir del paso en estas situaciones? En el mejor de los casos, agnosticismo:
«En general, un examen real y verdaderamente científico de los documentos solo puede llevarse a cabo después de la conquista del poder político en el país por parte de la clase obrera, cuando todos los archivos estarán en manos de la clase obrera y habrá especialistas con una cosmovisión dialéctico-materialista. No hay otra manera». (Rabochy Put; Acerca de los volúmenes adicionales de las obras de Stalin. Respuesta a los Khlebnikovites indignados, 2015)
Traduciendo del agnóstico al castellano, con toda esta verborrea quieren decir que las lecciones necesarias sobre las luchas pretéritas del proletariado, que parten del análisis histórico acertado de las mismas y que son un elemento clave para su organización y emancipación política, no pueden extraerse hasta que se conquiste el poder político. ¿Estamos nosotros de acuerdo en esto? En absoluto. Soberana estupidez sería que los pueblos siguiesen tal advertencia y esperasen a la conquista del poder para poder ir sacando conclusiones importantes −aunque a veces provisionales− sobre sus experiencias. Si eso fuese así, no extraeríamos lecciones sobre nada, fecharíamos la evaluación histórica en las calendas griegas −es decir, nunca−:
«Aguardar a reunir el material para la ley de un modo puro, equivaldría a dejar en suspenso hasta entonces la investigación pensante, y por este camino jamás llegaría a manifestarse la ley. La abundancia de las hipótesis que se abren paso aquí y la sustitución de unas por otras sugieren fácilmente −cuando el naturalista no tiene una previa formación lógica y dialéctica− la idea de que no podemos llegar a conocer la esencia de las cosas −Haller y Goethe−. Pero esto no es peculiar y característico de las ciencias naturales, pues todo el conocimiento humano se desarrolla siguiendo una curva muy sinuosa y también en las disciplinas históricas, incluyendo la filosofía, vemos cómo las teorías se desplazan unas a otras, pero sin que de aquí se le ocurra a nadie concluir que la lógica formal sea un disparate. (...) Sólo podemos llegar a conocer bajo las condiciones de la época en que vivimos y dentro de los ámbitos de estas condiciones». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)
Aun así, vamos a suponer que uno aplica ese modo de proceder, que la revolución estalla y culmina en triunfo. ¿A qué documentos se espera que accedan los revolucionarios, sino archivos que ya fueron cotejados o estaban a mano de los anti y falsos marxistas de todo signo? ¿Van a seguir deteniéndose en cualquier labor de investigación porque «nuestras técnicas de verificación son rudimentarias» y los revisionistas −aún derrotados− «pueden haber manipulado estos documentos para confundirnos, minar nuestros esfuerzos y realizar la contrarrevolución también en el campo de los papeles»? Esta lógica tan solo provoca postergar hasta el infinito la investigación por miedo a encontrarte con un obstáculo del cual aún no se tiene certeza. Y así es normal acabar estancado, sin evaluar el pasado ni traer conclusiones valiosas para el presente, tal es la forma de razonamiento de los cobardes y pusilánimes.
Algunos, temerosos, preguntarán una vez más respecto a identificar el relato verídico: «Pero… pese a todo, ¿no nos enfrentamos a las «manipulaciones» por parte de la «clase dominante» en torno al saber?» Sí, por enésima vez responderemos que, en efecto, así es. Por eso, Marx dijo aquello de que «Descartes, al definir a los animales como meras máquinas, veía con los ojos del período manufacturero». Pero, ¿en serio alguien va a mantener que estos condicionantes puedan ser peores hoy que hace miles de años durante las sociedades esclavistas o medievales? Recordemos que en aquellos tiempos ni siquiera muchas de las ciencias naturales y sociales estaban desarrolladas salvo vagos conatos. ¿De verdad alguien va a sostener que el acceso al conocimiento es igual en la era de los pergaminos que en la de la imprenta o el internet? ¿Qué les queda a algunos para justificar su «escepticismo pesimista» respecto a la ciencia? Tal vez recurrir a la carta de la «Escuela de Frankfurt» sobre la «omnipotencia de los medios de alienación» y la predominancia de la «razón instrumental» del hombre para manipular a sus congéneres. En cuanto a conocimientos estrictos de índole científica, ¿estamos en una situación más complicada que hace cien años o, por el contrario, los descubrimientos científicos y la accesibilidad a la información nos han ayudado a poner al desnudo gran parte del falso ideario burgués y de su arbitrario sistema político-económico? Por ejemplo, ¿no ha corroborado el marxismo −valiéndose de datos y fuentes burguesas− en la investigación y teorización sobre el monopolismo o las crisis cíclicas de sobreproducción en el capitalismo? Entonces, no hagamos complejo lo que es bien sencillo.
Claro que muchos profesionales de estas ramas de la ciencia han utilizado diversas evidencias para concluir cosas deshonestas, coronando a su país o a su escuela como la predilecta, como la que mayores aportes ha hecho y, por ende, la única que tiene voz real para decretar qué es válido y qué no. Aquí el nacionalismo burgués se puso las botas intentando explotar cualquier éxito real o ficticio. En todo caso, con el descrédito del antiguo positivismo y la irrupción a partir de los años 60 de la «nueva historia», la «nueva arqueología» o «el posmodernismo filosófico», lo difícil es encontrar ya un manual de historia, arqueología o filosofía donde no se nos advierta que históricamente ha habido muchos descubrimientos, investigaciones y conclusiones en las que se cometieron todo tipo de manipulaciones en nombre de la «ciencia». Véase la obra de Víctor Manuel Fernández Martínez: «Teoría y método de la arqueología» (1989).
Esto no significa, como ya se ha comprobado atrás, que estas escuelas tan proclives al relativismo y el agnosticismo traigan mejores soluciones. Una cosa debe quedar clara: una vez descubierta una «grieta en el sistema» no significa que todo lo «descubierto» por la llamada ciencia sea una «ficción», sino que toca calibrar si en esa rama, en esa corriente o en ese investigador hubo exageraciones extremas o conclusiones precipitadas. En última instancia, toca observar si estas fueron fruto de una desafortunada equivocación o si estuvieron totalmente motivadas por intereses políticos, propagandísticos, etc. En definitiva, a nadie le sorprende lo difícil que es para el ser humano desligarse de sus ideas preconcebidas, mitos y favoritismos. Y de esto, los revisionistas modernos, como los «reconstitucionalistas», saben bastante, ya que siguen repitiendo las mismas idioteces que los «guardias rojos» de los años 60 y los estudiantes senderistas de los 80. Pero poco más hay que comentar sobre esto ahora. Véase la obra: «Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas» (2022).
Por eso, siendo conscientes de las debilidades de la ciencia bajo el capitalismo y los usos interesados que se le puede dar, no debemos perder la perspectiva de que somos capaces de realizar un trabajo útil, que supere muchas de esas limitaciones y alteraciones, siempre que trabajemos concienzudamente para ello y con las herramientas adecuadas. Incluso debemos tener claro que la temida «manipulación de las masas» se empieza a resquebrajar tan pronto como lo hace su sustento económico, siendo este un suceso que tiene lugar de forma cíclica en el contexto del modo de producción capitalista. Asimismo, los grandes medios de comunicación, aquellos que permiten la difusión de mensajes alienantes a un volumen que en otra época habría sido impensable, garantizan el contacto y la organización conjunta de las masas trabajadoras de lugares cada vez más remotos e inconexos a priori y, cómo no, también permiten un medio para el trabajo de agitación y propaganda de manera inmediata y masiva. Censurar este proceso de propagación de la ideología revolucionaria es incluso más complejo hoy de lo que antaño era contra los órganos de expresión físicos. No hay excusa escéptica ni espíritu derrotista que valga en este sentido: somos capaces de realizar investigaciones de valor, y somos capaces de propagar nuestras ideas y conclusiones.
La cuestión entonces es mucho más sencilla de lo que parece. Todo aquel que desee subvertir el orden existente, solo tiene dos opciones respecto a la ciencia: a) Debido a su desconfianza hacia todas las estadísticas y estudios que provengan de las «fuentes burguesas», puede proclamar que el «hombre honesto» y «puro» debe evitar toda consulta de estas para no caer en la «trampa burguesa» y contribuir a la confusión del pueblo; b) O puede −aceptando las cartas que le han tocado− valerse de algunas de estas fuentes de forma inteligente y siempre con un ojo crítico, consciente de sus posibles limitaciones, restricciones o manipulaciones interesadas, sabiendo que estas pueden ser tramitadas por nosotros tanto en crítica de la hipocresía burguesa, como en una confirmación más de la realidad −o al menos un acercamiento significativo a ella−.
Quien sepa cómo escribió Marx «El Capital» (1867), o Engels el «Anti-Dühring» (1878), entenderá lo infantil que es adoptar el primer camino y echarle el cerrojo a todo lo que provenga de las instituciones y profesionales «oficiales». Como si todos los investigadores de la época capitalista fuesen unos «mercenarios del capital», «autómatas sin voluntad», sin posibilidad de obrar con un mínimo de libertad ni sentir amor por su trabajo ni por la verdad; como si no tuvieran nada que aportar al conocimiento humano, aun cuando se equivocan estrepitosamente. Este es el mismo sendero que siguió Lenin para la crítica filosófica realizada en «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), llegando a estudiar, matizar y denunciar los comentarios de los mayores pensadores, tanto antiguos como de su época, de enemigos como de pretendidos «amigos» y «camaradas»; tarea que, por cierto, luego continuó en «Cuadernos filosóficos» (1916). ¿A qué conclusión llegó sobre los «especialistas» de los diversos campos de las ciencias? −Como los naturalistas tipo Rücker, Haeckel y Huxley; a los cuales Lenin se dedicó a criticar en sus memorables pasajes, junto a otros con los que difería aún mucho más−:
«La misión de los marxistas, tanto aquí como allá, es la de saber asimilar y reelaborar las adquisiciones de esos «recaderos» −no daréis, por ejemplo, ni un paso en el estudio de los nuevos fenómenos económicos sin tener que recurrir a los trabajos de estos recaderos− y saber rechazar de plano su tendencia reaccionaria, saber seguir una línea propia y luchar contra toda la línea de las fuerzas y clases que nos son enemigas. Eso es lo que no han sabido hacer nuestros machistas, que siguen servilmente la filosofía profesoral reaccionaria». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Del mismo modo, el autor ruso no edificó su teoría del imperialismo sobre una lectura superficial de Marx y Engels. Además de estudiar sus obras en suma profundidad, también hizo un gran trabajo de recopilación de información que filtraría críticamente para poder llegar a sus certeras conclusiones. ¿Cómo hizo esto último? Consultando los cientos de noticias y libros de los expertos, periodistas, economistas y analistas que estudiaron los fenómenos del monopolismo, el colonialismo y demás −véase sus «Cuadernos sobre el imperialismo» (1915-16)−. Fue así, y no de otra forma, que Lenin pudo plasmar luego sus excelentes conclusiones, tan rigurosas y precisas en «Imperialismo, fase superior del capitalismo» (1916). En cambio, si defendemos el primero de los caminos citados más atrás, necesitaríamos el milagro de que todo gran experto en toda materia −todo publicista, todo cronista, etc.− fuese, no solo simpatizante de nuestra causa, sino experto de la ciencia marxista-leninista. Y nosotros, como bien establecieron los máximos representantes de nuestra doctrina, organizamos la revolución con los medios disponibles y no con los medios soñados. Es más, para evaluar correctamente las ventajas y desventajas del periodo en el que vivimos, parece que más de uno debería echar un vistazo a una obra llamada «Dialéctica de la naturaleza» (1883), a ver si refresca ciertos conceptos que ya debería tener claros a estas alturas:
«Vemos, pues, que la concepción materialista de la naturaleza descansa hoy sobre fundamentos mucho más firmes que en el siglo pasado. Entonces, sólo se conocía de un modo más o menos completo el movimiento de los cuerpos celestes y el de los cuerpos terrestres sólidos, bajo la acción de la gravedad; casi todo el campo de la química y toda la naturaleza orgánica eran, en aquel tiempo, misterios no descifrados. Hoy, toda la naturaleza se extiende ante nosotros, por lo menos en sus lineamientos fundamentales, como un sistema aclarado y comprendido de procesos y concatenaciones. Cierto es que concebir materialistamente la naturaleza no es sino concebirla pura y simplemente tal y como se nos presenta, sin aditamentos extraños, y esto hizo que en los filósofos griegos se comprendiera, originariamente, por sí misma. Pero entre aquellos primitivos griegos y nosotros median más de dos milenios de concepción del mundo esencialmente idealista, y, en estas condiciones, incluso el retorno a lo evidente por sí mismo resulta más difícil de lo que a primera vista parece. En efecto, no se trata, ni mucho menos, simplemente de rechazar todo el contenido de pensamientos de aquellos dos mil años, sino de criticarlo, de desentrañar por debajo de esta forma caduca los resultados obtenidos bajo una forma idealista falsa, pero inevitable para su tiempo y para la misma trayectoria del desarrollo. Cosa harto difícil, ciertamente, como lo demuestran los numerosos investigadores que, inexorables materialistas dentro de los límites de su ciencia, son, fuera de ella, no ya solamente idealistas, sino incluso devotos cristianos y hasta cristianos ortodoxos». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)
¿Por qué reiteramos todo esto? Porque difícilmente se podría tomar el poder −o dudosamente este tendría algún futuro duradero− si no se realizan estos análisis y se llegan a conclusiones válidas para actuar en lo político. Por esta misma lógica aplastante, intentar operar bajo esta premisa ideológica tan extraña que traen estos caballeros rusos sería imposible para cualquier movimiento político: estaríamos bajo la continua sospecha de que tal libro o tal discurso pueden haber sido «manipulados» por el enemigo dado que, ¿no son en su mayoría editoriales burguesas las que han editado las principales obras de marxismo en nuestros días? ¿No son varias de las páginas online donde nos informamos poco afines a nuestros idearios? ¿¡No son ellos quienes, al fin y al cabo, controlan actualmente todos los mayores archivos del mundo!? Esto sería un caso clásico de «parálisis por análisis». Claro que hay que ser rigurosos en la consulta de fuentes y coger con pinzas las que puedan parecer dudosas, cuando no desecharlas, pero de ahí a lo que proponen o, mejor dicho, lo que implica seguir sus ideas, hay un abismo que nos separa irremediablemente.
Si somos sinceros, no habíamos visto alegatos anticientíficos tan colosales desde que ese grotesco ser, apodado el «presidente Gonzalo», decretó «el dato» como un «concepto burgués» (sic):
«El dato es un concepto burgués, creer que cuantos más datos tengo, más interpretador soy, más comprensión de la situación nacional tengo, es absurdo, es mentira. Ahí no está el problema, todo el problema no está en la acumulación de datos, no somos máquinas registradoras simplemente; el problema está en la interpretación». (Abimael Guzmán; Para entender a Mariátegui, 1968)
¿Se dan cuenta? ¡El dato es un «concepto burgués»! Lo que, extrapolado a hoy, bien podría ser el grito de guerra de la filosofía posmoderna que también reza que «¡La lógica es patriarcal y colonialista!». Patético. Evidentemente, ningún marxista apela a la cliometría estadounidense. Esta es una escuela basada en los métodos cuantitativos que influyó decisivamente en la sociología, economía o arqueología. Su estrategia partía de aprovechar las nuevas tecnologías para el procesamiento de gigantescas montañas de datos, algo que en un inicio pintaba muy bien, pero que dado que se hacía sin ningún criterio serio de selección −más bien tratando de datar todo lo cuantificable− en no pocas veces resultaba una enorme pérdida de tiempo y dinero, si bien pudiera existir alguna conclusión interesante. Sin embargo, este ejemplo es muy diferente de lo que veíamos en la cita anterior. Negar que cuantos más datos tengamos a nuestra disposición, mejor, es rechazar la lógica formal, precisamente cuanta más información tengamos mejor podemos elegir en qué centrarnos y finalizar conclusiones de alto valor. Pero el señor Guzmán no parecía saber sumar dos y dos, no entendía que para procesar los datos hay que estar en posesión de ellos, o sea, que para interpretar la realidad hacen falta datos sobre ella, un «pequeño detalle» que olvidaba el «genio» senderista. Nos gustaría saber cómo prescindiendo de datos, o ignorando gran parte de ellos, se hubieran establecido los planes económicos en la sociedad «gonzalista», sin duda una verdadera incógnita que por fortuna jamás veremos. El maoísmo sesentero parecía no haber aprendido de los cálculos fantasiosos del «Gran Salto Adelante» (1958-61) que, más bien, deberíamos llamarlo el «Gran Salto Al Precipicio». Esto se repitió hasta puntos hilarantes durante la famosa «Revolución Cultural» (1966-76), donde el caos y las teorías voluntaristas hicieron que los datos oficiales de los planes económicos desaparecieran de las estadísticas oficiales.
Sin duda, todos estos presuntos «materialistas» que pretenden estudiar la historia sin levantarse del sofá de su casa, desechando cantidades ingentes de información por provenir de «fuentes burguesas» son, en realidad, tan metafísicos como cualquier otro intelectual burgués:
«La concepción materialista de la historia también tiene ahora muchos amigos de ésos, para los cuales no es más que un pretexto para no estudiar la historia. (...) En general, la palabra «materialista» sirve, en Alemania, a muchos escritores jóvenes como una simple frase para clasificar sin necesidad de más estudio todo lo habido y por haber; se pega esta etiqueta y se cree poder dar el asunto por concluido. Pero nuestra concepción de la historia es, sobre todo, una guía para el estudio y no una palanca para levantar construcciones a la manera del hegelianismo. Hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las condiciones de vida de las diversas formaciones sociales, antes de ponerse a derivar de ellas las ideas políticas, del derecho privado, estéticas, filosóficas, religiosas, etc., que a ellas corresponden. Hasta hoy, en este terreno se ha hecho poco, pues ha sido muy reducido el número de personas que se han puesto seriamente a ello». (Friedrich Engels; Carta a Konrad Schmidt, 5 de agosto de 1890)
¿Puede y debe el historiador «estudiarlo todo»?
Siempre ha habido grupos como el Partido Marxista-Leninista de EE.UU. quienes, en sus horas más negras, y al verse sumamente decepcionados por no comprender del todo la derrota de las experiencias con las que en algún momento simpatizaron, acabaron cayendo en el delirante pensamiento extremista de que hay que «retomar la lectura de todo para llegar a unas conclusiones acertadas», siendo esta la única forma para poder «penetrar en la esencia de la cuestión de estudio»:
«Más bien, es nuestra insistencia en que debemos partir de los hechos; no de hechos aleatorios, ni de una selección de hechos que se ajusten a nuestros prejuicios y predisposiciones, sino de un examen sistemático de todos los materiales fácticos disponibles». (The Workers' Advocate (Supplement); Volumen 7, Nº6, 20 de julio de 1991)
Esta es una tendencia que promete el oro y el moro pues asegura que realizará «grandes reevaluaciones históricas», animando al resto a buscar hasta debajo de las piedras el diario de la nuera de un bolchevique del Soviet de Vladivostok para «ir juntando todas las piezas del puzle» y poder así «analizar más correctamente» la experiencia soviética. Parece que todavía no se han enterado de que hay infinidad de información que no ha quedado registrada y otra que, si bien lo estuvo, hoy día se ha perdido; luego tenemos aquella otra parte sustancial que solo fue creada con el fin de salvar el honor personal y carece de pruebas para demostrar las fantasías que relata más allá de la palabra del sujeto. Aun con esto, no significa que la mayoría de estos hechos clave y causas subyacentes no sean lo suficientemente claras como para ser susceptibles a una verificación histórica a través de otras fuentes −sean tradicionales o recientes−. Además, se da la paradoja de que cuando nuestros intrépidos protagonistas se ponen manos a la obra, cuando intentan «bucear en todos los archivos posibles», más pronto que tarde declaran su «angustia» por la «enorme cantidad de registros» o su «difícil acceso»; dicho de otro modo, utilizan esta y aquella excusa para cubrir su inutilidad manifiesta a la hora de buscarse la vida, examinar y analizar, aunque solo sea una décima parte de la documentación −y así traer algo de valor−.
De golpe y porrazo estos «sabios» se dan cuenta de que no estamos en los albores de la escritura, ni siquiera de la imprenta, sino en la era digital, lo que implica que las más de las veces el número de «fuentes» se ha multiplicado colosalmente hasta crear, en ese tipo de temas polémicos y de interés, una literatura que es −sin exagerar− inabarcable para el sujeto. Además, ¿por qué declaramos que esta tendencia de recomendar cualquier cosa, sin filtrar nada y sin un mínimo de criticismo, es un completo despropósito? −Cosa que también ocurre con los caricaturescos «reconstitucionalistas»−. Para empezar, existe una gran cantidad de investigadores, famosos o anónimos, que dedican gran parte su vida a indagar a fondo en temas tan amplios como la Guerra Civil Española (1936-39) o la Segunda Guerra Mundial (1939-45). Y por ello, precisamente, saben mejor que nadie que, para realizar bien esta labor, se requiere un estudio escrupuloso de las fuentes o, mejor dicho, de una selección adecuada a menos que se quiera caminar en círculos con libros, memorias y documentos oficiales o extraoficiales que repiten lo de siempre, pero que no sirven para apoyar o desmitificar las cosas. Dado que uno, literalmente, no tiene tiempo como para leer cada libro que cae en sus manos, para el investigador se torna necesario realizar una exhaustiva preselección de las fuentes a las que va a dedicar su tiempo: «¿Es una fuente primaria o secundaria? ¿Qué me puede aportar dicho documento que he descubierto respecto a lo visto hasta ahora? ¿Qué bibliografía utiliza para apoyar sus conclusiones? ¿Cuán urgente es para el movimiento revolucionario este tema respecto a este otro?». Las vías para que el profesional − o el aficionado− realice la criba de fuentes son múltiples: ojeando los índices, prólogos-resumen, leyendo los capítulos más atractivos, consultando a otros especialistas sobre qué contiene el documento y si merece la pena, buscando información sobre la fiabilidad del autor, contando con ayuda de terceras personas en la ejecución total o parcial de estas labores, y un infinito etcétera. Cuando uno no hace este ejercicio previo a lo que se dedica, por el contrario, es una actividad tan placentera como individualista y estéril, o sea, un mero pasatiempo personal y egoísta. Por eso, no es sorprendente que los presuntos aportes de quien actúa bajo tal desorden luego nunca lleguen a ver la luz o dejen bastante que desear.
No olvidemos tampoco que el tema de estudio, así como el enfoque, es algo que también forma parte de la percepción del autor, pues éste decide en qué emplea su tiempo, con qué profundidad, bajo qué enfoque metodológico y demás cuestiones −sin olvidar que debe plantearse cómo lo expondrá una vez finalizado el análisis−. Por si esto fuera poco, existen otros factores que están por encima del control o voluntad de los investigadores, por ejemplo: la educación de base que han recibido, la presión a la que están sometidos por los dueños de los medios de producción intelectual o aspectos como la oferta y la demanda de los productos culturales. Si tenemos en cuenta que desde el «oficialismo» se desea que todas estas esferas estén cortadas por sus cánones de lo «razonable», entenderemos cuan ridículo se torna la pretendida «equidistancia». No estamos diciendo que los sujetos sean autómatas al desarrollar su historia y estudiar la de otros, todo lo contrario, más bien es solo a partir de comprender este tipo de condicionantes que se puede elegir con mayor conciencia. Pero, aun así, negar que existen condicionantes y asegurar que vivimos en el «reino de la libertad» sería engañarse a sí mismo y al resto. De todos modos, esto es incomprensible para los idealistas que no entienden la interrelación entre «necesidad» y «libertad».
¿Qué suele esconderse detrás de aquellos que piden una «mente abierta» en la reinterpretación de los sucesos históricos?
Sin ir más lejos, recordemos cómo la «Línea de Reconstitución» (LR) reproducía la obra del Partido Comunista Revolucionario (EE.UU.) «La Línea de la Comintern ante la Guerra Civil en España» (2016), un escrito donde se coquetea abiertamente con una reevaluación de la guerra en clave trotskista y se repiten todos los mitos de la historiografía burguesa sobre el PCE, como la acusación de «oponerse a la colectivización», regalar el carnet a «pequeños burgueses» o «rebajar el espíritu revolucionario de las masas», algo que refutamos en su día. Para más inri, demuestran un cínico ejercicio de proyección de lo que ha sido el maoísmo y sus propios defectos. Véase el capítulo: «La Guerra Civil Española (1936-39) y su reinterpretación en clave anarco-trotskista» (2022).
Hace poco, uno de los representantes más famosos de la LR en redes sociales, el «Camarada José Mesa y Leompart», recomendaba a sus seguidores que para estudiar la historia del PCE ampliasen sus horizontes en cuanto a fuentes de información. ¡Excelente noticia! ¿De qué forma?
«@La_Emancipacion: Para empezar a hacerse una idea del Partido Comunista de España (PCE) de esa época sigue siendo imprescindible, cien años después, tirar de literatura trotskista y anarquista». (José Mesa y Leompart, 23 de octubre de 2021)
Ante esta demostración de fraseología vacía se nos vienen unas cuantas preguntas –sin respuesta− a la mente: «Entre todo el material, ¿qué puede ser más ilustrativo? ¿alguna recomendación? ¿qué clase de lecciones podemos extraer de dichas lecturas?».
Es muy curioso, ya que, a diferencia de nosotros, la LR no ha realizado un trabajo de investigación importante sobre las principales formaciones políticas transcendentes de los dos últimos siglos −PSOE, PCE, PCE (m-l) y otras−. A lo sumo han ido tirando de lo que ya han hecho y sentenciado otros maoístas −entre ellos, el señor Ludo Martens o Bob Avakian−, con las terribles consecuencias que uno puede imaginar. Aunque parezca surrealista, esta autoproclamada «vanguardia teórica» −la LR−, en más de veinticinco años de existencia no se ha dignado aún a rescatar y desempolvar los documentos fundamentales de estas experiencias para su obligado estudio. Pero eso sí, propone a sus huestes estudiar a los trotskistas y anarquistas. ¡Estupendo! Resulta graciosa la ligereza con la que los «reconstitucionalistas» hablan en abstracto de los «balances» que se deben enfrentar porque «no pueden esperar» (La Forja, Nº15, 1997) y que, sin embargo, a la hora de la verdad nadie ve por ningún lado. En cualquier caso, sobre esto no nos detendremos porque está conectado con la idea que defienden de «estudiar otras fuentes no ortodoxas del marxismo» y la noción de que «ya no se puede afirmar que existe una ortodoxia como tal, hay que crearla». Véase el capítulo: «¿Existe una doctrina revolucionaria identificable o esto es una búsqueda estéril?» (2022).
Además, el «Camarada José Mesa y Leompart» recomendaba en Twitter el 13 de octubre de 2021 el artículo «Contra la traición del POUM y sus apologistas de ayer y hoy. Trotskismo vs. frentepopulismo en la Guerra Civil Española» (2009). Para quien no lo sepa, este grupo «espartaquista» apoya la tesis del señor Trotski, quien en su artículo de agosto de 1937 criticaba al POUM por no haber «ido hasta el final» en la insurrección de mayo de ese mismo año:
«Si el proletariado de Cataluña se hubiera apoderado del poder en mayo de 1937, hubiera encontrado el apoyo de toda España. La reacción burguesaestalinista no hubiera encontrado ni siquiera dos regimientos para aplastar a los obreros catalanes. En el territorio ocupado por Franco, no sólo los obreros, sino incluso, los campesinos, se hubieran colocado del lado de los obreros de la Cataluña proletaria, hubieran aislado al ejército fascista, introduciendo en él una irresistible disgregación. En tales condiciones, es dudoso que algún gobierno extranjero se hubiera arriesgado a lanzar sus regimientos sobre el ardiente suelo de España». (León Trotski; La verificación de las ideas y de los individuos a través de la experiencia de la Revolución española, 1937)
¡He ahí un magnífico análisis de la situación geopolítica mundial! Lo cómico es que los representantes de la LR se quedan boquiabiertos con sus «innovadoras» enseñanzas y recomiendan estos delirantes textos trotskistas sin el menor filtro. Una táctica que siempre han hecho suya, pues recordemos como promovieron en su prensa «La Forja» desde guevaristas a maoístas con la excusa de «promover el debate» −discusiones y conclusiones a las que llegaban treinta años tarde y mal, querrían decir−.
Otro famoso «reconstitucionalista» proclamaba que existe hoy un «debate vivo» sobre lo que habría sido en esencia el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y que este aún no estaba acabado porque, una vez más, la «la lucha de dos líneas» arrojaría luz −¿quién sabe cuándo?− a las dudas que pululan entre los participantes del «balance» del «Ciclo de Octubre» −que en su caso es mucho ruido y pocas nueces−:
«@CamaradaLuca: Como tantas otras cosas, la actividad política del POUM deberá ser analizada bajo la implacable lupa de la crítica revolucionaria con la seriedad que impone nuestro compromiso histórico, huyendo de hombres de paja. Algunos apuntes introductorios». (Luca; Twitter, 6 de mayo de 2019)
¿Y cuáles eran estos «apuntes introductorios» que citaba el «Camarada Luca»? ¿Cuál es la nueva y más precisa interpretación que debemos hacer de la Guerra Civil? Atentos, ¡tomen nota a lo que afirman los sucesores de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR)!:
«@GorkaAzkoien: La calificación de «trotskista» fue un elemento de la batalla del PSUC contra el POUM». Muy interesante el libro «La guerra civil española en Euskadi y Catalunya: contrastes y convergencias», de Miguel Romero, para entender la lucha entre ambas formaciones comunistas. (…) Siempre se ha hablado del POUM como de una fuerza minoritaria, pero a finales de 1936 tenía unos 30.000 militantes. El PSUC contaba con unos 60.000. El POUM era un partido fundamentalmente obrero, aunque disponía de un núcleo importante en Lleida. (…) La característica fundamental del POUM fue su estrategia de revolución socialista como único camino para ganar la guerra. El PSUC, contrariamente, no gozaba de un apoyo obrero significativo, hecho reconocido por el mismo Togliatti. Políticamente, apostó firmemente por la reconstrucción del poder republicano y la lucha abierta contra el POUM y la CNT. Durante la guerra, el partido creció significativamente. Romero señala varios factores que explican ese crecimiento, entre los cuales la organización de sectores de la pequeña burguesía alarmados por la fuerza que tenían los anarquistas en Catalunya». (Gorka; Twitter, 2 de junio de 2018)
¿Y qué es esto, si no reproducir toda inmundicia historiográfica sobre el comunismo y la Guerra Civil de sus enemigos? Fernando Hernández Sánchez en su tesis doctoral, posteriormente editada como «Guerra o revolución» (2010), clarificó como la mayoría de los trabajos previos de historiadores hispanistas como Antony Beevor, Gabriel Jackson, Burnett Bolloten, Hugh Thomas, Stéphane Courtois y Jean-Louis Panné −que eran liberales, socialdemócratas y conservadores− se apoyaban en diarios, entrevistas memorias, datos e interpretaciones de personajes con animadversiones muy evidentes hacia el PCE. Partían, casi todos, de socialistas como Largo Caballero e Indalecio Prieto, trotskistas como Julián Gorkin o Pierre Broué y desertores o miembros expulsados del PCE como José Bullejos, Enrique Castro, Jesús Hernández o Valentín González; alias «El Campesino». Algunos de ellos, como este estudio y otros bien demostraron, fueron ampliamente financiados por la CIA bajo los auspicios del Congreso por la Libertad de la Cultura. Si el lector tiene alguna duda, también le recomendamos la obra de Andrés Ortí Buig «Renegados del comunismo al servicio de los EE.UU. Julián Gorkin y la promoción internacional de los anticomunistas» (2021), donde se documenta extensamente este tipo de colaboración con los servicios de información imperialistas. Es más, el historiador Hernández Sánchez se detiene a recordar cómo la España de Franco se encargó de la introducción y promoción de todo tipo de libros en clave anticomunista −a veces incluso violando los derechos de autor−. La lista es muy larga; sin embargo, por citar unas cuantas referencias, aquí se incluyeron títulos como la obra de Enrique Castro «Mi fe se perdió en Moscú» (1951), la de Valentín González «Yo escogí la esclavitud» (1953), hasta la del hispanista Burnett Bolloten «El gran camuflaje» (1961). En todas ellas existían jugosas interpretaciones y relatos sobre los comunistas que al régimen del «nacional-catolicismo» le interesaba para justificar su «santísima cruzada que salvó a Occidente del bolchevismo-judeo-masónico con sede en Moscú». Ahora bien, desde el punto de vista de esa «nueva izquierda radical» sesentera, ¿qué visión propagaron estos historiadores y políticos sobre los objetivos y prácticas del PCE durante la guerra?
«Cumpliendo con el principio de que donde no llegan las fuentes alcanzan las imputaciones, los firmantes de est[os] polémico[s] best seller no dudaron en recurrir a las tesis más rancias y los lugares comunes más transitados por la historiografía anticomunista. (…) Los estereotipos heredados de la literatura memorialística y de la historiografía de matriz, tendríamos ante nuestros ojos. (…) [Aquella del PCE como] un partido-refugio de emboscados, arribistas y sectores conservadores asustados por la revolución y, en consecuencia, una organización contrarrevolucionaria». (Fernando Hernández Sánchez; Guerra o revolución, 2010)
¿Pero no hace largo rato que toda esta historiografía anticomunista ha sido desacreditada por su extremado sesgo subjetivo, por su abierta distorsión de hechos tan clarividentes, por su especulación continua allí donde los documentos no llegaban? En efecto, en esto Fernando Hernández Sánchez tenía toda la razón. Solo hace falta echar un ojo a dos de las piezas mencionadas: a) En primer lugar, la obra de Burnett Bolloten «La Guerra Civil Española: Revolución y Contrarrevolución» (1989), en la cual, aun cuando a ratos el autor presenta información de primera mano muy valiosa −y es crítico con casi todos los bandos−, su labor de investigación se encamina a cumplir con un guion prefabricado anticomunista de forma evidente. Para ello, tira de cualquier entrevista, autobiografía o memorias donde se pueda ir dibujando algo que se asemeje a ese esquema mental apriorístico que el señor Burnett tenía en mente. b) En segundo lugar, como continuación de este estilo, tenemos la obra de H. R. Southworth «El gran camuflaje»: Julián Gorkin, Burnett Bolloten y la Guerra Civil española» (1999) donde se «continua la tradición». Pese a la ingente cantidad de reediciones, estos libros siguen repitiendo una y otra vez todos los mitos y clichés habidos y por haber. Pero ya no es solo eso, sino que también ha habido una nueva camada de historiadores −más o menos simpatizantes del comunismo− que sí se han tomado la molestia de cotejar estas cuestiones bajo una nueva óptica −a través de datos actualizados y mucho más fidedignos−. Para muestra, un botón:
«Josep Puigsech, que ha analizado el caso del PSUC, llegó a la conclusión de que el partido se nutrió no de la pequeña burguesía, como especularon sus adversarios, sino de los obreros industriales, los campesinos trabajadores encuadrados en las diferentes centrales sindicales −en primer lugar la UGT− y los antifascistas que hasta entonces no estaban organizados políticamente [«Nosaltres els comunistes catalans. El PSUC i la Internacional Comunista durant la Guerra Civil» (2001)]. (…) El 48,1% de los afiliados al PCE desempeñaban oficios manuales, en la industria, construcción, oficios varios y agricultura, frente al 30,6% de los afiliados socialistas. Por el contrario, el 53% de estos ejercía oficios «de cuello blanco», frente a un 38,6% de los comunistas. De ello se deduce que el PC no era la primera opción de las clases medias, como tanto se encargó de difundir Bolloten. (…) Como indicaba una encuesta realizada por el PCE a finales de 1937, los nuevos militantes no tenían afiliación inmediatamente previa a ningún grupo. (…) ¿Qué otra cosa cabría esperar de un partido que había perdido todo referente como organización proletaria? Broué y Témine −seguidos de nuevo a pies juntillas por otros autores como Estruch− sentaron cátedra sobre el aburguesamiento del PCE citando el caso de su organización madrileña: de sus 63. 246 militantes en enero de 1938, aseguraban, solo 10 160 estaban sindicados. Otro caso de transferencia continua de error: este dato lo introdujo en 1955 David T. Cattel, y desde él nadie se ha molestado en comprobar si era cierto. Esto pone de relieve hasta qué punto es necesario recurrir a los archivos −hoy plenamente accesibles− en lugar de repetir continuamente las referencias de fuentes secundarias». (Fernando Hernández Sánchez; Guerra o revolución, 2010)
Esto ya serviría para que algunos pisasen terreno firme a la hora de insinuar según qué cosas. En cuanto a estas anotaciones sobre «la oportunidad perdida», nos preguntamos a qué se refieren exactamente con aquello de que el PCE debió lanzarse a la «revolución socialista»; ¿a la propaganda y concienciación entre las masas de las tareas socialistas −algo en lo que estamos de acuerdo− o directamente a centrar las energías en la construcción de la base económica del socialismo, tanto en la ciudad como en el campo? Si se refieren a esto último, ¿acaso no es necesario para tal empresa un poder absoluto de los resortes del Estado? ¿O pretendían que se hiciese tal cosa con el resto de agrupaciones a cuestas saboteando el trabajo? Es más, yendo al grano, ¿quién en su sano juicio puede pensar que existía en el bando republicano un concepto de «modelo socialista» que tuviera un punto en común entre comunistas, anarquistas, socialistas y trotskistas? Desgranando la cuestión, ¿qué se quiere decir con eso que se repite a veces de que había condiciones para el «socialismo» en España? ¿En qué sentido? ¿Se refieren al demagógico y anarcosindicalista de Caballero, al reformista y parlamentario de que profesaba Besteiro, o al «socialchovinismo» de Negrín? En cuanto a la CNT/FAI… ¿de qué nociones «socializantes» hablamos aquí, de las nociones de los Durruti, Bakunin, Nestor Makhno y Kropotkin? No hay mayor ejemplo del «confusionismo», eclecticismo y la vacuidad ideológica que las palabras que en su día pronunció un anarquista hispano sobre el modelo que estas gentes defienden:
«La anarquía ha de ser una infinidad de sistemas y de vidas libres de toda traba. Ha de ser así como un campo de experimentación para todas las naturalezas humanas». (Federico Urales; La anarquía al alcance de todos, 1922)
Repetir hasta la extenuación, en todo momento y lugar, la fórmula de «¡Camaradas, necesitamos un periódico revolucionario, que explique el programa revolucionario, con un partido revolucionario, que dirija al ejército revolucionario!» es pura palabrería, una mera abstracción atemporal que no resuelve nada de la problemática que se tiene delante. Como dijo Engels en su «Carta a Becker» (1 de abril de 1880) sobre el «Freiheit» de Johann Most −un periódico de tendencias semianarquistas que existió brevemente en el seno de los marxistas alemanes hasta ser expulsado−: «Él busca convertirse, por las buenas o por las malas, en el diario más revolucionario del mundo, pero esto no puede lograrse simplemente repitiendo la palabra «revolución» en cada línea». Para que una cosa y la siguiente se materialicen es necesario que dicho colectivo que aspira a implantar su modelo logre una autoridad e influencia de importancia entre el pueblo y, para ello, hay que contar con una posición política lo suficientemente incontestable como para poder sobreponerse a las contramedidas que tus oponentes desatarán a cada movimiento tuyo. ¿Por qué afirmamos esto? Porque en cada campaña política para lograr «X» cuestión va a existir una reacción y contrarrespuesta tanto de la población como de los grupos políticos.
Tampoco nos pararemos a repasar, como en otras ocasiones, cuáles son los requisitos para el triunfo de tal labor, solo nos remitiremos a lo que ocurría en el momento concreto. ¿Cuál de todas estas agrupaciones estaba en disposición real de aplicar «su» noción de «nueva sociedad» particular sin causar la molestia o ira del vecino? Ninguno, por eso se tuvieron que conformar con una colaboración y objetivos comunes y nadie, más allá de temores u osadías, fue capaz de implantar su programa particular hasta las últimas consecuencias. Con todo, ¿no impulsó y realizó el PCE medidas que objetivamente eran revolucionarias, que suponían sobrepasar el viejo sistema republicano-burgués y abrían paso hacia un nuevo sistema? Sí, sin ningún género de duda. Sin embargo, el que estas se encauzasen de forma correcta, en un nivel cualitativamente superior, y no se malograsen no solo dependía de factores como ganar la guerra, sino de imponer su influencia política y disminuir cada vez más la de sus rivales y temporales aliados. Y como se comprenderá, para esta difícil tarea la cuestión de los organismos de expresión política, la elegibilidad de los cargos o la exigencia de una representación acorde a las fuerzas del momento eran cuestiones decisivas.
¿Pero qué paso? Hasta uno de aquellos que más esfuerzos pusieron en la «moderación» del PCE, Palmiro Togliatti, reconoció que el PCE se había dejado amedrentar por la idea de quebrar la unidad antifascista, que había paralizado su propia actuación, consiguiendo lo que nunca puede ocurrir: la separación entre vanguardia-masas:
«El sentido de la responsabilidad de los camaradas dirigentes del partido no era siempre muy elevado. Una parte de ellos había perdido el contacto con las masas. (...) Políticamente, el temor a romper el Frente Popular, en un momento en que la unidad se veía puesta en peligro seriamente y en el que todos los demás partidos tendían a la ruptura, frenó y en ciertos momentos paralizó la acción del partido en la dirección y en la base. En este periodo el partido hizo depender demasiado su acción de la del Presidente Negrín y cometió errores en las relaciones con las masas, cosa que contribuyó a su aislamiento». (Palmiro Togliatti; Informe, 21 de mayo de 1939)
En verdad, desde el minuto uno el PCE dependía de unos aliados muy inestables, los cuales pasaron de ningunearle a conspirar contra él. En este sentido, el lector puede repasar la obra de Stoyán Mínev «Las causas de la derrota de la República Española» (1939) o la de Togliatti «Escritos sobre la guerra de España» (1980). De hecho, cuanta más influencia adquirieron los comunistas, con mayor virulencia mostraron su oposición sus aliados, entorpeciendo sumamente la cooperación entre las fuerzas antifascistas y comprometiendo el destino de la guerra. La preocupación sobre esto se hace notar en todos los informes de Stepanov − Stoyán Mínev − o Togliatti sobre las campañas que los caballeristas, faístas y trotskistas venían desatando contra el PCE, especialmente desde 1937. Era la pescadilla que se mordía la cola. Si el lector duda de esto por ser el relato de Moscú, puede comprobar dicha actitud anticomunista de varios de estos máximos dirigentes del movimiento antifascista releyendo hoy las obras de autores como Largo Caballero, quien, en su obra póstuma «Mis recuerdos» (1954), dejó patente en sus misivas y reflexiones que más allá de formalidades y dar largas sobre cuestiones fundamentales, nunca tuvo intención de colaborar honestamente con los comunistas, sino que trabajó enérgicamente convencido de la necesidad de destruirlos.
Algunos se preguntarán: «¿Hubiera calmado o neutralizado ese hastío anticomunista una política más precisa y acertada, más valiente y decidida?». Claro, esto habría mejorado el rendimiento individual del PCE y habría imprimido confianza en sus aliados; sin embargo, ¿habría sido suficiente para arrastrar al resto de fuerzas bajo la tutela comunista que se necesitaba para ganar la contienda? Es imposible de saber, pero lo más probable es que debido al equilibrio de fuerzas y al estado de creciente derrotismo, sobre todo a partir de 1938, el PCE y el «Frente Popular» no hubiera podido escapar de la catastrófica situación. Lo que de seguro nos puede demostrar esta experiencia es que, en julio de 1936, llegados a una situación tan crítica como es una guerra civil y una intervención exterior, el PCE solo tuvo un pequeño margen de maniobra dado que no había hecho los deberes en los años previos. ¿Qué significa esto? Por tratar de resumirlo de forma breve: para una estructura revolucionaria tan pequeña y tan poco versada, como fue el caso del PCE, la situación le superaba con creces y, aun así, realizó verdaderas proezas que causaron el asombro, respeto o miedo de los enemigos y competidores. Esto, por supuesto, no borra sus grandes meteduras de pata.
Conviene repasar el artículo de José Díaz contra la dirección de «Mundo Obrero», que puede ser ilustrativo para que el lector entienda a lo que nos referimos. Este último órgano comentaba en marzo de 1938: «No se puede, como hace un periódico, decir que la única solución para nuestra guerra es que España no sea fascista ni comunista, porque Francia lo quiere así», pues «el pueblo español vencerá con la oposición del capitalismo». A lo que el Secretario General del PCE contestó:
«Es posible que ese periódico esté escrito por gentes que no quieren a nuestro partido, ni comprenden bien los problemas de nuestra guerra. Pero la afirmación de que «la única solución para nuestra guerra es que España no sea fascista ni comunista», es plenamente correcta». (…) Nuestro Partido no ha pensado nunca que la solución de esta guerra pueda ser la instauración de un régimen comunista. Si las masas obreras, los campesinos y la pequeña burguesía urbana, nos siguen y nos quieren, es porque saben que nosotros somos los defensores más firmes de la independencia nacional, de la libertad y de la Constitución republicana. (…) Plantear la cuestión de la instauración de un régimen comunista significaría dividir al pueblo». (José Díaz; Con toda la claridad posible; Carta a la redacción de «Mundo Obrero». Publicada en «Frente Rojo» el 30 de marzo de 1938)
Esta afirmación suponía tomar el pelo a la gente por infinitas razones y corrobora que, lejos de lo que planteó por ejemplo el PCE (m-l), no solo Dolores Ibárruri, sino Pepe Díaz también estaba imbuido de ilusiones liberales, olvidando aquello de:
«Todas las luchas que se libran dentro del Estado, la lucha entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las diversas clases». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Si en España hubiera ganado la guerra el campo antifascista, en buena parte habría sido por la influencia comunista y su guía en la guerra, por su presencia y directrices en el ejército, por el apoyo que recalaba entre las masas. No cabe duda de que el régimen que habría de salir en la posguerra era una incógnita en 1938, pero desde luego el PCE, como cualquier estructura política que transita de etapa en etapa −fruto no solo de sus decisiones, sino de su adaptación a tales situaciones−, debía tener claro qué había aprendido durante la fase de 1931-36 y qué no se podía volver a permitir en ese nuevo escenario. En efecto, en ese hipotético momento de posguerra seguramente las tareas de los comunistas tardarían tiempo en poder implantarse: muchos de sus aliados políticos aún tendrían suficiente poder como para oponerse, no toda la población estaría convencida ni sería consciente de los objetivos ulteriores del PCE y, muy seguramente, los estragos en materia de vivienda, industria y campo limitarían el margen de obra en la construcción económica. A su vez, no era menos cierto que esa nueva España estaba destinada a ser dominada −en buena parte− por la influencia de los comunistas y sus políticas, dado que ya eran el grupo de mayor influencia. Es más, ¿acaso la guerra no había transformado la propia fisonomía del sistema republicano anterior a 1936? Así es. Lo reconocería el propio Pepe Díaz y el PCE en sus obras posteriores. Entonces, ¿qué se conseguía con estos malabarismos verbales negando tal evidencia? ¿Reavivar a los derrotistas como Prieto, tranquilizar a los intrigantes como Caballero, recuperar a los traidores como Besteiro, o neutralizar a los conspiradores como Casado? Es más, ¿no podría haber aprovechado el señor Díaz para darle la razón a los compañeros de «Mundo Obrero»? ¿No era de justicia declarar que países como Francia, que había abandonado precisamente a España, no tenían ningún derecho moral ni capacidad real de decisión sobre el destino comunista, o no, de sus gentes, que estaban creando su modelo a precio de sangre? Muy por el contrario, en esta respuesta, Pepe Díaz añadió algunos formulismos populistas, como que el PCE y el PSOE no tenían y no podían tener «intereses u objetivos diferentes al pueblo» y, por ende, no podían plantear nada diferente al resto de grupos del «pueblo». Una completa estupidez equivalente a liquidar la política independiente del partido respecto a republicanos o anarquistas.
Así es que, como demostró el PCE (m-l) en su obra «Las causas de la derrota de la Guerra Civil (1936-1939)» (1975), todas estas fueron temáticas que la dirección del PCE no siempre supo entender o no supo imponer a sus aliados −con todas las consecuencias que provocaron−. Puesto que es un tema mucho más extenso, lo abordaremos en una próxima publicación −donde traeremos material inédito o estudios que han sido ignorados, pese a su enorme transcendencia−. Sin embargo, sí hemos de adelantar varios puntos de apoyo que le pueden servir al lector:
a) En primer lugar, debemos mencionar el famoso escrito del historiador Gregorio Morán en su obra «Miseria y grandeza del partido comunista de España: 1939-1985» (1986), donde, a base de fuentes primarias se atestigua cómo, al final del conflicto, la derrota forzó a los comunistas a que evaluasen y reconociesen las peores actuaciones recientes. Más allá de la opinión personal del autor, aquí encontramos informes y reflexiones de personajes de máxima autoridad, como Pedro Checa o Joan Comorera, quienes intentaron algo por el estilo; pero en esas otras muchas veces −y especialmente en las publicaciones oficiales o en las reuniones de cara a Moscú− lo que primó fue el espíritu individualista que tiende a excusar la actuación de cada uno y acusar al otro de dudas, pánico o desobediencia; oscureciendo los puntos críticos del debate.
b) En segundo lugar, en otra obra de Fernando Hernández Sánchez titulada «Los años de plomo: La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (1939-1953)» (2015), también encontramos abundante y magnífica información. Este historiador, de notables inclinaciones togliattistas, y con quien diferimos en mil cuestiones, documentó hechos muy importantes, tales como que, por parte de Pedro Checa; jefe de organización, hubo un señalamiento especial en cuanto a la mala preparación y la frágil infraestructura que el PCE preparó de cara a una más que previsible derrota e inevitable paso a la clandestinidad. Esta red clandestina debería de haber dispuesto de una mayor atención e importancia tras la entrada de las tropas franquistas en las principales ciudades y pueblos, lo que era imposible construir de la noche a la mañana. Lo correcto habría sido tejerla, como mínimo, durante la guerra con unidades experimentadas que fuesen operando dentro de las líneas enemigas y creasen otras nuevas cuando la situación lo demandase. ¿Cuál era el problema? Que estas, pese a las insistencias del propio PCE a sus aliados, apenas existieron y tuvieron poco uso o fueron desmanteladas ipso facto, como también ocurrió a principios de la posguerra, solo que aquí ya se prepararon con mayor improvisación y prisa. Esto ya indica que, hasta en las cuestiones más básicas, el PCE carecía de experiencia suficiente.
Podríamos seguir y seguir citando ejemplos de obras donde, más allá de divergir con muchas de las opiniones de los autores en cuestiones concretas, es imposible no reconocer el trabajo de investigación y recopilación, el cual supera con creces toda la producción de muchas organizaciones que se dicen herederas del PCE.
Finalizando nuestra exposición, ¿pretendemos acaso con estas aclaraciones una lectura idealizada de lo que fue el PCE, hemos de arrodillarnos ante todo lo que tenga relación con la hoz y el martillo y sus figuras? En absoluto. Si bien hemos refutado muchas críticas y mitos del primer periodo «frentepopulista» (1935-43) de los partidos comunistas, también nos hemos esforzado en señalar los movimientos sospechosos, criticables o indignantes de dicha línea; entre otros ejemplos se encuentra el progresivo abandono del espíritu internacionalista en favor de crecientes concesiones hacia una línea que propugnaba el relativismo del derecho de autodeterminación, la recuperación y respeto a las «figuras de la nación» y una política de «reconciliación de clases». Véase el capítulo: «La evolución del PCE sobre la cuestión nacional (1921-1954)» (2020).
También tenemos claro que estas fallas no fueron específicas de «X» partido o país ni de «Y» personaje histórico −como hacen algunos para echar balones fuera−, sino que se puede constatar cómo en todas las secciones de las Internacional Comunista (IC), bien fuese en Chile, China, Francia o Argentina, esto se manifestó al unísono. ¿Y acaso podía ser de otra forma? Véase el capítulo: «La responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el ascenso del peronismo» (2021).
Efectivamente, hay muchos aspectos del PCE durante la etapa «leninista» (1921-1924) y «stalinista» (1925-1953) que entran dentro del espectro de lo criticable: a) la adhesión de los jefes, más mecánica que consciente, al bolchevismo −fruto de la admiración y euforia por la Revolución Rusa (1917)−; b) la incapacidad de atraer a las masas −mostrando la disociación entre la teoría y la práctica de los líderes demagógicos de la II Internacional−; c) el poco interés real en una formación ideológica de los militantes a la altura de sus desafíos; d) el abandono del trabajo en los sindicatos −siendo convertidos en bastiones de reformistas y anarquistas−; e) la falta de preparación y apoyo de cara a los cuadros clandestinos en la posguerra; f) los conatos y propuestas desesperadas de terrorismo individual; g) los bandazos a izquierda −sectarios− y derecha −liberales− sobre la postura a adoptar frente a la socialdemocracia; h) o mismamente, el transformar el frente y las alianzas en una amorfa idea de «unión nacional» para salir del aislamiento dentro de la oposición antifranquista. Véase el capítulo: «¿Rescate de las figuras progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2019). (Equipo de Bitácora (M-L); Análisis crítico de la experiencia albanesa, 2023)
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