«La explicación más detallada de esta cuestión nos la da Marx en su «Crítica del Programa de Gotha» –carta a Bracke, de 5 de mayo de 1875, que no fue publicada hasta 1891, en la revista «Neue Zeit», IX, y de la que se publicó en ruso una edición aparte–. La parte polémica de esta notable obra, consistente en la crítica del lassalleanismo, ha dejado en la sombra, por decirlo así, su parte positiva, a saber: su análisis de la conexión existente entre el desarrollo del comunismo y la extinción del Estado.
Planteamiento de la cuestión por Marx
Comparando superficialmente la carta de Marx a Bracke, de 5 de mayo de 1875, con la carta de Engels a Bebel, de 28 de marzo de 1875 examinada más arriba, podría parecer que Marx es mucho más «partidario del Estado» que Engels, y que entre las concepciones de ambos escritores acerca del Estado media una diferencia muy considerable.
Engels aconseja a Bebel lanzar por la borda toda la charlatanería sobre el Estado y borrar completamente del programa la palabra Estado, sustituyéndola por la palabra «comunidad». Engels llega incluso a declarar que la Comuna no era ya un Estado, en el sentido estricto de la palabra. En cambio, Marx habla incluso del «Estado futuro de la sociedad comunista», es decir, reconoce, al parecer, la necesidad del Estado hasta bajo el comunismo.
Pero semejante modo de concebir sería radicalmente falso. Examinándolo más atentamente, vemos que las concepciones de Marx y Engels sobre el Estado y su extinción coinciden en absoluto, y que la citada expresión de Marx se refiere precisamente al Estado en extinción.
Es evidente que no puede hablarse de determinar el momento de la «extinción» futura del Estado, tanto más cuanto que se trata, como es sabido, de un proceso largo. La aparente diferencia entre Marx y Engels se explica por la diferencia de los temas por ellos tratados, de las tareas por ellos perseguidas. Engels se proponía la tarea de mostrar a Bebel de un modo palmario y tajante, a grandes rasgos, todo el absurdo de los prejuicios corrientes –compartidos también, en grado considerable, por Lassalle– acerca del Estado. Marx sólo toca de paso esta cuestión, interesándose por otro tema: el desarrollo de la sociedad comunista.
Toda la teoría de Marx es la aplicación de la teoría del desarrollo -en su forma más consecuente, más completa, más profunda y más rica de contenido- al capitalismo moderno. Era natural que a Marx se le plantease, por tanto, la cuestión de aplicar esta teoría también a la inminente bancarrota del capitalismo y al desarrollo futuro del comunismo futuro.
Ahora bien, ¿a base de qué datos se puede plantear la cuestión del desarrollo futuro del comunismo futuro? A base del hecho de que el comunismo procede del capitalismo, se desarrolla históricamente del capitalismo, es el resultado de la acción de una fuerza social engendrada por el capitalismo. En Marx no encontramos ni rastro de intento de construir utopías, de hacer conjeturas en el aire respecto a cosas que no es posible conocer. Marx plantea la cuestión del comunismo como el naturalista plantearía, por ejemplo, la cuestión del desarrollo de una nueva especie biológica, sabiendo que ha surgido de tal y tal modo y se modifica en tal y tal dirección determinada.
Marx descarta, ante todo, la confusión que el programa de Gotha siembra en la cuestión de las relaciones entre el Estado y la sociedad.
«La sociedad actual es la sociedad capitalista, que existe en todos los países civilizados, más o menos libre de aditamentos medievales, más o menos modificada por las particularidades del desarrollo histórico de cada país, más o menos desarrollada. Por el contrario, el «Estado actual» cambia con las fronteras de cada país. En el imperio prusiano-alemán es completamente distinto que en Suiza, en Inglaterra es completamente distinto que en los Estados Unidos. El «Estado actual» es, por tanto, una ficción. Sin embargo, pese a su abigarrada diversidad de formas, los diversos Estados de los diversos países civilizados tienen todos algo de común: que reposan sobre el terreno de la sociedad burguesa moderna, más o menos desarrollada en el sentido capitalista. Tienen, por tanto, ciertas características esenciales comunes. En este sentido cabe hablar del «Estado actual» por oposición al del porvenir, en el que su raíz de hoy, la sociedad burguesa, se extinguirá. Y cabe la pregunta: ¿qué transformación sufrirá el Estado en la sociedad comunista? Dicho en otros términos: ¿qué funciones sociales quedarán entonces en pie, análogas a las funciones actuales del Estado? Esta pregunta sólo puede contestarse científicamente, y por mucho que se combine la palabra «pueblo l» con la palabra «Estado», no nos acercaremos lo más mínimo a la solución del problema». (Karl Marx; «Crítica al programa de Gotha», 1875)
Poniendo en ridículo, como vemos, toda la charlatanería sobre el «Estado del pueblo», Marx traza el planteamiento del problema y en cierto modo nos advierte que, para resolverlo científicamente, sólo se puede operar con datos científicos sólidamente establecidos.
Y lo primero que ha sido establecido con absoluta precisión por toda la teoría de la evolución y por toda la ciencia en general –y lo que olvidaron los utopistas y olvidan los oportunistas de hoy, que temen a la revolución socialista– es el hecho de que, históricamente, tiene que haber, sin ningún género de duda, una fase especial o una etapa especial de transición del capitalismo al comunismo.
Y lo primero que ha sido establecido con absoluta precisión por toda la teoría de la evolución y por toda la ciencia en general –y lo que olvidaron los utopistas y olvidan los oportunistas de hoy, que temen a la revolución socialista– es el hecho de que, históricamente, tiene que haber, sin ningún género de duda, una fase especial o una etapa especial de transición del capitalismo al comunismo.
La transición del capitalismo al comunismo
«Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, y el Estado de este período no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado». (Karl Marx; «Crítica al programa de Gotha», 1875)
Esta conclusión de Marx se basa en el análisis del papel que el proletariado desempeña en la sociedad capitalista actual, en los datos sobre el desarrollo de esta sociedad y en el carácter irreconciliable de los intereses antagónicos del proletariado y de la burguesía.
Antes, la cuestión se planteaba así: para conseguir su liberación, el proletariado debe derrocar a la burguesía, conquistar el poder político e instaurar su dictadura revolucionaria.
Ahora, la cuestión se plantea de un modo algo distinto: la transición de la sociedad capitalista, que se desenvuelve hacia el comunismo, a la sociedad comunista, es imposible sin un «período político de transición», y el Estado de este período no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.
Ahora bien, ¿cuál es la actitud de esta dictadura hacia la democracia?
Veíamos que el «Manifiesto Comunista» coloca sencillamente, a la par el uno del otro, dos conceptos: el de la «transformación del proletariado en clase dominante» y el de «la conquista de la democracia». Sobre la base de todo lo arriba expuesto, se puede determinar con más precisión cómo se transforma la democracia en la transición del capitalismo al comunismo.
En la sociedad capitalista, bajo las condiciones del desarrollo más favorable de esta sociedad, tenemos en la República democrática un democratismo más o menos completo. Pero este democratismo se halla siempre comprimido dentro de los estrechos marcos de la explotación capitalista y es siempre, en esencia, por esta razón, un democratismo para la minoría, sólo para las clases poseedoras, sólo para los ricos. La libertad de la sociedad capitalista sigue siendo, y es siempre, poco más o menos, lo que era la libertad en las antiguas repúblicas de Grecia: libertad para los esclavistas. En virtud de las condiciones de la explotación capitalista, los esclavos asalariados modernos viven tan agobiados por la penuria y la miseria, que «no están para democracias», «no están para política», y en el curso corriente y pacífico de los acontecimientos, la mayoría de la población queda al margen de toda participación en la vida político-social.
Alemania es tal vez el país que confirma con mayor evidencia la exactitud de esta afirmación, precisamente porque en dicho Estado la legalidad constitucional se mantuvo durante un tiempo asombrosamente largo y persistente, casi medio siglo –de 1871 a 1914–, y durante este tiempo la socialdemocracia supo hacer muchísimo más que en los otros países para «utilizar la legalidad» y organizar en partido político a una parte más considerable de los obreros que en ningún otro país del mundo.
Pues bien, ¿a cuánto asciende esta parte de los esclavos asalariados políticamente conscientes y activos, con ser la más elevada de cuantas encontramos en la sociedad capitalista? ¡De 15 millones de obreros asalariados, el partido socialdemócrata cuenta con un millón de miembros! ¡De 15 millones de obreros, hay tres millones sindicalmente organizados!
Democracia para una minoría insignificante, democracia para los ricos: he ahí el democratismo de la sociedad capitalista. Si nos fijamos más de cerca en el mecanismo de la democracia capitalista, veremos siempre y en todas partes, hasta en los «pequeños», en los aparentemente pequeños, detalles del derecho de sufragio –requisito de residencia, exclusión de la mujer, etc. –, en la técnica de las instituciones representativas, en los obstáculos reales que se oponen al derecho de reunión –¡los edificios públicos no son para los «de abajo»!–, en la organización puramente capitalista de la prensa diaria, etc., etc., en todas partes veremos restricción tras restricción puesta al democratismo. Estas restricciones, excepciones, exclusiones y trabas para los pobres parecen insignificantes sobre todo para el que jamás ha sufrido la penuria ni se ha puesto en contacto con las clases oprimidas en su vida de masas –que es lo que les ocurre a las nueve décimas partes, si no al noventa y nueve por ciento de los publicistas y políticos burgueses–, pero en conjunto estas restricciones excluyen, eliminan a los pobres de la política, de su participación activa en la democracia.
Marx puso de relieve magníficamente esta esencia de la democracia capitalista, al decir, en su análisis de la experiencia de la Comuna, que a los oprimidos se les autoriza para decidir una vez cada varios años ¡qué miembros de la clase opresora han de representarlos y aplastarlos en el parlamento!
Pero, partiendo de esta democracia capitalista –inevitablemente estrecha, que repudia por debajo de cuerda a los pobres y que es, por tanto, una democracia profundamente hipócrita y mentirosa– el desarrollo progresivo, no discurre de un modo sencillo, directo y tranquilo «hacia una democracia cada vez mayor», como quieren hacernos creer los profesores liberales y los oportunistas pequeñoburgueses. No, el desarrollo progresivo, es decir, el desarrollo hacia el comunismo pasa a través de la dictadura del proletariado, y no puede ser de otro modo, porque el proletariado es el único que puede, y sólo por este camino, romper la resistencia de los explotadores capitalistas.
Pero la dictadura del proletariado, es decir, la organización de la vanguardia de los oprimidos en clase dominante para aplastar a los opresores, no puede conducir tan sólo a la simple ampliación de la democracia. A la par con la enorme ampliación del democratismo, que por vez primera se convierte en un democratismo para los pobres, en un democratismo para el pueblo, y no en un democratismo para los ricos, la dictadura del proletariado implica una serie de restricciones puestas a la libertad de los opresores, de los explotadores, de los capitalistas. Debemos reprimir a éstos, para liberar a la humanidad de la esclavitud asalariada, hay que vencer por la fuerza su resistencia, y es evidente que allí donde hay represión, donde hay violencia no hay libertad ni hay democracia.
Engels expresaba magníficamente esto en la carta a Bebel, al decir, como recordará el lector, que «mientras el proletariado necesite todavía del Estado, no lo necesitará en interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir».
Democracia para la mayoría gigantesca del pueblo y represión por la fuerza, es decir, exclusión de la democracia, para los explotadores, para los opresores del pueblo: he ahí la modificación que sufrirá la democracia en la transición del capitalismo al comunismo.
Sólo en la sociedad comunista, cuando se haya roto ya definitivamente la resistencia de los capitalistas, cuando hayan desaparecido los capitalistas, cuando no haya clases –es decir, cuando no haya diferencias entre los miembros de la sociedad por su relación hacia los medios sociales de producción–, sólo entonces «desaparecerá el Estado y podrá hablarse de libertad». Sólo entonces será posible y se hará realidad una democracia verdaderamente completa, una democracia que verdaderamente no implique ninguna restricción. Y sólo entonces la democracia comenzará a extinguirse, por la sencilla razón de que los hombres, liberados de la esclavitud capitalista, de los innumerables horrores, bestialidades, absurdos y vilezas de la explotación capitalista, se habituarán poco a poco a la observación de las reglas elementales de convivencia, conocidas a lo largo de los siglos y repetidas desde hace miles de años en todos los preceptos, a observarlas sin violencia, sin coacción, sin subordinación, sin ese aparato especial de coacción que se llama Estado.
La expresión «el Estado se extingue» está muy bien elegida, pues señala el carácter gradual del proceso y su espontaneidad. Sólo la fuerza de la costumbre puede ejercer y ejercerá indudablemente esa influencia, pues en torno a nosotros observamos millones de veces con qué facilidad se habitúan los hombres a guardar las reglas de convivencia necesarias si no hay explotación, si no hay nada que indigne a los hombres y provoque protestas y sublevaciones, creando la necesidad de la represión.
Por tanto, en la sociedad capitalista tenemos una democracia amputada, mezquina, falsa, una democracia solamente para los ricos, para la minoría. La dictadura del proletariado, el período de transición hacia el comunismo, aportará por primera vez la democracia para el pueblo, para la mayoría, a la par con la necesaria represión de la minoría, de los explotadores. Sólo el comunismo puede aportar una democracia verdaderamente completa, y cuanto más completa sea, antes dejará de ser necesaria y se extinguirá por sí misma.
Dicho en otros términos: bajo el capitalismo, tenemos un Estado en el sentido estricto de la palabra, una máquina especial para la represión de una clase por otra, y, además, de la mayoría por la minoría. Se comprende que para que pueda prosperar una empresa como la represión sistemática de la mayoría de los explotados por una minoría de explotadores, haga falta una crueldad extraordinaria, una represión bestial, hagan falta mares de sangre, a través de los cuales marcha precisamente la humanidad en estado de esclavitud, de servidumbre, de trabajo asalariado.
Ahora bien, en la transición del capitalismo al comunismo, la represión es todavía necesaria, pero ya es la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los explotados. Es necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para la represión, el «Estado», pero éste es ya un Estado de transición, no es ya un Estado en el sentido estricto de la palabra, pues la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los esclavos asalariados de ayer es algo tan relativamente fácil, sencillo y natural, que costará muchísima menos sangre que la represión de las sublevaciones de los esclavos, de los siervos y de los obreros asalariados, que costará mucho menos a la humanidad. Y este Estado es compatible con la extensión de la democracia a una mayoría tan aplastante de la población, que la necesidad de una máquina especial para la represión comienza a desaparecer. Como es natural, los explotadores no pueden reprimir al pueblo sin una máquina complicadísima que les permita cumplir este cometido, pero el pueblo puede reprimir a los explotadores con una «máquina» muy sencilla, casi sin «máquina», sin aparato especial, por la simple organización de las masas armadas –como los Soviets de Diputados Obreros y Soldados, digamos, adelantándonos un poco–.
Finalmente, sólo el comunismo suprime en absoluto la necesidad del Estado, pues bajo el comunismo no hay nadie a quien reprimir, «nadie» en el sentido de clase, en el sentido de una lucha sistemática contra determinada parte de la población. Nosotros no somos utopistas y no negamos, en modo alguno, que es posible e inevitable que algunos individuos cometan excesos, como tampoco negamos la necesidad de reprimir tales excesos. Poro, en primer lugar, para esto no hace falta una máquina especial, un aparato especial de represión, esto lo hará el mismo pueblo armado, con la misma sencillez y facilidad con que un grupo cualquiera de personas civilizadas, incluso en la sociedad actual, separa a los que se están peleando o impide que se maltrate a una mujer. Y, en segundo lugar, sabemos que la causa social más importante de los excesos, consistentes en la infracción de las reglas de convivencia, es la explotación de las masas, la penuria y la miseria de éstas. Al suprimirse esta causa fundamental, los excesos comenzarán inevitablemente a «extinguirse». No sabemos con qué rapidez y gradación, pero sabemos que se extinguirán. Y, con ellos, se extinguirá también el Estado.
Marx, sin dejarse llevar al terreno de las utopías, determinó en detalle lo que es posible determinar ahora respecto a este porvenir, a saber: la diferencia entre las fases –grados o etapas– inferior y superior de la sociedad comunista.
Primera fase de la sociedad comunista
En la «Crítica del Programa de Gotha», Marx refuta minuciosamente la idea lassalleana de que, bajo el socialismo, el obrero recibirá el «producto íntegro o completo del trabajo». Marx demuestra que de todo el trabajo social de toda la sociedad habrá que descontar un fondo de reserva, otro fondo para ampliar la producción, para reponer las máquinas «gastadas», etc., y, además, de los artículos de consumo, un fondo para los gastos de administración, escuelas, hospitales, asilos para ancianos, etc.
En vez de emplear la frase nebulosa, confusa y general de Lassalle –«dar al obrero el producto íntegro del trabajo»–, Marx establece un cálculo sobrio de cómo precisamente la sociedad socialista se verá obligada a administrar. Marx aborda el análisis concreto de las condiciones de vida de esta sociedad en que no existirá el capitalismo, y dice:
«De lo que aquí –en el examen del programa del partido obrero– se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino, al contrario, de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede». (Karl Marx; «Crítica al programa de Gotha», 1875)
Esta sociedad comunista, que acaba de salir de la entraña del capitalismo al mundo de Dios y que lleva en todos sus aspectos el sello de la sociedad antigua, es la que Marx llama «primera» fase o fase inferior de la sociedad comunista.
Los medios de producción han dejado de ser ya propiedad privada de los individuos. Los medios de producción pertenecen a toda la sociedad. Cada miembro de la sociedad, al ejecutar una cierta parte del trabajo socialmente necesario, obtiene de la sociedad un certificado acreditativo de haber realizado tal o cual cantidad de trabajo. Por este certificado recibe de los almacenes sociales de artículos de consumo la cantidad correspondiente de productos. Deducida la cantidad de trabajo que pasa al fondo social, cada obrero, por tanto, recibe de la sociedad lo que entrega a ésta.
Reina, al parecer, la «igualdad».
Pero cuando Lassalle, refiriéndose a este orden social –al que se suele dar el nombre de socialismo, pero que Marx denomina la primera fase del comunismo–, dice que esto es una «distribución justa», que es «el derecho igual de cada uno al producto igual del trabajo», Lassalle se equivoca, y Marx pone al descubierto su error.
«En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la aplicación de una medida igual; pero los individuos desiguales –y no serían distintos individuos si no fuesen desiguales– sólo pueden medirse por la misma medida siempre y cuando que se les coloque bajo un mismo punto de vista y se les mire solamente en un aspecto determinado; por ejemplo, en el caso dado, sólo en cuanto obreros, y no se vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás. Prosigamos: un obrero está casado y otro no; uno tiene más hijos que otro, etc., etc. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, uno obtiene de hecho más que otro, uno es más rico que otro, etc. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual». (Karl Marx; «Crítica al programa de Gotha», 1875)
Consiguientemente, la primera fase del comunismo no puede proporcionar todavía justicia ni igualdad: subsisten las diferencias de riqueza, diferencias injustas; pero no será posible ya la explotación del hombre por el hombre, puesto que no será posible apoderarse, a título de propiedad privada, de los medios de producción, de las fábricas, las máquinas, la tierra, etc. Pulverizando la frase confusa y pequeñoburguesa de Lassalle sobre la «igualdad» y la «justicia» en general, Marx muestra el curso de desarrollo de la sociedad comunista, que en sus comienzos se verá obligada a destruir solamente aquella «injusticia» que consiste en que los medios de producción sean usurpados por individuos aislados, pero que no estará en condiciones de destruir de golpe también la otra injusticia, consistente en la distribución de los artículos de consumo «según el trabajo» –y no según las necesidades–.
Los economistas vulgares, incluyendo entre ellos a los profesores burgueses, entre los que se cuenta también «nuestro» Tugán [10], reprochan constantemente a los socialistas el olvidarse de la desigualdad de los hombres y el «soñar» con destruir esta desigualdad. Este reproche sólo demuestra, como vemos, la extrema ignorancia de los señores ideólogos burgueses.
Marx no solo tiene en cuenta del modo más preciso la inevitable desigualdad de los hombres, sino que tiene también en cuenta que el solo paso de los medios de producción a propiedad común de toda la sociedad –el «socialismo», en el sentido corriente de la palabra– no suprime los defectos de la distribución y la desigualdad del «derecho burgués», el cual sigue imperando, por cuanto los productos son distribuidos «según el trabajo».
«Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista después de un largo y doloroso alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la estructura económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado». (Karl Marx; «Crítica al programa de Gotha», 1875)
Así, pues, en la primera fase de la sociedad comunista –a la que suele darse el nombre de socialismo– el «derecho burgués» no se suprime completamente, sino sólo parcialmente, sólo en la medida de la transformación económica ya alcanzada, es decir, sólo en lo que se refiere a los medios de producción. El «derecho burgués» reconoce la propiedad privada de los individuos sobre los medios de producción. El socialismo los convierte en propiedad común. En este sentido –y sólo en este sentido– desaparece el «derecho burgués».
Sin embargo, este derecho persiste en otro de sus aspectos, persiste como regulador de la distribución de los productos y de la distribución del trabajo entre los miembros de la sociedad. «El que no trabaja, no come»: este principio socialista es ya una realidad; «a igual cantidad de trabajo, igual cantidad de productos»: también es ya una realidad este principio socialista. Sin embargo, esto no es todavía el comunismo, ni suprime todavía el «derecho burgués», que da una cantidad igual de productos a hombres que no son iguales y por una cantidad desigual –desigual de hecho– de trabajo.
Esto es un «defecto», dice Marx, pero un defecto inevitable en la primera fase del comunismo, pues, sin caer en utopismo, no se puede pensar que, al derrocar el capitalismo, los hombres aprenderán a trabajar inmediatamente para la sociedad sin sujeción a ninguna norma de derecho; además, la abolición del capitalismo no sienta de repente tampoco las premisas económicas para este cambio.
Otras normas, fuera de las del «derecho burgués», no existen. Y, por tanto, persiste todavía la necesidad del Estado, que, velando por la propiedad común sobre los medios de producción, vele por la igualdad del trabajo y por la igualdad en la distribución de los productos.
El Estado se extingue en tanto que ya no hay capitalistas, que ya no hay clases y que, por lo mismo, no cabe reprimir a ninguna clase.
Pero el Estado no se ha extinguido todavía del todo, pues persiste aún la protección del «derecho burgués», que sanciona la desigualdad de hecho. Para que el Estado se extinga completamente, hace falta el comunismo completo.
La fase superior de la sociedad comunista
Marx prosigue:
«En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!» (Karl Marx; «Crítica al programa de Gotha», 1875)
Sólo ahora podemos apreciar toda la justeza de la observación de Engels, cuando se burlaba implacablemente de la absurda asociación de las palabras «libertad» y «Estado». Mientras existe el Estado, no existe libertad. Cuando haya libertad, no habrá Estado.
La base económica para la extinción completa del Estado es ese elevado desarrollo del comunismo en que desaparecerá el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, desapareciendo, por consiguiente, una de las fuentes más importantes de la desigualdad social moderna, fuente de desigualdad que no se puede suprimir en modo alguno, de repente, por el solo paso de los medios de producción a propiedad social, por la sola expropiación de los capitalistas.
Esta expropiación dará la posibilidad de desarrollar en proporciones gigantescas las fuerzas productivas. Y, viendo cómo ya hoy el capitalismo entorpece increíblemente este desarrollo y cuánto podríamos avanzar a base de la técnica actual, ya lograda, tenemos derecho a decir, con la más absoluta convicción, que la expropiación de los capitalistas imprimirá inevitablemente un desarrollo gigantesco a las fuerzas productivas de la sociedad humana. Lo que no sabemos ni podemos saber es la rapidez con que avanzará este desarrollo, la rapidez con que discurrirá hasta romper con la división del trabajo, hasta suprimir el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, hasta convertir el trabajo «en la primera necesidad de la vida».
Por eso, tenemos derecho a hablar sólo de la extinción inevitable del Estado, subrayando la prolongación de este proceso, su supeditación a la rapidez con que se desarrolle la fase superior del comunismo, y dejando completamente en pie la cuestión de los plazos o de las formas concretas de la extinción, pues no tenemos datos para poder resolver estas cuestiones.
El Estado podrá extinguirse por completo cuando la sociedad ponga en práctica la regla: «de cada uno, según su capacidad; a cada uno, según sus necesidades»; es decir, cuando los hombres estén ya tan habituados a guardar las reglas fundamentales de la convivencia y cuando su trabajo sea tan productivo, que trabajen voluntariamente según sus capacidades. El «estrecho horizonte del derecho burgués», que obliga a calcular, con el rigor de un Shylock, para no trabajar ni media hora más que otro y para no percibir menos salario que otro, este estrecho horizonte quedará entonces rebasado. La distribución de los productos no obligará a la sociedad a regular la cantidad de los artículos que cada cual reciba; todo hombre podrá tomar libremente lo que cumpla a «sus necesidades».
Desde el punto de vista burgués, es fácil presentar como una «pura utopía» semejante régimen social y burlarse diciendo que los socialistas prometen a todos el derecho a obtener de la sociedad, sin el menor control del trabajo rendido por cada ciudadano, la cantidad que deseen de trufas, de automóviles, de pianos, etc. Con estas burlas siguen contentándose todavía hoy la mayoría de los «sabios» burgueses, que sólo demuestran con ello su ignorancia y su defensa interesada del capitalismo.
Su ignorancia, pues a ningún socialista se le ha pasado por las mientes «prometer» la llegada de la fase superior de desarrollo del comunismo, y el pronóstico de los grandes socialistas de que esta fase ha de advenir, presupone una productividad del trabajo que no es la actual y hombres que no sean los actuales filisteos, capaces de dilapidar «a tontas y a locas» la riqueza social y de pedir lo imposible, como los seminaristas de Pomialovski.
Mientras llega la fase «superior» del comunismo, los socialistas exigen el más riguroso control por parte de la sociedad y por parte del Estado sobre la medida de trabajo y la medida de consumo, pero este control sólo debe comenzar con la expropiación de los capitalistas, con el control de los obreros sobre los capitalistas, y no debe llevarse a cabo por un Estado de burócratas, sino por el Estado de los obreros armados.
La defensa interesada del capitalismo por los ideólogos burgueses –y sus acólitos por el estilo de señores como los Tsereteli, los Chernov y Cía.– consiste precisamente en suplantar por discusiones y charlas sobre un remoto porvenir la cuestión más candente y más actual de la política de hoy: la expropiación de los capitalistas, la transformación de todos los ciudadanos en trabajadores y empleados de un gran «consorcio» único, a saber, de todo el Estado, y la subordinación completa de todo el trabajo de todo este consorcio a un Estado realmente democrático, el Estado de los Soviets de Diputados Obreros y Soldados.
En el fondo, cuando los sabios profesores, y tras ellos los filisteos, y tras ellos señores como los Tsereteli y los Chernov, hablan de utopías descabelladas, de las promesas demagógicas de los bolcheviques, de la imposibilidad de «implantar» el socialismo, se refieren precisamente a la etapa o fase superior del comunismo, que no sólo no ha prometido nadie, sino que nadie ha pensado en «implantar», pues, en general, no se puede «implantar».
Y aquí llegamos a la cuestión de la diferencia científica existente entre el socialismo y el comunismo, cuestión a la que Engels aludió en el pasaje citado más arriba sobre la inexactitud de la denominación de «socialdemócrata». Políticamente, la diferencia entre la primera fase o fase inferior y la fase superior del comunismo llegará a ser, con el tiempo, probablemente enorme; pero hoy, bajo el capitalismo, sería ridículo hacer resaltar esta diferencia, que sólo tal vez algunos anarquistas pueden destacar en primer plano –si es que entre los anarquistas quedan todavía hombres que no han aprendido nada después de la conversión «plejanovista» de los Kropotkin, los Grave, los Cornelissen y otras «lumbreras» del anarquismo en socialchovinistas o en anarquistas de trincheras, como los ha calificado Gue, uno de los pocos anarquistas que no han perdido el honor y la conciencia–.
Pero la diferencia científica entre el socialismo y el comunismo es clara. A lo que se acostumbra a denominar socialismo, Marx lo llamaba la «primera» fase o la fase inferior de la sociedad comunista. En tanto que los medios de producción se convierten en propiedad común, puede emplearse la palabra «comunismo», siempre y cuando que no se pierda de vista que éste no es el comunismo completo. La gran significación de la explicación de Marx está en que también aquí aplica consecuentemente la dialéctica materialista, la teoría del desarrollo, considerando el comunismo como algo que se desarrolla del capitalismo. En vez de definiciones escolásticas y artificiales, «imaginadas», y de disputas estériles sobre palabras –qué es el socialismo, que es el comunismo–, Marx traza un análisis de lo que podríamos llamar las fases de madurez económica del comunismo.
En su primera fase, en su primer grado, el comunismo no puede presentar todavía una madurez económica completa, no puede aparecer todavía completamente libre de las tradiciones o de las huellas del capitalismo. De aquí un fenómeno tan interesante como la subsistencia del «estrecho horizonte del derecho burgués» bajo el comunismo, en su primera fase. El derecho burgués respecto a la distribución de los artículos de consumo presupone también inevitablemente, como es natural, un Estado burgués, pues el derecho no es nada sin un aparato capaz de obligar a respetar las normas de aquel.
De donde se deduce que bajo el comunismo no sólo subsiste durante un cierto tiempo el derecho burgués, sino que ¡subsiste incluso el Estado burgués, sin burguesía!
Esto podrá parecer una paradoja o un simple juego dialéctico de la inteligencia, que es de lo que acusan frecuentemente a los marxistas gentes que no se han impuesto ni el menor esfuerzo para estudiar el contenido extraordinariamente profundo del marxismo.
En realidad, la vida nos muestra a cada paso los vestigios de lo viejo en lo nuevo, tanto en la naturaleza como en la sociedad. Y Marx no trasplantó caprichosamente al comunismo un trocito de «derecho burgués», sino que tomó lo que es económica y políticamente inevitable en una sociedad que brota de la entraña del capitalismo.
La democracia tiene una enorme importancia en la lucha de la clase obrera contra los capitalistas por su liberación. Pero la democracia no es, en modo alguno, un límite insuperable, sino solamente una de las etapas en el camino del feudalismo al capitalismo y del capitalismo al comunismo.
Democracia significa igualdad. Se comprende la gran importancia que encierra la lucha del proletariado por la igualdad y la consigna de la igualdad, si ésta se interpreta exactamente, en el sentido de destrucción de las clases. Pero democracia significa solamente igualdad formal. E inmediatamente después de realizada la igualdad de todos los miembros de la sociedad con respecto a la posesión de los medios de producción, es decir, la igualdad de trabajo y la igualdad de salario, surgirá inevitablemente ante la humanidad la cuestión de seguir adelante, de pasar de la igualdad formal a la igualdad de hecho, es decir, a la aplicación de la regla: «de cada uno, según su capacidad; a cada uno, según sus necesidades». A través de qué etapas, por medio de qué medidas prácticas llegará la humanidad a este elevado objetivo, es cosa que no sabemos ni podemos saber. Pero lo importante es comprender claramente cuán infinitamente mentirosa es la idea burguesa corriente que presenta al socialismo como algo muerto, rígido e inmutable, cuando en realidad solamente con el socialismo comienza un movimiento rápido y auténtico de progreso en todos los aspectos de la vida social e individual, un movimiento verdaderamente de masas en el que toma parte, primero, la mayoría de la población, y luego la población entera.
La democracia es una forma de Estado, una de las variedades del Estado. Y, consiguientemente, representa, como todo Estado, la aplicación organizada y sistemática de la violencia sobre los hombres. Esto, de una parte. Pero, de otra, la democracia significa el reconocimiento formal de la igualdad entre los ciudadanos, el derecho igual de todos a determinar el régimen del Estado y a gobernar el Estado. Y esto, a su vez, se halla relacionado con que, al llegar a un cierto grado de desarrollo de la democracia, ésta, en primer lugar, cohesiona al proletariado, la clase revolucionaria frente al capitalismo, y le da la posibilidad de destruir, de hacer añicos, de barrer de la faz de la tierra la máquina del Estado burgués, incluso la del Estado burgués republicano, el ejército permanente, la policía, la burocracia, y de sustituirla por una máquina más democrática, pero todavía estatal, bajo la forma de las masas obreras armadas, como paso hacia la participación de todo el pueblo en las milicias.
Aquí «la cantidad se transforma en calidad»: esta fase de democratismo se sale ya del marco de la sociedad burguesa, es ya el comienzo de su transformación socialista. Si todos intervienen realmente en la dirección del Estado, el capitalismo no podrá ya sostenerse. Y, a su vez, el desarrollo del capitalismo crea las premisas para que «todos» realmente puedan intervenir en la dirección del Estado. Entre estas premisas se cuenta la instrucción general, conseguida ya por una serie de países capitalistas más adelantados, y además la «formación y la educación de la disciplina» de millones de obreros por el grande y complejo aparato socializado del correo, de los ferrocarriles, de las grandes fábricas, de las grandes empresas comerciales, de los bancos, etc., etc.
Existiendo estas premisas económicas, es perfectamente posible pasar inmediatamente, de la noche a la mañana, después de derrocar a los capitalistas y a los burócratas, a sustituirlos en la obra del control sobre la producción y la distribución, en la obra del registro del trabajo y de los productos por los obreros armados, por todo el pueblo armado. –No hay que confundir la cuestión del control y del registro con la cuestión del personal científico de ingenieros, agrónomos, etc.: estos señores trabajan hoy subordinados a los capitalistas y trabajarán todavía mejor mañana, subordinados a los obreros armados–.
Registro y control: he aquí lo principal, lo que hace falta para «poner en marcha» y para que funcione bien la primera fase de la sociedad comunista. Aquí, todos los ciudadanos se convierten en empleados a sueldo del Estado, que no es otra cosa que los obreros armados. Todos los ciudadanos pasan a ser empleados y obreros de un solo «consorcio» de todo el pueblo, del Estado. De lo que se trata es de que trabajen por igual, de que guarden bien la medida de su trabajo y de que ganen igual salario. El capitalismo ha simplificado extraordinariamente el registro de esto, el control sobre esto, lo ha reducido a operaciones extremadamente simples de inspección y anotación, accesibles a cualquiera que sepa leer y escribir y para las cuales basta con conocer las cuatro reglas aritméticas y con extender los recibos correspondientes [Cuando el Estado queda reducido, en la parte más sustancial de sus funciones, a este registro y a este control, realizados por los mismos obreros, deja de ser un «Estado político», «las funciones públicas perderán su carácter político y se convertirán en funciones puramente administrativas» (véase más arriba cap. IV, 2, acerca de la polémica de Engels con los anarquistas) – Anotación de V. I. Lenin.].
Cuando la mayoría del pueblo comience a llevar por su cuenta y en todas partes este registro, este control sobre los capitalistas –que entonces se convertirán en empleados– y sobre los señores intelectualillos que conservan sus hábitos capitalistas, este control será realmente un control universal, general, del pueblo entero, y nadie podrá rehuirlo, pues «no habrá escapatoria posible».
Toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica, con trabajo igual y salario igual.
Pero esta disciplina «fabril», que el proletariado, después de triunfar sobre los capitalistas y de derrocar a los explotadores, hará extensiva a toda la sociedad, no es, en modo alguno, nuestro ideal, ni nuestra meta final, sino sólo un escalón necesario para limpiar radicalmente la sociedad de la bajeza y de la infamia de la explotación capitalista y para seguir avanzando.
A partir del momento en que todos los miembros de la sociedad, o por lo menos la inmensa mayoría de ellos, hayan aprendido a dirigir ellos mismos el Estado, hayan tomado ellos mismos este asunto en sus manos, hayan «puesto en marcha» el control sobre la minoría insignificante de capitalistas, sobre los señoritos que quieran seguir conservando sus hábitos capitalistas y sobre obreros profundamente corrompidos por el capitalismo, a partir de este momento comenzará a desaparecer la necesidad de todo gobierno en general. Cuanto más completa sea la democracia, más cercano estará el momento en que deje de ser necesaria. Cuanto más democrático sea el «Estado» formado por obreros armados y que «no será ya un Estado en el sentido estricto de la palabra», más rápidamente comenzará a extinguirse todo Estado.
Pues cuando todos hayan aprendido a dirigir y dirijan en realidad por su cuenta la producción social, a llevar por su cuenta el registro y el control de los haraganes, de los señoritos, de los gandules y de toda esta ralea de «guardianes de las tradiciones del capitalismo», entonces el escapar a este control y a este registro hecho por todo el pueblo será inevitablemente algo tan inaudito y difícil, una excepción tan extraordinariamente rara, provocará probablemente una sanción tan rápida y tan severa –pues los obreros armados son hombres de realidades y no intelectualillos sentimentales, y será muy difícil que dejen que nadie juegue con ellos–, que la necesidad de observar las reglas nada complicadas y fundamentales de toda con vivencia humana se convertirá muy pronto en una costumbre.
Y entonces quedarán abiertas de par en par las puertas para pasar de la primera fase de la sociedad comunista a la fase superior y, a la vez, a la extinción completa del Estado». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la Revolución, 1917)
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