«Por falta de espacio no podremos estudiar las instituciones gentilicias que aún existen bajo una forma más o menos pura en los pueblos salvajes y bárbaros más diversos ni seguir sus vestigios en la historia primitiva de los pueblos asiáticos civilizados. Unas y otros se encuentran por todas partes. Bastarán algunos ejemplos. Aún antes de que se conociese bien la gens, MacLennan, el hombre que más se ha afanado por comprenderla mal, indició y describió con suma exactitud su existencia entre los kalmucos, los cherkeses, los samoyedos, y en tres pueblos de la India: los waralis, los magares y los munnipuris. Más recientemente, Máximo Kovalevski la ha descubierto y descrito entre los pschavos, los jensuros, los svanetos y otras tribus del Cáucaso. Aquí nos limitaremos a unas breves notas acerca de la gens entre los celtas y entre los germanos.
Las más antiguas leyes célticas que han llegado hasta nosotros nos muestran aún en pleno vigor la gens; en Irlanda sobrevive hasta nuestros días en la conciencia popular, por lo menos instintivamente, desde que los ingleses la destruyeron por la violencia; en Escocia estaba aún en pleno florecimiento a mediados del siglo XVIII, y sólo sucumbió allí por las armas, las leyes y los tribunales de Inglaterra.
Las leyes del antiguo País de Gales, que fueron escritas varios siglos antes de la conquista inglesa –lo más tarde, el siglo XI–, aún muestran el cultivo de la tierra en común por aldeas enteras, aunque sólo fuese como una excepción y como el vestigio de una costumbre anterior generalmente extendida; cada familia tenía cinco acres de tierra para su cultivo particular; aparte de esto, se cultivaba el campo en común y su cosecha era repartida. La semejanza entre Irlanda y Escocia no permite dudar que esas comunidades rurales eran gens o fracciones de gens, aun cuando no lo probase de un modo directo un estudio nuevo de las leyes gaélicas, para el cual me falta tiempo –hice mis notas en 1869–. Pero lo que prueban de una manera directa los documentos gaélicos e irlandeses es que en el siglo XI el matrimonio sindiásmico no había sido sustituido aún del todo entre los celtas por la monogamia. En el País de Gales, un matrimonio no se consolidaba, o más bien no se hacía indisoluble sino al cabo de siete años de convivencia. Si sólo faltaban tres noches para cumplirse los siete años, los esposos podían separarse. Entonces se repartían los bienes: la mujer hacía las partes y el hombre elegía la suya. Se repartían los muebles siguiendo ciertas reglas muy humorísticas. Si era el hombre quien rompía, tenía que devolver a la mujer su dote y alguna cosa más; si era la mujer, esta recibía menos. De los hijos, dos correspondían al hombre, y uno, el mediano, a la mujer. Si después de la separación la mujer tomaba otro marido y el primero quería llevársela otra vez, estaba obligada a seguir a éste, aunque tuviese ya un pie en el nuevo tálamo conyugal. Pero si dos personas vivían juntas durante siete años, eran marido y mujer aun sin previo matrimonio formal. No se guardaba ni se exigía con rigor la castidad de las jóvenes antes del matrimonio; las reglas respecto a este particular son en extremo frívolas y no corresponden a la moral burguesa. Si una mujer cometía adulterio, el marido tenía el derecho de pegarle –éste era uno de los tres casos en que le era lícito hacerlo; en los demás, incurría en una pena–, pero no podía exigir ninguna otra satisfacción, porque «para una misma falta puede haber expiación o venganza, pero no las dos cosas a la vez». Los motivos por los cuales podía la mujer reclamar el divorcio sin perder ninguno de sus derechos en el momento de la separación, eran muchos y muy diversos: bastaba que al marido le oliese mal el aliento. El rescate por el derecho de la primera noche –«gobr merch» y de ahí el nombre «marcheta», en francés «marchette», en la Edad Media–, pagadero al jefe de la tribu o rey, representa un gran papel en el Código. Las mujeres tenían voto en las asambleas del pueblo. Añadamos que en Irlanda existían análogas condiciones; que también estaban muy en uso los matrimonios temporales, y que en caso de separación se concedían a la mujer grandes privilegios, determinados con exactitud, incluso una remuneración en pago de sus servicios domésticos; que allí se encuentra una «primera mujer» junto a otras mujeres; que en las particiones de herencia no se hace distinción entre los hijos legítimos y los hijos naturales, y tendremos así una imagen del matrimonio por parejas en comparación con el cual parece severa la forma de matrimonio por usada en América del Norte, pero que no debe asombrar en el siglo XI en un pueblo que aún tenía el matrimonio por grupos en tiempos de César.
La gens irlandesa –«sept»; la tribu se llama «clainne» o clan– no sólo está confirmada y descrita por los libros antiguos de Derecho, sino también por los jurisconsultos ingleses que fueron enviados en el siglo XVII a ese país, para transformar el territorio de los clanes en dominios del rey de Inglaterra. El suelo había seguido siendo propiedad común del clan o de la gens hasta entonces, siempre que no hubiera sido transformado ya por los jefes en dominios privados suyos. Cuando moría un miembro de la gens y, por consiguiente, se disolvía una hacienda, el jefe –los jurisconsultos ingleses lo llamaban «caput cognationis»–, hacía un nuevo reparto de todo el territorio entre los demás hogares. En general, este reparto debía de hacerse siguiendo las reglas usuales en Alemania. Todavía se encuentran algunas aldeas –hace cuarenta o cincuenta años eran numerosísimas– cuyos campos son distribuidos según el sistema denominado «rundale». Los campesinos, colonos individuales del suelo en otro tiempo propiedad común de la gens y robado después por el conquistador inglés, pagan cada uno de ellos el arrendamiento, pero reúnen todas las parcelas de tierra de labor o prados, las dividen según su emplazamiento y su calidad en «gewanne» –como dicen en las márgenes del Mosela– y dan a cada uno su parte en cada «gewanne». Los pantanos y los pastos son de aprovechamiento común. Hace cincuenta años nada más, se renovaba el reparto de tiempo en tiempo, en algunos lugares anualmente. El plano catastral del territorio de una aldea «rundale» tiene enteramente el mismo aspecto que una comunidad de hogares campesinos –Gehöfersschaft– de orillas del Mosela o del Hochwald. La gens sobrevive también en las «factions» [1]. Los campesinos irlandeses se dividen a menudo en bandos que se diría fundados en triquiñuelas absurdas. Estos bandos son incomprensibles para los ingleses y parecen tener por único objeto el popular deporte de tundirse mutuamente con toda solemnidad. Son reviviscencias artificiales, compensaciones póstumas para la gens desmembrada, que manifiestan a su modo cómo perdura el instinto gentilicio hereditario. En muchas comarcas los gentiles viven en su antiguo territorio; así, hacia 1830, la gran mayoría de los habitantes del condado de Monaghan sólo tenía cuatro apellidos, es decir, descendía de cuatro gens o clanes [2].
En Escocia, la ruina del orden gentilicio data de la época en que fue reprimida la insurrección de 1745. Falta investigar qué eslabón de este orden representa en especial el clan escocés; pero es indudable que es un eslabón. En las novelas de Walter Scott revive ante nuestra vista ese antiguo clan de la Alta Escocia. Dice Morgan: «Es un ejemplar perfecto de la gens en su organización, y en su espíritu, un asombroso ejemplo del poderío de la vida de la gens sobre sus miembros. En sus disensiones y en sus venganzas de sangre, en el reparto del territorio por clanes, en la explotación común del suelo, en la fidelidad a su jefe y entre sí de los miembros del clan, volvemos a encontrar los rasgos característicos de la sociedad fundada en la gens... La filiación seguía el derecho paterno, de tal suerte que los hijos de los hombres permanecían en sus clanes, mientras que los de las mujeres pasaban a los clanes de sus padres». Pero prueba la existencia anterior del derecho materno en Escocia el hecho de que en la familia real de los Pictos, según Beda, era válida la herencia por línea femenina. También se conservó entre los escoceses hasta la Edad Media, lo mismo que entre los habitantes del País de Gales, un vestigio de la familia punalúa, el derecho de la primera noche, que el jefe del clan o el rey podía ejercer con toda recién casada el día de la boda, en calidad de último representante de los maridos comunes de antaño, si no se había redimido la mujer por el rescate.
Es un hecho indiscutible que, hasta la emigración de los pueblos, los germanos estuvieron organizados en gens. Es evidente que no ocuparon el territorio situado entre el Danubio, el Rin, el Vístula y los mares del Norte hasta pocos siglos antes de nuestra era; los cimbrios y los teutones estaban aún en plena emigración, y los suevos no se establecieron en lugares fijos hasta los tiempos de César. Este dice de ellos, con términos expresos, que estaban establecidos por gens y por estirpes –«gentibus cognationibusque»–, y en boca de un romano de la gens Julia, esta expresión de «gentibus» tiene un significado bien definido e indiscutible. Esto se refería a todos los germanos; incluso en las provincias romanas conquistadas se establecieron por gens. Consta en el «Derecho Consuetudinario Alamanno» que el pueblo se estableció en los territorios conquistados al sur del Danubio por gens –«genealogiae»–; la palabra genealogía se emplea exactamente en el mismo sentido que lo fueron más tarde las expresiones «Marca» o «Dorfgenossenschaft» [3]. Kovalevski ha emitido recientemente la opinión de que esas «genealogiae» no serían otra cosa sino grandes comunidades domésticas entre las cuales se repartía el suelo y de las que más adelante nacerían las comunidades rurales. Lo mismo puede decirse respecto a la «fara», expresión con la cual los burgundos y los longobardos –un pueblo de origen gótico y otro de origen herminónico o altoalemán– designaban poco más o menos, si no con exactitud, lo mismo que se llamaba «genealogía» en el «Derecho Consuetudinario Alamanno». Debe aún ser investigado qué encontramos aquí, si una gens o una comunidad doméstica.
Los monumentos filológicos no resuelven nuestras dudas acerca de si a la gens se le daba entre todos los germanos la misma denominación y cuál era ésta. Etimológicamente, al griego «genos» y al latín «gens» corresponden el gótico «kuni» y el medioalto-alemán «künne», que se emplea en el mismo sentido. Lo que nos recuerda los tiempos del derecho materno es que el sustantivo mujer deriva de la misma raíz: en griego «gyne», en eslavo «zhená», en gótico «quino», en antiguo noruego, «kona», «kuna». Según hemos dicho, entre los burgundos y los longobardos encontramos la palabra «fara», que Grimm hace derivar de la raíz hipotética «fisan» –engendarar–. Yo preferiría hacerla derivar de una manera evidente de «faran» –marchar, viajar, volver–, para designar una fracción compacta de una masa nómada, fracción formada, como es natural, por parientes; esta designación, en el transcurso de varios siglos de emigrar primero al Este, después al Oeste, pudo terminar por ser aplicada, poco a poco, a la propia gens. Luego, tenemos el gótico «sibja», el anglosajón «sib», el antiguo altoalemán «sippia», «sippa», estirpe –«sippe»–. El escandinavo no nos da más que el plural «sifjar» –los parientes–: el singular no existe sino como nombre de una diosa, Sif. Y, en fin, aún hallamos otra expresión en el «Canto de Hildebrando», donde éste pregunta a Hadubrando: «¿Quién es tu padre entre los hombres del pueblo... o de qué gens eres tú?». –«Eddo huêlihhes cnuosles du sís»–. Si ha existido un nombre general germano de la gens, ha debido de ser en gótico «kuni»; vienen en apoyo de esta opinión, no sólo la identidad con las expresiones correspondientes de las lenguas del mismo origen, sino también la circunstancia de que de «kuni» se deriva «kuning» –rey–, que significaba primitivamente jefe de gens o de tribu. «Sibja» –estirpe– puede, al parecer, dejarse a un lado; y «sifjar», en escandinavo, no sólo significa parientes consanguíneos, sino también afinidad, por tanto, comprende por lo menos a los miembros de dos gens: luego tampoco «sif» es la palabra sinónima de gens.
Tanto entre los germanos como entre los mexicanos y los griegos, el orden de batalla, trátese del escuadrón de caballería o de la columna de infantería en forma de cuña, estaba constituido por corporaciones gentilicias. Cuando Tácito dice por familias y estirpes, esta expresión vaga se explica por el hecho de que en su época hacía mucho tiempo que la gens había dejado de ser en Roma una asociación viviente.
Un pasaje decisivo de Tácito es aquél donde dice que el hermano de la madre considera a su sobrino como si fuese hijo suyo; algunos hay que hasta tienen por más estrecho y sagrado el vínculo de la sangre entre tío materno y sobrino, que entre padre e hijo, de suerte que cuando se exigen rehenes, el hijo de la hermana se considera como una garantía mucho más grande que el propio hijo de aquel a quien se quiere ligar. He aquí una reliquia viva de la gens organizada con arreglo al derecho materno, es decir, primitiva, y que hasta caracteriza muy en particular a los germanos [4]. Cuando los miembros de una gens de esta especie daban a su propio hijo en prenda de una promesa solemne, y cuando este hijo era víctima de la violación del tratado por su padre, éste no tenía que dar cuenta a su madre sino a sí mismo. Pero si el sacrificado era el hijo de una hermana, esto constituía una violación del más sagrado derecho de la gens; el pariente gentil más próximo, a quien incumbía antes que a todos los demás la protección del niño o del joven, era considerado como el culpable de su muerte; bien no debía entregarlos en rehenes, o bien debía observar lo tratado. Si no encontrásemos ninguna otra huella de la gens entre los germanos, este único pasaje nos bastaría.
Aún más decisivo, por ser unos ochocientos años posterior, es un pasaje de la «Völuspâ», antiguo canto escandinavo acerca del ocaso de los dioses y el fin del mundo. En esta «Visión de la profetisa», en la que hay entrelazados elementos cristianos, según está demostrado hoy por Bang y Bugge, se dice al describir los tiempos depravados y de corrupción general, preludio de la gran catástrofe:
«Boedhr munu berjask
munu systrungar
ok at bönum verdask,
sifjum spilla».
«Los hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán sus lazos de estirpe». Systrungr quiere decir el hijo de la hermana de la madre; y que esos hijos de hermanas renieguen entre sí de su parentesco consanguíneo, lo considera el poeta como un crimen mayor que el propio fratricidio. La agravación del crimen la expresa la palabra «systrungar», que subraya el parentesco por línea materna; si en lugar de esa palabra estuviese «syskinabörn» –hijos de hermanos y hermanas– o «syskinasynir» –hijos varones de hermanos y hermanas–, la segunda línea del texto citado no encarecería la primera, sino que la atenuaría. Así, pues, hasta en los tiempos de los vikingos, en que apareció la «Völuspâ», el recuerdo del matriarcado no había desaparecido aún en Escandinavia.
Por lo demás, ya en los tiempos de Tácito, entre los germanos –por lo menos entre los que él conoció de cerca– el derecho materno había sido remplazado por el derecho paterno; los hijos heredaban al padre; a falta de ellos sucedían los hermanos y los tíos por ambas líneas, paterna y materna. La admisión del hermano de la madre a la herencia se halla vinculada al mantenimiento de la costumbre que acabamos de recordar y prueba también cuán reciente era aún entre los germanos el derecho paterno. Se encuentran también huellas del derecho materno a mediados de la Edad Media. Según parece, en aquella época no había gran confianza en la paternidad, sobre todo entre los siervos; por eso, cuando un señor feudal reclamaba a una ciudad algún siervo suyo prófugo, de necesitaba –en Augsburgo, en Basilea y en Kaiserslautern, por ejemplo–, que la calidad de siervo del perseguido fuese afirmada bajo juramento por seis de sus más próximos parientes consanguíneos, todos ellos por línea materna (Maurer, «El régimen de las ciudades», I [5] pág. 381).
Otro resto del matriarcado agonizante era el respeto, casi incomprensible para los romanos, que los germanos profesaban al sexo femenino. Las doncellas jóvenes de las familias nobles eran conceptuadas como los rehenes más seguros en los tratos con los germanos. La idea de que sus mujeres y sus hijas podían quedar cautivas o ser esclavas, resultaba terrible para ellos y era lo que más excitaba su valor en las batallas. Consideraban a la mujer como profética y sagrada y prestaban oído a sus consejos hasta en los asuntos más importantes. Así, Veleda, la sacerdotisa bructera de las márgenes del Lippe, fue el alma de la insurrección bátava en la cual Civilis, a la cabeza de los germanos y de los belgas, hizo vacilar toda la dominación romana en las Galias. La autoridad de la mujer parece indiscutible en la casa; verdad es que todos los quehaceres tienen que desempeñarlos ella, los ancianos y los niños, mientras el hombre en edad viril caza, bebe o no hace nada. Así lo dice Tácito; pero como no dice quién labraba la tierra y declara expresamente que los esclavos no hacían sino pagar un tributo, pero sin efectuar ninguna prestación personal, por lo visto eran los hombres adultos quienes realizaban el poco trabajo que exigía el cultivo del suelo.
Según hemos visto más arriba, la forma de matrimonio era la sindiásmica, cada vez más aproximada a la monogamia. No era aún la monogamia estricta, puesto que a los grandes se les permitía la poligamia. En general, se cuidaba con rigor de la castidad en las jóvenes –lo contrario de lo que pasaba entre los celtas–, y Tácito se expresa también con particular calor acerca de la indisolubilidad del vínculo conyugal entre los germanos. No indica más que el adulterio de la mujer como motivo de divorcio. Pero su relato tiene aquí muchas lagunas; además, es en exceso evidente que sirve como un espejo de la virtud para los corrompidos romanos. Lo que hay de cierto es que si los germanos fueron en sus bosques esos excepcionales caballeros de la virtud, necesitaron poquísimo contacto con el exterior para ponerse al nivel del resto de la humanidad europea; en medio del mundo romano, el último vestigio de la rigidez de costumbres desapareció con mucha más rapidez aún que la lengua germana. Basta con leer a Gregorio de Tours. Claro está que en las selvas vírgenes de Germania no podían reinar como en Roma excesos refinados en los placeres sensuales; por tanto, en este orden de ideas, aún les quedan a los germanos bastantes ventajas sobre la sociedad romana, sin que les atribuyamos en las cosas de la carne una continencia que nunca ni en ningún pueblo ha existido como regla general.
La constitución de la gens dio origen a la obligación de heredar las enemistades del padre o de los parientes, lo mismo que sus amistades; otro tanto puede decirse de la «compensación» en vez de la venganza de sangre por homicidio o daño corporal. Esta compensación –«Wergeld»–, que apenas hace una generación se consideraba como una institución particular de Germania, se encuentra hoy en centenares de pueblos como una forma atenuada de la venganza de sangre propia de la gens. La encontramos también entre los indios de América, al mismo tiempo que la obligación de la hospitalidad; la descripción hecha por Tácito –«Costumbres de los germanos», cap. 21– de la manera cómo ejercían la hospitalidad, coincide hasta en sus detalles con la dada por Morgan respecto a los indios.
Hoy pertenecen al pasado las acaloradas e interminables discusiones acerca de si los germanos de Tácito habían repartido definitivamente las tierras de labor, y sobre cómo debían interpretarse los pasajes relativos a este punto. Desde que se ha demostrado que en casi todos los pueblos ha existido el cultivo común de la tierra por la gens y más adelante por las comunidades familiares comunistas –cosa que César observó ya entre los suevos–, así como la posterior distribución de la tierra a familias individuales, con nuevos repartos periódicos; desde que está probado que la redistribución periódica de la tierra se ha conservado en ciertas comarcas de Alemania hasta nuestros días, huelga gastar más palabras sobre el particular. Si desde el cultivo de la tierra en común, tal como César lo describe expresamente hablando de los suevos –no hay entre ellos, dice, ninguna especie de campos divididos o particulares–, han pasado los germanos, en los ciento cincuenta años que separan esa época de la de Tácito, al cultivo individual con reparto anual del suelo, esto constituye, sin duda, un progreso suficiente; el paso de ese estadio a la plena propiedad privada del suelo, en ese breve intervalo y sin ninguna intervención extraña, supone sencillamente una imposibilidad. No leo, pues, en Tácito sino lo que dice en pocas palabras: Cambian –o reparten de nuevo– cada año la tierra cultivada, y además quedan bastantes tierras comunes. Esta es la etapa de la agricultura y de la apropiación del suelo que corresponde con exactitud a la gens contemporánea de los germanos.
Dejo sin cambiar nada el párrafo anterior, tal como se encuentra en las otras ediciones. En el intervalo, el asunto ha tomado otro sesgo. Desde que Kovalevski ha demostrado –véase pág. 44– la existencia muy difundida, dado que no sea general, de la comunidad doméstica patriarcal como estadio intermedio entre la familia comunista matriarcal y la familia individual moderna, ya no se plantea, como desde Maurer hasta Waitz, si la propiedad del suelo era común o privada; lo que hoy se plantea es qué forma tenía la propiedad colectiva. No cabe duda de que entre los suevos existía en tiempos de César, no sólo la propiedad colectiva, sino también el cultivo en común por cuenta común. Aún se discutirá por largo tiempo si la unidad económica era la gens, o la comunidad doméstica, o un grupo consanguíneo comunista intermedio entre ambas, o si existieron simultáneamente estos tres grupos, según las condiciones del suelo. Pero Kovalevski afirma que la situación descrita por Tácito no suponía la marca o la comunidad rural, sino la comunidad doméstica; sólo de esta última es de quien, a juicio suyo, había de salir, más adelante, a consecuencia del incremento de la población, la comunidad rural.
Según este punto de vista, los asentamientos de los germanos en el territorio ocupado por ellos en tiempo de los romanos, como en el que más adelante les quitaron a éstos, no consistían en poblaciones, sino en grandes comunidades familiares que comprendían muchas generaciones, cultivaban una extensión de terreno correspondiente al número de sus miembros y utilizaban con sus vecinos, como marca común, las tierras de alrededor que seguían incultas. Por tanto, el pasaje de Tácito relativo a los cambios del suelo cultivado debería tomarse de hecho en el sentido agronómico, en el sentido de que la comunidad roturaba cada año cierta extensión de tierra y dejaba en barbecho o hasta completamente baldías las tierras cultivadas el año anterior. Dada la poca densidad de la población, siempre había posesión del suelo. Y la comunidad sólo debió de disolverse siglos después, cuando el número de sus miembros tomó tal incremento, que ya no fue posible el trabajo común en las condiciones de producción de la época; los campos y los prados, hasta entonces comunes, debieron de dividirse del modo acostumbrado entre las familias individuales que iban formándose –al principio temporalmente y luego de una vez para siempre–, al paso que seguían siendo de aprovechamiento común los montes, las dehesas y las aguas.
Respecto a Rusia, parece plenamente demostrada por la historia esta marcha de la evolución. En lo concerniente a la Alemania, y en segundo término a los otros países germánicos, no cabe negar que esta hipótesis dilucida mejor los documentos y resuelve con más facilidad las dificultades que la adoptada hasta ahora y que hace remontar a Tácito la comunidad rural. Los documentos más antiguos, por ejemplo, el «Codex Laureshamensis» [6], se aplican mucho mejor por la comunidad de familias que por la comunidad rural o marca. Por otra parte, esta hipótesis promueve otras dificultades y nuevas cuestiones que será preciso resolver. Aquí sólo nuevas investigaciones pueden decidir; sin embargo, no puedo negar que como grado intermedio la comunidad familiar tiene también muchos visos de verosimilitud en lo relativo a Alemania, Escandinavia e Inglaterra.
Mientras que en la época de César apenas han llegado los germanos a tener residencias fijas y aun las buscan en parte, en tiempo de Tácito llevan ya un siglo entero establecidos; por tanto, no pueden ponerse en duda el progreso en la producción de medios de existencia. Viven en casas de troncos, su vestimenta es aún muy primitiva, propia de los habitantes de los bosques: un burdo manto de lana, pieles de animales, y para las mujeres y los notables, túnicas de lino. Su alimento se compone de leche, carne, frutas silvestres y, como añade Plinio, gachas de harina de avena –aún hoy plato nacional céltico en Irlanda y en Escocia–. Su riqueza consiste en ganados, pero de raza inferior: el ganado vacuno es pequeño, de mala estampa, sin cuernos; los caballos, pequeños ponys que corren mal. La moneda, exclusivamente romana, era escasa y de poco uso. No trabajaban el oro ni la plata ni los tenían en aprecio; el hierro era raro, y a lo menos en las tribus del Rin y del Danubio parece casi exclusivamente importado, pues no lo extraían ellos mismos. Los caracteres rúnicos –imitados de las letras griegas o latinas–, sólo se conocían como escritura secreta y se empleaban únicamente en la hechicería religiosa. Aún estaban en uso los sacrificios humanos. En resumen, eran un pueblo que apenas si acababa de pasar del estadio medio al estadio superior de la barbarie. Pero al paso que en las tribus limítrofes con los romanos la mayor facilidad para importar los productos de la industria romana impidió el desarrollo de una industria metalúrgica y textil propia, no cabe duda de que en el Nordeste, en las orillas del Mar Báltico, esa industria se formó. Las armas encontradas en los pantanos de Schleswig –una larga espada de hierro, una cota de malla, un casco de plata, etc.– con monedas romanas de fines del siglo II, y los objetos metálicos de fabricación germana difundidos por la emigración de los pueblos, presentan un tipo originalísimo de arte y son de una perfección nada común, incluso cuando imitan, en sus comienzos, originales romanos. La emigración al imperio romano civilizado puso término en todas partes a esta industria indígena, excepto en Inglaterra. Los broches de bronce, por ejemplo, nos muestran con qué uniformidad nacieron y se desarrollaron esas industrias. Los ejemplares hallados en Borgoña, en Rumanía, en las orillas del Mar de Azov, podrían haber salido del mismo taller que los broches ingleses y suecos, y, sin duda alguna, son también de origen germánico.
La constitución de los germanos corresponde igualmente al estadio superior de la barbarie. Según Tácito, en todas partes existía el consejo de los jefes –príncipes–, que decidía en los asuntos menos graves y preparaba los más importantes para presentarlos a la votación de la asamblea del pueblo. Esta última, en el estadio inferior de la barbarie –por lo menos entre los americanos, donde la encontramos–, sólo existe para la gens, pero todavía no para la tribu o la confederación de tribus. Los jefes –príncipes– se distinguen aún mucho de los caudillos militares –duces–, lo mismo que entre los iroqueses. Los primeros viven ya, en parte, de presentes honoríficos, que consisten en ganados, granos, etc., que les tributan los gentiles; casi siempre, como en América, se eligen en una misma familia. El paso al derecho paterno favorece la transformación progresiva de la elección en derecho por herencia, como en Grecia y en Roma, y por lo mismo la formación de una familia noble en cada gens. La mayor parte de esta antigua nobleza, llamada de tribu, desapareció con la emigración de los pueblos, o por lo menos poco tiempo después. Los jefes militares eran elegidos sin atender a su origen, únicamente según su capacidad. Tenían escaso poder y debían influir con el ejemplo. Tácito atribuye expresamente el poder disciplinario en el ejército a los sacerdotes. El verdadero poder pertenecía a la asamblea del pueblo. El rey o jefe de tribu preside; el pueblo decide que «no» con murmullos, y que «sí» con aclamaciones y haciendo ruido con las armas. La asamblea popular es también tribunal de justicia; aquí son presentadas las demandas y resueltas las querellas, aquí se dicta la pena de muerte, pero con ésta sólo se castigan la cobardía, la traición contra el pueblo y los vicios antinaturales. En las gens y en otras subdivisiones también la colectividad es la que hace justicia, bajo la presidencia del jefe; éste, como en toda la administración de justicia germana primitiva, no puede haber sido más que dirigente del proceso e interrogador. Desde un principio y en todas partes, la colectividad era el juez entre los germanos.
A partir de los tiempos de César, se habían formado confederaciones de tribus. En algunas había reyes. Lo mismo que entre los griegos y entre los romanos, el jefe militar supremo aspiraba ya a la tiranía, lográndola a veces. Aunque estos usurpadores afortunados no ejercían, ni mucho menos, el poder absoluto, comenzaron a romper las ligaduras de la gens. Al paso que en otros tiempos los esclavos manumitidos eran de una condición inferior, puesto que no podían pertenecer a ninguna gens, hubo junto a los nuevos reyes esclavos favoritos que a menudo llegaban a tener altos puestos, riquezas y honores. Lo mismo aconteció después de la conquista del imperio romano por los jefes militares, convertidos desde entonces en reyes de extensos países. Entre los francos, los esclavos y los libertos de los reyes representaron un gran papel, primero en la corte y luego en el Estado; de ellos descendió en gran parte la nueva nobleza.
Una institución favoreció el advenimiento de la monarquía: las mesnadas. Ya hemos visto entre los pieles rojas americanos cómo, paralelamente al régimen de la gens, se crean compañías particulares para guerrear por su propia cuenta y riesgo. Estas compañías particulares habían adquirido entre los germanos un carácter permanente. Un jefe guerrero famoso juntaba una banda de gente moza ávida de botín, obligada a tenerle fidelidad personal, como él a ella. El jefe se cuidaba de su sustento, les hacía regalos y los organizaba en determinada jerarquía; formaba una escolta y una tropa aguerrida para las expediciones pequeñas y un cuerpo de oficiales aguerridos para las mayores. Por débiles que deban de haber sido esas compañías, por débiles que hayan sido en realidad –por ejemplo, las de Odoacro en Italia–, constituían el germen de la ruina de la antigua libertad popular, cosa que pudo comprobarse durante la emigración de los pueblos y después de ella. Porque, en primer término, favorecieron el advenimiento del poder real y, en segundo lugar, como ya lo advirtió Tácito, no podían mantenerse en estado de cohesión sino por medio de continuas guerras y expediciones de rapiña, la cual se convirtió en un fin. Cuando el jefe de la compañía no tenía nada que hacer contra los vecinos, iba con sus tropas a otros pueblos donde hubiese guerra y posibilidades de saqueo; las fuerzas auxiliares de germanos que bajo las águilas romanas combatían contra los germanos mismos, se componían en parte de bandas de esta especie. Constituían el embrión de los futuros lansquenetes, vergüenza y maldición de los alemanes. Después de la conquista del imperio romano, estas mesnadas de los reyes, con los siervos y los criados de la corte romana, formaron el segundo elemento principal de la futura nobleza.
En general, las tribus alemanas reunidas en pueblos tienen, pues, la misma constitución que se desarrolló entre los griegos de la época heroica y entre los romanos del tiempo llamado de los reyes: asambleas del pueblo, consejo de los jefes de las gens, jefe militar supremo que aspira ya a un verdadero poder real. Esta era la constitución más perfecta que pudo producir la gens; era la constitución típica del estadio superior de la barbarie. El régimen gentilicio se acabó el día en que la sociedad salió de los límites dentro de los cuales era suficiente esa constitución. Este régimen quedó destruido, y el Estado ocupó su lugar.
Notas de la edición
[1] Bandos. (N. de la Red.).
[2] Durante los pocos días pasados en Irlanda he advertido de nuevo hasta qué extremo vive aún allí la población campesina con las ideas del tiempo de la gens. El propietario territorial, de quien es arrendatario el campesino, está considerado por éste como una especie de jefe de clan que debe administrar la tierra en beneficio de todos y a quien el aldeano paga un tributo en forma de arrendamiento, pero de quien también debe recibir auxilio y protección en caso de necesidad. Y de igual manera a todo irlandés de posición desahogada se le considera obligado a socorrer a sus vecinos más pobres en cuanto caen en la miseria. Estos socorros no son una limosna; constituyen lo que le corresponde de derecho al más pobre por parte de su compañero de clan más rico o de su jefe de clan. Compréndase los lamentos de los economistas y de los jurisconsultos acerca de la imposibilidad de inculcar al campesino irlandés la noción de la propiedad burguesa moderna. Una propiedad que sólo tiene derechos y no tiene deberes es algo que no cabe en la mente del irlandés. Pero también se comprende cómo los irlandeses, bruscamente trasplantados con estas cándidas ideas gentilicias a las grandes ciudades de Inglaterra o América, en medio de una población con ideas muy diferentes acerca de la moral y el Derecho acaban con facilidad por no comprender ya nada acerca del Derecho y la moral, pierden pie y, necesariamente, se desmoralizan en masa. (Nota de Engels para la 4ª edición.).
[3] Comunidad rural. (N. de la Red.)
[4] Los griegos no conocían más que por la mitología de la época heroica el carácter íntimo –proveniente de la era del matriarcado– del vínculo entre el tío materno y el sobrino, que se encuentra en cierto número de pueblos. Según Diodoro (IV, 34), Meleagro mata a los hijos de Testio, hermanos de su madre Altea. Esta ve en ese acto un crimen tan imperdonable, que maldice al matador –su propio hijo– y le desea la muerte. «Dícese que los dioses atendieron a sus imprecaciones y dieron fin con la vida de Meleagro». Según el mismo Diodoro (IV, 44) los argonautas tomaron tierra bajo el mando de Heracles en Tracia, y se encontraron allí con que Fineo, instigado por su nueva mujer, maltrataba odiosamente a los dos hijos habidos de su esposa repudiada, la Boreada Cleopatra. Pero entre los argonautas había también dos boreadas, hermanos de Cleopatra, y por consiguiente, hermanos de la madre de las víctimas. Intervinieron inmediatamente en favor de sus sobrinos, los libertaron y quitaron la vida a sus guardianes. (Nota de Engels.)
[5] G. L. Maurer. «Geschichte der Städteverfassung in Deutschland». Bd. I-IV. Erlangen 1869-71. (N. de la Red.).
La anterior nota corresponde a la redacción de la edición española impresa por AKAL de referencia: Marx/Engels: Obras escogidas. II. AKAL74. Por supuesto, en caso de futuras ediciones propias hay que tener en cuenta la variable de formato de edición y colocar la correcta página. (Nota del mecanógrafo para Biblioteca Virtual Espartaco).
[6] «Codex Laureshamensis»: registro de tierras de la ciudad de Lorch. (N. de la Red.)». (Friedrich Engels; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, 1884)
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