De izquierda
a derecha: Daniel Ortega, Felipe González y Fidel Castro en 1984.
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«Con el ascenso al poder de Violeta Barrios Torres, candidata de la Unión Nacional Opositora (UNO), a inicio de los 90 y con los logros progresistas del periodo 1979-1990 fundamentalmente en materia de salud y educación en proceso de ser revertidos, el pueblo nicaragüense se lanza a las calles para tratar de defender esos logros de la envestida privatizadora neoliberal, pero se encuentra sin dirigentes en medio de un clima que presagia una guerra civil.
Vale expresar que tanto los revisionistas Partido Socialista de Nicaragua (PSN) y su escisión, el Partido Comunista de Nicaragua (PCN), formaban parte del bloque que había arrebatado el poder al FSLN vía electoral; recordemos además que la UNO era un frente de 14 organización políticas; y ni aún así ha habido desarrollos ideológicos encaminados a revelar el carácter antimarxista de estas organización, por otro lado es comprensible, pues para el FSLN desenmascarar a estos grupos de traidores ante la clase obrera supone auto-desenmascararse como organización burguesa y traidora a las luchas del pueblo nicaragüense; y por otro lado, no hacerlo le beneficia enormemente en su propósito de mantener envilecidas a las masas según los intereses de clase de la dirigencia.
En este periodo parecía que los dirigentes del FSLN, en su mayoría, habían abandonado a la militancia, y daba la impresión de que solo Daniel Ortega se queda a dirigirlos «visiblemente». Mucho se ha dicho a efectos de la propaganda, y por mucho tiempo nosotros mismos creímos que tras la derrota electoral de 1990 hubo una desbandada de dirigentes, pero observando detenidamente los hechos, hemos concluido que aquello no ocurrió de esa manera, sencillamente debido a la «sobreexposición» de Daniel Ortega, fruto de la creación artificial de su «liderazgo en solitario», los demás comandantes y dirigentes quedarían eclipsados. Veamos lo que refiere Wheelock.
«No es cierto que la Dirección Nacional «haya desaparecido» cuando perdimos el gobierno. Esa afirmación parece un intento fallido de Tomás para forzar la conclusión de que tras la derrota electoral los miembros de la Dirección que a él le interesa menoscabar salieron corriendo. La verdad es otra. Con la derrota electoral la Dirección Nacional cerró filas al frente de la coyuntura peligrosa y delicada que sacaba al FSLN del gobierno sin que las fuerzas de la contrarrevolución hubieran cumplido con el acuerdo de desmovilizarse. A partir del 25 de febrero de 1990, yo mismo, como miembro de la Dirección y del gobierno, fui delegado junto con los Generales Humberto Ortega y Joaquín Cuadra para negociar con los representantes de Doña Violeta Chamorro el protocolo de transición que sentó las bases políticas para la paz y estabilidad de la república. El seguimiento a esos acuerdos nos llevó cerca de cuatro años. La Dirección Nacional histórica fue además ratificada por unanimidad por el Congreso del FSLN que se celebró unos meses después de la derrota electoral. Es hasta el Congreso de 1994 –cuatro años después–, que la Dirección Nacional es modificada y sustituida en medio de una contienda entre corrientes políticas que dividió al FSLN y a los antiguos miembros de la Dirección Nacional. No hubo tampoco, como afirma Borge «una deserción natural» de miembros de la Dirección Nacional, sino diferencias políticas y pugnas que nos distanciaron». (Jaime Wheelock Román; El Nuevo Diario: Contestación de Jaime Wheelock al Embajador Tomás Borge, 5 de mayo de 2008)
Es ese hecho, la «sobreexposición», el que termina de catapultar la figura de Ortega y lo convierte en el líder indiscutible del FSLN a partir de entonces, es decir, aunque si bien la figura de líder de Ortega se inició a construir mediante propaganda desde aproximadamente 1983 con vista a la vuelta al sistema democrático burgués y los procesos electorales, este liderazgo no logró consolidarse sino hasta que emerge como «líder máximo» a principio de los 90, y el mismo solo fue posible cuando individualmente pudo sobresalir frente a los otros ocho comandantes de la Dirección Nacional, lo que fue decididamente favorecido por la vacilación mostrada por «los otros ocho» comandantes. En ese escenario Daniel Ortega, como líder máximo del FSLN y del mayor partido de la oposición, rápidamente llamó con insistencia a la paz y a la reconciliación, a la aceptación de los resultados electorales de 1990, al respeto de la democracia burguesa que estaba envistiendo al pueblo, propuso el gobierno desde abajo –una suerte de oposición ejercida sobre el ejecutivo desde la Asamblea Nacional acompañada de presión en las calles pero dentro de los límites proporcionados por el sistema creado a la luz de la revolución de 1979–; pero nunca exigió ninguna garantía para que los pocos logros de la Revolución Sandinista de 1979 en materia social –los únicos cuantificables– supervivieran. Es decir, al contrario de lo que la mayoría piensa, el verdadero salvador de la democracia burguesa, en tanto del neoliberalismo en Nicaragua, es Daniel Ortega. Esa su intervención directa posibilitó que se redujeran las condiciones objetivas y subjetivas para un nuevo proceso revolucionario, en el que como siempre, se adoleció nuevamente de una verdadera vanguardia marxista-leninista que pudiera materializar tal momento.
Desde que se pierden las elecciones hasta 1995 los conflictos internos del FSLN se van sucediendo. Si bien en los 80 dentro del eclecticismo y fraccionalismo aparecía una aparente uniformidad ideológica al menos sobre la dirección del FSLN, eso en los 90 salta por los aires y nuevamente se suceden varios discursos que llevan a la formación de nuevas y abiertas fracciones dentro del partido; por un lado los «ramiristas» que defienden abiertamente la funcionalidad de un partido abiertamente socialdemócrata operando bajo la democracia burguesa liderados por Sergio Ramírez Mercado, y del otro los denominados «orteguistas», dirigidos por Daniel Ortega Saavedra, con idéntico propósito socialdemócrata para el partido como organización de masas pero manteniendo el discurso, la fraseología y la apariencia revolucionaria. Visto en perspectiva y comprendiendo que en esencia ambos grupos defendían los mismo lineamentos; podemos concluir que lo que se desarrolló verdaderamente fue una lucha fratricida burguesa por el poder del partido y lo que este representaba, de esta saldría vencedor Daniel Ortega; por un lado apoyándose en la lealtad al máximo dirigente –algo en lo que se había trabajado durante las últimas décadas–, por el otro en el liderazgo en progresión conseguido al frente del descontento espontaneo de la calle, que además le permitirá hegemonizar absolutamente a la organización y así poder enfrentar a cuestionamientos y adversario salido de las propias filas durante la década siguiente, el caso de Herty Lewites es el mejor ejemplo. En cualquier caso, siempre se trataría de la lucha intestina de dos expresiones de la burguesía dentro de la dirigencia.
Con la vuelta al poder en el 2006 –tras 16 años de oposición– todos los cuestionamientos se disipan y queda restablecido el absoluto liderazgo de Daniel Ortega». (Equipo de Bitácora (M-L); ¿Qué fue de la «Revolución Popular Sandinista»?: Un análisis de la historia del FSLN y sus procesos, 19 de julio del 2015)
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