martes, 23 de abril de 2024

Engels y Kovaliov: ¿cuáles fueron las causas de la caída del Imperio romano de Occidente?

La siguiente publicación corresponde a una serie de textos que explican tanto la caída del Imperio romano de Occidente como también el tránsito del sistema de producción esclavista al feudal. El orden de publicación será en orden cronológico: a) el primer texto corresponde a Friedrich Engels y su obra «El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado» (1884); b) el segundo corresponde a Serguéi Kovaliov y un extracto de su obra «Historia de Roma» (1948); c) y el tercero corresponde de nuevo a Kovaliov y su artículo «El vuelco social del siglo III al V en el Imperio romano de Occidente» (1954), donde aclara y amplía algunas cuestiones de su anterior investigación.

Engels sobre los motivos de la caída del Imperio Romano y sus consecuencias

«Antes estuvimos junto a la cuna de la antigua civilización griega y romana. Ahora estamos junto a su sepulcro. La garlopa niveladora de la dominación mundial de los romanos había pasado durante siglos por todos los países de la cuenca del Mediterráneo. En todas partes donde el idioma griego no ofreció resistencia, las lenguas nacionales tuvieron que ir cediendo el paso a un latín corrupto; desaparecieron las diferencias nacionales, y ya no había galos, íberos, ligures, nórdicos; todos se habían convertido en romanos. La administración y el Derecho romanos habían disuelto en todas partes las antiguas uniones gentilicias y, a la vez, los últimos restos de independencia local o nacional. La flamante ciudadanía romana conferida a todos, no ofrecía compensación; no expresaba ninguna nacionalidad, sino que indicaba tan sólo la carencia de nacionalidad. Existían en todas partes elementos de nuevas naciones; los dialectos latinos de las diversas provincias fueron diferenciándose cada vez más; las fronteras naturales que habían determinado la existencia como territorios independientes de Italia, las Galias, España y África, subsistían y se hacían sentir aún. Pero en ninguna parte existía la fuerza necesaria para formar con esos elementos naciones nuevas; en ninguna parte existía la menor huella de capacidad para desarrollarse, de energía para resistir, sin hablar ya de fuerzas creadoras. La enorme masa humana de aquel inmenso territorio, no tenía más vínculo para mantenerse unida que el Estado romano, y éste había llegado a ser con el tiempo su peor enemigo y su más cruel opresor. Las provincias habían arruinado a Roma; la misma Roma se había convertido en una ciudad de provincia como las demás, privilegiada, pero ya no soberana; no era ni punto céntrico del imperio universal ni sede siquiera de los emperadores y gobernantes, pues éstos residían en Constantinopla, en Tréveris, en Milán. El Estado romano se había vuelto una máquina gigantesca y complicada, con el exclusivo fin de explotar a los súbditos. Impuestos, prestaciones personales al Estado y censos de todas clases sumían a la masa de la población en una pobreza cada vez más angustiosa. Las exacciones de los gobernantes, los recaudadores y los soldados reforzaban la opresión, haciéndola insoportable. He aquí a qué situación había llevado el dominio del Estado romano sobre el mundo: basaba su derecho a la existencia en el mantenimiento del orden en el interior y en la protección contra los bárbaros en el exterior; pero su orden era más perjudicial que el peor desorden, y los bárbaros contra los cuales pretendía proteger a los ciudadanos eran esperados por éstos como salvadores.

No era menos desesperada la situación social. En los últimos tiempos de la república, la dominación romana reducíase ya a una explotación sin escrúpulos de las provincias conquistadas; el imperio, lejos de suprimir aquella explotación, la formalizó legislativamente. Conforme iba declinando el imperio, más aumentaban los impuestos y prestaciones, mayor era la desvergüenza con que saqueaban y estrujaban los funcionarios. El comercio y la industria no habían sido nunca ocupaciones de los romanos, dominadores de pueblos; en la usura fue donde superaron a todo cuanto hubo antes y después de ellos. El comercio que encontraron y que había podido conservarse por cierto tiempo, pereció por las exacciones de los funcionarios; y si algo quedó en pie, fue en la parte griega, oriental, del imperio, de la que no vamos a ocuparnos en el presente trabajo. Empobrecimiento general; retroceso del comercio, de los oficios manuales y del arte; disminución de la población; decadencia de las ciudades; descenso de la agricultura a un grado inferior; tales fueron los últimos resultados de la dominación romana universal.

La agricultura, la más importante rama de la producción en todo el mundo antiguo, lo era ahora más que nunca. Los inmensos dominios −«latifundia»− que desde el fin de la república ocupaban casi todo el territorio en Italia, habían sido explotados de dos maneras: o en pastos, allí donde la población había sido remplazada por ganado lanar o vacuno, cuyo cuidado no exigía sino un pequeño número de esclavos, o en villas, donde masas de esclavos se dedicaban a la horticultura en gran escala, en parte para satisfacer el afán de lujo de los propietarios, en parte para proveer de víveres a los mercados de las ciudades. Los grandes pastos habían sido conservados y hasta extendidos; las villas y su horticultura se habían arruinado por efecto del empobrecimiento de sus propietarios y de la decadencia de las ciudades. La explotación de los latifundios, basada en el trabajo de los esclavos, ya no producía beneficios, pero en aquella época era la única forma posible de la agricultura en gran escala. El cultivo en pequeñas haciendas había llegado a ser de nuevo la única forma remuneradora. Una tras otra fueron divididas las villas en pequeñas parcelas y entregadas éstas a arrendatarios hereditarios, que pagaban cierta cantidad en dinero, o a aparceros, más administradores que arrendatarios, que recibían por su trabajo la sexta e incluso la novena parte del producto anual. Pero de preferencia se entregaban estas pequeñas parcelas a colonos que pagaban en cambio una retribución anual fija; estos colonos estaban sujetos a la tierra y podían ser vendidos con sus parcelas; no eran esclavos, hablando propiamente, pero tampoco eran libres; no podían casarse con mujeres libres, y sus uniones entre sí no se consideraban como matrimonios válidos, sino como un simple concubinato, por el estilo del matrimonio entre esclavos. Fueron los precursores de los siervos de la Edad Media.

Había pasado el tiempo de la antigua esclavitud. Ni en el campo, en la agricultura en gran escala, ni en las manufacturas urbanas, daba ya ningún provecho que mereciese la pena; había desaparecido el mercado para sus productos. La agricultura en pequeñas haciendas y la pequeña industria a que se veía reducida la gigantesca producción esclavista de los tiempos del imperio, no tenían dónde emplear numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban lugar sino los esclavos domésticos y de lujo de los ricos. Pero la agonizante esclavitud aún era suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de esclavos e indigna de un romano libre, y entonces lo era cada cual. Así, vemos, por una parte, el aumento creciente de las manumisiones de esclavos superfluos, convertidos en una carga; y, por otra parte, el aumento de los colonos y los libres depauperados −análogos a los «poor whites» de los antiguos Estados esclavistas de Norteamérica−. El cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver con la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos coexistió con la esclavitud en el Imperio romano y más adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos de los cristianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en el Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros. La esclavitud ya no producía más de lo que costaba, y por eso acabó por desaparecer. Pero, al morir, dejó detrás de sí su aguijón venenoso bajo la forma de proscripción del trabajo productivo para los hombres libres. Tal es el callejón sin salida en el cual se encontraba el mundo romano: la esclavitud era económicamente imposible, y el trabajo de los hombres libres estaba moralmente proscrito. La primera no podía ya y el segundo no podía aún ser la forma básica de la producción social. La única salida posible era una revolución radical.

La situación no era mejor en las provincias. Las más amplias noticias que poseemos se refieren a las Galias. Allí, junto a los colonos, aún había pequeños agricultores libres. Para estar a salvo contra las violencias de los funcionarios, de los magistrados y de los usureros, se ponían a menudo bajo la protección, bajo el patronato de un poderoso; y no fueron sólo campesinos aislados quienes tomaron esta precaución, sino comunidades enteras, de tal suerte que en el siglo IV los emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia decretos prohibiendo esta práctica. Pero, ¿de qué servía a los que buscaban protección? El señor les imponía la condición de que le transfiriesen el derecho de propiedad de sus tierras y en compensación les aseguraba el usufructo vitalicio de las mismas. La Santa Iglesia recogió e imitó celosamente esta artimaña en los siglos IX y X para agrandar el reino de Dios y sus propios bienes terrenales. Verdad es que por aquella época, hacia el año 475, Salviano, obispo de Marsella, indignábase aún contra semejante robo y relataba que la opresión de los funcionarios romanos y de los grandes señores territoriales había llegado a ser tan cruel, que muchos «romanos» huían a las regiones ocupadas ya por los bárbaros, y los ciudadanos romanos establecidos en ellas nada temían tanto como volver a caer bajo la dominación romana. El que por entonces muchos padres vendían como esclavos a sus hijos a causa de la miseria, lo prueba una ley promulgada contra esta práctica.

Por haber librado a los romanos de su propio Estado, los bárbaros germanos se apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron. El reparto se efectuó según el orden establecido en la gens; como los conquistadores eran relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas extensiones, parte de ellas en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y gens. En cada gens, los campos y prados dividiéronse en partes iguales, a suertes, entre todos los hogares. No sabemos si posteriormente se hicieron nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre pronto se perdió en las provincias romanas, y las parcelas individuales se hicieron propiedad privada alienable, alodios. Los bosques y los pastos permanecieron indivisos para su uso colectivo; este uso, lo mismo que el modo de cultivar la tierra repartida, se regulaba según la antigua costumbre y por acuerdo de la colectividad. Cuanto más tiempo llevaba establecida la gens en su poblado, más iban confundiéndose germanos y romanos y borrándose el carácter familiar de la asociación ante su carácter territorial. La gens desapareció en la marca, donde, sin embargo, se encuentran bastante a menudo huellas visibles del parentesco original de sus miembros. De esta manera, la organización gentilicia se transformó insensiblemente en una organización territorial y se puso en condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos en los países donde se sostuvo la marca −Norte de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia−. No obstante, mantuvo el carácter democrático original propio de toda la organización gentilicia, y así salvó −incluso en el período de su degeneración forzada− una parte de la constitución gentilicia, y con ella un arma en manos de los oprimidos que se ha conservado hasta los tiempos modernos.

Si el vínculo consanguíneo se perdió con rapidez en la gens, se debió a que sus organismos en la tribu y en el pueblo degeneraron por efecto de la conquista. Sabemos que la dominación de los subyugados es incompatible con el régimen de la gens, y aquí lo vemos en gran escala. Los pueblos germanos, dueños de las provincias romanas, tenían que organizar su conquista. Pero no se podía absorber a las masas romanas en las corporaciones gentilicias, ni dominar a las primeras por medio de las segundas. A la cabeza de los cuerpos locales de la administración romana, conservados al principio en gran parte, era preciso colocar, en sustitución del Estado romano, otro «Poder», y éste no podía ser sino otro Estado. Así, pues, los representantes de la gens tenían que transformarse en representantes del Estado, y con suma rapidez, bajo la presión de las circunstancias. Pero el representante más propio del pueblo conquistador era el jefe militar. La seguridad interior y exterior del territorio conquistado requería que se reforzase el mando militar. Había llegado la hora de transformar el mando militar en monarquía, y se transformó.

Veamos el imperio de los francos. En él correspondió a los salios victoriosos la posesión absoluta no sólo de los vastos dominios del Estado romano, sino también de todos los demás inmensos territorios no distribuidos aún entre las grandes y pequeñas comunidades regionales y de las marcas, y principalmente la de todas las extensísimas superficies pobladas de bosques. Lo primero que hizo el rey franco, al convertirse de simple jefe militar supremo en un verdadero príncipe, fue transformar esas propiedades del pueblo en dominios reales, robarlas al pueblo y donarlas o concederlas en feudo a las personas de su séquito. Este séquito, formado primitivamente por su guardia militar personal y por el resto de los mandos subalternos, no tardó en verse reforzado no sólo con romanos −es decir, con galos romanizados−, que muy pronto se hicieron indispensables por su educación y su conocimiento de la escritura y del latín vulgar y literario, así como del Derecho del país, sino también con esclavos, siervos y libertos, que constituían su corte y entre los cuales elegía sus favoritos. A la más de esta gente se les donó al principio lotes de tierra del pueblo; más tarde se les concedieron bajo la forma de beneficios, otorgados la mayoría de las veces, en los primeros tiempos, mientras viviese el rey. Así se sentó la base de una nobleza nueva a expensas del pueblo.

Pero esto no fue todo. Debido a sus vastas dimensiones, no se podía gobernar el nuevo Estado con los medios de la antigua constitución gentilicia; el consejo de los jefes, cuando no había desaparecido hacía mucho, no podía reunirse, y no tardó en verse remplazado por los que rodeaban de continuo al rey; se conservó por pura fórmula la antigua asamblea del pueblo, pero convertida cada vez más en una simple reunión de los mandos subalternos del ejército y de la nueva nobleza naciente. Los campesinos libres propietarios del suelo, que eran la masa del pueblo franco, quedaron exhaustos y arruinados por las eternas guerras civiles y de conquista −por estas últimas, sobre todo, bajo Carlomagno− tan completamente, como antaño les había sucedido a los campesinos romanos en los postreros tiempos de la república. Estos campesinos, que originariamente formaron todo el ejército y que constituían su núcleo después de la conquista de Francia, habían empobrecido hasta tal extremo a comienzos del siglo IX, que apenas uno por cada cinco disponía de los pertrechos necesarios para ir a la guerra. En lugar del ejército de campesinos libres llamados a filas por el rey, surgió un ejército compuesto por los vasallos de la nueva nobleza. Entre esos servidores había siervos, descendientes de aquéllos que en otro tiempo no habían conocido ningún señor sino el rey, y que en una época aún más remota no conocían a señor ninguno, ni siquiera a un rey. Bajo los sucesores de Carlomagno, completaron la ruina de los campesinos francos las guerras intestinas, la debilidad del poder real, las correspondientes usurpaciones de los magnates −a quienes vinieron a agregarse los condes de las comarcas instituidos por Carlomagno, que aspiraban a hacer hereditarias sus funciones− y, por último, las incursiones de los normandos. Cincuenta años después de la muerte de Carlomagno, yacía el imperio de los francos tan incapaz de resistencia a los pies de los normandos, como cuatro siglos antes el Imperio romano a los pies de los francos.

Y no sólo había la misma impotencia frente al exterior, sino casi el mismo orden, o más bien desorden social en el interior. Los campesinos francos libres se vieron en una situación análoga a la de sus predecesores, los colonos romanos. Arruinados por las guerras y por los saqueos, habían tenido que colocarse bajo la protección de la nueva nobleza naciente o de la iglesia, siendo harto débil el poder real para protegerlos; pero esa protección les costaba cara. Como en otros tiempos los campesinos galos, tuvieron que transferir la propiedad de sus tierras, poniéndolas a nombre del señor feudal, su patrono, de quien volvían a recibirlas en arriendo bajo formas diversas y variables, pero nunca de otro modo sino a cambio de prestar servicios y de pagar un censo; reducidos a esta forma de dependencia, perdieron poco a poco su libertad individual, y al cabo de pocas generaciones, la mayor parte de ellos eran ya siervos. La rapidez con que desapareció la capa de los campesinos libres la evidencia el libro catastral −compuesto por Irminón− de la abadía de Saint-Germain-des-Prés, en otros tiempos próxima a París y en la actualidad dentro del casco de la ciudad. En los extensos campos de la abadía, diseminados en el contorno, había entonces, por los tiempos de Carlomagno, 2.788 hogares, compuestos casi exclusivamente por francos con apellidos alemanes. Entre ellos contábanse 2.080 colonos, 35 lites, 220 esclavos, ¡y nada más que ocho campesinos libres! La práctica declarada impía por el obispo Salviano, y en virtud de la cual el patrón hacía que le fuera transferida la propiedad de las tierras del campesino y sólo permitía a éste el usufructo vitalicio de ellas, la empleaba ya entonces de una manera general la Iglesia con respecto a los campesinos. Las prestaciones personales, que iban generalizándose cada vez más, habían tenido su modelo tanto en las «angariae» romanas, cargas en pro del Estado, como en las prestaciones personales impuestas a los miembros de las marcas germanas para construir puentes y caminos y para otros trabajos de utilidad común. Así, pues, parecía como si al cabo de cuatro siglos la masa de la población hubiese vuelto a su punto de partida.

Pero esto no probaba sino dos cosas: en primer lugar, que la diferenciación social y la distribución de la propiedad en el Imperio romano agonizante habían correspondido enteramente al grado de producción contemporánea en la agricultura y la industria, siendo, por consiguiente, inevitables; en segundo lugar, que el estado de la producción no había experimentado ningún ascenso ni descenso esenciales en los cuatrocientos años siguientes y, por ello, había producido necesariamente la misma distribución de la propiedad y las mismas clases de la población. En los últimos siglos del Imperio romano, la ciudad había perdido su dominio sobre el campo y no lo había recobrado en los primeros siglos de la dominación germana. Esto presupone un bajo grado de desarrollo de la agricultura y de la industria. Tal situación general produce por necesidad grandes terratenientes dotados de poder y pequeños campesinos dependientes. Las inmensas experiencias hechas por Carlomagno con sus famosas villas imperiales, desaparecidas sin dejar casi huellas, prueban cuán imposible era injertar en semejante sociedad la economía latifúndica romana con esclavos o el nuevo cultivo en gran escala por medio de prestaciones personales. Estas experiencias sólo las continuaron los conventos, y no fueron productivas más que para ellos, pero los conventos eran corporaciones sociales de carácter anormal, basadas en el celibato. Es cierto que podían realizar cosas excepcionales, pero, por lo mismo, tenían que seguir siendo excepciones.

Y, sin embargo, durante esos cuatrocientos años se habían hecho progresos. Si al expirar estos cuatro siglos encontramos casi las mismas clases principales que al principio, el hecho es que los hombres que formaban estas clases habían cambiado. La antigua esclavitud había desaparecido, y habían desaparecido también los libres depauperados que menospreciaban el trabajo por estimarlo una ocupación propia de esclavos. Entre el colono romano y el nuevo siervo había vivido el libre campesino franco. El «recuerdo inútil y la lucha vana» del romanismo agonizante estaban muertos y enterrados. Las clases sociales del siglo IX no se habían formado con la decadencia de una civilización agonizante, sino entre los dolores de parto de una civilización nueva. La nueva generación, lo mismo señores que siervos, era una generación de hombres, si se compara con sus predecesores romanos. Las relaciones entre los poderosos terratenientes y los campesinos que de ellos dependían, relaciones que habían sido para los romanos la forma de ruina irremediable del mundo antiguo, fueron para la generación nueva el punto de partida de un nuevo desarrollo. Y además, por estériles que parezcan esos cuatrocientos años, no por eso dejaron de producir un gran resultado: las nacionalidades modernas, la refundición y la diferenciación de la humanidad en la Europa occidental para la historia futura. Los germanos habían, en efecto, revivificado a Europa y por eso la destrucción de los Estados en el período germánico no llevó al avasallamiento por normandos y sarracenos, sino a la evolución de los beneficios y del patronato −encomienda− hacia el feudalismo y a un incremento tan intenso de la población, que dos siglos después pudieron soportarse sin gran daño las fuertes sangrías de las cruzadas.

Pero, ¿qué misterioso sortilegio era el que permitió a los germanos infundir una fuerza vital nueva a la Europa agonizante? ¿Era un poder milagroso e innato a la raza germana, como nos cuentan nuestros historiadores patrioteros? De ninguna manera. Los germanos, sobre todo en aquella época, eran una tribu aria muy favorecida por la naturaleza y en pleno proceso de desarrollo vigoroso. Pero no son sus cualidades nacionales específicas las que rejuvenecieron a Europa, sino, sencillamente, su barbarie, su constitución gentilicia.

Su capacidad y su valentía personales, su espíritu de libertad y su instinto democrático, que veía un asunto propio en los negocios públicos, en una palabra, todas las cualidades que los romanos habían perdido y únicas capaces de formar, del cieno del mundo romano, nuevos Estados y nuevas nacionalidades, ¿qué era sino los rasgos característicos de los bárbaros del estadio superior de la barbarie, los frutos de su constitución gentilicia?

Si transformaron la forma antigua de la monogamia, suavizaron la autoridad del hombre en la familia y dieron a la mujer una situación más elevada de la que nunca antes había conocido el mundo clásico, ¿qué les hizo capaces de eso sino su barbarie, sus hábitos de gentiles, las supervivencias, vivas en ellos, de los tiempos del derecho materno?

Si −por lo menos en los tres países principales, Alemania, el Norte de Francia e Inglaterra− salvaron una parte del régimen genuino de la gens, transplantándola al Estado feudal bajo la forma de marcas, dando así a la oprimida clase de los campesinos, hasta bajo la más cruel servidumbre de la Edad Media, una cohesión local y una fuerza de resistencia que no tuvieron a su disposición los esclavos de la antigüedad y no tiene el proletariado moderno, ¿a qué se debe sino a su barbarie, a su sistema exclusivamente bárbaro de colonización por gens?

Y, por último, si desarrollaron y pudieron hacer exclusiva la forma de servidumbre mitigada que habían empleado ya en su país natal y que fue sustituyendo cada vez más a la esclavitud en el Imperio romano, forma que, como Fourier ha sido el primero en evidenciarlo, ofrece a los oprimidos medios para emanciparse gradualmente como clase, superando así con mucho a la esclavitud, con la cual era sólo posible la manumisión inmediata y sin transiciones del individuo −la antigüedad no presenta ningún ejemplo de supresión de la esclavitud por una rebelión victoriosa−, al paso que los siervos de la Edad Media llegaron poco a poco a conseguir su emancipación como clase, ¿a qué se debe esto sino a su barbarie, gracias a la cual no habían llegado aún a una esclavitud completa, ni a la antigua esclavitud del trabajo ni a la esclavitud doméstica oriental?

Toda la fuerza y la vitalidad que los germanos aportaron al mundo romano, era barbarie. En efecto, sólo bárbaros eran capaces de rejuvenecer un mundo senil que sufría una civilización moribunda. Y el estadio superior de la barbarie, al cual se elevaron y en el cual vivieron los germanos antes de la emigración de los pueblos, era precisamente el más favorable para ese proceso. Esto lo explica todo». (Friedrich Engels; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, 1884)

Kovaliov sobre la decadencia del Imperio romano y la transformación del régimen de servidumbre feudal 

«En los siglos IV y V la evolución social del Imperio mantuvo la misma dirección que había tomado ya mucho tiempo antes. En la segunda mitad del siglo IV se había venido formando definitivamente un sistema original de relaciones fundado sobre la economía cerrada natural y sobre la servidumbre, característico de la época final del Imperio. La decadencia del comercio [1] encontró su expresión incluso en todas las formas de pago al Estado o por parte de éste: los tributos, los sueldos, etc., fueron pagados en especie. Empleados y soldados recibían sus haberes bajo la forma de productos, vestidos, muebles. Se trataba de mercaderías provenientes de los almacenes estatales, que a su vez se abastecían con lo que le traían los contribuyentes en concepto de tributos. Sólo los militares y los funcionarios de grado más elevado recibían parte de sus estipendios en dinero.

El comercio se contrajo hasta tal punto que no iba más allá de los límites del mercado urbano local. Las ciudades asumieron un aspecto totalmente distinto del que antes tenían: se empezaron a parecer más a fortalezas que a centros comerciales e industriales; el área ocupada se redujo, el número de plazas disminuyó, sólidos muros surgieron para la defensa, etc. El centro de gravedad de la vida económica del Imperio pasó por completo a la aldea.

En el campo de las relaciones agrarias triunfó definitivamente la colonia. En el curso de los siglos IV y V el vínculo entre colonos y tierra, que de hecho existía ya antes, tomó forma jurídica con una serie de edictos imperiales que gradualmente fueron quitando a los colonos la libertad de trasladarse, transformándolos en verdaderos siervos de la gleba. Una de las causas más importantes que indujeron al gobierno romano a unir a los colonos a la tierra fue la extrema movilidad de la población. La situación de los estratos medios y bajos de las ciudades y de las aldeas era en efecto tan difícil que todos estaban dispuestos a huir a cualquier lado con tal de sustraerse a los impuestos, a la voracidad de los funcionarios y a las deudas. Y los fugitivos afluían sobre todo a los territorios de los bárbaros. Un escritor romano del siglo V nos ha dejado un vívido cuadro de este fenómeno:

«Y mientras los pobres, las viudas y los huérfanos, despojados y oprimidos, habían llegado a tal extremo de desesperación que muchos aun perteneciendo a familias conocidas y habiendo recibido una buena educación se veían obligados a buscar refugio entre los enemigos del pueblo romano para no ser víctimas de persecuciones injustas. Iban a los bárbaros en busca de la humanidad romana, porque no podían soportar entre los romanos la inhumanidad bárbara. Aunque eran extraños, por costumbres, por idioma, a los bárbaros, entre quienes se refugiaban, aunque les chocaba su bajo nivel de vida, a pesar de todo les resultaba más fácil acostumbrarse a las costumbres bárbaras que soportar la injusta crueldad de los romanos. Se ponían al servicio de los godos o de los bagaudos y no se arrepentían, pues preferían vivir libremente con el nombre de esclavos antes que ser esclavos manteniendo sólo el nombre de libre». (Salviano de Marsella; El gobierno de Dios, 439)

Pero no siempre era posible huir a las poblaciones bárbaras. Muchos se escondían en el territorio de los propietarios ricos. Para que esto resulte comprensible hay que formarse una clara idea de lo que era, en el siglo IV, la gran propiedad agraria, totalmente distinta del antiguo latifundio esclavista. En el siglo IV la propiedad se había trasformado en algo casi independiente, no sólo desde el punto de vista económico, sino también desde el político. El propietario era un pequeño soberano que reinaba sobre sus colonos y esclavos. Vivía en una residencia resguardada por muros fortificados, protegido por todo un ejército de siervos armados, sin preocuparse casi por el poder central y en absoluto por la política fiscal del mismo. Como quiera que fuese, no estaba en sus intereses permitir que los funcionarios imperiales arruinaran a sus colonos. He aquí por qué recaudar los impuestos de la población de las grandes propiedades era una tarea que distaba mucho de ser fácil. Es natural, entonces, que los colonos abandonaran a los pequeños y medios propietarios para trasladarse a las tierras de los grandes, donde tenían la posibilidad de encontrar una cierta defensa contra los agentes del gobierno.

La movilidad de la población trastornaba todo el sistema fiscal del Imperio. Habiendo pasado la economía al sistema de los cambios en especie, se hacía necesario calcular cuidadosamente cada unidad contribuyente. Cada persona debía permanecer inamovible en su sitio y pagar todo lo que se le imponía. Por esta razón los colonos fueron atados a la tierra; los artesanos, obligados a pagar impuestos sobre los productos de su trabajo, vinculados a sus corporaciones; las profesiones se volvieron hereditarias, quedando obligado el hijo a desempeñar el mismo trabajo que el padre.

Por culpa del empobrecimiento de la población y de la decadencia del comercio, también el artesano entró en decadencia. El gobierno no estaba en condiciones de satisfacer todos sus requerimientos con productos del artesanado, tanto para el abastecimiento de las tropas como para el de la burocracia. Se vio pues obligado a organizar talleres estatales donde trabajaban artesanos y esclavos, vinculados a ellos, en condiciones casi iguales: catalogados y sometidos a los mismos castigos corporales.

Las relaciones de servidumbre se difundieron en casi todos los aspectos de la actividad: en el comercio, en el servicio militar –el oficio de colono en las zonas de frontera se volvió hereditario–, en el servicio municipal, etc. Si bien Diocleciano y Constantino habían podido postergar por algunas décadas la disgregación definitiva del Imperio, sólo lo pudieron hacer sofocando el movimiento revolucionario y presionando a todas las fuerzas productivas del Imperio. La servidumbre del siglo IV era la expresión de este colosal esfuerzo provocado por la reacción política y de la total destrucción de los antiguos vínculos económicos de la sociedad esclavista. Pero se trataba del último esfuerzo. La situación interior y exterior del Imperio había llegado en el siglo IV a un grado de tensión tal, que era inevitable un nuevo estallido. Véase la obra de Engels: «El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado» (1884).

(...)

A fines del siglo IV estalló una nueva crisis revolucionaria sobre una base más amplia que las anteriores. Se adhirieron al nuevo movimiento masas cada vez más numerosas de colonos, esclavos y artesanos. Creció la presión de los bárbaros, que entraron también en estrecha vinculación con los sectores de trabajadores sublevados. Los bárbaros se instalaron firmemente en el territorio romano. Las rebeliones de los soldados, que fueron un fenómeno tan frecuente en el siglo III, perdieron importancia. Las reformas militares del siglo IV habían borrado casi por completo las diferencias entre tropas de frontera y población local y la barbarización progresiva del ejército había destruido cada vez más la aversión entre aquéllos que defendían el Imperio y aquéllos que lo atacaban.

Esto había creado las condiciones objetivas para la transformación del movimiento revolucionario en revolución y para su triunfo definitivo: 

«La revolución de los esclavos liquidó a los propietarios de esclavos y suprimió la forma esclavista de explotación de los trabajadores». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Discurso pronunciado en el primer congreso de los koljosianos de choque de la URSS, 1933)». (Serguéi Kovaliov; Historia de Roma, 1948)

La revolución social a finales del Imperio romano y la evolución de las fuerzas productivas durante este periodo

«Esforcémonos por aclarar este problema esencial: ¿en qué medida puede hablarse de crecimiento de las fuerzas productivas en el conjunto de la formación esclavista? Si existe semejante crecimiento, entonces, en un determinado momento debe producirse también, obligatoriamente, una desproporción entre las relaciones de producción esclavistas o, en otros términos, entre la propiedad esclavista y las fuerzas productivas. Definir el carácter y el grado de desarrollo de esas fuerzas, lo mismo que la extensión de esa desproporción, significa justamente establecer cuáles son las premisas generales del paso de la formación esclavista a la feudal.

Las fuerzas productivas de una sociedad se componen, como se sabe, de dos elementos: los instrumentos de producción y los hombres que los ponen en movimiento y que, gracias a su experiencia de la producción, realizan la producción, bienes materiales. Los modos de producción antagónicos −esclavitud, feudalismo y capitalismo− contribuyen al desarrollo de las fuerzas productivas, pero sólo hasta cierto nivel, relativamente poco elevado. En lo que concierne a la esclavitud, a menudo se formula la pregunta de si las fuerzas productivas se desarrollan en él. El nivel técnico de la Antigüedad era, en términos relativos, sumamente bajo. La producción antigua no conocía máquinas, con excepción de las más sencillas, como la muela; en el período griego clásico existía un tipo de máquina de tejer muy primitiva, de cadena vertical; el débil nivel técnico de la explotación de las minas de plata de Laurión, en Ática, es bien conocido: en efecto, éstas sólo contaban con hornos de fundición imperfectos, que dejaban pasar en las escorias un elevado porcentaje de plata, y con instrumentos groseros. Por lo demás, el mineral se acarreaba a mano, etc.

Sin embargo, la técnica helénica señala ya un claro progreso. La producción textil helénica aprovecha la máquina de tejer horizontal de los egipcios del Nuevo Imperio, que permitía a los maestros tejedores del Egipto de los Tolomeo ejecutar tejidos de motivos complejos. Las armas arrojadizas a torsión alcanzan tal perfección a fines del siglo III a. C., que los romanos, por ejemplo, debieron renunciar a apoderarse de Siracusa y recurrieron a un asedio prolongado. La técnica de la navegación helénica había alcanzado también un nivel elevado, si se juzga por las dimensiones, el aparejo y el armamento de los navíos, así como por la utilización de los diques secos, etc. Son muy conocidas las obras y las máquinas hidráulicas del período helénico: el tornillo de Arquímedes, la bomba de Ctesibio, etc.

Ello, no obstante, sólo en la época romana, utilizando en gran medida las conquistas de la técnica helénica, alcanzó la técnica de la sociedad esclavista su nivel más elevado. Parece que hay que establecer el período de su florecimiento entre el siglo I a. C., y la primera mitad del siglo I, es decir, desde fines de la república hasta principios del Imperio. En primer lugar, son las obras literarias las que atestiguan este estado de cosas. En César encontramos la descripción del célebre puente de madera sobre pilotes tendido sobre el Rin en el término de diez días. Es interesante compararlo con el puente de piedra que atraviesa el Danubio, construido más o menos unos sesenta años después del puente de César. 

«Trajano hizo construir un puente de piedra sobre el Danubio. (…) Ese puente tiene veinte pilotes de piedra labrada, cuya altura, sin contar los cimientos, es de 150 pies [Anotación de Kovaliov: más o menos 45 metros] y el espesor de 60 [aproximadamente 18 metros]. Estos pilotes están separados entre sí por unos 170 pies [50 metros, más o menos] y unidos por arcadas». (Dion Casio; Historia romana, 230)

Vitruvio da la descripción de una polea compleja −polipasto−, de aparatos para elevar el agua −rueda hidráulica−, para medir las distancias recorridas por un carruaje −el prototipo del taxímetro actual−, etcétera. También Vitruvio, lo mismo que Plinio el Viejo, describen el molino de agua, que por lo que parece apareció en primer lugar en Asia menor, bajo el reinado de Mitrídates. En el primer siglo de nuestra era, el molino de agua comenzó a difundirse asimismo en Occidente, como lo indica un epigrama de tiempos de Augusto.

Al final de la república, la propia técnica agrícola da un paso hacia adelante, aunque por lo común sea la más conservadora. Se ve aparecer el arado de rejas, del cual Plinio dice que ha sido «recientemente» inventado en Rética. De todos modos, comparado con el tipo conocido de arado etrusco del siglo VI a. C., el arado de rejas de Plinio representa un gran progreso. Plinio también describe una maquinaria agrícola que hace pensar en una especie de segadora.

En la producción artesanal, la división del trabajo alcanzó, en ciertos casos, un alto grado. Así es que Plinio relata que las incrustaciones metálicas destinadas a los muebles que se fabrican en Pompeya eran importadas de Capua; en cuanto a las patas de los lechos en los que se reposaba durante las comidas, eran producidos en la isla de Delos. Los candelabros se componían de dos partes: la primera, la de abajo, se fabricaba en Tarento, y la de arriba en Egina.

Ante todos estos hechos se puede objetar que no siempre es conveniente dar fe a las afirmaciones de las fuentes literarias que a menudo exageran, y en especial en la descripción de las diversas «maravillas» técnicas, sin contar con que la descripción de tal o cual trabajo o aparato no es en modo alguno una prueba de su difusión. Todo eso es cierto, pero no hay que olvidar que, en toda una serie de ejemplos, los testimonios de la literatura concuerdan con los documentos y edificios de la cultura material. No se puede discutir la existencia del Anfiteatro Flavio, y tampoco el descubrimiento de una serie de admirables instrumentos quirúrgicos en las ruinas de Pompeya. La perfección técnica y la solidez de los edificios romanos −acueductos, puentes, caminos embaldosados, arcos de triunfo− que hoy tienen casi veinte siglos de antigüedad; la perfección de los instrumentos de uso doméstico, de los ornamentos, de las herramientas, todo ello testimonia el elevado nivel de la artesanía romana del siglo I a. C., se descubrió el latón −aleación de cobre y cinc−, lo mismo que el estañado de la vajilla.

Sobre la base de esos progresos técnicos, el desarrollo industrial de las provincias romanas, y en especial de la Galia, alcanzó, en los siglos I y II, un grado elevado. La producción de vidrio, que hace su aparición en el siglo I en Lugdunum −Lyon−, se difunde grandemente por toda la Galia y penetra incluso en el sur de Inglaterra. Más tarde se formó en la Colonia Agripina −Colonia− un centro de fabricación de vidrio. La producción de latón alcanzó en la Galia un elevado nivel. Los artículos de latón de procedencia gala competían con éxito con los bronces de Capua y los suplantaron en los mercados de Europa del Norte. No hace falta recordar toda una serie de otros hechos, bastante conocidos, que confirman el gran desarrollo de la producción artesanal en las provincias romanas en la época del Alto Imperio.

Pero, ¿cómo explicar esta aparición de realizaciones técnicas perfeccionadas en las condiciones de la producción esclavista, en presencia de los rasgos específicos de la explotación esclavista, que según parece hacen imposible todo progreso técnico? Esto se explica, en primer lugar, por el hecho de que precisamente en la época helénica y romana, el artesanado, al mismo tiempo que empleaba en gran medida el trabajo de los esclavos, recurría también con frecuencia a la mano de obra libre. La manumisión de los esclavos «mediante un canon» −«peculio»− estaba muy difundida en Roma; era una manera de aumentar la productividad del trabajo. Además, mediante un sistema de estímulos, los propietarios de esclavos pudieron obtener una productividad bastante elevada del trabajo entre ciertos grupos de esclavos, en primer lugar, entre los artesanos calificados. Por último, en el curso del período esclavista una gran cantidad de obras técnicamente perfeccionadas fueron construidas por soldados, es decir, por hombres libres.

Sin embargo, esto no modificaba en nada el problema. Sean cuales fueren los que produjeron los objetos fabricados y las obras que nos asombran por su perfección técnica, sigue en pie un hecho capital: en el cuadro de la estructura esclavista hubo progresos técnicos hasta cierto momento, o sea, que se produjo un desarrollo de las fuerzas productivas, de los instrumentos de trabajo, de los procedimientos de fabricación, de las costumbres del trabajo.

El problema de cuál fue el momento en que hubo progresos técnicos en la sociedad esclavista tiene una importancia considerable para nuestro objetivo. Para ser más exacto, lo formularemos así: ¿se puede hablar, en el periodo de la crisis general del sistema esclavista romano, que comienza más o menos en la segunda mitad del siglo II, de una declinación de las fuerzas productivas? Y en caso afirmativo, ¿cuál es la causa? Es evidente que la crisis del Imperio romano tuvo consecuencias nefastas para varios aspectos de la cultura material y espiritual. Dejaré a un lado los complejos problemas de la ideología, y me detendré sólo en el asunto de la regresión en el dominio de la técnica, en el más amplio sentido de la palabra. Es indiscutible, por ejemplo, que desde principios del siglo IV se manifiesta una decadencia en el dominio del arte. Basta con recordar los bajorrelieves del arco de Constantino, con sus proporciones inexactas en la representación del cuerpo humano, los mosaicos de la época de Justiniano, etc. Sin embargo, la decadencia del gusto y de la técnica artística no es todavía una prueba de la declinación de las fuerzas productivas en general. Sin duda, en el momento de la gigantesca crisis que debía destruir la estructura esclavista, y con ella al Imperio romano, las fuerzas productivas, en especial en su aspecto técnico, no podían dejar de sufrir una declinación. Pero no conviene exagerar esa declinación y darle un carácter absoluto.

Más arriba hemos hablado de la descripción por Plinio el Viejo de la «segadora» romana; Paladio, el escritor romano que vivió a mediados del siglo IV proporciona una nueva descripción de ella, mucho más detallada que la de Plinio. La precisión y la abundancia de detalles de su descripción no deja lugar a dudas del hecho de que, en efecto, Paladio pudo ver con sus propios ojos esa interesante máquina agrícola. En el dominio de la producción artesanal, la división del trabajo, que hemos subrayado en el curso del siglo I, continuó existiendo en Occidente, si hemos de creer a San Agustín, hasta fines del siglo IV o comienzos del V, por lo menos entre los artesanos plateros.

Por último, los monumentos de los siglos IV, V y VI están muy lejos de constituir un testimonio de una declinación de la técnica arquitectónica del Bajo Imperio. El mismo arco de Constantino, cuyos bajorrelieves atestiguan una decadencia del gusto artístico, es, desde el punto de vista técnico, de una ejecución no menos perfecta que sus predecesores de épocas anteriores. El templo de Santa Sofía, edificado en Constantinopla en el siglo VI, muy lejos de testimoniar una decadencia, constituye la cumbre de la arquitectura antigua. Se podrían citar muchos otros ejemplos similares.

Así, pues, parece que, incluso en la formación esclavista existieron progresos técnicos. Del mismo modo, no podemos hablar de una declinación absoluta de las fuerzas productivas en los últimos estadios de la sociedad esclavista. En cuanto a la declinación relativa que se produjo, está condicionada por el paso de un sistema social a otro. En el caso que nos ocupa, esa declinación fue mucho más considerable que en el curso de otras revoluciones sociales, porque se encontró en relación con la conquista del territorio romano por las tribus vecinas, conquista que constituye uno de los momentos cruciales del paso de la formación esclavista a la feudal.

Consideremos ahora el otro elemento de las fuerzas productivas, es decir, los hombres; las masas trabajadoras que son la fuerza motriz del proceso de la producción. El desarrollo de los instrumentos de trabajo está indisolublemente vinculado al desarrollo de los que utilizan dichos instrumentos, y esa vinculación se efectúa por intermedio de la experiencia de la producción, de las costumbres de trabajo, que forman, por así decirlo, un puente entre los elementos de las fuerzas productivas. Ese desarrollo cualitativo de la mano de obra, fundamental de la formación esclavista, es decir, el esclavo, está contenido en un marco muy restringido, debido al hecho mismo del carácter de la propiedad esclavista y del carácter de la explotación que surge de ella. Este hecho no exige demostraciones especiales.

Es cierto que los propietarios de esclavos se esforzaban por elevar la calificación profesional de sus esclavos. 

«Catón poseía una gran cantidad de esclavos; entre los prisioneros de guerra compraba niños de corta edad, es decir, de la edad en que, como los cachorros de perro o los potrillos, se dejan criar y educar con facilidad». (Plutarco; Vidas paralelas, Tomo III, 96)

Craso: 

«Velaba él mismo por la educación de los esclavos, les dedicaba suma atención y les prodigaba indicaciones, porque partía del principio de que la primera función del amo es la de preocuparse de sus esclavos, como instrumentos vivos que son de su explotación». (Plutarco; Vidas paralelas, Tomo IV, 96)

Sin embargo, esta educación sólo se relacionaba con una cantidad restringida de esclavos, relativamente cualificados o en edad juvenil, y estaba muy lejos de difundirse a toda la masa de los esclavos, cuyas condiciones de explotación no permitían, en general, otra cosa que la utilización de los instrumentos de trabajo más primitivos. El cuadro es aquí muy diferente del que presenta el capitalismo, en el cual la clase obrera se desarrolla, en su conjunto, al mismo tiempo que la técnica de la producción.

Así, en la sociedad esclavista, el desarrollo de la mano de obra sólo tenía ante sí un camino: el del desarrollo cuantitativo. Dado el carácter específico de la producción general de los esclavos, esa reproducción de la mano de obra tenía límites bien definidos. No podía superar tales límites, que estaban determinados, por una parte, por la solidez interior de la formación esclavista, y por la otra por la oposición del medio tribal circundante. La expansión romana, y por consiguiente el flujo de nuevos esclavos, se hicieron notablemente más lentos en la época imperial. Debido a ello, el problema de la reproducción general de la mano de obra revistió, para Roma, un carácter verdaderamente trágico.

Este problema se encuentra vinculado de manera estrecha con otro: el de la crisis agraria de Italia, que comienza a manifestarse desde antes del final de la república. Los propietarios de esclavos más perspicaces se esforzaron por solucionar todo ese complejo conjunto de problemas remplazando la esclavitud por el arriendo libre. Hacia mediados del siglo I, Columela menciona ya ese procedimiento. Ello, no obstante, el camino indicado por él no solucionó el problema, como lo atestigua la correspondencia de Plinio el Joven. El medio siglo transcurrido desde la aparición del tratado de Columela no trajo consigo mejoría alguna. En toda una serie de cartas, Plinio, como lo había hecho Columela cincuenta años antes, advierte la existencia de una crisis agraria en Italia. Con los colonos, la situación adoptó un giro sumamente molesto. Resultaba difícil encontrar nuevos arrendatarios convenientes. En lo que respecta a los antiguos colonos, sus atrasos en el pago iban en aumento. Tenían una enorme debilidad económica. Se vieron obligados a pedir prestado a los propietarios de sus tierras, comprometiendo sus materiales. La venta de materiales a los acreedores anulaba por un momento la deuda, pero en rigor arruinaba al colono. Sus deudas, más grandes con cada año que pasaba, quitaban a los colonos todas sus energías y su confianza en el porvenir. Reducidos a la desesperación, llegaron a no preocuparse más de las deudas. Decreció la productividad de su trabajo, dejaron de cuidar los materiales y el ganado, y dilapidaron las cosechas, convencidos de que, de todos modos, no ganarán nada con conservarlas. Plinio se mostró dispuesto a entregar esclavos que ayudasen a los colonos, pero no los había en la región. Entonces, opinó que la única solución sería renunciar al arriendo en dinero y pasar a un arriendo consistente en una parte de la cosecha.

Así, comprobamos una notable agravación con relación a la época de Columela. Los fenómenos que apenas aparecían a mediados del siglo I han alcanzado ahora una etapa más avanzada; la productividad del trabajo disminuye, los ingresos de la agricultura se derrumban, desciende la cantidad de mano de obra −en especial de la servil−, la población cae en la miseria, Los colonos caen, cada día más, bajo la dependencia económica de los poseedores de la tierra.

En el curso de los siglos II y III, esa dependencia económica, como se sabe, se transforma en servidumbre; ésta, a partir del siglo IV, es establecida por la legislación imperial. Se trata de un proceso en todo sentido normal. El trabajo libre, sea bajo la forma de arriendo o de artesanado libres, o aún de pequeña propiedad territorial privada, no podía renacer y mantenerse al lado de la gran propiedad territorial, en las condiciones de la decadencia de la estructura esclavista, bajo el peso cada vez más insoportable de los impuestos. La servidumbre de los granjeros libres, era un hecho ineluctable en las condiciones del sistema en sus últimas etapas. 

La «desesclavización» de los esclavos se dirigía en el mismo sentido que la esclavización de los colonos. 

El desarrollo del peculio y de la manumisión, la transformación de los esclavos en «pseudocolonos», cierto mejoramiento de su situación jurídica; todo ello testimonia el ablandamiento de la forma esclavista de explotación en los últimos siglos del Imperio romano.

¿Qué se puede decir de la evolución de la mano de obra en la sociedad esclavista? También en este aspecto, la formación esclavista no es una excepción en medio de las otras. Así como arriba hemos comprobado cierto progreso técnico en el marco del sistema esclavista −aunque limitado por el cuadro histórico−, debemos reconocer, del mismo modo, cierto crecimiento del otro elemento de las fuerzas productivas, el elemento obrero. Este crecimiento no se expresa en signos cuantitativos porque, hacia fines del Imperio, la cantidad de esclavos no es la única que disminuye; también hay una disminución de la cifra de la población en general. Además, si se habla de progreso, sólo se puede tratar de un progreso cualitativo, es decir, de un desarrollo de la experiencia en la producción, de un crecimiento de la productividad del trabajo, etc. En efecto, semejante desarrollo tuvo lugar, ya que el paso de los esclavos a la condición de colonos −si se toma ese término en su sentido amplio, para que abarque a los verdaderos colonos y a los esclavos unidos a la tierra, es decir, a los pseudocolonos−, se trata de un progreso de desesclavización, de liberación de la mano de obra, o sea, de un crecimiento cualitativo.

Sin embargo, en el marco de la estructura esclavista este proceso no podía tener la menor envergadura. Ya la descripción hecha por Plinio el Joven es testimonio de la miserable situación de los colonos y de la ínfima productividad de su trabajo, es decir, en resumen, del bajo nivel de la producción agrícola en Italia a fines del siglo I y comienzos del II. Por consiguiente, la situación de las masas laboriosas del Imperio romano no deja de agravarse. La superestructura política de la sociedad esclavista, el estado romano, que se esfuerza por poner un freno a la degradación de su base económica y a su propia ruina, agotó por completo las posibilidades de pago de la población. Todo ello frenó el desarrollo de la mano de obra y su liberación.

Es importante establecer a partir de qué momento nace esa discordancia entre relaciones de producción y fuerzas productivas, en el Imperio romano. En Italia aparece con claridad a partir del siglo I, y parcialmente desde el siglo I a. C., con la rebelión de Espartaco, que asesta un terrible golpe a la economía esclavista. En lo que respecta a las provincias, esa discordia no comenzó a manifestarse antes de la segunda mitad del siglo II.

Los propietarios de esclavos romanos trataron de hacer corresponder las fuerzas productivas y las relaciones de producción. El colonato, la manumisión, el peculio, representan esa tentativa de creación de nuevas relaciones de producción. Sin embargo, tales intentos, como ya lo hemos visto, no culminaron ni podían culminar en ningún resultado perdurable. Para que sea posible transformar las relaciones de producción y hacerlas concordar con las fuerzas productivas, es preciso, antes que nada, una victoria de las fuerzas revolucionarias. Pero en la sociedad del Bajo Imperio no existía una clase verdaderamente revolucionaria. En efecto, ni los esclavos, ni los colonos, podían constituir semejante clase. Desorganizados, eran incapaces de otra cosa que de levantamientos espontáneos. Aunque la caída de la sociedad romana adoptó la forma de una encarnizada lucha de clases, no dejó vencedores: terminó «con el hundimiento de las clases beligerantes» [2]. Esto es lo que constituye la especificidad fundamental de la revolución social que pone fin, en Roma, a la sociedad esclavista y crea las premisas necesarias para la instauración de la sociedad feudal.

Es absolutamente indiscutible que aquí no se puede tratar de la destrucción física de las clases en conflicto. Por terribles que hayan sido los sacudimientos que se produjeron del siglo III al V; por importantes que fueran las pérdidas en vidas humanas a consecuencia de las rebeliones, de las invasiones bárbaras, del hambre y las epidemias, no pudieron destruir a las clases como tales. Un porcentaje definido de propietarios de esclavos, lo mismo que los esclavos, debieron de subsistir como clase. Por consecuencia, será preciso atribuir otro sentido a la expresión «la destrucción de las dos clases en lucha»: la desaparición, en la lucha, de las clases en cuanto categorías sociales.

Entonces se puede formular la siguiente hipótesis. Como la posibilidad de una victoria de las clases explotadas estaba excluida en el marco de la sociedad esclavista, la lucha de clases se encontraba desprovista de perspectivas, se reducía a una serie prolongada de rebeliones, de represiones, de nuevas rebeliones, etc [3]. Semejante estado de cosas pudo prolongarse durante un tiempo indeterminado: hasta el momento en que las clases en conflicto desaparecen y son remplazadas por nuevas clases. Entonces las antiguas formas de lucha de clases desaparecen a su vez y son remplazadas por nuevas formas. Pero esto significa que la antigua formación económico-social se ha derrumbado y que otra ha ocupado su lugar. 

La desaparición simultánea de la clase de los esclavos y de la de los propietarios de esclavos fue provocada por la disgregación del modo de producción esclavista, de la forma esclavista de la propiedad. La aparición −para remplazar la explotación esclavista centralizada de los latifundios− de las pequeñas explotaciones agrícolas, en rigor independientes, de los colonos y los semicolonos −véase el artículo de A. P. Kazhdan−, fue precisamente el signo de la disgregación del modo de producción esclavista y de la aparición de las premisas del modo de producción feudal.

Estudiemos en los documentos de los siglos IV y V la fase terminal de la evolución de los colonos. El famoso edicto del 332 permite ya aherrojar como esclavos, aunque oficialmente sean considerados hombres libres, a los colonos que han intentado huir. La diferencia entre esclavo y colono se hace cada vez menor. Así es que el edicto del 364 proclama, en relación con los esclavos y los colonos del emperador: «los esclavos y los colonos, así como sus hijos y sus nietos o, en general, el que haya abandonado en secreto nuestras propiedades para dedicarse a cualquier otro empleo, deberán ser devueltos, incluso en el caso en que se encontrase de servicio en el ejército». El estatuto de la descendencia es idéntico, se trate de una esclava o de una mujer-colono. «¿Qué diferencia hay entre los esclavos y los colonos −pregunta el legislador−, si el uno y el otro se encuentran bajo la dependencia de su amo, que puede manumitir al esclavo con su peculio y puede igualmente alejar de su dominio al colono con su tierra?». 

Así, el colonato, en la sociedad esclavista todavía viva, adoptó necesaria y espontáneamente una forma esclavista, aunque el desarrollo de las fuerzas productivas exigía nuevas relaciones de producción. Tales relaciones, en forma completamente necesaria y espontánea, se abren paso en la sociedad esclavista. Si bien es cierto que la situación del colono se hacía cada vez más semejante a la del esclavo, por otra parte, la situación del esclavo se hacía cada vez más similar a la del colono. Ulpiano, refiriéndose a Labeón, afirma que el esclavo que trabaja en los campos en situación de colono −quasi colonus− no entra en el inventario de la propiedad. En el edicto de Valentiniano, de Valentino y de Graciano se puede leer: «Los indígenas, lo mismo que los aldeanos inscritos en la lista de los esclavos, no pueden en caso alguno ser vendidos sin la tierra».

Pero si los colonos se transforman en esclavos, y los esclavos en colonos, un proceso análogo se produce en la clase antagónica de los propietarios de esclavos: se transforman en «propietarios de colonos», es decir, en propietarios terratenientes que poseen, al mismo tiempo que la tierra, los colonos adheridos a ella. Paralelamente el proceso de desaparición de la clase de los esclavos, que se desarrolló en los últimos siglos de la historia de Roma, se desarrolló también un proceso de desaparición de la clase de los propietarios de esclavos.

Sin embargo, en esa desaparición se encontraban los gérmenes de una vida nueva: así como los colonos eran «los precursores de los siervos de la Edad Media», así los magnates de la tierra del Bajo Imperio eran los precursores de los feudales de la Edad Media.

De tal modo, la ausencia, en la sociedad esclavista, de una clase auténticamente revolucionaria, de una clase dirigente de la lucha, es el origen del hecho de que no hubiese vencedores en las luchas de clases de los siglos III a V, −si no se considera como tales a las tribus bárbaras−, y de que dicha lucha haya terminado con la destrucción de las dos clases, es decir, con la desaparición de las dos clases fundamentales de la sociedad esclavista. [4]

De ese rasgo fundamental surgen los otros caracteres distintivos de la revolución. Las invasiones de las tribus que rodeaban al Imperio romano y las rebeliones de los esclavos se interpenetran. El comienzo de las invasiones en masa de los bárbaros en el Imperio romano coincide con la iniciación de la crisis general del sistema esclavista de la segunda mitad del siglo II. Estas invasiones terminan en la conquista total de la parte occidental del Imperio romano por las tribus bárbaras. Dicha coincidencia no es una casualidad. Para empezar, la crisis debilitó el potencial militar de Roma y la convirtió en una presa relativamente fácil para las tribus vecinas. En segundo término, precisamente en el curso de los primeros siglos de nuestra era se desarrolla en el seno de esas últimas un intenso proceso de formación de clases y de consolidación de las federaciones de tribus, hecho que facilitó la toma de Roma. En tercer lugar, la ausencia, en la revolución de los siglos III a V, de una clase dirigente de la lucha, tornó imposible la menor defensa eficaz de Roma [5]. Por el contrario, los esclavos y los colonos romanos ayudaron en todas las maneras posibles a los bárbaros, cosa que explica la facilidad y la rapidez extraordinarias con que las tribus bárbaras penetraron en el territorio romano, en el siglo V.

Así, el Imperio romano de Occidente sucumbió bajo un doble choque: uno del interior y otro del exterior. Por lo demás, este problema ha sido bastante bien estudiado por los historiadores soviéticos, y me excusa de detenerme más tiempo en él.

Una segunda particularidad de la revolución social que se desarrolló entre los siglos III y IV «es el hecho de que las relaciones feudales estuvieron muy lejos de establecerse, en Europa occidental, inmediatamente después del derrumbe de la sociedad esclavista». Fue necesaria una demora prolongada −Engels la establece en unos cuatrocientos años, más o menos− para que nacieran verdaderas relaciones feudales de las premisas y los gérmenes del feudalismo. 

«Entre el colono romano y el nuevo siervo había el libre campesino franco. El recuerdo inútil y la vana querella del Imperio romano declinante estaban muertos y enterrados. Las clases sociales del siglo IX se habían constituido, no en el hundimiento de una civilización declinante, sino en los dolores del parto de una nueva sociedad. La nueva generación, los amos al igual que los servidores, era una generación viril en comparación con sus predecesores romanos. Las relaciones entre los poderosos propietarios terratenientes y los campesinos reducidos a la condición de siervos, que habían sido para los romanos la forma de declinación sin esperanzas del mundo antiguo, eran ahora, para la nueva generación, el punto de partida de un nuevo desarrollo». (Friedrich Engels; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, 1884)

Sin embargo, ahora se nos plantea la pregunta fundamental: ¿tenemos el derecho de llamar revolución social al vuelco de los siglos III a V? ¿A ese vuelco, que no conoció la dictadura de una clase revolucionaria, y en el cual representó un enorme papel un elemento exterior −lo que se denomina la conquista bárbara−, a ese vuelco cuyos resultados −las relaciones feudales− sólo debían manifestarse varios siglos más tarde?

La teoría marxista-leninista de la revolución social se ha constituido con la experiencia de dos revoluciones: una revolución burguesa y una revolución proletaria. En estas dos revoluciones todas las características de la revolución social se manifiestan con suma claridad: cambio del modo de producción, aguda lucha de clases que se convierte en guerra civil, victoria de la clase revolucionaria y de su dictadura, concordancia de las relaciones de producción con el carácter y el nivel de las fuerzas productivas. Tales son los rasgos de una revolución social en su estadio de pleno desarrollo y madurez. Pero en términos históricos, ¿la revolución social se limita a sus formas plenamente evolucionadas? 

El análisis de la definición fundamental de revolución social, ofrecido por Marx en su «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política» (1859), no deja duda alguna en cuanto al hecho de que él entendía por revolución social todo cambio de la estructura económica y social, todo cambio de los modos de producción suscitado por una discordancia grave entre las relaciones de producción y el carácter y el nivel de las fuerzas productivas. Sin embargo, resulta muy evidente que esa transformación se desarrolla en forma muy distinta según la naturaleza de las formaciones económico-sociales, según la naturaleza de los modos de producción que deben sucederse. A cada formación diferente corresponde un distinto nivel de las fuerzas productivas y distintas clases antagónicas, que libran la lucha con un distinto grado de conciencia de clase. Es evidente que cuanto más elevado es el nivel de las fuerzas productivas, cuanto mayor el nivel de la conciencia de clase, cuanto más alta la energía y la cohesión de la clase revolucionaria, tanto más elevada es la forma de revolución social que se produce. Es por ello que la revolución social más evolucionada, más elevada, más típica de la historia es la revolución socialista.

La revolución que afectó al Imperio romano de Occidente entre los siglos III y V pertenece a un tipo de revoluciones más antiguo y, por consiguiente, menos desarrollado y menos característico [6]. Más arriba hemos hecho notar los rasgos característicos que distinguen a esta revolución. Dichos rasgos surgen de un hecho fundamental: el débil nivel de desarrollo de las clases revolucionarias −esclavos y colonos−, producto del débil nivel de las fuerzas productivas de la sociedad esclavista. Los esclavos y los colonos no podían triunfar en esa lucha de clases y establecer su dictadura revolucionaria. De ahí la necesidad histórica de la conquista exterior que asestó el golpe decisivo a la sociedad y al estado esclavista; de ahí el establecimiento más tardío del nuevo modo de producción.

Llegamos a nuestra conclusión. El vuelco social de los siglos III a V, que puso fin al Imperio romano de Occidente, fue por sus rasgos esenciales, una revolución social. Esta revolución no tuvo una clase dirigente de la lucha: tuvo un carácter destructivo. Por tanto, sólo se la puede definir como una revolución social antiesclavista y no se la puede ubicar en el mismo plano que las revoluciones burguesa y socialista, que tuvieron un carácter constructivo. En la serie de las revoluciones sociales del pasado, pertenece al tipo de revoluciones de carácter arcaico». (Serguéi Kovaliov; El vuelco social del siglo III al V en el Imperio romano de Occidente, 1954)

Anotaciones de las ediciones:

[1] Hubo un cierto despertar del comercio hacia mediados del siglo IV, vinculado con las reformas de Diocleciano y Constantino, pero fue momentáneo.

[2] K. Marx y F. Engels: Manifiesto del Partido Comunista −en K. Marx y F. Engels, op. cit., t. I, pág. 22−. Es indiscutible que en este pasaje del Manifiesto se habla del derrumbe de la antigua sociedad esclavista.

[3] Al afirmar que la lucha de clases estaba desprovista de perspectivas en la sociedad esclavista no se quiere decir, por supuesto, que ella no fuese una lucha revolucionaria. Dicha lucha, al asestar continuos golpes, desde el interior, a la sociedad esclavista, aceleró en enorme medida su destrucción.

[4] La desaparición de las clases, en la etapa terminal de la sociedad esclavista no significó la desaparición de la lucha de clases. Como lo hemos indicado más arriba, esta adquirió nuevas formas, pero no se tornó menos viva. Solo la conquista total de la parte occidental del Imperio por los bárbaros pudo debilitar en forma temporal su intensidad.

[5] La existencia de clases en la lucha de las revoluciones, burguesas y proletarias, les ha hecho posible una defensa victoriosa contra los ocupantes extranjeros.

[6] Dejo a un lado el Imperio romano de Oriente, en el cual el proceso de remplazo de una formación por otra, si bien tuvo caracteres comunes con el del Imperio de Occidente, presentó también cierto número de particularidades.

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