viernes, 7 de abril de 2023

Engels exponiendo la evolución del pensamiento dialéctico y metafísico a lo largo de la humanidad

«Cuando sometemos la naturaleza o la historia humana al examen del pensamiento, o nuestra propia actividad espiritual, se nos ofrece por de pronto la estampa de un infinito entrelazamiento de conexiones e interacciones, en el cual nada permanece siendo lo que era, ni como era, ni donde era, sino que todo se mueve, se transforma, deviene y perece. Semejante concepción del mundo, espontánea e ingenua, pero correcta en cuanto a la cosa, es la de la antigua filosofía griega, y ha sido claramente formulada por primera vez por Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, se encuentra en constante modificación, sumido en constante devenir y perecer. Mas esta concepción, por correctamente que capte el carácter general de la imagen de conjunto de los fenómenos, no basta para explicar las particularidades de que se compone esta imagen general, y mientras no podamos hacer esto no podremos tampoco tener clara esta imagen de conjunto. Para conocer esas particularidades tenemos que arrancarlas de su conexión natural o histórica y estudiar cada una de ellas desde el punto de vista de su constitución, de sus particulares causas y efectos, etc. Esta es ante todo la tarea de la ciencia de la naturaleza y de la investigación histórica, ramas de la investigación que por muy buenas razones no ocuparon entre los griegos de la era clásica sino un lugar subordinado, puesto que su primera obligación consistía en reunir los materiales con los que formaban sus conocimientos y establecían sus ideas. Los comienzos de la investigación exacta de la naturaleza han sido desarrollados por los griegos del período alejandrino y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; pero una verdadera ciencia de la naturaleza data de la segunda mitad del siglo XV, y a partir de entonces ha hecho progresos con velocidad siempre creciente. La descomposición de la naturaleza en sus partes particulares, el aislamiento de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas clases especiales, la investigación del interior de los cuerpos orgánicos según sus muy diversas conformaciones anatómicas, fue la condición fundamental de los progresos gigantescos que nos han aportado los últimos cuatrocientos años al conocimiento de la naturaleza. A su vez, todo ello nos ha legado también la costumbre de concebir las cosas y los procesos naturales aisladamente, fuera de la gran conexión de conjunto, no en su movimiento, sino en reposo; no como entidades esencialmente cambiantes, sino como fijas y permanentes; no en su vida, sino en su muerte. Al transmitir esta concepción de la ciencia natural a la filosofía, como ocurrió por obra de Bacon y Locke, se creó la limitación de pensamiento característica de los últimos siglos, el modo metafísico de pensar.

Para el metafísico, las cosas y sus imágenes mentales, los conceptos, son objetos de investigación dados de una vez para siempre, aislados, uno tras otro y sin necesidad de contemplar el otro, fijos y rígidos. El metafísico piensa según rudas contraposiciones sin término medio: su lenguaje es sí, sí, y no, no, y todo lo que pasa de eso procede del mal. Para él, toda cosa existe o no existe: una cosa no puede ser al mismo tiempo ella misma y otra. Lo positivo y lo negativo se excluyen lo uno a lo otro de un modo absoluto; la causa y el efecto se encuentran del mismo modo en rígida contraposición. Este modo de pensar nos resulta a primera vista muy plausible porque es el del llamado sano sentido común. Pero el sano sentido común, por apreciable compañero que sea en el doméstico dominio de sus cuatro paredes, experimenta asombrosas aventuras en cuanto se arriesga por el ancho mundo de la investigación; y el modo metafísico de pensar, aunque también está justificado y es hasta necesario en esos anchos territorios de diversa extensión según la naturaleza de la cosa, tropieza sin embargo siempre, antes o después, con una barrera más allá de la cual se hace unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en irresolubles contradicciones, porque atendiendo a las cosas pierde su conexión, atendiendo a su ser pierde su devenir y su perecer, atendiendo a su reposo se olvida de su movimiento: porque los árboles no le dejan ver el bosque.

Para cuestiones cotidianas, por ejemplo, sabemos y podemos decir con seguridad si un animal existe o no existe; pero si llevamos a cabo una investigación más detallada, nos damos cuenta de que un asunto así es a veces sumamente complicado, como saben muy bien, por ejemplo, los juristas que en vano se han devanado los sesos por descubrir un límite racional a partir del cual la muerte dada al niño en el seno materno sea homicidio; no menos imposible es precisar el momento de la muerte, pues la filosofía enseña que la muerte no es un suceso instantáneo y dado de una vez, sino un proceso bastante largo. Del mismo modo todo ser orgánico es en cada momento el mismo y no lo es; en cada momento está elaborando sustancia tomada de fuera y eliminando otra; en todo momento mueren células de su cuerpo y se forman otras nuevas; tras un tiempo más o menos largo, la materia de ese cuerpo se ha quedado completamente renovada, sustituida por otros átomos de materia, de modo que todo ser organizado es al mismo tiempo el mismo y otro diverso. También descubrimos con un estudio más atento que los dos polos de una contraposición, como positivo y negativo, son tan inseparables el uno del otro como contrapuestos el uno al otro, y que a pesar de toda su contraposición se interpretan el uno al otro; también descubrimos que causa y efecto son representaciones que no tienen validez como tales, sino en la aplicación a cada caso particular, y que se funden en cuanto contemplamos el caso particular en su conexión general con el todo del mundo, y se disuelven en la concepción de la alteración universal, en la cual las causas y los efectos cambian constantemente de lugar, y lo que ahora o aquí es efecto, allí o entonces es causa, y viceversa.

Todos estos hechos y métodos de pensamiento encajan mal en el marco del pensamiento metafísico. Para la dialéctica, en cambio, que concibe las cosas y sus reflejos conceptuales esencialmente en su conexión, en su encadenamiento, su movimiento, su origen y su perecer, hechos como los indicados son otras tantas confirmaciones de sus propios procedimientos. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y tenemos que reconocer que la ciencia moderna ha suministrado para esa prueba un material sumamente rico y en constante acumulación, mostrando así que, en última instancia, la naturaleza procede dialéctica y no metafísicamente. Y, como hasta ahora, pueden contarse con los dedos los científicos de la naturaleza que han aprendido a pensar dialécticamente, puede explicarse por este conflicto entre los resultados descubiertos y el modo tradicional de pensar la confusión ilimitada que reina hoy día en la ciencia natural, para desesperación de maestros y discípulos, escritores y lectores.  

Sólo mediante la dialéctica, con constante atención a la interacción general del devenir y el perecer, de las modificaciones progresivas o regresivas, puede conseguirse una exacta exposición del cosmos, de su evolución y de la evolución de la humanidad, así como de la imagen de esa evolución en la cabeza del hombre. En este sentido obró desde el primer momento la reciente filosofía alemana. Kant comenzó su trayectoria al disgregar el estable sistema solar newtoniano y su eterna duración después del célebre primer empujón en un proceso histórico: en el origen del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebular en rotación. Concluyendo de ello que dicho origen establecía simultáneamente la futura muerte del sistema solar. Su concepción quedó consolidada medio siglo más tarde matemáticamente por Laplace, y, otro medio siglo después, el espectroscopio mostró la existencia de tales masas incandescentes de gases en diversos grados de condensación en todo el espacio cósmico. 

Esta moderna filosofía alemana tuvo su culminación en el sistema hegeliano, en el que por primera vez, y este es su gran mérito, se exponía conceptualmente todo el mundo natural, histórico y espiritual como un proceso, es decir, como algo en constante movimiento, modificación, transformación y evolución, al mismo tiempo que se hacía el intento de descubrir en ese movimiento y esa evolución la conexión interna del todo. Desde este punto de vista, la historia de la humanidad dejó de parecer una intrincada confusión de violencias sin sentido, todas igualmente recusables por el tribunal de la razón filosófica ya madura, y cuyo más digno destino es ser olvidadas lo antes posible, para presentarse como el proceso evolutivo de la humanidad misma, convirtiéndose en tarea del pensamiento el seguir la marcha gradual, progresiva, de ese proceso por todos sus retorcidos caminos, y mostrar su coherencia interna a través de todas las aparentes casualidades.

Poco importa el hecho de que Hegel no resolviera esa tarea. Su mérito, que ha inaugurado una nueva época, consiste en haberla planteado. La tarea es tal que ningún individuo podrá resolverla jamás. Aunque Hegel ha sido −junto con Saint Simon− la cabeza más universal de su época, estaba de todos modos limitado, primero, por las dimensiones necesariamente reducidas de sus propios conocimientos, y, por los conocimientos y las concepciones de su época, igualmente reducidas en cuanto a dimensión y a profundidad. A ello se añadía una tercera limitación. Hegel fue un idealista, es decir, los pensamientos de su cabeza no eran para él reproducciones más o menos abstractas de las cosas y de los hechos reales, sino que, a la inversa, consideraba las cosas y su desarrollo como reproducciones realizadas de la Idea existente en algún lugar ya antes del mundo. Con ello quedaba todo puesto cabeza abajo, y completamente invertida la conexión real del mundo. Por correcta y genialmente que Hegel concibiera incluso varias cuestiones particulares, otras muchas cosas de detalle están en su sistema, por los motivos dichos, zurcidas, artificiosamente introducidas, construidas, en una palabra, erradas. El sistema hegeliano es en sí un colosal aborto, pero también el último de su tipo. Aún padecía una insanable contradicción interna: por una parte, tenía como presupuesto esencial la concepción histórica según la cual la historia humana es un proceso evolutivo que, por su naturaleza, no puede encontrar su consumación intelectual en el descubrimiento de la llamada verdad absoluta; pero, por otra parte, el sistema hegeliano afirma ser el contenido esencial de dicha verdad absoluta. Un sistema que lo abarca todo, un sistema definitivamente concluso del conocimiento de la naturaleza y de la historia, está en contradicción con las leyes fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye en modo alguno, sino que, por el contrario, supone que el conocimiento sistemático de la totalidad del mundo externo puede dar pasos de gigante de generación en generación.

La comprensión del completo error por inversión del anterior idealismo alemán llevó necesariamente al materialismo, pero, cosa digna de observarse, no al materialismo meramente metafísico y exclusivamente mecanicista del siglo XVIII. Frente a la simplista recusación ingenuamente revolucionaria de toda la historia anterior, el moderno materialismo ve en la historia el proceso de evolución de la humanidad, y su tarea es descubrir las leyes de su movimiento. Frente a la concepción de la naturaleza como un todo inmutable de cuerpos celestes que se mueven en estrechas órbitas, como había enseñado Newton, y de inmutables especies de seres orgánicos, como había enseñado Linneo, el actual materialismo reúne los nuevos progresos de la ciencia de la naturaleza, según los cuales también la naturaleza tiene su historia en el tiempo, los cuerpos celestes y las especies que los habitan, cuando las circunstancias son favorables, nacen y perecen, y los cielos y órbitas, cuando de verdad existen, tienen dimensiones infinitamente más gigantescas. En ambos casos, este materialismo esencialmente dialéctico no necesita filosofía alguna que esté por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que se pide a cada ciencia que se dé cuenta de su posición en la conexión de todas las cosas y del conocimiento de las cosas, se hace superflua toda ciencia de la conexión total. Al final, de toda la filosofía anterior no subsiste independientemente más que la doctrina del pensamiento y de sus leyes, la lógica formal y la dialéctica. Todo lo demás queda absorbido por la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

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«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»