«La dictadura del proletariado es la guerra más abnegada e implacable de la nueva clase contra un enemigo más poderoso, contra la burguesía, cuya resistencia se ve decuplicada por su derrocamiento –aunque no sea más que en un país– y cuyo poderío consiste no sólo en la fuerza del capital internacional, en la fuerza y la solidez de los vínculos internacionales de la burguesía, sino, además, en la fuerza de la costumbre, en la fuerza de la pequeña producción. Porque, por desgracia, queda todavía en el mundo mucha, muchísima pequeña producción, y ésta engendra capitalismo y burguesía constantemente, cada día, cada hora, de modo espontáneo y en masa. Por todos esos motivos, la dictadura del proletariado es imprescindible, y la victoria sobre la burguesía es imposible sin una guerra prolongada, tenaz, desesperada, a muerte; una guerra que requiere serenidad, disciplina, firmeza, inflexibilidad y voluntad única». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, 1920)
Es probable que casi todo el mundo vea ya hoy que los bolcheviques no se habrían mantenido en el poder, no digo dos años y medio, sino ni siquiera dos meses y medio, sin la disciplina rigurosísima, verdaderamente férrea, de nuestro partido, sin el apoyo total e incondicional que le presta toda la masa de la clase obrera, es decir, todo lo que hay en ella de consciente, honrado, abnegado, influyente y capaz de conducir tras de sí o de atraer a los sectores atrasados.
La dictadura del proletariado es la guerra más abnegada e implacable de la nueva clase contra un enemigo más poderoso, contra la burguesía, cuya resistencia se ve decuplicada por su derrocamiento –aunque no sea más que en un país– y cuyo poderío consiste no sólo en la fuerza del capital internacional, en la fuerza y la solidez de los vínculos internacionales de la burguesía, sino, además, en la fuerza de la costumbre, en la fuerza de la pequeña producción. Porque, por desgracia, queda todavía en el mundo mucha, muchísima pequeña producción, y ésta engendra capitalismo y burguesía constantemente, cada día, cada hora, de modo espontáneo y en masa. Por todos esos motivos, la dictadura del proletariado es imprescindible, y la victoria sobre la burguesía es imposible sin una guerra prolongada, tenaz, desesperada, a muerte; una guerra que requiere serenidad, disciplina, firmeza, inflexibilidad y voluntad única.
Lo repito: la experiencia de la dictadura proletaria triunfante en Rusia ha mostrado palmariamente a quien no sabe pensar, o no ha tenido necesidad de reflexionar sobre este problema, que la centralización incondicional y la disciplina más severa del proletariado constituyen una condición fundamental de la victoria sobre la burguesía.
De esto se habla a menudo. Pero no se piensa suficientemente, ni mucho menos, en qué significa esto y en qué condiciones es posible. ¿No convendría que las exclamaciones de saludo al poder de los Soviets y a los bolcheviques se vieran acompañadas con mayor frecuencia del más serio análisis de las causas que han permitido a los bolcheviques forjar la disciplina que necesita el proletariado revolucionario?
El bolchevismo existe como corriente del pensamiento político y como partido político desde 1903. Sólo la historia de todo el período de existencia del bolchevismo puede explicar de un modo satisfactorio por qué éste pudo forjar y mantener, en las condiciones más difíciles, la disciplina férrea necesaria para la victoria del proletariado.
Y surgen, ante todo, las preguntas siguientes: ¿cómo se mantiene la disciplina del partido revolucionario del proletariado?, ¿cómo se comprueba?, ¿cómo se refuerza? Primero, por la conciencia de la vanguardia proletaria y por su fidelidad a la revolución, por su firmeza, por su espíritu de sacrificio, por su heroísmo. Segundo, por su capacidad de ligarse, de acercarse y, hasta cierto punto, si queréis, de fundirse con las más amplias masas trabajadoras, en primer término con las masas proletarias, pero también con las masas trabajadoras no proletarias. Tercero, por el acierto de la dirección política que ejerce esta vanguardia, por el acierto de su estrategia y de su táctica políticas, a condición, de que las masas más extensas se convenzan de ello por experiencia propia. Sin estas condiciones es imposible la disciplina en un partido revolucionario verdaderamente capaz de ser el partido de la clase avanzada, llamada a derrocar a la burguesía y transformar toda la sociedad. Sin estas condiciones, los intentos de implantar una disciplina se convierten, de manera ineluctable, en una ficción, en una frase, en gestos grotescos. Pero, por otra parte, estas condiciones no pueden brotar de golpe. Se forman únicamente a través de una labor prolongada, de una dura experiencia; su formación se ve facilitada por una acertada teoría revolucionaria, la cual, a su vez, no es un dogma, sino que sólo se forma de manera definitiva en estrecha conexión con la experiencia práctica de un movimiento verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario.
Si el bolchevismo pudo concebir y llevar a la práctica con éxito en los años 1917-1920, en condiciones de una gravedad inaudita, la centralización más severa y la disciplina férrea, ello se debe sencillamente a una serie de peculiaridades históricas de Rusia.
De una parte, el bolchevismo surgió en 1903 sobre la más sólida base de la teoría del marxismo. Y la justedad de esta teoría revolucionaria –y sólo de ésta– ha sido demostrada tanto por la experiencia universal de todo el siglo XIX como, en particular, por la experiencia de los titubeos, los vaivenes, los errores y los desengaños del pensamiento revolucionario en Rusia. En el transcurso de casi medio siglo, aproximadamente de 1840 a 1890, el pensamiento avanzado en Rusia, bajo el yugo del despotismo del zarismo inauditamente salvaje y reaccionario, buscó ávidamente una teoría revolucionaria justa, siguiendo con celo y atención admirables cada «última palabra» de Europa y Norteamérica en este terreno. Rusia hizo suya a través de largos sufrimientos la única teoría revolucionaria justa, el marxismo, en medio siglo de torturas y de sacrificios sin precedente, de heroísmo revolucionario nunca visto, de energía increíble y de búsquedas abnegadas, de estudio, de pruebas en la práctica, de desengaños, de comprobación y de comparación con la experiencia de Europa. Gracias a la emigración provocada por el zarismo, la Rusia revolucionaria de la segunda mitad del siglo XIX contaba, como ningún otro país, con abundantes relaciones internacionales y un excelente conocimiento de todas las formas y teorías universales del movimiento revolucionario.
De otra parte, el bolchevismo, surgido sobre esta base teórica de granito, tuvo una historia práctica de quince años (1903-1917), sin parangón en el mundo por su riqueza de experiencias. Porque ningún país conoció, ni siquiera aproximadamente, en el transcurso de esos quince años una experiencia revolucionaria tan rica, una rapidez y una variedad tales de sucesión de las distintas formas del movimiento, legal e ilegal, pacífico y tempestuoso, clandestino y abierto, en los círculos y entre las masas, parlamentario y terrorista. En ningún país estuvo concentrada en tan poco tiempo semejante variedad de formas, matices y métodos de lucha de todas las clases de la sociedad contemporánea; de una lucha, además, que, a consecuencia del atraso del país y del peso del yugo zarista, maduraba con singular rapidez y asimilaba con particular ansiedad y eficacia «la última palabra» de la experiencia política norteamericana y europea.
Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
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